“Histeria, locura moral y degeneración: los caminos de la biopolítica. México en los finales del siglo XIX”, en Hilderman Corona y Zandra Pedraza (comps.) Al otro lado del cuerpo. Estudios biopolíticos en América Latina, Colombia, Universidad de los Andes y Universidad de Medellín, 2014, pp185-207.

August 15, 2017 | Autor: Frida Gorbach | Categoría: Historia Social De La Locura
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Descripción



1 Sin posibilidades de contar aquí la historia del siglo XIX mexicano, la dibujo sólo con un párrafo del excelente estudio de Elías José Palti: "Casi inmediatamente después de la Independencia, el sistema político mexicano entró en un proceso acelerado de descomposición que hacia mediados del siglo alcanzó casi el punto de su total desintegración (punto a partir del cual comenzaría su penosa reconstrucción)" (Palti 2008, 43).
2 Sobre la visión del siglo XIX por parte de la historiografía mexicana ver especialmente Mauricio Tenorio-Trillo (1999).
3 Cuando digo "los médicos" me refiero a aquellos que en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX hicieron de la enfermedad mental uno de sus intereses y publicaron estudios sobre el tema en las revistas médicas más importantes de la época así como tesis de grado. Hay que señalar que se trata no de alienistas o psiquiatras sino de médicos clínicos, pues además de que ninguno de los que escribieron artículos pareció trabajar en el asilo o manicomio, para entonces la psiquiatría en México, según diagnóstico de un médico en 1909, era una "rama de la medicina" olvidada, "relegada a un lugar muy inferior a las demás", que no evolucionaba "con la vertiginosa rapidez que las demás" (Rojas 1909, 9).
4 Gaceta Médica de México (en adelante GMM).
6 Sobre los distintos significados del término herencia ver Carlos López-Beltrán (1992).
7 La investigación de Chamberlin y Sander (1985) es el primer trabajo que desde la historia, la medicina, la biología, el derecho, las artes y el psicoanálisis, intenta mostrar cómo la idea de degeneración operó durante el siglo XIX y la primera mitad del XX y cómo constituyó un componente fundamental de la modernidad. Al respecto ver también Nye (1984), Huertas García (1987) y Campos Marín (1998).
8 El objetivo ha sido buscar una salida a las disyuntivas de siempre de la historiografía de la ciencia. La primera que enfrenta a "internalistas" y "externalistas", es decir, a los que estudian la práctica científica y aquellos que hacen historia social de la ciencia sin contemplar contenidos científicos; como si, diría Bruno Latour, no pudiéramos tener sociología y contenidos científicos en una misma mirada (1999, 277). La segunda disyuntiva, propia de la historiografía mexicana, enfrenta el difusionismo, o lo que algunos llaman "historia colonial", una historia que analiza cómo los textos europeos "originales" fueron copiados tardía y fragmentariamente en México, con una "historia nacional" en la que el contexto político local adquiere un valor explicativo y causal (Saldaña 1992, 13).
10 Sobre biopolítica y América Latina ver Mignolo (2003), Dube (1999), Lander (2000), entre otros.
11 Me baso para ello en las clasificaciones que aparecen en los expedientes clínicos del Manicomio General de La Castañeda en las primeras décadas del siglo XX.
12 Archivo Histórico de la Secretaría de Salud (AHSS), Fondo Manicomio General (FMG), Sección Expedientes Clínicos (SEC), Serie Manicomio General (SMG), caja 2, exp. 1. Foja 7.
13 AHSS, FMG, SEC, SMG, caja 2, exp. 74.
14 AHSS, FMG, SEC, SMG, caja 2, exp. 13, foja 4.
15 AHSS, FMG, SEC, SMG, caja 2, exp. 13, foja 9. Esta interna fue dada de alta luego de que el médico, al revisarla de nuevo, aceptara que "la asilada no ha adolecido de psicosis alguna; que no se supo o no se tuvo quien educara su carácter y que indebidamente se la retiene en este manicomio."
16 AHSS, FMG, SEC, SMG, caja 3 exp. 7, foja 2.
17 AHSS, FMG, SEC, SMG, caja 105, exp. 16.
18 Algunos médicos preferían hablar de histero-epilepsia a la manera de Charcot, mientras otros como Enrique Abogado o José Terrés se esforzaban por diferenciarlas insistiendo en afirmar que se trataba de "dos enfermedades tan disímbolas", "que entre ellas no existen lazos de afinidad" (Abogado 1906, 40; Terrés 1904-1905, 172).
19 La locura moral se parecía mucho a la monomanía de J.E.D. Esquirol (1772-1840), pues aquella también se reducía a una idea mientras se seguía siendo razonable con respecto a todo lo demás.
20 En un hecho fisiológico coexisten siempre un factor "material, tangible, o estático por ejemplo el cuerpo caliente, otro inmaterial, intangible, dinámico, su correlativo, el calor" (Parra 1878).
21 Aunque la ley no marcaba diferencias de género, en materia de justicia criminal, las mujeres rara vez eran percibidas como responsables de sus crímenes. Y es que mientras los epilépticos debían ser castigados por impulsivos, agresivos y coléricos, las histéricas, sometidas a sus impulsiones y estados de ánimo, víctimas pasivas de un "desequilibrio nervioso natural", seguramente serían declaradas irresponsables de sus actos y conminadas a buscar un varón que custodiara sus vidas. De esta manera, si al hombre se le castigaba dejándolo fuera del orden social, a la mujer se le imponía una loza de silencio por tiempo indeterminado (Cf.: Harris 1991).
22 Este término sería especialmente utilizado por médicos y abogados en la primera mitad del siglo XX.




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En Hilderman Corona y Zandra Pedraza (comps.) Al otro lado del cuerpo. Estudios biopolíticos en América Latina, Colombia, Universidad de los Andes y Universidad de Medellín, 2014, pp. 185-207.

