Hegemonía y Pluralismo: el Socialismo sin Garantías de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe

Share Embed


Descripción

ESCRITOS SOBRE TEORÍAS POLÍTICAS

GRUPO DE ESTUDIOS EN CIENCIA POLÍTICA Y ADMINISTRACIÓN PÚBLICA

ESCRITOS SOBRE TEORÍAS POLÍTICAS Compilador: Gustavo Adolfo Molina P.

UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA SEDE MEDELLIN FACULTAD DE CIENCIAS HUMANAS Y ECONOMICAS DEPARTAMENTO DE CIENCIA POLITICA MEDELLIN, 2015

Grupo de Estudios en Ciencia Política Primera edición: enero de 2015 Impreso y hecho en Colombia por Lealon, impresores de libros, [email protected] Ernesto López Arismendi, tel.: 3116146243, Medellín.

HEGEMONÍA Y PLURALISMO: EL SOCIALISMO SIN GARANTÍAS DE ERNESTO LACLAU Y CHANTAL MOUFFE, HEGEMONÍA Y ESTRATEGIA SOCIALISTA (1985) Elizabeth Echavarría Yo nunca he sido un marxista “total”, alguien que busca en el marxismo un “hogar”, una visión completa y armoniosa del mundo (...). Los juegos de lenguaje que yo he jugado con el marxismo han sido siempre más complicados, y siempre han tratado de articular el marxismo con algo distinto. (Ernesto Laclau, 1993).

Hablar de Ernesto Laclau (Buenos Aires, 6 de octubre de 1935 - Sevilla, 13 de abril de 2014) y de Chantal Mouffe (Charleroi, Bélgica, 1943) es, necesariamente, hablar de contemporaneidad. Habiendo naci-do ambos teóricos políticos ad portas del inicio de la última mitad del siglo XX y, en ese sentido, habiendo estado inmersos durante la tota-lidad de sus existencias en las convulsas dinámicas que marcaron ese periodo histórico y que se extienden hasta nuestros días, no es casual que el término que mejor exprese el espíritu de su obra y trayectoria sea el prefijo ―post-‖. Pioneros de la corriente teórico-política denominada post-marxismo —reconocimiento que se les atribuye desde la publicación, en 1985, de su obra conjunta ―Hegemonía y estrategia socialista‖, la cual este escrito se propone abordar—, e influenciados, entre otros,

39

por pensadores post-fundacionales, post-modernos y post-estructuralistas, en su quehacer filosófico y político se ven reflejados, confrontados y debatidos nada más y nada menos que los desafíos e inquietudes que trajo consigo el derrumbamiento del paradigma ilustrado propio de la modernidad, el cual venía consolidándose desde finales del siglo XVIII como reemplazo de los anteriores valores medievales, tenía a la razón y el progreso como sus principales pilares y cuya validez empezó a ser seriamente puesta en duda en un proceso que aún hoy continúa, y que fue madurando a lo largo del trance comprendido entre el fin de la Primera Guerra Mundial y la caída del Muro de Berlín.

Estudiar la obra de esta pareja de teóricos tiene, podemos afirmar, una vigencia innegable, como veremos, sus rigurosos análisis y provocadoras críticas, al igual que su compromiso con el pensamiento democrático y de izquierda y su incansable activismo, han tenido una indiscutible trascendencia en la importante tarea de construir horizontes nuevos que permitan pensar la política y la realidad social como espacios radicalmente plurales y de confrontación en un momento histórico en el que, frente a niveles cada vez mayores de fragmentación y complejidad, el disenso y el antagonismo son considerados con frecuencia apenas como las ―imperfecciones‖ de un sistema que debe propender por la instauración de consensos cada vez más amplios, definitivos y, paradójica pero irremediablemente, excluyentes.

Antes de entrar en materia, sirva además este texto para rendir un homenaje póstumo a Ernesto Laclau, quien fue responsable, al lado de su compañera y esposa Chantal Mouffe, de sentar las bases de lo que es hoy, en sus propias palabras, un post-marxismo sin excusas. Hegemonía y Estrategia Socialista sale a la luz a finales de los años ochenta; sus autores, dos académicos de izquierda con una trayectoria ya para entonces bastante consolidada y comprometidos con causas políticas claras, se proponen en esta, la que llegaría a ser la obra fundacional del post-marxismo, ―releer la teoría marxista a la luz de los problemas contemporáneos‖ (Laclau & Mouffe, 2010, p. 9), tarea que para ellos implicó, necesariamente, deconstruir las categorías clásicas de esa tradición intelectual. No se trataba de una tarea sencilla, sin embargo, Laclau y Mouffe no podían estar más autorizados para acometer un empeño tal. Habien40

