Heterogeneidad jurídica y violencia fundacional en Todas las sangres

July 17, 2017 | Autor: I. Feldman | Categoría: Walter Benjamin, Indigenismo, Jose Maria Arguedas, José María Arguedas
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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXVI, No 72. Lima-Boston, 2do semestre de 2010, pp. 233-252

HETEROGENEIDAD JURÍDICA Y VIOLENCIA FUNDACIONAL EN T ODAS LAS SANGRES Irina Alexandra Feldman Middlebury College Resumen Este artículo estudia las expresiones de la violencia estatal y civil en Todas las sangres, conceptualizando las diferentes formas de tal violencia con la ayuda teórica de Jacques Derrida, Walter Benjamin y Giorgio Agamben. La novela describe la situación postcolonial marcada por la heterogeneidad jurídica, la violencia azarosa y no provocada de la policía, y la reducción de los indígenas al estatus de la absolutamente vulnerable “pura vida”. En esta situación, la resistencia indígena emerge como la única –aunque también violenta– posible vía de acción. Palabras clave: José María Arguedas, Todas las sangres, violencia, estado de excepción, heterogeneidad jurídica, Benjamin, Derrida, Agamben. Abstract This article studies the instances of State and civil violence in Arguedas’s novel Todas las sangres conceptualizing different forms of such violence with the help of Jacques Derrida, Walter Benjamin and Giorgio Agamben. The novel describes the postcolonial situation marked by the juridical heterogeneity, random and unprovoked police violence, and the reduction of the indigenous persons to the status of the absolutely vulnerable “bare life”. In this situation, the indigenous resistance emerges as the only—although also violent—possible course of action. Keywords: José María Arguedas, Todas las sangres, violence, state of exception, juridical heterogeneity, Benjamin, Derrida, Agamben

Las páginas de Todas las sangres retratan repetidas instancias de violencia, cuando la sangre de la gente común se derrama en los enfrentamientos con el Estado. En una escena, los uniformados entran al pueblo de San Pedro, acompañando al juez de provincia y al subprefecto. Los pueblerinos se enfrentan a la delegación, y uno

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de ellos, el artesano Bellido, corre detrás de los soldados, vociferando insultos. Los soldados ametrallan al viejo y le rompen las piernas. Acto seguido, las autoridades se alistan para leer el decreto de expropiación de la Esmeralda, el maizal que es la base de subsistencia de toda la comunidad de indios, mestizos y blancos empobrecidos de San Pedro. Los vecinos cargan al anciano desangrado y lo acuestan en una mesa enfrente de las autoridades. Agonizante, Bellido pregunta al subprefecto: “¿Por qué me has matado?”, y muere. El oficial responde al cadáver y a los testigos de esta muerte: “Orden del gobierno” (Arguedas 370-375). En este artículo no vamos a buscar la respuesta a este doloroso “¿por qué?” de las múltiples muertes que ensangrientan las páginas de Todas las sangres, sino que analizaremos las estructuras que las causan. ¿Por qué las operaciones de la policía peruana aparecen en la novela como arbitrarias y sangrientas, y cómo se permite esta arbitraria pérdida de la vida? ¿Cuál es la relación entre el Estado y la ley, entre los poderes judicial y ejecutivo? ¿Hay lugar para la justicia en la sierra peruana? En Todas las sangres vemos una sociedad donde el Estado apenas se asoma en el horizonte y sólo se presenta vagamente a los indios y a don Bruno en forma de los colores de la bandera peruana (Arguedas 263-264). Este Estado manda a la policía militar en misiones de reconocimiento a la sierra, un territorio que en su mayor parte queda fuera de su alcance. La ausencia de la hegemonía del Estado, resultado de la condición heterogénea postcolonial del Perú, hace imposible el funcionamiento adecuado de la teoría occidental sobre la relación entre la ley, el Estado y los sujetos. En esta situación de fragmentación, la ley termina manifestando sólo su lado violento. Para conceptualizar lo que pasa en la sierra peruana, me referiré al clásico ensayo “Critique of Violence” de Walter Benjamin sobre la violencia ([1921] 1986), al estudio de Jacques Derrida sobre “La fuerza de ley” ([1989] 2002), y a la teoría de Giorgio Agamben sobre la institución del “estado de excepción” (2005). Estos textos teóricos tienen un aspecto en común. Los tres filósofos (y Arguedas, también) exploran las relaciones problemáticas entre los conceptos de violencia, justicia y ley y cuestionan su funcionamiento en la democracia moderna. Arguedas, al poner en escena el momento fundacional de lo que debería ser la nación

