Hacia una comprensión humanista de las instituciones sociales

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Descripción

HACIA UNA COMPRENSIÓN HUMANISTA DE LAS INSTITUCIONES SOCIALES

Javier González Camargo

FILOSOFÍA POLÍTICA: UNA COMPRENSIÓN HUMANISTA DE LAS INSTITUCIONES SOCIALES

Versión para publicación del trabajo de grado titulado

Hacia una conceptualización humanista fundamental de las instituciones sociales Presentado en Octubre de 2009 para obtener el título de Licenciado en Filosofía y Humanidades. Bajo la dirección de: Dra. Liliana B. Irizar

Por JAVIER N. GONZÁLEZ CAMARGO

UNIVERSIDAD SERGIO ARBOLEDA ESCUELA DE FILOSOFÍA Y HUMANIDADES BOGOTÁ D.C.

Agradezco a todas aquellas personas que con sus enseñanzas, diálogos e indicaciones han hecho posible el desarrollo de este trabajo, y han enriquecido sus contenidos. De entre ellos se destaca la siempre generosa colaboración de la Dra. Liliana Irizar, mi mentora. Dedico este libro a todas aquellas personas que quiero y amo, especialmente a mi familia y a Ángela.

FILOSOFÍA POLÍTICA: UNA COMPRENSIÓN HUMANISTA DE LAS INSTITUCIONES SOCIALES TABLA DE CONTENIDO

Prólogo………………………………………………………………………………………………………………………………………..5 Introducción…………………………………………………………………………………………………………………............12 Parte Primera…………………………………………………………………………………………………………………………….15 El humanismo en las instituciones…………………………………………………………………………………………17 Análisis del término institución………………………………………………………………………………………………..37 Recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución..........................42 Parte Segunda……………………………………………………………………………………………………………………….….83 Causas y determinación de la institución………………………………………………………………………......84 Contractualismo, origen y sentido de la institución……………………………………………………..…104 Naturaleza, tipificación, clasificación, acciones y sintomatología de la institución…118 Lo político en las instituciones…………………………………………………………………………………………....145 Parte Tercera…………………………………………………………………………………………………………………………..155 Presupuestos gnoseológicos………………………………………………………………………………………………….156 Ontología de la institución…………………………………………………………………………………………………….163 Las instituciones como sujeto ordinario de la historia.……………………………………………………186 Epílogo………………………………………………………………………………………………………………………………………199

PRÓLOGO

Cuando el profesor Javier Nicolás me pidió que prologara su libro recordé una anécdota que leí hace algún tiempo. Decía que a Henry James, el conocido escritor norteamericano, le llegaban con bastante frecuencia escritos de principiantes que le pedían su autorizada opinión sobre sus inéditos escritos. Y se cuenta que, a menudo, los devolvía con estas palabras: “ha tratado usted una cuestión complicada de una manera sencilla”. A veces, los novatos autores pensaban que se trataba de una alabanza, cuando en realidad sus palabras no eran sino una crítica que los acusaba de simplificar las cosas. Ahora bien, esta analogía no se aplica, ciertamente, en este caso. En primer lugar, yo no soy un autor conocido, pues aparte de mis padres, no creo que me reconozcan muchas más personas. En segundo lugar, dudo mucho de aplicar a Javier el apelativo de principiante, pues su trabajo está permeado por toda la profundidad que el caso amerita. Por otro lado, el autor no puede ser objeto de ninguna acusación de simplificación, pues ha escogido uno de esos temas cuya complejidad es señera. Y, por si fuera poco, lo ha tratado con toda la rigurosidad que el tema exige. Pero no ha caído en la tentación de explicar lo oscuro a través de lo más oscuro, cosa muy común en ciertos ambientes, ni ha hecho gala de erudición excesiva - que tiene mucha - ni de lenguajes rebuscados, sino que ha tratado de explicar lo que es complicado de manera tal que pueda ser comprendido sin ningún tipo de esfuerzo sobrehumano. Lograr esta mezcla de profundidad y sencillez no es fácil y, a mi parecer, él lo ha conseguido con este libro que el lector tiene en sus manos, Una comprensión humanista de las instituciones sociales. El profesor y amigo Javier Nicolás González ha dedicado buena parte de su trayectoria intelectual, por lo demás muy intensa, a los aspectos relacionados con el humanismo cívico y la humanización de la sociedad en sus más variadas dimensiones. En este caso, como bien lo señala el autor, se hace notar claramente la pertinencia de esta publicación, pues “el estudio filosófico de las instituciones es el único que hace posible sentar las bases específicas de la filosofía política”. Ciertamente, esta afirmación es quizá un poco audaz, aunque no deja de tener verdad. Es más, quizá pueda sonar fuerte a los oídos de tantos que han dedicado su tiempo al estudio de las temáticas relacionadas con la filosofía política. De cualquier manera, no deja uno de extrañarse que tantas páginas escritas aborden la filosofía política desde perspectivas cerradas, inconcusas, y, no pocas veces, sesgadas. De este modo, la reflexión filosófica

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acerca de lo político se convierte en un estudio marginal, que no es capaz de clarificar lo que es el hecho político -si es que puede decirse tal cosa- en sí mismo. En efecto, a veces se tiene la impresión de que los estudiosos de la filosofía política dedican su trabajo a señalar determinadas vertientes éticas, sociales, económicas, etc., relacionadas con los espacios políticos y sociales, o, quizá lo más común, se dedican a realizar esfuerzos quijotescos tendientes a levantar voces de crítica y desencanto, pero que, por muy interesantes que estos enfoques puedan ser, lo cierto es que adolecen de un punto de vista estrictamente filosófico, capaz de señalar, o por lo menos esbozar, criterios y principios rigurosamente establecidos desde el punto de vista filosófico, que sirvan, además, como impulso a futuras reflexiones. Y es que la relación entre la filosofía política y la teoría de las instituciones es un tema que brilla por su ausencia en las mentes de los más destacados teóricos, que la consideran una cuestión tangencial y poco relevante a la hora de abordar los grandes problemas sociales. Sin embargo, esta relación es de importancia capital, pues las instituciones constituyen la realización, estrictamente hablando, de la dimensión política inscrita en la naturaleza humana. Por ello, en vista de que los enfoques hasta ahora abordados se han quedado cortos, el profesor González realiza un estudio que, en lugar de estudiar in recto al Estado, para, desde allí, acercarse a la realidad de las instituciones, hace el movimiento inverso: de comprender primero las instituciones en sí mismas, para, después, con nuevas luces, acercarse a la realidad estatal. Por otro lado, y a pesar de que a algunos les pareciera una pretensión excesiva y quizá arrogante, el autor no se queda solamente en señalar algunos puntos interesantes en torno a lo que son las instituciones y deslindar problemáticas que exigen solución, sino que se adentra, con un término que quizá despierte recelos, en los presupuestos gnoseológicos de la teoría de las instituciones y en el carácter ontológico de las mismas. Ahora bien, ¿es verdaderamente posible aclarar los presupuestos gnoseológicos de la teoría de las instituciones? A primera vista se podría pensar que es una utopía tal intento, pues en los tiempos que corren, no es sencillo, ni siquiera, decir cuáles son los presupuestos gnoseológicos de la misma filosofía. En efecto, si la filosofía política se ha quedado en análisis meramente tangenciales y en voces de alarma y de crítica en torno a ciertos temas, con la filosofía en general pasa más o menos lo mismo. De hecho, hoy se nos enseña que la auténtica actitud filosófica es, justamente, aquella que no tiene presupuestos, ni gnoseológicos ni de ningún tipo.

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Y es que, es preciso notarlo, la filosofía en nuestros días se halla en situación de perplejidad, pues el estudio de la capacidad del entendimiento humano para hacerse con la verdad de una manera segura, ha venido en declive. Después de que en la Edad Moderna el sujeto pensante ocupara el primer lugar en la reflexión filosófica, hoy se nos insta a la desconfianza progresiva ante los alcances de la misma. Ya no son los grandes sistemas los que aspiran a dar soluciones a nuestra vida. Al contrario, es menester en los tiempos actuales desechar toda intención de erigirse en guardián de la verdad, porque nada más peligroso que un hombre con una idea clara. Es capaz no sólo de morir por ella, sino también de morir luchando. “La filosofía de los nuevos tiempos - señala Hegel - tiene como principio, de un modo general, el espíritu presente ante sí mismo; se enfrenta al punto de vista de la Edad Media, que era de la diversidad de lo pensado y del universo existente, y trabaja por la disolución de este punto de vista. Su interés fundamental no estriba, por consiguiente, en pensar los objetos en su verdad, sino en pensar el pensamiento y la comprensión de los objetos (…). El pensamiento conquista así su independencia”1. Por su parte, el filósofo de la ciencia Karl Popper decía que no puede haber ningún enunciado definitivo en la ciencia, que no hay enunciado que no pueda ser puesto a prueba, ni por tanto, ninguno que, en principio, no pueda ser refutado mediante la falsación de algunas de las conclusiones que se pueden deducir de él 2. Es descorazonador. Sin embargo, la verdad, siempre, ha tenido pretensiones de universalidad y de eternidad. La verdad no se aviene con compromisos meramente educativos, con las pretensiones de la autoridad, con los mandatos del sentimiento. Sin embargo hoy, al parecer, debemos dejar de aspirar a ella porque sencillamente es una empresa inaccesible. Cuando el positivismo y el neopositivismo sostienen que sólo puede tener sentido una proposición verificable por experiencia empírica, aparecen derroteros que nos llevan a desconfiar de la razón. Sentado ese principio, lo único que faltaba, frente a una verdad autofundada, era destruir la noción de hecho empírico para que todo se viniera abajo. Y esto fue lo que sucedió. Ya muchos quisieran no aceptar siquiera la tozudez de los hechos. Lo mismo pasa con la metafísica. La consideración de la filosofía - como la de la ciencia - de la realidad desde sus causas últimas y primeros principios, ha devenido en la actualidad en un intento antiguo que ha caído en el vacío. De hecho, según las apreciaciones de distinguidos pensadores, la metafísica no es otra cosa que poesía mental, en busca de un algo llamado ser, cuyo rostro nunca nadie ha contemplado jamás. Hasta se ha llegado a decir que la metafísica ha sido herida de muerte y que no se levantará jamás. No obstante, 1

Cfr. Lecciones sobre Historia de la filosofía, Prólogo. Cfr. Para este tema es esencial el libro La Lógica de la Investigación científica, Tecnos, Madrid. Ver especialmente los capítulos 1 a 8. 2

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como le gusta decir a la Dra. Liliana Irizar, todavía puede hacerse metafísica, incluso después del final de la metafísica, porque esta ciencia no es otra cosa sino la pregunta por el sentido de la realidad en general y del propio hombre en particular, cuestión que inquieta el corazón humano y que siempre exige respuesta. De todos modos, pocos quieren oír hablar de realidad, de referencia al fundamento. Hoy imperan los discursos, los juegos de lenguaje, que son coherentes en su medio, y por ende, imposibles de poner en tela de juicio. En este sentido, ya no guarda ningún significado preguntarse si nuestras teorías se acomodan a la verdad. Hoy no cabe preguntar, por ejemplo, por la verdadera imagen del universo. El filósofo norteamericano Richard Rorty señalaba en una ocasión que la verdad no es algo que se descubre sino que se inventa. Ante este constructivismo radical, podemos decir que entonces no existe algo así como una realidad extramental, conocida desde el pensamiento y expresada a través del lenguaje. Al contrario, es el lenguaje el que crea la realidad. Todo conocimiento presuntamente primero, ya es segundo. No hay una verdadera interpretación, como pretendía establecerla Sócrates o Platón frente a los sofistas 3. El discurso filosófico, como también el científico, ya no podría aspirar a la dignidad de objetividad o certeza. Los científicos que gustaban hablar de miradas desprejuiciadas de la realidad, empezaron a darse cuenta de que la ausencia de prejuicios - o presupuestos - no existe. El mundo - dice Rorty - no aceptó la cosmología de Copérnico, al olvidar la de Ptolomeo, porque aquélla expresara más adecuadamente la realidad, sino porque estaba mejor formulada. Así, pues, una teoría no puede ser falseada por la experiencia de la verdad, sino por otra teoría. ¿Es posible, en este estado de cosas, hablar con seguridad de presupuestos gnoseológicos? Los hermeneutas dirán que la verdad es posible gracias a la apertura originaria al “mundo de la vida”, mundo que es concebido como ese entendimiento preestablecido en una capa profunda de evidencias, de certezas, de realidades que jamás son cuestionadas. Por su parte, Paul Watzlawick, filósofo austríaco, se propone demostrar que nuestra imagen del universo depende en buena medida de la confirmación que el testimonio de otros pueda aportar. Ningún individuo quiere aventurarse a la tarea de defender posturas que no encuentren eco o que simplemente despierten recelos en la comunidad. Sin confirmaciones de los pares no hay verdad. ¿Es que acaso las verdades se confunden entonces con una suerte de conformidad con los sentimientos establecidos? Aquí tenemos una interpretación pragmática acerca de este mundo de la vida. Dicho mundo consiste en aquellos supuestos que son las propias reglas de los juegos de lenguaje. Por poner un ejemplo, al remontarnos al ambiente científico del siglo XVII, cuando Kepler constata una variación de ocho minutos en la órbita de Marte, sorprende a todos: el 3

Cfr. Reale, G., - Antiseri, D., Historia del pensamiento filosófico y científico, Herder, Barcelona, 1995, 140).

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astrónomo alemán presuponía que eso no podía pasar. Kepler y sus contemporáneos apostaban a que las órbitas eran perfectamente circulares. Frente a esta nueva medición habría dos tipos de posturas. Una, diría que Kepler no hizo bien los cálculos. Otra - que fue la que asumió Kepler - cuestionaría el presupuesto, la certeza que antes se tenía. Desde ese momento la humanidad entera cambió entonces de juego. Ahora se trata de suponer que las órbitas de los planetas son elípticas, hasta que alguien ponga en duda este supuesto. Así, pues, la verdad parece ser mero consenso. Y el problema es que se afirme sin ningún reparo que la verdadera convivencia sólo puede tener lugar entre personas que no tienen ideas qué defender. Es necesario, se pregona desde las instancias de la modernidad, olvidarse de la verdad eterna y universal, porque de lo contrario nos veremos tentados a convencer a otro de “nuestra verdad”, algo contrario al libre examen. En consecuencia, es loable este estudio que vuelve a enfrentarse con esa perspectiva de totalidad que acompañó a la reflexión filosófica desde el instante de su nacimiento en las costas de Asia Menor. Algunos aspectos de la teoría de las instituciones no aparecen tratados en el texto, aunque valga la pena señalar algunos. En concreto, la vinculación de las instituciones con el carácter social o comunitario del hombre. En efecto, esto es preciso definirlo para evitar la confusión de llegar a pensar que las instituciones surgen del vacío y que no tienen ninguna estabilidad en la naturaleza humana, sino que obedecen, más bien, a la mera contingencia de la historia. Conviene señalar que el hombre es un ser material y afectivamente vinculado a cosas y personas. Por esos vínculos – una familia, una lengua, una cultura, unos amigos, un trabajo, una patria – crece y se desarrolla como persona. Por tanto, está necesitado de la sociedad, y de las más variadas instituciones, para echar raíces. Se ha convertido en un tópico sostener que el ser humano es social por naturaleza. ¿Qué quiere decirse con esta afirmación? Significa, entre otras cosas, que no puede vivir sin la sociedad, y que la vida en solitario nunca le hará feliz. Tal imposibilidad queda manifiesta en el hecho de que ninguna persona opta por vivir enteramente sola, ni siquiera teniendo todos los bienes que para ello hacen falta. Ello es así porque ningún individuo puede procurarse por sí solo todas las cosas que necesita. Sin la familia, la vida sería difícilmente soportable y, en muchos caso, inviable. Pero, además, la sociedad civil ofrece una multitud de bienes que una familia aislada no puede producir. Por tanto, se equivocaría quien planteara que las relaciones con la sociedad como un obstáculo para la realización individual, pues el desarrollo de las personas y de las sociedades está mutuamente condicionado. A este respecto, vale la pena recordar unas palabras del filósofo español, Leonardo Polo. Dice que “el hombre es un ser manifestativo; el animal no lo es. El ser manifestativo es aquel que al actuar pone algo exclusivamente propio, y se lo da a los demás: una intimidad que se abre. Kierkergaard decía que el espíritu (cuando hablamos de persona connotamos el 9

espíritu) se abre hacia afuera, siempre se abre hacia otro; pero nótese que el hombre puede no abrirse, puede negar su manifestación, retraerse, transformarse en un ser huraño, que no comparte, solitario. Ningún animal puede denegar la manifestación, porque ningún animal es manifestativo, ya que no tiene intimidad; cuando un perro ladra no está manifestando nada íntimo, está manifestando una tendencia suya, o una sensación de temor o de enfado”4. La manifestación, en cambio, es una actividad con mucha mayor seriedad y complejidad. De hecho, “la manifestación humana tiene que ver justamente con que cada persona posee un tipo que se ha de considerar respecto de su esencia” 5. La filosofía social y política ha destacado en algunos momentos la importancia de ciertos tipos humanos. En el Himno a la alegría de F. Schiller se denomina a los hombres “los millones”. Como canto a la multitud congregada por un ideal, está bien, pero no es lo mismo que hablar de millones de sardinas. En la filosofía medieval se afirmaba que de los ángeles se ha de decir que son innumerables, lo que no significa que sean infinitos en número. Quiere decir que respecto de ellos no tiene sentido el número; un ángel es distinto de otro, pero no son dos (según la operación de sumar), precisamente porque cada uno agota su especie. El hombre no agota su especie sino que la tipifica, y por encima de los tipos puede crecer su esencia; por tanto, tampoco los hombres son estrictamente numerables. Cuando preguntamos: ¿cuántas gallinas tiene usted? o bien ¿cuántos habitantes tiene México?, el número no se emplea de la misma manera (empeñarse en confundirlos conduce a cometer errores éticos graves). Un perro se puede cambiar por otro perro, una persona no. La numeración está justificada cuando se pregunta ¿cuántas vacas tiene usted? Si me da una vaca, estoy dispuesto a darle cinco gallinas. En la historia se registran muchas veces fenómenos de masificación, pero son inhumanos, justamente porque cada persona, y sólo ella, es la persona que es; esto es lo que filosóficamente se llama irreductibilidad. No se debe hacer intercambios con seres humanos; si se negocia con ellos como con las gallinas, se está negando su carácter de personas: las personas no son intercambiables sino irreductibles. Como además cada una de ellas posee un tipo, no es buen negocio ignorar sus diferencias a la hora, por ejemplo, de seleccionar a los colaboradores para tareas concretas. En este sentido, el hombre está obligado a afrontar el problema de su carácter social. Sin embargo, notamos que el problema social está sin resolver al verificar, por ejemplo, que no hemos desterrado la guerra, que es una crisis de la sociabilidad humana. Aunque en ocasiones se pueda justificar por razones de legítima defensa, la guerra de suyo es antiética, porque va contra el carácter personal del ser humano. Es una comunicación hostil, en vez de ser una comunicación aportante. 4

Ética: hacia una versión moderna de los temas clásicos, Universidad Panamericana, Publicaciones Cruz O., México D. F. (México), 1993. En este libro Polo no se dedica a resolver problemas éticos de fondo, sino que intenta mostrar las dimensiones centrales de la ciencia moral y destacar su unidad sistémica. Ver principalmente los tres primeros capítulos. 5 Ibídem.

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Además, sin ir más lejos, también hay otros modos de tratar al hombre de manera que se niegue su carácter personal. Es la reducción del hombre a la condición de simple homo habilis. Se trata de un fenómeno constante en la historia de la humanidad; se ha tomado conciencia de él, se ha querido superarlo, y realmente en parte se ha superado, pero no por entero. De ahí que sea de todo punto necesaria una concepción humanista de las instituciones sociales, que, además de brindar los principios metodológicos de la filosofía política para sustentar sus juicios, abra caminos de comprensión y de solución de otras cuestiones que aquejan al hombre contemporáneo. Este es, a mi parecer, el principal aporte de este texto: que sirve de impulso a ulteriores reflexiones y constituye algo así como el suelo nutricio del surgimiento de nuevos estudios y enfoques. Es el inicio, no el final, de un trabajo que dará muchos frutos, pues, como bien lo señala el autor, está “abierto a la discusión y comunicación, no sólo con otras corrientes y propuestas filosóficas, sino también con las demás ciencias sociales y otros ámbitos del conocimiento que trabajen, de una u otra forma, el tema de las instituciones”. De este modo, una comprensión humanista de las instituciones en cuanto tales, propiciará, a la vez, y de forma concreta, una visión humanista del Estado, la sociedad, la Iglesia, la familia, el derecho, la política, etc.

Alejandro García Durán Docente e Investigador auxiliar Escuela de Filosofía y Humanidades

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INTRODUCCIÓN Mientras que el sujeto principal de la política de Aristóteles como ciencia y como técnica es el hombre moralmente inmaduro, el punto de referencia de su ética son las personas que se dejan convencer más por razones y discursos Fernando Inciarte

Gracias a la generosidad de la Escuela de Filosofía de la Universidad Sergio Arboleda, presidida por su Decano Pbro. Dr. Mauricio Uribe Blanco, esta sencilla obra de acercamiento a un tema hasta ahora menor en filosofía, puede ser publicada. Con este libro, las ideas en torno al asunto hasta ahora empiezan, así como la manifestación de la importancia del mismo. La tesis de fondo no es en ningún momento expuesta, salvo ahora, en el último momento de su preparación, y primero de su lectura, y rezaría: el estudio filosófico de las instituciones es el único que hace posible sentar las bases específicas de la filosofía política. Es sin duda una tesis ambiciosa. Parte de una interpretación binaria del estado del arte: por una parte, los fundamentos antropológicos y éticos (y ni qué decir metafísicos) de toda filosofía política son irrenunciables, necesarios y deseables, pero, por otro lado, son insuficientes para generar por sí mismos los principios específicos de la filosofía política; la filosofía política, en tanto sigue su curso más allá de dichos fundamentos antropológicos y éticos, carece de principios conceptuales claros, allende el poder, que la orienten dentro de su propio campo y que sirvan de criterio para sustentar sus juicios. Por esta razón, o se reduce a un ejercicio crítico irrestricto que nada nos dice sobre el ser propio de los espacios políticos, o se confunde con otras áreas del conocimiento propias de las ciencias humanas, pero no de la filosofía. La filosofía política no puede ser sólo valoración ética de lo político, ni se puede confundir con teoría política o mucho menos con crítica coyuntural. La filosofía política, en el sentido clásico de filosofía, debe estudiar la esencia de lo político tanto axiológica como ontológicamente, y a partir de allí, establecer ciertos principios claros y ciertos. Y si bien estará relacionada, no se puede confundir tampoco con un proyecto político, ni con una visión de filosofía de la historia. 12

La relación, hasta ahora relegada en el mejor de los casos a un segundo plano, entre filosofía política y teoría de las instituciones, es por el contrario, la primera y principal. Antes de pensar el Estado sería necesario pensar primero las instituciones en tanto tales. Lo mismo sería necesario para pensar políticamente otras instituciones: la familia, la empresa, la universidad, la iglesia. Hacer lo contrario, que es lo hasta ahora hecho, o sería otra disciplina, v.g. filosofía de la historia, o sería iniciar el camino con una maleta de prejuicios. Prejuicios en el sentido de presupuestos infundados, no justificados suficientemente. Esto es realmente lo que pretende este libro. Se trata de dar un tímido paso más allá de los dados por Arendt y Desqueyrat en la identificación del problema, para pasar a asumirlo un tanto a tientas. Es de notar la determinación de esta alma mater por apoyar a sus discípulos, pues publicar esta obra a la vez tan incipiente y tan ambiciosa es sin duda un riesgo. El trabajo quedará, entonces, sujeto a una posterior ampliación y revisión. Es ésta una condición necesaria dada la novedad y extensión del mismo. El tema queda abierto a la discusión y comunicación, no sólo con otras corrientes y propuestas filosóficas, sino también con las demás ciencias sociales y otros ámbitos del conocimiento que trabajen, de una u otra forma, el tema de las instituciones. La primera parte del libro apunta a una serie de consideraciones preliminares necesarias para comprender con claridad el enfoque específico que aquí se propone, y de esta manera, evitar posibles equívocos culposos. Allí, dando inicio con una contextualización de la concepción de filosofía política, especialmente, de antropología política y filosofía de la cultura que hace de soporte y marco hermenéutico de esta propuesta, se pasa prontamente a la aclaración del término y su significado, más o menos específico, con lo que se construye una noción suficiente para dar unidad de sentido al sujeto de estudio de este trabajo. Finalmente, se revisan las distintas perspectivas que, en general, se vislumbran en la filosofía y las ciencias sociales, en torno a lo que son las instituciones en cuanto tales. Realizada esta labor, ya en la segunda parte se aborda propiamente el asunto en cuestión, esto es, el estudio y la propuesta en torno a la esencia específica de lo que son las instituciones. Este ejercicio se hace con dos estilos distintos, de tal manera que los capítulos primero y tercero de la parte segunda, son de carácter afirmativo, propositivo, ostensivo. Los capítulos segundo y cuarto, por el contrario, son polémicos, polemistas y apologéticos. Apropósito del cuarto capítulo de la segunda parte, hay que resaltar que es un capítulo de especial interés por su interdisciplinariedad, y agradecer la colaboración de 13

Germán Quintero, quien tuvo la amabilidad de redactarlo para complementar esta obra. Claro que entre el primer y tercer capítulo hay una notable diferencia de alcance, profundidad y minuciosidad, siendo el tercer capítulo de la segunda parte, como queda allí consignado, una serie de brevísimas aproximaciones. Lo que tienen en común los capítulos de la tercera parte es que son de carácter complementario. Ello no permite inferir que son menos importantes. El primer capítulo sustenta epistemológicamente todo el proyecto de investigación por el ser y la esencia de las instituciones, por supuesto, desde el enfoque y los presupuestos ya declarados en el primer capítulo de la primera parte. El segundo capítulo de la tercera parte profundiza más allá de la esencia de las instituciones estudiada en el primer capítulo de la segunda parte, analizándola en relación a su lugar en la jerarquía del ser, esto es, a su categoría metafísica correspondiente. Estos dos capítulos, el primero de la segunda parte, y el segundo de la tercera, son el corazón del libro, en el que he puesto el mayor énfasis y dedicación. También son los que incluyen mayores riesgos. Finalmente, para no desligar lo que proponemos es el concepto central de la filosofía política, de la filosofía de la historia, se establece una relación de las instituciones frente a la historia. Entre otras cosas porque, como no queda suficientemente manifiesto en los restantes apartados del texto, la institución es esencialmente temporal más aún que, por ejemplo, la comunidad, la organización o la sociedad. Ratificando los agradecimientos a la Escuela, a las personas que allí me han educado, apoyado y ayudado, a la Universidad quien ha tenido el generoso gesto de publicar esta obra, así como a las personas que quiero y que han estado a mi lado desde antes y en la elaboración de este trabajo, doy sin más preámbulos inicio a esta atrevida obra de filosofía política.

El autor.

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“las instituciones por sí solas no bastan, porque el desarrollo humano integral es ante todo vocación y, por tanto, comporta que se asuman libre y solidariamente responsabilidades por parte de todos” Joseph Ratzinger “No han fallado ésta o aquélla aplicación, un desarrollo o el otro: lo que ha fallado es el paradigma, el enfoque básico del pensamiento moderno” Alejandro Llano

PARTE PRIMERA La presente obra abarca desde la filosofía, un objeto específico de la sociología y de las ciencias sociales: las instituciones. No de manera fortuita, ni casual: “No ha sido puesto suficientemente de relieve que nuestra respuesta a la cuestión de la legitimación moral y política de las instituciones (…) viene a ser la respuesta a un tema de la filosofía de las ciencias sociales” (MacIntyre, 1987, p. 115). En el plano filosófico, el análisis de las instituciones se ubica en la filosofía social y política, y más profundamente, en la filosofía de la acción humana (filosofía moral) y por supuesto, en la antropología. En el plano sociológico, una institución no es más que un fenómeno dado del que se estudia objetivamente su forma de ser en un contexto específico. Sin embargo, a toda visión sociológica subyace una toma de postura explícita o implícita respecto de lo que son en sí mismas las instituciones, de su papel en la sociedad, de su importancia, de su valor, de su justificación. Es decir, la sociología parte de una teoría-supuesto no comprobable empíricamente que corresponde al ser de las instituciones en sí mismas, una ontología de las instituciones que necesariamente se apoya en una antropología filosófica implícita o explícita. Por lo tanto, enmarcar la presente investigación requiere una revisión de lo que se ha dicho sobre las instituciones desde la filosofía, especialmente en el plano de la filosofía política, y de la antropología filosófica, así como también exige una revisión de los presupuestos teóricos de los que parte el quehacer sociológico y las ciencias sociales. El contexto del humanismo cívico permitirá ver cómo una teoría de las instituciones es no sólo compatible con una visión humanista clásica de la filosofía política, sino que además es un necesidad que desde hace un tiempo para acá se ha venido haciendo manifiesta. El 15

Parte primera: el humanismo en las instituciones estudio de la etimología y la semántica del término institución permitirá acuñar una definición provisional de gran valor indicativo: las instituciones son organizaciones humanas con pretensión de perdurabilidad. El recorrido por las distintas concepciones filosóficas de institución, llevará a identificar cuatro paradigmas generales en los que ya se ha dado, más o menos, una visión específica y esencial de lo que son las instituciones. Estos enfoques serían: el crítico-marxista, el empírico-positivista, el hermenéutico-existencial y el metafísico-realista. De estos cuatro enfoques el menos desarrollado es el último, si bien, como queda evidenciado desde el primer capítulo, es en este enfoque en el que se encuadra la presente propuesta.

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Javier N. González C.

Capítulo I

EL HUMANISMO EN LAS INSTITUCIONES (El marco conceptual del humanismo cívico)

La presente es una investigación que busca, en sus debidas proporciones, alcanzar a la política desde la metafísica para salvar con justicia la distancia que hay entre ellas, no menos que la relación, mínima, delgada y sutil pero sólida y fundamental, que guardan entre sí. Dicho proyecto tiene una finalidad práctica-ética, que aquí no se alcanza por considerarse necesario identificar primero una teoría ontológica y fenomenológica que se constituya como fundamento sólido de la perspectiva moral. En este sentido, el análisis de la naturaleza de las instituciones, lleva a catalogarlas como unidades de orden moral, caracterizadas por la particularidad de ser las únicas unidades de orden en las cuales el estatus ontológico, axiológico y óntico de las partes se mantiene, si no superior, al menos en condición de igualdad con el estatus ontológico, axiológico y óntico del todo. El estudio semántico permite considerarlas como organizaciones sociales con pretensión de perdurabilidad, resaltando su carácter a la vez temporal e incierto. La reflexión fenomenológica facilita superar el estatismo, juridicismo y economicismo teórico de la institución, para desnudarla de la máscara ficticia del contrato y situarla en el horizonte más amplio y humanista de las relaciones humanas auténticas y significativas. Se puede concluir de todo ello la necesidad de aclarar la noción de institución para tener de ella un concepto lo suficientemente amplio para superar parcialismos, lo suficientemente específico para superar abstracciones quiméricas, y lo suficientemente real para que no se pierda en el perfeccionismo de nuestras ideas sub forma entitatis, ni se diluya en la angustia de nuestra sensibilidad herida por la nada. No se trata de una propuesta técnica, de pericia gerencial. Es una reflexión filosófica, que trasciende el plano metodológico-técnico, por lo que sólo se lleva a la praxis 17

Parte primera: el humanismo en las instituciones prudencialmente. Si bien desde este tipo de reflexión podrían ser juzgadas y enriquecidas: propuestas técnicas específicas, las configuraciones organizacionales, y el actuar de los protagonistas sociales. La presente necesidad vital de una ética especial para lo institucional en general, reclama por condición y fundamento de posibilidad, la presencia de una teoría general de las mismas. Teoría hasta ahora inexistente, al menos dentro del marco doctrinal del humanismo clásico. Es así que, pese a que las instituciones son de vital importancia para la política y la filosofía de la sociedad, no se ha trabajado filosóficamente sobre ellas lo necesario; en cambio, desde una perspectiva jurídica, administrativa o económica, sí ha sido notorio el trabajo de la academia sobre el particular, especialmente en los últimos años. Por su parte, los estudios culturales que de alguna manera han impulsado el desarrollo de la filosofía de la sociedad como discurso, por lo general y desafortunadamente, han contribuido más a trivializar y hacer superficial la filosofía, que a profundizar en la búsqueda de la auténtica esencia de la sociedad. Las instituciones son de vital importancia no sólo para la política, sino para cada persona en particular. Puesto que el mundo de la cotidianidad contemporánea está subsumido en todo tipo de diversas instituciones, puede decirse, con propiedad, que la sociedad y la persona del mundo contemporáneo están altamente institucionalizadas6. Así que la trascendencia de este trabajo alcanza tanto la esfera del individuo como la de la sociedad, por sendos caminos. Una reflexión sobre lo personal que concluya en lo social, como una reflexión sobre lo social que concluya en lo personal. Lo que se busca finalmente es alcanzar una teoría general profunda que permita establecer a futuro un deber ser, evitando el fracaso de quienes primero han decidido pensar el deber ser sin considerar primero el cómo es, para limitar, entonces, el deber ser con el poder ser, y evitar los delirios de utopía. Puesto que una simple teoría sintomática, descriptiva o histórica no puede alcanzar tal intención deontológica y ética, una teoría rigurosa que pretenda ofrecer un deber ser sólo puede lograrse a través del análisis esencial, filosófico, humanista, ético, metafísico de las instituciones. Un análisis tal es el único capaz de proporcionar el campo desde el cual desarrollar una teleología que permita inferir una deontología. 6

Al respecto, cfr. Javier González Camargo, “Retos ético-jurídicos de la institucionalización desmesurada del mundo globalizado”, capítulo del libro Globalización y Derecho editado por la Universidad Libre de Colombia. Bogotá. En prensa.

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Javier N. González C. En mi interpretación, esto mismo considera Paul Ricoeur(1996, p. 210) quien se percata de la distancia que tradicionalmente se ha mantenido entre lo individual y lo social “No era necesario levantar un muro entre el individuo y la sociedad, impidiendo cualquier transición desde el plano interpersonal al plano de la sociedad”, y reconoce acto seguido la dimensión ética de una labor que busque integrar estas dos dimensiones, sin que se reduzca a las prescripciones de una ética social, antes bien, que sea anterior, fundamento y esclarecimiento, de una ética social: “Una interpretación distributiva de la institución contribuye a derribar este muro y garantiza la cohesión entre los tres componentes individuales, interpersonales y de sociedad de nuestro concepto de objetivo ético”. La propuesta del Humanismo Cívico El humanismo cívico es una propuesta de filosofía sociopolítica propuesta por el filósofo español Alejandro Llano. El núcleo de este humanismo, de origen aristotélico, es el restablecimiento “de la radicación humana de la política y los parámetros éticos de la sociedad” (Llano, 1999, p. 12). En sintonía con los mejores representantes del pensamiento político del humanismo clásico, considera que la persona es el principio y el fin de la vida política. Es decir, frente a un panorama cultural en el que la dignidad de la persona aparece ofuscada, entre otros modos, por la negación tácita del ejercicio de la libertad política de parte de la tecnocracia, el humanismo cívico reivindica que la política recibe del ser humano en tanto tal su fundamento y su significado definitivo. La tensión fáctica entre las iniciativas auténticamente democráticas y el modo de proceder tecnocrático ha quedado ampliamente detallada por el profesor Llano en su libro La nueva sensibilidad (1988). Allí, a la par que denuncia de modo nítido la grieta creciente que se ha creado entre sistema y mundo de la vida, recopilando las múltiples críticas que desde diversas posturas se han realizado, Llano anticipa el emerger de una nueva sensibilidad, es decir, de un modo de pensar y valorar más humano que se nutre de unos principios antropológicos y éticos tales como el pensar analógico, la actitud de cuidado (epimeleia) hacia la persona y hacia el entorno natural, y un ethos social del respeto, la empatía y la solidaridad. En 1999 el profesor de Navarra publica Humanismo cívico, el libro con cuyo título nomina su propuesta, heredada decantación de toda una tradición humanista y de diversas 19

Parte primera: el humanismo en las instituciones filosofías políticas contemporáneas. El humanismo cívico se puede considerar la proyección socio-política del “nuevo modo de pensar” (Llano, 1988, p. 244), propio de la nueva sensibilidad. La meta fundamental de este nuevo modo de pensar y de actuar políticamente (Llano, 1999) consiste en hacer explícito que los protagonistas originarios de la vida política son los hombres y las mujeres que habitan este mundo. Seres humanos dotados de inteligencia y libertad; aptos, por tanto, para conocer la verdad acerca de las cuestiones públicas tanto como de las privadas, y de tomar decisiones oportunas, que estén radicalmente orientadas a la plenitud de todos y de cada uno de los ciudadanos. Conviene remarcar la filiación filosófico-política del humanismo cívico, especialmente si se tiene en cuenta con Llano (1999, p. 69) que precisamente “la exclusión de la filosofía política es uno de los factores que más ha influido en la deshumanización de la teoría y de la praxis política”. Porque, de hecho, la reflexión política moderna y contemporánea se ha caracterizado, en general, por dejar a un lado el análisis filosófico de la realidad sociopolítica. Dicha tendencia dominante se encuentra claramente cristalizada en el liberalismo igualitario de Rawls, quien en sus dos obras, Teoría de la Justicia (1979) y Liberalismo Político (2003), pretende sistemáticamente excluir de la cuestión política y de la democracia a las teorías comprensivas (Rawls, 2003). En efecto, Rawls es uno de los más destacados representantes del denominado antiperfeccionismo. Es menester tener presente que, frente a los perfeccionistas, entre los que se cuentan a Aristóteles, Tomás de Aquino y, sin duda, Alejandro Llano, (…) los antiperfeccionistas, suelen caracterizarse por defender una neutralidad moral del Estado para que los individuos puedan perseguir su propia concepción del bien sin ninguna interferencia estatal (ni tampoco social). Para estos, el gobierno no puede interferir en la libertad de los individuos invocando que algunas actividades son más valiosas que otras. Según el liberalismo clásico, la finalidad última del Estado en referencia al bien social se debe limitar a evitar las interferencias injustas de los ciudadanos. En cambio, el liberalismo igualitario contemporáneo se dirige a que cada individuo disponga equitativamente de los mismos medios para poder perseguir su propia concepción del bien (Sánchez Garrido, 2006, p. 45).