do militado activamente para entonces ya por varias décadas en diversos movimientos feministas y de izquierda y habiendo sido como lo eran lectores rigurosos de la obra tanto de los clásicos del marxismo (Luxemburgo, Kautsky, Bernstein, Trotsky, Lenin, y los mismos Marx y Engels, por supuesto) como de los que eran para entonces los más actuales teóricos de esa corriente intelectual (Althusser, Gramsci y la Escuela de Frankfurt), afirmaron en su momento que el origen del proyecto que llegaría a materializarse en la obra de la que hablamos fue el alcance, tras años de estudio y activismo, de una realización preocupante: ―en la mitad de los años setenta, la teorización marxista había llegado, claramente, a un punto muerto‖; al modo de ver de ambos; la razón de ese estancamiento yacía en la existencia de una hiato creciente entre ―las realidades del capitalismo contemporáneo y lo que el marxismo podía legítimamente subsumir bajo sus propias categorías‖ (p. 8). Lo que Laclau y Mouffe habían identificado en su análisis era, en otras palabras, la existencia de una crisis de dimensiones alarmantes, la más grave con la que se hubieran enfrentado hasta entonces el marxismo y la izquierda en general en tanto que alternativa política y filosófica. El advenimiento de la era post-industrial que implicó el declinamiento de los horizontes que solían estructurar lo que había sido el discurso de izquierda hasta ese momento, esto es, el comunismo soviético y el estado de bienestar occidental (Etchegaray, 2011), había dejado a los intelectuales marxistas perplejos, inmóviles y con un muy limitado margen de actuación. La situación era, por decir lo menos, preocupante: por un lado, el aparato conceptual marxista parecía corresponderse cada vez menos con la realidad –categorías fundamentales como la de clase social, por ejemplo, empezaban a ser objeto de cuestionamientos de todo tipo que señalaban desde su obsolescencia (Gorz, 1981; Offe, 1992), hasta su carácter parcial (Elster, 1986) y, en últimas, su absoluta inadecuación respecto a las complejas dinámicas de las sociedades de fin de siglo (Caínzos López,

1989)–, y por otro, su proyecto político asociado perdía legitimidad a un ritmo acelerado a medida que se creaban las condiciones que desembocarían en la disolución del Estado soviético y la derrota del bloque comunista. Ahora bien, a lo largo de las últimas décadas del siglo XX, el marxismo, en tanto que doctrina política e intelectual, no fue el único 41

discurso cuyos cimientos se vieron sacudidos, conforme la sociedad occidental en su conjunto asistía a un cambio epocal de grandes dimensiones, una generalidad de esquemas y verdades propias de un momento anterior fueron confrontadas por oleadas de escepticismo. Se trataba de la entrada en escena de un nuevo horizonte de sentido: la llamada postmodernidad. Si bien la crisis del pensamiento marxista identificada por Laclau y Mouffe, resulta de la combinación de una multiplicidad de factores (políticos, económicos, ideológicos, etc.), puede entenderse también como una consecuencia, predecible hasta cierto punto por lo demás, de este trance paradigmático. Veamos cómo ambos acontecimientos se entrelazaron. Los años setenta fueron, sin duda, el punto crítico en el que llegó para quedarse el concepto de post-modernidad. Si entendemos por aquel lo que Jean-François Lyotard definió, ―simplificando al máximo‖, como una ―incredulidad con respecto a los metarrelatos‖ (1989, p. 10), y al hablar de metarrelato o gran narrativa, hacemos referencia a aquellos discursos que se pretenden absolutos, capaces de subsumir en sí toda contingencia –ejemplos por excelencia son, entre otros, el racionalismo ilustrado y la teoría hegeliana de la historia–, es sencillo identificar uno de los más centrales elementos de la crisis de la que hablamos. El marxismo, como un paradigma que, en su versión más ortodoxa y fiel a sus raíces modernas, se considera a sí mismo un constructo omnicomprensivo y universal, ya en las últimas décadas del siglo XX, no podía ser sino rechazado en sus premisas más deterministas conforme se iban desmoronando los fundamentos en apariencia sólidos (Critchley & Marchart, 2008, p. 78) que habían soportado la estructura de las sociedades occidentales hasta entonces. En un contexto de fuertes escepticismos y en el que una especie de ―desencanto‖ se instalaba con fuerza en las mentes de los ciudadanos de occidente, el marxismo se alzaba pues como un monigote pesado y desfasado que se hundía bajo los fracasos acumulados del llamado socialismo realmente existente mientras la ortodoxia, por su parte, negaba rotundamente la existencia de una crisis e insistía en la vigencia de las categorías clásicas. Los recién entrados en escena filósofos postmodernos, de otro lado, predicaban el fin de las certezas y las seguridades de antaño, al igual que el fin de las luchas políticas, las cuales debían ceder el puesto a reivindicaciones culturalistas de tipo individual. Laclau y

42

Mouffe llegan entonces para rechazar por igual en su obra ambos extremos; de acuerdo a Fair, para ellos: La solución no consiste (…) ni en la defensa del puro universalismo de la modernidad, ni en la defensa del puro particularismo de las filosofías post-modernas. De lo que se trata, más bien, es de reconocer la necesidad de apelar a principios universalizantes desde la propia particularidad (2010, p. 246).