8.
Locura moral y degeneración: los caminos de la biopolítica.
México en los finales del siglo XIX

Frida Gorbach

Hacia el último tercio del siglo XIX en México se empezó a hablar de degeneración. Eran los primeros años de lo que se conocería después como el Porfiriato, un gobierno que desde el inicio prometió poner fin a casi un siglo de insurrecciones y que después se prolongaría por más de treinta años. Si lo que se conoce como la República restaurada (1867-76) impuso un primer freno al proceso de desintegración política del país que la guerra de Independencia había desatado, el gobierno de Porfirio Díaz (1876-1910) terminó con ese largo ciclo de anarquía y despotismo (Palti 2008, 43)1. Al menos así lo reconoce la historiografía mexicana: a partir de ese momento comenzó una era de estabilidad política y progreso económico; desde entonces los problemas del país serían aquellos del mundo moderno (Tenorio-Trillo 1999; González Navarro 1957)2.
En México los primeros que empezaron a hablar de degeneración fueron los médicos, para entonces el segundo grupo profesional del país después de los abogados (Rojas 1909, 9)3. Fueron formados en la Escuela Nacional de Medicina y pertenecían, muchos de ellos, a la Academia Nacional de Medicina, una asociación ligada al aparato de estado y que funcionaría como la plataforma desde donde disputarían el poder a los abogados. Como parte de un gremio en proceso de profesionalización los médicos compartían la ideología de las clases dominantes y emergentes del porfiriato. Como alumnos de Gabino Barreda (1818-1881), reconocido entonces y ahora como el introductor del positivismo en México, adoptaron los preceptos de la medicina moderna, los mismos con los que justificarían la cruzada por la ciencia y la educación de las masas que estaban a punto de emprender (Mejía 1892, 417)4.
Al menos así los veo al leer sus estudios, como seguros de sí mismos, optimistas ante el futuro, convencidos de estar presenciando el comienzo de una nueva época, asumiéndose como los portavoces de Europa, los encargados de traer a México todas esas doctrinas que desde hacía tiempo circulaban por Europa pero que aquí todavía eran desconocidas: la fisiología moderna, la embriología, las doctrinas de la transformación y evolución de las especies, los planteamientos de Pinel, Esquirol y Charcot sobre la locura y, por supuesto, las ideas de Lombroso y la antropología italiana, éstas últimas, doctrinas que según Secundino Sosa avanzaban "aun más de lo que piden nuestros tiempos" (1893, 98).
El caso es que en medio de todo ese optimismo, fueron ellos, los médicos, los grandes profetas del progreso nacional, los primeros en incorporar la noción de degeneración a su vocabulario. Algo que resulta extraño considerando que la degeneración, el término mismo, echaba por tierra la confianza en una ciencia fundada en procesos naturales que siguen un patrón ordenado y progresivo al abrir la posibilidad de que la evolución humana caminara no hacia adelante, progresivamente, sino hacia atrás, en un proceso de reversión y decadencia.
Pero esa incorporación es extraña sólo a primera vista pues desde su aparición en Europa en el siglo XIX, la degeneración constituyó una estructura antitética al progreso en el sentido de que minaba desde el interior la obligatoriedad de un tiempo histórico ordenado y progresivo (Chamberlin y Gilman 1985, XIII-XIV). De hecho, así llegó a México y se instaló en el campo de la clínica, unida al progreso y vinculada a la idea de que ciertos trastornos mentales se debían a la degeneración psíquica causada por la herencia enfermiza de los antecesores, tal como lo planteaba la psiquiatría francesa posterior a 1848.
Sin embargo, no se trataba de una noción delimitada y bien comprendida. De la misma manera que en Europa, aquí la idea de degeneración se movía sin mucha precisión entre la medicina, la biología y el derecho, y servía para todo: para explicar tanto la etiología de la locura y las enfermedades nerviosas como la transformación de las especies, el surgimiento de las razas y cuestiones relativas a la responsabilidad legal de las personas. Como en Europa, los médicos mexicanos de finales del siglo XIX también utilizaban el término en su acepción moderna, es decir, asociada ya no a la idea dieciochesca de que el clima y el entorno natural eran los que producían efectos degenerativos sobre la constitución de los hombres y las razas, como sostenía Buffon, sino vinculada ahora a la herencia, un mecanismo cuyo funcionamiento nadie entendía bien pero que remitía a la transmisión de enfermedades y anomalías, de cualidades morales e incluso de bienes materiales; de ahí que afectara por igual el desarrollo de los individuos y la vitalidad de las razas y de las naciones (CF.: López-Beltrán 1992). 6
Podría decir que la noción de degeneración era tan imprecisa como invisible, pues en los documentos no aparece así nomás; más bien, su presencia es muchas veces imperceptible, como si los médicos no hubiesen tenido necesidad de hacer explícito su significado, como si la idea misma, de tan naturalizada, formara un sustrato que desde el fondo, silenciosamente, cuestionara el optimismo de un discurso que evidentemente se dirigía hacia el progreso. La degeneración, entonces, aparece como un sustrato oculto del discurso, o mejor dicho, como una serie de significados que se esparcen por su superficie integrados íntimamente al sentido común y al lenguaje cotidiano. Diría incluso que la idea de degeneración pasaría inadvertida si no fuera por las investigaciones que en años recientes han mostrado cómo esa noción formó parte del pensamiento europeo del siglo XIX y cómo, desde un lugar marginal, se convirtió en la condición de posibilidad del discurso del progreso y la modernidad7. Permanecería invisible si no fuera por esta actualidad que, después de la obra de Michel Foucault, sobre todo, nos ha puesto delante una pregunta por la biopolítica, ese concepto cuya génesis es decimonónica y que confunde la vida con la norma y la política con la patología (Cf.: Esposito 2006).
Todo esto para decir que hacia allí apunta este texto: hacia el discurso médico mexicano, hacia la degeneración y la biopolítica moderna. Lo que relato aquí es la historia de cómo en México ciertos médicos incorporaron dicho término a su lenguaje y cómo se preocuparon al mismo tiempo ante la posibilidad de que la nación –más que la humanidad- estuviera de pronto caminando hacia atrás, en sentido inverso a la evolución humana. Pero cuento esa historia interesada principalmente en dos cuestiones: una de ellas tiene que ver con la especificidad de ese discurso, esto es, con la manera cómo cierto discurso se relaciona con cierto lugar, o para usar las palabras de Santiago Castro-Gómez, el modo cómo los discursos europeos de la nueva ciencia fueron traducidos y re-localizados en México (2010, 15)8. Y la otra cuestión, estrechamente asociada a la anterior, tiene que ver con la nación mexicana debido a que la idea de degeneración fue central en la definición de sus rasgos más característicos.
Así, con esas dos interrogantes en la mano intento seguir una posible línea genealógica. Aunque la degeneración aparezca a veces como evidencia y otras sólo como subtexto, puede decirse que en su origen estuvo asociada a la locura moral, un diagnóstico médico impuesto a personas de supuestas conductas extremas, extravagantes, peligrosas, "degeneradas". Y precisamente eso es lo que me interesa aquí, seguirle la pista a la locura moral, esto es, entender las coordenadas en las que el discurso médico-psiquiátrico produjo ese diagnóstico, saber cómo éste operó y cuáles fueron las formas que tomó a medida que impregnaba otros saberes -la biología y el derecho-, y otros registros -lo físico, lo psíquico y lo social. Sigo así un trayecto que comienza en el campo de la medicina clínica y que desde allí se va extendiendo como en círculos hasta tocar procesos de significación cada vez más amplios que tienen que ver con definiciones de especie y de raza, con diferencias de clase y género, y con el status civil y político de los individuos.
Pero no puedo empezar sin señalar antes de dónde viene la curiosidad inicial por el tema, cosa que significa formular una pregunta por el presente que está marcando la indagación sobre el pasado. Pues si es cierto que cualquier interpretación, diría Gadamer, no es otra cosa que la respuesta que cada autor da a preguntas análogas en el presente, entonces tengo que decir algo acerca de éste presente (Gadamer 2002, 133-152). Un presente que estaría hecho de todo aquello que aconteció después de que esos médicos escribieran acerca de la locura moral, y que tomaría forma en las políticas públicas que el estado mexicano implementó a lo largo de la primera mitad del siglo XX con el objetivo de transformar a la sociedad mexicana mediante un proceso de depuración racial. La curiosidad inicial tiene que ver precisamente con una pregunta por la biopolítica, un modo de concebir la vida y la política que sin duda hunde sus raíces en el siglo XIX, concretamente, en la noción de degeneración y que marca esta modernidad tardía (Cf.: Urías 2007; Saade 2009). Aunque aquí llegue apenas a formularlo, la interrogante que está en el fondo de esta historia es si la noción decimonónica de degeneración condiciona aún nuestras formas de concebir el mundo, de conocerlo y de relacionarlos con los otros10.