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democrática, desentierra los orígenes violentos de la democracia (los que ésta quiere esconder). Derrida, en su comentario sobre Benjamin, elabora el concepto del “espíritu de la policía”, que ambos filósofos consideran como la cara “degradada” de la democracia. En Todas las sangres, justamente, vemos al Estado moderno en construcción, cuyos únicos heraldos son la policía y el “espíritu de la policía” (Derrida 278, 280-281); y cuyo momento de fundación está marcado por una situación que Giorgio Agamben llama “el estado de excepción”. En la novela se proclama el “estado de sitio” en la provincia de San Pedro hacia el final de ésta, pero como se hará evidente en mi análisis, el estado de excepción parece ser permanente en el Perú arguediano. Agamben (2005) discute la institución del “estado de excepción”, que se declara cuando la soberanía de un Estado se encuentra amenazada y los poderes legislativo y ejecutivo convergen para crear un tipo de poder amorfo e incontrolable. El término “estado de excepción” tiene la connotación de la excepcionalidad de lo “normal” y de una temporalidad pasajera. Pero, si no tenemos ni un Estado sólido, ni una legalidad asentada, la condición de excepción que debería ser transitoria adquiere una característica de extensión imprecisa e incontrolada, un vacío legal que se extiende indefinidamente. Frente a tal realidad, la novela de Arguedas podría ser leída como un argumento para la legitimidad de la violencia por parte de las comunidades indígenas, que están luchando por su inclusión como ciudadanos (pero, ¿en qué tipo de estado?), ofreciendo resistencia al modelo del Estado moderno en el Perú. Los indígenas se encuentran en un lugar que posibilita estructuralmente la resistencia gracias a la heterogeneidad judicial heredada de la Colonia, que entra en conflicto con el monopolio de la violencia que debería ser, teóricamente, uno de los atributos del Estado moderno. Vamos a enumerar aquí los sistemas judiciales (en plural) de la sierra peruana para discutirlos uno por uno en lo que sigue. En Todas las sangres, la justicia comunitaria funciona en las comunidades indígenas. En la hacienda de don Bruno, el hacendado-soberano es “la ley viviente”, para usar el término de Agamben. Pero el Estado peruano, reclamando hegemonía en todo el territorio nacional, pretende que la ley del Estado (la ley positiva) involucre también formaciones sociales como el ayllu y la hacienda. Esta situación deviene aún más complicada por las distinciones conceptuales entre

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la costumbre y la ley. Mientras el Estado teóricamente opera con base en la ley escrita, el orden de la hacienda y el ayllu obedece a tradiciones orales establecidas a través de siglos de práctica. Como veremos en los ejemplos textuales, en la sierra el resultado de interacción entre el pueblo y las autoridades depende de la decisión personal (benevolente o vil) de los oficiales (sargentos, jueces, subprefectos) y no de la institucionalidad de su posición. No todo depende de la ley, sino de las decisiones de hecho que adquieren la “fuerza de la ley”, en los términos en que Derrida elabora sobre el tema. Esta situación no refleja el principio romano de “dura lex, sed lex”, sino su contrario: “nadie conoce la ley, pero yo actúo como si mis acciones estuvieran siguiendo la ley”. De esta manera, queda un gran margen para el uso arbitrario del poder: algo que no es nuevo en la sierra, sino que se inscribe en las tradiciones coloniales vigentes en esta zona. La dialéctica entre continuidad y ruptura se hace patente en una escena al principio de la novela, protagonizada por don Fermín Aragón. Fermín gestiona una sustitución simbólica de la vieja justicia colonial por la ley moderna. Él repudia a los vecinos de San Pedro por usar un instrumento colonial de tortura, la barra, para castigar a los indios cuando éstos apelan a la ley nacional con demandas de salario. Fermín llama la barra “infamante”. Creo que la infamia de este instrumento, subrayada por Fermín, es doble: no marca tanto a la víctima que sufre el castigo, como a la sociedad que “todavía” (entre comillas, porque este todavía nunca pasa a ser un “ya no”) permite semejante instrumento de ejecución de justicia1. Fermín sueña con el orden y el progreso para el Perú, quiere transformar a los indios de siervos en trabajadores asalariados, y no puede 1

Este acto resulta ser incluso más deshonroso porque los vecinos saben que este castigo es inútil y cínico y no cambiará la decisión de los indios. Las autoridades indígenas que sufren el castigo no tienen el poder para cambiar la “decisión del común”, del concilio indígena, su única función es trasmitir esta decisión a los vecinos. Es decir, los varayok no pueden actuar como los representantes de la comunidad en el sentido occidental, cuando el representante actúa como si toda la comunidad estuviera presente en el momento de su decisión personal. Lo que ejercen los varayok es lo que llamo más adelante en este artículo “aplazamiento de la autoridad”. Declaran que como individuos pueden sufrir el castigo físico (aunque este castigo físico no cambie nada, no sirva para nada). De esta manera dan la satisfacción bárbara a los vecinos y desplazan el abuso desde la comunidad indígena entera hacia sus propios cuerpos.

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permitir que la barra, el símbolo de las relaciones sociales premodernas, siga existiendo en su pueblo natal. Así que él arroja la barra al río. Al principio parece que en este momento ocurre una transición radical a la ley moderna, donde el ejercicio de la violencia es monopolizado por el Estado y tiene que ser mediado por un proceso judicial. Parece que con este gesto Fermín quiere decir (como Henri Favre en la Mesa Redonda del 1965), que la sierra ha entrado en la nueva era donde ya no hay indios, sino sólo campesinos (Escobar, ed. 37-38). Pero más allá del mero gesto, la naturaleza de este cambio no coincide con la imagen de la transición a la modernidad que tiene el hacendado. Fermín, inspirado por la protección paternalista que había sido practicada por su finado padre y por la retórica de modernización y emancipación, proclama que las demandas de los indios por el salario son “conforme al derecho” (Arguedas 72). Aquí, el uso del vocabulario de “derecho” acerca a los comuneros de Lahuaymarca a la idea de ciudadanía. En este momento parece que la ley vieja ha muerto, se ha hundido en el río junto con la barra. Pero en un movimiento dialéctico tan característico de Todas las sangres, la voz narrativa informa al lector que los indios seguían tratando a los vecinos con el mismo respeto de antes, aunque se negaban a trabajar gratis. Si esta relación social tenía que haber cambiado, ¿por qué el trato de los lahuaymarcas no cambia? Observemos que la misma fuente del poder que puede declarar la abolición de la práctica colonial (don Fermín) está arraigada en la jerarquía colonial, y así manifiesta la naturaleza contradictoria de la burguesía serrana progresista que emerge de las estructuras de poder coloniales, basadas en la tenencia de la tierra. La ley vieja resucita, desgastada pero viva en el preciso momento de su supuesta abolición. Los eventos que presenciamos a lo largo de la novela sugieren que la sustitución del viejo orden legal por el nuevo no ha sido para nada limpia, sino que dejó un resto sustancial. Y, sin embargo, el episodio de la destrucción de la barra fue importante: abrió un espacio discursivo desde el cual la comunidad indígena pudo formular la demanda del salario y, al mismo tiempo, contradictoriamente, renovó la autoridad de Fermín Aragón. Esta escena marca una problemática transición no hacia un estado de mayor modernidad, sino hacia lo que llamaremos una mayor heterogeneidad jurídica.