Ese doble rechazo es, de hecho, uno de los rasgos más característicos de su post-marxismo. Yendo más allá de los anacrónicos debates (reforma vs. revolución o universalismo vs. particularismo) que aun hoy ocupan a otros teóricos, e integrando elementos de la obra de autores tan diversos como Saussure, Levi-Strauss y Althusser (estructuralistas), Foucault, Barthes y Lacan (post-estructuralistas), Derrida (deconstructivista), Lyotard, Baudrillard y Deleuze (post-modernistas), proponen lecturas novedosas de esos debates y afirman que, si bien es necesario superar el esencialismo económico y el determinismo histórico que hacen del marxismo clásico un discurso desfasado, esta tradición no debe ser, sin embargo, desechada. Los autores se embarcan, en respuesta a esas consideraciones, en una tarea de actualización que busca permitir al marxismo ser de nuevo un marco válido de análisis de la realidad contemporánea. Lo que proponen es, en últimas, la ―reapropiación de una tradición intelectual [que busca] ir más allá de esta última‖ (Laclau & Mouffe, 2010, pp. 9, 10). El contenido de Hegemonía y estrategia socialista se divide en cuatro capítulos. Los dos primeros se ocupan de recorrer, de manera progresiva y cronológica, el proceso que permitió la emergencia, a lo largo de los siglos XIX y XX, de una categoría conceptual clave: la hegemonía, mientras que en los dos últimos, se detallan las consecuencias que esa emergencia trajo al paradigma marxista y las posibilidades que la misma ofrece a la izquierda contemporánea en relación con otras tradiciones intelectuales y políticas como la democrática y la liberal. Como primera medida, y antes de adentrarnos en el contenido del texto, será clave hacer una primera salvedad: el concepto de hegemonía construido por Laclau y Mouffe a lo largo de su obra, es uno muy distinto de aquel tradicionalmente usado como ―sinónimo de (…) formas sedimentadas del orden político, de la supresión de la diferencia y de 43

la perdurabilidad del poder (…) establecido‖. (Howarth, 2008, p. 317). Aquí, al hablar de hegemonía y prácticas hegemónicas, se hace referencia a una nueva lógica que considera lo político un espacio de acuerdos precarios en constante negociación, que empezó a ser utilizada, cada vez con más frecuencia y con distintos alcances, para hacer frente a los retos que el llamado desarrollo desigual y combinado —―condición histórica de las luchas sociales de nuestro tiempo‖ (Laclau & Mouffe, 2010, p. 93)—, trajo al marxismo durante el siglo XX. En términos estrictos y en el marco del paradigma marxista más ortodoxo, el desarrollo histórico se considera un proceso racional y progresivo, poco susceptible a intervenciones deliberadas o regulaciones conscientes, cuyo desenvolvimiento está determinado por una serie de leyes necesarias, las cuales encuentran su sentido y origen en la estructura económica. De acuerdo a esta lógica esencialista e históricamente determinista, las identidades e intereses de los sujetos sociales se pensaban elementos dados de antemano derivados de una realidad fundamental: el lugar que tales sujetos ocupasen en la cadena productiva. Para la clase obrera industrial —sujeto histórico por excelencia del marxismo clásico—, esos intereses eran por naturaleza revolucionarios y su unidad identitaria se consideraba un hecho. A mediados del siglo XX, sin embargo, estos supuestos se correspondían cada vez menos con una realidad en la cual la fragmentación y división de lo que debieran ser clases unificadas en una misma identidad y luchas, eran la norma. Es en ese contexto que, de acuerdo a los autores, la socialdemocracia rusa se encarga de introducir por primera vez el término hegemonía a la manera de una ―intervención contingente requerida por la crisis o el colapso de lo que hubiera sido un desarrollo histórico ‗normal‘‖ (Laclau & Mouffe, 2010, pp. 31, 79). Laclau y Mouffe hacen, a partir de ese punto de inflexión, un recuento pormenorizado del arduo camino que recorrió el término en su evolución, a través del uso que le dieron las distintas corrientes marxistas de mediados de siglo (ortodoxia, revisionismo, sindicalismo revolucionario, etc.), recuento que es a la vez, la historia de cómo la categoría de necesidad histórica, tan cara a la tradición clásica, fue perdiendo respaldo y legitimidad frente al avance imbatible de una nueva lógica más inestable e impredecible, proceso marcado por la presencia constante