Locura moral, locura femenina

En las nosografías alienistas que los médicos mexicanos utilizaron resalta particularmente un diagnóstico: la locura moral, un tipo de locura como la manía, la melancolía o la demencia, pero también una suerte de "carácter" o de "fondo" que acompañaba enfermedades como la histeria, la epilepsia, el alcoholismo o la sífilis. Resalta porque esa categoría constituía al mismo tiempo un diagnóstico y un síntoma, un sustantivo que remitía a un tipo de locura y un adjetivo que impedía definir ese tipo por sí mismo. Pues por un lado la categoría era tan abierta como para absorber todos esos casos "locos", singulares, sin sitio exacto en la clasificación, y por el otro, tan cerrada que parece aislada de las demás, como si no pudiera ser comparada con ninguna otra11.
Pero, me parece, si por algo se destaca la locura moral de entre los otros diagnósticos es por la atención que en años recientes ha puesto en ella la historiografía mexicana, especialmente aquella interesada en la historia de la locura. Digamos que ese diagnóstico se ha convertido en la prueba de cómo el discurso de los médicos mexicanos –y de cualquier discurso médico- está siempre determinado por factores sociales, ideológicos y políticos, supuestamente ajenos a ese discurso (Cf.: Rivera-Garza 2001, 671). Digamos que la locura moral es la evidencia más palpable de cómo La Castañeda, el manicomio que Díaz inauguró en el último de los treinta años de su gobierno y que los historiadores de la locura en México han convertido en su objeto casi exclusivo de estudio, fue un espacio construido para castigar y corregir a aquellos cuyos comportamientos rompían con los parámetros de la normalidad (Ríos Molina 2004).
Y aún más, la categoría de locura moral ha servido para que las historiadoras interesadas en una perspectiva de género muestren cómo en los finales del siglo XIX ese fue un diagnóstico frecuente entre las mujeres, sobre todo entre aquellas cuyas conductas se desviaban de los modelos sociales de la feminidad doméstica, presentando como evidencia decenas de casos tomados de los expedientes de La Castañeda que el Archivo Histórico de la Secretaría de Salubridad en la Ciudad de México hoy resguarda con feroz celo: "Ramona", de la que no se sabe si fue internada por la locura que le provocaba el alcohol o por irrespetuosa, por su "marcada ironía", su "sobrada indiscreción" y por no tolerar "que la mandaran a pesar de ser subordinada";12 "Josefa", de quien no se sabe tampoco si el acto de desobedecer impulsivamente a su madre constituía el síntoma o la causa;13 "Teresa", quien al parecer no presentaba otro síntoma más allá de su mal carácter, su afección por irse a pasear y su "falta absoluta de sentido moral";14 "Herlinda", cuya locura supuestamente estalló porque de niña no tuvo a nadie que "educara su carácter";15 o la joven de 14 años cuyos síntomas, según el médico que la examinó, eran su "salvaje y agresiva independencia" y el hecho de repetir constantemente la frase: "Yo no me dejaré de nadie" (Sosa 1893, 101).
Con esas evidencias las historiadoras han mostrado que la locura moral constituía un castigo para aquellas mujeres que rompían con las nociones normativas de género y clase social (no importa si para demostrarlo tengan que convertir la locura en una especie de capa que puede ser levantada para mirar cómo debajo existen sólo determinaciones sociales y políticas) (Cf.: Derrida 1996). Esas mujeres, argumentan, fueron castigadas porque desobedecían, protestaban, hablaban demasiado o manifestaban conductas sexuales excesivas, ya sea "perversiones del instinto sexual", "obscenidad en palabras y canciones", exhibicionismo y "falta absoluta de pudor",16 "deseo constante a hablar de sexo,17 o una "cínica inclinación a los hombres" (Sosa 1893, 101), tal como los documentos lo muestran.
En el horizonte discursivo de la segunda mitad del siglo XIX en México resulta difícil desechar la idea de que la locura moral constituía un castigo a conductas consideradas extremas y extravagantes sobre todo entre mujeres. Sin embargo, me parece que, mucho más allá de esa constatación, la locura moral, en tanto diagnóstico y síntoma, habla de una forma particular de anudar la norma médica y la regulación jurídica, el diagnóstico y el castigo. Más que su evidente "toque femenino", lo que me interesa destacar son los factores sociales, económicos, ideológicos y políticos que determinan el discurso médico y ello para mostrar que esas determinaciones -de raza, de clase y de género- no forman un contexto que desde fuera se impone sobre la ciencia médica, esto es, no son exteriores al discurso médico sino que lo constituyen íntimamente y subyacen por tanto a cualquier definición de locura (Cf.:, Rivera-Garza 2001, 671). Foucault lo pondría de esta manera: "[…] no se trata de saber cuál es el poder que pesa desde el exterior sobre la ciencia, sino qué efectos de poder circulan entre los enunciados científicos" (Cf.: Agamben 2010, 17).