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Leyes y costumbres: los niveles del sistema judicial postcolonial En esta situación de heterogeneidad jurídica debemos analizar el ayllu y la hacienda como formaciones que funcionan dentro de un sistema judicial formado por múltiples capas. En la hacienda de Bruno, su voluntad tiene la fuerza de la ley, pero la hacienda misma interactúa con otras haciendas y también funciona dentro del sistema de justicia estatal. La comunidad de Paraybamba, cuyo ejercicio de la justicia comunitaria vamos a examinar aquí, es regida internamente por las autoridades indígenas, los varayok, pero también tiene que enfrentar la ley estatal2. El sistema de justicia interno a estas comunidades –tanto el ayllu como la hacienda– está basado en costumbres no escritas, a las cuales la comunidad obedece como resultado de siglos de práctica. La importancia de la costumbre se hace evidente en una escena en la novela cuando los terratenientes importantes de la provincia –Adalberto Cisneros, don Lucas y el joven Aquiles– llegan a la hacienda de don Bruno para acusarlo de “transgredir la costumbre”, al dejar que sus indios comercien con los comuneros de Paraybamba. La discusión que se perfila a partir de esta acusación muestra cómo cada personaje negocia un lugar distinto entre la tradición y la modernidad jurídica. Una fuente de la ley predomina en esta discusión: la costumbre y la tradición. Pero en sus amenazas mutuas salen a la superficie dos fuentes del poder judicial y ejecutivo: el poder soberano de los terratenientes y el aparato represivo del Estado. Don Bruno, don Lucas y Cisneros se amenazan con la “guerra”, es decir, la invasión de la propiedad del otro con un ejército privado de colonos (Arguedas 186, 189), y así reafirman su poder como soberanos locales. Por otro lado, el joven “alimeñado” Aquiles amenaza a Bruno con acusarlo de ser comunista y así mandarlo al Frontón, la cárcel limeña. Este es el núcleo contradictorio del problema: Aquiles y los otros atacan a Bruno por reformar la vieja costumbre; Bruno 2

Esta inscripción en la ley del Estado está ocurriendo de facto en la década de 1960, ya que las comunidades indígenas en este momento ya sabían cómo apelar a la ley estatal: articulan los derechos a la tierra y demandan salarios, lo que resultó en la Reforma Agraria y en la abolición del trabajo gratuito en las reformas de 1964.

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justifica tal derecho con referencias a la misma tradición, diciendo que “el patrón es, como dueño, libre de proceder en su hacienda según su voluntad” (Arguedas 188); y la imagen del Frontón es la única figura a través de la cual el Estado peruano se cuela en la negociación. Los tres hacendados están de acuerdo en que “los derechos de los colonos… dependen de la voluntad del patrón”. Lo que cuestionan los otros hacendados es el derecho de Bruno a implementar las reformas administrativas en su hacienda, ya que esto se ve como el acto de “soliviantar a los indios”, porque “todos van a querer hacer los mismo que los colonos suyos. Y no sólo nos arruinaríamos, sino que nuestra autoridad correría peligro” (Arguedas 186). En otras palabras, los demás hacendados intentan limitar los derechos soberanos de Bruno apelando a la cooperación entre la élite terrateniente; lo acusan de traición a su clase. Esta escena muestra que los otros hacendados reconocen la naturaleza auto-subversiva de las reformas de Bruno e intentan anularlas refiriéndose a la misma costumbre que da a Bruno el derecho de actuar tal como él lo hace. Pero el proyecto de Bruno precisamente requiere el uso perverso de la costumbre: afirmando sus derechos soberanos, Bruno actúa de la manera que él considera legal y justa, y se declara responsable por las acciones de sus siervos y de esta manera funciona como escudo para “sus” indios. Bruno desplaza la responsabilidad de los indios hacia su propia persona y, como lo veremos más adelante, este acto lo hermana con el bloque subversivo que emerge hacía el final de la novela y que predetermina que el lector tome partido, definitivamente, por Bruno, Rendón Willka y la voz narradora. El polo opuesto de la figura de Bruno es el nouveau-riche Adalberto Cisneros, quien introduce otro punto de vista en la discusión sobre los orígenes de la ley y su ejecución. Dice: “¡Qué casta ni qué casta! Ya pasaron estos tiempos. El que tiene dinero, el que más tiene, ése manda; ése es el señor. Yo se lo voy a probar…Tengo influencia. Yo hice al diputado y aún al senador con mi plata” (Arguedas 187). En esta visión de la realidad, la ley es irrelevante; el dinero es lo que otorga el poder. Este hecho priva a Cisneros de la legitimidad a los ojos de don Bruno y desde el punto de vista de las costumbres coloniales. Como dice Bruno, “A mí me temen y obedecen; soy señor desde mis antepasados más lejanos, a usted sólo lo odian. Usted no está consagrado en sus posesiones por la ley de la