44

de lo que en la obra se tiene a bien llamar un ―doble vacío‖, o dualismo, que estaría presente en el marxismo desde el momento mismo en que fueron formuladas sus premisas básicas. Este consiste en la yuxtaposición de una historia concebida como ―racional y objetiva‖ —resultante de las contradicciones entre fuerzas productivas y relaciones de producción— y otra historia dominada por la negatividad y la contingencia de la llamada lucha de clases. (Laclau, 1993, p. 192). Esta ambigüedad fue, de acuerdo a Laclau y Mouffe, un hueso duro de roer que truncó por largo tiempo el total desarrollo de las potencialidades del concepto. La forma en que distintas clases y sujetos sociales se asociaban unos con otros para llevar a cabo tareas de índole diversa, articulándose hegemónicamente —un ejemplo de este tipo de articulación es la demanda de libertades y derechos democráticos (considerados de origen burgués) por parte de las clases trabajadoras—, se consideraba un mero desviamiento temporal del desarrollo histórico esperado lo cual implicaba un soslayamiento sistemático de la naturaleza específica del vínculo hegemónico. Las relaciones hegemónicas eran pues consideradas mero suple-mento ocasional de las deterministas dinámicas de clase, elemento que se repite, afirman Laclau y Mouffe, en la obra de intelectuales tan disí-miles como Luxemburgo, Sorel, e incluso el mismo Gramsci, quien, sin embargo, es considerado por los autores como quien estuvo más cerca de reconocer en plenitud el carácter estructural (no anecdótico) de los vínculos hegemónicos en la política. Los conceptos gramscianos de bloque histórico, lucha cultural y voluntad colectiva hacen evidente a los autores que, para el teórico ita-liano, el funcionamiento de lo político requiere de intervenciones deli-beradas y que ―la unidad de un conjunto de sectores no es un dato: es un proyecto de construcción política‖ (Laclau & Mouffe, 2010, p. 97), en Gramsci, finalmente: La especificidad relacional del vínculo hegemónico ya no es escamoteada, sino que pasa a ser plenamente visible y teorizada. Una serie nueva de relaciones entre los grupos, que escapan a su ubicación estructural en el sistema evolutivo y relacional economicista, es definida conceptualmente, a la vez que se señala el terreno preciso de su constitución, que es el de la ideología (p. 101).

45

Gramsci, se apunta, sin embargo, en la obra, no puede desprenderse por completo del esencialismo ortodoxo, y continúa haciendo referencia en últimas al plano económico para justificar el papel privilegiado que otorga a la clase obrera como sujeto fundamental y principio unificante de toda formación hegemónica. Laclau y Mouffe afirman partir de esas bases puestas por el italiano para avanzar en la tarea de ir más allá, superando cualquier rezago economicista y ―afirmando el carácter primario y constitutivo‖ de las dinámicas hegemónicas (Laclau, 1993, p. 192). Los autores pasan a construir entonces su muy particular concepto de hegemonía introduciendo el concepto de relación equivalencial; este tipo de relación se establece entre sujetos diversos que pueden tener intereses muy distintos, en ocasiones incluso contradictorios, pero que logran articularse unos con otros en torno a ciertos significantes clave y ven modificadas sus identidades en ese proceso, el cual funciona de acuerdo a lógicas precarias de antagonismo y negociación dentro de estructuras sociales relacionales, no estáticas. Hegemonía significa para los autores ―la representación, por parte de un sector social particular, de una imposible totalidad con la cual es inconmensurable‖ (Laclau, 2002) o, en palabras de Howarth, ―la manera en que un significante particular (…) se vacía de su sentido particular y llega a representar la plenitud ausente de un orden simbólico‖ (2008, p. 325). Para avanzar en la construcción de tal concepto, deben echar mano a una serie de términos novedosos traídos de otras disciplinas, siendo uno de los más importantes el de ―sutura‖, término usado en psicoanálisis ―para designar la producción del sujeto [a partir] de la no correspondencia entre el sujeto y el Otro —lo simbólico— que impide el cierre de este último como presencia plena‖. La sutura hegemónica se definirá pues, al igual que el ―yo‖, como una ―división [que] une al mismo tiempo‖ (Laclau & Mouffe, 2010, p. 77). Así, posiciones poco cercanas, o incluso irreconciliables, pueden establecer entre sí relaciones de equivalencia que, trasformando las identidades de los involucrados, suturan (siempre de manera incompleta) la opacidad y fragmentación de lo social en un sujeto colectivo dado, envuelto en una cierta lucha o reivindicación cuya identidad supera la naturaleza de sus partes constitutivas. Esta conceptualización conserva pues algo del origen etimológico del vocablo hegemonía —que deriva, de acuerdo a Gruppi (1978, p. 7),

