Hannah Arendt:la banalidad del mal ilustrada en Fahrenheit 451, de Ray Bradbury

July 24, 2017 | Autor: María Rufiner | Categoría: Hannah Arendt, Etics, Ray Bradbury
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Descripción

Hannah Arendt: la banalidad del mal ilustrada en Fahrenheit 451, de Ray
Bradbury


Lic. María Sol Rufiner
U.C.A.-UCALP
[email protected]


¿Cuánto daño puede hacer un hombre normal? ¿Hay un mal encerrado en los
quehaceres diarios de oficina? ¿Puede una actividad rutinaria encerrar la
peor de las iniquidades bajo el ropaje de la mayor de las bondades? Y por
último, ¿puede todo esto ser parte de una cultura y un modo de vivir
propiciados por las autoridades de turno? En el presente trabajo, nos
proponemos analizar la novela distópica de Ray Bradbury Fareheit 451 a la
luz del concepto de banalidad del mal elaborado por la filósofa política
Hannah Arendt en su libro Eichman en Jerusalén: Un estudio sobre la
banalidad del mal. Luego, a través de la imagen proporcionada por la
literatura, concluiremos acerca de la importancia de la conciencia
individual alimentada por la imaginación suministrada por la lectura y la
contemplación de la realidad.
"Era un placer quemar"
Así comienza la novela de Ray Bradbury, más específicamente dice:
"Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver los objetos
ennegrecidos y cambiados. Con la punta de bronce del soplete en sus
puños, con aquella gigantesca serpiente escupiendo su petróleo venenoso
sobre el mundo, la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de
un fantástico director tocando todas las sinfonías del fuego y de las
llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la Historia"[1]. Para Guy
Montag, su trabajo constituía un placer, parte de su ser un buen
ciudadano, un fiel cumplidor de la ley. Su entrenamiento como bombero era
claro y sencillo, atender las alarmas y quemar los libros, aprehender a
los lectores de libros, aquellas peligrosas personas que atentaban contra
la paz y el orden de los ciudadanos, contra la felicidad de los mismos.
En este trabajo, como en su vida cotidiana, no tenía que intervenir la
conciencia, pues no era él el que debía juzgar si los libros eran buenos
o malos. El trabajo de los bomberos era el de ser "(…) custodios de la
paz de nuestras mentes (…)"[2] y Guy Montag lo disfrutaba. Al menos en un
principio.
Para el hombre sin importancia[3] de la sociedad de Fahrenheit 451 el
imperativo categórico era conservar la felicidad a toda costa como dice
el jefe de bomberos Beatty: "¿Qué queremos en esta nación, por encima de
todo? La gente quiere ser feliz, ¿no es así? ¿No lo has estado oyendo
toda tu vida? «Quiero ser feliz», dice la gente. Bueno, ¿no lo son? ¿No
les mantenemos en acción, no les proporcionamos diversiones? Eso es para
lo único que vivimos, ¿no? ¿Para el placer y las emociones? Y tendrás que
admitir que nuestra civilización se lo facilita en abundancia"[4]. De
este modo, el hombre sin importancia de esta civilización, es un adicto a
la "felicidad", aquél estado mental proporcionado por las flores de loto
tecnológicas y sociales que entrega el gobierno para hacer a la población
olvidarse de las preocupaciones y mantenerla entretenida en su propio
mundo feliz, como escribe Bradbury haciéndole un guiño a Huxley. Sin
embargo, cabe preguntar ¿cuál es el precio para mantener esa felicidad?
¿Qué poderes la población ha de entregar al Estado Leviatán para que este
vele por su paz mental? Lo único que pide el gran Leviatán es que se le
entregue la capacidad de contemplar: "La cremallera reemplazó al botón, y
el hombre no tiene tiempo para pensar mientras se viste a la hora del
alba, una hora filosófica, y por lo tanto una hora melancólica"[5]. La
melancolía y la preocupación, el prestar atención al mundo que nos rodea
está prohibido, reemplazado por la diversión que proporciona el Estado.
Así, el precio de que continúe la cotidianeidad desenvolviéndose en su
somnolencia habitual, parece no ser alto. Simplemente consiste en que
todos se conviertan en hombres sin importancia, en que todos sean
iguales. Este fenómeno ilustrado en Farenheit lo explica brillantemente
Hannah al referirse a la falta de reacción de Eichman ante las
atrocidades cometidas. Escribe: "Presumieron —los jueces— que el acusado,
como toda «persona normal», tuvo que tener conciencia de la naturaleza
criminal de sus actos, y Eichmann era normal, tanto más cuanto que «no
constituía una excepción en el régimen nazi». Sin embargo, en las
circunstancias imperantes en el Tercer Reich, tan sólo los seres
«excepcionales» podían reaccionar «normalmente»."[6] Bradbury capta este
concepto de que el régimen distópico sólo se puede mantener si eliminamos
a los hombres excepcionales, como dice Beatty "No nacemos libres e
iguales, como dice la Constitución, nos hacemos iguales. Todo hombre es
la imagen de todos los demás, y todos somos así igualmente felices"[7].