Necesito entonces ver de qué estaba hecha la locura moral, describir sus principales rasgos, analizar tanto las operaciones que los médicos realizaron para que adquiriera el carácter de diagnóstico médico como los mecanismos que utilizaron para convertir ese diagnóstico en sinónimo de castigo. Y aquí, inevitablemente, aparece de nuevo la feminidad, porque la locura moral, podría decirse, tomaba de la histeria sus principales rasgos. Así, al igual que la histeria, la locura moral era de naturaleza "polimorfa" debido a "las formas demasiado numerosas, demasiado extravagantes con que se viste[…]" (Román 1898, 36); era "caprichosa", porque los síntomas podían afectar la sensibilidad, la motilidad, las funciones psíquicas o los órganos, "extravagante" porque el individuo pasaba atropelladamente de la tristeza a la melancolía más profunda, a la alegría loca, al amor y la aversión sin causa (Vázquez 1882, II).
La locura moral se parecía tanto a la histeria que ésta parecía ofrecerle a aquella, como en bandeja, sus rasgos más característicos. Lo decía el doctor Román para quien la locura moral presentaba "numerosos puntos de contacto con las histéricas por la similitud de sus síntomas y la homogeneidad del mecanismo que los produce" (1898, 35). También la histeria era caprichosa, por sus distintas formas; extravagante, por su movilidad; engañosa, por carecer de síntomas propios e imitar los de otras enfermedades; y, finalmente, enigmática, debido a que nadie atinaba a definir su verdadera etiología, ya que, en palabras de Buenaventura Jiménez, "sin datos anatomo-patológicos precisos, cada autor define la histeria a su manera" (1882, 5-6).
Pero la locura moral tomaba muchos de sus rasgos también de la epilepsia, una enfermedad que no siempre podía distinguirse de la histeria18. Por ejemplo, en la locura moral podía darse "un acceso de furor" capaz de arrastrar a un sujeto, palabras de Hidalgo y Carpio, hablando de la epilepsia, "a injuriar o a herir automáticamente a las personas, a herirse a sí mismos, a incendiar o romper cualquier objeto que tienen delante" (Hidalgo y Carpio 1870, 147).
Pero si por algo la locura moral se parecía a la histeria y a la epilepsia era, sobre todo, por su condición intermitente. Pues su carácter polimorfo, extravagante y engañoso se debía no tanto a la naturaleza de sus síntomas como a su condición intermitente, esto es, al hecho de que los síntomas se manifestaran a intervalos, a través de "crisis impulsivas", de "síndromes esporádicos" (Román 1898, 44). Sin que fuera estrictamente histeria o epilepsia, la locura moral compartía con estas enfermedades lo repentino de los síntomas, el hecho de que alguien que hasta entonces hubiera tenido un comportamiento normal de pronto fuera víctima de un impulso desatado e incontrolable. A eso es a lo que Francisco Rodiles llamaba "locura histérica", una forma especial de locura que no es continua sino intermitente, y Secundino Sosa "epilepsia anómala", un trastorno que no presenta "ningún delirio, ninguna alucinación, ningún trastorno intelectual", o "histeria anómala", ya que carece de "ataques convulsivos clásicos", pero conserva los accesos de risas, estornudos, asmas y parálisis de unas cuantas horas (1885, 101 y 103).
Lo importante en la definición era ese carácter intermitente que hacía que un individuo normal tuviera de pronto un comportamiento patológico, o al revés, que un individuo enfermo se comportara a veces normalmente. Lo verdaderamente importante, entonces, era esa condición limítrofe, el hecho de que un individuo pudiera ubicarse "en las fronteras de la razón y la locura" (Román 1898, 44). En un espacio, decía Luis Vergara Flores, entre "el estado lúcido de la razón y el principio de trastorno cerebral" (1896, 953). Alberto Román explicaba que en ese tipo de enfermos, sólo "bajo una faz de sus manifestaciones psíquicas presentan un desequilibrio que está en pugna con el normal funcionamiento, pero que en todos los demás actos de la vida en nada se alejan de lo regular y fisiológico" (1898, 37)19. De ahí que la locura moral fuese engañosa, no tanto por simular síntomas de otras enfermedades al modo de la histeria, sino por ocupar un lugar limítrofe entre lo normal y lo patológico y por referir, en consecuencia, a modos de decir y actuar que sólo en ocasiones salen de lo común.
Se trataba así de una nueva forma de concebir la locura pues lo que la distinguía era ese carácter múltiple al manifestarse de distintas formas; intermedio, pues su referencia no era la normalidad ni la pérdida completa de razón; engañoso, porque ni siquiera parecía una enfermedad: la locura moral, decía Román, "es menos una enfermedad en el sentido ordinario de la palabra que un modo particular de sentir y reaccionar" (1898, 14). Se trataba así de un nuevo tipo de locura propio de personajes "excéntricos" y "extravagantes"; los primeros, mujeres histéricas, y los segundos, hombres raros, a veces tremendamente lúcidos, casi geniales, pero que cambiaban sin cesar de estado de ánimo; aunque a ese lugar llegaban a caer no sólo histéricas y epilépticos anómalos sino también alcohólicos, sifilíticos, homosexuales y prostitutas, todos ellos, decía Román, parte de un grupo "poco definido y mal limitado", de nombres "igualmente vagos: degenerados superiores, excéntricos superiores, neurasténicos delirantes, psiquiasténicos" (1898, 35). Y si por algo se distinguían todos ellos, decía ese mismo médico, era por dos cosas muy ligadas: por no poder reprimir un "deseo irresistible a singularizarse" y por su tendencia a "alterar la tranquilidad de un hogar". Esto es, egoístas y por tanto transgresores del orden componían una nueva familia, la de los degenerados.