46

del griego eghesthai, que significa ―conducir‖, ―ser guía‖, ―ser jefe‖; o tal vez del verbo eghemoneno, que significa ―guiar‖, ―preceder‖, ―conducir‖, y del cual deriva ―estar al frente‖, ―comandar‖, ―gobernar‖— ya que el sujeto hegemonizado es quien integra en sí y comanda a una multiplicidad de otros actores, sin embargo, al mismo tiempo, se aleja de las aristas esencialistas del concepto construido por los intelectuales de la Segunda Internacional quienes hacían de la hegemonía un recurso excepcional, una mera anormalidad en el proceso de emancipación que debía ser necesariamente liderado por la clase obrera; el concepto no solo es ahora omnipresente, sino también condición de existencia de las luchas democráticas: ―Las tensiones inherentes al concepto de hegemonía son también inherentes a toda práctica política o, más estrictamente, a toda práctica social‖. (Laclau & Mouffe, 2010, p. 127). En suma, a lo largo de estos primeros capítulos, los autores se encargan de hacer evidente que, si bien el marxismo venía reconociendo que la vocación socialista de la clase obrera no surgía de manera espontánea (y planteaban que era necesario que esta fuera ―despertada‖ a través de acciones políticas), sin embargo, tardó en darse cuenta de que no se trataba de hacer evidente un dato (que la clase obrera es socialista) sino de construir esa identidad a partir de elementos disímiles. El recorrido que hacen muestra cómo, a través de los años y las obras de diversos intelectuales, la hegemonía como lógica de articulación y contingencia, logra finalmente implantarse en la identidad misma de los sujetos al profundizarse la fragmentación y hacerse evidente el carácter no neutral de la evolución de las relaciones de producción. Teniendo como punto de partida las anteriores consideraciones sobre la fragmentación y opacidad de lo social e integrando elementos de la teoría del discurso, los autores abren la última mitad de la obra con la siguiente afirmación: la sociedad es un constructo imposible. El concepto de sobredeterminación —que es la ―presencia de unos objetos en otros que impide fijar su identidad‖ (Laclau & Mouffe, 2010, p.142)—, extraído también del psicoanálisis y usado por primera vez por Louis Althusser en La revolución teórica de Marx (1985), se introduce en el tercer capítulo para hacer evidente que la sociedad y los agentes sociales carecerían de una esencia última, y que ―sus regularidades consistirían tan sólo en las formas relativas y precarias de fijación que han acompañado a la instauración de un cierto orden‖ (Laclau & Mouffe,

47

2010, p. 134). No hay pues nada en lo social que no esté sobredeterminado, lo cual quiere decir que este campo se constituye como un orden simbólico que nunca podrá ser completamente cerrado o suturado. Esa naturaleza abierta es clave para los autores ya que ella es la que permite el establecimiento de prácticas articuladoras, las cuales intentan fijar un sentido último que permanece inalcanzable y, de acuerdo a ello, lo social sólo existiría como esfuerzo por producirse a sí mismo, permaneciendo, sin embargo, como un objeto imposible. Este discurso, en su lucha por darse un sentido último, consigue, de cualquier modo de manera precaria, estructurarse en torno a lo que Laclau y Mouffe llaman, con Lacan, puntos nodales, una serie de significantes privilegiados que tienen la capacidad de fijar parcialmente el sentido de la cadena discursiva; así, la práctica de la articulación consiste en la construcción de puntos nodales y el carácter parcial de la fijación que ellos consiguen procede de la apertura de lo social. La obra se ocupa también de las categorías de sujeto y antagonismo. Respecto a la primera, se afirma que esta se encuentra asimilada dentro del ―mismo carácter polisémico, ambiguo e incompleto que la sobredeterminación acuerda a toda identidad discursiva‖, con ello, los autores se distancian de manera crítica de las corrientes empiristas y racionalistas que tienen al sujeto por un agente racional y transparente, dotado de unidad y homogeneidad en sus posiciones. De acuerdo a lo anterior, se deduce adicionalmente que el sujeto no puede ser considerado fuente objetiva de sentido de las dinámicas sociales, puesto que este está inmerso en aquellas: ―La subjetividad del agente está penetrada por la misma precariedad y ausencia de sutura que cualquier otro punto de la totalidad discursiva de la que es parte‖ (pp. 163, 164). Su concepto de antagonismo, ahora bien, parte de las mismas consideraciones y, en ese sentido, no hace referencia a contradicciones u oposiciones objetivas basadas en identidades plenas que se contraponen objetivamente. Los antagonismos son más bien para ellos, los encargados de establecer ―los límites de la sociedad, la imposibilidad de esta última de constituirse plenamente‖ (p. 169). Es entonces la sobredeterminación de las identidades antagónicas (la presencia del «Otro» en mí) lo que impide a las mismas, por igual, conseguir esa constitución plena. Estos antagonismos, apuntan Laclau y Mouffe, pueden ser de dos tipos: populares y democráticos. Cuando dos bandos se enfrentan de