De esta forma, mientras Montag disfrute quemar, mientras siga siendo un
bombero más sin importancia, mientras no sobresalga y constituya una
excepción a la regla de la banalidad de la sociedad, podrá vivir en paz.
Sin embargo, la pregunta que nos cabe es: ¿puede vivir en paz? Y más
específicamente, ¿puede vivir cuando todo lo que lo rodea está sumido en
una banalidad absoluta?
Montag se Despierta y Eichman se lava las manos
Para responder a las anteriores preguntas debemos comparar los caminos
tomados por los protagonistas de ambas historias, Eichman y Montag. E
investigar en ellos cómo es la conciencia de una persona normal y la
conciencia de un hombre sin importancia, cuáles son los pasos que hacen
al hombre ir de una a la otra.
El primer momento que podemos notar que Montag empieza a despertar la
conciencia es en su encuentro con Clarisse McClellan. Cuando nuestro
bombero sin importancia se ve reflejado en los ojos de ella, algo en su
interior cambia: "Montag se vio en los ojos de ella, suspendido en dos
brillantes gotas de agua, oscuro y diminuto, pero con mucho detalle; las
líneas alrededor de su boca, todo en su sitio, como si los ojos de la
muchacha fuesen dos milagrosos pedacitos de ámbar violeta que pudiesen
capturarle y conservarle intacto. El rostro de la joven, vuelto ahora
hacia él, era un frágil cristal de leche con una luz suave y constante en
su interior"[8]. Pasa de ser un bombero a, como dice Clarisse, ser tan
sólo un hombre, y eso, a alguien que está acostumbrado a formar parte de
un cuerpo, a ser su trabajo, lo pone incómodo. Para rematar, la joven le
hace la única pregunta que puede, a un hombre, hacer despertar su
conciencia: "¿Es usted Feliz?"[9]. Montag se ve obligado a mirarse en un
espejo a sí mismo, a salir de su trabajo y enfrentarse con quién él
realmente es, y el resultado puede ser realmente doloroso.
No así el caso de Eichman que al enfrentarse con los Jueces en
Jerusalén, no puede ver en sí mismo la contradicción reinante en su
propia conciencia adormecida: "En su mente, no existía contradicción
entre la frase «saltaré dentro de mi tumba alegremente» a propósito para
el final de la guerra, y la aseveración «me ahorcaría gustosamente en
público como un ejemplo y advertencia a todos los antisemitas de la
tierra», que ahora, en circunstancias muy diferentes, tenía el mismo
propósito de enaltecerle"[10]. Esta contradicción se debe a la vanidad
que en ella reina, vanidad que busca enaltecerse dentro de una sociedad,
de un grupo, aunque este sea el mismo de sus ejecutores. Sin embargo, un
hombre no llega a ser de este modo al final de su vida sin antes pasar
por un proceso de adormecimiento. Este proceso comienza por evitar la
pregunta de Clarisse, solucionándola con la misma anestesia que la mujer
de Montag toma para tranquilizarse frente a las atrocidades de las que
ella y sus amigas hablan y cometen. Esta pastilla se resume en la formula
de Poncio Pilatos: "lavarse manos", que sean otros los que decidan qué es
la felicidad, qué es lo correcto, así de este modo no se tendrá que
volver a preocuparse por nada. Esto lo podemos ver en la siguiente
referencia de la vida de Eichman por Hannah Arendt: "Hubo también otra
razón en virtud de la cual el día de la conferencia quedó indeleblemente
grabado en la memoria de Eichmann. Pese a que Eichmann había hecho cuanto
estuvo en su mano para contribuir a llevar a buen puerto la Solución
Final, también era cierto que aún abrigaba algunas dudas acerca de «esta
sangrienta solución, mediante la violencia», y, tras la conferencia,
estas dudas quedaron disipadas. «En el curso de la reunión, hablaron los
hombres más prominentes, los papas del Tercer Reich.» Pudo ver con sus
propios ojos y oír con sus propios oídos que no solo Hitler, no solo
Heydrich o la «esfinge» de Müller, no solo las SS y el partido, sino la
élite de la vieja y amada burocracia se desvivía, y sus miembros luchaban
entre sí, por el honor de destacar en aquel «sangriento» asunto. «En
aquel momento, sentí algo parecido a lo que debió de sentir Poncio
Pilatos, ya que me sentí libre de toda culpa.» ¿Quién era él para juzgar?