La implosión, el instinto, el deseo

Según el médico Porfirio Parra, aquello que distinguía la locura moral "de las formas bien constituidas de enajenación mental" era un impulso intempestivo, esporádico e irresistible (1895, 19). Sucedía de pronto que un impulso salía a la luz apoderándose de la voluntad del sujeto, volviéndolo presa de un ataque, un acceso, un espasmo. Bruscamente, ese impulso despertaba su sensibilidad (Abogado 1906, 40), encendía el deseo y encaminaba a todo el organismo hacia su cumplimiento (Parra 1895, 12). De ahí que muchos médicos prefirieran hablar de "impulsión", una palabra cuyo sonido indica ya el golpe que hace algo al momento de romperse o salir a flote.
De esta manera, una impulsión irrumpía intempestivamente, explotaba pero sin dejar de seguir una dirección específica. Porque, precisamente, una de las características de la impulsión era que el sujeto no perdía la conciencia. Aun si experimentaba un acceso, el sujeto era consciente; sabía que cometía un acto indebido pero no por ello podía detener su ejecución. Y es que durante los espasmos, decía Rojas, nunca había "amnesia completa": no hay inconciencia. Sólo el dominio de "una voluntad extraña a las ideas" (1909, 15). El sujeto tomaba conciencia "de lo necio y vano" de la idea y hacía esfuerzos por deshacerse de ella, pero no lo conseguía, explicaba Parra mientras contaba la historia de una mujer a quien nadie podía convencer de lo absurdo de su proceder: ella se "daba cuenta de lo que pasa en su derredor", "tenía conciencia de lo extravagante, de lo odioso, de lo criminal o monstruoso del impulso" y "luchaba enérgicamente para refrenarlo", pero no conseguía controlar la fuerza de la impulsión. Luchaba contra sí misma pero era vencida, y en su derrota, decía ese médico, se sentía "avergonzada y arrepentida de haber hecho lo que hizo", aunque experimentara al mismo tiempo "una satisfacción íntima y el alivio indecible del que se liberta de un peso que le agobiaba" (1895, 19-20). De ahí que a la locura moral Parra la llamara "locura parcial" o "delirio de actos".
En la locura moral, la impulsión no hacía más que poner en escena la lucha entre el impulso y la voluntad, las dos fuerzas en disputa del siglo XIX: el impulso como instinto o pasión desbordada o "deseo irresistible convertido en acción", y la voluntad que de repente pierde su fuerza y queda como "aletargada". El doctor Vergara lo explicaba así: "Tenemos entonces las impulsiones" cuando no se tiene "un freno seguro" que contenga la ejecución del acto, "pues la voluntad parece embotada" (1896, 956). Aunque, más bien, la impulsión terminaba conjugando toda una serie de posibilidades. Por ejemplo, el mismo Vergara hablaba de "voces interiores" que arrastran y dominan a los enfermos, quienes inesperadamente "son presa de un acto extravagante, sienten aversión y horror por la cosa ejecutada; son arrastrados y llevados por algo, por una voz interior que los domina" (1896, 956). Rojas, en cambio, creía que la impulsión era otra voluntad que no era la de las ideas, y Fernando Malanco defendía la idea de que la impulsión era instinto principalmente, fuerza interior orgánicamente determinada porque respondía únicamente a la necesidad: "Cuando las necesidades son violentamente provocadas, el deseo que las sigue es de la propia energía, convirtiéndose en pasión, que no es más que la necesidad violentada" (1897, 407). Jesús González Ureña, por su parte, decía que la impulsión era resultado de una impresión provocada por el mundo exterior pero que el interior del organismo transformaba en emoción, "una emoción desproporcionada a una impresión pequeña", decía (1903); mientras Secundino Sosa consideraba que era una fuerza más que orgánica, psíquica pero que la mayoría de los médicos no percibía: "se ha errado; porque no se ha tomado en cuenta la impulsión; porque se ha hecho punto omiso del elemento psíquico" (1893, 105).
La impulsión remitía así a muchas cosas; es más, el término mismo encerraba cierta multiplicidad, pues era resultado de la fusión de dos palabras: el impulso entendido como instinto orgánico y la impresión vista como imagen del mundo exterior que la memoria retiene. Es como si la palabra hubiese sido explícitamente creada para mediar entre el exterior y el interior, para ocupar un lugar intermedio y de esa manera conectar los objetos del mundo exterior y los impulsos generados por las fuerzas del propio organismo. La impulsión, digamos, era el punto donde esos objetos se investían de una carga afectiva que surgía de dentro del cuerpo e impactaba en la subjetividad del individuo. De ahí que su ámbito no fuera exactamente el cuerpo o la mente, sino la psique o la voluntad, entidades que no eran ni orgánicas ni pertenecían tampoco a la razón, la conciencia o la inteligencia, sino que se movían entre el interior y el exterior, entre lo orgánico y lo psicológico, en los pantanosos terrenos de la sensibilidad, la emoción y el afecto. Por eso, la impulsión podía referir a las impresiones del mundo sobre la subjetividad o, indistintamente, a esos impulsos irrefrenables que, decía Malanco, "se ensañan con los deseos" (1897, 407).
Pero en el fondo el problema que encerraba la impulsión era la patología. La pregunta que se hacían los médicos era si la impulsión era de naturaleza patológica o si su origen era normal pero en el camino algo la volvía patológica. El problema estaba allí porque, ¿cómo definir lo propiamente patológico?, ¿cómo medir el grado de patología de una impulsión?, y, sobre todo, ¿dónde localizarlo? Esta era la pregunta fundamental para una medicina que creía en la medición y en la localización: ¿dónde estaba lo patológico, en el instinto mismo, en la voluntad "aletargada", en los actos de "ejecución enfermiza" o en las impresiones causadas por los objetos del entorno exterior? De un modo u otro, los médicos estaban obligados a especificar si lo patológico pertenecía al cuerpo o si era el mundo el que ejercía un influjo enfermizo sobre ese cuerpo. Pero por encima de todo debían explicar cómo es que un sujeto, cualquier sujeto, perdía de pronto la cuenta hasta dejar de dirigir racionalmente sus acciones, y sin motivo, debido a un deseo que en un momento adquiría "un grado de intensidad notable, sin relación con la causa que las produjo", empezaba a cometer actos locos. (Parra 1895, 17).
Al respecto, varias podían ser las respuestas: o un instinto de naturaleza patológica, innato e inmodificable afloraría intempestivamente, o un instinto de origen normal sería desvirtuado por el medio ambiente o la sociedad, o el problema radicaría en una voluntad incapaz de frenar las necesidades automáticas e instintivas del sujeto. En suma, la impulsión le planteaba a los médicos el siguiente interrogante: ¿dónde estaría el núcleo patológico?, ¿en el cuerpo orgánico, en los objetos del mundo exterior o en la psique, ese nuevo lugar, ni físico ni mental completamente, que no se localiza espacialmente pero que es impactado por los objetos del mundo y produce efectos sobre el cuerpo?, ¿dónde estaría pues la falla?, ¿en el cuerpo físico, en la psique o en el mundo?