48

manera absoluta a partir de una política de fronteras propia del siglo XIX, hablamos de un antagonismo popular en el que ―ningún elemento de un sistema de equivalencias entra en otras relaciones que las de oposición con los elementos del otro sistema‖ (p. 173). De otro lado, antagonismos localizados, que no dividen a la sociedad exactamente en dos bandos con nada en común, sino en una multiplicidad de posiciones opuestas (feminismo, anti-racismo, etc.), son llamados democráticos y considerados propios del capitalismo maduro. El establecimiento de fronteras entre articulaciones discursivas, sean estas de tipo popular o democrático, es condición necesaria del paradigma hegemónico y, en ese sentido, lo social se considerará un espacio caracterizado por una pluralidad irreductible, sin un centro o principio unitario estable. La pluralidad es pues uno de los principales puntos de partida del análisis de los autores del cual se deriva que las identidades transformadoras (hablamos por ejemplo de los sujetos feministas o ambientalistas), no son estructuras inmóviles y que su existencia no está asegurada para siempre, las condiciones de su emergencia pueden ser subvertidas en cualquier momento y en eso consiste ese pluralismo radical de lo social. Se pueden adelantar en este punto dos conclusiones: 1) Ninguna lógica hegemónica puede dar cuenta de la totalidad de lo social y constituir su centro, ya que en tal caso se habría producido una nueva sutura y el concepto mismo de hegemonía se habría autoeliminado. 2) La formación hegemónica no puede ser reconducida a la lógica específica de una fuerza social única (p. 186). Acercándose ya al cierre de la obra, afirman que, si bien, el problema del poder no puede plantearse como una búsqueda del sujeto llamado a ser el centro de la formación hegemónica (ya que, por definición, ese centro es una ilusión) no debe tampoco pensarse que la solución es el pluralismo absoluto, o la difusión total del poder en el seno de lo social, ya que ello vaciaría de cualquier sentido y haría implosionar el campo de lo social. Su objetivo es, finalmente, proponer un marco en el cual socialismo y democracia, dos categorías que han fracasado sistemáticamen49

te en el empeño de relacionarse orgánicamente, puedan dejar de ser términos mutuamente excluyentes. Para poner en cuestión la supuesta imposibilidad de establecer una correspondencia entre ideales socialis-tas y valores democráticos, los autores empiezan trazando una línea de continuidad entre el imaginario jacobino que oponía pueblo y antiguo régimen y el antagonismo marxista que opone radicalmente proletaria-do y burguesía, oposiciones que se originan en un único momento de ruptura y que suponen un único espacio de constitución de lo político, El rechazo de los puntos privilegiados de ruptura y de la confluencia de las luchas en un espacio político unificado, y la aceptación, por el contrario, de la pluralidad e indeterminación de lo social, nos parecen ser las dos bases fundamentales a partir de las cuales un nuevo imaginario político puede ser construido (p. 194),

afirman. El terreno histórico en que ese nuevo imaginario habría de emerger es lo que tienen a bien llamar el campo de la ―revolución democrática‖, término que hace referencia al establecimiento de las bases del discurso democrático occidental a partir de la Revolución Francesa y la Declaración de los Derechos del Hombre, hecho que facilitó, de acuerdo a los autores, la transformación de muchas relaciones antes consideradas de mera subordinación en relaciones de opresión, al hacerse evidente la naturaleza ilegítima y antinatural de las mismas. En la actualidad son cada vez más diversos y numerosos los cam-pos que albergan la conflictividad social; esto encuentra su explicación, se apunta, en el avance de la revolución democrática. La proliferación de nuevos movimientos sociales (urbanos, ecológicos, antiautoritarios, antiinstitucionales, feministas, antirracistas, de minorías étnicas, regionales o sexuales) tendría su origen en las mismas demandas deriva-das del discurso de la revolución democrática, extendiéndose, como elemento novedoso, a campos cada vez más diversos en respuesta al avance y transformación de las relaciones de producción capitalista y de las formas de intervención del Estado en las vidas de los ciudadanos. No es posible, afirman los autores, comprender la actual expansión del campo de la conflictualidad social y la consecuente emergencia de nuevos sujetos políticos, sin situar a ambos en el contexto de mercantilización y burocrati-

50

zación de las relaciones sociales, por un lado; y de reformulación de la ideología liberal-democrática —resultante de la expansión de las luchas por la igualdad—, por el otro (p. 207).