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herencia señorial” (Arguedas 186). La palabra “consagrado” es clave aquí, aludiendo al hecho de que la legitimidad del mismo Bruno deriva directamente del poder divino. Sin embargo, Cisneros negocia entre la moribunda normatividad de la soberanía colonial y la movilidad social moderna; no se preocupa por la metafísica y se apropia de los dos sistemas parcialmente para aumentar sus tierras y poder. Él no responde a la ley del Estado, ya que éste aparece sólo en las figuras del senador y el diputado, quienes han sido la hechura del mismo Cisneros. Para entender el poder que emana la figura de Cisneros es útil recordar lo que Alberto Flores Galindo ha observado respecto del poder de la élite terrateniende local a principios del siglo XX. Uno de los factores que hizo casi imposible controlar este poder era el hecho de que la élite combinaba las posesiones de tierra con el poder político-judicial (Flores Galindo 263)3. De esta manera, el retrato de Adalberto Cisneros, una figura moral y estéticamente repugnante según la descripción arguediana, condensa la impunidad que implica el vacío legal y la fusión de los tres poderes del Estado. Parece que este hombre de vastas posesiones territoriales, titiritero de las autoridades locales, y carente de escrúpulos cristianos que pudieran circunscribir sus decisiones, queda fuera del alcance en cualquier justicia, sea divina o humana. Sin embargo, no es así. En el argumento de la novela, sólo un tipo de justicia puede alcanzar a un Cisneros: es la justicia comunitaria de los indígenas, quienes lo castigan de manera inmediata y sin darle la oportunidad de buscar el respaldo de los jueces y los soldados. Veamos ahora como ocurre este castigo y cómo su ejecución dialoga con el orden estatal. “Castigo sin crimen”: las hazañas de la policía peruana Al final de la novela, Arguedas nos deja con esta imagen: “Don Adalberto lloraba en una cima, acompañado por otros veinte guardias. —¿Estoy desnudo? –preguntó. —Me han enfriado estos indios amaestrados por Rendón. Creo que me han enfriado para Esta situación dialoga con la discusión de Giorgio Agamben sobre el “estado de excepción”, donde en las democracias del siglo XXI vivimos en una situación en que los poderes ejecutivo y legislativo convergen en uno, normalmente el brazo ejecutivo y su poder deviene incontrolable al haberse cancelado el equilibrio entre los tres poderes de gobierno (Agamben 12). 3

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siempre” (Arguedas 456). En este último momento, no quedamos con la visión de la figura majestuosa del héroe Rendón, o del conflictivo Bruno, ni siquiera con la del cruel pero patriótico Fermín. La novela nos deja con la imagen del hombre, cuyas descripciones bordean en lo grotesco: “…le cubría medio rostro una barba rala y negra […] era bajo, de glúteos casi hinchados” (185); “el hombre de grasa, sin alma” (276). Hay una buena razón para esta decisión narrativa: es la ilustración del funcionamiento eficaz de la justicia comunitaria ejecutada por la comunidad de la hacienda Parquiña. La eficacia está subrayada por el hecho de que el castigo, finalmente, ha afectado profundamente la humanidad decaída de Cisneros, ya que él dice que quedó “enfriado para siempre”. La presencia de la policia, post factum, no ayuda en nada a Cisneros: el poder represivo del Estado está de su lado, pero es inútil frente a la justicia-ya-cumplida4. Esta escena final es un reflejo especular de la otra escena en el medio de la novela, que representa el mismo castigo aplicado a Cisneros por la comunidad de Paraybamba, a la cual él había victimizado con usurpaciones de tierras, castigos físicos y violaciones. Este primer ejemplo del ejercicio de la justicia comunitaria es descrito con todo lujo de detalle y por eso el lector puede completar la imagen elíptica de la última escena de la novela. En Paraybamba, el castigo de Cisneros es tanto físico como ritual-simbólico, y funciona según principios diferentes de los que rigen la ejecución de las leyes modernas. Mientras el castigo en el Estado moderno es siempre privado, en la reclusión de la cárcel, el castigo en una comunidad tiene que tomar lugar en presencia de toda la comunidad5. Además, en los estudios contemporáneos sobre 4

Como observó agudamente Enrique Cortez, en una primera lectura de este texto, la frase “enfriado para siempre” podría leerse como “muerto, matado para siempre”. En el caso de que optemos por esta lectura de las palabras de Cisneros, la ineficacia de los soldados que llegan demasiado tarde queda subrayada aún más. 5 Una de las semientes del conflicto entre la manera de administrar la justicia en el estado moderno y en la comunidad indígena se halla en el hecho de que en la comunidad indígena no existe la división entre lo público y lo privado. Jürgen Habermas postula que el ejercicio de la ciudadanía surge de la participación en la esfera pública por parte de los individuos educados para el ejercicio libre de la razón en el espacio privado del hogar burgués. Al juntarse, estos individuos logran participar en la discusión libre que lleva a las decisiones

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la justicia comunitaria aprendemos que el exilio es su modus operandi de preferencia6. El exilio, el acto de arrojar del cuerpo de la comunidad el elemento corrompido, restaura simbólicamente el orden resquebrajado. Así, vemos que, en vez de matar a Cisneros, los comuneros optan por un acto que efectivamente limpia los cuerpos de los paraybambas como comunidad y como individuos7. Como resultado, una joven violada por Cisneros promete mantener vivo al niño resultado de la violación, ya que el castigo ritual la limpia del “pus” que la violación le había dejado en el cuerpo. “Ella ha renacido”, en palabras de un varayok (Arguedas 276). Al haber establecido la efectividad de la justicia comunitaria en la trama de la novela, tenemos que ver ahora cómo el Estado reacciona ante este ejercicio de la justicia local. El lector ve su respuesta represiva en tres lugares: en la comunidad indígena de Paraybamba, en la capital de la provincia de San Pedro y en Lima. Este segmento de la novela merecería un título de “Castigo sin crimen”, ya que mientras la ejecución de la justicia comunitaria afecta sólo a una persona, a Cisneros, su castigo da al Estado la oportunidad de desplegar todo su aparato represivo.