Anomalía degenerativa

Los médicos buscaban causas y encontraron impulsiones que ahora tenían que localizar en el interior del cuerpo. Como médicos clínicos creían en la anatomía patológica y en la posibilidad de traspasar con la mirada los síntomas de la superficie del cuerpo, penetrarlo y en el interior determinar la lesión orgánica. Más allá del dualismo cuerpo/alma y más allá de la partición fisiología/psicología, para ellos todos los fenómenos de la naturaleza, incluidos también la sensibilidad, las pasiones, el instinto o la voluntad -rasgos todos de lo que en Europa se conocía desde fines del siglo XVIII como el "cuerpo nervioso"- respondían a las mismas leyes fisiológicas (Cf.: Melville 1997; Harris 1991). Esto quiere decir que todo, tanto los fenómenos fisiológicos como los psicológicos y morales, se explicaba mediante las mismas leyes.
En fisiología, afirmaban los médicos, "toda alteración funcional tiene siempre un correlato orgánico" (Parra 1878, 8)20. No importaba si el caso de las enfermedades mentales no se contara aún con evidencias de lesiones cerebrales, pues de todos modos los médicos las buscarían. Estaban seguros de que la locura moral se explicaba también en función de una lesión material, sólo que, apuntaban, en este caso, al igual que en muchos otros trastornos nerviosos, la lesión era de otro tipo. Y así, en ese intento por entender la singularidad de la lesión, recurrieron a Auguste Morel (1809-1873) quien explicó esos casos en función de un "fondo degenerativo", un estado subyacente y continuo, suerte de condición estructural que, paradójicamente, producía ataques intermitentes. La lesión entonces no estaba en un órgano o en una función orgánica sino que constituía un "fondo" estructura; no era estática sino dinámica ya que seguía un proceso disolutivo, y aunque se manifestara a intervalos y muchas veces ni siquiera dejara rastro, producía daños en toda la economía del organismo. En suma, en la locura moral la lesión no era orgánica sino funcional, no anatómica sino hereditaria, invisible pero objetivable, física o psicológica pero capaz de unificar el cuerpo y la mente (Cf.: Dowbiggin 1985, 208).
En este sentido, Porfirio Parra hablaba de "lesiones dinámicas", siempre cambiantes, pero que referían a una precondición fisiológica, a una "organización defectuosa", un "sello morboso" que predisponía a ciertos individuos. Otros médicos podían referirse a la lesión de otra manera pero al final remitían por igual a la constitución que ciertos individuos portaban desde su nacimiento y transmitían a sus descendientes. Por ejemplo, Vergara insistía en la existencia de una "tara hereditaria irregular" en ciertos individuos, "producida por el alcohol, la sífilis, la neurastenia, la histeria" (1896, 954).
De la forma que sea, la herencia morbosa estaba en el centro de la explicación. Aunque nadie pudiera especificar los detalles del proceso de trasmisión hereditaria y la evidencia se redujera a observar cómo en sucesivas generaciones ciertas características patológicas se repetían, de todas formas ese mecanismo podía explicar la existencia de un fondo degenerativo, estructural y latente porque, como admitía Rojas, aparecía sólo cuando otras causas, nunca determinantes, lo desataban: "la herencia tiene el papel de causa predisponerte pero que queda sin efecto, cuando otras causas no vienen en su ayuda para producir la enfermedad" (1909, 41).
De todas maneras la herencia aparecía como la causa de causas ocupando así el lugar que en el siglo XVIII había tenido el clima y el medio ambiente. Ahora el funcionamiento normal de un organismo se alteraba debido a una causa que estaba no en el exterior sino en su interior. Aunque se tratara todavía de un término muy vago, la herencia se comprendía en dos sentidos: uno estricto, a la manera de Francis Galton (1860), en el que la patología se transmitía "directamente" de padres a hijos, y uno amplio que a la manera de Morel transmitía no sólo estigmas físicos y psíquicos sino también aquellos producto del medio ambiente y el entorno social (Plumed y Rey 2002, 32). Podía suceder que esos dos sentidos se mezclaran y la herencia se convirtiera en un término que refería a todo, a lo normal y lo patológico, a las causas internas y externas, a los instintos normales que en el camino el exterior desvirtúa, o a un impulso que desde siempre determina a un individuo, incluso antes de su nacimiento. Román lo explicaba así: puede ser que algunas veces la herencia se verifique "directamente engendrando un tipo morboso semejante al ascendiente", o que otras la herencia determine "la decadencia del organismo y una facilidad notable para el desarrollo de la psicosis"; lo fundamental, concluía, es que ese tipo de enfermos, histéricas, epilépticos, alcohólicos, presenta siempre una "faz degenerativa" (1898, 35). Más allá de la imprecisión, lo importante era el hecho de que la transformación sucedía en el interior del organismo; lo importante era esa faz degenerativa, la cual, según José Ingenieros, el médico bonaerense tan leído y citado por los médicos mexicanos, involucraría "espíritus que sobrellevan la fatalidad de herencias enfermizas o sufren la carcoma inexorable de las miserias ambientales, por lo que la herencia bien podía referirse al organismo o al medio ambiente." (1909, 6).
Convertida en el mejor ejemplo del nuevo tipo de locura que estaba surgiendo en los finales del siglo XIX, esa locura intermitente, que salía de la esfera de lo normal pero también de lo patológico, y cuyo referente era una lesión estructural pero indetectable, se alejaba de la idea de enfermedad entendida como desequilibrio del organismo y se acercaba a la de anomalía, un tercer registro ubicado más allá de la línea fisiológica que supuestamente debía unir los estados normal y patológico. Por paradójico que parezca, ese trastorno intermitente remitía a la anomalía, no un estado sino una condición permanente, inmodificable e incurable. Pues si la anomalía era, según la definición de un médico en 1924, "una constitución, un modo de ser" (Oneto 1924, 185), la locura moral aparecía como una "precondición" del individuo y como tal era innata, constitutiva, estructural e inmodificable, tal como la anomalía. (Cf.: Gorbach 2008).
Todo parece indicar que el debate que entonces tenía lugar en México alrededor del papel que las anomalías y monstruosidades jugaban en el origen de las especies y razas, había alcanzado el ámbito de lo psíquico. En este caso, la alteración biológica heredada no se manifestaba en el cuerpo físico, como en la anomalía, sino en la psique, lugar donde había quedado grabado el futuro de un sujeto que, como el monstruo, rompía con la norma. En este caso, parecería, los "vicios de conformación" propios de los monstruos se transformaron en "vicios morales", o en lo que Ingenieros llamó "las deformes configuraciones morales". Ahora, la locura moral, transformada ya en locura degenerativa gracias a la herencia, aparecería como una anomalía funcional no localizable (Cf.: Dowbiggin 1985, 204).
La locura moral se convertía así en el prototipo de una nueva familia, la familia de las "neuropatías", compuesta por histéricas, epilépticos, alcohólicos y todos aquellos que, decía Román, "dan gran contingente a los manicomios y prisiones y que, ensanchándose cada día, producen alarma en las sociedades modernas" (1898, 35). Por su parte, José Ingenieros, en un artículo publicado en la revista Crónica Médica Mexicana, lo decía de esta manera: esos sujetos "fronterizos de la infamia", poseedores de "sentimientos anormales", "de formas corrosivas y antisociales", personajes de un "infierno dantesco", "partidarios de la escoria social", son "víctimas de un complejo determinismo, superior a todo freno ético" (1909, 6). Por algo, decía Vergara, una "impulsión degenerativa" es "la que afecta más al orden social establecido a las leyes que afianzan este orden" (1896, 957).

¿Responsable o irresponsable?