A lo anterior se suma la emergencia de una cultura de masas derivada de los avances en los medios de comunicación que ha trasformado las identidades tradicionales y que, aunque tiene por objeto masificar y uniformizar, tiene también un potencial subversivo responsable de generar en los sujetos consumidores el deseo de reivindicar su autonomía y resaltar su diferencia, razón por la cual ―muchas de estas resistencias no se manifiestan bajo la forma de luchas colectivas sino a través de un individualismo crecientemente afirmado‖ (p. 208). A partir de ese deseo diferenciador, apunta la obra, el individualismo posesivo de lo que llaman ideología liberal-conservadora ha logrado establecerse como el paradigma dominante en las sociedades occidentales contemporáneas; frente a ello, afirman que, a pesar de que haya sido la definición restrictiva y negativa de la libertad la que se haya asociado al discurso democrático durante décadas, la izquierda no debe ir en contra del liberalismo democrático, sino que, por el contrario, debe esforzarse por ―profundizar el momento democrático‖ de aquel (p. 222). Aceptan que tal paradigma restrictivo, que encumbra las libertades individuales por encima de los derechos políticos y la participación social, ha sido exitoso en la tarea de hegemonizar en torno a sus valores particulares muchas de las demandas contemporáneas, sin embargo, afirman que tal posibilidad está abierta también a la izquierda, que debe alejarse de proyectos que no superen la mera negatividad de las demandas antisistema, y propender por la institucionalización del ―momento de tensión, de apertura, que da a lo social su carácter esencialmente incompleto y precario‖ (p. 237). La democracia radical y plural que Laclau y Mouffe plantean a lo largo de su obra puede ser descrita, a grandes rasgos, como una superación del individualismo posesivo que define a las restrictivas democracias actuales; esta superación partiría del establecimiento de cadenas equivalenciales entre diferentes sectores que vayan más allá de las simples alianzas utilitarias entre intereses y transformen efectivamente las identidades de los actores implicados como efecto de su involucramiento en el acto hegemónico (Howson, 2003, p. 5) de forma que 51

La defensa de los intereses de los obreros no se haga a costa de los derechos de las mujeres, de los inmigrantes o de los consumidores (…), que la reivindicación de derechos no se lleve a cabo a partir de una problemática individualista, sino en el contexto del respeto de los derechos a la igualdad de los otros grupos subordinados (p. 230).

La centralidad del carácter no cerrado de lo social es clave, ello en tanto que oficializa la renuncia a cualquier seguridad o fijación última del post-marxismo y resalta el momento de lo político como desacuerdo y negociación como elemento fundamental omnipresente y condición de existencia de cualquier proyecto democrático. Desde 1985 han pasado casi tres décadas a lo largo de las cuales Hegemonía y estrategia socialista ha ganado reconocimiento como obra clave del pensamiento alternativo de los últimos tiempos y ha sido igualmente objeto de numerosos debates y polémicas; los autores han avanzado por su parte en la construcción de nuevas categorías de análisis y establecido contacto con otros exponentes del marxismo contemporáneo, quienes han aportado con sus propias propuestas a la construcción de lo que es la izquierda hoy en día. Los planteamientos de Laclau y Mouffe no han sido ajenos a la crítica, lo cual no sorprende si se considera la naturaleza radicalmente provocadora de su empeño de re-interpretación y de-construcción de las bases de una tradición intelectual que ha sido por igual sacralizada y demonizada por distintos sectores sociales y académicos. Dentro del marxismo más tradicional, se les ha acusado por ejemplo, de tener posturas cercanas al neoconservadurismo y de llevar a cabo en su obra un ―programa de liquidación del marxismo‖ (Borón, 1996, p. 22), el cual, se afirma, parte de un reduccionismo discursivo que deja de lado y niega la naturaleza estructurante de lo económico. Otros críticos, en la misma línea (Osborne, 1991; Rustin, 1988), ―Aducen que su enfoque no es más que un voluntarismo absoluto o un subjetivismo que privilegia el rol del sujeto humano por encima de las restricciones estructurales (…) [dando] prioridad a la lógica de la contingencia, de modo que casi cualquier cosa es posible‖ (Howarth, 2008, pp. 327, 328). Críticos más cercanos y con un ánimo menos adverso hacia los autores, como Slavoj Žižek (quien hace parte de la corriente post-marxista, 52