Sin embargo, el método empleado para abordar la realidad política hasta ahora preponderante, ha sido y sigue siendo el método avalorativo de las ciencias exactas – puramente descriptivo y acrítico–, positivista. Este positivismo social es, en buena medida, 20

Javier N. González C. responsable de la quiebra entre ética y política, de la negación de un deber ser intrínseco a las acciones sociales. Se comprende así por qué cabe atribuir a este giro epistemológico, o paso del análisis filosófico al puramente científico sobre la política y la sociedad, la deshumanización de la vida social. En efecto, la visión materialista y pragmática de los fenómenos sociales, propia del cientificismo social, ha llevado a retirar efectivamente de la reflexión y de la praxis política aquellas categorías estrictamente humanas y humanizantes, deshumanización que se temía desde la publicación y censura de El príncipe, de Maquiavelo. De entre las categorías perdidas cabe destacar las nociones de virtud cívica, de vida buena, de bien común, así como la concepción antropológica que reconoce la naturaleza ética de las acciones sociales y del ejercicio del poder. Para el Humanismo Cívico resulta claro que “la democracia constituye actualmente el único régimen político en el que es posible llevar a la práctica el humanismo cívico” (Llano, 1999, p. 7). Porque lo humano que este humanismo político se propone rescatar depende, en gran parte, de “una regeneración de la democracia liberal en un sentido humanista con moderado7 acento republicano” (Llano, 1999, p. 7). Ciertamente, la democracia (es decir, el régimen político de justicia y libertades basado en la división de poderes, el sufragio universal y los derechos humanos) cuando es auténtica se erige sobre un justo orden jurídico. Éste depende, en esencia, de su radicación en la plena verdad sobre el hombre y sus derechos fundamentales, entre los que se destaca la posibilidad de alcanzar una vida buena (Aristóteles, trad. 1985). Vida lograda (Spaemann, 2007) impensable fuera de la comunidad política, y sin el pleno despliegue de la libertad social. Por ello, el auténtico concepto de ciudadanía implica establecer un consistente lazo moral con los demás ciudadanos, que esté orientado y fortalecido gracias a la búsqueda de metas comunes o del bien común (Llano, 1999). Este lazo moral que late en el seno de la ciudadanía está encuadrado dentro de la perspectiva a la que esta tesis apunta, de tal forma que se espera adquiera una mayor comprensión. La visión dominante de las instituciones Los modelos institucionales y organizacionales de hoy en día se basan en criterios tales como neutralidad, eficiencia, eficacia, efectividad, productividad, competitividad,

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Sin negrilla en el original.

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Parte primera: el humanismo en las instituciones bienestar, éxito… Estos conceptos, eminentemente económicos, invaden la mentalidad de las personas en casi todas las instituciones, incluyendo las educativas, sanitarias, culturales, y hasta, muchas veces, religiosas. La genealogía del sentido contemporáneo de tales estructuras organizativas se remonta al ejército de Bismark y la industria automovilística de Ford (“Colombia: Al filo de…”, 1995). Las organizaciones así comprendidas son a su vez, en el plano conceptual, el resultado de los valores, la forma de vida, y los conceptos que trajeron al mundo los grandes Estados modernos europeos, la economía capitalista, y las sucesivas revoluciones industriales y tecnológicas. La visión de la sociedad que comprende las estructuras organizativas descritas, tiene fundamentos conceptuales propios: a nivel metafísico, el materialismo; a nivel antropológico, el individualismo; a nivel gnoseológico, el pragmatismo y el racionalismo de origen cartesiano; a nivel ético, el emotivismo tanto como el consecuencialismo; y a nivel social, la voluntad de poder y el contractualismo. En conclusión, el humano resulta concebido como un ser egoísta sin remedio intrínseco, en perpetuo estado de guerra y conflicto de intereses 8. Su rehabilitación extrínseca (por parte del Estado y del bienestar, ésa que hará posible una sociedad lo suficientemente libre y cómoda para que despliegue con toda tranquilidad su egoísmo) se encontrará únicamente en la tecnología, la técnica y la ley mediadora9. La técnica, al nivel de la organización social, donde se explicita como pericia gerencial, es en donde fructifican las sobrevaloraciones de los conceptos antes aludidos (efectividad, productividad, competitividad…). Así entendida, es esencialmente la automatización predeterminada de las fuerzas y movimientos del trabajo humano, para su absoluto control. Dicha automatización requiere necesariamente la mayor anulación posible de la iniciativa (aún pese al toyotismo), y trae consecuentemente la concepción cosificadora del trabajador o enajenación, que tiende hoy, a diferencia de la enajenación en la época de Marx (1977), a no estar dirigida tanto a favor del producto, como del sistema. De ésta manera, el máximo de invención que se permite se reduce a la novedad en el trabajo o el producido, pero no en la acción misma, en el sentido arendtiano del término. La automatización requiere, por lo tanto, una visión no-teleológica del hombre, tal cual la de Spinoza (1987), una antropología del humano como un autómata que actúa únicamente según causas eficientes precisas (y 8

Como resulta de toda la antropología de Hobbes, y de cualquier antropología pesimista, egoísta e individualista. Es la tradicional concepción de derecho e historia de origen kantiano e ilustrado, según la cual, pese a que el ser humano es un ser egoísta, cabe tener esperanza en su redención gracias a estas tres invenciones de su razón instrumental. 9

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Javier N. González C. predecibles), causas que se afirman en leyes y que se manipulan cambiando las condiciones circundantes, dejando al humano ajeno a toda capacidad axiológica y finalista intrínseca. Max Weber es el primer gran teórico consciente de dicha visión de las organizaciones humanas, como se ve en toda su obra, y muy claramente en su trabajo Qué es la burocracia. Reconocía Weber (2001) la situación descrita cuando afirmaba “para lograr y conservar una rigurosa mecanización del aparto burocrático (…) que no esté sometida a meras casualidades o caprichos” (p. 41), la burocracia debería ser “un mecanismo fijo fundado en la disciplina” (p.42). Respecto de la pérdida de finalidades trascendentes, en beneficio del mecanismo causal y funcional, Weber afirmaba que “La lealtad moderna se adhiere a finalidades impersonales y funcionales” (Weber, 2001, p. 28). Esta situación, ahora denominada tecnosistema, ha adquirido dimensiones abrumadoras como nunca antes hubieran podido imaginarse, pues se extiende en cobertura e intensidad por la totalidad de la sociedad occidentalizada, siendo el heraldo de la globalización. En este modelo, la banca y el mercado, los medios de comunicación y el Estado, y ahora las ciencias positivas con sus instituciones patrocinadoras, se han apoderado de los espacios y mecanismos de acción, y han hecho suyo el estable y sorprendente poder de la burocracia, amoldándola a sus intereses específicos, convirtiéndose así el tecnosistema en tecnocracia. Esta aplicación específicamente política de la mecanización ha surgido sin despertar apenas algunas críticas y sospechas serias, como la que con aguda observación formulaba Hannah Arendt (1997): “Tal carácter despótico no se altera por el hecho de que en este régimen mundial no pueda señalarse a ninguna persona, a ningún déspota, ya que la dominación burocrática, la dominación a través del anonimato de las oficinas, no es menos despótica porque “nadie” la ejerza. Al contrario, es todavía más temible10, pues no hay nadie que pueda hablar con este Nadie ni protestar ante él”. (p. 50)

La tecnocracia, abandonando todos los asuntos públicos en manos de expertos, pretende despojar (y despoja, de hecho) a los ciudadanos comunes de la participación en la toma de decisiones públicas, bajo lo que hoy podría llamarse, parafraseando a Francis Bacon11, el ídolo del certificado, sofisma que consistiría, en su forma más radical, en suponer la capacidad 10 11

Sin negrilla en el original. Por su conocida crítica a los „ídolos‟, como sofismas de autoridad.

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Parte primera: el humanismo en las instituciones de discernimiento de los fines, de la capacitación en el dominio de los medios, bajo la rúbrica de experticia. Dice al respecto MacIntyre (1987, p. 139) “en el mundo social, las corporaciones y gobiernos fomentan sus preferencias privadas bajo capa de identificar la ausencia o presencia de conclusiones de expertos”, a lo que se suma la sobrevaloración que se hace de la presunta seguridad de sí que tenga el trabajador, la cual se estima mucho más importante que la misma honestidad; sobrevaloración que nos conduce a prácticas (ethos) de mentira permitida y “necesaria”. Para apropiarse de la toma de decisiones sin contratiempos, la tecnocracia acude a la manipulación mediática. Weber (2001, p. 68) describía el funcionamiento manipulador de la tecnocracia al afirmar que “en las condiciones de una democracia de masas, la opinión pública se reduce a un comportamiento comunal surgido de „sentimientos‟ irracionales. Por lo general, la difunden o determinan los dirigentes de partido y la prensa”. Consecuencias observables muy significativas de la acción sociopolítica tecnocrática, son la paranoia y el ataque preventivo, como resultado de la sumatoria de la pretensión de predictibilidad, propia del positivismo técnico y de la desconfianza de nosotros hacia ellos, indicador común del individualismo contractualista. De este fenómeno da razón Antanas Mockus (2006), quien analiza esta forma de pensar propia de la razón estratégica, caracterizada por una mezcla de recursos fuertemente legítimos (legalistas) en la apariencia pública y recursos inmorales debajo de la mesa. La cuestión que más apremia a la presente investigación es la tendencia académica y cultural a la aceptación explícita de la mecánica tecnicista, de la deshumanización del sistema, y de la tiranía procedimental con su concomitante negación de la dimensión social de la ética, y su consecuente práctica de la razón estratégica que en realidad nos hace cada día más cobardes y débiles por dentro y más agresivos por fuera. Por lo demás, la restante preocupación reside en la tendencia contraria que lleva a ver a las instituciones como artificios indeseables con cierto carácter maléfico intrínseco determinado por la exclusión a priori de unos hacia otros. Dice Llano (1988, p. 45) “Estamos ante un decaimiento del espacio público, motivado por un repliegue de la acción y de la palabra hacia una privacy que se entiende en términos intimistas, y cuyos únicos intercambios con el exterior son de tipo mercantil”. Hoy día las únicas manifestaciones notorias que repelen esta tendencia son protestas anarquistas o fundamentalistas, protestas de antemano condenadas al fracaso, 24

Javier N. González C. pues la denuncia se tensiona entre el absurdo de la no propuesta o la propuesta no viable, y la resignación de la indiferencia. A aquel fenómeno Llano (1988, p. 24) lo llama marginación no marginal, “Lo que pasa es que la marginación no es ahora minoritaria, sino que, paradójicamente, tiende a adquirir una índole estructural”. Marginación que, afectando a todas las clases sociales sin distinción, por ser moral y no económica, no es tratada debidamente por los teóricos de izquierda; entre otras cosas, también porque la izquierda adolece del mismo mal una vez está en el poder y extiende su aparato burocrático. Dice Llano (1988): Pero además (…) la marginación constituye ya un clima que se expande por doquier en forma de apatía, de conformismo, de alienación o de desviación; que llega hasta los individuos aparentemente mejor instalados, al punto de constituir un estilo de vida que se refleja en usos y costumbres. (p.24).

El fondo de la problemática señalada como la más apremiante, y de otras problemáticas que atañen a lo institucional en sus dimensiones política, social y organizacional, es antropológico, y por tanto, cualquier intento de salvar las paradojas y problemáticas, que no cambie la visión antropológica latente, está condenado a la contradicción teórica y por ende al fracaso práctico. La visión antropológica de fondo es la visión racionalista heredada de la modernidad. Bajo esta visión, el hombre es un ser racional. Pero la concepción de razón racionalista, es una concepción reducida de la razón como razón formal objetiva, inmanente y utilitarista. Ésta es la visión común de la antropología racionalista. De ahí en adelante hay múltiples diferencias de matices que se fueron configurando históricamente en el intento por armonizar dicha teoría con la moral heredada, en una aventura intelectual histórica que reseña extensa y profundamente MacIntyre en su libro Tras la Virtud (1987), y que, como denunciaba y profetizaba Nietzsche, fracasó. En el devenir de estas visiones, la ética se redujo a la aplicación de esa racionalización utilitarista, los sentimientos resultaron irremediablemente irracionales, la verdad, de haberla, sería consensual, y la libertad se redujo a libertad de elección y de dominio: autonomía individualista. Las propias paradojas de esa visión empobrecida del hombre han generado multiplicidad de complicaciones en el ámbito de lo humano en la contemporaneidad, que es cuando se ha pretendido llevar cabalmente a la práctica la visión antropocentrista de la modernidad, ante la imposibilidad de hacerla compatible con la 25

Parte primera: el humanismo en las instituciones moral heredada. Se ha llegado por este camino a una disyunción existencial supremamente problemática. En palabras de MacIntyre (1987, p. 53), se trata de La bifurcación del mundo social contemporáneo en un domino organizativo en que los fines se consideran como algo dado y no susceptible de escrutinio racional, y un dominio de lo personal cuyos factores centrales son el juicio y el debate sobre los valores, pero donde no existe resolución racional social de los problemas.

Dicha escisión radical podía ya vislumbrarse claramente en Hegel, quien “hace coincidir la cultura con la alienación” (Ricoeur, 2001, p. 70). Pero la más sutil, reciente y en boga teoría que sostiene estas dificultades es la teoría de sistemas como teoría omnicomprensiva del fenómeno social, teoría propuesta por el alemán Niklas Luhmann (1983), quien, según Llano (1988, p. 289) “Tras des-ontologizar por completo al sistema, Luhmann lo desantropologiza hasta el punto de que considera completamente agotada la tradición humanista del hombre como ser social y propone invertir el punto de partida”. Sobre la teoría de sistemas de Luhmann, algo más se dirá líneas adelante. Por ahora, es conveniente resaltar que lo que esta teoría representa en el nivel macro y funcional de la sociedad, está respaldado por la pericia gerencial en el nivel de la micropolítica, donde la valoración se la pericia se instituye en la forma más común y deseable de actuar público, forma esencialmente desantropologizada, al igual que su resultado macrosocial, el sistema. Dice MacIntyre que, del análisis de la sociedad (…) la pericia gerencial tendría que ser el mismo tema central, y tal pericia, como ya hemos visto, tiene dos caras: la aspiración a la neutralidad valorativa y la invocación al poder manipulador. Podemos darnos cuenta de que ambas derivan de la historia de cómo los filósofos de los siglos XVII y XVIII separaron el dominio del hecho y el dominio del valor. (MacIntyre, 1987, p.115)

La razón estratégica irrumpe de la manera descrita como lo manifiesto de la praxis social. De todo ello resultan dos problemas fundamentales en cuanto a las instituciones se refiere. El problema teórico, bajo el cual las abstracciones del racionalismo hacen de la teoría institucional un conflicto de conceptos contradictorios e irreductibles (poder vs. libertad, valores heredados vs. vicios adquiridos, control vs. creatividad), bajo los cuales, en cualquier caso, las instituciones están desantropologizadas, es decir, desprovistas de la 26

Javier N. González C. riqueza humana, especialmente de su capacidad axiológica, ética y teleológica. La institución es considerada en el mejor de los casos como un grupo de personas que se delegan funciones y las coordinan para potencializar la función propia y conseguir una función común, al decir del funcionalismo. La piedra angular del edifico teórico dominante es para la institución, para la visión de la sociedad, el contractualismo. El problema práctico, que para el presente trabajo será conceptualizado como la segunda enajenación, señala el poder enajenante de las organizaciones concebidas bajo los patrones indicados, y la férula del contractualismo, dando por resultado: la marginación no marginal, la deshumanización de la cultura, y la razón estratégica. Por lo tanto, lo que aquí se plantea es: ¿qué y cómo son ontológicamente las instituciones, y cuál es la relación armónica entre lo personal, lo institucional y lo social?, para así dar solución a dichos tres grandes problemas prácticos señalados. Las alternativas Por otro lado los críticos a la visión dominante, escasos y poco sistemáticos, no han faltado: una pléyade de literatos del siglo XX, entre los que cabe resaltar a Franz Kafka (1995) en la famosa obra literaria El proceso, más algunos filósofos del giro republicano. No hay que creer, por lo dicho, que la visión tecnocrática de la sociedad es la única. Ni que a las críticas no han seguido algunas propuestas. Otras visiones antropológicas exaltan desde tiempo ha, al ser humano como autoperfectible y donante, capacidades éstas cualitativas incalculables, impredecibles. Este tipo de visiones se suelen llamar humanistas. Los humanismos siempre han pretendido rescatar el protagonismo del ser humano en la configuración plena de su mundo y de su vida. Ergo el humanismo contemporáneo tiene la responsabilidad de reinstaurar la capacidad de la persona para determinarse por encima de las fuerzas ciegas del tecnosistema, de la tiranía de los expertos, y de la angustia asfixiante y solitaria a que la ha confinado el individualismo. Es el momento más propicio para repensar los fundamentos conceptuales de las instituciones sociales. El desarrollo de las técnicas administrativas y de gestión, los estudios de los neoinstitucionalismos a la par con el clamor general por la reivindicación de la dignidad humana y los valores, son el contexto fecundo para que la presente investigación 27

Parte primera: el humanismo en las instituciones fructifique. La cuestión que ahora nos planteamos es: “cómo se pone en juego la interioridad humana para llegar a constituir “por dentro” las instituciones. Esto nos permitirá subrayar la conexión entre ellas y la plenitud del hombre” (Stork y Aranguren, 2003, p. 248). Por lo tanto, para alcanzar su cometido, el humanismo debe, por una parte, reconstruir un discurso coherente y verdadero que, por otra parte, fundamente y promueva la constitución de comunidades fuertes y capaces de tomar en sus manos las riendas de su destino. La ciudadanía y las comunidades tendrán por misión revitalizar al mundo con la luz de sus virtudes conquistadas, en el ejercicio real y público de sus convicciones. En este sentido humanista, la presente propuesta entra en total armonía con el Humanismo Cívico, el cual se niega a comprender la acción humana como simple lucha de intereses por el poder. La necesidad de rescatar el protagonismo de la persona y del ciudadano no es un reclamo nuevo, y si bien hay diversas pretensiones de rescate de la persona para satisfacer su necesidad de inclusión y reconocimiento, la mayoría fracasa puesto que no alcanzan a llegar al problema de fondo, por lo que no consiguen más que apariencias de humanidad. Entusiasmos breves, sujetos al vaivén de las modas psicológicas y empresariales, o sujetos al ímpetu y fracaso de las protestas sin propuestas. Las hasta ahora realizadas pretensiones de humanizar, no se percatan que el problema de fondo es la visión individualista y materialista del hombre que yace en la teoría misma de las organizaciones sociales, antropología que en el plano social se traduce y se reduce a la lógica del poder y los intereses, y que en lo práctico se manifiesta como manipulaciones que no pueden ser en verdad mermadas, aunque sí disimuladas, por técnicas, sonrisas, optimismos iconoclastas, slogans, convivencias, talleres, y todo tipo de soluciones simplemente emotivas. De la mayor parte de los intentos por recuperar la dignidad de la persona en el tecnosistema, algunos han pretendido reestructurar las organizaciones sin cambiar el discurso antropológico de fondo, dejando una contradicción latente que deja al intento mutilado en su capacidad de cambio real. Así muchas modas empresariales, discursos de responsabilidad social, de potencial humano, de apropiación laboral, de ecología organizacional, y semejantes. En tanto otros han pretendido cambiar el discurso, sin buscar, y sin poder, extenderlo a las estructuras sociales, haciendo el discurso lejano, poco práctico. De ahí que hayan despertado sospechas de inviabilidad y utopía, de vaga especulación, como puede ser el caso del humanismo heideggeriano que es una de las más 28

Javier N. González C. grandes y concienzudas críticas, si no la más, al tecnicismo contemporáneo y a la imposición exógena sobre la libertad (Gutiérrez, 2007), pero que, a nuestro parecer, no presenta ninguna opción real y factible de aplicabilidad en el plano de la organización social, ya que, desde su visión, toda organización sería necesariamente considerada como una indeseable esquematización y valorización sobre la vincularidad original del actuar humano, mediatizada por una representación, que haría perder la vincularidad original, supeditándola a normas, convenios, lenguajes y valores impuestos, atentando contra la autonomía. Toda organización y por lo tanto toda institución, sería, necesariamente, un encarcelar al ser. La moral, comprendiendo la acción política, no puede prescindir de una visión fenomenológica de la sociedad. Visiones fenomenológicas en las que, como denuncia Ricoeur (2001, p.69) ha sido notorio “el fracaso de todos los esfuerzos, fenomenológicos o de otra clase, para dar cuenta de lo social y de lo político a partir de la relación inmediata del „yo‟ y del „tú‟”. Aplicabilidad y necesidad del humanismo en las instituciones. Si bien es tarea de los gobernantes el estar atentos a la corrección práctica, es tarea de los teóricos buscar la verdad de la cual se siga la acción adecuada, según el principio metafísico, tras el cual la especulación precede a la acción; tarea intelectual que, en las grandes cuestiones, debe preceder a la tarea política. La importancia de las instituciones en nuestra época está ampliamente sustentada por la actualidad del tema institucional en el plano de las teorías políticas, sociológicas y económicas más recientes, tendencia académica inmediatamente precedida por la teoría organizacional. El enfoque humanista que propone esta investigación busca, tendiendo un puente de unión entre el humanismo clásico de la sociedad y de la política, y el personalismo, hacer contrapeso al enfoque racionalista de las instituciones, que es en este sentido, hasta ahora, el único minuciosamente desarrollado. Si bien el paradigma relacionista (Donati, 2006) en sociología es altamente humanista, el interaccionismo como tal sólo opera en el nivel sociológico que aquí es deseable trascender para alcanzar el concepto en el nivel de especulación filosófica que pretendemos. Sin duda, la sociología relacionista de Donatti es la que aquí se adopta en tanto que sociología. Identificar los conceptos subyacentes a las 29

Parte primera: el humanismo en las instituciones estructuras organizacionales de las instituciones sociales modernas es condición necesaria para que toda propuesta de gestión y organización que busque reducir la distancia entre la gestión organizacional y el respeto a los valores genuinamente humanos, consiga plenamente sus objetivos, pues de lo contrario mantendrá una profunda contradicción latente que afectará su aplicación real generando frustración, y su posterior y consecuente abandono, dando inicio a un devenir vertiginoso de modas insuficientes. La propuesta de la investigación no es negar ni reemplazar los diversos trabajos y ensayos que se han planteado con pretensiones humanistas en lo organizacional y gerencial. La propuesta es fortalecer las bases conceptuales sobre las cuales realizar dichas iniciativas de una manera plena y coherente, dado que consiste en reconocer, desde el principio, y en el discurso mismo de la esencia institucional, aquello que es propio del ser humano en su dignidad personal. Es así que el sentido de la propuesta humanista de lo institucional, ha sido acertadamente identificado por Stork y Aranguren, (2003) bajo todo el peso semántico del concepto griego koinonía, „virtud de comunidad‟: Una institución sin koinonía es una pura organización de funciones sin bienes compartidos, ni tareas comunes: es un puro sistema, una máquina con fuerza, pero impersonal, sin alma, donde no hay diálogo, ni participación en el mando, como tantas veces sucede con la burocracia. (…) Comunicación no es transmitir información o repartir funciones, sino dar y recibir, aceptar y compartir: tener en común. (..) Lo que se comparte en una institución comunitaria es querer los mismos fines y valores, y compartir los medios de que se disponga para lograrlos: una institución es tanto más fuerte cuantos más medios tenga para obtener sus fines y defender sus valores, y cuanto más puedan compartirlos quienes forman parte de ella” (p.252).

No es posible realizar el humanismo en la soledad, porque el ser humano se perfecciona en la amistad y en la comunidad, se reconoce en ellas, y en ellas se educa. Porque el humanismo concebido en la soledad se convierte en solipsismo, que desemboca en nihilismo. La evasión de lo social es desvirtuar lo genuinamente humano, y reducir las posibilidades de despliegue de las potencialidades humanas. Tampoco es posible realizar el humanismo mediante simples técnicas exógenas, porque ello reduce lo humano a lo circunstancial, mecanizándolo. No es humanismo, es negación de lo humano y afirmación de la máquina, es mecanicismo. La realización humanista se hace en compañía, en amistad, y mediante valores y virtudes asumidas personalmente, que se 30

Javier N. González C. enriquecen y apropian en la comunidad, y luego emanan desde la intimidad apropiándose del mundo. Sin embargo, es justamente lo contrario lo que parece ser la tendencia dominante: el mundo y los instrumentos apropiándose de las intimidades. Por eso las instituciones no pueden reducirse al protocolo y la burocracia. Deben estar vitalizadas por la virtud de sus integrantes y esclarecidas por una comprensión de sí mismas que las rectifique hacia su fin propio y las armonice con las demás, en una visión no emotivista de los fines, ni tecnicista de los medios. Conquistada la democracia en la estructura organizacional del Estado, las organizaciones, instituciones, comunidades, o subjetividades sociales en general, vienen a ser los ámbitos más competentes para completar la consecución de la tarea humanista y salvar el ejercicio cabal de la democracia, es decir, el empeño en reinstaurar la capacidad de la persona para determinarse por encima de las fuerzas ciegas del tecnosistema, de la tiranía de los expertos, y de la soledad asfixiante y angustiante a que la ha confinado el individualismo. Esto se manifiesta evidente por la relación esencial entre virtud e institución, relación que es detallada por MacIntyre (1987), en un extenso pero imprescindible apartado de su obra Tras la virtud: Ninguna práctica puede sobrevivir largo tiempo si no es sostenida por instituciones. En realidad, tan íntima es la relación entre prácticas e instituciones, y en consecuencia, la de los bienes externos con los bienes internos a la práctica en cuestión, que instituciones y prácticas forman típicamente un orden causal único, en donde los ideales y la creatividad de la práctica son siempre vulnerables a la codicia de la institución, donde la atención cooperativa al bien común de la práctica es siempre vulnerable a la competitividad de la institución. En este contexto, la función esencial de las virtudes está clara. Sin ellas, sin la justicia, el valor y la veracidad, las prácticas, no podrían resistir al poder corruptor de las instituciones. (p. 241).

Es así que las instituciones necesitan de las virtudes para no perecer en la entropía de su propia voluntad de poder y la autoreferencialidad tecnosistemática. Pero además de ello, nos confirma MacIntyre, las virtudes necesitan de las instituciones Sin embargo, si las instituciones poseen poder corruptor, el formar y sostener formas de comunidad humana, y por lo tanto instituciones, tiene todas las características de una práctica en relación muy cercana y peculiar con el ejercicio de las virtudes, y esto de dos maneras importantes: el ejercicio de

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Parte primera: el humanismo en las instituciones las virtudes por sí mismo es susceptible de exigir una actitud muy determinada para con las cuestiones sociales y políticas; y aprendemos o dejamos de aprender el ejercicio de las virtudes siempre dentro de una comunidad concreta con sus propias formas institucionales específicas. (MacIntyre, 1987; p.241 – 242).

De tal manera que el ejercicio ético de incrementar la riqueza de la propia personalidad en la adquisición de nuevas virtudes, no es posible sin la afirmación de nuevos valores; valores y virtudes que son siempre dados a conocer en primer término por otros, por la comunicación simbólica y el ejemplo, en el seno de instituciones que los promuevan. Si las virtudes son imprescindibles a las instituciones, y las instituciones son imprescindibles a las virtudes, entonces, unas y otras son correlativas, esenciales, inseparables. Finalmente, nos dice MacIntyre, dicha connaturalidad exige la presencia misma de una virtud que la defienda, dado que las instituciones y las virtudes atañen a la práctica, y por tanto, pueden ser, en su ejercicio, desnaturalizadas (entre otras cosas, por separación o por eliminación de una de las dos, en su relación natural): (…) La falta de justicia, de veracidad, de valor, la falta de las virtudes intelectuales pertinentes, corrompen las tradiciones del mismo modo que a las instituciones y prácticas que derivan su vida de dichas tradiciones, de las que son encarnaciones contemporáneas. Admitir esto es también admitir la existencia de una virtud adicional, cuya importancia es tanto más obvia cuanto menos presente esté ella: la de un sentido adecuado de las tradiciones a las que uno pertenece y con las que uno se enfrenta. (MacIntyre, 1987; p.275).

En el momento actual se acrecienta drásticamente la indicada importancia de las instituciones para las virtudes personales, dado que las instituciones resultan supremamente abarcantes y la mayoría de espacios vitales están institucionalizados, reduciendo al mínimo el margen de espacio para la reflexión personal, el otro ámbito de desarrollo de las virtudes. En este sentido, y teniendo en cuenta la necesidad de reinstaurar las virtudes, urge una teorización de las instituciones que complemente a aquellas benéficamente. En el momento actual se acrecienta drásticamente la indicada importancia de las instituciones para las virtudes, dado que la mayoría de espacios vitales están altamente institucionalizados, reduciendo al mínimo el ámbito de la reflexión personal, el otro ámbito de desarrollo de las virtudes. Ahora bien, una vez enriquecido el ámbito de lo personal con 32

Javier N. González C. el reforzamiento de las virtudes en las instituciones, se consigue naturalmente el enriquecimiento de lo político por las instituciones humanizadas. En este sentido observa Llano (1988) que: Hacia esa dirección apunta la nueva sensibilidad, para la que el descubrimiento del sentido precede a toda producción de sentido y la funda. Este otro modo de pensar complementa y supera la esquemática y cerrada noción de sistema con la más rica y abierta de institución. Como ya advirtiera Arnold Gehlen, a quien la sociología alemana reciente debe bastante más de lo que suele reconocer, las instituciones son los auténticos órganos de exoneración de la complejidad, en cuanto que incluyen en una unidad multidimensional a los reales actores de los procesos sociales. En lugar de intentar reducir la complejidad por medio de la diferenciación de los sistemas en subsistemas monofuncionales, una cabal teoría de las instituciones busca esa reducción por la vía de la integración de diversas funciones en sistemas abiertos y de la interpenetración no autorreferencial entre sistema y ambiente, por una parte, y entre los diversos sistemas, por otra. Así pues, no se prescinde de la noción de sistema, que presenta indudables ventajas operativas, sino que se la sitúa en el horizonte hermenéutico de las realidades institucionales. (p. 38).

Es así que Llano realza el papel de las instituciones, en el sentido en el que estas se sobreponen al sistema como algo cerrado sobre sí mismo, entendiéndose a aquellas como constructos en los cuales las personas son los protagonistas, y sobre todo, como organizaciones que, si bien tienden a un fin, dicho fin es siempre relativo al bien del hombre, y no se constituye en un fin absoluto superior en sí mismo, como en cambio sí está implícito en la noción de sistema, de manera tal que la supervivencia del sistema está por encima de los individuos que lo componen. Continúa Llano señalando las ventajas y necesidades por las cuales la revivificación constante de las instituciones resulta imprescindible en el ámbito político, en el que del conocimiento de lo socio-político por las instituciones humanizadas, se pase naturalmente al enriquecimiento del actuar sociopolítico por las instituciones humanizantes: (...) es preciso trascender la convencional concepción sistémica que considera al “subsistema político” como otro sistema parcial, al lado del mercado y del subsistema sociocultural. Tal esquema, muy difundido en el actual lenguaje sociológico, impide ganar más espacio para la autoridad política como requisito para recuperar la gobernabilidad. Una cierta autonomía de la política respecto a la economía es condición necesaria para evitar la completa mercantilización del ser humano, que trae

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Parte primera: el humanismo en las instituciones consigo la nivelación entrópica de todos los aspectos de la vida, reducidos a transacciones contabilizables, y que deja el poder en manos de una minoría no legitimada de expertos. (p.38).

Aplicar el humanismo a las instituciones consiste, entonces, en detallar la razón y el modo por el cual las instituciones se configuran como espacios de y para la virtud, y el respeto de la dignidad personal, así como en identificar el rol político, histórico y social que les corresponde y que pueden desempeñar sobreponiendo las exigencias éticas a las ambiciones técnicas. La necesidad de una conceptualización humanista de las instituciones resulta apremiante tanto en el ámbito teórico como en el práctico, y tanto en la dimensión personal o micro, como en la social o macro, pues puede llegar a ser, precisamente, el punto de convergencia de esos dos ámbitos y estas dos dimensiones. Hay que proponer un análisis y comprensión de las instituciones que no reduzca a la persona al aparato institucional, que no diluya al aparato institucional en las actuaciones personales, que no se pierda en dilemas conceptuales irreductibles fruto de racionalizaciones abstraccionistas, y que permita comprender a las instituciones como el ámbito donde confluyen lo particular y lo social, lo estructural y lo dinámico, y lo teórico y lo práctico. Finalmente, es menester reconocer la precedencia de las intenciones teóricas de André Desqueyrat y de Hannah Arendt. El olvidado Desqueyrat (1933), en la cuarta década del siglo XX había señalado ya la necesidad de desarrollar una filosofía en torno a las instituciones. Él reconocía el aporte de Michael Hauriou y sus discípulos, de quienes identificaron con claridad y distinción el objeto de estudio más nuclear de lo social: las instituciones. Sin embargo, él nunca se propuso desarrollar un estudio filosófico profuso de tal magnitud. Él quiso sintetizar el trabajo de sus predecesores, y dar inicio al estudio filosófico de las mismas, bajo una crítica a los supuestos más esenciales de aquellos. Él mismo reconoció que no era más que un planteamiento del problema, planteamiento del problema que, a su vez, no era más que el problema gnoseológico de las instituciones: su objetividad y subjetividad. Por su parte, la reconocida pensadora Hannah Arendt había ya deseado emprender una investigación de verdadera profundidad filosófica, como lo dejó consignado en una nota fugaz de aquellas que hacían parte de sus ideas preparativas para redactar el texto que se titularía Qué es la política, o Introducción a la Política; la nota, de entre

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Javier N. González C. las últimas, señalaba que la segunda intención que ella tenía en mente con la elaboración del libro, desafortunadamente nunca llevado a feliz término, era realizar: Un examen más sistemático de aquellas esferas del mundo y de la vida humana que llamamos propiamente políticas, esto es, del ámbito público por una parte y de la acción por otra. Aquí me ocuparé principalmente de los diversos modos de la pluralidad humana y de las instituciones que les corresponden. (Arendt, 1997, p. 152).

Su propósito era claro y contundente: “examen sistemático” de las “esferas propiamente políticas” que se identifican con todo lo que sea “ámbito público” y “acción” (en el sentido restringido en el que ella entendía a la acción), todo lo cual que correspondería finalmente a las instituciones. Justamente el objeto de estudio que se proponía Arendt, es el mismo de la presente investigación, y la motivación del presente estudio no debe poco a las preocupaciones arendtianas. Sin embargo, no pretendo alcanzar la rigurosidad sistemática que ella hubiese deseado, por dos motivos principales. La diferencia de método y enfoque hubiera hecho de la investigación de Arendt una extensa propuesta de filosofía fenomenológica, que aquí se trata, pero como una herramienta sin mayor pormenorización, en tanto aquí se opta, en vez, por desarrollar primero una fundamentación metafísica del ser de la institución. Por ello mismo, lo otro que diferencia la pretensión de Arendt y la propia, es que, con toda seguridad, Arendt hubiera entrado a caracterizar con su notable profundidad, erudición y lucidez diversas instituciones de gran relevancia pública hoy en día, seguramente: Estado, universidad, empresa, y con probabilidad la ONU o la UE, más algunas instituciones religiosas; lo haría por medio de doctas disertaciones históricas y culturales, hablando siempre de las instituciones tal y como han sido encarnadas „esencialmente‟ hasta ahora. En tanto aquí tan sólo se alcanza a poner de manifiesto los diversos tipos de instituciones, y en ningún momento se analizan casos o diferencias históricas. El proyecto de Arendt sigue inconcluso, pero espero que las ideas aquí consignadas sirvan para que, quien emprenda tal proyecto, encuentre otros elementos y conceptos que le sean de utilidad. De igual manera, el problema planteado por Desqueyrat no encuentra aquí tratamiento suficiente, pues, como problema gnoseológico, y más que gnoseológico, epistemológico, se deja sin tratar directamente. 35

Parte primera: el humanismo en las instituciones La claridad en los conceptos humanistas y el trabajo intelectual de pensadores como Alejandro Llano, Alisdaire MacIntyre, Paul Ricoeur, Arnold Gehlen, Joaquín Ferrer Arrellano, Juan Cruz Cruz, Hauriou y Hannah Arendt, entre otros, son el firme punto de partida y de llegada que hace posible la coherencia y solidez de la investigación que aquí se planeta y que aspira aportar fundamentos claros a favor del humanismo que requiere nuestro momento histórico.