¿Quién era él para poder tener sus propias opiniones en aquel
asunto?"[11]. Aquí se encuentra la raíz del adormecimiento, Eichman pasa
de ser un hombre normal al que la sola idea de la "solución final" da
escalofríos, a ser un hombre sin importancia, sin capacidad de Juzgar, ya
que cuando son los popes del Reich los que frente a él definen lo que es
mejor para Alemania, los don nadies como él han de callar. Lo mismo le
sucede, como señalamos antes, a la mujer de Montag, Mildred, que prefiere
lavarse las manos y entregar a su marido a las autoridades, porque la
verdad acerca de ella es demasiado dolorosa, como señala en su escrito
Arendt: "(…) es muy duro, y ciertamente deprimente, reconocer la propia
culpa y arrepentirse"[12]. Mirarse en el espejo del otro, contemplar la
realidad circundante, prestar atención y reconocer la propia culpa, el
propio vacío, es difícil, a veces tremendamente doloroso, pero es el
camino que se ha de tomar si se ha de recuperar la conciencia. Quien no
se enfrenta al espejo de sí mismo cae en la tremenda banalidad del mal;
aquella que incluso frente a la frontera última de la muerte queda
inmutable como dice Hannah en referencia a las últimas declaraciones de
Eichman: "Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección
que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible
banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten
impotentes"[13].
En cambio, el caso de Montag, quien ya afectado por la pregunta de su
nueva vecina, comienza a mirar su trabajo con nuevos ojos y a tomar
conciencia de lo que este significa. Poco a poco se va despertando para
poder hacer la última pregunta que lo llevará a asumir completamente su
conciencia y comenzar a reaccionar ante las atrocidades de su labor como
un hombre normal: "—Tú no estabas allí, tú no la viste —insistió él—.
Tiene que haber algo en los libros, cosas que no podemos imaginar para
hacer que una mujer permanezca en una casa que arde. Ahí tiene que haber
algo. Uno no se sacrifica por nada"[14]. Esta es la respuesta de Guy a su
mujer ante el reproche de ella de que presenciar la inmolación de aquella
anciana con sus libros lo había cambiado. Es en ese instante que Montag
se hace la pregunta por aquella Verdad por la que vale la pena vivir y
morir. Sin embargo, ¿cuál es la diferencia entre el entregar la vida y la
conciencia al Reich como lo hizo Eichman? La respuesta se encuentra en el
principio evangélico: "La verdad os hará libres" (Jn. 8, 32). Montag no
busca una serie de reglas, imperativos como los que seguía Eichman: "Sea
cual sea la importancia que haya tenido Kant en la formación de la
mentalidad del «hombre sin importancia» alemán, no cabe la menor duda de
que, en un aspecto, Eichmann siguió verdaderamente los preceptos
kantianos: una ley era una ley, y no cabían excepciones"[15]. Montag
busca aquello que lo libere, que le haga asumir la responsabilidad de sus
actos y por ende la dirección de los mismos. Busca la libertad que lo
pueda volver feliz. Aquello que hace que aún mostrándole un espejo
doloroso de sí mismo, vuelva a ser el mismo, un hombre normal en busca de
su destino. En busca de aquello que lo eleve por sobre la banalidad que
lo rodea, frente a la cual dice Hannah que "(…) las palabras y el
pensamiento se sienten impotentes"[16]. Esto último lo podemos ver en las
palabras que dedica el profesor Faber a Guy sobre su despertar: "—Es
usted un romántico incurable —dijo Faber—. Resultaría divertido si no
fuese tan grave. No son libros lo que usted necesita, sino alguna de las
cosas que en un tiempo estuvieron en los libros. El mismo detalle
infinito y las mismas enseñanzas podrían ser proyectados a través de
radios y televisores, pero no lo son. No, no: no son libros lo que usted
está buscando. Búsquelo donde pueda encontrarlo, en viejos discos, en
viejas películas y en viejos amigos; búsquelo en la Naturaleza y búsquelo
por sí mismo. Los libros sólo eran un tipo de receptáculo donde
almacenábamos una serie de cosas que temíamos olvidar. No hay nada mágico
en ellos. La magia sólo está en lo que dicen los libros, en cómo unían
los diversos aspectos del Universo hasta formar un conjunto para
nosotros. Desde luego, usted no puede saber esto, sigue sin entender lo
que quiero decir con mis palabras. Intuitivamente, tiene usted razón, y
eso es lo que importa"[17].