para el bien común. Así, el ejercicio exitoso de la opinión pública se logra sólo gracias a la educación de los individuos en el espacio privado, definido a partir del concepto de la propiedad privada. Sin embargo, en el ayllu como éste queda representado en Todas las sangres y como está descrito en los estudios antropológicos (Ivor Chivi Vargas, por ejemplo), la propiedad privada no existe como tal, y por consiguiente el concepto de la división entre lo público y lo privado queda profundamente transformado. 6 Chivi Vargas publica en el 2006 los estudios de los casos de justicia comunitaria en la Bolivia contemporánea en el contexto de los debates alrededor de la Asamblea Constituyente en Bolivia (2007-2009). En estos estudios podemos apreciar la misma constancia del exilio como el castigo de preferencia con carga simbólica, explicado por la necesidad de limpiar la comunidad de un miembro corrupto. 7 Vale la pena subrayar aquí el uso arguediano de la palabra “paraybambas” para referirse a los comuneros de Paraybamba. En vez de usar un adjetivo con un morfema que indique procedencia (algo como “paraybambinos”), Arguedas usa una palabra donde la relación entre las personas y su comunidad no está mediada ni siquiera por la morfología. Aquí la comunidad se entiende como la entidad humana y localidad geográfica a la vez. Entendida de esta manera la relación entre los indios y su comunidad, la utilidad de la expulsión de elemento corrupto como Cisneros se pone de relieve.

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El castigo, para ser conceptualizado como tal, tiene que presuponer un crimen. Es decir, el crimen es el requisito que otorga al Estado la legitimidad para desplegar su aparato represivo, haciendo uso de su monopolio de la violencia. La insurrección, dentro de esta lógica, sería la manera de crear negativamente al Estado ausente. Si hay una rebelión contra el Estado, ¡debe haber un Estado, después de todo! Pero tenemos que observar que las múltiples soberanías y el sistema jurídico heterogéneo como el que hemos descrito aquí no producen una insurrección, sino una pared entre las personas que son sujetos de diferentes soberanías. Lo que tenemos es una ignorancia no agresiva por parte de los indios frente al Estado. En esta situación, al mandar a Paraybamba a los soldados con una misión punitiva, el Estado inventa un crimen (la inexistente insurrección), intentando crear su hegemonía ad absurdum. Por otra parte, la reacción triple del Estado pone en evidencia la vigilancia permanente y la disposición a reprimir al indicio mínimo de resistencia o protesta y también a destituir de todos sus derechos a las fuerzas impugnadoras. Vemos que la policía no trata a los indios ni a los vecinosinmigrantes en Lima como ciudadanos ni dialoga con ellos. Si no son ciudadanos, ¿quiénes son estas personas? Los soldados llegan a Paraybamba con la siguiente orden: “Matar al que se resista. Apresar a los cinco varayok. Luego […] buscar a David Koto. Matarlo al primer intento de resistencia o fuga” (Arguedas 297). Esta orden no suena como una orden de tratar a un ciudadano que viola la ley, sino como una orden sobre un enemigo en una contienda armada. Pero los indios, de hecho, no llevan armas. Tampoco muestran señal alguna de resistencia y siguen labrando la tierra cuando los soldados llegan y empiezan a dispararles desde lejos. El lector se pregunta: ¿por qué este tratamiento de las personas que no muestran señales de comportamiento violento? Parece que la razón es el miedo del Estado de la rebelión generalizada de los indios y también una especie de reacción celosa de parte del poder judicial frente a la justicia comunitaria del ayllu, ya que la idea del Estado moderno de encarnar la voluntad del pueblo demanda la exclusividad de alianzas. Como resultado de estos miedos, el Estado se identifica con la tradición colonial de opresión en vez de consolidar su imaginario a base de mayorías populares, los indios. Como todo opresor, este Estado teme a los oprimidos.

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Por otro lado, la posición ambigua y dolorosa de los soldados agrava más este despliegue de la violencia arbitraria. Ellos se ven obligados a apuntar con los fusiles a personas que cantan una canción en quechua que les hace recordar sobre su propia niñez (Arguedas 299). Estos jóvenes militares empiezan a disparar para evitar la necesidad de hablar, para escapar de la identificación con las personas a quienes tendrán que disparar “en caso de resistencia”. El estatus ambiguo de los indios les permite a los soldados este “lujo”: los indios no son ciudadanos, ni siquiera prisioneros de guerra. Son “simplemente indios” –o, diría Giorgio Agamben, “pura vida” (Agamben 7-11)–, lo que implica que el soldado no tiene que responder por su muerte, ni siquiera tiene que contar los cadáveres de estas personas cuyo estatus jurídico es incierto debido al hecho de que ellos existen en la intersección de los dos sistemas de normatividad, la estatal moderna y la indígena tradicional. En una descripción dialéctica, la narrativa ilustra que este estado de las cosas es trágico tanto para los indios (objetos de los disparos) como para los soldados (sus ejecutores). El sargento entrepone las balas entre los indios –su propia infancia indígena, absolutamente vulnerable como “pura vida”– y su yo presente (¿soldado-ciudadano peruano?). Sin embargo, la única demanda que articula el anciano varayok frente al soldado es la de usar palabras en vez de balas, explicándole: “El hombre habla, ‘Gobiernos’ habla. Bandoleros matan sin hablar, de noche” (Arguedas 301). Lo que él pide es ser reconocido como un ser hablante, ni más ni menos. Acto seguido, el varayok pide permiso para dar las últimas disposiciones a la comunidad antes de ser llevado preso. En palabras de un testigo de la escena, “a todo preso se le da un tiempito para arreglar sus cosas”. Pero el sargento responde: “A los indios, no. No necesitan. No tienen nada” (Arguedas 301). Los indios no son cualquier preso porque no manejan la propiedad privada, ya que en las comunidades la separación entre lo privado y lo público no funciona según la lógica moderna estudiada por Jürgen Habermas (ver nota 5). Ya que la protección de la propiedad privada está en la base de la ley positiva, el hecho de no compartir esta preocupación fundamental convierte al varayok indígena en un prisionero de estatus ambiguo, la “pura vida” absolutamente vulnerable. Lo que sugiere esta escena son dos aspectos profundamente problemáticos: cualquier indígena puede ser reducido a tal estatus de vulnerabilidad absoluta en