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Capítulo II

ANÁLISIS DEL TÉRMINO INSTITUCIÓN (Etimología y semántica)

El término institución es especialmente polisémico, por lo que ha sido usado con diversos sentidos en distintos ámbitos y no fue delimitado como el concepto que se emplea en el medio académico hoy día hasta el siglo XIX, con el surgimiento de la sociología como ciencia positiva. En el derecho, por ejemplo, institución, es un término conceptuado jurídicamente como herencia de la legislación romana, pero con un sentido bastante diferente al que aquí atañe. Por lo tanto, para comprender más fácilmente el término institución, se debe comenzar por un acercamiento a la noción común, luego a la etimología, y se contrastará con otras nociones afines para reducir los equívocos. Porque en filosofía las variables son, sin lugar a dudas, los términos. 12 Como es notorio, “El uso poético de las palabras es primario frente a aquel otro que, mediante definiciones, elimina los matices sugeridos, no expresados para lograr la univocidad” ( Spaemann, 2000, p. 99), esta riqueza expresiva „originaria‟ es defendida y deseada por algunos lineamientos filosóficos contemporáneos de corte nietzscheano pero aquí, en aras de la claridad, se opta por la solución científica tradicional de reducir la indeterminación de las variables (conceptos) a contenidos definidos y limitados, para de esta manera poder objetivar con mayor precisión el término de este estudio analítico.

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Muchas veces se ha dicho, por ello, que los problemas filosóficos se reducen a confusiones semánticas. Sin embargo, aún en matemáticas, en álgebra, siendo sin dudas ciencia ideal, los problemas no se reducen a la definición de las variables, sino que éstas son un problema intermedio ante el principal objeto de estudio, que son las relaciones mismas entre las variables. Análogamente, no pensamos que la filosofía se reduzca a la aclaración de los términos, también porque algunas veces es deseable la polivalencia semántica de algún término., sino que es más importante la relación entre ellos, es decir, los juicios. Y al tener pretensión de verdad real, la relación de los juicios con la realidad. Luego la definición de términos prevalece a la relación entre estos, y los juicios a su relación con la realidad, pero no puede decirse que la filosofía se reduzca al primer momento. El error común, suele estar en la falta de voluntad de los interlocutores para entenderse mutuamente.

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Parte primera: análisis del término institución

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Adopción de una semántica para institución Al acercarse a los diccionarios genéricos se encuentran diversas notas del término institución, así, en el Diccionario de la Real Academia (2001, p. 1286) se entiende por institución un “Establecimiento o fundación de algo. Cosa establecida o fundada”. De todas las definiciones halladas en los diccionarios genéricos y especializados en ciencias sociales, pueden identificarse las siguientes notas semánticas: surgimiento en el tiempo o novedad (fundación, establecimiento), independencia o sustancialidad (cosa establecida o fundada), materialidad y normatividad (rentas y estatutos), pretensión de perdurabilidad (para su conservación), carácter funcional (para… funcionamiento) carácter estructural (organismo), carácter público (interés público). En los manuales de fundamentos de derecho, historia, antropología positiva, sociología, psicología social ciencias políticas, hay definiciones de institución con significados muy semejantes, todas ellas, con un claro carácter funcional y objetivable, observable. Así, para los funcionalistas la institución es una forma que tiene el hombre de satisfacer sus necesidades (La Filosofía, p. 334), y es, siguiendo a Durkheim, la que define el campo mismo de la sociología. En Abram Kardiner la institución es un medio pero en dirección opuesta, es el medio por el cual la sociedad actúa sobre el individuo (La Sociología, 1985), esta manifiesta contradicción entre un sociólogo y otro, pone sin embargo en escenario, de cualquier manera, la relevancia de la institución como el puente donde se encuentran lo singular y lo social. Para la sociología la institución se define como un medio o herramienta social. Pero sucede que la institución, además de ser un objeto que puede tratarse como cosa y estudiarse objetivamente, es decir, abierta al conocimiento universal comprobable, las instituciones son preconcebidas interpretativamente de alguna determinada manera, puesto que las instituciones son la substancia del fenómeno social. Pero, por ello, al no ser una simple substancia dada, sino creada y surgida en el tiempo, como producto del mismo quehacer social, su concepción difiere de un enfoque sociológico a otro. Etimológicamente, el término institución proviene del latín, donde significaba establecimiento, bajo la locución institutio, onis. Junto con institutum, locución que significaba algo similar a corporación, instituto; eran términos derivados del verbo fundar, instituir, bajo la 38

Javier N. González C. locución instituere (García de Diego, V. 1954; p. 335). La voz institutio, onis tenía además las connotaciones de: formación, instrucción, educación, sistema, método, doctrina, disposición, arreglo, proyecto, plan. A su vez, la locución institutum, i connotaba: designio, finalidad, asunto, materia, plan, manera de vivir, regla de conducta, plan de vida, hábitos, costumbres, pacto, estipulación, fundamento, principio. Ambas palabras tenían su origen en el verbo latino instituo, is, ere, tui, tutum, que designaba las ideas de: poner en, fijar en, establecer, preparar, construir, fabricar, instituir, establecer, regular, disponer, hacer, formar, inventar, organizar algo que existe, ordenar, regular. Dicho verbo estaba compuesto de las raíces in, preposición traducible por en y statuo (Blánquez Fraile, 2002. pp. 821, 822). Statuo, uis, uere, ui, utum indicaba poner en una posición determinada, colocar, poner en pie, levantar, erigir. Dicha palabra era proveniente de status, us que significaba: acto de estar en pie, situación de lo que está quieto o en reposo; postura, actitud, estado, situación. Condición, estatuto personal, estado jurídico. A su vez, Status, us, se originaba del verbo sto, stas, stare, steti, statum, que tenía los valores semánticos de: estar de pie, estar, mantenerse derecho, mantenerse en una posición, permanecer inmóvil, anclado, depender de, consistir en, floreciente, próspero, establecido, resuelto, decretado, decidido. La locución latina de sto, probablemente derivó o tuvo raíz común, con la expresión griega ἵστημιBlánquez Fraile, 2002, pp.1483, 1484, 1489). En griego, ἵστημι connotaba: poner, colocar, disponer, poner en pie, levantar, erigir, establecer, instituir, suscitar, ponerse, colocarse, presentarse, comenzar, surgir, permanecer, mantenerse, resistir, establecer para sí, ordenar para sí, organizar para sí (Pabón S. 1982, p.312). Hay que resaltar el hecho de que en la voz latina sto encuentran un punto en común las nociones de institución y de substancia. Las connotaciones sobresalientes de las acepciones comunes, académicas y etimológicas del término institución, son: substancialidad, medio, carácter social, legalidad, autoridad, rol, funcionalidad, organización, originalidad, formación, sistema, aprendizaje, método, proyecto, doctrina, disposición, designio, manera de vivir, pacto, fundamento, principio, fijar en, establecer, construir, regular, disponer, formar, erigir, postura, estado, mantenerse, próspero, resuelto, presentarse.

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Parte primera: análisis del término institución

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Si se agrupan por comprensión y similitud, pueden observarse seis grupos semánticos: Consideración substancial estática, consideración temporal-dinámica, consideración sistemáticaorganizacional, consideración social, consideración individual, consideración mediática. De ello, la definición provisional de institución resulta organización creada por, de y para

humanos, que busca permanecer en el tiempo con una funcionalidad determinada. Si se reduce aún más esta definición provisional a su posible determinación de género y diferencia, sería Organización social con pretensión de perdurabilidad. Las consideraciones estática y dinámica se funden en la perdurabilidad (estática), que hay que lograr (dinámica) como una pretensión, en tanto que es algo que surge como creación y no está asegurado. La consideración individual se funde en la social, sobreentendiéndose la mutua implicación y afectación. Similarmente, la consideración mediática se subsume en la organizacional, en cuanto que sistema u organización se diferencia del montón o aglutinación en tanto tiene una función o finalidad específica (convirtiéndose a sí mismo en medio). Es así que comunidad, sociedad, asociación, fundación, organización e institución, no significan exactamente lo mismo., el concepto de organización especificado por la teoría organizacional coincide funcionalmente con el concepto de institución que aquí se propone, pero como se verá, tienen profundas diferencias de sentido frente a ellos, y frente a cualquier otro, se podrán notar las diferencias partiendo de las definiciones de institución dadas. Institución es de estos conceptos el más comprensivo y menos extensivo. Es en el sentido completo dado por las dos definiciones provisionales propuestas que la presente investigación se refiriera siempre término institución. Aunque con una salvedad: como la cuestión del origen no ha sido aun aclarada, y para evitar malos entendidos previos, no se considerará a las instituciones como creadas „por, de y para‟ humanos, sino sólo „de y para‟ humanos. Desde esta significación se utilizan coherentemente sus derivados, tales como instituir, institucionalidad, institucionalización, institucionalizar, institucionalmente, institucional. Aunque el concepto institución es suficiente, eventualmente, y en especial en lengua castellana, conviene completarlo con el adjetivo social, para indicar su carácter general y no reducir el concepto a las instituciones políticas, o jurídicas, o de otro orden, ámbitos a los cuales estamos acostumbrados a referir exclusivamente el término institución. Pero el adjetivo social, sociales no significa, para el presente libro, distinción entre las no-políticas de las 40

Javier N. González C. políticas, u otras distinciones por el estilo, sino que las abarca a todas, y es eso, precisamente, lo que quiere salvar su uso. Como resulta evidente, el elemento humano es esencial a la institución. Por ello, es igualmente necesario, especialmente tratándose de filosofía, recurrir a una aclaración del término y la semántica que se supone cuando se refiere el „elemento humano‟ de la institución. Si bien a lo humano se puede referir con los „genéricos valorativamente neutros‟ de: hombre, homo sapiens, ser humano, en la tradición filosófica se encuentran además términos cargados valorativa y metafísicamente, tales como: individuo, sujeto, ego, yo, sí mismo, persona. Se adopta, como saldrá a relucir a lo largo del estudio, el término persona con sus respectivas connotaciones, sin perjuicio del uso de los otros términos para alegrar el estilo o hacer hincapié en algún matiz en particular. El asumir un concepto específico de ser humano evita posibles ambigüedades, mucho más considerando que “En el hombre se puede distinguir entre persona, yo e individuo; dicha distinción es vertical o jerárquica” (Polo 1999 II, p. 266 -267). De tal manera que el concepto de individuo, por ejemplo, no significa más que “el que ejerce roles sociales” (Polo 1999 II, p. 266); en contraste, el concepto de persona es el más rico en connotaciones, el más comprensivo e intensivo “Las personas humanas tienen razón de fin. Dicha razón se pierde con la noción de individuo” (Polo 1999 II, p. 267, n. al p.).

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Parte primera: recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución

Capítulo III

RECORRIDO Y CRÍTICA POR DISTINAS CONCEPCIONES FILOSÓFICAS DE

INSTITUCIÓN

El tema de las instituciones sociales ha sido ampliamente abordado, especialmente en ciertos campos del conocimiento tales como la economía, la sociología, la ciencia política, el derecho, las ciencias de la educación, la administración. Pero, paradójicamente, la esencia misma de lo que es la institución, es un tema poco, superficial, o tangencialmente abordado. Filosofía Política (teoría política y epistemología de las ciencias políticas) En la corriente liberal, la primera conceptualización que se hizo de las instituciones sociales, estuvo centrada sobre el modelo empresarial, corporativo y gerencial, únicamente. Esta visión está claramente presente en el pensamiento de Max Weber y se depuró en la teoría organizacional a lo largo del siglo XX. Visión organizacional que se precisará en el apartado de la sociología, pues es en éste campo del conocimiento donde se detalla del asunto. A nivel político, el liberalismo no había tratado a las instituciones en tanto tales hasta los últimos veinte, veinticinco años, cuando, siguiendo la propuesta de Rawls, que puede denominarse Neoliberal, el liberalismo político rehúsa el debate antropológico y metafísico o teoría comprensiva, para centrarse en el plano estructural, es decir, estatal e institucional. Así lo constata Rawls: “una concepción política trata de elaborar una concepción razonable exclusivamente para la estructura básica, y no implica, hasta donde sea posible, ningún compromiso con ninguna otra doctrina” (Rawls, 2003, p.37). La existencia de trasfondo de las doctrinas comprensivas, y su influencia en las instituciones, a las que engloba con el término de estructura básica: “Por estructura básica entiendo las

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Javier N. González C. principales instituciones políticas, sociales y económicas de una sociedad” (Rawls, 2003, p. 36); lo soluciona con la idea de consenso traslapado. Es dentro de esta concepción política que se ha venido desarrollando, en el mundo anglosajón principalmente, y en los últimos años, una creciente preocupación por las instituciones a nivel político, sociológico, y económico, denominada neoinstitucionalismo. Se trata de una línea de pensamiento alimentada por el institucionalismo de principios y mediados del siglo XX, moviéndose en un marco liberal y capitalista. Al neoinstitucionalismo pertenecen teóricos tales como Douglas C. North, Gary S. Becker, Ronald H. Coase, Anthony Giddens, Walter Powell y Paul J. DiMaggio. Según Nelson y Sampat (2001) el “nuevo análisis institucional en ciencia política se ocupa de las estructuras que inducen y guían las estructuras colectivas”, de cara a su aplicación práctica política y económica. La mayor parte de la literatura al respecto está en lengua inglesa. De los estudios hispanos sobresale la nutrida publicación de la revista Ideas de la Facultad de Economía de la Universidad Externado de Colombia, dedicada al institucionalismo económico. Salta a la vista el carácter funcional, positivista, y pretendidamente neutral de esta corriente. Al nuevo institucionalismo como propuesta económica le sobran las críticas que le acusan de neocapitalista, de mantener las diferencias sociales y la injusticia económica, entre otras del mismo estilo. Pero lo que aquí atañe es el plano filosófico de los conceptos fundamentales, los cuales son bastante pobres: así, la definición de institución que da North es "Institutions are the rules of the game in a society or, more formally, are the humanly devised constraints that shape human interaction”13 (North, 1990, p. 3). En tanto la definición política de persona que da Rawls (2003, p. 42), deja mucho más que desear, “una persona es alguien que puede ser un ciudadano, es decir, un integrante normal y cooperador de la sociedad durante toda una vida”, es igualmente pobre y ambigua: “normal”, “cooperador”, ¿“toda una vida”? …!”. Del liberalismo y la contemporaneidad políticas en torno al concepto de institución, tratará el capítulo cuarto de la segunda parte de este libro, por ahora nos remontaremos en el tiempo para analizar el asunto histórica-filosóficamente. La falta de perspectiva histórica de la antigüedad, y el énfasis profundamente teológico y metafísico de la edad media, 13

Instituciones son las reglas de juego en una sociedad, o, más formalmente, son coacciones humanamente establecidas que informan la interacción humana.

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Parte primera: recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución inclinaron la atención de los pensadores filosófico-políticos de antaño a otros asuntos y aspectos más esenciales y generales de lo humano social. Además que, por lo común, consideraban a las más formalizadas y notorias de entre las pocas instituciones (Iglesia, reino, familia, ciudad, gremio) como naturales y perennes, en tanto otras posibles instituciones estaban muy poco elaboradas para considerarlas siquiera. Hay que entender que la falta de perspectiva se mantuvo aún en la modernidad, cuando, pese a la conciencia de la contingencia de la vida política, dada gracias a las revoluciones, la teorización se encasilló en la comprensión del Estado, y toda otra institución fue considerada bajo la forma de Estado, como si el Estado fuese la institución primigenia y ejemplar. Arendt encuentra el punto clave de esta situación histórica, cuando afirma, en distintas ocasiones, que para considerar la pluralidad en el mundo hay que bajar del plano esencial al existencial. Es esa la intuición que Hannah Arendt establece tan lúcidamente al afirmar que los filósofos han considerado al hombre, pero que los hombres y el entre-hombres son una cuestión política que no se reduce simplemente a la primera consideración. Es por la complejidad y dimensiones de las instituciones contemporáneas, por el desarrollo de la tecnología, la burocracia y las técnicas organizacionales y corporativas que las permiten, que el asunto de las instituciones pide y permite ser hoy considerado atentamente. De hecho, se tiende a tornar más importante que el asunto mismo del Estado, esta es, por lo menos, mi percepción y la preocupación que quiero comunicar. Por ello es que MacIntyre y Llano, como se constató ya, señalan la importancia de considerarlas. Por supuesto que hay que reconocer sin cansancio el aporte invaluable e impredecible de Hauriou, por ser el primero en conceptualizar institución, conceptualización sin la cual todavía estaríamos encasillados en la falta de abstracción que al respecto tuvieron los modernos y antiguos. El pensamiento de Alejandro Llano es el más idóneo para sustentar desde la filosofía política el trabajo que aquí se propone, dado que, a la solidez de su argumentación se suma, en su propuesta ética y política, el humanismo esperanzador, pero no ingenuo, de su intención. La propuesta del profesor Llano afirma la importancia de comprender toda acción humana en la ética, y de vitalizar la sociedad política desde abarcables comunidades cívicas, que él denomina, subjetividades sociales. Éstas no son lo mismo que las instituciones, pero las comprenden. El concepto de subjetividades sociales será fundamental a la hora de 44

Javier N. González C. armonizar el rol de las instituciones en la configuración de la comunidad política superior, y de gran utilidad en la comprensión de las relaciones que deben configurar los lazos institucionales. Según la autorizada lectura de Irizar (2007), la propuesta de Llano se sustenta en tres pilares, que son: el protagonismo de los ciudadanos; la fuerza, importancia y necesidad de las comunidades abarcables; y la esfera pública como lugar privilegiado para el despliegue de las libertades sociales. Pilares que se trascienden en el bien común, y se fundamentan en la persona. La concepción clásica del bien común difiere radicalmente de la concepción moderna y liberal de bienestar general. “Tomado en su generalidad nocional, el bien común es el bien de esto o de aquello en cuanto esto o aquello es parte de algún todo” (Cardona, 1966, p. 35). Ahora bien, a nivel humano, y político, El fin de la comunidad política es el fin del hombre, en la medida en que el hombre es parte de esa comunidad; pero si esa comunidad no recoge en toda su plenitud al hombre (…) evidentemente no puede propalarse perfecto el bien común de los hombres, y en esa medida el bien propio de cada hombre excede de la ordenación política. (p. 79) (…) [Concluyendo más adelante] Por eso el fin de la política (…) es la felicidad de los hombres, que consiste en obrar virtuosamente. (p. 81)

Igualmente, la idea de persona que se enriquece profundamente con un legado que parte de Boecio, llega hasta Julián Marías, y continúa enriqueciéndose, es fundamental para la comprensión de las instituciones que aquí proponemos. Esta tradición concede a la persona una dignidad tal que no es posible hacer sobre ella escisiones racionales, representacionales o mucho menos funcionales, para diferenciar a una persona política de una privada. Nos dice Stork (1996, p. 65) “La manifestación de la intimidad se realiza a través del cuerpo, del lenguaje y de la acción. A la manifestación en sociedad de la persona se la llama cultura”. Y la cultura no sólo es el trasfondo del estado, o de la estructura básica, como pretende Rawls y la corriente liberal, es “el mundo vital de los ciudadanos (…) constituye el humus fértil del que todo sentido brota” (Llano, 1988, p.43). Todo sentido, y toda estructura social.

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Parte primera: recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución

Filosofía social y sociología Según J. Macionis y K. Plummer (1999), los paradigmas sociológicos básicos son: el funcionalismo, la sociología del conflicto, y el interaccionismo simbólico. Y en la contemporaneidad, perspectivas novedosas como las de los supuestos racionales (elección racional y teoría de los juegos), neoinstitucionalismo, etnometodología, entre otras, son actualizaciones revisadas y matizadas de las tres teorías básicas indicadas. Según A. Giddens (1997), a las tres señaladas se agrega, diferenciada, la teoría estructuralista. Macionis y Plummer (1999) identifican, además, la distinción de enfoque epistemológico, bajo la cual existe una sociología positivista, otra realista, y otra humanista. No corresponde a la presente investigación realizar una diferenciación y caracterización pormenorizada de las diferentes tendencias teóricas en la sociología, pero sí identificar las posturas básicas que adoptan en torno a lo que son las instituciones y su configuración, haciendo mayor énfasis en algunas posturas que en otras, según la relevancia de sus aportes para nuestro propósito. En el funcionalismo existe una gran tradición en torno a la institución, que puede remontarse hasta Weber y su análisis de la burocracia, y fundarse “siguiendo a Durkheim [en] que la institución es lo que diferencia la sociedad humana de las sociedad animales, [por lo que] cabe pensar que la institución define el campo de la sociología” (La filosofía, 1974, p. 334). Según Abbagnano (2004, p. 609), para Durkheim, una institución es un “conjunto de normas que regulan la acción social”. Siguiendo la tradición funcionalista, Malinowski y sus seguidores, según cuenta G. Augustins (1996) tienen un concepto bastante claro de institución: (…) en su acepción más general designa todo aquello que, en una sociedad dada, toma la forma de un dispositivo organizado, tendente al funcionamiento o a la reproducción de esa sociedad, resultante de una voluntad original (acto de instituir) y de una adhesión, al menos tácita, a su supuesta legitimidad. Una institución comporta necesariamente valores y normas (…) siempre explícitos, que tienden a engendrar entre los miembros de la sociedad considerada comportamientos estereotipados (…) B. Malinowski (1944) habla a este respecto de carta. Cada uno debe poder evaluar exactamente la conformidad de los comportamientos con las normas de la institución. Además, es frecuente (…) una

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Javier N. González C. estructura de autoridad particular. No es raro que posea un sistema de sanciones y un conjunto de ritos de paso… (p. 392)

Según la interpretación de. Jeudy-Ballini (1996, p. 453), para Malinowski “los fines implicados no son nada más que necesidades”. Otras interpretaciones–traducciones, no traducen carta, sino mapa, en cuanto se refiere al concepto Malinowskiano de comportamiento estereotipado, e incluyen en el concepto la finalidad del grupo institucionalizado. Continuando esta corriente sociológica, H. Mead diferencia la institucionalización vista subjetivamente, de la vista objetivamente. Distinción según la cual, vista subjetivamente, la institución es lo que uno tiene de los demás, y vista objetivamente, es una fórmula organizada, preexistente y sobreviviente, pero que el individuo puede cambiar (La Sociología, 1985, p. 300). La corriente funcionalista presenta, por supuesto, al igual que las demás corrientes, distintas posibilidades de desenvolvimiento, pero, en su desarrollo, es fuertemente anti substancialista, pues aceptarlo implicaría renunciar al individualismo que presupone: En la línea del sociologismo de Durkheim, la sociedad es siempre más que la suma de sus miembros; del individuo a la sociedad, no hay continuidad. Inversamente, en la línea del individualismo metodológico, los conceptos clave de la sociología no designan nada más que la probabilidad de que los individuos se conduzcan de cierta manera. Mediante la idea de probabilidad se elude cualquier cosificación, y, en definitiva, cualquier ontología de las entidades sociales. (Ricoeur, 1996, p.210).

El antisubstancialismo de lo social desemboca en un accidentalismo más temible, el cual sociológicamente ha sido sintetizado en la teoría de sistemas propuesta por el alemán Niklas Luhmann. A la luz de la lectura de Llano (1988), Luhmann termina desinstitucionalizando a la sociedad contemporánea y futura, que renuncia, y renunciará, a la estabilidad institucional por sumirse en el vértigo de la complejidad sistémica. Dice Llano del sistema luhmanniano: “Es producto de una autopoiesis, de una autoproducción evolutiva, de la que no es posible dar fundamentos ontológicos: se trata de un proceso de diferenciación puramente funcional” 14 (Llano, 1988, p.34), acto seguido advierte, “A lo que nos llevaría un consecuente desarrollo teórico del modelo sería a una espiral de 14

Como podrá constatarse, la sociología luhmanniana encuadra perfectamente dentro del marco filosófico definido por Kliemt.

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Parte primera: recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución complejidad, que acabaría en una especie de hipercomplejidad catastrófica” (Llano, 1988, p. 36). En otro contexto sociológico, es muy interesante el juego dialéctico que la teoría del conflicto de herencia marxista hace en torno a las instituciones. Dice Jean Duvignaud (1974, p. 241) “El sujeto de la historia ya no será, a partir de entonces, un espíritu absoluto encarnándose en las instituciones, sino la acción instituyente de las masas contra el orden instituido” En el mismo texto, Duvignaud critica del funcionalismo la primacía que dan a la norma sobre la relación, y la incompatibilidad entre la necesidad de coacción por un lado, y la de acuerdo con los usuarios por otro; e identifica elementos muy importantes, como el efecto simbólico, la reproducción de las relaciones sociales o el elemento educativo de toda institución. La posición de Duvignaud la retomaremos más adelante, profundizando en sus teorías filosóficas, pues en el marxismo la distancia entre sociología y filosofía es mínima sino nula. En cuanto a la sociología organizacional, y a la teoría administrativa (necesarias a toda burocracia, y por lo tanto, comunes tanto a las realizaciones liberales como a las comunistas realizadas hasta ahora, como bien lo vio Hannah Arendt (1988)-, Alsidaire MacIntyre (1987) percibe una serie de errores en el pensamiento moderno, criticando al tecnicismo de la pretensión de conocimiento predictivo de lo humano, por parte de los gerentes, terapeutas y burócratas; lo que él denomina pericia gerencial. Sus análisis son esclarecedores para acometer las tareas de reducir la burocracia y de justificar la autoridad en las instituciones. El interés de MacIntyre por recuperar el sentido de la virtud y de la verdad, da muchas luces sobre el papel de la acción humana en la configuración de las estructuras sociales. Dentro de los denominados interaccionismo simbólico y humanismo, podría ubicarse la propuesta sociológica de Pierpaolo Donati, denominada sociología relacional. Donati hace una crítica contundente a las corrientes macro sociológicas que pretenden compactar estructura y cultura en fórmulas tales como poder-conocimiento, interés-conocimiento, o culturapraxis, pues excluyen la posibilidad de analizar otras configuraciones posibles de relación. Según Donati,

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Javier N. González C. Las relaciones sociales son hechos reales pero no son “cosas” (…) sin tener que ser “reificadas" como si debieran imitar la forma de ser del mundo natural. (…) fenómenos relacionales (…) que emergen a partir de un tipo específico de interacción –mediado por ciertos valores, normas, metas y recursosque tiene lugar en un determinado contexto social simbólico y estructural. (García P, 2006, p. 23 – 24).

Una teorización de las instituciones que se precie de humanista deberá tener en cuenta todo lo que verdaderamente se afirme de la persona y desechar toda visión que reduzca a la persona y su ser en el mundo a conceptos estrechos y reduccionistas, aún bajo la excusa de representacionismo útil, y en este sentido, se recibe favorablemente la crítica de Donati. Antropología Las instituciones son un producto principalmente erigido por humanos para humanos, por ello, el análisis de la creatividad humana y la donación humanas de la tradición antropológica de corte metafísico realista, resumidos por Stork (1996, pp. 62 63) son el sustento antropológico social que explica profundamente el origen creativo y comunitario de toda institución: “La persona posee una segunda y sorprendente capacidad: sacar de sí lo que hay en su intimidad”, pero “Alguien tiene que quedarse con lo que damos. Si no, no hay dar; sólo dejar”. Desde esta perspectiva, la acción humana se comprende plenamente en la ética como concepción del despliegue de la persona. Pero no cualquier concepción ética contribuye positivamente con el enfoque que se propone, porque Las diversas capacidades de percepción moral se complementan y convergen a través de la convivencia y del diálogo. Por eso, una concepción moral no factualista ni emotivista, sino teleológica, podría inspirar configuraciones sociales más abiertas y tolerantes, en las que el pluralismo político no se confundiera con el relativismo moral… (Llano, 1988, p. 211).

En su libro La nueva sensibilidad, Llano identifica el ámbito en el que este tipo de ética emerge. Desde entonces no ha cambiado mucho esta aparente paradoja: Lo más parecido a esta concepción teleológica y práctica de la ética que encontramos en el actual panorama es la ética profesional. La indudable emergencia del ethos profesional con los recientes

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Parte primera: recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución desarrollos de la ética médica y empresarial, me llevan a pensar que quizá no sea yo tan ingenuo cuando anuncio que la nueva sensibilidad empieza a moverse tras la virtud (Llano, 1988, p. 212).

La sorpresa es mayor cuando se tiene en cuenta que han sido precisamente las organizaciones y las empresas las culpables de muchos cambios no propiamente moralizantes en la sociedad moderna. Pero si se profundiza en el asunto, se encontrará que es normal el surgimiento del nuevo ethos en el seno de las organizaciones, puesto que, como señala MacIntyre (1987, p. 43), “estas estructuras burocráticas (…) definen las ocupaciones de muchos de nuestros contemporáneos”. Es de gran importancia resaltar la revaloración ética en el ámbito de lo organizacional, para considerar la dimensión esencialmente ética de la acción institucional. Aquí ha de aclararse, como ya lo indicaba Llano (1988, p. 38) con respecto al concepto de sistema, que el concepto de institución es más rico en connotaciones antropológicas que el de organización, si bien, funcionalmente hablando, el concepto de organización acuñado por la teoría de las organizaciones, señala práctica y generalmente los mismos entes sociales que el concepto de institución aquí propuesto. Porque, precisamente, reconocer la riqueza humana que late en las organizaciones, es decir, reconocer lo institutivo de las organizaciones (las otras formas de vida, y la naturaleza muerta también se organizan), permitirá una mayor comprensión filosófica de las mismas, y una mayor coherencia y estabilidad práctica. Pese a que no compartimos sus juicios políticos sobre el valor ontológico de las institución, la antropología fenomenológica de Gehlen es supremamente relevante para el análisis de las instituciones, pues, en palabras del editor y prologuista de la versión española de su obra, “Gehlen es consciente del salto teórico que se produce entre un discurso que trabaja con una abstracción, la de un ser activo individual, incapaz de abordar adecuadamente hechos sociales comunitarios, y otro discurso que aborda fenómenos colectivos del mundo histórico social” (Aguilera, 1993, pág. 16). Resulta que Gehlen, “tomando como modelo a Max Weber y apoyándose en el concepto de institución de M. Hauriou [,] Arranca de la sociología, pero va más allá, en la dirección de lo teleológico” (Aguilera, 1993, pág. 16), movimiento que hace conscientemente, “al negar que se pueda establecer una relación directa entre instituciones y constitución biológica” (Aguilera, 1993, pág. 16), pues para 50

Javier N. González C. Gehlen, “El biologismo, por amplio que se entienda, pone entre paréntesis el mundo social, como han hecho Schelling, Beth, Scheler, Bergson” (Aguilera, 1993, pág. 16). Gehlen no sólo hace una crítica sólida del sociologismo biologicista, sino que arremete, con igual firmeza, contra el historicismo, el conductismo y el funcionalismo. Así, aunque constatando el hecho evidente de que “uno de los resultados de la Ilustración ha sido que el lenguaje, el derecho, la religión, la moral, el arte, aparezcan como hechos sociales que surgen históricamente” (Aguilera, 1993, pág. 16), Gehlen se opone al relativismo histórico, La enorme capacidad del hombre moderno para comprender las cosmovisiones de otros pueblos o del pasado ha permitido el análisis científico y objetivo de diversos sistemas culturales, pero al mismo tiempo, en cuanto se alcanza esa soberanía de espíritu que convierte la propia alma en sujeto de ficción, genera una enorme debilidad para la motivación. Gehlen rechaza la superación del relativismo que se representa en las instituciones como surgidas de un obrar finalístico racional, al modo de Malinowski. (Aguilera, 1993, pág. 17)

Pero, conforme lo dicho, su oposición al relativismo histórico no va por la vía del funcionalismo, pues según Gehlen “Malinowski necesita suponer un esquema de instintos que son satisfechos por un proceder consciente de sus fines, necesita presuponer lo que precisamente trata de explicar. (…) Otra solución al relativismo es la interpretación psicológica e histórica, al estilo de Bergson y Scheler [las que también rechaza]” (Aguilera en Gehlen 1993, p. 17). Ninguna de las soluciones que denuncia satisfacen a Gehlen, no sólo por sus inconsistencias lógicas, sino, principalmente, porque, en realidad, “Gehlen busca una respuesta ontológica al relativismo” (Aguilera en Gehlen 1993, p. 17). Sin embargo, su respuesta podría despertar sospechas de conductismo y totalitarismo institucional “El antropologismo deja paso a un institucionalismo radical” (Aguilera en Gehlen 1993, p. 16). En realidad su propuesta está lejos de poder ser reducida al conductismo, como resulta manifiesto si se comprende su concepto nuclear: el concepto de descarga “Así, el hombre saca de sus condiciones anormales (en comparación con el animal) los medios para conducir su vida, y es a este complejo nada sencillo a lo que yo llamo „descarga‟. (…) Esta expresión quiere significar también otro aspecto del mismo hecho; a saber, el carácter progresivamente indirecto del comportamiento humano; del contacto, cada vez menor, pero también más refinado, más libre y más variable” (Gehlen 1980, p. 73). El concepto de

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Parte primera: recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución descarga, totalmente antagónico al conductismo, lejos de sobre-asemejar el humano al animal, lo que hace es, precisamente, diferenciarlo:

(…) orientarse en el mundo de tal manera que éste quede a su disposición y al alcance de la mano. Esta es una operación productiva de descarga; rompe el círculo de la inmediatez en el que permanece preso el animal con sus sugestiones sensoriales inmediatas y sus reacciones instantáneas e inmediatas. El hombre crea por su propia industria en torno a sí el „espacio vacío‟ de un mundo abarcable con la mirada (...) rico en insinuaciones y colocado-ahí a disposición (Gehlen 1980, p. 52).

“Espacio vacío” que se enriquece luego (en génesis de sentido) con el “plexo de instrumentos” (según el concepto de Heidegger) donde alcanza su máxima objetivación, espacio vacío satisfecho por el plexo que a su vez es máximamente enriquecido, es decir, aumentado en insinuaciones y disposiciones, por el “espacio-entre-hombres” (según el concepto de Arendt), donde alcanza el nivel de lo personal (objetivo y subjetivo), axiológico; este es el espacio que a su vez satisfacen las instituciones. La novedad humana no se instala de la nada como una sobreposición dada a un homínido cualquiera, sino que la radica en su misma condición biológica especial “las condiciones biológicas especiales del hombre hacen necesario desvincular las relaciones con el mundo del puro presente” (Gehlen 1980, p. 71). El camino que, de la descarga como necesidad biológica, lleva hasta las instituciones como función de descarga sociológica, está dibujado por la fuerza de la costumbre, lo que deja a Gehlen al alcance de la tradición clásica con su concepto de virtud como fuerza a favor de la libertad misma: (…) descarga significa que el acento principal del comportamiento humano recae de modo creciente en las funciones „superiores‟, es decir, las menos penosas, las que sólo insinúan o indican. Dicho de otro modo: las conscientes o espirituales. Por eso este concepto es un concepto clave de las antropologías. Nos enseña a ver las funciones superiores del hombre en conexión con su naturaleza física y las condiciones elementales de su vida. Desde este punto de vista, también queda destacado el papel extraordinario que desempeña la costumbre o hábito. La costumbre „descarga‟; primero en el sentido de que cuando se da un comportamiento habitual, el gasto en motivación y control, el esfuerzo de corrección y la ocupación o posesión de los afectos, ya no son necesarias. (Gehlen 1980, p. 74).

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Javier N. González C. Enfoques filosóficos Se señaló la primacía del enfoque positivista o empírico en la espistemología de las ciencias sociales. Pues bien, dicho enfoque tiene un fondo filosófico, y por lo tanto, una concepción esencial de lo que son las instituciones. Harmut Kliemt en su libro Moralische Institutionen –Empiristische Theorien ihrer Evolution, editado en 1985, traducido al español como Las instituciones morales. Las teorías empiristas y su evolución (1986); analiza pormenorizadamente el concepto y la concepción que desde el empirismo, sustrato filosófico profundo del positivismo, se tiene de la institución. Kliemt identifica como parte de esta misma tradición a la actual Teoría de los Juegos, y sus representantes, así como a Quine, y en alguna medida a Rawls, y cita a otros numerosos autores, antecesores suyos, tales como Hans Albert (1977), Viktor Vanberg (1975), Alfren Bohnen (1975), Karl Dieter Opp (1979), Werner Raub y Thomas Voss (1981), de todos los cuales dice “Podrían mencionarse fácilmente otros autores (...)” pero “Este trasfondo es esencialmente científico-social y metodológico y no filosófico-moral en sentido estricto” (Kliemt, 1986, p. 6). Él arguye la importancia, posibilidad y valor de realizar un estudio filosófico tal como el que él mismo emprende: (...) es posible reconstruir una línea coherente de argumentación empirista que se remonta hasta Hobbes, que en su totalidad conduce a una plausible perspectiva empirista de las instituciones morales, al concebirlas como instituciones sociales específicas y, en el sentido amplio de este concepto, “explicarlas” evolutivamente sobre una base empirista-individualista (Kliemt, 1986, p. 7).