He aquí la respuesta a nuestra pregunta, no se puede vivir como una
persona normal si se está sumido en la banalidad del mal: uno perderá su
conciencia y pasará a ser un hombre sin alma, sin conciencia, incapaz de
ser libre más allá de lo que un poder superior le ordena. Sin embargo,
esto no es vida, porque por más que dentro de la banalidad se tenga todo
para ser feliz, siempre habrá algo que falte, ese detalle que hace que
las mascaras se caigan a medianoche y uno pueda respirar el aire nocturno
plagado de estrellas.


Conclusión
Si bien, en este trabajo, nos hemos tomado la licencia de comparar a
un personaje literario con uno de carne y hueso, lo hicimos a fin de
ilustrar la importancia que tiene la conciencia individual, el ocio, la
libertad y la prudencia para evitar que la banalidad del mal lleve a
hombres normales a convertirse en hombres sin importancia, en don nadies,
capaces de realizar las más grandes atrocidades como parte de una rutina
de oficina. A esto se refiere el profesor Faber cuando dice: "Los libros
están para recordarnos lo tontos y estúpidos que somos. Son la guardia
pretoriana de César, susurrando mientras tiene lugar el desfile por la
avenida: «Recuerda, César, eres mortal.» La mayoría de nosotros no
podemos andar corriendo por ahí, hablando con todo el mundo, ni conocer
todas las ciudades del mundo, pues carecemos de dinero o de amigos .Lo
que usted anda buscando, Montag, está en el mundo, pero el único medio
para que una persona corriente vea el noventa y nueve por ciento de ello
está en un libro. No pida garantías. Y no espere ser salvado por alguna
cosa, persona, máquina o biblioteca. Realice su propia labor salvadora, y
si se ahoga, muera, por lo menos, sabiendo que se dirigía hacia la
playa"[18]. Como nosotros todavía no estamos en una distopía, podemos
decir que esto se logrará si mediante la cultura y la educación, los que
estamos a cargo de ella, fomentamos las tres cosas que el Profesor Faber
de Frenheit le transmitió a Montag: Calidad, Ocio y libertad para ejercer
la prudencia en nuestros actos[19] y no convertirnos en hombres sin
importancia, sino en hombres y mujeres libres con conciencias propias.


Bibliografía:
o Hannah Arendt, Eichamnn en Jerusalén. Un estudio sobre la
banalidad del mal, Barcelona, Lumen, 2001
o Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Taurus, Barcelo,
1998
o Ray Bradbury, Fahrenheit 451, Editorial Minotauro, Buenos Aires,
2002
o Ray Bradbury, El hombre ilustrado, Editorial Minotauro, Buenos
Aires, 2013

Anexo:
Extracto del diálogo entre Faber y Montag:
"»Primera: ¿Sabe por qué libros como éste son tan importantes? Porque
tienen calidad. Y, ¿qué significa la palabra calidad? Para mí, significa
textura. Este libro tiene poros, tiene facciones. Este libro puede
colocarse bajo el microscopio. A través de la lente encontraría vida,
huellas del pasado en infinita profusión. Cuantos más poros, más detalles
de la vida verídicamente registrados puede obtener de cada hoja de papel,
cuanto más «literario» se vea. En todo caso, ésa es mi definición. Detalle
revelador. Detalle reciente. Los buenos escultores tocan la vida a menudo.
Los mediocres sólo pasan apresuradamente la mano por encima de ella. Los
malos violan y la dejan por inútil.
»¿Se dan cuenta, ahora, de por qué los libros son odiados Y temidos?
Muestran los poros del rostro de la vida. La gente comodona sólo desea
caras de luna llena, sin poros, sin pelo, inexpresivas. Vivimos en una
época en que las flores tratan de vivir de flores, en lugar de crecer
gracias a la lluvia y al negro estiércol. Incluso los fuegos artificiales,
pese a su belleza, proceden de la química de la tierra. Y, sin embargo,
pensamos que podemos crecer, alimentándonos con flores y fuegos
artificiales, sin completar el ciclo, de regreso a la realidad. Conocerá
usted la leyenda de Hércules y de Anteo, gigantesco luchador, cuya fuerza
era increíble en tanto estaba firmemente plantado en tierra. Pero cuando
Hércules lo sostuvo en el aire, sucumbió fácilmente. Si en esta leyenda no
hay algo que puede aplicarse a nosotros, hoy, en esta ciudad, entonces es
que estoy completamente loco. Bueno, ahí está lo primero que he dicho que
necesitábamos. Calidad, textura de información
—¿Y lo segundo?