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cualquier momento; y el “castigo sin crimen” se puede aplicar a cualquier indio sólo por serlo y por lo tanto por amenazar al Estado moderno en formación. Es la “pura vida” heredada de la situación colonial, producto de la separación entre los señores (quienes hablan) y los indios (quienes no lo hacen)8. La tragedia de la destitución subjetiva: los soldados en Todas las sangres La vulnerabilidad del varayok encuentra su reflejo, su otra cara, en el igualmente trágico dilema de los soldados, quienes tienen que disparar a los indios. Al presentar esta dolorosa contradicción, Todas las sangres escapa de la división fácil de “buenos” y “malos”. Propone a nivel teórico que “el espíritu de la policía” derrideano erosiona no solamente la capacidad de los indios para convertirse en ciudadanos plenos del Perú, sino que también destruye esta posibilidad para los policías militares. La teoría9 que propone el pasaje más o menos automático del soldado a ciudadano queda completamente negada en las páginas de esta novela. En mi intento de explicar lo que ocurre con la subjetividad política de los soldados, quiero proponer el término de “destitución subjetiva” de las personas a los dos lados de la cerca: tanto de los indios absolutamente vulnerables, 8

Sería útil investigar la real diferencia entre la “pura vida” que Agamben conceptualiza a partir de la experiencia del Holocausto y la “pura vida” colonial. Los dos son productos de la modernidad, pero la situación colonial surge en la modernidad temprana del siglo XVI, mientras el Holocausto es un producto de la modernidad tecnológica del siglo XX. Tentativamente, podríamos sugerir que la “pura vida” colonial no era tan vulnerable después de todo, mientras las dos Repúblicas estaban funcionando: los indios tenían un determinado estatus jurídico cuando se enfrentaban a la República de Españoles. Parece que en la novela, la “pura vida” realmente destituida surge como resultado de erosión de esta división y de los vacíos legales que caracterizan este momento de transición estructural. 9 Los estudios históricos ofrecen el testimonio de que después de las guerras de la Independencia en el Perú se creía que los combatientes en la contienda del lado de la República iban a transformarse automáticamente en ciudadanos. Me refiero, por ejemplo, al artículo de Alberto Flores Galindo “Soldados y montoneros” en Buscando un inca; o el libro de Mark Thurner sobre el proceso de hacer nación en el Perú después de la guerra de Independencia From Two Republics to One Divided.

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como de los soldados absolutamente no-responsables por sus acciones. Nuestro análisis de la secuencia: (1) Cisneros abusa de la comunidad Paraybamba, (2) Paraybamba castiga a Cisneros (sin matarlo), y (3) el Estado peruano castiga a los indígenas de Paraybamba y a toda persona que proviene de la región alrededor de esta comunidad (matando a varias personas) muestra que la categoría de justicia es inaplicable a las represiones efectuadas por parte del Estado. Ahora cabe preguntar, ¿son por lo menos legales estas represiones? Y si no lo son, ¿cómo pueden ser ejecutadas? ¿O lo que vemos en las páginas de la novela es algo semejante a un estado de naturaleza hobbesiano, de guerra de todos contra todos, donde los soldados apuntan con fusiles sólo porque ellos son los que los tienen en la mano? Derrida elabora la idea de Benjamin de que el “espíritu de la policía”, o la “policía-como-espíritu” hace más daño en una democracia que en una monarquía. La “policía-como-espíritu” es una entidad omnipresente, espectral e ineludible al mismo tiempo. En Todas las sangres vemos esta naturaleza de la policía claramente, ya que las “fuerzas del orden” están presentes incluso cuando están ausentes. Así, hemos visto cómo Aquiles amenaza a Bruno con ser violado en el Frontón si él no desiste de sus reformas10; y los varayok de Paraybamba, después de haber castigado a Cisneros, dicen que ellos esperarán “tranquilos” a que lleguen los uniformados. La presencia en ausencia de la policía se extiende como una manta oscura sobre todos los personajes de la novela condicionando su comportamiento, sea en actitud de miedo o de desafío frente a la policía. Esta presencia-en-ausencia es el lado innoble de la policía en la democracia, según el análisis de Derrida y Benjamin. Mientras en la monarquía la policía abiertamente combina los poderes judicial y 10

La imagen de violación surge varias veces a lo largo de la novela: la violación repetida con que Cisneros victimiza a las mujeres de Paraybamba, la promesa de violaciones en el Frontón, o la violación simbólica del Perú mismo por las transnacionales. Las referencias a violación sexual nos recuerdan la tradición de feminización de la resistencia indígena por parte del discurso colonizador; en El zorro de arriba y el zorro de abajo esta imagen será clave para la reflexión sobre la presencia del capital transnacional en el Perú y la posible resistencia a las nuevas formas de explotación y abuso que enfrentan los indígenas y los trabajadores de Chimbote.