Kliemt determina a las instituciones sociales en general, las que define como las organizaciones creadas por los hombres mismos sobre las cuales se sustenta la convivencia humana (Kliemt, 1986, p. 11), y dentro de ellas, se concentra en las instituciones morales, que vienen a ser todos los fenómenos morales, pues para el empirismo, la normativización y valoración ética del comportamiento moral son entendidas exclusivamente como hechos institucionales, por lo tanto subjetivos e históricos, no objetivos y naturales. Si bien las instituciones son creaciones humanas, el mismo Kliemt reconoce la importancia de un punto de partida antropológico natural para la comprensión de las instituciones “Ciertamente, todo sistema social de instituciones tiene que remontarse, en última 53

Parte primera: recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución instancia, de alguna manera a disposiciones „naturales‟ del comportamiento humano” (Kliemt, 1986, p. 110). En este sentido, el fondo de la antropología latente en la visión empirista es eminentemente hobbesiana, con su consabido individualismo. Sin embargo, Kliemt realza, de dentro de la tradición individualista-evolutiva, a la concepción de Shaftesbury, que afirma la tendencia humana al altruismo. Estas dos antítesis habrían sido entonces sintetizadas por Hume, “Por así decirlo, Hume se encuentra con una pierna teórica en el terreno de la concepción hobbesiana con la que se siente afín, mientras que con la otra, apoyada en las reflexiones de Shaftesbury, mantiene el equilibrio” (Kliemt, 1986, p. 34); de esta manera “es posible conciliar una tendencia al egoísmo con respecto al ámbito lejano y una tendencia al altruismo con respecto al ámbito próximo” (Kliemt, 1986, p. 34). Lo cual explicaría antropológicamente tanto la fuerza cohesiva ad intra de las instituciones, como la fuerza repulsiva ad extra. Para entender plenamente esta conciliación, y su posterior ampliación a las formas institucionales, es necesario identificar los preceptos gnoseológicos supuestos. Para empezar, la distinción, propia de Hume, entre los juicios de hechos por una parte, y por otra parte los juicios deontológicos, o de deber-ser, que no encuentran directo asidero en los hechos. En segundo lugar, la concepción empirista del papel de la fantasía y la imaginación humanas en los procesos de conocimiento e interpretación del mundo (especialmente en la interpretación metafísica del mundo), pues “De acuerdo con la concepción empirista, las correspondientes ideas de una determinación externa al proceso, independiente de los intereses, de las instituciones sociales adecuadas, son sólo productos falsos de la fantasía humana” (Kliemt, 1986, p.166, 169). De estos presupuestos se deduce el consabido rechazo a la causalidad metafísica, originario de Hume, que es suplido en los modernos empiristas por el concepto de desarrollo: “Sólo la comprensión del proceso de desarrollo posibilita la renuncia a una explicación metafísica de la aparente „objetividad‟ de los hechos tradicionales en general y de los hechos „institucionales‟ de las reglas o de las normas en especial” (Kliemt, 1986, p 111, 112), relativizando por ello el concepto de natural aplicable a lo humano, al punto de anular toda teleología ontológica. De esta forma, se soluciona la visión empírica de las instituciones como aquellos actos humanos que se realizan por la mezcla de los sentimientos de altruismo en el ámbito próximo, y de egoísmo en el ámbito lejano, mezcla hecha en función de los mismos 54

Javier N. González C. intereses de progreso y paz del hombre en el sentido individualista. Posterior a lo cual, una vez surgida la institución, y desarrollada ésta en el tiempo, la fantasía e imaginación humanas se encargan de ver ese desarrollo supraindividual como objetivo y autónomo, lo que Kliemt entiende como el argumento de la objetividad (Kliemt, 1986, p. 217 ss.). Pese a lo cual las instituciones, ningunas de ellas, ni aún las costumbres morales, pierden nunca su carácter convencional y egoísta, manteniéndose en un relativamente estable estado de equilibrio reflexivo15, por usar el consagrado concepto de Rawls, ubicado dentro del mismo marco doctrinal. Estabilidad reforzada posteriormente por las leyes y coacciones, según el argumento analítico de la intersubjetividad (Kliemt, 1986, p. 217 ss.), siendo éstas a su vez reforzadas por los sentimientos de simpatía y rechazo asimilados por las personas, una vez que ellas han sido educadas en los sistemas institucionales de estímulos, y sus reglas de juego “Por más que éstas [las instituciones] se remonten a instintos naturales, una vez que se ha formado el contexto social, desarrollan su pleno vigor sólo dentro de un sistema generalizante de presión y contrapresión, creado artificial y lentamente, a partir de pequeños grupos” (Kliemt, 1986, p. 104). La obra de Kliemt, centrada principalmente en la conceptualización de lo moral como institución subjetivamente histórica, tiene un gran interés para el estudio de lo que podría denominarse un paradigma empirista de la acción. Para el análisis y comprensión de lo que son las instituciones sociales, será menester profundizar en los puntos y conceptos ya reseñados, de la tradición empirista. Ahora bien, retomando al autor marxista, Jean Duvignaud (1974), en el artículo de la obra titulada La sociologie, guide alphabétique, dedicado a las instituciones, ofrece una excelente síntesis de la concepción de origen marxista de lo que son esencialmente las instituciones. Duvignaud distingue claramente el sentido en el que las instituciones son estudiadas desde la sociología y las ciencias sociales, “La exterioridad o la interioridad de las instituciones no constituye el problema central de la sociología. Es más pertinente el problema de saber cómo el conjunto de las determinaciones sociales atraviesan la institución, y recíprocamente cómo las instituciones actúan sobre el conjunto de las determinaciones sociales” (Duvignaud, 1974, p. 244), determinaciones sociales que vendrían a ser “La 15

En el sentido de Rawls.

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Parte primera: recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución relatividad de las instituciones en el tiempo y en el espacio, las relaciones que mantienen con los sistemas culturales y con los modos de producción” (Duvignaud, 1974, p. 244). De tal manera que la interioridad y exterioridad de las instituciones vendría a ser, desde esta perspectiva, el objeto de estudio propio de la filosofía, ya que no de la sociología. La antropología aquí supuesta, es, naturalmente, una antropología materialista. Igualmente hobbesiana e individualista, si bien padece de la superposición del valor de la justicia como igualdad, por encima de cualquier individualismo. En tanto gnoseológicamente, la visión marxista está apoyada en la premisa de la dialéctica más que de la prueba empírica. La dialéctica entendida como el método por excelencia, tanto de la realidad, como del conocimiento, como de la acción. Siendo coesencial a la dialéctica, la crítica. Entendido esto, cabe la conclusión de Duvignaud, según la cual ”Se comprende ahora que no solamente es inútil sino antididáctico ofrecer una definición firme de la institución” (Duvignaud, 1974, p. 249), pues, para él, “puede y debe sustituir un concepto decididamente dinámico, negativo y contradictorio, en una palabra, más dialéctico” (Duvignaud, 1974, p. 249), según acusa él mismo, muy a diferencia del concepto tímidamente reformista de Mauss y Fauconnet en la segunda edición de la gran enciclopedia (Duvignaud, 1974, p. 249). Está claro que el sentido que toma Duvignaud de la dialéctica, es el sentido fuerte, similar al de Adorno o Derrida, y por esto el concepto de Institución que de aquí se derive será claramente distinto del concepto de institución del empirismo en su proyección positivista. Como medios de reproducción simbólica identifica Duvignaud: modos específicos de socialización, soportes ideológicos y organizativos, medios de presión, criterios de pertenencia y referencia. Duvignaud encuentra que las instituciones en general “tienen siempre una base material, simultáneamente económica, organizativa, social” (Duvignaud, 1974, p. 245), sin embargo, según él mismo, difiere esta afirmación de materialidad de la de Malinowski, en el sentido en el que, para el marxismo, “las superestructuras actúan sobre las infraestructuras (...) de la misma manera que las infraestructuras actúan sobre las superestructuras” (Duvignaud, 1974, p. 245), es decir, se encuentra una relación dialéctica, y no lineal, de simple base o sustrato unidireccional.

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Javier N. González C. El autor francés acusa de dar primacía a la norma sobre la relación, en compatibilidad con la propuesta de Donati, “es cierto, de todas maneras, que ha habido error y deslizamiento teórico a partir del momento en que las normas sociales se han adelantado a las relaciones sociales para dar un contenido a la idea de institución” (Duvignaud, 1974, p. 243), señalando la incompatibilidad entre la necesidad de coacción y la de acuerdo propia del contractualismo empirista “Pero si la coacción es indispensable para la supervivencia de estas instituciones ¿qué necesidad hay de un acuerdo general con sus usuarios?” (Duvignaud, 1974, p. 243). Critica también la pretensión que, dentro del mismo criticismo, propuso al grupo como la antiinstitución, “En realidad, la instancia anti-institucional del grupo es fantasmática; este fantasma procede del descononocimiento de las particularidades institucionales que permiten la existencia del grupo” (Duvignaud, 1974, p. 248). Asimismo, del socioanálisis afirma que se equivoca al pretender establecer al inconsciente como sujeto de la historia, y de “desalojar el sujeto de la institución, es decir, el conjunto de las fuerzas sociales que actúan en una situación aparentemente gobernada” (Duvignaud, 1974, p. 248), notable crítica viniendo un marxista de la segunda mitad del siglo XX. Duvignaud identifica entonces a la institución como “el lugar donde se articulan, se hablan, las formas que toman las determinaciones de las relaciones sociales” 16 (Duvignaud, 1974, p. 250, 251), teniéndola entonces por el sujeto dialéctico de la historia. En este sentido, dice “El sujeto de la historia ya no será, a partir de entonces, un espíritu absoluto encarnándose en las instituciones, sino la acción instituyente de las masas contra el orden instituido” (Duvignaud, 1974, p. 248), afirmación que depura con el tercer elemento, la negación por la institucionalización de lo instituyente “Con estos tres momentos de lo instituido, lo instituyente y la institucionalización, el concepto de institución se inscribe como útil de análisis de las contradicciones” (Duvignaud, 1974, p. 251). De esta manera, su posición fundamental consiste en que la dialéctica social estructural debe ser una constante espiral de negaciones realizadas por lo instituyente a lo instituido, y por la institucionalización a lo instituyente. Etapas 16

Es notoria la recurrente explicación metafórica del sustento propio de lo político como “espacio”, “lugar”. En este sentido, la figura de Duvignaud es perfectamente compatible con la de Arendt, Gehlen, Buber, quienes se remontan a los existenciarios heideggerianos, especialmente al ser-con, al ser-con-los-otros (mitsein, también el “mundo entre” del mitwelt). Interpreto estos “espacios” aducidos por los autores post-heideggerianos, precisamente como lo que señala explícitamente el concepto institución, y a la connotación que Heidegger atribuye a dicho existenciario, de constituirse como la fuente de toda posibilidad de actuar específicamente humano.

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Parte primera: recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución identificadas con tres “momentos”: el momento de la universalidad, el de la particularidad, y el de la singularidad. Así, en su momento de universalidad, el concepto de institución tiene por contenido “la ideología, los sistemas de normas, los „patterns‟, los valores que guían la socialización”, en su momento de la particularidad, el contenido del concepto de institución no es otro que “el conjunto de las determinaciones materiales y sociales que van a negar la universalidad imaginaria del primer momento”, en su momento de singularidad, finalmente, el concepto de institución tiene por contenido “las formas organizativas, jurídicas o anómicas, necesarias para alcanzar ese objetivo (...) o determinada finalidad” (Duvignaud, 1974, p. 250). Duvignaud, en su breve pero profundo artículo respecto la institución ha señalado rutas interesantes de análisis, tales como lo educativo, lo simbólico, lo universal–particular– singular, la relación entre coacción y consenso…, pero sin duda su mayor aporte es el dinamismo de su concepción, dinamismo sin duda muy afín con el carácter relacional de la institución, con la primacía de la acción. Maurice Hauriou fundó, en la transición del siglo XIX al XX, una escuela de filósofos del derecho que centraron su preocupación en el tema de las instituciones. Dichos filósofos tenían como finalidad justificar el derecho. Al analizar las instituciones tenían en mente un fin extrafilosófico: sustentar epistemológicamente al derecho. Esto se vio reflejado en los resultados mismos de sus investigaciones, resultados que se enfocaron principalmente en el nivel de objetividad de las instituciones, y en el criterio de identificación del momento jurídico de las mismas. El estudio directo de la obra de Hauriou ha permitido identificar elementos de gran importancia. En tanto el estudio general de dicha escuela se ha facilitado por la labor del prologuista de la obra en lengua española de Hauriou, Arturo Enrique Sampay y, principalmente, por la obra de recopilación que Desqueyrat realizó en 1933. Arturo Enrique Sampay, prologuista, editor y traductor al español de la obra de Maurice Hauriou La teoría de la institución y de la fundación. Ensayo de vitalismo social (1968), estudió detenidamente el desarrollo de la teoría de las instituciones en los institucionalistas franceses de la primera mitad del siglo XX. Discípulos directos de Hauriou, fueron: Georges Dumesnil que con Du rôle des concepts dans la vie intellectuelle et morale, presentada en 1892 como tesis de grado, donde establece lo que serán los sustratos metafísicos de este grupo que, 58

Javier N. González C. junto con Frédéric Rauh, Victor Delbós y Jean Jaurés, entre otros, son los personajes a quienes Sampay denomina como los del Café de la Paix. Común a todos ellos será afirmar que la moral, y por lo tanto, las instituciones, no están dadas por costumbre inerte, ni proyección subjetiva, sino que se sustentan en la naturaleza humana como libre, teleológicamente consciente y axiológicamente asociativa, capaz de discernir el bien del mal. En este sentido, Louis Le Four prologuista de Desqueyrat, ha afirmado claramente la filiación metafísica de todos estos autores, según los cuales “la institución es una idea directriz que se trata de realizar entre varios. Esta idea no puede ser, o más exactamente, no debe ser más que conforme al bien común, que es la meta del derecho, y todavía más de la moral, de la moral social”17 (Desqueyrat, 1933, pág. XV). Para Desqueyrat resulta evidente el ordenamiento del conjunto de las instituciones en virtud de una jerarquía de valores como fuente de ordenamiento de las diversas instituciones y de las instituciones en sí mismas, identificando así, y tal vez sin ser muy consciente de ello, el punto de quiebre de todo debate macropolítico, la jerarquía de metas y de instituciones se encuentra suspendida a una última meta, a una institución última que pide toda la serie. Para Duguit, esta última meta es la solidaridad. Para el colegio de Nancy, es el Bien Común, pero nosotros estamos siempre en presencia de una jerarquía de valores. La cuestión que se posa ahora, está en saber si la razón puede juzgar los valores, de ser así ¿cuál es el valor supremo?, quiérase o no, es necesario tomar parte.18 (Desqueyrat, 1933, p. 319, 392).

La principal crítica que hace Desqueyrat a Hauriou y sus discípulos, se centra en el absolutismo al que se acercan éstos, pues si bien estaban en contra del absolutismo estatista de autores como Rousseau o Kant, se allegaban peligrosamente a un absolutismo institucional o corporativo, similar al de Gehlen. Dicha crítica la sustenta en dos pilares de las tesis de los del Café, que trata extensamente, y que su prologuista, Louis Le Fur, ha sabido sintetizar. El primer pilar radica en conceptualizar la institución como instituciónpersona, según el gusto de Hauriou, afirmando sobremanera su autonomía, y por lo tanto, su 17

L‟institution est une idée directrice qu‟on tante de réaliser à plusieurs. Celle idée ne peut être, ou plus exactement, ne doit être que conforme au bien commun, qui est le but du droit et même aussi de la morale, de la morale sociale du moins. 18 La hiérarchie des buts et des institutions se trouve suspendue à un dernier but, à une institution ultime qui commande toute la série. Pour Duguit, ce dernier but est la solidarité. Pour l‟école de Nancy, il est le Bien commun. Mais nous sommes toujours en présence d‟une hiérarchie de valeurs. La question qui se pose alors est de savoir si la raison peut juger des valeurs et, dans l‟affirmative, quelle est la valeur suprême. Qu‟on le veuille ou non, il faut prendre parti.

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Parte primera: recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución identidad vital, de la cual, diría Desqueyrat, resumido por Le Fur “Todo lo que existe tiene evidentemente una realidad, pero no es por ello un ser viviente”19 (Desqueyrat, 1933, pág. XII). En segundo término, la sobreexaltación de Hauriou a la voluntad colectiva “Una voluntad o una meta colectiva no son por esto mismo necesariamente buenas. Es necesario no exaltar sin límites la voluntad colectiva (en la cual se resume en suma la institución, pues ella consiste en una obra por varios), ni en presencia de una voluntad colectiva de este género, denegar todo rol a la voluntad individual”20 (Le Fur, 1933, pág. XI).21 Desqueyrat también critica duramente a Delos por querer hacer de la institución la fundamentación absoluta y exclusiva de la filosofía del derecho, y a Renard por acercarse demasiado a la teoría contractualista del origen de la institución, y por hacer pagar al individuo el coste del ajuste de lo individual a lo social, acercándose demasiado a un colectivismo (Desqueyrat, 1933). Desqueyrat hace una recopilación de lo dicho acerca de las instituciones, encontrando que, si bien hay un largo pasado relativo al tema, en tanto las nociones de bien común y pacto social eran ya presentes desde Aristóteles y los empiristas ingleses, respectivamente, fueron Hauriou y Rigaud quienes dieron al concepto de institución su primera expresión clara y bien desarrollada. Desqueyrat, además de las críticas descritas, critica igualmente las implicaciones jurídicas de los postulados de unos y otros. Pero lo más importante del trabajo de Desqueyrat, es, por una parte, la identificación clara y precisa de la fusión de la metafísica y la técnica en la cuestión de la institución “Así, la metafísica y la técnica se encuentran ligadas en toda la teoría objetivista de la institución”22 (Desqueyrat, 1933, pág. 158); entendiendo por técnica lo procedimental–jurídico, y lo estructural–político, y por metafísica su ordenamiento axiológico inevitable. Y por otra parte, Desqueyrat invita constantemente, y él da un primer paso algo tímido, a pensar la institución independientemente de los intereses y disciplinas ajenos a ella y la filosofía. Maurice Hauriou tiene el mérito de haber sido el primero en sistematizar el tema de la institución, tal como lo afirmo Desqueyrat, tema que trató por vez primera en Science social 19

Tout ce qui existe a évidemment une réalité, mais n‟est pas pour cela un être vivant. Une volonté ou un but collectif ne son pas par cela même nécessairement bons. Il ne faut doner ni exalter sans limites la volonté collective (en laquelle se résume en somme l‟institution, puisqu‟elle consiste en une œuvre entreprise à plusieurs), ni, en présence d‟une volonté collective de ce genre, dénier tout rôle à la volonté individuelle. 21 Cfr. con la crítica de Arendt al concepto rousseauniano de voluntad colectiva. 22 Ainsi la métaphysique et la technique se trouvent liées dans toute théorie objectiviste de l‟institution. 20

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Javier N. González C. traditionnelle (1896), luego en L‟institution et le droit statutaire (1906), y finalmente, en La théorie de l‟institution et de la fondation (1925). Además de las ideas ya comentadas por medio de sus críticos y discípulos, como su importante distinción entre institución-persona e institución-cosa, el concepto que llega a elaborar Maurice Hauriou respecto a la institución, está cargado de implicaciones. Con relación a la primacía entre la regla de derecho, y la institución, afirma Hauriou la segunda, dado que “si el medio social estuviera dotado de un poder creador, la regla de derecho sería un deplorable instrumento de creación, porque el principio que existe en ella es un principio de limitación” (Hauriou, 1968, p. 37). Por esta razón, él se autoconcibe como vitalista del derecho, en el sentido en el que, lejos de fundamentar el derecho en el elemento constrictivo (normas jurídicas establecidas), lo funda en los elementos creativos, valores e ideas directrices. En cuanto a la objetividad o subjetividad de la institución, dice Hauriou Es evidente el error fundamental de toda esta construcción: consiste en tomar la reacción por la acción y la duración por la creación; los elementos subjetivos son los que constituyen las fuerzas creadoras y, por lo tanto, la acción; los elementos objetivos (...) no son sino elementos de reacción, de duración y continuidad (...) es necesario dejar juntos de lado al sistema totalmente subjetivo y al totalmente objetivo, porque han tomado el uno la acción por la duración, y el otro la duración por la creación (Hauriou, 1968, p. 38).

Desafortunadamente, de la profunda definición inicial de institución que elabora Hauriou, “una institución es una ida de obra o de empresa que se realiza y dura jurídicamente en un medio social; para la realización (...) se organiza un poder (...) se producen manifestaciones de comunión dirigidas por órganos del poder y reglamentadas por procedimientos” (Hauriou, 1968, p. 39, 40), el desarrollo posterior de las diferentes notas en esta definición enunciadas, no alcanza la profundidad filosófica deseada, seguramente porque el interés específico de Hauriou en la institución no es otro que fundamentar el derecho “El verdadero elemento objetivo del sistema jurídico es la institución (...) el elemento objetivo subsiste en el corpus de la institución y este solo corpus, con su idea directriz y su poder organizado, es muy superior en virtud jurídica a la regla de derecho, porque son las instituciones las que determinan las reglas de derecho” (Hauriou, 1968, p. 76, 77).

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Parte primera: recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución Hauriou identifica también los momentos de nacimiento, vida y muerte de una institución, y los caracteriza un poco. Con respecto a la institución-cosa (sin suficiente constitución formal) habla muy poco y enfatiza en la institución-persona, mirando, desde la perspectiva de la epistemología del derecho, no sin implicaciones filosóficas, cómo se dan en ella la continuidad, la distribución del poder, la comunión consensual, el procedimiento, la idea directriz, el fin y la función. Paul Ricoeur, en su obra, Soi-même comme un autre (1990), se propone sustentar la ética partiendo del análisis hermenéutico del sí mismo. Esta búsqueda concluye “Llamemos „intencionalidad ética‟ a la intencionalidad de la „vida buena‟ con y para otro en instituciones justas” (Ricoeur, 1996, p. 176). Afirmación que sustenta paso a paso a lo largo del libro, obligándolo a teorizar el concepto de institución, el que ya había visualizado antes en su artículo Avant la loi morale, l‟éthique en Encyclopedia Universalis, 1984, y retomaría posteriormente en su obra Amor y justicia (2001). Ricoeur escribe entonces en clave de dialéctica hermenéutica y existencial, por lo que su antropología consiste en el reconocimiento de sí mismo, mediante el otro. Aquí, el concepto de identidad narrativa, como la capacidad de decirse a sí mismo, a otro, es fundamental. El último capítulo de la obra de Ricoeur, su décimo estudio, tiene por título ¿Hacia qué ontología?, y su pretensión es precisamente una antropología tal cual ha sido descrita narrativa. En cuanto a las instituciones, Ricoeur dedica la tercera parte de su séptimo estudio, el sí y la intencionalidad ética, y la primera parte de su noveno estudio, Institución y conflicto. El criterio gnoseológico que fundamenta toda la obra de Ricoeur, es por él denominado como atestación. “La noción de atestación por la que entendemos caracterizar el modo „aléthico‟ (o „veritativo‟) del estilo apropiado a la conjunción del análisis y de la reflexión, al reconocimiento de la diferencia entre ipseidad y mismidad, y al despliegue de la dialéctica del sí y del otro” (Ricoeur, 1996, p. XXXIV). La atestación tiene un carácter de confianza y de verdad que se sobrepone a las propuestas escépticas, o deconstruccionistas, pero permanece frágil, según “una fragilidad específica a la que se añade la vulnerabilidad de un discurso consciente de su falta de fundamento. Esta vulnerabilidad se expresará en la

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Javier N. González C. amenaza permanente de sospecha, sin olvidar que la sospecha es el contrario específico de la atestación” (Ricoeur, 1996, p. XXXVI). Ricoeur busca también reivindicar la veracidad de los predicados deontologícos, desacreditados por la ruptura Humeana, apropiándose de la argumentación analítica que al respecto realiza MacIntyre (1987), para luego sustentar un horizonte de articulación de la ética teleológica, de corte aristotélico, con la ética deontológica, de corte kantiano. Para ello inicia su génesis de sentido en el requerimiento que el sí mismo tiene del otro para reconocerse como existente: Paul Ricoeur (…) apoyándose en los tres pilares (…) del pensamiento contemporáneo; la fenomenología (…) la hermenéutica dialógica y el personalismo de raíz kantiana (…) emprende un detallado recorrido de aquellos lugares donde la persona se reconoce: la palabra hablada (…), la acción y las instituciones. La identidad del sujeto –que es plural y abierto- asume en su seno la diferencia. Sólo se encuentra a sí mismo en sus acciones y relaciones endeudado mutuamente con los otros. El sujeto no se afirma de modo inmediato en sí mismo, sino por mediación de la alteridad, en una relación dialéctica entre sí mismo y el otro. Sólo así puede dar cuenta cabal de sí mismo como sujeto moral y responsable (…) Ricoeur funda esta [la ética] en el deseo de una vida feliz, con y para otros, que da origen a instituciones justas que son expresión del „sí mismo como otro” (Ferrer Arellano 1998, p. 40, n. al p.).

La muy significativa propuesta de Ricoeur al respecto, continúa en la identificación y ordenación de los momentos morales y su relación con la percepción del sí mismo: (…) se establecería entre las dos herencias una relación a la vez de subordinación y de complementariedad, reforzada, en definitiva, por el recurso final de la moral a la ética. ¿En qué afecta a nuestro examen de la ipseidad esta articulación de un género particularísimo entre objetivo teleológico y momento deontológico? (...) al objetivo ético corresponderá precisamente lo que llamaremos, en lo sucesivo, estima de sí, y al momento deontológico, el respeto de sí (Ricoeur, 1996, p. 175).

Posteriormente defiende su definición de la intencionalidad ética de la siguiente manera, concluyendo la necesidad del reconocimiento del sí mismo en las instituciones, para la plena identificación del sí mismo como existente y valioso, en clave de reconocimiento moral; 63

Parte primera: recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución

Y, si la estima de sí extrae efectivamente su primera significación del movimiento reflexivo por el que la valoración de ciertas acciones estimadas buenas se vuelve hacia el autor de estas acciones, esta significación sigue siendo abstracta mientras le falte la estructura dialógica introducida por la referencia al otro. A su vez, esta estructura dialógica sigue estando incompleta fuera de la referencia a las instituciones justas (Ricoeur, 1996, p. 176, 177).

A partir de lo cual se hace necesario pensar las instituciones, no como algo objetivamente dado, sino como el punto de referencia indispensable para completar el panorama de realización del sí mismo. Esto porque, si bien el reconocimiento del otro se hace pleno en la amistad hasta llegar a lo más profundo de la intimidad, La amistad no es, sin embargo, la justicia, en la medida en que ésta rige las instituciones, y aquélla, las relaciones interpersonales. Por esta razón, la justicia abarca a numerosos ciudadanos, mientras que la amistad sólo admite un número pequeño de miembros; además, en la justicia, la igualdad es esencialmente igualdad proporcional, habida cuenta de la desigualdad de las contribuciones, mientras que la amistad sólo reina entre gente de bien e igual rango; en este sentido, la igualdad es presupuesta por la amistad, mientras que, en las ciudades, sigue siendo un blanco que hay que alcanzar (Ricoeur, 1996, p. 191).

De esta forma, Ricoeur entiende por institución “la estructura del vivir-juntos de una comunidad histórica (pueblo, nación, región, etc.), estructura irreducible a las relaciones interpersonales y, sin embargo, unida a ellas en un sentido importante, que la noción de distribución permitirá aclarar después” (Ricoeur, 1996, p. 203); noción esta que sustenta en las propuestas de Ricoeur, la importancia de la inclusión de los terceros, en el reparo de la diferencia originaria de parte de la exigencia de igualdad propia de la justicia. Por otro lado, para Ricoeur, “La idea de institución se caracteriza fundamentalmente por costumbres comunes y no por reglas coaccionantes. De este modo, somos llevados al ethos del que la ética toma su nombre” (Ricoeur, 1996, p. 203), lo que sustenta retomando el concepto de poder, originario de Arendt, concepto entendido como la proyección del trabajo en un espacio común, que es muy distinto del poder de dominación. Dice Ricoeur, “Según Arendt, el poder procede directamente de la categoría de acción en cuanto irreducible a las de trabajo y de obra: esta categoría reviste una significación política (...) si subrayamos, por una parte, la condición de pluralidad y, por otra, la de concentración” 64

Javier N. González C. (Ricoeur, 1996, p. 203). Por pluralidad entiende “la extensión de las relaciones interhumanas a todos los que el cara a cara entre el “yo” y el “tú” deja fuera como terceros” 23 (Ricoeur, 1996, p. 204). Terceros que por la institución devienen en terceros incluidos, en el horizonte existencial del sí mismo. Esta inclusión del tercero, a su vez, no debe limitarse al aspecto instantáneo del querer obrar juntos, sino del desarrollarse en la duración. El poder recibe esta dimensión temporal precisamente de la institución. Y ésta no concierne sólo al pasado, a la tradición, a la fundación más o menos mítica, (...) concierne aún más al futuro, a la ambición de durar, es decir, no al pasar sino al permanecer (Ricoeur, 1996, p. 204).

Así es como la institución se configura en portadora de la tradición y la perdurabilidad, no por medio de una relación de poder excluyente heredada, sino de una pretensión de convivencia e inclusión anhelada. Para Ricoeur, la institución entendida distributivamente, es decir, como pretensión de compartir los favores de la amistad al tercero, se constituye como el puente de unión entre el plano interpersonal y el plano de la sociedad. La igualdad proporcional, es decir, la justicia, tiene en lo social el papel que la solicitud tiene en lo personal. Sacar al sí mismo de su solipsismo, y llevarle a su autoidentificación y respeto en el otro y por medio del otro. La solicitud hace del otro un rostro, para Ricoeur, la igualdad, latente en el seno de las instituciones, hace de los otros un cada uno (Ricoeur, 1996, p. 211 ss). Esta concepción también dinámica se establece por “la imposibilidad de conferir a las „entidades‟ de la ética ya sea un estatuto físico (…) o ya sea un estatuto estético” (Ricoeur, 2001 p. 67), imposibilidad ante la cual es necesario, “más allá de un esencialismo o de un creacionismo de los valores, (…) comprender el rol mediador de este término neutro en el trayecto de la realización de la libertad en la intersubjetividad” (Ricoeur 2001, p. 67). Asimismo, Ricoeur establece la importancia ética de la institución, encontrándola como responsable de una especie de prudencia, o sabiduría práctica acumulativa, a nivel social, utilizando para ello el concepto Hegeliano de Sittlichkeit: “la Sittlichkeit hegeliana –que también echa sus raíces en las Sitten, en las „costumbres‟- se presenta como el equivalente de la phrónesis de Aristóteles: una phrónesis de varios, o más bien pública, como el propio 23

Esta será, como veremos, la causa formal de la institución.

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Parte primera: recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución debate” (Ricoeur, 1996, p. 285). Algo muy similar a lo que había encontrado MacIntyre como la necesidad de una virtud de la tradición según fue citado en la introducción. Es importante recalcar, para finalizar esta reseña de la propuesta de Ricoeur, el carácter supra-relacional, pero no substancial, de la institución, de tal manera que “La institución (…) es mucho más y otra cosa distinta que los individuos portadores de funciones. Con otras palabras, la relación no se reduce a los términos de la relación. Pero una relación no constituye tampoco una entidad suplementaria” (Ricoeur, 1996, 210), idea que recalca luego “una cosa es admitir que las instituciones no derivan de los individuos sino siempre de otras instituciones previas, y otra, conferirles una espiritualidad distinta de la de los individuos” (Ricoerur, 1996, 278). La filosofía española contemporánea ha estado al tanto de dichos acercamientos a la determinación filosófica de la realidad social-institucional, muy al contrario de lo que muchos prejuiciosos pudiesen pensar, pues como afirma Ferrer Arellano (1998, p. 33, n. al p.) “Es de notar el gran nivel de la filosofía española de este siglo, mucho más abierta y valiosa que las otras áreas lingüísticas, aquejadas con frecuencia de un empobrecedor chauvinismo, del que se lamentan filósofos más abiertos como el profesor de Toulouse Alain Gui”. De esta manera, los filósofos españoles Jacinto Choza y Ricardo Yepes Stork dedican, en sendas obras de compendio de antropología, un capítulo al tema de las instituciones. Ambos autores conciben como la fuente radical de la proyección social al eros, al estilo de los antiguos, no de Freud. Es Choza quien más profundiza en este fundamento antropológico del eros como tendencia natural, fuente de acciones originarias que determinan al eros, en lo que él denomina los nueve radicales de la sociabilidad (Choza, 1980). Dice Choza al respecto, “En sus inicios, cada una de esas acciones es una invención, un descubrimiento, la obra de un genio (...) y abre un camino para la reproducción o repetición de actos que apuntan a la realización de un valor (...) Las acciones vitales crean de este modo, ad intra lo que se denominan hábitos, y ad extra lo que se denominan costumbres” (Choza, 1988, p. 454). Es importante recalcar que no son suficientes los radicales de la sociabilidad, originarios del eros para configurar lo social, se requiere, por supuesto, del logos, “la conjunción de logos y eros en este tipo de acciones vitales y de actividades sociales es lo que da lugar al ethos en

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Javier N. González C. general y a lo que cabe denominar más en concreto el ethos social”24 (Choza, 1988, p. 454). Para Choza, institución puede definirse como “una reflexión de la costumbre sobre sí misma” (Choza, 1988, p. 456), concepción por demás más profunda que la de simple objetivación. Esta reflexión sobre sí marca el momento de diferenciación de los ámbitos privado y público, ya que dicha reflexión es equivalente a la reflexión de una voluntad autoconsciente, generando un nuevo grado de voluntad, la voluntad pública. Para Choza, la institución siempre se configura como un acercamiento del humano a sus fines trascendentales, “el hombre tiende espontáneamente a un fin que es la realización y el reconocimiento de la verdad-bondad-belleza de lo real, porque para él ser significa precisamente eso, existir en referencia a otras personas y acoger en esa referencia la totalidad del acontecer” (Choza, 1988, p. 459); de esta manera, el telos de la institución es el mismo telos humano supradimensionado, de forma que permita a la persona acercarse a valores a los que en soledad no hubiera podido llegar, ni siquiera conocer. Asimismo, para Choza, igual que para Ricoeur, y anteriormente, para Buber (1949), la institución tiene otro papel fundamental para la persona, que es verse reconocida en los otros. Dice Choza, “de modo análogo a como la imposición del nombre significa ser acogido y reconocido por la conciencia social, el reconocimiento de la responsabilidad y el otorgamiento de la capacidad para determinadas actividades (la mayoría de edad, por ejemplo, y otros acontecimientos) significa ser acogido y ser reconocido por la conciencia pública” (Choza, 1988, p. 468). Ahora bien, Stork entiende a la institución como un reparto de tareas, asumidas por cada quién, intermediadas por unos principios de convivencia, para la consecución de los fines del hombre, y la define como “un conjunto de roles unificados bajo una autoridad, jurídicamente regulados, y puestos al servicio de una tarea común” (Stork, 1996, p. 247). Para Stork, quien considera a las instituciones como parte del plexo instrumental de la ciudad, una comunidad es tanto más rica cuantas más instituciones haya, y más cultural y antropológicamente ricas sean éstas. Stork busca reivindicar el valor de la obediencia, resaltar el papel de la comunicación y del valor, y de los símbolos en la mediación y transmisión de los valores, así como de la

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Así veremos en la causalidad como logos es causa eficiente, y las relaciones personales significativas o eros, son causa material de las instituciones.

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Parte primera: recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución tradición. Todas estas consideraciones axiológicas orientadas a las instituciones constituyen la trama, junto con el eros, de las relaciones humanas en el ámbito de lo común. En este sentido, identifica Stork cinco ámbitos de lo común: bien común, ley común, tarea común, obra común, y vida común como espacio y tiempo compartidos (Stork, 1996, p. 252, 253). Son estos los puntos de comunión acumulables que ayudan a conseguir a los miembros de una sociedad una vida lograda más plena. Partiendo de los tipos de valores, Stork divide a las instituciones sociales en cinco tipos: familiares, económico-profesionales, jurídico-políticas, educativo-asistenciales y culturalreligiosas (Stork, 1996, p. 256). Esto le permite acercarse a una tesis propositiva de un pluralismo de valores encarnados mucho más rico y prometedor que el pluralismo abstracto del estatismo permisivista. De esta manera, Stork revaloriza el papel de la tradición en sistemas abiertos, que acumulan el legado de posibilidades de despliegue, heredando por tanto, dentro de sí, las posibilidades mismas de auténtica novedad. Por supuesto que, dada la brevedad del capítulo en una obra de mayor amplitud de perspectiva, la profundidad y riqueza que dichos análisis prometerían, no se desarrolla plenamente. En las posteriores ediciones de la obra, revisada por Javier Aranguren, se reduce el tema de las instituciones en extensión, y se profundiza en lo que allí se denomina institución comunitaria, que es el concepto del deber ser de la institución, en tanto ésta se sustente en verdaderos actos de solidaridad, amistad y virtud social, y no como un entramado frío de normas; como corresponde a un texto que apunta al ideal de la excelencia humana, conforme su título. Otro notable filósofo español, Xavier Zubiri, ha conceptualizado, con su particular lenguaje, específico de su propia ontología, la natural necesidad y constitución de las instituciones sociales, y les ha asignado un estatuto claro en su propia dialéctica antropológica. Su concepto de institución es tácito en su concepto de comunidad “la primera línea son los otros hombres en tanto que son hombres, es decir, la alteridad meramente plural. A esto Zubiri, lo denomina comunidad (…) existe otra dimensión de cómo afectan a mi realidad los otros (…) su carácter de persona. Como personas, los individuos no se organizan, se compenetran: ya no es mera comunidad, sino comunión. La comunión se da fundamentalmente en la familia y en la amistad” (Ferrer Arellano, 1998, pág. 158). Lo más interesante de Zubiri es el aporte que hace al conocimiento profundo de la naturaleza de las relaciones humanas, las relaciones personales distintas de las relaciones meramente plurales, esto es, cósicas. 68

Javier N. González C.