Tarde o temprano un loco moral, degenerado y anómalo, llegaría a cometer un crimen. No importaba si la predisposición era orgánica o psíquica, efecto de las condiciones sociales o de factores estrictamente hereditarios. De todas maneras ese individuo era propenso a romper radicalmente con el orden social. Para el médico Abogado, en el momento en que un individuo común era presa de un ataque de "cólera repentina", podía llegar a cometer actos que "son a veces criminales" (1906, 40). Y es que en estos casos, argumentaba Sosa, todo sucedía rápidamente: "la impresión, la sensación, la impulsión, la decisión y el acto", unidos en un movimiento siempre "rápido y galopante" que convierte a esos seres en "irascibles, atrabiliarios, indómitos, rebeldes, enérgicos" proclives "al robo, el incendio, la calumnia, la venganza" (1893, 99).
De esta manera, la asociación entre locura y crimen sería a su vez efecto de la fusión de dos discursos: de un lado, el discurso psiquiátrico de Pinel y Esquirol y la idea de que existe un tipo de locura parcial, intermitente y difícil de percibir, y del otro lado, la criminología de Cesare Lombroso y la escuela italiana de antropología con la idea, puesta en palabras de Parra, de que ciertos estigmas, "además de revelar al criminal, indican la clase de crimen que propende a cometer" (1895, 21). Entremezclados, esos dos discursos convertían al loco y al criminal en una misma persona pues mientras el criminal presentaba inclinaciones naturales hacia la alienación mental, el loco era un criminal en potencia.
Y era precisamente esa asociación lo que justificaba la urgencia de los médicos por intervenir en el derecho. Porque existía algo como la locura moral, un trastorno intempestivo y de difícil detección, ellos tenían que participar en el diseño de la ley, tal como se venía haciendo desde tiempo atrás en Francia donde la evaluación psiquiátrica era una práctica corriente en los juzgados, sobre todo en los numerosos crímenes pasionales de finales del siglo XIX. Los médicos justificaban esa necesidad argumentando que el derecho penal mexicano ofrecía sólo dos posibilidades: la responsabilidad o la no responsabilidad absoluta; la normalidad o la demencia; la responsabilidad de todo hombre considerado "normal", o la no responsabilidad de un hombre que cometía un crimen en estado de "demencia" (Cf.: Urías 2005).
Precisamente, esa era la crítica que Parra le hacía al derecho "tal como está constituido actualmente": si "un hombre, cualquiera que sea el estado de sus facultades mentales, ha de ser plenamente responsable o completamente irresponsable", dónde ubicar aquellos casos en los que un sujeto enloquece a veces además de que sus facultades intelectuales en lugar de desaparecer se exacerban. Fuera de la ley quedaban, aseguraba Parra, todos esos individuos en quienes el "carácter patológico no está bien comprobado", que no son "ni locos ni rematados ni tampoco sanos de espíritu", que son enfermos no del cerebro, la razón y la inteligencia sino de la voluntad (1895 10-11). Se trata de la misma crítica de Sosa quien, convencido de que en cuestiones legales no existían absolutos, se preguntaba: "¿por qué se decreta siempre la irresponsabilidad; SIEMPRE, para los trastornados patológicos de la inteligencia, y se les niega con una plumada, sistemáticamente, a los trastornados patológicos de la voluntad?" (1893 98).
Pero sucedía que la condición intermitente de la locura moral no sólo ponía en duda el carácter absoluto de la responsabilidad, sino que cuestionaba también la idea misma de justicia. Pues en este caso no se cumplía con la supuesta correspondencia que según el código vigente debía existir entre el crimen cometido y el castigo, y esa correspondencia constituía el fundamento de un derecho cuya finalidad era aplicar penas iguales a acciones iguales, esto es, emitir sentencias similares a todos los individuos que hubieran cometido una ofensa equivalente (Cf.: Harris 1991). Es más, en un caso de la locura moral ni siquiera se podía medir la gravedad del acto ya que, según Parra, los actos, tan múltiples y "disímbolos" como la conducta humana misma, dependían de "una 'raíz subjetiva' cuya naturaleza era la multiplicidad"; de ahí que resultara "inútil caracterizarlos por la acción a que arrastran" (Parra 1895, 20).
En un cambio de perspectiva, la locura moral obligaría al derecho a juzgar un crimen en función no del acto mismo sino de la persona que lo cometió; o para decirlo en palabras de Parra, en función del "sello defectuoso propio al organismo de la persona que lo consumó" (1892 102). Con esto no sólo cambiaba la idea misma de crimen sino que se cuestionaba la posibilidad del derecho de asentar una regla general para todos los casos. Pues si el castigo se determinaba en función no de la gravedad del acto sino de la persona que lo cometió, entonces había que relativizar la formulación de la ley y aplicarla en función ya no de las circunstancias particulares del caso sino de las características del sujeto criminal. Y en esto los médicos estaban muy cerca de Pinel para quien cada paciente constituía una persona especial, con una historia trágica única que escondía la causa de la enfermedad (Cf.:, Weiner 1990). Para Sosa, por ejemplo, la única manera de garantizar una justicia verdadera era estableciendo "la responsabilidad según los casos, la que teniendo en cuenta no sólo las condiciones patológicas, sino las psíquicas, discierna en cada caso el estado morboso y las condiciones pasionales" (Sosa 1893, 99). Tanto él como Parra conminaban a los jueces a admitir la figura de la responsabilidad razonada, relativa o atenuada, "un término medio para ciertos individuos cuyas perturbaciones mentales ni son tan completas que les quiten todo discernimiento o encadenen en absoluto su voluntad, ni tan insignificantes que no turben de algún modo la lucidez del espíritu o menoscaben la libertad de acción" (Parra 1895, 10-11).
Así, los médicos eran los únicos capaces de detectar un trastorno como la locura moral. En tanto expertos, poseedores de "un ojo avisor" que describe, clasifica, define y califica "los trastornos de nuestros espíritu, considerados en su aspecto social y práctico" (Parra 1895, 9-10), ellos eran los que podían "llevar el análisis más lejos" (Román 1898, 10) y los únicos con la habilidad para "hacer la investigación directa de la mecánica psíquica" (Román 1898, 10). Ya no bastaba ahora saber "que un hecho indiferente o delictuoso fue verificado por una histérica en virtud de un desbordamiento pasional en que una voluntad debilitada ha sido impotente para detener"; se requería además "estudiar a la enferma misma, desligando en lo posible cada una de sus funciones psíquicas" (Román 1898, 10).
Así, el médico experto podía llegar allí donde el juez no alcanzaba. Allí donde éste erraba, aquel ofrecía la prueba de algo que no era evidente a simple vista. Si se trataba de medir la responsabilidad o no de un individuo, el juez tenía que esperar a que el médico hiciese "un análisis psicológico minucioso, en el que intervienen la observación y la experimentación como medio de prueba" (Román 1898, 10), a que investigara "los antecedentes de su carácter y los antecedentes neuropáticos de familia", sus costumbres, vicios, pasiones y modos de ser. Y al final el médico era el único capaz de determinar si el acto criminal se había efectuado "bajo la determinación de las funciones discordantes" (Román 1898, 10); el único que podía medir "el grado de libertad moral de que el hombre goza al ejecutar un acto" (Vergara 1896, 957); el único, pues, que podía detectar un acto de simulación, de sugestión o de engaño para saber con certeza si el paciente-criminal simulaba o decía y actuaba la verdad.
De lo que el médico experto llegara a decir dependía el futuro de un hombre o de una mujer. En sus manos estaba juzgar si alguien era irresponsable dándole el status jurídico de no-ciudadano, o si declararlo responsable para que entonces el Estado lo privara de sus derechos (Cf.: Harris 1991, 3). De hecho, ese era el proyecto de los médicos: intervenir en la esfera jurídica y conseguir entonces que "la Patología ocupara siempre el lugar de la Justicia" (Sosa 1893, 105), aun si esto anulaba las garantías individuales, minaba los principios de igualdad jurídica y abría un espacio de indefinición y aplicación arbitraria de la ley.
La patología debía ocupar el lugar de la justicia sobre todo en aquellos casos en los que no había ni cura ni remedio. Pues alguien con histeria, epilepsia o locura moral, predeterminado desde el nacimiento e incapaz de romper con la cadena que lo ataba a su pasado, debía ser colocado en una zona de indistinción en el que no se es ni normal ni demente, ni humano ni animal, en una región intermedia reservada para los degenerados, negación misma de lo humano. Ni animal ni humano, sino un ser cuyo lugar era un no-lugar; ni vivo ni muerto sino "desaparecido", excluido del orden jurídico y, por tanto, de la posibilidad de configurar alguna forma de subjetividad (Cf.: Esposito 2006; Gerez 2006)21 .