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ejecutivo antes de la separación de las ramas del gobierno, en la democracia la policía adquiere las características más viles porque niega su capacidad de re-escribir la ley mientras ejecuta la represión (Derrida 279). En otras palabras, la policía en la democracia es supuestamente sólo la fuerza que preserva el orden político existente, mientras que “se olvida” del hecho de que tiene que ser la fuente de la ley en cada situación concreta. Este atributo de la policía vuelve a ser especialmente problemático en la situación descrita en Todas las sangres, donde no vemos manifestación alguna de la ley como una fuerza institucional pre-existente. Es útil conceptualizar la figura del policía como la inversión de la imagen del buen juez ideada por Derrida. El filósofo observa que una acción justa demanda una decisión consciente y responsable, que simultáneamente reactiva la ley pre-establecida y reescribe la ley para cada caso particular. Así, el juez no puede ser un autómata que aplica la ley mecánicamente (Derrida 251-252). El juez tiene que ser el punto de encuentro entre la universalidad de la ley y la singularidad de cada tragedia, de cada crimen. Los policías-soldados (la imprecisión de la etiqueta aquí es significativa de por sí), como vimos en la escena que abre este artículo, son la imagen inversa del buen juez, porque un soldado en la sierra peruana inventa la ley para cada situación particular –concretamente en este caso, decide disparar a un anciano desarmado que lo está insultando–, pero no es motivado por las ideas de legalidad o justicia. Sobre todo, el soldado siempre niega el momento de la decisión personal. “Orden del gobierno”, dice el sargento justificando el asesinato de Bellido. En la escena de la represión de los paraybambas, el otro soldado contiene sus “ganas de matar”, de disparar contra el grupo de indios desarmados. Estas “ganas” provienen de su conciencia personal y no de las órdenes que él ha recibido. En esta situación concreta, convencido de no disparar, él no sigue sus “ganas”. Pero la narrativa nos deja claro que en este mismo momento él podía haber decidido lo opuesto. Así vemos que un oficial de la policía nunca reconocerá que él es responsable de ordenar la represión violenta de una rebelión (sea real o imaginaria, como ya sabemos). Él dirá que él “cumple su deber” como representante del Estado. Es el momento de la despersonalización del poder y de lo que quiero llamar el “aplazamiento de la responsabilidad” a la esfera del Estado. Este

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aplazamiento tiene como resultado una libertad casi infinita del oficial que ordena la represión de una manifestación social. Pero la palabra “libertad” es inapropiada aquí, ya que la libertad infinita del oficial coincide con su sujeción infinita a la ley del Estado (cuyas órdenes nunca son claras, y así el soldado nunca realmente sabe si “cumple” o no con lo que “debe”, aunque use la fórmula de “cumplir mi deber” para desembarazarse de la responsabilidad). La noresponsabilidad del soldado es una manifestación no de los rasgos de libertad individual, sino de la destitución subjetiva que implica la incapacidad de participar plenamente en el ejercicio de la ciudadanía, como ocurre con los menores o enfermos mentales. Cabe subrayar que la causa de esta destitución subjetiva no es el aplazamiento de la autoridad de por sí. Don Bruno y los alcaldesvarayok indígenas usan la misma táctica de aplazamiento de manera muy diferente. Al comienzo de la novela, los alcaldes aplazan la violencia de los vecinos desde la comunidad indígena hacia sus propios cuerpos: personalmente sufren la tortura física impuesta por los vecinos, pero defienden la decisión del común sobre las demandas de salario. Ellos niegan su autoridad de actuar como personas privadas mientras portan sus varas, símbolos de su cargo en la comunidad, y al mismo tiempo asumen la responsabilidad de representar a la comunidad frente al mundo exterior: los vecinos abusivos y el Estado emergente. Don Bruno también representa este aplazamiento de la responsabilidad, atrayendo hacia su propia persona la persecución que los otros hacendados quieren aplicar a “sus” indios, y como resultado termina encarcelado por su apoyo a los indígenas. En la oposición diametral a esta táctica, la policía y los policías asumen el poder de disciplinar y castigar, pero huyen de la responsabilidad personal de sus acciones. Se podría hablar de dos patrones de aplazamiento del poder, uno “destructivo” y otro “preservador” de la integridad física de las personas, el primero representado por la policía y el segundo por los varayok y don Bruno. Esta diferencia está condicionada y agravada por el hecho de que mientras las autoridades indígenas responden a la comunidad con la cual tienen una relación clara e inmediata, la policía responde al Estado fantasmal y remoto. En otras palabras, la comunidad y el Estado hacen surgir diferentes tipos de la subjetividad política. En el caso de la policía vemos una formación donde el sujeto desaparece en favor de la encarnación institucional, y donde este sujeto

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destituido ni siquiera sabe qué es lo que el poder espera de él. Esta ansiedad está ausente de la gravedad de los varayok, quienes están absolutamente seguros del nexo que los une a la comunidad indígena. La novela propone que la decisión justa puede nacer sólo desde la subjetividad sólida de la autoridad indígena, ya que el vacío subjetivo de los policías y sus superiores queda fuera del campo conceptual de la justicia. Este análisis nos lleva a concluir que la violencia arbitraria en la sierra peruana es el resultado de un movimiento doble que construye la relación entre la policía y sus víctimas. El sujeto-policía se construye como un menor o un loco que no responde por sus acciones; el sujeto-indio, desde el punto de vista de este policía, se construye como la “pura vida” que puede ser eliminada sin mayores miramientos. Esta doble construcción de formaciones que difícilmente se podrían llamar subjetividades políticas en sentido clásico transforma en problema otro supuesto básico sobre la relación entre el Estado, la ley y la violencia. El Estado debe tener el monopolio de la violencia, y la policía como institución debe ser el instrumento que ejecuta este monopolio. La violencia estatal legítima debe ser dirigida a evitar mayor violencia y a preservar la ley preexistente. Pero en Todas las sangres, como queda demostrado, nunca vemos esta ley que la policía debería preservar. Si la policía no está preservando una ley preexistente como lo debería estar haciendo, entonces está haciendo otra cosa. ¿Está fundando un nuevo orden, el orden del Estado-nación moderno? En el caso de que conceptualicemos la violencia de la policía como la violencia fundacional (Benjamin), podemos explicar la ausencia de legalidad y justicia en las acciones de esta institución. Estas acciones están antes-de-la-ley. Si definimos la justicia, siguiendo a Derrida, como actualización de la ley pre-existente a través de una decisión urgente y responsable, entonces la policía no podría producir justicia aunque quisiera hacerlo: no existe una ley que re-actualizar y no existe una subjetividad desde la cual se pudiera hacer una decisión responsable. Desde el punto de vista del Estado, las acciones de la policía no son ni legales ni ilegales, sino que existen en un vacío legal territorialmente delimitado, la provincia de San Pedro marcada por el estado de excepción. Este territorio coincide con el espacio de la sierra donde reina la costumbre que no cuenta como ley desde el punto de vista del