La intuición de Buber Martín Buber, en el apéndice final de su pequeña obra ¿Qué es el hombre? (1949), titulado “Perspectivas”, se adelanta aproximadamente quince años a Arendt en la identificación fundamental del „espacio-entre-hombres‟. Buber parte de la premisa kantiana de la determinación de lo humano con base en la “totalidad de las relaciones esenciales con el ente” (Buber, 1949, p. 141), para enfrentar los reduccionismos socialistas e individualistas que sacudían drásticamente a Europa y el mundo. Dos premisas sienta que le llevarán a rechazar radicalmente socialismo e individualismo. Frente al socialismo, Buber afirma que “el hombre en colectividad no es el hombre con el hombre” (Buber, 1949, p. 144). Es decir, las relaciones esenciales humanas no se encuentran en la abstracción del ente colectivo. Y frente al individualismo, Buber recrimina que “Únicamente cuando el individuo reconozca al otro en toda su alteridad como se reconoce a sí mismo, como hombre, y marche desde este reconocimiento a penetrar en el otro, habrá quebrantado su soledad en un encuentro riguroso y transformador” (Buber, 1949, p. 145). De esta manera Buber se adelanta también a Paul Ricoeur, encontrando la trascendencia existencial de la identificación de sí mismo en el rostro del otro (Buber, 1949, p. 145 y ss), y así es que llega a determinar la naturaleza del espacio „entre‟, cuando finalmente dice “Más allá de lo subjetivo, más acá de lo objetivo, en el „filo agudo‟ en el que el „yo‟ y el „tú‟ se encuentran se halla el ámbito del „entre‟” (Buber, 1949, p. 149). Esta determinación del espacio „entre‟ es especialmente valiosa por su implícito rechazo de la tendencia a confundirlo gnoseológicamente con la intersubjetividad en boga. Esta esfera, que ya está plantada con la existencia del hombre como hombre pero que todavía no ha sido conceptualmente dibujada, la denomino la esfera del „entre‟. Constituye una protocategoría de la realidad humana, aunque es verdad que se realiza en grados muy diferentes. (Buber, 1949 , p. 147).

Con semejante sentencia, Buber se eleva epistemológicamente sobre el conocimiento de lo social tal y como había sido planteado hasta ese momento, y lo hace identificando lo fundante de las posteriores categorías sociales. Es decir, considera el espacio de lo institucional, anterior al Estado, a la familia, así como distinto de la persona, y de la amistad a dúo. Además, no sólo identifica esta realidad fundamental, sino que describe su 69

Parte primera: recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución radicación atemporal en la esencia humana, pues, como dice en la cita anterior, “ya está plantada con la existencia del hombre como hombre”. Buber advierte asimismo que esta realidad es profundamente óntica y no corresponde, como insisten los empiristas-individualistas como Kliemt, a un resultado secundario de motivos afectivos (Buber, 1949, p. 149). Según él, la comprensión de esta realidad específica se constituye en categoría para la comprensión tanto de lo personal como de lo social específicos (Buber, 1949, p. 150). De modo que Buber ya intuía que dicha categoría constituye el eslabón perdido que une lo social y lo individual: “podemos dirigirnos al individuo y reconocerlo como el hombre según sus posibilidades de relación; podemos dirigirnos a la colectividad, y reconocerla como el hombre según su plenitud de relación” (Buber, 1949, p. 150). Dirá Buber, haciendo uso de la dialéctica del „yo-tú‟ que después adoptará Ricoeur, que esta protocategoría del „entre‟ es la determinante de la sociedad humana, que la diferencia esencialmente de las gregariedades animales, pues el “‟yo‟ y el „tú‟ sólo se dan en nuestro mundo porque el hombre se reconoce como un yo, ciertamente, a través de la relación con el tú” (Buber, 1949, p. 150). Este dialéctica del yo y el tú, se “realiza y reconoce cada vez” (Buber, 1949, p. 151), es decir, ha de ser actualizada en cada caso, debido a que no constituye una realidad a priori, ni una artesanía o artefacto de una vez para siempre constituidos, sino que es una realidad moral, que ha de ser siempre y en cada ocasión afirmada. Buber se adelantó a Arendt en la pre-comprensión de lo que, en esencia, es el elemento real de las instituciones, y se adelantó a Ricoeur al considerar su preeminencia antropológica, existencial y axiológica. Sus pocas palabras dejaban ya mal parados a los reduccionismos socialistas, como el de Duvignaud, e individualistas, como el de Kliemt. Buber, como Desqueyrat y Arendt, comprendió la notoria ausencia de un estudio directo del ser de las instituciones, pero como ellos, no desarrolló mucho más que la formulación del problema. MacIntyre y Alejandro Llano son voces contemporáneas que han puesto de manifiesto, una vez más, la urgencia de una investigación de esta naturaleza, además del Romano Pontífice quien en su última encíclica Caritas in veritate, afirma, “para que la integración se desarrolle bajo el signo de la solidaridad en vez del de la marginación. Dicho pensamiento obliga a una profundización crítica y valorativa de la categoría de la relación” (Benedicto XVI, 2005, No. 53). Este sencillo trabajo pretende ofrecer un aporte a la investigación que aquellos pensadores 70

Javier N. González C. iniciaran, de cara a una mayor comprensión de lo social, lo humano y lo cotidiano. Esta es una empresa extensa que requiere asumir vasta bibliografía, para de ella sintetizar y extraer pequeñas concepciones esenciales en torno al problema que nos atañe. No queremos dejar sin mencionar otras propuestas que hemos conocido a último momento y que, por ende, no han sido aun suficientemente analizadas. La propuesta de Ricoeur parte, sin duda, de las preocupaciones de Levinas por la integración existencial de las personas: el tú, el yo y el él. De allí mismo Derrida realiza sus propios análisis que también desembocarán en una concepción de las instituciones. El concepto de Derrida al respecto tiene un dejo de resignación y pesimismo que podría interpretarse como radicalmente contrario al anhelo esperanzador de Ricoeur. Cornelius Castoriadis es un autor que analiza dos temas pertinentes al estudio de las instituciones. Por una parte, estudia la psicología de la inclusión y la exclusión de los grupos humanos con relación a los metarrelatos y la forma tradicional de concebir las instituciones; y por otra parte, estudia cómo las significaciones, los mundos de sentido, son dependientes de las instituciones constituidas, en el estudio específico de la “acción instituyente”. Jürgen Habermas, desde su teoría de la acción comunicativa critica el institucionalismo conservador de Arnold Gehlen, propugnando por una limitación a la fuerza objetivante de las instituciones, de parte de los límites del discurso ideal. El habla abierta debe tener primacía sobre las determinaciones institucionales, aunque la concepción del habla que propone, al ser habla ideal, es habla a priori, que excluye, de antemano, el carácter subjetivo de las instituciones, y su historicidad.25 Recapitulación La revisión de la bibliografía identificada ha permitido encontrar cuatro perspectivas distintas respecto el ser de las instituciones: la empírica-positivistafuncionalista, la crítica-dialéctico-marxista, la hermenéutico-existencialista, y la metafísico-realista. Dichas perspectivas son incompatibles e irreducibles cabalmente por una especie de síntesis que las asimilase a todas ellas. 25

Respecto las ideas de Derrida, Castoriadis y Habermas, pueden consultarse las próximas a publicarse virtualmente memorias de las III Jornadas de Filosofía Política, realizadas en Junio de 2010, en Mar del Plata, Argentina; organizadas por el Centro de Estudios Filosóficos y Sociales. Cfr. las exposiciones de Sebastián Chun, Emiliano Adelgani y Aldo Avellaneda, respectivamente.

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Parte primera: recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución La primera apreciación que, de los datos obtenidos, puede hacerse, permite valorar justamente la importancia de cada perspectiva mencionada. La obra de Kliemt, entendida como un estudio juicioso y sintético que resume brillantemente las propuestas empíricas y funcionalistas, ha permitido reconocer elementos importantes del funcionamiento de las estructuras institucionales, y de las posturas adoptadas coherentemente desde una antropología en clave individualista. El mayor aporte de Kliemt es, sin duda, prevenirnos de la falsa hipostatización de la presunta objetividad absoluta de las instituciones, en el sentido en el que, actualmente, Habermas defiende frente a Gehlen. El breve pero sustancioso estudio de Duvignaud, ha permitido tener una idea clara respecto a la posición marxista del ser de las instituciones, y recuperar el valor de la dinamicidad del proceso institucional, su preeminencia histórica sobre demás actores, su irreductibilidad a la psicología del inconsciente, así como sus análisis respecto al elemento educativo y reproductivo de las instituciones. La perspectiva hermenéutica y existencialista de Ricoeur, facilita la vinculación de la institución en el panorama general de la ética, y promete grandes resultados a través de la recapitalización de los conceptos de concentración y distribución, así como de justicia. Igualmente, facilita la sustentación de la importancia y veracidad de los postulados, desde la existencia misma de las personas en su desenvolvimiento en el mundo, y desde el análisis directo de la acción y el lenguaje. Aunque sin dudas su mayor aporte es el haber dado con la forma propia de lo institucional: la apertura a la inclusión de terceros en las relaciones humanas, superando por mucho la superficialidad de empiristas y juristas reducidos a interpretar las instituciones en clave de, como diría Zubiri, relaciones meramente plurales: leyes, normas, reglas de juego, costumbres, interacciones. La obra de los miembros Café de la Paix y sus interlocutores, recopilada principalmente en el trabajo de Desqueyrat, permite reconocer un punto de partida metafísico-realista, que aporta importantes elementos de interpretación del momento de fundación institucional, y de articulación de las instituciones mismas en el plano general de la sociedad, en relación con la naturaleza humana. Dichos aportes deben ponerse en sintonía con las obras de los filósofos españoles que, en la misma línea, amplían enormemente la radicalidad antropológica de las instituciones, rompiendo la limitación juridizante y estatista del enfoque francés, e inclusive, de los enfoques funcionalista y marxista, para poder seguir la 72

Javier N. González C. invitación de Desqueyrat a pensar la institución como un asunto autónomo y anterior al derecho y al estado. Hannah Arendt y su definición de lo político como aquello que surge estrictamente entre los hombres, y en cuyo espacio entre se genera el poder. La sugerencia que, infortunadamente, la misma Arendt no tuvo la oportunidad de desarrollar, despertó al autor de obra del „sueño estatista‟, en el que, como la mayoría de filósofos de la política, se hallaba sumido. El reconocimiento del espacio propio de lo institucional, al cubrir el salto que hay entre „sociedad‟ como un concepto vago, amorfo, por una parte, y la formalidad del Estado, por otra, es el principio para aclarar una cantidad de cuestiones de primer orden en la filosofía moral y política, tales como la ley, la obligación, el derecho, el deber, el poder y la autoridad. La transición entre anarquía y civilización, así como de civilización a tiranía, tiene el sello del ejercicio institucional, concibiendo al poder, y a la norma heterónoma obligante, en el tránsito hacia la génesis de la autoridad. Crítica a los distintos conceptos previos de institución Los presuntos empiristas y racionalistas, que en política se identifican todos como discípulos de Hobbes, si bien alcanzaron el máximo nivel de sistematización en la obra de Kliemt, presentan un abordaje antropológico demasiado pobre que no permite saldar suficientemente la brecha entre el espacio privado y el espacio público. Kliemt reconoce (1986, p. 6) la necesidad de hacer una investigación estrictamente filosófica-moral, que fundamente las múltiples investigaciones metodológicas y científico-sociales. Pero, acto seguido, confiesa que el alcance de su investigación está marcado por el deseo de “explicar” (como contrapuesto a sustentar), sobre una base empirista-individualista, y de manera evolutiva, la realidad de las instituciones, claro, en consecuencia con sus presupuestos filosóficos. La debilidad está en el punto de partida mismo del empirismo, que necesariamente conduce a reducir la comprensión filosófica de cualquier realidad a la explicación de las categorías a priori que emplean las ciencias exactas en su estudio. Es decir, por más que lo intente, partiendo de sus propios supuestos, no trasciende realmente del ámbito metodológico, como lo ha demostrado de hecho el curso de la filosofía empirista de los siglos XIX y XX. La explicación empirista, para no incurrir demasiado evidentemente en petitio principii, requiere 73

Parte primera: recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución ser hecha de manera evolutiva. La evolución, en el sentido general de desarrollo, es un concepto que, desprovisto de todo contenido auténticamente ontológico, permite reducir cualquier fenómeno a otro, siempre y cuando alguna semejanza feliz haga dicha reducción algo razonable, cercano y familiar, como por asociación. Y sin embargo, pese a todas sus pretensiones empiristas, Kliemt (1986, p. 110) es consciente de la necesidad de fundar la „evolución‟ de las instituciones, en una suerte de „disposiciones naturales‟

del

ser

humano,

y

se

propone

describir

esa

fundamentación.

Desafortunadamente, el análisis del fundamento antropológico de la institución en dicho autor es tan superficial como el de la institución misma. En cuanto a la institución se refiere, ésta es finalmente el resultado del desarrollo de la contradicción entre la sociabilidad y la asociabilidad del ser humano, de donde surgen las instituciones morales, para después dar paso a toda la gama de instituciones restantes. Aunque esto describe parcialmente una verdad, la antropología individualista y el craso escepticismo metafísico, reducen la riqueza del ser humano, y de lo institucional, a una especie de inexplicable maniqueísmo odio-amor, de tipo presocrático. Los seres humanos saltaríamos erráticamente de un afecto a otro, y estaríamos predeterminados a amar lo próximo y odiar lo lejano. Por eso, la ontología de la institución de Kliemt se define en el argumento analítico de la intersubjetividad. Esto es, toda institución no es más que una serie de convenciones establecidas y reforzadas por los sentimientos de rechazo y simpatía de sus miembros, surgida evolutivamente del deseo de conciliar amor próximo con odio lejano. Además de todo lo que queda sin explicar, dos elementos resultan demasiado sospechosos en la propuesta empírico-positivista, tal como la sistematiza y presenta Kliemt. La evolución que, de la presencia de estos dos sentimientos, lleva a la constitución de complejas estructuras institucionales, rechaza de entrada la idea de una verdadera causa consciente, libre de la fuerza egoísta del inconsciente, por no ser más que un producto de la fantasía humana que dota falsamente de objetividad a lo institucional. Aunque otorgar plena objetividad y autonomía a las instituciones es una falacia de generalización, reducirlas a una proyección del inconsciente es simplismo, y es, de hecho, contradictorio con la evidente racionalidad de muchos elementos institucionales, como lo ha puesto de manifiesto Gehlen. Por una parte, si no hay una causa consciente, no hay elemento de „unión‟ entre la simpatía en el ámbito próximo, y el rechazo en el ámbito lejano. Es decir, sin el valor consciente de la paz, no tendríamos porqué habernos complicado tanto, buscando 74

Javier N. González C. asimilar „establemente‟, y permitiendo asimilarnos, a las fuerzas institucionales que poco a poco parecerían ir agotando el rechazo al ámbito lejano, desplazándolo a zonas cada vez más lejanas, casi quiméricas, haciendo de esta especie de odio una frustración injustificada. Por otra parte, la situación en la que queda la libertad de los miembros de una institución es dudosa. La explicación sólo sirve si todos los humanos que se ubican tanto en el inicio, como en la posterioridad al establecimiento de una institución, fueran ciega presa de sus únicas dos pasiones elementales. Y quienes pretendan superarlas, o cambiarlas, necesariamente deberán ser reducidos por las normas obligantes generadas dentro de la institución. De esta manera, la brecha entre poder y libertades individuales queda trazada con cruel distancia. No habría libertad social. El mundo sería el trágico escenario donde un juego de libertades individuales se debate, o bien se resigna, ante los monstruosos constructos del inconsciente de todos y de nadie. En este sentido Duvignaud señala que “si la coacción es indispensable para la supervivencia de estas instituciones ¿qué necesidad hay de un acuerdo general con sus usuarios?” (Duvignaud, 1974, p. 243), aludiendo al mito del contrato. Y la respuesta sería: engañarlos para que su inevitable libertad no se sienta traicionada. De cualquier modo, el argumento analítico de la intersubjetividad serviría para ofrecer una explicación más o menos verosímil de cómo surgen, se desarrollan, evolucionan, las instituciones, pero muy poco dice a cerca de qué son. Tácitamente, según este argumento, las instituciones no son más que convenciones. Pero el término convención es aquí una trampa, una ambigüedad útil. La „convención‟ es medianamente satisfactoria para dar cuenta de la naturaleza de la institución, siempre y cuando „convención‟ suponga el actuar libre y consciente de los concertantes. Pero unos concertantes con los ojos vendados, o fatalmente limitados a actuar bajo la fuerza de dos antagónicas pasiones, que además viven engañados por sí mismos creyendo que actúan a la luz de verdaderos fines cuando no están más que actuando por las fuerzas de sus instintos intestinos, y cuyas representaciones sobre el bien, así como su capacidad de causar, y de suponer cómo deberían ser las cosas, no son más que ficciones; unos concertantes así, reitero, poco conservan de libertad y consciencia. Lo que explicaría la „convención‟, ha sido por los positivistas mismos denegado de antemano. Luego, bajo el argumento analítico de la subjetividad, podría explicársele a los niños cómo surgen las instituciones, pero no se le podría responder a nadie por qué razón son, es decir, cuál es su relación con la naturaleza humana., ni mucho menos qué son. 75

Parte primera: recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución Por eso, para el empirismo, la distancia entre el Estado y la costumbre moral no es más que una diferencia de poder, olvidando dar cabida cuenta de la riqueza de relaciones humanas, como objeta Duvignaud, cuando acusa de error y deslizamiento al dar primacía a las normas sobre las relaciones en el contenido de la institución 26. De entre los hijos de Hobbes, el ala izquierda hizo una explicación bastante más compleja, por la introducción de un denso concepto: la dialéctica. Así como por la recepción de un valor lleno de ímpetu: el rechazo a la diferencia del poder. La dialéctica permite explicar con mayor profundidad que el argumento analítico de la intersubjetividad, la riqueza y particularidad de la vida institucional. La dialéctica hace las veces de puente entre el espacio íntimo y el espacio público, pero a diferencia del concepto de desarrollo del empirismo, aquélla es un concepto intencional, mucho más acorde con la realidad humana que el concepto ciego de desarrollo o evolución. Asimismo, la pretensión de igualdad y de destitución de la autoridad otorga un dinamismo histórico y una perspectiva teleológica más afín con la historia humana que la pretendida neutralidad de las fuerzas antagónicas del empirismo, más allegada a la historia de la geología y la corteza terrestre. Sin embargo, esta perspectiva tampoco da cuenta cabal de qué son las instituciones. Aunque no postular una definición clara resulta coherente con sus propios postulados gnoseológicos, la indeterminación de la naturaleza institucional impediría ser consecuentes con sus propios postulados éticos, incongruencia teórico-práctica que, por otra parte, no es extraña a las visiones de izquierda. Si la institución se identifica nada más que por ser el espacio donde se articulan las distintas formas de las determinaciones sociales (Duvignaud, 1974, p. 243), entonces resulta muy problemático discernir entre lo instituyente, lo instituido, y la institucionalización, propios de la dialéctica histórica. Además es notorio el impersonalismo: “se articulan” que deja a la institución ante el peligro de ser concebida como puramente autopoiética. Ante este impersonalismo, y ante la dificultad de distinguir las tres etapas del proceso, los sujetos particulares no tendrían suficiente criterio para identificar su objetivo a revolucionar, ni para identificar los móviles, formas, y acuerdos necesarios para organizar la revolución. Sería necesario que haber llegado al final de la 26

Dice Choza que “Las relaciones fiduciales, dialógicas, tienen la estructura de un pacto (de una alianza), y no pueden ser pensadas con categorías cosmológicas, según leyes cósmicas o según leyes del intelecto discursivo o de la razón deductiva (…) sino con las de los procesos libres (… [jurídicas] …) según el sistema de la libertad. (…) el momento previo de todo pacto (…) es el reconocimiento recíproco como personas (…) ambas partes se reconocen como capaces de cumplirlo” (Choza, 1988, p. 522).

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Javier N. González C. historia para saberlo. Pero la historia no se mueve sola, y según ellos, sólo se mueve bajo el impulso de los revolucionarios. De cualquier modo, si la aspiración y el motivo suficientemente poderoso como para llevar a los sujetos a enfrentarse a la historia y a lo instituido (a saber, la destitución de la diferencia de poder de la autoridad) está abocada a la fatalidad de generar nuevas formas instituidas donde de nuevo el poder se vuelve insoportable y se requiere, otra vez, de masas frescas que estén dispuestas a inmolarse para destituir lo hecho… ¿valdrá la pena para los sujetos particulares tanto sacrificio?, ¿no es esto un crasa frustración?, ¿nos hemos de resignar a “vivir en las fisuras” 27 en tanto fuerzas impersonales [es decir, personas disfrazadas de neutralidad] gestan estructuras de diferencias de poder? El poder, en la visión dialéctica de la institución, es un inevitable parásito de la misma que si bien, de acuerdo con las pretensiones dialécticas, no entra en la definición esencial de institución, con todo, misteriosamente siempre se vuelve a hacer presente. Por otro lado, el anhelo de igualdad de poder como fuerza primigenia, padece de petición de principio y de constricción de la libertad. En el primer caso, este anhelo de igualdad, que es igualdad en el poder, carece de sentido sin una institución que haya generado la diferencia; pero la institución, se supone, surge como el resultado no deseado de la búsqueda de dicha igualdad. En el segundo caso, ignora a aquellos que no están dispuestos inmolarse en el absurdum de la lucha contra el poder. O irresponsablemente los ignora, para no padecer de antipatía (al uso de las actuales izquierdas light con representación política), o necesariamente los sataniza, convirtiéndolos en enemigos de la causa. La búsqueda de la justicia y la dialéctica son conceptos intencionales, ya fue dicho, a diferencia del desarrollo y el equilibrio reflexivo, y por lo tanto, no es necesario que todos pretendan tal fin. Pero el motor de la historia sería únicamente esta lucha dialéctica, así, finalmente, o sólo los revolucionarios y las autoridades hacen parte de la historia, o todos los que no hagan parte del cambio se convierten en enemigos, o, de alguna manera, todos tendrían que ser arrastrados por la corriente de la lucha de contrarios, aun a su pesar. Si fuese lo primero, entonces quedaría una inmensa cantidad de seres humanos marginados de la explicación de lo institucional, caso en el cual se haría inmediatamente necesaria la explicación de un ámbito primigenio que diera cuenta de su vida social, pasando lo 27

Según el consabido concepto de Derrida.

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Parte primera: recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución institucional a segundo plano. Si todos tuvieran que ser arrastrados por la lucha de contrarios, estaríamos de cara a un siempre indeseable maniqueísmo que reduciría la riqueza de la vida institucional, en forma contraria a como los mismos representantes de la izquierda estarían hoy día dispuestos a admitir. O, finalmente, se desdibujaría la intencionalidad de los conceptos de dialéctica e igualdad, convirtiéndose en fantasías que objetivan el desarrollo o la evolución irrevocable de fondo, caso en el cual el empirismo tendría la razón. Y, de todas formas, y en todas estas posibilidades, seguiríamos sin saber qué son las instituciones. Por su parte, el estudio que hace Hauriou del fenómeno institucional parecería apuntar a responder por el ser de las instituciones, en tanto que su afán es determinar la objetividad y la subjetividad de las instituciones. Sin embargo, lo objetivo y lo subjetivo se mantienen, en Hauriou, en el ámbito de la epistemología del derecho. Esto significa que Hauriou se pregunta por la objetividad del derecho, y encuentra que el elemento objetivo son las normas establecidas, en tanto el elemento subjetivo son las instituciones que generan dichas normas. Aunque esto sea así, seguimos moviéndonos en el plano epistemológico, más general, del derecho. Para saber qué son las instituciones más allá de su uso metacategorial para otras ciencias, es necesario hacer un estudio ontológico en donde, en vez de lo objetivo y lo subjetivo, nos preguntemos por lo real y lo ideal. Esto, por sí mismo, daría muchas luces en el estudio de lo objetivo y lo subjetivo. A Hauriou podría objetársele, además, que sólo considera a las normas macro, esto es, las del derecho estatal e interestatal, pero no está considerando las normatividades al interior de las instituciones, donde lo que es subjetivo a nivel social 28, es objetivo a nivel institucional. Esto lo han descubierto y estudiado los neoinstitucionalistas en política, economía y derecho. Lo que demuestra, una vez más, que aunque Hauriou tenga el mérito de haber descubierto a la institución en general como un concepto genérico común al Estado, la familia, la empresa, la Iglesia, etc., que se venían, hasta entonces, pensando por separado, él mismo no teoriza sobre el ser propio de las instituciones como una realidad per se. Su abordaje del tema se limita a diferenciar la institución-persona de la institución-cosa, dado que esto le permite mayor claridad en la sustentación epistemológica del derecho. 28

Subjetividades sociales, dirá Llano.

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Javier N. González C. Hecha la distinción, Hauriou detalla las características de lo que sería la instituciónpersona, dejando bastante de lado la institución cosa. Ello lo conduce a un hieratismo tal que no puede dar cuenta suficiente de la dinámica histórica propia de lo institucional, pese a su afán de dar con el vitalismo de la sociedad, de la que da más cuenta la perspectiva crítica sintetizada por Duvignaud. La perspectiva de Hauriou, rica de contenido ontológico para el derecho, es sin embargo demasiado nominalista para la ontología, conduciéndole al corporativismo del que le acusa finalmente Desqueyrat (1933). Desqueyrat no sólo planteó con toda claridad la pregunta por la ontología de la institución, sino que fue contundente en afirmar (1933, p. 319, 392) la perspectiva ética, teleológica total, de la consideración de las instituciones entre sí. Es decir, Desqueyrat se dio cuenta, por una parte, de la necesidad de ahondar en la ontología de lo particularmente institucional, de cara a lo social y al derecho; en tanto por otra parte se dio cuenta de las implicaciones políticas de carácter universal, de la consideración de las instituciones entre sí. En este último sentido, su argumento es contundente frente a la postura de MacIntyre, según el cual no es posible acordar el bien común interinstitucional, sino únicamente el intrainstitucional, semejante a la postura que sostiene Rawls, a quienes Desqueyrat les habría advertido que, inevitablemente, estamos abocados a jerarquizar los valores, y por lo tanto, las instituciones, deseando siempre un escurridizo bien común. En cuanto a Paul Ricoeur se refiere, se le debe reconocer el mérito de haber encontrado el puente entre lo deontológico y lo teleológico, de tal manera que lo teológico es anterior y fundamento de lo deontológico, pero lo deontológico enriquece la teleología por medio de sus repercusiones existenciales, y el enriquecimiento del valor de la justicia que conlleva. Pero Paul Ricoeur, como él mismo lo hace notar, carece de verdaderos fundamentos en su argumentación. Por eso su determinación del concepto de institución no pasa de ser descriptivo. Ciertamente arremete eventualmente contra la tendencia a substancializar las instituciones y el Estado, y se opone a hacer de la institución un simple resultado accidental de la sumatoria de intereses egoístas, así como también defiende la legitimidad de la autoridad de la ley y la norma en el seno de instituciones justas, haciéndole frente al imperativo revolucionario que busca deslegitimar a priori toda autoridad establecida. Con todo, Ricoeur no presenta una salida clara respecto a lo que son las instituciones. Lo que hace Ricoeur es presentar un cuadro donde se pone de relieve la importancia existencial de 79

Parte primera: recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución las instituciones, con argumentos lingüísticos y hermenéuticos, cosa que, por lo demás, es sin duda muy valiosa. El nuevo concepto humanista de institución De la crítica emitida con relación a todos los autores mencionados, y del análisis que continuará a lo largo del presente libro, resulta claro que por institución no debe entenderse ni una substancia real, ni mucho menos personal, ni una simple „propiedad emergente‟, accidental, ciega e inconsciente, resultado visible de la lucha de intereses y afectos de las personas. Tampoco un contra-producto de la lucha contra sí-misma, resultado de la búsqueda de la reducción de la diferencia de poder, ni tampoco una intuición pura de la sensibilidad, una noción primera o evidente de la realidad extramental, o un constructo puramente fantástico del pensamiento humano. Lo que se ha pretendido esbozar es un concepto de institución que tenga un verdadero carácter ontológico. La definición inicial, fenomenológica y tópica que se propuso: organización social con pretensión de perdurabilidad, no puede ser desechada, pero debe dar paso a otra más profunda, que tenga en cuenta lo hasta aquí y en adelante analizado. En ese sentido, podría sintetizarse a la institución como unidad de orden de carácter moral, es decir, unidad relacional de distintas substancias individuales de naturaleza racional, donde la libertad constitutiva de las mismas hace de la ordenación al fin común un seguimiento autónomo y no necesario, y de la unidad de dicha ordenación una unidad de razón actualizable y falible, en cada momento de su escenificación real siempre dinámica, y donde la naturaleza personal-substancial de las partes hace de la dignidad ontológica de las mismas algo superior a la dignidad ontológica del todo, cuya naturaleza es impersonal e insubstancial. De forma descriptiva, en perspectiva antropológica, podríamos decir, además, que la institución es la predeterminación de las relaciones humanas categoriales, que se constituye en condición de posibilidad de las relaciones personales propiamente dichas, o trascendentales. Estas definiciones del concepto de institución son el resultado final de todo el libro y más que del libro de toda la investigación que tras de él se ha desarrollado y continúa haciéndolo, pero adelantarlas resulta útil y necesario para la mejor comprensión del mismo. Sin embargo, la identificación plena de las instituciones, requiere, además de la definición esencial que da cuenta de su status ontológico, aquella que dé cuenta de su naturaleza 80

Javier N. González C. específica, es decir, de las operaciones, en este caso, funciones, que le son específicamente propias. Después de lo cual aún habría que completar la comprensión del concepto con una crítica que lo sitúe axiológicamente, en la línea de Ricoeur, en el panorama antropológicoexistencial. Hecho esto, ya se estaría en condiciones de pensar en las posibles conclusiones epistemológicas que, de cara a las ciencias sociales, tendría el concepto mismo de institución. Sugerencias para enriquecer el concepto La identificación de la naturaleza propia de lo institucional es una investigación ya iniciada que ha permitido reconocer que, si bien la institución al no ser substancia y al no ser persona, no es propiamente principio intrínseco de operaciones, la predeterminación de las relaciones personales categoriales genera un tipo específico de actividad humana que sólo se entiende y se hace posible en el espacio institucional. En este sentido, fundación, protocolo, burocracia, revolución y costumbre, son formas de actuar humanas posibilitadas únicamente en el espacio de lo institucional. Estas formas de comportamiento humano son determinaciones de las relaciones de poder, las cuales, a su vez, son resultado de la predeterminación de las relaciones personales categoriales (puramente plurales, en el concepto de Millán-Puelles). Sin embargo, sólo el protocolo y la burocracia se reducen a ser únicamente determinaciones de poder. La fundación, la revolución y la costumbre (o ethos) son determinaciones de las relaciones de poder encausadas a estimular relaciones personales trascendentales, y son por tanto, las que dotan de sentido a la institución. Y de estas tres actividades, sólo la costumbre29 no está de antemano condenada a consumarse en un momento determinado, o a fortalecerse para ese momento, sino que, por el contrario, es una actividad cuya riqueza perfectiva le viene dada por la estabilidad y la continuidad indefinida. Es indispensable comprender la relación institución-sociedad. La institución no agota lo social, como parecieran pensar la mayoría de los teóricos de la institución, pero tampoco es una manera de ser entendida como un simple accidente o parte de la sociedad, como piensan la

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La voz costumbre conviene reemplazarla por la voz griega ethos, que, por una parte, resalta el carácter social o comunitario y no personal o individual del concepto que buscamos, y por otra parte, reduce las connotaciones peyorativas que indican inconsciencia, heteronomía tiránica, falta de sentido. Es así que, por el contrario, el ethos está dotado del mayor sentido, siendo para la institución lo que la praxis, o el hábito, es para la persona.

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Parte primera: recorrido y crítica por distintas concepciones filosóficas de institución mayoría de sociólogos. La institución es el espacio específicamente político porque es la realidad que predetermina las relaciones humanas, es decir, que regula la libertad de las personas por medio de la determinación de la injerencia de unas en otras; en tanto lo social abarca, además, las relaciones humanas no directamente reguladas, y sus manifestaciones. La institución es la fuerza vital de la sociedad, como afirmara Hauriou, y el puente entre lo personal y lo social. En la institución, como en la sociedad, están presentes los odios y amores personales, así como la lucha por el poder, pero su estructuración específica obedece a fines inteligentes de mayor alcance que estas pasiones. La vida institucional, al ir tras la idea directriz que pretende encarnar un valor, sigue muy claramente el desarrollo dialéctico histórico, pero el inicio y el final de los cambios institucionales no se funden hasta quedar indiferenciados, sino que se modifican en mejores o peores alcances, siendo esta diferencia una diferencia real. La institución, en general, puede comprenderse bajo un esquema específico pues sus relaciones categoriales están necesariamente predeterminadas, pero el elemento azaroso de la institución impide que ningún esquema teórico agote su riqueza, ni diluya sus elementos esenciales. Como tampoco sucede en la sociedad como un todo, que escapa y trasciende a cualquier predeterminación en las relaciones, de tipo dialéctico o del que sea, y por lo tanto, toda esquematización de la misma es ficticia en cuanto tal y se hace sub forma institutioniis, como por ejemplo, bajo la forma de Estado. Por todo ello, cuando se substancializa a la institución, y sobre esta antropomorfización se apresuran juicios incriminatorios morales, con mayor pretensión de la que pueden, como suele acontecer, se funden el sofisma de falsa generalización con el sofisma de falsa causa, falseando la comprensión de lo social. Cuando se trivializa lo institucional, y se reduce a una sola forma posible de relación personal, o se entiende como una afección del devenir predeterminado de lo social, se peca de simplificación y se banaliza el concepto de lo institucional.

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Javier N. González C.

“La idea de la muerte de la metafísica está desprovista de sentido. Ella es la condición de posibilidad de cualquier lenguaje” Ferrer Arellano

PARTE SEGUNDA La segunda parte de esta obra tiene por fin captar el sentido verdadero del concepto institución, esto es, la esencia y el origen de esa realidad. Depurar plenamente el concepto institución significa, en ciencias positivas, establecer una función determinada en unos referentes empíricos. Aquí en cambio significa determinar su ontología, analizar su forma esencial o los rasgos distintivos de su naturaleza. El estudio de sus causas nos conducirá a lugares insospechados en el análisis de lo institucional. Encontraremos, en la causa formal de la institución, lo que es específicamente la institución, el en-qué-consiste. Así, el descubrimiento de que la institución es la predeterminación de las relaciones humanas para la apertura a terceros, es un descubrimiento que, de la mano de Paul Ricoeur, resulta fantástico. Estudiando su origen, nos preguntaremos por las protoinstituciones, ya no es posible pensar un momento humano anterior a un momento institucional. Lo humano es institucional desde el principio. Ello nos llevará a la discusión en torno al contractualismo y sus mitos explicativos. Así, buscaremos la explicación antropológica de lo institucional, no en la desconfianza, sino en la confianza, no en la amenaza, sino en la promesa, no en el odio sino en el amor. Esto como explicación antropológica última. Esta segunda parte se cerrará con un análisis del poder, de la política, que permita depurar prejuicios académicos al respecto, para hacer más evidente la necesidad de una explicación del poder y de lo institucional que no se reduzca a una descriptiva de reglas de juego.

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Parte segunda: causas y determinación de la institución

Capítulo I

CAUSAS Y DETERMINACIÓN DE LA INSTITUCIÓN

Etiología Sostiene Amalia Quevedo que existe una primigenia “trilogía etiológica: naturaleza, arte, azar” (1989, p. 218). A la causalidad natural corresponden propiamente las cuatro conocidas causas aristotélicas, en la causalidad artesanal, posible gracias al poder de la libertad humana, hay que considerar siempre, además, las causas instrumental y ejemplar. Si bien esto es tal, “La naturaleza es una causa que actúa siempre del mismo modo, en virtud de su carácter formal y teleológico. Ahora bien, no siempre la naturaleza produce los mismos efectos, sino tan sólo generalmente. Y esto último se debe a que la naturaleza es, en cierto sentido, además de forma y fin, materia, y puede ser interferida por agentes extrínsecos” (Quevedo 1989, p. 223), dado que su actuación es lineal. Considerando que la „unidad de orden moral‟ se reduce esencialmente a relaciones humanas o humanizadas, es importante insistir en que “La relación de dependencia del efecto (en este caso la taleidad de la acción) a su causa, recuérdese, es real, trascendental” (Ferrer Arellano 1998, p. 188). De esta manera, la etiología tanto por definición (causa) como por este caso específico (la unidad de orden moral) se reduce a la determinación de lo relativo. Lo relativo no puede ser propiamente definido, pues, “no nos es posible definir la relación con el rigor de las definiciones esenciales. Tratase de un concepto primario, de un género supremo” (González Álvarez, 1987, 342). Sólo es posible dar sinónimos. Sin embargo, por lo mismo que es un género supremo y resulta evidente, no será problemático carecer de definición. Cabe añadir que, en la relación causal ontológica, que es de suyo característicamente trascendental, la esencia es inmediatamente referida, a diferencia de la relación categorial en la cual es mediatamente referida; o la relación del per accidens que es una relación que, en

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Javier N. González C. cuanto tal, es de razón, carente de toda verdadera relación. Así lo sentencia González Álvarez (1987, p. 345): Suele entenderse por relación trascendental toda referencia u ordenación incluída en la esencia de una cosa o de un principio. Por incluirse en su esencia, identificándose con ella sin residuo, la relación trascendental es definitoria de lo relativo (…) Según esto, la relación trascendental no designa una realidad distinta de la naturaleza misma de la cosa en cuestión, sino que expresa su esencia en cuanto referida u ordenada.