La raza

Así fue como la locura moral se convirtió en locura degenerativa y entonces la preocupación de los médicos pas del cuerpo individual a la especie. La fisiología moderna facilitaba ese desplazamiento al fundarse sobre la idea de que ambos, el individuo y la especie, eran regidos por las mismas leyes generales, "invariables", decía Faustino Guajardo (1887, 9). Pero sobre todo ese desplazamiento fue posible gracias a la herencia, un mecanismo que explicaba al mismo tiempo la transmisión de patologías, temperamentos y constituciones, caracteres de la especie y propiedad de bienes. La noción de herencia cubría un espectro tan amplio de fenómenos -fisiológicos, psicológicos, biológicos y jurídicos- que podía construir una relación directa entre locura, criminalidad y degeneración de la especie.
A primera vista parece que todo sucede simultáneamente, que en el momento en que la herencia se patologiza, la medicina interviene en el derecho y borra la diferencia de éste con la biología. Pero una lectura más cuidadosa muestra las distintas fases de un proceso que tiende a cerrarle el camino al medio ambiente, paradigma del siglo XVIII, para dirigirse hacia las profundidades del cuerpo. Ese proceso va del exterior al interior, de las causas adquiridas al dominio de lo innato, de Buffon a Morel, de la variación ambiental y los accidentes traumáticos sobre un organismo a la psicopatología.
Dos momentos o pasajes pueden distinguirse en ese proceso: el primero lleva del individuo a la especie, y el segundo de la especie a la raza. En un primer momento la preocupación de los médicos pasa de la cura a la prevención y empiezan entonces a participar directamente en la reglamentación de cuestiones como el matrimonio, la prostitución o la sexualidad (Cf.: González 2008), y después, en un segundo momento, dejan la higiene por la eugenesia y se dedican a aplicar medidas orientadas no sólo a prevenir el desarrollo de enfermedades sino particularmente a "vigorizar nuestra constitución e impedir el decaimiento de nuestra raza", palabras de Nicolás Ramírez de Arellano en 1895 (Citado por Urías 2005, 354). Y ambos desplazamientos son posibles porque la herencia constituía el principio causal de varios tipos de locura, el mecanismo de la transformación de las especies, el límite en la aplicación de la ley, y también el factor que definía las características de la raza mexicana.
Allí, me parece, estaba puesto el verdadero interés de los médicos: no tanto en la especie como en la raza, no en la humanidad sino en la nación y su porvenir. Tan es así que por momentos, a partir de cierta lectura de los estudios sobre locura moral, se vuelve explícita la pregunta que ningún médico se atrevía a formular abiertamente: ¿constituía la raza mexicana una raza degenerada? Morel ya había dicho que la degeneración tenía un origen racial en tanto que remitía a una desviación del tipo humano primordial creado por Dios, y como el tipo primitivo sufría sucesivas modificaciones por la influencia combinada de la herencia y el medio ambiente, ciertas razas podían derivar de esas constituciones anormales (Urías 2005, 350).
Es más, me atrevería a decir que esa no era la pregunta exacta pues ningún médico parecía dudar de los efectos que la influencia de la herencia morbosa podía tener sobre la raza mexicana. Más bien querían saber cómo tenía lugar esa determinación patológica, es decir, si ésta era el producto de una acumulación a través de las generaciones o de un salto atavístico; o de otra manera, si un individuo trasmitía el elemento degenerado a sus hijos como predisposición, o si su trastorno constituía una reversión a un antecesor remoto (Cf.: Harsin 1992, 1057); aunque el abogado Rafael de Zayas y Enríquez, por ejemplo, sostenía que se podía combinar ambas posibilidades, afirmando por un lado que los criminales nacían con caracteres propios de las razas prehistóricas, y que si bien esos caracteres habían desparecido en las razas actuales, podían siempre volver, y asegurando por otro que la naturaleza no marchaba a saltos sino que se movía "por medio de matices tan suaves" que resultaba imposible fijar la línea de transición (De Zayas 1885, 35 y 93). Como lo hacía este abogado, los médicos podían también sostener la idea de una evolución gradual que por momentos se movía bruscamente a través de atavismos.
De esta manera, la disyuntiva parecía estar entre dos posturas, la degeneración progresiva o el atavismo. Algo muy distinto a lo que sucedía en los Estados Unidos donde, según los historiadores, en el siglo XIX el énfasis estuvo puesto en la adaptación, un concepto que servía para explicar la degeneración de la raza negra que por ser de origen africano era incapaz de adaptarse a las condiciones de los países templados. En cambio, en México todo era mucho más ambiguo, pues, por ejemplo, en cuestiones de adaptación se aceptaba frente a Europa la idea de la perfección de la naturaleza americana y de la perfecta adaptación de las razas a ella, en el sentido del pensamiento criollo del siglo XVIII, pero al interior la degeneración refería a un proceso histórico cuyo origen estaba en la desviación de tipos raciales primitivos. Por eso, ante la pregunta por la raza, los médicos mexicanos hubieran podido responder con las mismas palabras del francés Théodule Ribot (1839-1906): los pueblos salvajes son incapaces de inhibir sus necesidades automáticas y atemperar el instinto por medio de la voluntad, la educación, el hábito y la reflexión, virtudes propias de los adultos civilizados normales (Citado por Harris 1991, 40).
Así, en un primer momento los médicos anudaron la locura y la criminalidad y construyeron una teoría ideada para la exclusión selectiva de ciertos individuos; después, al asociar la especie y la raza, esa teoría alcanzó una dimensión masiva y justificó entonces el uso racialmente selectivo del estado para criminalizar a las mayorías (Cf.: Nye 1985, 49). Esto es, los médicos tuvieron que criminalizar primero la locura para después racializar el crimen. O si no ¿cómo explicar las políticas higienistas y eugénicas que el estado nación aplicaría en las primeras décadas del siglo XIX? Siguiendo a Beatriz Urías, esas políticas estuvieron "dirigidas no sólo a controlar los segmentos de marginalidad social más peligrosa sino también a 'normalizar' a una masa silenciosa por medio de muy diversos procedimientos, que iban desde las campañas de alfabetización religiosa hasta las campañas higiénicas de educación sexual y de combate a las enfermedades venéreas" (2005, 375).
Y, me parece, que precisamente allí radica la singularidad del caso: en la manera cómo los médicos imaginaron la nación mexicana. Una nación convertida en entidad orgánica degenerada cuya historia tendía a decaer a medida que la línea de la evolución humana se revertía hasta ponerse nuevamente en contacto con la del animal (Esposito 2006). Una nación imaginada que requería, necesariamente, de un estado fuerte capaz de controlar los impulsos de locos, anómalos y degenerados y capaz también de controlar los impulsos agresivos de las masas y así neutralizar su potencialidad desestabilizadora. Porque una nación así debía privilegiar el orden y la "defensa social"22 por encima de la igualdad jurídica y los derechos civiles del individuo que la constitución de 1857 consagraba.
No es extraño entonces que por distintas vías los médicos justificaran la dictadura. Para Parra, por ejemplo, el régimen de Porfirio Díaz no sólo era la solución a la anarquía del pasado sino que representaba también la única manera de frenar para el futuro la trasmisión de la degeneración de la raza. Aunque se podría ver de otra manera y pensar que la degeneración constituía el mecanismo que la elite intelectual del porfiriato esgrimió para establecer la frontera con los otros y justificar la exclusión de las mayorías del orden jurídico, pero sobre todo para pertrecharse y esconder su propio miedo ante la potencia de la raza y la cólera de larga duración que podía, al igual que la locura moral, estallar de pronto y transmitirse incontrolablemente de un cuerpo a otro.

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