—Ocio.
—Oh, disponemos de muchas horas después del trabajo.
—De horas después del trabajo, sí, pero, ¿y tiempo para pensar? Si no se
conduce un vehículo a ciento cincuenta kilómetros por hora, de modo que
sólo puede pensarse en el peligro que se corre, se está interviniendo en
algún juego o se está sentado en un salón, donde es imposible discutir con
el televisor de cuatro paredes… ¿Por qué? El televisor es «real». Es
inmediato, tiene dimensión. Te dice lo que debes pensar y te lo dice a
gritos. Ha de tener razón. Parece tenerla. Te hostiga tan apremiantemente
para que aceptes tus propias conclusiones, que tu mente no tiene tiempo
para protestar, para gritar: «¡Qué tontería!»
—Sólo la «familia» es gente.
—¿Qué dice?
—Mi esposa afirma que los libros no son «reales».
—Y gracias a Dios por ello. Uno puede cerrarlos decir «Aguarda un momento.»
Uno actúa como un Dios. Pero, ¿quién se ha arrancado alguna vez de la garra
que le sujeta una vez se ha instalado en un salón con televisor? ¡Le da a
uno la forma que desea! Es medio ambiente tan auténtico como el mundo. Se
convierte y es la verdad. Los libros pueden ser combatidos con motivo Pero,
con todos mis conocimientos y escepticismo, nunca he sido capaz de discutir
con una orquesta sinfónica de un centenar de instrumentos, a todo color, en
tres dimensiones, y formando parte, al mismo tiempo, de esos increíbles
salones. Como ve, mi salón consiste únicamente en cuatro paredes de yeso. Y
aquí tengo esto —mostró dos pequeños tapones de goma—. Para mis orejas
cuando viajo en el «Metro».
—«Dentifrico Denham»; no mancha, ni se reseca —dijo Montag, con los ojos
cerrados—. ¿Adónde iremos a parar? ¿Podrían ayudarnos los libros?
—Sólo si la tercera condición necesaria pudiera sernos concedida. La
primera, como he dicho, es calidad de información. La segunda, ocio para
asimilarla. Y la tercera: el derecho a emprender acciones basadas en lo que
aprendemos por la interacción o por la acción conjunta de las otras dos. Y
me cuesta creer que un viejo y un bombero arrepentido pueden hacer gran
cosa en una situación tan avanzada...".




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[1] Ray Bradbury, Fahrenheit 451, Editorial Minotauro, Buenos Aires, 2002,
p. 13
[2] Ray Bradbury, Fahrenheit 451, p.74
[3] Cfr, Hannah Arendt, Eichamnn en Jerusalén. Un estudio sobre la
banalidad del mal, Barcelona, Lumen, 2001 p. 84 "(…) según la fórmula del
«imperativo categórico del Tercer Reich», debida a Hans Franck, que quizá
Eichmann conociera: «Compórtate de tal manera, que si el Führer te viera
aprobara tus actos» (Die Technik des Staates, 1942, pp. 15 -16). (…). Sea
cual sea la importancia que haya tenido Kant en la formación de la
mentalidad del «hombre sin importancia» alemán, no cabe la menor duda de
que, en un aspecto, Eichmann siguió verdaderamente los preceptos kantianos:
una ley era una ley, y no cabían excepciones."
[4] Ray Bradbury, Fahrenheit 451, p. 74
[5] Ray Bradbury, Ibídem, p. 71
[6] Hannah Arendt, Eichman en Jerusalén…, p. 21
[7] Ray Bradbury, Fahrenheit 451, p.73
[8] Ray Bradbury, Ibídem, p. 17
[9] Ray Bradbury, Ibídem, p.20
[10] Hannah Arendt, Eichman en Jerusalén…, p. 37
[11] Hannah Arendt, Ibídem, p. 72
[12] Hannah Arendt, Ibídem, p. 151
[13] Hannah Arendt, Ibídem, p. 152
[14] Ray Bradbury, Franheit 451, p. 65
[15] Hannah Arendt, Eichman en Jerusalén…, p. 84
[16] Hannah Arendt, Ibídem, p. 152
[17] Ray Bradbury, Franheit 451, p.98
[18] Ray Bradbury, Franheit 451, p. 102
[19] Cfr. Ray Bradbury, Ibídem, Ver anexo con el Diálogo entre el profesor
Faber y Montag.
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