Causa material: relaciones humanas del tipo perdurable Cuando se afirma que las relaciones morales (humanas) son la materia de la institución, es imprescindible recordar las cláusulas que delatan la entidad de una relación, a saber: “Por parte del sujeto: que el sujeto sea un ente real y que tenga un fundamento o razón real de ser fundamento. Por parte del término: que el término sea alguna cosa real y existente realmente, y además que sea realmente distinta del otro extremo. Habría que añadir que los relatos sean del mismo orden” (Cruz 2006, p. 77). También ha de hacerse hincapié en que el „mismo orden‟ de las relaciones en la institución es el orden moral, es decir, humanizado por la libertad de las relaciones mismas. Es importante reseñar este detalle, dado que, como fue dicho, las relaciones que incluye la institución son de diverso orden, en tanto implican cosas y seres no personales, y acciones y relaciones humanas no personales. Sin embargo, las relaciones que son la materia propia de las instituciones son las relaciones morales, dadas entre seres personales, pues las demás relaciones no son partes propias sino accidentales de las instituciones, partes accidentales de las cuales se puede prescindir, y cada una de las cuales se relaciona por segunda referencia a las relaciones morales. Ahora bien, el que la diferencia entre una persona y otra persona sea radicalmente mayor que entre un objeto y otro, no rompe con la identidad de orden de los relatos de la relación moral, antes bien, la enriquece, pues, sin romper la identidad de la especie, promueve la intensidad del vínculo por la diferencia entre los relatos, como arguye Cruz (2006, p. 13) “Sólo con la nítida eclosión de lo distinto existe la posibilidad de establecer conexiones: no confusión, sino correspondencia, enlace entre términos, comunicación. La relación exige tanto la pluralidad como la unidad: pues la relación es una especie de unidad”. Así, la 85

Parte segunda: causas y determinación de la institución materia de la cual están hechas las instituciones son las personas, pero no consideradas absolutamente,

sino consideradas

en cuanto

se relacionan predeterminada y

condicionadamente “Su causa material -las personas que la forman- pueden y deben definirse, como decíamos, en términos de relación” (Ferrer Arellano 1998, p. 165). La materia de la institución no se limita a la relación moral en general, sino que se especifica en la relación moral de tipo perdurable. Perdurable indica, etimológicamente, la mayor duración. Esto es supremamente significativo pues la relación es más fuerte cuanto más tiempo implique. En las relaciones no personales, la temporalidad puede ser 30 una manifestación de la fuerza de hecho de la relación, en tanto en las relaciones personales es causa de la fuerza del vínculo, por el carácter habitual del mismo, y su naturaleza intencional, inmensamente distinta de la naturaleza magnética del vínculo físico, y de la instintivofuncional del vínculo simbiótico. “Esto es especialmente ilustrativo porque muestra que lo que convierte una relación en relación personal no se puede reproducir en determinados momentos o cortos periodos de tiempo” (Spaemann 2000, 91). La temporalidad de las relaciones morales es tan esencial a las mismas que, inclusive, configuran la subjetividad escindida del ser humano, que le hace capaz de ser „cósico‟ u objetivado y ser „personal‟ o sujeto. “Es la temporalidad la que hace que surja esta diferencia dentro de la subjetividad y a través de ella se constituye la relación de las personas consigo” (Spaemann 2000, p. 112). La diferencia de la relación moral respecto al general de las relaciones es notoria si se consideran “la unidad per se que poseen los seres naturales y la unidad per accidens que poseen todos los artefactos en cuanto que reales (...) Al negar que la unidad del artefacto qua real sea una unidad per se, se niega concomitantemente que el producto del arte tenga una naturaleza, y que sea una verdadera sustancia” (Quevedo 1989, p. 231). Si bien la institución es un producto „poiético‟, no se reduce a ello, entrañando, muy esencialmente, una producción de „praxis‟ en el sentido distintivo en el que, en Aristóteles, producción y práctica no se identifican. De esta manera, la unidad de la materia de la institución es de carácter accidental con relación a las cosas que contiene, en sí mismas consideradas, y con referencia a las relaciones morales universalmente consideradas, pero es propia en el

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No necesariamente es, como sucede con lo efímero de las relaciones entre las partículas subatómicas, que son las más fuertes del mundo material, pero sorprenden por su increíble fugacidad.

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Javier N. González C. sentido de las relaciones morales singularmente actualizadas, por lo cual la unidad es, en la institución, una nota altamente gradual, no hay dos instituciones con la misma intensidad y tipo de unidad. Pese a todo, “„Tales relaciones serán muchas veces accidentales, pero resultan necesariamente y se fundan en otras relaciones más profundas, esta vez esenciales, que anidan en el interior de las potencias‟” (Ferrer Arellano 1998, p. 39). Lo que indica, para nosotros, que las relaciones que la institución incluye, relaciones „cósicas‟ (entre las cosas), relaciones instrumentales (entre hombres y cosas), y relaciones humanas efímeras o accidentales, se fundan en las relaciones morales perdurables que las motivan, y que son, por tanto, el núcleo de la materia de la institución, y lo cognoscible de ella. Las relaciones morales perdurables „generan un espacio propio‟ precisamente al abrir la posibilidad de otras relaciones semejantes o inferiores y al fundar su propia posibilidad, pues en tanto son proyectivas constituyen una promesa de sí mismas. Este espacio propio autogenético ha sido denominado el espacio „entre‟, “M. Buber opina que en la compenetración propia de la comunión yo-tu, se comparte una esfera común a los dos, que él denomina „entre‟” (Ferrer Arellano 1998, p. 164). De lo que aquí se trata es de la amistad, según la entendía Aristóteles en su Ética a Nicómaco. La amistad precede a la sociedad y es su materia, en tanto es el ámbito donde primariamente el yo sale de su encapsulamiento para convertirse en un yo personal: un ser excéntrico que se encuentra con el tú… y con el otro. Causa eficiente: la persona en cuanto logos Pese a implicar la esencia misma de lo relacionado, “la relación, incluso como categoría accidental, no pone nada en el sujeto en que se halla; sólo se limita a referirlo a otra cosa” (Cruz 2006, p. 14). Luego no son las relaciones mismas de las cuales están conformadas las instituciones las eficientes de las instituciones en cuanto tales. La causa de la institución debe ser algo distinto de las relaciones humanas y humanizadas que ordena, de las que ella es causa. Hay que aclarar que es distinta la causa de la institución a la causa de las relaciones humanas mismas. Como se verá, la institución es un además, un plus que se añade a las relaciones humanas, ordenándolas y enriqueciéndolas, por lo que no se reduce a dichas relaciones, pues, de hecho, ya ha sido visto, incluye a la categoría ordenante y por ende la unidad extrínseca a las relaciones mismas. La causa eficiente de las relaciones no es 87

Parte segunda: causas y determinación de la institución otra que la acción de los sujetos de la relación, es decir, de los seres humanos, pues las relaciones no se producen a sí mismas “a la relación no le compete el movimiento por sí misma” (Cruz 2006, p. 317). Por esto mismo, la causa eficiente, que es la causa dinámica de la institución ha de ser algo distinto de las relaciones que la componen materialmente. Lo distinto y eficiente es lo que ordena las relaciones a la razón de bien ordenadora, esto no puede ser otra cosa que el logos, generalmente humano31. Únicamente el entendimiento en su actuar más dinámico y consciente puede inteligir el bien y por ello ordenar originariamente cualesquiera relaciones al bien mismo mediante cualquier razón de este (valor), asimismo, el entendimiento es el que puede inteligir la necesidad de las causas y los efectos generados, y la posibilidad del per accidens: “la posibilidad como contingencia, que aparece en el cruce de los sentidos potencial y accidental del ente” (Quevedo 1989, p. 20). El ordenamiento de las relaciones humanas hacia una razón de bien inicia cuando “el entendimiento „toma algo con un orden a otra cosa, en cuanto que ese algo es término del orden de la otra cosa a él, aunque él no se ordene a la otra cosa” (Cruz 2006, p. 79). De esta manera el entendimiento se mantiene distinto y autónomo, y da inicio al ordenamiento. El término logos ha sido preferido sobre entendimiento porque es más amplio, y porque hace abstracción de la persona en que radica, pudiendo ser cualquiera, y pudiendo ser muchas, además, en logos es más evidente la potencia dinámica. Podría decirse que la institución, en este sentido, es como un artefacto. Amalia Quevedo (1989, p. 230) dice “La unidad que el artefacto posee como tal tiene su origen en el logos y está regida por la especie ejemplar”. Es evidente que las instituciones no son naturales, en el sentido de causación por otros entes „cósmicos‟ o „cósicos‟, sino que es fundada, teniendo por tanto su naturaleza un algo grado de „artesanalidad‟ “el arte se toma como la causa de aquellas cosas que han sido producidas por el hombre” (Quevedo 1989, p. 225). El arte, como causa, comprende la libertad humana. La causa artesanal es una causa más débil que la causa natural, pues no es causa propia, y sus efectos por tanto carecen de la unidad propiamente entitativa “La unidad que el artefacto posee en cuanto tal es una unidad artificial que realmente no representa una unidad y entidad per se, sino tan sólo una unidad y entidad per accidens” (Quevedo 1989, p. 230). De esta manera, la institución tiene que ser siempre fundada, pues al carecer de unidad entitativa, carece de principio inmanente de ser y potencia intrínseca para actuar “Uno y 31

Aunque cabría la posibilidad del Logos divino, también posible eficiente de instituciones.

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Javier N. González C. otra se distinguen primero por el carácter extrínseco del arte, que no es un principio inmanente de lo producido, como lo es en cambio la naturaleza” (Quevedo 1989, p. 225, 226). El logos del que se trata aquí es el de la inteligencia en su forma racional es decir, en el tiempo. El logos del hombre. Este logos temporal y lingüístico es aquél que crea las instituciones, aunque cabe la posibilidad de que algunas de las instituciones sean creadas por personas distintas del ser humano, posibilidad que no será aquí considerada directamente. Respecto al logos racional y teniendo en cuenta los aportes de la lingüística contemporánea, según la cual resulta claro que a toda acción específicamente humana le antecede una proposición lingüística, debe afirmarse, con Arendt, que “Donde acaba el habla acaba la política” (Arendt, 1997, en apuntes para la introducción), y la sociedad. Y por tanto, toda institución, pues no se buscaría ordenar las relaciones humanas a una forma de bien. Habría que considerar, además, la prolongación de la causa eficiente en el tiempo. El logos como causa eficiente aplica no sólo para el momento de fundación propiamente dicho, sino para la necesaria constante prolongación de la fundación que se actualiza en cada persona que se adhiere conscientemente a la institución. Causa formal: inclusión de terceros por medio de la relación extendida bidimensionalmente. Dice Ferrer Arellano (1998, p. 166) que “El principio formal configurador -el orden concreto por el que están mutuamente relacionados sus componentes (causa formal)consta de todo un entramado de relaciones dinámicas de alteridad de las que resulta una unidad, derivada precisamente de la relación a un mismo fin que las solicita (causa final) a agruparse o adherirse a la agrupación (causa eficiente)”. El entramado de relaciones dinámicas de alteridad se ordena al fin de una manera sincronizada y paralela, esto es, ordenadas entre sí, y no, precisamente, cada relación dinámica por su propia cuenta. El entramado es real y uno, no sólo por la tendencia extrínseca al fin, sino por la ordenación intrínseca que sigue al fin pero que abarca a todas las relaciones, relacionándolas. Es decir, las relaciones morales perdurables sólo son propiamente cuando sus relatos pertenecen al mismo orden, estas se presentan como tales de forma siempre dual, pues el orden personal 89

Parte segunda: causas y determinación de la institución es de „tú‟ y „yo‟, porque lo personal tiene un nombre y un rostro. Sin embargo, como fue dicho, esta dualidad genera un espacio de posibilidad abierta al infinito que supone la apertura a los terceros excluidos, incluyéndolos como posibilidad de constituirse en segundas personas. Si las instituciones se redujeran a las relaciones morales perdurables que cada persona establece efectivamente, las instituciones se paralizarían y tendrían un límite de extensión muy reducido, seguramente el límite dado por el clan familiar. Es necesario que el número de sujetos partícipes de una relación se extienda irrestrictamente, lo cual es deseable porque “El ser del hombre se revela como siendo estructuralmente un ser que proviene de otros, con otros, para otros y hacia otros. Es constitutivamente comunitario” (Ferrer Arellano 1998, p. 30). El ser personal reclama la presencia del otro enriqueciéndose con cada nueva relación efectiva y posible. “El espacio de la diferencia entre lo para mí y lo en sí es idéntico a la posibilidad de ser alguien para otros” (Spaemann 2000, p. 112). Frente a esto, es inquietante el hecho de que la relación „posible‟ no es propiamente mutua, pues el otro como „posibilidad‟ no establece la relación en igualdad de condiciones. Esto es tal, “De suerte que en la relación no-mutua la relación verdadera y propia está solamente en un extremo” (Cruz 2006, p. 175), pero sobre todo, recordando el carácter trascendental de la relación personal, hay que recordar, con Cruz (2006, p. 316), el carácter real de la relación trascendental, que pese a la irrealidad del término, señalaba Juan de Santo Tomás “la relación trascendental del acto interno no exige que la cosa exista ni que sea verdadera: basta que sea estimada o considerada para que pueda tender hacia ella el acto real”. Sentada la posibilidad de la apertura de la relación moral perdurable al tercero, es posible reconocer que la inclusión del tercero constituye, de hecho, la forma específica de la institución en tanto que es la que hace posible el carácter de perdurabilidad característico de la institución, así como su proyección a otros posibles, a diferencia de las relaciones puramente interpersonales, que no constituyen por sí solas una institución. Esta extensión es precisamente la que se convierte en causal de conductas regulares sociales, en tanto transmite los hábitos y las prácticas que configuran las relaciones morales interpersonales a otros posibles, futuros y contemporáneos “-que se manifiesta en el plano psico-ético, en la vinculación propia del espíritu objetivo (hábito configurador de una común forma mentis y comunes formas de vida que modulan y condicionan positiva o negativamente el ejercicio de la libertad, sin suprimirla) se define formalmente a nivel operativo- como unidad de 90

Javier N. González C. relación, es decir, de orden dinámico que concierta conductas en el todo social” (Ferrer Arellano, 1998, p. 167). La extensión a terceros es entonces bidimensional, pues se proyecta a terceros en el tiempo y el espacio, o sincrónica y diacrónicamente. Según Ferrer Arellano (1998, p. 48, 49) existen “tres grandes órdenes de relaciones con los otros ... En primer lugar las relaciones de filiación (...) En segundo lugar las relaciones de conjunción (...) El tercer orden de relaciones es el cuasi-creador: de „ser para‟. El hombre es procreador y capaz de construir libremente el mundo y su historia, de orientar su destino, de elegir ser „con y para‟ (…) „sin y contra‟”. Estas relaciones pueden ser los tres grandes órdenes de relación personal dual, y por lo tanto sustento de las relaciones extendidas, pero para determinar el ámbito de lo institucional hay que identificar los tipos de relaciones inclusivas de terceros. Precisamente el tercer tipo de relaciones con los otros es el que permite ampliar las relaciones del segundo e, inclusive, primer tipo, a los terceros posibles bajo una ordenación de bien. A la amistad se le suma entonces la posibilidad de contar con otros, y así se forma el „espacio‟ social, esto es, un mundo de posibilidades existente por el conocimiento de las acciones de terceros, o de uno en cuanto que tercero “la extensión de las relaciones interhumanas a todos los que el cara a cara entre el “yo” y el “tú” deja fuera como terceros. Pero el tercero es, de entrada, sin juego de palabras, tercero incluido por la pluralidad constitutiva del poder” (Ricoeur, 1996, p.204) 32. „Terceidad‟ inclusiva que se mantiene en el ámbito de la potencia, y no del acto, pues la inclusión en acto sólo tiene forma de segunda persona en una relación personal. Un mundo libre sólo se funde con otro mediante un acto de reconocimiento personal, el cara a cara que resulta imposible sino con un tú. Los posibles como entes de razón conservan siempre su posibilidad contraria, de tal manera que “siempre que se juntan hombres (…) surge entre ellos un espacio que los reúne y a la vez los separa” (Arendt, 1997, fragmento 2b). La apertura de las relaciones personales a la posibilidad de las relaciones con los terceros, sólo se puede llevar a cabo formalizando las relaciones que en principio se dan espontáneamente en el espacio-entre-hombres. Este acto de formalización, de predeterminación, no es otro que la introducción de la ley como mediadora de las 32

El poder surge en toda institución, donde las relaciones accidentales-funcionales, dadas entre las personas, se ordenan bajo la forma de las relaciones de poder. De ello son conscientes Deleuze y Guattari. Pero, a diferencia de ellos, obsesionados con el poder como lo están todos los pensadores de la izquierda, Paul Ricoeur, a semejanza y siguiendo a Arendt, considera el poder como algo benéfico.

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Parte segunda: causas y determinación de la institución relaciones humanas. La ley, por ser necesariamente universal, y considerar siempre al género, reduce la espontaneidad al situarse dentro de unos límites preestablecidos. La existencia de estos límites hace el actuar relacionante personal, predecible y cognoscible, antes de la experiencia misma de la relación, abriendo así la posibilidad de que se vinculen terceras personas. Dice Ricoeur que la ley asegura la neutralidad necesaria para equilibrar las relaciones humanas y la concepción del sí mismo. Para aclarar todo lo dicho en este apartado, recurriré a una escenificación hipotética. Imaginemos que aterrizamos en otro planeta por accidente. De pronto nos vemos rodeados de seres de apariencia física humana. Sin embargo, ninguno de sus gestos, expresiones, instrumentos, maneras, espacios físicos, ni las manifestaciones más elementales y universales de afirmación, negación e interrogación nos es familiar. ¿Cómo iniciar una interacción con ellos?, ¿qué esperar de ellos?, ¿cómo hacerme su conocido, ni mucho menos su amigo o familiar, si no puedo siquiera entrar en relación? Para entrar en las relaciones personales necesitamos primero ser considerados posibles, y esta pre-estimación sólo se constituye en tanto hay mediatización de las instituciones, en tanto estas han predeterminado las relaciones categoriales humanas de tal forma que se generan las condiciones propicias para entrar en relación. Causa final: teleología del valor y la función Retomando lo dicho, “es la relación moral, donde „formalmente‟ existe una relación trascendental que da lugar a relaciones categoriales” (Cruz 2006, p. 128), de tal manera que dichas relaciones trascendentales constitutivas se tornan en únicas e irremplazables: “las cosas que son de la misma naturaleza no pueden, justo por naturaleza, estar subordinadas unas a otras, y, por ello, tampoco pueden reemplazarse la una a la otra” (Cruz 2006, p. 171). Es así que el vínculo a la función, realizado mediante relaciones accidentales derivadas, es reemplazable, en tanto el vínculo al fin, al valor, es realizable mediante relaciones trascendentales, es único e irrepetible como los sujetos mismos de la relación. Por ello, bajo el accidentalismo se corre el riesgo de reducir la finalidad de las instituciones a su carácter funcional, al estilo del sociologismo malinowskiano, riesgo que conlleva empobrecer las relaciones mismas despojándolas de su carga axiológica.

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Javier N. González C. En este sentido, poiesis y physis se asemejan. “La diferencia que separa al arte de la naturaleza, si bien parece máxima desde la perspectiva de la causa eficiente, es mínima desde el punto de vista de la causa final” (Quevedo 1989, p. 226), al ser, ambas etiologías, determinadas por una teleología alcanzable mediante actos perfectivos, tendientes a una función y a un valor superior a la función, valor que, a su vez, sólo es cognoscible por un logos y no por una estimativa capaz de asumir la función, pero ciega ante el valor. Pero en la institución, por ser más praxis que poiesis, o mejor, al ser poiesis en y por la praxis, “„la relación y la proporción al fin, si es interna a un acto, no es en éste una denominación extrínseca‟” (Joannes a Sancto Thoma, In I-II q.21, disp 8 a 1, tomo V, n. 24, p. 625 en Cruz 2006, p. 127). La tendencia al valor es interna al acto relacional mismo, por vía de la intencionalidad. Es la causación final la que mueve a las demás causas, pues es la tendencia al valor la que estimula tanto el efectuar las relaciones morales perdurables, como la que estimula el espacio para que la posibilidad de dichas relaciones se extienda a terceros, como la que mantiene efectivas las susodichas relaciones “la causa final tiene primacía sobre las demás causas predicamentales” (Ferrer Arellano 1998, p. 187). De esta forma, es que La relación trascendental, decíamos, es intrínseca y constitutiva de la entidad a que afecta. Pero el término de tal relación no es totalmente extrínseco a la misma, sino que le pertenece esencialmente. Y como la actividad no puede dejar de ser algo esencialmente referido al bien o fin que la solicita, éste no puede dejar de afectar a aquella de una manera intrínseca. (...) Sólo así considerado (como objeto de tendencia) afecta intrínsecamente al acto de la voluntad, que está constitutivamente ordenado a él (Ferrer Arellano 1998, p. 188).

La teleología de las acciones humanas es triple, pues hay tres grados o niveles de profundización en los fines. El fin, el fin del fin, y el fin del fin del fin. Estos tres niveles de teleologicidad determinan, respectivamente, a la relación en su especificidad, a la relación en cuanto tal, y al sujeto de la relación, la persona. La primera tendencia es “...el objeto, como termino inmediato de la acción, [que determina a la acción] intrínseca e inmediatamente dándole forma o ser específico” (Ferrer Arellano 1998, p. 189). La segunda tendencia, la función, determina la efectiva actualización de la acción o su latencia futurible y perfecciona la calidad de la acción religante misma, es decir, determina las acciones en el 93

Parte segunda: causas y determinación de la institución marco de las relaciones humanas mediatizadas por lo institucional. La tercera tendencia, el valor, determina el ser personal en sí mismo considerado, perfeccionándolo: “No es tampoco la relación lo que se relaciona al término, sino el sujeto por ella” (González Álvarez, 1987, 343). Este camino se recorre de vuelta, de tal manera que la perfección personal hace una virtud de la relación misma y su relatividad a la función, y, por ello, el ser específico de la acción se rectifica conforme a su objeto. A ello se le puede denominar, la dinámica perfectiva del telos. Aunque habría que aclarar la pluralidad de matices que lo teleológico adquiere en las instituciones, la más esencial y común finalidad que configura a toda institución es tal cual ha sido descrita. Etiológicamente hablando, lo que mueve a la causa eficiente, logos, a que normativice el espacio-entre-hombres, permitiendo así la inclusión de terceros, es decir, a que una causa formal actúe, es la causa final, es la visión de un valor. Sin un valor, no valdría la pena, no se justificaría, pretender ordenar el espacio-entre-hombres. Al afirmar que la finalidad causal, y por lo tanto33, la causa principal de la institución es el valor, se afirma la bondad de la mediatización de las instituciones en la búsqueda del máximo bien humano, tanto como la superioridad de lo axiológico sobre lo funcional. Las funciones, como acciones concretas, son consumadas en cada ocasión, y por lo tanto se suceden unas a otras con la mayor naturalidad, mientras el valor permanece superior e inagotable y su alteración es siempre dramática. El valor unifica, la función participa el valor distribuyendo (diversificando) las acciones con sus objetos inmediatos. Cumplir una función, para encarnar un valor. La función, por agotarse cada vez en su ejercicio, puede variar sin variar la esencia de la institución, la cual está dada por el valor, que no se agota, ni varía, sin cambiar la esencia de la institución 34. Causa ejemplar: la personeidad humana Recordando que la institución es una producción artificial, no puede dejar de considerarse su causación ejemplar en tanto que “La forma del objeto artificial qua talis se 33

“Todo lo ordenado es ordenado por algo. (…) causa final, (…) la primera de las causas (…) supremamente ordenadora” (Cardona, 1966, p.40). 34 Hauriou habla de „la idea directriz‟ como una finalidad determinante y real de toda institución, distinta del valor y distinta de las funciones. Pues bien, la „idea directriz‟ de Hauriou, en realidad tiene la forma de función. Sólo que la „idea directriz‟ es totalizante ad intra de la institución, pero particularizante ad extra, donde la institución tiene que encontrar un espacio de relación dentro del plexo de instituciones que siguen el mismo valor, o valores similares. Pero tiene forma de función, en tanto es una acción poiética relativamente agotable, que se consuma cada vez en el ejercicio correcto de las obligaciones.

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Javier N. González C. encuentra en el artífice antes que en el artefacto, como la forma ejemplar” (Quevedo 1989, 230). La extensión de la relación moral a terceros, y su implícita y supuesta unidad, está concebida en el logos antes de ser producida, y no sale de él al ser comunicada a la praxis que busca encarnarla, que es una y otra vez rectificada, según la dinámica perfectiva del telos: “El arte es una causa per se por cuanto reproduce la especie intelectualmente poseída” (Quevedo 1989, p. 230). Precisamente, lo que tiene de per se la institución es aquello que se adecua a su causa ejemplar o que se contrapone intencionalmente a ella, en tanto lo que tiene de per accidens es aquello que le acontece al margen o en contravía no intencional de su causa ejemplar. La contrariedad ejemplar es per se en tanto es, en el fondo, eficiencia de una nueva forma institucional radicada sobre los cimientos, o las ruinas, de la anterior, según se suceda violenta o imperceptiblemente, lo cual hace parte de la dinámica misma de la institución. Esto es válido aunque dicha contrariedad genere muchos per accidens de cara a las personas particulares que conforman la institución, razón por la cual la contrariedad, puede concluirse, es una causa per se corrupta, excepto cuando la contrariedad viene dada por la autoridad, caso en el cual es una causa per se pura. Estos sentidos „puro‟ y „corrupto‟ de la causalidad, son posibles dado que se trata de abstracciones de las que se predica por analogía, y no se pretende ahora hacer juicios de valor, ni esta analogía tiene aquí carga axiológica. En realidad, es decir, de cara a las personas, que es lo que más importa, sólo hay causas per se y causas per accidens puras y simples, y se constituyen en una u otra según si el actuar de la persona está ordenado a un fin, y según lo que le acontezca contra su voluntad por la interferencia de los demás en singular, como institución, y la mecánica de la naturaleza. La causa ejemplar es una causa irreal en tanto los relatos, la causa y el efecto, pertenecen a distintos órdenes, Mas cuando se trata de la verdad práctica –la del intelecto que produce las cosas mismas, como el artífice las cosas artificiales-, la relación es distinta: en cuanto productor, el intelecto es la medida de tales cosas, y éstas son lo medido por él; por ello, no tiene propiamente una relación real a las cosas, sino una relación irreal, porque la medida no hace realmente referencia a lo medido, sino a lo contrario. La verdad práctica no se comporta a modo de relación real en el intelecto (Cruz 2006, 293).

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Parte segunda: causas y determinación de la institución Para ser real necesita de la causa instrumental. Es por esta distinción y distancia, precisamente, que la causa ejemplar se diferencia de la causa final. El valor es alcanzable por la virtud, no en tanto que valor (razón de bien), sino en tanto que bien, de tal manera que la bondad adquirida por los actos colectivos es el fin de las relaciones personales perdurables extendidas, y es una bondad real y alcanzable, en tanto el valor en tanto que valor, es decir, en tanto que un juicio particular sobre los entes conforme a la categoría de bien, es siempre ideal. A más de ello, la forma ejemplar, ya ha sido dicho, la unidad colectiva de la acción que es a su vez causa formal, es, en tanto que ejemplar, la unidad perfecta misma, que como se vio, es imposible de conseguir por la presencia positiva de la irreductible apertura personal (singular) y por la presencia negativa de lo per accidens en el espacio donde se entrecruzan distintas cadenas causales, abundante al interior de las instituciones. Resulta entonces que la causa ejemplar “No mueve, pues, en cuanto idea ejemplar, sino en cuanto presenta un bien como objeto apetecible. De ahí que no pueda fundarse la relación trascendental (que es necesariamente de dependencia) en la ejemplaridad misma en cuanto tal” (Ferrer Arellano 1998, 197). Esta unidad anhelada no puede ser tomada de otro modelo que de aquél que, tenemos experiencia directa, posee la máxima unidad e intencionalidad: la persona humana. La unidad de orden considerada bajo el ejemplo de la unidad de la persona humana es la culpable de tantos aciertos y desgracias en la historia de los esfuerzos humanos por conferir ordenamiento a lo social, pues es la que, de cara al fin, se imagina la posible belleza de una ordenación “perfecta” al modo de la persona humana. Cabría añadir, al modo de una persona humana, también, ideal. 35 …principio extrínseco y ejemplar (causa formal extrínseca -ejemplar- del orden interpersonal) … el orden social es una modalidad inherente a la conducta de interacción comunitaria que se constituye en virtud de una relación trascendental de dependencia a la causalidad ejemplar y eficiente moral (íntimamente especificativa) del bien social a que inmediatamente se ordenan las normas y –en última instancia- al bien común. Y que consiste en un realizable el ideal personal en cuanto es realizado el ideal común de la sociedad (Ferrer Arellano 1998, p. 193).

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Por esto los excesos y utopías siempre vienen, proporcionalmente, de quienes desconocen el desorden inherente incluso a la substancialidad humana.

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Javier N. González C. La unidad de la persona es una unidad tal que su presencia la hace irrepetible y sus acciones son gobernadas directamente por la voluntad o intención, no habiendo, en principio, más obstáculos que los circunstanciales. Sin embargo es una unidad débil, pues puede romperse por el vicio. Por eso, cuando se asciende por la idea de la perfección, termina por tomarse a la persona en su aspecto más perfecto, esto es, la unidad plena de la voluntad con la acción, que en realidad, sólo la hay en la persona divina. Así, toda institución aspira tácitamente a alcanzar la unidad propia de lo que sería un Dios personal, (he aquí la semejanza de unidad que Hauriou estableció entre la persona natural y la institución, para designarla con el nombre de „persona‟). Causa instrumental: el lenguaje preformativo sintético. A la relación ideal que es la causa ejemplar “puede el entendimiento volver con un segundo acto reflejo sobre esta entidad adyacente, de suerte que conoce esa relación a los individuos como si fuera una relación real. La relación irreal es, pues, una esencia respectiva y puramente entendida, o sea, actualizada por la existencia mental” (Cruz 2006, p. 70), Ese acto reflejo no es representativo de la relación ideal misma, y “en cuanto representativo el signo ha se situarse en el ámbito de dos causas: la formal y la instrumental” (Cruz 2006, p. 165). El signo es instrumental en tanto que es un fin que se sitúa en el camino hacia otro fin, esto es, es un medio no querido por sí, sino únicamente por su intermediación con el fin. Que el signo sea arbitrario no quita en nada su transparencia formal y su naturaleza medial con relación a los entes de razón (ideas) que representa “el signo consuetudinario –que también representa algo distinto de sí mismo-” (Cruz, 2006, p. 177). El instrumento siempre pertenece a otra naturaleza distinta al fin perseguido, y, desde el punto de vista del fin, es prescindible. Sin embargo, desde el punto de vista de quien lo emplea, es reemplazable pero imprescindible en cuanto instrumento. Como la institución es un producto de la praxis, es necesario que la causa instrumental no sólo pueda situarse en medio de la eficiente y la final, sino que su carácter propiamente etiológico le venga dado por su efectividad propia, sin la cual el móvil de la causa eficiente a la final se vería truncado, dificultado o imposibilitado. Esto reclama la practicidad del instrumento. Pues bien, aquello que es signo de la relación ideal que es la causa ejemplar y

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Parte segunda: causas y determinación de la institución resulta efectivo en su papel de conectar la causa eficiente con la final, y reducir la distancia entre la causa final y la ejemplar, es el lenguaje. Gracias a los estudios contemporáneos, la pragmática lingüística ha puesto de manifiesto sobradamente el carácter performativo del lenguaje. El lenguaje, así considerado, es el instrumento por el cual las personas se comunican de la manera más objetiva, esto es, más universal. Es el único medio por el cual puede ser comunicado, de manera extensiva, el contenido del logos que quiere ordenar la praxis hacia un fin. Sin lenguaje toda institución humana es, en cuanto humana, insostenible e impensable. La praxis siempre se ordena mediante el lenguaje, bajo la forma de norma, imperativo y ley, tal cual lo constata Paul Ricoeur, y se extiende a los posibles terceros mucho más allá de lo que el ejemplo podría alcanzar, aún en su forma de ethos. Aunque, es bueno aclarar, no presenta una conexión directa con el actuar, sino indirecta, mediatizada por el arbitrio, sin contar con las eventualidades per accidens que pudiesen intervenir (principalmente, fallas en la comunicación). Por lo cual el lenguaje no es „mágico‟. Sin embargo, y pese a defraudar constantemente las perennes expectativas humanas de la inmediatez del lenguaje, es una causa instrumental propia sine qua non se harían posibles las instituciones, pues si bien la praxis es transmisible propiamente por el ejemplo, el ejemplo requiere a su vez del lenguaje para poder conectar la praxis con su fin. De esta forma, el sólo ejemplo apenas si pasaría del objeto propio de cada relación para vislumbrar la función. Pero por medio del lenguaje se hace posible la comunicación del logos al logos en la que se da cuenta de la conexión de la praxis con su valor particular, y con el bien. Aunque, por lo dicho anteriormente, no toda comunicación lingüística favorece o garantiza indefectiblemente este proceso. Debe notarse que el lenguaje es en sí mismo una institución (consuetudinario) y que, por lo tanto, necesita ser actualizado y afirmado por cada praxis cada vez, ser extendido como posibilidad a terceros, ser limpiado de sus accidentalidades y, sobre todo, ser puesto, más allá de su función pragmática, en conexión con su valor propio: la verdad. La causa instrumental se deriva directamente de la causa eficiente. Sucede que la causa eficiente es una substancia, un verdadero agente, pues sólo las substancias pueden causar propiamente hablando, por eso la causa eficiente es la persona en tanto que logos. En cambio, es el lenguaje preformativo el instrumento, ya que éste es otra institución, en tanto

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Javier N. González C. que lenguaje. El lenguaje es la protoinstitución36, junto con la familia, pero este es instrumento necesario de todas las demás. Para finalizar, se ha de poner en claro que el lenguaje como instrumento es, en cada caso, lenguaje sintetizado. Es decir, discurso. El lenguaje que sirve de instrumento para la constitución de una institución, no es lenguaje indeterminado sino que, para empezar, viene dado en un idioma definido y existente. Pero, más profundamente, viene cargado con una serie de presaberes y saberes contextuales, interinstitucionales, que se resumen y sintetizan sigilosamente en la estructura específica de un discurso con sentido. A una institución no la hace ni la cuasi-infinitud de la semántica del lenguaje, ni la ambiciosa y siempre abierta intelección del logos, sino únicamente un discurso con un alcance definido y limitado, que a su vez determina, limita y reduce las múltiples posibilidades del entendimiento, enfocándose de tal manera que sea abarcable y practicable. La voz lenguaje sintético se ha preferido a la voz discurso, por las connotaciones negativas, básicamente, idealistas y escépticas, que tiene en la filosofía contemporánea la voz discurso. Causa propia, causa impropia: determinantes y condicionantes antropológicos. Al inicio de este capítulo se habló de la trinidad etiológica por naturaleza, arte o azar, y se constató la forma bajo la cual operaban específicamente los agentes causales naturaleza y arte. Nada se dijo del azar. El azar como „agente‟ es el causal per accidens, de lo per accidens. De hecho, no „es el causal de lo per accidens‟, porque lo „per accidens‟ es como una causa eficiente sin agente. Es simplemente la sustantivación racional de la atestación de la experiencia de la casualidad, que es técnicamente llamada lo per accidens según el fieri37 (Quevedo 1989, p. 90, 91). Quevedo explica breve y claramente la accidentalidad per accidens, que se manifiesta cuando las cosas que suceden, suceden, no por necesidad, ni tampoco generalmente. El per accidens causal tiene lugar gracias a que la naturaleza y el arte, o las causas per se, (Quevedo, 1989, p. 211) posibilitan el acontecer del devenir per accidens “las cosas que 36

Como protoinstituciones, su agente no pudo ser el ser humano. ¿Tendría que haber sido una una persona superior? De ser así, a la prueba de Dios por el origen del lenguaje, puede unirse la de por el origen de la familia, en tanto que institución, y se tendría la prueba de la existencia de Dios por el origen de la sociedad en cuanto ordenada. 37 Dice Amalia Quevedo que “La accidentalidad en el esse y la accidentalidad en el fieri corresponden a los modi dicendi per accidens y designan lo accidental en cuanto que es extrínseco a la esencia y en cuanto que es marginal al fin, respectivamente” (Quevedo 1989, p. 91).