a pesar de mantener fuertes desacuerdos con los fundadores de aquella), señalan que, si bien los conceptos de sobredeterminación, punto nodal y sutura hegemónica, entre otros propios del psicoanálisis, permiten entender la realidad y los procesos de transformación social de maneras nuevas e interesantes, Laclau y Mouffe tal vez se exceden en negar al sistema económico algún tipo de centralidad, y les reprochan que, en su empeño de politizar la totalidad del espacio social, han caído en una apresurada despolitización del ámbito de las relaciones económicas en lo que llaman un ―corto-circuito ilegítimo‖ que limita las posibilidades transformadoras de los sujetos (Žižek, 2011, p. 109). Las posiciones que apenas empezaba a esbozarse en la obra que acabamos de recorrer, ubicándose a medio camino entre subjetivismo y determinismo y, sin temer a la reacción de los sectores más ortodoxos de la izquierda, fueron sin duda un punto de inflexión clave que permitió a la teorización marxista ponerse al día con las transformaciones que trajo consigo el fin de siglo. Así, en una época en que las certezas de antaño son rechazadas y ya no se cree en caminos fáciles hacia futuros ideales y armoniosos, Laclau y Mouffe, ofrecen un nuevo marxismo, que no ofrece garantías de tipo alguno y pone en cambio en el centro de la política una tarea fundamental, la de construir incansablemente nuevas posibilidades transformadoras, apostando aun por las luchas colectivas y evitando caer en el desencanto inmovilizador del cinismo post-moderno.

Bibliografía Althusser, L. (1985). La revolución teórica de Marx (21a. ed.). México: Siglo XXI. Borón, A. (1996). ―¿‗Postmarxismo‘? Crisis, recomposicion o liquidacion del marxismo en la obra de Ernesto Laclau‖. Revista Mexica-na de Sociología, 58(1), 17-42. Caínzos López, M. A. (1989). ―Clases, intereses y actores sociales: un debate posmarxista‖. Reis, (46), 81. Retrieved from http://www. jstor.org/stable/10.2307/40183394?origin=crossref 53

Critchley, S., & Marchart, O. (2008). Laclau. Aproximaciones críticas a su obra. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Elster, J. (1986). ―Three Challenges to Class‖. En J. Roemer (Ed.), Analytical Marxism (pp. 141-161). Cambridge: Cambridge University Press. Etchegaray, R. (2011). La ontología política de E. Laclau y Ch. Mouffe. Nuevo Pensamiento, 1(1), 175-207. Fair, H. (2010). El debate político entre los enfoques marxistas, posmarxistas y posmodernos. La Lámpara de Diógenes, (20-21), 237-260.

Gorz, A. (1981). Adiós al proletariado. Más allá del socialismo. Barcelona: El Viejo Topo. Gruppi, L. (1978). El concepto de hegemonía en Gramsci. México: Ediciones de cultura popular. Howarth, D. (2008). ―Hegemonía, subjetividad política y democracia radical‖. In S. Critchley & O. Marchart (Eds.), Laclau. Aproximaciones críticas a su obra (pp. 317-343). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Howson, R. (2003). ―Antagonism and Equivalence in a Radical Plural Democracy‖. En TASA Conference, University of New England (p. 8). Laclau, E. (1993). ―La construcción de una nueva izquierda‖. En Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo (pp. 187206). Buenos Aires: Nueva Visión. Laclau, E. (2002). ―Política de la retórica‖. En Misticismo, retórica y política. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Laclau, E., & Mouffe, C. (2010). Hegemonía y estrategia socialista (3a. ed.). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Lyotard, J.-F. (1989). La condición posmoderna. Informe sobre el saber. Madrid: Cátedra. Offe, C. (1992). La sociedad del trabajo. Problemas estructurales y perspectivas de futuro. Madrid: Alianza Editorial.

Osborne, P. (1991). ―Radicalism Without Limit‖. En P. Osborne (Ed.), Socialism and the Limits of Liberalism. Londres: Verso. Rustin, M. (1988). ―Absolute Voluntarism: Critique of a Post-Marxist Concept of Hegemony‖. New German Critique, (43), 146-173. Žižek, S. (2011). ―¿Lucha de clases o posmodernismo? ¡Sí, por favor!‖ In J. Butler, E. Laclau, & S. Žižek (Eds.), Hegemonía, contingencia, universalidad. Diálogos contemporáneos en la izquierda (2da ed., pp. 95-139). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Este libro se terminó de imprimir en enero de 2015, en los talleres de Lealon, impresores de libros, dirigido por Ernesto López A. Teléfono: 3116146243, [email protected]

123

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.