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Estado, ya que no está escrita. Pero desde el punto de vista de los que siguen la costumbre y le otorgan la fuerza de la ley –don Bruno y los indios– las acciones de la policía se presentan como criminales, excesivas, injustas. La voz narrativa termina valorando las manifestaciones del viejo sistema de justicia basado en la costumbre, como en el caso de la justicia comunitaria que castiga a Cisneros. La venganza personal de Bruno es también un caso de justicia personal e inmediata, irreductible a la ley positiva. Cuando Bruno mata al hacendado más cruel de la sierra, don Lucas, la narrativa lo presenta bajo una luz majestuosa, como un guerrero épico. La descripción del estado de ánimo que mueve a Bruno a su hazaña está hecha en clave de la metáfora del yawar mayu, la misma metáfora que luego se utiliza para representar el auto-sacrificio de Rendón Willka: “El río de sangre […] ya había arrasado a los que debía arrasar” (Arguedas 441). La voz narrativa dice aquí que este río, la violencia justa, tenía que arrasar a don Lucas: la voz del narrador está expresando su apoyo explícito a la violencia no-mediada ejercida por Bruno. Claro está, desde el punto de vista del Estado, Bruno ha cometido un crimen al matar a Lucas sin la mediación de la ley positiva. Es el mismo tipo de crimen como el que se imputa a los paraybambas por haber castigado a Cisneros. Pero, en clara oposición a la lógica del Estado, el texto está consolidando un fuerte bloque subversivo que cuestiona la validez, legalidad y justicia de la ley positiva y su ejercicio. Este bloque subversivo está compuesto por don Bruno, Rendón Willka, y la voz narrativa. La alianza difícil pero efectiva entre Bruno y Rendón halla su culminación en un hermoso pasaje hacia el final de la novela: “Rendón Willka contemplaba a su patrón como si ese le hubiera entregado en las manos el mundo, triste y con sangre por fuera, llorando poderosamente, y con la salvación, la gloria, debajo de la cáscara sucia. Don Bruno sentía casi exactamente la conciencia de Demetrio” (Arguedas 304). El narrador penetra en el pensamiento de los dos personajes y conecta su destino inextricablemente. Consolidando el bloque subversivo, vemos que el narrador da la bienvenida al “río de sangre” despertado por Bruno y Rendón. A manera de conclusión, quiero sugerir una nueva mirada sobre la conexión entre la justicia y la violencia que se lee en Todas las sangres. Muchos críticos han dado importancia a la fórmula “que no

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haya rabia” que reaparece obsesivamente en los textos arguedianos. Melissa Moore investiga el significado de la “rabia” en los textos de Arguedas como un concepto que se refiere al malestar social o la rebelión y subraya el hecho de que la resistencia que ofrecen los indios a los abusos del Estado nunca es letal, y casi siempre es meramente discursiva (Moore 199-200). Sin embargo, después de considerar la cuestión de justicia, ley y violencia en Todas las sangres, llego a la conclusión de que este texto no condena la violencia. Más bien, se regocija con el castigo de Cisneros; admira el arrojo de don Bruno al matar al abusivo Lucas; y celebra el auto-sacrificio de Rendón Willka porque –aquí subrayo la importante relación causa/efecto– este acto promete más violencia. El contenido de esta promesa es la rebelión indígena generalizada, prefigurada en la metáfora del yawar mayu que se desborda después del fusilamiento de Rendón. La rebelión, el ejercicio de la violencia fundacional necesaria, promete la activación del principio de justicia que se puede ejercitar sólo desde una subjetividad sólida y responsable como la que manifiestan don Bruno, el héroe Rendón Willka y las otras autoridades indígenas. BIBLIOGRAFÍA Agamben, Giorgio. Homo sacer. Sovereign Power and Bare Life. Stanford: Stanford U P, 2005. Arguedas, José María. Todas las sangres [1964]. Lima: Horizonte, 1987. 3ra ed. Benjamin, Walter. “Critique of violence”. En Reflections. New York: Schocken Books, 1986. 277-300. Cortez, Enrique. Comunicación personal. 2010. Chivi Vargas, Ivor. Justicia indígena. La Paz: Ministerio de Justicia, 2006. Derrida, Jacques. “Force of Law” [1989]. En Acts of Religion. Gil Anidjar, ed. New York / London: Routledge, 2002. 228-298. Escobar, Alberto. ¿He vivido en vano? La Mesa Redonda sobre «Todas las sangres» del 23 de junio de 1965. Lima: PUCP / IEP, 1985. Flores Galindo, Alberto. Buscando un Inca: identidad y utopía en los Andes [1986]. Lima: SUR, 2005. Habermas, Jürgen. Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública. México / Barcelona: Gustavo Gili, 1986. Moore, Melisa. En la encrucijada: las ciencias sociales y la novela en el Perú. Lecturas paralelas de Todas las sangres. Lima: UNMSM, 2003.

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