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Parte segunda: causas y determinación de la institución suceden generalmente constituyen el principio o la causa de aquéllas que acontecen ocasionalmente (casualmente), porque permiten excepciones” (Quevedo 1989, p. 95). Una vez posibilitado su espacio por las causas finalizadas, lo casual se mantiene en un orden distinto de estas, a la manera de negación. “Lo finalizado y lo azaroso no se excluyen mutuamente en igualdad de condiciones, sino como lo positivo y lo privativo, como lo propio y lo accidental” (Quevedo 1989, p. 291). Si bien lo casual es posibilitado por lo causal, lo causal no causa lo casual: “no hay (…) procesos que culminen en este tipo de ser” (Quevedo 1989, p. 98), y por ello cada casualidad es siempre contingente, no necesaria (Quevedo 1989, p. 96). De esta manera, la casualidad carece de causalidad de cualquier tipo, dado que carece principalmente de la causa última y primigenia, la causa final y de la causa unificadora, la causa formal. Esta indeterminación afecta a la posibilidad misma de lo fortuito: “De los accidentes que pueden acontecer a una cosa dice Aristóteles que son infinitos: apeira, indeterminados” (Quevedo 1989, p. 160). De cara a los procesos casuales dentro de la institución, como un factor distintivo y permanente dentro de la dinámica institucional, hay que dirigir la mirada a una distinción fundamental de lo per accidens según el fieri. Ésta es, que la causalidad per accidens es denominada según si es “cosmológica y antropológica (…) azar y fortuna” (Quevedo 1989, p. 211), respectivamente. La diferenciación en los términos probablemente no es, ella misma, accidental, ha de tener una diferencia en las connotaciones que explica la distinción de voces. Se habla de fortuna porque se tiene conciencia de la posibilidad de la interferencia de lo casual en lo causal, como una obstrucción o una ayuda. Para los seres no personales, una eventualidad es tan necesaria como una necesidad, y una necesidad es tan molesta como una eventualidad, porque, al carecer de intelecto, no diferencian las causas. El animal no tiene la posibilidad de asumir „con resignación‟ lo inevitable, ni de indignarse frente a lo evitable acontecido, porque al carecer de inteligencia, el animal no diferencia lo azaroso de lo necesario y natural. La extinción de las especies del jurásico fue un infortunio para quienes pensamos en lo improbable de su manera de extinguirse, y al tiempo pensamos en la posibilidad de que no se hubiesen extinto. Para cada uno de los ejemplares de esta especie, dicho cataclismo fue tan natural como la muerte de sus progenitores. Puede verse que, además de la diferencia en la conciencia de la situación, y por ello mismo, la fortuna tiene

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Javier N. González C. una presencia causal evidente y superior a la comparativamente leve influencia causal que tiene el azar. Porque, pese a no ser teleológicos, “cabría dividir los seres accidentales en dos clases: los que no siendo finalizados podrían, sin embargo, serlo –porque cabe que se den de cara a un fin- y los que de ningún modo pueden ser propter finem” (Quevedo 1989, p. 282). La causalidad accidental que cabe que suceda de cara a un fin, es precisamente la fortuna, en su sentido más genuinamente antropológico. Como el ser humano es un ser libre, las “condiciones iniciales” en las que se encuentra siempre al inicio de toda acción, y de todo curso de acciones con sentido, o no erráticas, son siempre, para él, per accidens. Por ello siempre estamos enfrentados con „nuestra fortuna‟. Es decir, con las condiciones en las que nos encontramos, que, en tanto son en las que „nos encontramos‟ o „las que se nos interponen‟ y no las que „conseguimos‟, son accidentales para nuestras acciones que se libran de ellas escogiendo sus propios fines, desligadamente de las tendencias que, a empellones, nos presente la mecanicidad de la vida cósmica y cósica. Por eso, “Los términos de cada uno de estos procesos [causalidad y casualidad] de generación coinciden casualmente” (Quevedo 1989, p. 97), en el ser humano, de manera constante. Para el hombre, “el azar es la causa que alcanza resultados, pero no fines” (Quevedo 1989, p. 284). Esta circunscripción de lo fortuito en lo finalístico es causa de que muchas veces suframos el engaño de que nos hablaba Schopenhauer: mirar hacia atrás, y estimar que todos aquellos fortunios e infortunios que me sucedieron, sucedieron necesariamente de cara al fin que ahora soy, pues sin ellos no sería quien ahora soy. La ilusión del destino se debe a la mencionada „efectividad‟ del azar y la fortuna, especialmente de ésta última. Para prevenir mejor del error, resulta conveniente cambiar el término análogo „efectividad‟ por uno que no se preste para equívocos, pues la efectividad propiamente dicha no puede ser considerada sino bajo la influencia de la finalidad, como una causa propia. La efectividad exige, además, como causa, un sujeto agente que la ejerza, substancia muchas veces careciente en la „eficiencia‟ casual, cuando esta consiste en el resultado del encuentro fortuito de dos substancias, donde no puede decirse propiamente ni de una ni de otra que sea la substancia eficiente. Es mejor proponer a la „causalidad‟ condicionante como la propia del azar y la fortuna, frente a la causalidad „determinante‟ de la naturaleza y el arte. La casualidad, al carecer de

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Parte segunda: causas y determinación de la institución telos, puede dejar abierta, y deja abierta la mayoría de las veces, diversas posibilidades de actuación dentro de los márgenes que establece. La casualidad, por lo general, reduce las posibilidades de actuación posterior, pero no las elimina encausándose por una sola, pues ella misma no es eficiente y por lo tanto no puede „encausarse‟. Lo que puede „encausarse‟ es aquello que es eficiente, esto es, aquello que tiene movimiento propio: las substancias. Por eso, a los efectos de lo per accidens puede escapar, de mejor manera, lo que es más substancia que lo que es menos. Las piedras están „abandonadas a su suerte‟, en tanto las personas están „de cara a su suerte‟. Cuando no hay mayor principio de movimiento, las consecuencias posteriores al encuentro casual se encausan por la línea casual más fuerte antes del encuentro, condicionada por las nuevas condiciones dadas por la fortuidad. Cuando hay principio de movimiento, lo fortuito se presenta como un condicionante que limita y demarca el margen de acción de las trayectorias causales, pero no propiamente como el determinante que las finaliza. Esto es especialmente cierto, se reitera, por lo dicho, en el ámbito de lo humano. Se propone, en resumen, la siguiente definición: una causa condicionante es aquella que establece extrínsecamente limitación del número y cualidad de las posibilidades de un principio de acción, en tanto causa determinante es la reducción a uno, intrínseca, cuantitativa y cualitativa, de las posibilidades de operación de un principio de acción. El causar condicionante es el propio de lo casual. Más presente en su consideración de fortuidad frente a la de azarosidad, no por sí mismo, pues dichas distinciones son simplemente de razón, sino por aquello a lo cual limita. En la institución, es causa condicionante la cantidad de entes per accidens y la cantidad de eventualidades fortuitas presentes en el espacio más condensado de movimiento causal (la institución). Si el movimiento causal es lineal, y la institución es densa en dichos movimientos, inevitable será, pues, la genérica presencia de lo fortuito y azaroso en su propio seno. De hecho, al ser genérica dicha presencia, puede decirse, en universal, y con verdad, que la presencia de la casualidad condicionante en la institución es propiamente causada. Asimismo, y más notoriamente, el entrecruzamiento de las instituciones es causa condicionante aun mayor. La causa propia de la institución es, en cada caso, la libertad de los fundadores y de quienes propenden por conservarla viva, pues es la libertad la que afirma o niega los valores, la que 102

Javier N. González C. opta por pensarlos de tal manera que se puedan promover socialmente, la que sentencia leyes, y la que entabla las relaciones personales. Las causas impropias, como condiciones, incluyendo las „condiciones de posibilidad‟, son los aconteceres mismos de la institución, las demás instituciones y los recursos. Entender a las instituciones, a la luz de sus causas, contribuye inmensamente en la búsqueda y determinación de su esencia, que se torna indispensable en la determinación de una ética y una crítica general a la „política unificada‟38.

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Paráfrasis de la „Teoría del campo unificado‟, donde se explicarían el microcosmos y el macrocosmos. Aquí se unificaría la „micropolítica‟ según el concepto de Deleuze y Guattari, y la „macropolítica‟. Pues todo lo político surge explícitamente en el ámbito institucional, como se dijo.

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Parte segunda: contractualismo, origen y sentido de la institución.

Capítulo II Así, sería por lo general una refutación bastante de una filosofía moral el demostrar que la acción moral, al dar cuenta de una cuestión, no podría ser nunca socialmente encarnada. MacIntyre CONTRACTUALISMO, ORIGEN Y SENTIDO DE LA INSTITUCIÓN (Ensayos)

La metonimia del contrato: la institución sub Estatus forma En la causa formal se indicó que el tipo de relación personal perdurable que constituye la institución, es aquella según la cual se incluye a terceros posibles en el espacio-tiempo. La inclusión del tercero es la inclusión de aquél que no conozco personalmente. Su inclusión trae por consecuencia la exigencia de perdurabilidad de las relaciones, y la perdurabilidad de las relaciones es condición de posibilidad de la inclusión del tercero. “Las relaciones con los demás pueden ser esporádicas o permanentes. En el segundo caso adquieren, por sí mismas, una estructura regida por normas o leyes, estrictas o tácitas, es decir, se „institucionalizan‟ porque sus miembros saben qué se espera de ellos, cómo deben comportarse, qué fin persiguen, qué lugar ocupan” (Corazón 2002, p. 270, 271). La institucionalización de las relaciones personales se pone de manifiesto en la constitución de las funciones específicas de las personas, dado que la funcionalidad del actuar es un resultado de la estabilidad reclamada, sumada al orden exigido por el fin de la institución. Hay que recordar, sin embargo, que las relaciones personales en sí mismas consideradas se realizan siempre de a dos términos, así como la personalidad no se desarrolla sin dichas relaciones. “El mérito de haber acentuado esta tesis fundamental (todos los procesos anímicos -anímicovitales, diríamos nosotros- llevan el carácter de comunicación) corresponde a Dewey muy especialmente: lo especial del obrar humano es el actuar a dúo, aun en el campo prelingüístico. En los procesos anímicos siempre hay locución” (Gehlen 104

Javier N. González C. 1980, p. 194). El espacio para el tercero, entonces, no es actual sino posible, y en tanto que posible es abierto por la inteligencia de los relacionantes reales, por lo cual “el signo consuetudinario (…) no significa, en todos los casos, lo mismo para todos” (Cruz 2006, p. 178). El “signo” consuetudinario que señala la posibilidad abierta al tercero, es un signo práctico, como puede inferirse de lo explicitado en el capítulo anterior “Los signos prácticos significan y, a la vez, producen lo que significan, o mejor, significan algo produciéndolo” (Cruz 2006, p. 182). Esta manifestación de la función, de lo consuetudinario de la misma, y del signo práctico, es la que originó las primeras preguntas y respuestas sobre el ser de las instituciones. Dichas preguntas y respuestas versaron claramente, en primera instancia, sobre el Estado. La ciudad, la familia y la Iglesia, instituciones consideradas con anterioridad al Estado, carecían de la distancia suficiente para poder ser consideradas específicamente en su aspecto institucional, y fueron consideradas en su forma natural, el inmediato de las relaciones personales a dúo, o en el caso de la Iglesia, en su aspecto místico. El Estado, por el contrario, dados los rápidos cambios políticos de la modernidad, se manifestó en su particularidad prontamente y fue por ello abordado. Sabida es la respuesta que al origen del Estado se ha dado. Tal como fue expuesto en el Estado del Arte, básicamente dos respuestas diversas han sido dadas: la del contrato por conveniencia indivudualista, de origen hobbesiano, y la del contrato por miras al valor, de tipo haurousiano. Ambas respuestas, sin embargo, son contractualistas, si bien Hauriou trasciende en la pregunta la simple consideración del „Estado‟, a la consideración de las instituciones en general. Por lo demás, son la respuesta y la pregunta de Hobbes las que han hecho carrera. En la filosofía del derecho, política y de la economía, los estudios sobre el „contrato social‟ son incontables. Los matices dados a dicha teoría del contrato, desde Hobbes hasta Rawls pasando por Locke, Rousseau, Kant, Hegel, han sido diversos y múltiples. No corresponde aquí analizar las vertientes e implicaciones del modelo contractualista, sino tan solo hacer una crítica a lo más fundamental del mismo, desde el punto de vista de la teoría humanista de las instituciones que aquí proponemos. La primera afirmación que da el modelo contractualista es la de la natural necesidad de la constitución del Estado dadas las condiciones primitivas de los protohombres. Más allá del Estado y los supuestos protohombres, es un hecho que “el hombre no podría conservarse 105

Parte segunda: contractualismo, origen y sentido de la institución. dentro de la naturaleza tal como ésta es, cruda, de primera mano; sino que debe vivir de la transformación –de la modificación práctica, efectiva- de cualquier realidad natural con la que se encuentre” (Gehlen 1993, p. 87). Y la modificación del mundo no se puede emprender sin la consideración de la participación del otro, puesto que “La experiencia del otro es igualmente originaria que la experiencia de sí” (Spaemann 2000, p. 81). “Lo que hoy día sabemos nos permite decir que los niños no pueden hacerse hombres normales sin comunicación con hombres reales” (Spaemann 2000, p. 101). Por este motivo, el enfrentamiento a la „indigencia originaria‟ se da en compañía, en grupo. Es allí donde empiezan los problemas del modelo contractualista. Según este modelo, el enfrentamiento al mundo se da de manera planificada, calculada, racional y mediáticamente previsiva, como siendo sólo inteligencia, en un momento anterior a la constitución misma de la fuerza social. Lo primero y lo mínimo que habría que decirse allí es el desconocimiento de lo personal, “Pues toda agrupación humana supone un mínimo de espontaneidad natural” (Ferrer Arellano 1998, p. 161). Pero más allá de esto, lo que es imprescindible reconocer es que “no basta con que cada hombre reciba una inteligencia sino que necesita que se den a su intelección misma formas de vida en la realidad. El hombre no puede comenzar en cero” (Ferrer Arellano 1998, p. 170). La inteligencia no se actualiza si no ha tenido experiencias humanizantes e institucionales, pues el conocimiento humano parte de la experiencia. Tampoco resulta satisfactoria la solución media de que da cuenta Ferrer Arellano (1998, 161), cuando afirma que “todo ello ha movido a muchos sociólogos desde Toennies –como es archisabido- a una neta distinción entre comunidades –las agrupaciones fundadas en la voluntad innata, natural e instintiva- y sociedades –las fundadas en uniones artificiales y contractuales que resultan de la voluntad libre y arbitraria de lograr un interés”. Sin embargo, como lo hace notar Gehlen con su antropología, resulta ridículo pensar que la naturaleza de la institución puede remontarse a lo instintivo. Lo instintivo es por definición cerrado, y la institución es por definición abierta. Lo instintivo es por definición inconsciente, y la institución, aún en la definición de los contractualistas, es decisión consciente. Además, el carácter ficticio del contractualismo, que resulta bastante evidente, viene siendo mucho más cómodo y hasta inteligible que la realidad histórica, la cual pone en evidencia que “nadie comienza la institución (…) la historia y la sociología ética sólo 106

Javier N. González C. pueden remontarse de institución… en institución” (Ricoeur 2001, p. 68). Sentencia con contundencia Ricoeur “Todo comienzo, en ética, no puede ser más que una ficción” (Ricoeur 2001, p. 68). Todo comienzo de la vida social organizada no puede ser más que una ficción. Eso es lo que significa que el hombre es un animal político (Aristóteles, trad. 1978). No hay hombre pre-institucional y post-institucional, porque el hombre tal cual es en su humanidad terrena, sólo es concebible institucionalmente. El contractualismo ofrece explicaciones plausibles y considerables para la explicación del elemento normativo y restrictivo de la institución, pero todas sus demás dimensiones las deja mal paradas, o intactas. Especialmente insuficiente es su consideración del origen, del desarrollo de las instituciones, que supuestamente empiezan con el Estado: “la simple consideración de la igualdad específica de los individuos no es el estatuto de la convivencia humana. En rigor, no hay un contrato fundacional de la sociedad” (Polo 1999 II, p. 266). La verdad es que “La realidad social no surge, pues, de una voluntad contractual (Rousseau) o una vivencia intencional (Sheler), sino que es una dimensión física propia de la apertura radical del hombre a los demás, que le viene impuesta (…) es la imposición de la alteridad en tanto que alteridad (lo humano), que le arrastra imprimiéndole su impronta” (Ferrer Arellano 1998, p. 158). El materialismo histórico, en todas sus formas, siempre adopta, en este sentido, la posición del filósofo y sociólogo Durkheim descrita y refutada por Arellano (1998): Lo social del hombre no consiste en una realidad supra-individual, como sostiene Durkheim en su tesis del realismo social, según la cual existe “en” los individuos pero a modo de superestructura que es una realidad por sí misma como una sustancia sui generis formada por el conjunto de usos, costumbres, idiomas, creencias e instituciones con las que se encuentra el hombre y que gravitan sobre él en forma de presión o coacción configurándole sin que pueda desasirse de ellos de modo tal que no hay lugar para la libertad personal ni la obligación moral (…) Sabido es que DURKHEIM niega el carácter absoluto moral. Explica el sentimiento de la obligación como mera presión social a la que el hombre no se puede sustraer. Sin embargo somos conscientes de que la voz categórica de la consciencia en ocasiones puede urgir a evadirse de ella o resistir aquella presión ambiental. (p. 166; n. al p., p. 166).

El error más profundo del contractualismo es reducir lo humano, la persona, a pura objetividad cognoscible. “Kant llena el vacío ontológico, la cosa en sí, con la experiencia de la libertad humana. De ahí que la relación de las personas entre sí sólo pueda ser la relación de un realismo metafísico. El otro es real en un sentido que no se desvanece en su 107

Parte segunda: contractualismo, origen y sentido de la institución. objetividad para él o para mí” (Spaemann, 2000 p. 81). El contrato hobbesiano constituye una forma de integración del tercero que implica, no una amplia apertura, sino la apertura que cabe en el resquicio que deja la desconfianza y la prevención. El otro es un mal necesario y no un bien enriquecedor. Se pierde así el carácter axiológico de la praxis social, y, lo peor de todo, se instaura una praxis, un ethos de la desconfianza, la competencia, la reducción del telos, desde valor, a la función. Como ya fue dicho en la parte introductoria y propedéutica, la visión objetivista y pobre del contrato se desenvuelve hoy día en el concepto de sistema, con las mismas connotaciones que el contrato, pero de una manera mucho más radical. Es verdad que la practicidad funcional jurídica del contrato no sólo es deseable por su condición mínima de orden, sino porque alienta, si está bien centrada, a la virtud “Si se suprimieran dichas instituciones, seguramente subsistiría en el ser humano el sentido de justicia, pero como una entidad indigna de confianza, meramente afectiva y con pocos medios de expresarse” (Gehlen 1993, p. 95). El contractualismo es en realidad un recurso epistemológico para objetivar lo inobjetivable, como lo son en matemáticas los números irracionales: en esencia, no es más que el planteamiento de un problema, como las aporías de Zenón. Sin embargo, esta objetivación es más que insuficiente: Si esta realidad del hombre como parte de la comunidad se quiere dividir en ideas simples –complejo nacido del cartesianismo- el individuo se tornaría una cosa en sí; el Estado, otra, y se plantearía un nuevo problema de la comunicación de las substancias (…) Desde este momento, el problema político se convierte en aquello que será todavía para Rousseau: encontrar en el individuo, en cuanto tal, una razón de subordinación a otra cosa distinta de él, lo cual es más difícil aún que hallar la cuadratura del círculo con la regla y el compás (Gilson, 1952, p. 170).

La supuesta motivación de la explicación contractualista radica en la búsqueda de una explicación suficiente del origen de la sociedad, tan polémica como la búsqueda de una explicación suficiente del origen del ser humano. Lo que se hace es negar lo que se afirmaba líneas atrás: que las protoinstituciones no pueden ser originariamente fundadas. Pero, independientemente de las argumentaciones que hagan en contra de dicha afirmación, el desarrollo de su propia argumentación está viciado de antemano por suponer fortuita y más

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Javier N. González C. que ahistóricamente, que la protoinstitución es el Estado. Las primeras líneas del Génesis contractualista rezarían “en el principio, Dios creó al hombre (por demás, entendido como varón), lo cubrió con un velo de ignorancia, acto seguido lo dejó crear el Estado, y después creó a la mujer, y al resto de criaturas” o, en perspectiva de estricto secularismo darwiniano “el día en el que el mono se volvió persona, produjo el logos por la mañana, y al estado en la tarde, con un velo de ignorancia sobre sus ojos”. Pero dicho sapiens primitivo habría de tener una súper astucia para elaborar el sofisticadísimo contrato estatal. Carecería de conciencia de la realidad de facto, con su velo de ignorancia y su primitiva experiencia en las cuestiones prácticas, pero aun así se presume, ¡tendría un elevado nivel de prospectiva hipotética! Es obvio que ningún contractualista supone que su ficción haya ocurrido en un momento histórico, pero con su ficción ahistórica lo que hace es despojar al ser humano de su realidad relacional básica, realidad relacional que no sólo se entiende en términos duales sino en la extensión abierta propia de las instituciones. Así, consiguen fundar toda una filosofía política sobre un modelo antropológico falso, pues el resultado es axiológico, a partir del contractualismo, toda institución será un incómodo artificio, un mal útil. El contractualismo consigue independizar a la sociedad de la presencia de lo accidental de las instituciones, hace de ellas objetos puros: Se podría decir que el contrato ocupa, en el plano de las instituciones, el lugar que la autonomía ocupa en el plano fundamental de la moralidad. A saber: una libertad, suficientemente liberada de la ganga de las inclinaciones, se da una ley que es la ley misma de la libertad. Pero, mientras que la autonomía puede decirse un hecho de razón, es decir, el hecho de que la moralidad existe, el contrato no puede ser más que una ficción (…) porque la república no es un hecho, como lo es la conciencia (Ricoeur, 1996, p. 244).

De la manifiesta ahistoricidad y ficcionalidad del contrato, nos dará clara cuenta MacIntyre, “el hombre sin cultura es un mito. (…) pero el hombre que no tiene más que naturaleza biológica es una criatura de la que nada sabemos. Sólo el hombre con inteligencia práctica (y ésta, como vimos, es inteligencia informada por virtudes [virtudes que, añadiríamos, son posibles y acumulables gracias a la herencia de valores que traen las instituciones, herencia por demás abierta y susceptible de ser siempre juzgada]) es el que encontramos vigente en la historia” (MacIntyre, 1987, p.203). La ambigüedad antropológica

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Parte segunda: contractualismo, origen y sentido de la institución. que propone el contractualismo resulta, en el ámbito de la acción, de un elevado nivel de peligrosidad si se le siguen todas sus consecuencias. Como ya ha sido muchas veces puesto en evidencia, “Contractualismo e individualismo avanzan, pues, cogidos de la mano” (Ricoeur, 1996, p.245). Las críticas a la historicidad y verosimilitud del mito del contrato originario, pese a ser muchas y variadas, no son las más importantes, al igual que las críticas al estatismo. Lo importante del mito, como arguyen los propios contractualistas, es la explicación antropológica que provee el relato. Y eso es principalmente lo que hace del mito del contrato algo verdaderamente deplorable. La antropología contractualista es individualista y materialista, en el sentido más simplista, y sienta como la relación humana fundamental del establecimiento de lo social, al miedo. Según el contractualismo, la sociedad organizada, esto es, sus instituciones, son un resultado del instinto del miedo, y el elemento cohesivo es la fuerza, cuyo límite con la violencia queda por demás desdibujado. El pacto pre-situado institucionalmente y la filia como relación fundante Frente al paradigma del contrato, hay que erigir un paradigma capaz de dar cuenta de la profundidad y extensión de las relaciones humanas, sin descuidar la inclusión de terceros. Lo primero que hay que determinar en este camino, es la manifestación afirmativa primigenia del otro, frente a la manifestación negativa, amenazante y desconfiada del contractualismo. El otro se presenta positivamente bajo la férula de una concepción antropológica humanista, no individualista, en la cual la existencia del otro es determinante en todos los órdenes. “Para determinar si el diálogo por la mañana con mi amigo, en el que me asegura que en modo alguno hizo la caminata conmigo, fue también soñado, no hay ningún tipo de criterio. El único que lo puede saber es precisamente mi amigo. Ser como identidad significa que el ser es esencialmente plural” (Spaemann 2000, p. 80). El contractualismo considera la presencia del otro primero como una amenaza y sólo después, como una posibilidad. Ahora atestiguamos lo contrario: la presencia del otro es primero una posibilidad, y después puede degenerar en amenaza. En segundo lugar, hay que considerar a la libertad no como una simple estimativa solucionadora de los problemas necesarios que se me presentan, sino como un poder de auto determinación esencial que va hasta el fondo de la posibilidad misma de tomar decisiones deliberadas o no tomarlas. “„Poder‟, frente a „tener que‟ significa que, si se dan todas las condiciones, depende de 110

Javier N. González C. nosotros obrar o no obrar. Las personas tienen conciencia de poder más de lo que actualmente hacen” (Spaemann 2000, p. 204). Pero el comunitarismo contemporáneo extrapola el egoísmo del individualismo al colectivismo, afirmando las mismas tendencias excluyentes, desconfiadas, prevenidas y encerradas que se afirmaba del individuo, al colectivo con identidad cultural. La visión antropológica que defendemos, en cambio, ve en la capacidad humana de socializarse una tendencia intrínseca de verdadero alcance universal. En la afición a las ficciones propia del contractualismo, siempre se plantea una especie de momento apoteósico en el cual, de repente, un montón de personas hasta el momento casi inertes, despiertan de su „sueño huraño‟ y se determinan a conformar una sociedad con todas las premeditaciones del caso. Lo cierto es no se puede pensar a una persona humana suficiente precedente a toda institución. Toda persona humana, para poder desplegarse como tal, requiere indefectiblemente de instituciones anteriores que la hayan, para bien o para mal, humanizado. Lo cual significa mucho más que historia. Significa que el primer vínculo que experimentamos, lejos de ser de desconfianza, es de confianza: en la familia en primer lugar (la familia como institución embrionaria, mini-Estado, no antiestado). De tal forma que lo que existen son instituciones fundantes e instituciones fundadas “por una parte, toda institución reenvía a una Urstiftung: a una primera instauración mítica, la institución significa que yo estoy en lo instituido; por otra parte, pertenece a la institución que instaure libertades. Existe a la vez como instituido y como lo que instituye” (Ricoeur 2001, p. 69). A esta realidad Paul Ricoeur la llama la necesidad de la mediación por lo neutro, en tanto una persona humana requiere poder y saber objetivarse para hacerse objeto de sus propios juicios morales, los que le permiten la evolución de su consciencia. Por este motivo, para poder fundar una institución, es necesario haberse desarrollado previamente en otra “la necesidad de una mediación por lo neutro: nunca estoy en el comienzo de la institución” (Ricoeur 2001, 69). Las relaciones personales incluyen, además del término de la relación misma, (el tú) al destinatario „indirecto‟ (el él). Por la capacidad de entendimiento de su trascendencia perfeccionadora, el ser personal es capaz de sentar relaciones con destinatario personal directo e indirecto. Podemos hacer destinatarios de nuestras relaciones a las cosas, a los humanos en general, o a las personas particularmente.

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Parte segunda: contractualismo, origen y sentido de la institución. La referencia a la familia y a la amistad no hay que tomarla a la ligera, pues, efectivamente, la capacidad de relación de destinatario personal, esto es, la capacidad de relacionarse trascendentalmente con otras personas, nace, se desarrolla y muere, en el seno de la familia, pudiendo suplirse parcialmente con las amistades entrañables. El paradigma de la amistad cívica, propuesto desde Aristóteles, asume el compromiso implícito de forjar primero relaciones de amistad personal y de familia de alta calidad humana, como garantía del desarrollo de una amistad cívica entre los ciudadanos libres. Este es el punto de inicio de otra visión de la vida pública, distinta de aquella propia de la paranoia o el miedo, generada por la desconfianza de los unos en los otros: es la esperanza en vez del miedo. “La intención distinta a la intención de semejanza es la intención de otro” (Polo 1999 II, p. 134). Polo identifica dos intenciones positivas distintas, la intención de semejanza, cuando el destinatario es el humano objetivado, o cualquier otra cosa, y la intención de otro, que se da cuando el destinatario es la persona propiamente dicha. “La intención de otro caracteriza el acto voluntario. Lo otro es el bien extramental. Por no ser esta intencionalidad posesiva, no cabe hablar de abandonar el límite voluntario” (Polo, 1999 II, p. 134). La intención de otro reclama el conocimiento de la distinción, más allá que la diferencia. Pues diferencia es un concepto negativo, aquello hace que algo no sea esto, en tanto distinción alcanza lo positivo, señalando no sólo que algo no es esto, sino que algo es ese algo y nada más. Asumir la distinción es asumir al otro como un ser personal, y establecer una relación con él en tanto tal, en cuanto es único. En el paradigma del contrato, cualquiera que pueda cumplir con la función, inclusive un no-humano, es bueno para ser contratante del contrato social, siendo el nombre un simple recurso de diferenciación. Pero la intención personal al otro no se reduce a su carácter puramente intencional, de razón. Esta intención exige el darse. La intención propia del funcionalismo exige dar algo, en tanto la personal exige darse. “La forma como las personas tratan a las personas resulta del modo como las personas se dan unas a otras” (Spaemann 2000, p. 177). El dar se constituye así en la forma participativa del ser personal, el cual es capaz de salir de sí mismo para ofrendar a otro semejante. El dar que se da enteramente a sí mismo se llama amor, y sus actos establecen una relación de tal trascendencia, que las ganancias adquiridas en el término de la relación (ser amado) constituyen una nueva realidad. En este sentido, Ferrer Arellano (1998, p. 34) analiza el caso de Raskolnikov al final de su tragedia: “La 112

Javier N. González C. angustia que surge de la radical vaciedad de su pobreza ontológica, le impulsa a la actitud extática de entrega que alcanza su culminación en el amor –el valor más estrictamente personal-, que si es auténtico, transfigura al „otro‟ arrebatándole en una nueva existencialidad –ser intencional del amor- por el que existe en el ser del amante, dejando de ser estrictamente otro, aún siendo de él estrictamente diverso”. El primero de los actos de amor es la promesa, esta constituye su anunciación, su proclamación. Las “personas son seres que pueden prometer. Eso significa que pueden establecer una vinculación con otras personas que fundamenta la esperanza y en el derecho de la persona a la que se hace la promesa, a que se cumpla lo prometido” (Spaemann 2000, p. 213). La anunciación del amor genera, por supuesto, expectativas, la expectativa que se enfrenta al amor es una expectativa según la esperanza. La promesa puede hacerse, por analogía y extensión, en relaciones personales profundas que no alcanzan la radicalidad absoluta de la promesa del amor. En ambos casos, las “promesas fundamentan y justifican una expectativa prima facie, porque fundamentan un derecho” (Spaemann 2000, p. 213). De esta manera, “El derecho que se fundamenta en una promesa tiene una incondicionalidad propia” (Spaemann 2000, p. 214): la específica incondicionalidad correlato de la obligación. Por la vinculación bajo la forma propia del amor, así sea usada impropiamente, la promesa introduce el derecho del cual, su vez, surge la obligación moral en el amante, dado que “La obligación moral no es una coacción física” (Spaemann 2000, p. 214), se diferencia de la obligación contractualista que, in strictu sensu, no puede más que dictaminar ser y vivir por coacción, exigir la presencia de un leviatán obligante y poderoso. No deja de sorprender la constatación de que “la comunidad no „natural‟ de personas sólo se realiza y se perpetúa de modo natural. Aquella promesa originaria que permite hacer promesas es última porque no es, en absoluto, una acción libre que nazca en el tiempo, sino una „acción inteligible‟, que equivale a nuestro estar en la comunidad de comunicación de todas las personas” (Spaemann 2000, p. 215). El prometer originario no es un prometer proferido sino un prometer referido y supuesto, afirmado tácitamente de todo sujeto que se muestre en el espacio-entre-hombres. A la vez, “cuando prometen, los hombres se elevan por encima de su inmersión natural en la corriente del tiempo” (Spaemann 2000, p. 215). Es decir, crean el espacio-entre-hombres propio de la institución, la cual, efectivamente, se eleva por encima del ser temporal natural de las personas. De tal manera que se manifiesta 113

Parte segunda: contractualismo, origen y sentido de la institución. de nuevo la mutua correlatividad de institución y persona individual, al ser esta a la vez configurada y configurante de lo institucional. La persona, cuando “promete, debe estar dispuesta a cultivar la inclinación que favorece el cumplimiento de la promesa” (Spaemann 2000, p. 222), pero dicha inclinación, lejos de ser una limitación a la libertad, es un enriquecimiento personal, puesto que “consintiendo, amando y sirviendo, con el don de sí, propio del amor benevolente, a los vínculos de existencia –filiación- y a los libremente contraídos de forma espontánea. Reconocerlos equivale a „ser más‟; rehusarlos es aislarse y quedarse en el „ser menos‟” (Ferrer Arellano 1998, p. 47). El cumplimiento de las promesas, incrementa la libertad. Resulta interesante la dicotomía establecida por Arellano entre los vínculos de existencia, a los que llama filiación, según la etimología pura del término y los vínculos „de libre configuración‟. Sin embargo, L. Polo connota a la filiación con una semántica más extensa, según la cual filiación es toda relación del aceptar y dar personales: “La filiación tiene un sentido trascendental -aceptar y dar-, y un sentido moral, en tanto que el comportamiento filial es de orden esencial” (Polo 1999, p. 228). Esta semántica poliana de la voz filiación, será la adoptada a partir del momento, para señalar la forma propia de la relación personal perdurable. De cara al contrato, filiación se dice por contraposición tanto a prevención como a conveniencia. Ahora bien, el espacio extendido al tercero surge en la relación de filiación como de suyo, con natural necesidad, a diferencia de los mitos contractualistas en los cuales hay que justificar el tránsito de lo dual cerrado a lo plural abierto, “El amor, antes que una relación consecutiva a dos personas, es la creación originaria de un ámbito efusivo dentro del cual y sólo dentro del cual puede darse el otro como otro. Este es el sentido de toda posible comunidad de hombres” (Zubiri, 1998, p.34). Cuando la promesa se extiende indeterminadamente en el tiempo y el espacio, y se resalta su carácter filial, surge el pacto, mucho más positivo y operativo que el contrato. El contrato establece vinculantes y condicionantes mínimos, en tanto el pacto abre el campo para vinculantes y condicionantes máximos “la justicia y el amor tienen, pues, virtualidad unificadora y unitiva de la misma conducta humana de alteridad” (Ferrer Arellano 1998, p. 227). Es así que lo instituido es auténtico, se encuentra en su propia forma, cuando es fundado por el pacto. Porque “al cuerpo social el amor infunde aliento vivificador (…) espiritualizando la prestación de las exigencias del 114

Javier N. González C. „otro‟ con la libre donación que inspira el amor del otro como „prójimo‟”. Por ello el amor es verdadero cohesionante de la sociedad. El amor es una relación trascendental máximamente ordenadora, en tanto el contrato es una relación ideal mínimamente operativa de por sí” (Ferrer Arellano 1998, p, 227). Por ello, a una institución la une mucho más el amor que la conveniencia del contrato. Así, Renard (1939, p. 182) intuía ya, con claridad, cómo el vínculo espiritual de la institución, es el amor. Paul Ricoeur hace una excelente síntesis de las características de la amistad según el concepto clásico (aristotélico) de la misma, en el que se resalta su naturaleza transitiva de lo dual a lo social: En primer lugar, (...) la amistad sirve de transición entre el objetivo de la „vida buena‟, que hemos visto reflejarse en la estima de sí, virtud aparentemente solitaria, y la justicia, virtud humana de carácter político. En segundo lugar, la amistad no es incumbencia, como primer objetivo, de una psicología de los sentimientos de afecto y de adhesión a los otros (...) sino de una ética: la amistad es una virtud –una excelencia-, presente en deliberaciones escogidas y capaz de elevarse al rango de habitus, sin dejar de requerir un ejercicio efectivo, sin el cual no sería una actividad (Ricoeur, 1996, p.188).

Ahora bien, hay que aclarar que la relación que constituye el quid de la efectuación determinante de las instituciones no es directamente la amistad personal, que es una relación que en sí misma no sale de las dos primeras personas, sino la relación de la amistad social, que por supuesto comprende, a su nivel, los mismos actos propios de amor constitutivos, a “la amistad social, [que] en el sentido en que hablamos de ella, surge ante todo dentro de las comunidades, y es en ellas donde se convierte más fácilmente en amistad personal (…) [en la que florecen también, pero mediados institucionalmente] los actos propios del amor (principalmente: ayuda, diálogo, enseñanza, honor, beneficio, respeto, creación y contemplación)” (Stork y Aranguren, 2003, p.253). La relación de amistad social, al dotar de realidad al ente de razón de lo posible que es el espacio-entre-hombres en sí mismo considerado, se define como una acción relacional de posibilitamiento de cualesquiera otras relaciones interpersonales39. De hecho, es tan inevitable la apertura de esta primera relación, que aún sus detractores suponen la primacía de una relación de este 39

Pierpaolo Donati es el sociólogo que ha denunciado el reduccionismo de la concepción de sociedad a la que se ven abocados paradigmas epistemológicos que reducen las relaciones sociales a una sola forma predeterminada de relación.

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Parte segunda: contractualismo, origen y sentido de la institución. tipo: en el fondo de los contractualismos se supone que la relación inicial entre-hombres es la sospecha que cumple con esta forma de posibilidad (si bien pesimista) de futuras relaciones personales. Lo problemático es que la sospecha, en sí misma, no es socializadora, y por tanto, tampoco posibilita de hecho de lo social, al contrario, lo constriñe. Luego, si bien la sospecha es una relación posible, no es la relación constitutiva de las instituciones, pues aunque en ellas esté presente, lo que en verdad mantiene, al fin de cuentas y a despecho de los contractualistas, unidas a las instituciones, es la amistad cívica de sus vinculantes “En cualquier caso, el motivo de asumir el peso de lo político terrenal es el amor al prójimo y no el temor frente a él” (Arendt, 1997, fragmento 3b). El vincular originario, puede ser, en cada caso, anterior a las formas típicamente institucionales, y por lo tanto, a los valores que posteriormente de ellas se deducen; pero no se destruye necesariamente por la in-formación que le hacen estos valores, pues estos valores pueden, de hecho, afianzar a la vincularidad originaria (lo que sería el sentido mismo del valor en tanto que tal y no en tanto que norma)40. El vincular originario tiene las dos formas posibles de solicitud o de prevención (aunque, en sí mismo esto se constituye como una valoración, la valoración radical del valor de las personas en tanto que personas). Sólo la solicitud da origen a formas institucionales. Puede concluirse, con las palabras de alta capacidad sintética de Jacinto Choza, que “la tesis de que la sociedad surge de modo natural y espontáneo tiene su verdad en el plano de las acciones vitales, y la tesis de que la sociedad surge mediante pacto o contrato tiene su verdad en el momento institucional” (Choza, 1988, p. 466). En contra de la concepción contractualista, aquí se propone la concepción del pacto. El pacto, entendido como el compromiso autónomo, personal, cuyo contenido es el amor donal que se ofrece en la promesa, en cuyo seno la obligación está dada por la valoración del compromiso asumido con el otro en tanto que persona, es la relación humana fundamental que da origen a las instituciones, y las mantiene vivas. En este sentido, la promesa se constituye como el vincular originario que buscaba Heidegger, y que, lejos de ser contraria a valores, es el origen mismo de ellos. La promesa, como lo estudia Speamann, es una relación estrictamente personal, trascendental, en la que se obligan las personas en sus actos futuros frente a otras personas, y se reconoce implícitamente el valor ontológico del 40

Vale la pena profundizar en esta discusión con Heidegger, pues se juega la sensibilidad misma de los valores sociales.

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Javier N. González C. otro ser personal, como un igual con dignidad propia intrínseca, que merece ser reconocida y respetada. La promesa genera tanto la amistad, como el acto fundador formal de lo instituyente. Las normas que se establecen de cara a terceras personas posibles, se constituyen y se ofertan como promesas. Por eso invitan a participar. Las instituciones, cuando centran su atención teórica y práctica, al poder coercitivo de la norma, y se alejan de la fuerza auténtica de la promesa, devienen en sus prácticas institucionales en un autoritarismo hipócrita. Pues toda institución no puede más que hacer promesas, aunque no se lo proponga, las instituciones cumplen siempre con la forma de la promesa, que se traduce en una expectativa conocida, consciente o inconsciente, en las personas que vincula y con las que la institución se relaciona. Hay que salvar que no se pretende una visión cándidamente optimista de las instituciones, según la cual todo es promesa y amor; o una visión según la cual todo acto fundacional institucional es realizado por actos de amor donales abiertos universalmente. Lo que se pretende afirmar es que toda forma institucional pide, reclama y pretenden esta forma y estos actos pues son los que dan sentido a la realidad institucional. Son su forma propia, y son los que hacen legítima una institución, o los que hacen una institución propiamente dicha. Los demás casos, aun cuando fuesen mayoría, no serían más que falsas y aparentes instituciones, y funcionarían en tanto lograsen engañar en la promesa a las otras personas (haciéndoles percibir que es una institución legítima que cumple con la forma de la promesa, la filiación y los actos de amor, aunque sea en un mínimo grado).

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Parte segunda: naturaleza, tipificación, clasificación, acciones y sintomatología de la institución

Capítulo III

NATURALEZA, TIPIFICACIÓN, CLASIFICACIÓN, ACCIONES Y SINTOMATOLOGÍA DE LA INSTITUCIÓN (Aproximaciones) Ahora se abordarán las notas que le son propias a la especificidad y manifestación de la naturaleza de la institución, la manera en la que se muestra en lo social, objetivamente. Para empezar, cabe notificar que, en cualquier caso, todas las notas propias de la naturaleza de la institución son dichas por analogía según su causa ejemplar, siguiendo el modelo de persona, “La vida consciente es para nosotros el paradigma insuperable de la vida y de la vivencia” (Spaemann 2000, p. 71). Lo cual significa que las características que se enuncian están impropiamente dichas. Siempre debe considerarse esa claridad. Si se pretende identificar más puramente la descripción de la naturaleza de la institución, es necesario acudir a los términos análogos, para “a continuación eliminar, en el uso de esas palabras, el momento de intencionalidad” (Spaemann 2000, p. 71). Sin dudas, lo más inquietante del fenómeno de la institución, es “cómo se convierten las acciones humanas en algo así como autoprescripciones y luego cómo se consolidan en una reglamentación objetiva” (Gehlen 1993, p. 89). Algo que las instituciones parecieran hacer “con la fuerza persuasiva de lo natural” (Gehlen 1993, p. 90), pues, aunque resulte evidente el juzgar la acción según el orden moral dado, “La acción libre se hace moralmente buena o mala por su conformidad o disconformidad con una regla que surge suscitada por un valor no engendrado por la misma libertad” (Cruz 2006, p. 300). Esto es, no resulta evidente el surgimiento del valor de manera suprasubjetiva, y su consiguiente normativización, adquiriendo ahí fuerza cohibitiva y operativa, es decir, el poder obligante. Para explicarlo, el individualismo positivista recurre al concepto de desarrollo, tal cual lo expone Kliemt. El susodicho concepto es un concepto con tan alto grado de flexibilidad, que podría explicar fácilmente prácticamente cualquier cosa. 118

Javier N. González C. Max Weber también da razón descriptiva de cómo es el proceso mediante el cual se genera el susodicho salto del vínculo personal original, pasando por el valor establecido, a la norma y protocolos institucionales o sociales. Él dice: “Primero: ¿qué es una „acción con sentido‟ para un agente? (…) motivación (…) ¿qué es una „interacción‟? Introduce entonces la idea de una orientación (…) de cada uno (…) [hacia la] acción de otro. Se tienen así dos sistemas de motivación en interrelación. (…) en tercer lugar (…) „acción social‟ por objetivación de la relación que media entre varios individuos, sin constituir una cosa distinta” (citado en Ricoeur 2001, p. 76). Aunque con un lenguaje muy diferente, Weber se enfrenta también a los tres pasos: lo puramente intencional o motivación, lo interpersonal o interacción, y lo social o institucional, acción social objetivada. Pero, pese a dar cuenta del mismo proceso, no aclara suficientemente la naturaleza, justicia y posibilidad del tránsito. Paul Ricoeur, a su vez, prefiere el término dialéctica, pero no en el sentido hegeliano de difusión de la contradicción, sino en el sentido de dinamismo dual. Con su dialécticahermenéutica explica, según un largo proceso en clave existencial, cómo se objetivan los valores. De ese proceso ampliamente descrito por Ricoeur, aquí se dispone de un resumen sintético dado por él mismo “primero, ciertamente, un acto de evaluación, que procede de la voluntad de efectuar mi propia libertad (…) del evaluar al valor, del verbo al sustantivo (…) un elemento de reconocimiento y no simplemente de evaluación, que permite distinguir lo que vale de lo que deseo (…) en esta noción de valor, lo neutro (…) no se puede derivar ni de la evaluación subjetiva ni del reconocimiento intersubjetivo y (…) se presenta como mediación” (Ricoeur 2001 p. 71). La descripción que da Ricoeur se encuadra en su teoría del reconocimiento de la realidad en la interacción del sí mismo con el otro, y el proceso aquí descrito sería parte necesaria de aquel proceso de reconocimiento. Es el que alcanza el reconocimiento del sí mismo en la justicia mediada por lo institucional. Hemos de afirmar, por lo pronto, que “La moralidad de los actos humanos pertenece a un orden óntico preciso: el del ser que es mensurable y ordenable por la ley y por la razón práctica (prudencia); lo mismo que el ser artificial pertenece al orden óntico del ser mensurable por la razón operativa propia del arte” (Cruz 2006, p. 304). Esta afirmación alcanza mayor profundidad, y se ajusta a la perspectiva metafísica adoptada. Es así que el valor es la afirmación de una posición de un ente relativa en su ordenación al bien reconocido por el logos, manifestado por la ley, y ejecutado por la prudencia. El paso por la

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Parte segunda: naturaleza, tipificación, clasificación, acciones y sintomatología de la institución ley pone en común la afirmación del valor, garantizando el respeto de todos por el mismo, con lo que se posibilita la entrada de terceros, y se hacen objeto de la voluntad o manipulables (no en el sentido necesariamente peyorativo) las conductas de quienes pertenecen al grupo, para poder alcanzar fines más elaborados de cara al valor. Esta vulnerabilidad a la voluntad que adopta la conducta de todos los miembros del grupo, se hace posible por lo que se objetiva la misma por medio de la norma. Así es como surge el poder político. Otra característica propia de la institución es la supletoriedad que cumple respecto a la indigencia de la persona, papel paternal descrito con calidad de drama por las ficciones contractualistas. No hay una precariedad histórica, sino una precariedad cada vez, y constitutivamente, en cada quien. Las instituciones “se ordenan –de manera más o menos próxima- a remediar la constitutiva indigencia y precariedad del hombre” (Ferrer Arellano 1998, p. 161). La manera en la que la institución auxilia y suple la falencia humana es denominada por Arnold Gehlen como descarga, función que consiste en ayudar a las personas a simplificarse, esto es, “acuñando y tipificando, no sólo nuestra conducta, sino también nuestro pensamiento y nuestra sensibilidad” (Gehlen 1993, p. 90). Paul Ricoeur (2001, p. 70) también nota que la institución es, ante todo, una herramienta, mejor aún, la herramienta mediante la cual los seres humanos potencializan ilimitadamente su actuar: “Es necesario que las libertades sean mediatizadas por todo tipo de objetos prácticos, que se expresen en lo que llamamos, en el sentido preciso de la palabra, instituciones”. Por ello mismo, las antropologías (la mayoría) que hasta el momento habían prescindido de las instituciones en sus análisis, están en deuda con la verdad, pues, una vez conocida la intención de tipo husserliano, resulta incomprensible cómo es que no habían considerado suficientemente el ser medial, y cómo es que aquellos que lo consideraron, (tal Heidegger) no consideraron suficientemente a la herramienta por excelencia “La intentio no se afronta con corrección si no se considera el juego de los medios en la vida humana” (Polo 1999 II, p. 153); medio de los cuales, el más sofisticado, es la institución, que por su referencia al valor, mediatiza a la intención misma. El carácter medial de la institución es mucho más fuerte que el del artefacto o de la técnica, de hecho, éstos son relativos a aquélla. Lo más característico de la institución está en su ser „escenario‟ de la vida pública. En las instituciones se entra en contacto indirecto con terceros (aquellos a quienes no se conoce personalmente) y se crean posibilidades de contactos directos (segundos) con dichos 120

Javier N. González C. terceros. El espacio que es configurado por las relaciones trascendentales entre las personas, espacio esencial al ser humano “la vida humana aparece cuando se crea un espacio entre las personas, cuando hay una relación de afecto entre ellas”(Alvira 1999, p. 21),; se amplía y se convierte en ágora cuando se extiende a posibles terceros, quienes pueden ser tenidos en cuenta por una reglamentación y objetivación de las formas de comportamiento a tal grado que éstas puedan ser compartidas y ordenadas. Esta escenificación pública es característica específica de la institución, y su causa formal, y hace que toda institución tenga carácter político, esto es, decisorio y expositivo frente a terceros, al respecto, dice Hannah Arendt, La filosofía tiene dos buenos motivos para no encontrar nunca el lugar de donde surge la política (...) a) Zoon politikon. Como si hubiera en el hombre algo político que perteneciera a su esencia. Pero esto no es así; el hombre es a-político. La política nace en el entre-los-hombres (...) De ahí que no haya ninguna sustancia propiamente política (…) Así lo entendió Hobbes. (Arendt 1997. p. 46)

Aunque la brillante pensadora, dada su desconfianza sistemática frente a la metafísica, no acertase a ver que, en la persona sí hay algo esencial que es político y que es, precisamente el medio por el cual se puede constituir este espacio entre los hombres, a saber, el lenguaje, y más aun, la capacidad de amor que ella misma encuentra en las instituciones (por demás esto es con lo que no dio Hobbes, y por eso él tampoco encuentra el espacio propiamente político y piensa que es inmediatamente el Estado); su precisión al anotar que la persona no es todavía política hasta no emplazarse en medio de un espacio entre-los-hombres, es fidedigna. Sobre el particular, Paul Ricoeur, con su particular lenguaje hermenéutico, sintetiza que “el „nosotros‟ mismo comporta el „ellos‟, que es el de la institución” (Ricoeur 2001, p. 69). Se trata de una profunda y clarísima sentencia que da cuenta de la misma realidad. La presencia del poder en las instituciones es un tema que data de poco tiempo, y que, desde el Maquiavelo del Príncipe hasta Marx, no había presentado mayores variaciones. Paralelamente, de Marx a Guatari y Deleuze, no mostró mayores progresos. Estos dos autores de la „micropolítica‟ caracterizan notablemente la presencia del poder en todo lo institucional. Es una presencia esencial al ser mismo de las instituciones, pues siempre será 121

Parte segunda: naturaleza, tipificación, clasificación, acciones y sintomatología de la institución necesario que alguien se encargue de decidir en cada momento, y este alguien, salvo en instituciones mínimas, no pueden ser todos. Dado que lo moral es intrínseco a la institución, y lo imperativo tiene razón de moralidad, es posible, frecuente, y en muchos sentidos necesario, la presencia de lo imperativo en la institución. El juicio mismo es dicho en forma contrapositiva “Lo que no puede ser imperado, no puede ser moralizado” (Cruz 2006, p. 298). Las instituciones son agentes configuradores culturales, y su papel cultural central es encargar, promover y transmitir valores y costumbres. En tanto tales, las instituciones pueden verse “clausuradas sobre sí mismas”, si niegan la posibilidad de comparecencia de un nuevo valor o costumbre, o pueden ser, en cambio, abiertas a la dinámica de la discusión de los fines41. Ahora bien, entre el valor y la costumbre, lo que tiene más fuerza condicionante es la costumbre, o ethos, y por lo tanto es lo que genera mayor impacto en la cultura, la cual “es más próxima a la acción. Por eso la sociedad está menos alejada de la acción que el documento o monumento histórico” (Polo 1999 II, p. 267). Paul Ricoeur en su definición sintetiza con gran propiedad cómo se manifiesta la institución: Por institución, entenderemos aquí la estructura del vivir-juntos de una comunidad histórica –pueblo, nación, región, etc.-, estructura irreducible a las relaciones interpersonales y, sin embargo, unida a ellas en un sentido importante, que la noción de distribución permitirá aclarar después. La idea de institución se caracteriza fundamentalmente por costumbres comunes y no por reglas coaccionantes. De este modo, somos llevados al ethos del que la ética toma su nombre (Ricoeur, 1996, p.203).

Concluyendo con una cláusula salvavidas esta breve exposición descriptiva de la dimensión óntica de la institución, diríamos que la presencia de lo fortuito delata la imposibilidad de pensar a la institución como la substancia más perfecta, o plenamente „objetivable‟, al gusto de Hegel. “Lo que el azar invalida no es el principio universal de causalidad, sino la pretensión de una teleología universal y omniabarcante” (Quevedo 1989, p. 300). La fenomenología de la institución debe dar paso a una consideración específica de su naturaleza, como el obrar propio de la institución, o sus acciones, específicas de su 41

“El posterior ensayo de restauración de la cultura en la filosofía de los valores vuelve a incurrir en el prejuicio de entenderla como un orden cerrado. La insuficiencia de estos puntos de vista se debe a que abordan la cultura como capaz de salvar la filosofía” (Polo 1999 II, p. 253).

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Javier N. González C. dinámica. Esto es parcialmente posible. Por una parte, si se toma sub forma mentis a la institución como una persona, se encontrarán unas “acciones” de la institución sobre su entorno y su interior, que podrían denominarse „categorías formales‟. Por otra parte, y con mayor propiedad, se pueden analizar las acciones humanas que sólo tienen sentido en el contexto institucional; sobre ambos asuntos, algo se dirá más adelante. Pero, en ambos casos, hay que tantear el terreno con cuidado, para no terminar afirmando substancialidad y vida propia a la no-substancia que es la institución. Por lo pronto, la fenomenología de la institución nos da noticia de cómo se integran las causas de la institución antes indicadas, y cómo se manifiesta esa vida institucional hacia su fin, que es el valor, o el bien particularizado, consistente en la ordenación de las acciones funcionales manifestables, y la invitación de las libertades en su intencionalidad. Como diría Desqueyrat, la institución es una increíble unión de metafísica y técnica. Categorías formales Las categorías que se puedan establecer como fundamentales y específicas de la institución deben ser útiles para la observación y descripción de las distintas instituciones, de tal manera que su empleo en una metodología analítica de las instituciones sociales, fructifique en unas consideraciones de fácil comprensión y de profundo alcance, que enriquezcan epistemológicamente a las ciencias sociales. Cuando se habla de „categorías formales de la institución‟, se refiere a algo muy distinto de lo que podrían ser algo así como las „propiedades emergentes‟ de la „naturaleza‟ de la institución. Las categorías formales de la institución no pueden ser accidentes de la misma, fundamentalmente porque la institución no es una substancia. Las categorías formales de la institución son descriptores que permitan analizar cualitativa y cuantitativamente las particularidades de las manifestaciones de la „naturaleza‟ de la institución, en cada institución. La naturaleza de la institución permite, entonces, reconocer cuatro categorías que facilitan describir el ejercicio de la ordenación y de la convidación. Dichas categorías se presentan en parejas de contrarios de un mismo género, dándole gradualidad y flexibilidad a los conceptos, lo que permite mayor fidelidad con la realidad rica y llena de matices y posibilidades de la vida social.

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Parte segunda: naturaleza, tipificación, clasificación, acciones y sintomatología de la institución No se pretende mayor novedad en este punto, que la organización clara de los criterios. Todos ellos ya han sido amplísimamente tratados en muchos lugares. Aquí se utilizará, hablando de índices, un lenguaje matemático. Sin embargo, no se promueve ni se desea un reduccionismo a la relación puramente numérica, entre otras cosas, porque deslizaría la atención desde la determinación justa y exacta de las variables, hacia la exactitud del cálculo y el dato. Aquí se brindan objetos de estudio tanto para las ciencias sociales, como para una filosofía social juiciosamente crítica (no prejuiciosamente crítica) de las instituciones. Nivel de jerarquización Autoritaria, cooperativa Se dijo que en las instituciones la presencia del poder es notoria, continua, y propia, pues es en el espacio-entre-hombres (ordenado por lo institucional) donde surge lo político propiamente dicho, lo público. Entonces, frente a la multiplicidad de formas que el „poder‟ pueda adoptar en casa caso, es factible decir, en general, qué tan jerarquizada está una institución. Entendiéndose por ello qué tan clara, distinta y poderosa es la ordenación del poder en una institución. Los criterios de medición (no estrictamente en este sentido numérico) serían: la proporción del número de personas, con relación al total de las abarcadas por la institución, ubicadas en cada jerarquía de poder, siendo indirectamente proporcional el índice de jerarquización. Y la diferencia en poderes, títulos y beneficios que haya entre un nivel de poder y otro, siendo directamente proporcional al índice; este sería un estudio de ciencias sociales. El nivel de jerarquización estudia, desde la filosofía la justicia de la extensión y comprensión de la estructura ordenante, con relación al valor y fines funcionales propios de la institución. Estas categorías son bastante conocidas, especialmente en el mundo de la administración y la gestión, donde se les suele llamar „horizontalidad‟ y „verticalidad‟ de las estructuras organizativas. A estos dos criterios hay que despojarlos de los dos prejuicios contrarios: que una estructura vertical es moralmente mala, y una vertical moralmente buena; o el contrario. La valoración vendría, no a priori, sino a posteriori en el análisis del cómo y por qué se asume esa estructura de poder, y qué tan abierta está para la participación de unos y otros; y por qué, de cara al valor y la función específica de cada una. 124

Javier N. González C.

Nivel de participación social Abierta, cerrada La forma específica de la institución es, en principio, la inclusión indeterminada 42 de terceros, sin embargo, cada institución al tiempo que se abre a unos se cierra a otros, por lo cual puede hablarse de un nivel de participación social, de restricción e irrestricción. En tanto una institución es extensiva a muchas posibles personas, es una institución abierta. En tanto, una institución tenga una restricción tal que sean pocos los posibles vinculantes a ella, puede decirse de ella que es cerrada. A semejanza de cómo se dice de la persona: De ahí la afirmación zubiriana de la diferencia de orden trascendental entre el cosmos y las personas. El primero -las cosas- es esencia cerrada, las otras esencias abiertas. “que la persona se muestra a sí misma en una doble dimensión constitutiva: como clausura y como apertura. Como clausura, porque goza –lo acabamos de ver- de un grado de independencia y distinción respecto al cosmos muy superior (Ferrer Arellano 1998, p. 30).

Como índice de apertura y clausura de una institución, deben restarse el número de posibles personas afectadas por las restricciones que impidiesen su ingreso, del número total de posibles personas que pudiesen y quisieran entrar en la misma. El nivel de participación social estudia la extensión y comprensión de la convidación. Los estudios gerenciales y organizacionales han sido aquí poco profundos, extensos y minuciosos. A los administradores no les interesa demasiado el tema, como es natural, y a quienes debería interesarle, a los sociólogos, se les borra la categoría de la participación en la institución, pues el sobredimensionamiento de la revolución y la oposición lo hace necesario. Nivel de presividad Exopresiva, endopresiva La institución ejerce, por medio de sus funcionarios y sus directivas, una influencia en su entorno, tanto en forma de causalidad condicionante, como determinante. La determinante es aquella que ejerce por medio de los poderes conferidos a los agentes de la institución, y que son causalidades previstas y buscadas. Las instituciones en tanto están 42

Indeterminada en tanto no se saben, con anterioridad, los nombres de quienes tendrían que colmar una institución.

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Parte segunda: naturaleza, tipificación, clasificación, acciones y sintomatología de la institución vertidas hacia fuera, son exopresivas, o en tanto están vertidas hacia dentro, son endopresivas. En verdad siempre están presentes las dos formas de presión, pero como extremos de contrarios, dos extremos por cada acto institucional. Para calcular un índice de presividad sería necesario identificar cuántas personas poseería actualmente en su „interior‟‟ como a cuántas llegase a afectar en su exterior. Además, hay que otorgar unos valores para la intensidad de la causación condicional, así como la intensidad de la causación determinante, lo cual es un ejercicio bastante más cualitativo y discursivo que cuantitativo y

matemático.

La

institución

es

protocondicionante

y

percondiconante,

antropológicamente hablando, en el sentido en el que la institución es el primer (primer en importancia, intensidad y tiempo) espacio en donde la persona se percibe limitada por condiciones limitantes de actuación, y la que establece las condiciones de actuación más fuertes y numerosas. La presividad de la institución se sigue principalmente de las relaciones accidentales, cósmicas, de las personas, y se corresponde con el contenido del argumento analítico de la intersubjetividad de Kliemt. La presividad, aun cuando se busque ejercer intencionalmente, su modus operandi, no es más que accidental, pues todo acto institucional encuentra su límite y su alcance en la libertad de cada persona, aun bajo la máxima fuerza de la violencia. En tanto el nivel de participación se sigue directamente de las relaciones trascendentales y su contenido se corresponde con las virtudes del ethos institucional, y el nivel de jerarquización estudia la estructura de la ordenación, el nivel de presividad estudia la extensión y comprensión de la ordenación. Nivel de adecuación Coherencia y congruencia El nivel de adecuación indica la distancia que existe entre lo que la institución es, lo que podría, y lo que se quisiera que fuera. “Se trata también ahora de una mutua relación – versión- de un principio de determinabilidad (potencial) y otro de determinación (actual)” (Ferrer Arellano 1998, p. 15, 16), según la causa ejemplar específica de la misma. El nivel de adecuación se determina según la distancia entre la causa ejemplar particular, y la realidad de la causa de la forma particular. Estudia la adecuación de lo ordenado y lo convidado con la finalidad misma. Este ítem lo pueden estudiar las ciencias sociales partiendo del análisis del discurso, pero es necesario complementarlo también con el análisis propiamente 126

Javier N. González C. filosófico, capaz de penetrar más allá de la evidencia textual, y que por demás, puede despojar al análisis crítico del discurso del prejuicio de suponer siempre e indefectiblemente una maquillada intención de dominio, lo que lo puede hacer caer no sólo en el error y la falsedad, sino además lo puede distraer de otras incongruencias axiológicas de las instituciones. Elementos constitutivos Los elementos constitutivos de las instituciones se han de considerar según dos categorías. Si corresponden al soporte físico: corporeidad de las personas, instrumentos, edificios y recursos; o si corresponden a la especificidad abstractiva: vincularidad originaria, valores, fines, funciones, símbolos, comunicabilidad, normatividad, acciones colectivas, costumbres y protocolos. Si bien la causa material de las instituciones corresponde a las relaciones humanas, entran en la ordenación de la institución muchos otros elementos humanos y no-humanos como „partes‟ del „todo‟, que se muestran siempre en lo institucional. Soporte físico: El soporte físico de las instituciones resulta puramente medial pues para la institución, al ser una unidad de orden moral, la referencia a lo material es accidental, cuando mucho, instrumental. Con todo, ello no significa que pueda dejarse de lado sin más pues la mediación material, aunque sea mínima, siempre está presente. Por otro lado, la disponibilidad del mundo material es en sí misma acrecentada por la presencia de lo institucional, como lo reconoció Gehlen. Lo institucional amplía las relaciones a los objetos y las relaciones entre los objetos. La mayoría de objetos que usamos, naturales y artesanales, han sido objeto de uso gracias a alguna o algunas institucionalidades que los han reclamado y / o resignificado. Una vez las institución resignifican los objetos, los objetos, así revalorados pueden constituirse, además, en una fuente de presividad. Si bien la disponibilidad del mundo es primaria a la apertura de la persona, por medio de lo institucional esta apertura se expande indefinidamente: (…) se le hace visible un mundo en el que se siente plenamente en casa, en el que en cualquier momento y en cualquier punto puede actuar, con acciones que, en cuanto construidas por uno

127

Parte segunda: naturaleza, tipificación, clasificación, acciones y sintomatología de la institución mismo, son posibles ahora, pueden ser dejadas, o pueden esperar seguras del resultado. Este es el carácter de la intimidad del mundo, en la que hay que distinguir los tres aspectos de familiaridad, de neutralidad de las cosas, y de descarga del hombre. Todo esto lo llamaré a partir de ahora „disponibilidad‟ de las cosas. (Gehlen 1980, p. 208).

Tanto por la familiaridad como por la descarga, las instituciones amplían el espectro de uso posible, especialmente bajo la relación de dominio que asume a las cosas del mundo, y las transforma. “Son las relaciones de dominio por las que transforma el mundo en lugar de abrigo, de seguridad y de alimentación, que exigen una reciprocidad de servicios” (Ferrer Arellano 1998k, p. 31, n. al p.). Con relación a la neutralidad de la cosas, las instituciones mismas rompen con esa neutralidad, al conferirle un valor objetivado de „útil‟, valor gradual a la utilidad que ellas presenten según las actividades humanas propias de las instituciones que, en cada caso, objetiven las cosas: En efecto, nosotros no „tenemos‟ las cosas mismas, sino en cuanto asimiladas y fusionadas de modo apropiado en la multiplicidad de nuestras actividades, con la que tocamos lo que hemos visto, manifestamos lo que esperamos, „comprendemos‟ lo recordado y manoseamos lo que se mueve. Precisamente de ese modo llegan a ser para nosotros lo que son ellas mismas, su objetividad cósica es su „estar-colocadas-allí‟, por cuanto que indican qué hay en ellas oculto de posibles consecuencias derivadas de tratar con ellas y de cualidades desarrollables. (Gehlen 1980, p. 206, 207).

De hecho, este valor agregado de las cosas es señalado por el valor de cambio o „dinero‟, el cual es, en sí mismo y en cada caso, una institución. El dinero señala el valor objetivado que se le asigna a la cosa, pero no lo agota toda la valoración, ni l objetivación del útil. Las valoraciones objetivas que, en el marco de las instituciones, les son asignadas a las cosas, van más allá del dinero. Además, claro está, de las valoraciones subjetivas que cada persona asigne a los objetos que la rodean y que le son familiares. Es así que los objetos del mundo son jerarquizados según su disponibilidad y utilidad a la persona pero “supone también –en el orden de la causalidad quasimaterial- dispositiva- como elementos que le estén jerárquicamente subordinados, todo aquel conjunto de bienes exteriores a la persona que posibilitan aquella perfección inmanente” (Ferrer Arellano 1998, p. 185).

128

Javier N. González C. El disponer precede a la acción, porque, como constata Polo “Hablar de medio en singular no es correcto. El hombre cuenta con muchos medios y eso comporta que la elección es anterior a la acción” (Polo 1999 II, p. 152). Por ello no es deseable echarlos a menos, pues, “despreciar los medios sería descuidarlos, no hacer nada a derechas. Querer los medios es necesario para evitar chapuzas” (Polo 1999 II, p. 151). El útil es apropiado para una unidad de orden moral, donde lo decisivo es la respectividad, dado que, como ha encontrado Heidegger, la ontología del útil reside en su respecto a otros (Polo 1999 II, p. 153). Claro está que el tipo de relación, respectividad o relatividad de los medios y con los medios es distinta a la relación determinante de la unidad moral, pues la respectividad medial es de naturaleza categorial. En este sentido, puede completarse la comprensión de la mediación cósica en el universo institucional, al entender que la causalidad activa que ejerce sobre la unidad de orden moral es una causalidad condicional, per accidens, en tanto la causalidad pasiva, su disponibilidad por la institución, ejerce una causalidad determinante o per se, del tipo instrumental. La relatividad de los medios puede entenderse en dos sentidos: “Los medios mantienen un doble respecto; uno en el orden mismo de los medios, que cabe llamar horizontal o conexión medio-medio, y otro con el fin, que se podría llamar vertical. Este último respecto abre paso a la intenti” (Polo 1999 II, p. 153). Desde luego, los medios son importantes. En primer lugar, porque sin los medios no se llega al fin. En segundo lugar, porque si los medios no son bienes, no pueden ser queridos por actos voluntarios. Estos actos, según Tomás de Aquino, son en consenso, la elección y el uso. Los medios son bienes en sí mismos y por el respecto que guardan al fin. Ese respecto al fin ha de ser conocido por la razón práctica para no interrumpir el querer-más. A la vez, por ser los medios intrínsecamente buenos, como suele decirse, el fino no los justifica. (Polo 1999 II., p. 151).

Ahora que la importancia de los medios está más que dicha, cabe detallar un poco la particularidad de la relación de señorío sobre el cosmos irracional. “Esta „posición dominadora‟ la debe realizar el hombre de una doble manera: en cuanto penetra el mundo con su espíritu –ciencia- y en cuanto lo configura con su dominio –política, economía y técnica en sentido amplio-” (Ferrer Arellano 1998, p. 27). Los elementos que conforman la materialidad de las instituciones, y que se abran a su disponibilidad son: los entes de la naturaleza referenciados a lo institucional, los artefactos-instrumentos obra de la artesanía

129

Parte segunda: naturaleza, tipificación, clasificación, acciones y sintomatología de la institución humana, los espacios físicos y la corporalidad de las personas. El soporte físico es condición de posibilidad de las instituciones: Las instituciones están típica y necesariamente comprometidas con lo que he llamado bienes externos. Necesitan conseguir dinero y otros bienes materiales; se estructuran en términos de jerarquía y poder y distribuyen dinero, poder y jerarquía como recompensas. No podrían actuar de otro modo, puesto que deben sostenerse a sí mismas y sostener también las prácticas de las que son soportes. Ninguna práctica puede sobrevivir largo tiempo si no es sostenida por instituciones. (MacIntyre, 1987, p. 241).

Como ha sido puesto de relieve, por supuesto, por los materialistas históricos, “las instituciones en general (…) tienen siempre una base material, simultáneamente económica, organizativa, social” (Duvignaud, p.245). El soporte físico es el plexo de útiles, y se constituye como tal en el seno mismo de las instituciones, las cuales objetivan y dotan de sentido en un nivel superior al que le sería dado por cada persona; esta superioridad entraña la ampliación del plexo, pues, a nivel individual, cada plexo se reduciría a los instrumentos que cada quien se pueda erigir, en tanto la mediación institucional hace del plexo de instrumentos un todo de alcance universal. El dominio que sobre los medios ejerce la institución, supera la capacidad de dominio de las personas aisladas, pues amplía su disponibilidad en el tiempo, el espacio y el uso. Además, hay que considerar que las instituciones pueden “dominarse” como instrumentos al alcance de la mano, haciendo unas instituciones de otras instrumentos para sí. No es deseable el uso de los conceptos de estructura y superestructura, porque suponen un determinismo y a la vez una relación de una sola línea (aunque de ida y vuelta), y no asumen la pluralidad de relaciones de la disponibilidad, ni la realidad ontológica de los medios, confundiendo, por esto último, la primacía de las libertades sobre los medios. Nivel abstracto: En este nivel, se debe “tomar necesariamente como punto de partida la consideración del fin (bien común), pues es precisamente el ideal del conseguirlo el que la configura en una unidad operativa en el acuerdo de voluntades (causa formal de la sociedad)” (Ferrer Arellano 1998, p. 184). Pese a que su tratamiento específico no se hará 130

Javier N. González C. aquí, por ahora, el bien común será puesto en evidencia como el ordenante de los elementos de que consta una institución en el nivel abstracto, y por lo tanto, el principal de ellos. Tomás de Aquino dice que la unidad del fin requiere tres elementos. En primer lugar, la distinción con conveniencia –la homogeneidad no es propia de la práctica humana-. La desaparición de la conveniencia reside en el aislamiento de los medios o en la relación conflictiva entre ellos. En segundo lugar, para la unidad del fin, hace falta la cooperación. En tercer lugar, como es obvio, se precisa que el fin sea de suyo uno (Polo 1999 II, p. 156).

Así es que el fin regula todas la demás cosas, desde las materiales hasta las más espirituales y abstractas, forjando la unidad de orden moral. Dice Juan Cruz que “si las cosas que confluyen en el polo del objeto, y que son requeridas para la bondad moral, se consideran en su aspecto óntico y físico, muestran tan sólo la unidad accidental de un mero agregado. Pero si son consideradas axiológicamente en su condición de „regulables‟ y de objeto formal del acto interno en la línea moral, entonces muestran unidad „de modo moral‟” (Cruz 2006, p. 313). La multiplicidad de las realidades materiales reguladas es directamente proporcional a la pluralidad de realidades humanas ordenadas, porque “la pluralidad de medios requiere la de las acciones, y su conveniencia la actuación conjunta” (Polo 1999 II, p. 156). Entre los otros „elementos‟ abstractos constituyentes del espacio institucional, se encuentran los imperativos categóricos y los imperativos condicionales, según si apunten al bien supremo o a los bienes relativos (Ferrer Arellano 1998, p. 190). La moralidad práctica, de carácter permanente, es constitutivamente una promesa de sí misma, como ha sido puesto de relieve por distintos autores, entre ellos Spaemann, lo que la sitúa en una condición de unidad que reúne todas las valoraciones particulares, ordenándolas, junto con los demás bienes no morales, pero moralizados: “El bien o valor moral no puede ser captado, por consiguiente, en actos aislados de voluntad, sino en la mutua relación de los bienes o valores de aquella o en las facultades por ella imperadas” (Ferrer Arellano 1998, p. 199). Además existen otras normatividades que, de hecho, “determinan a la conducta social del hombre en relación con sus semejantes, que no son necesariamente éticas ni absolutamente vinculantes. Nos referimos a multitud de normas de cortesía, decoro, decencia, urbanidad… y, en general a aquellos convencionalismos, usos y costumbres, que se imponen progresivamente en la vida de 131

Parte segunda: naturaleza, tipificación, clasificación, acciones y sintomatología de la institución relación” (Ferrer Arellano 1998, p. 228), y que constituyen parte imprescindible de la institución en el nivel de la abstracción. A las que pueden agregarse, también, las normatividades

técnicas,

ni

éticas

ni

absolutamente

vinculantes,

pero



determinantemente vinculantes en la función institucional. Normas técnicas que hoy día, dada la burocracia, las ciencias administrativas, y la ciencia en general, están más presentes que nunca en la „vida‟ de la institución. Es de gran ayuda citar la catalogación que hace Yepes Stork respecto al elemento 43

comunitario

de las instituciones, como catálogo-resumen del contenido del nivel

abstracto, de elementos constitutivos de la realidad institucional: 1) Un bien común, que son los fines y valores perseguidos, y los medios o capacidades de que se disponen (…) 2) Una ley común (…) 3) Una tarea común (…) 4) Una obra común, es decir, unos productos o bienes, fruto de la tarea común, que ya han sido alcanzados y realizados (…) 5) Una vida en común, es decir, un tiempo (…). (Stork y Aranguren, 2003, p.252 – 253).

Aunque habría que completar dicho catálogo, con algunas adiciones, y modificaciones, para que se adecue más a lo dicho: la tarea común precede a la ley común, un bien común, ha de ser precedido por el bien común. La tarea común, a su vez, puede dividirse en: función, relacionada con el bien común; y en idea directriz, según la conceptualización de Hauriou, quien afirma que la idea directriz, encarnada en la institución, tiene tres beneficios, “el de poder expresarse, el de poder obligarse, el de poder ser responsable” (1968, p. 63). La idea directriz está relacionada con los valores específicos de la institución. A estos elementos se les puede denominar plexo de imaginarios, no por carecer de realidad, o ser ficciones, sino por no ser de carácter material, y por presentarse directamente al entendimiento y no a la sensibilidad.

43

La definición general de Stork, y su análisis descriptivo de lo institucional, no es del todo apropiada pues, entre otras cosas, el plexo de útiles también ha de entrar en lo comunitario.

132

Javier N. González C. Acciones Institucionales La institución, en tanto no es una substancia, no es principio intrínseco de operaciones. En tanto no es un artefacto físico, no es principio mecánico extrínseco de operaciones. Sin embargo, por analogía, hay acciones institucionales que ejerce la institución en tanto agente. Estas acciones en realidad las ejecutan unas u otras personas de la institución o fuera de ella en tanto usan a la institución. Usualmente, son las directivas de la institución, pero no necesariamente. Pero son acciones de la institución en el sentido en el que, fuera del poder que ella otorga, dichas personas no podrían ejecutarlas. No existe algo así como un tipo de acciones específicamente institucionales (en tanto la institución es agente), sino que dichas acciones, pertenecientes a cualquier tipo natural de acciones humanas pueden adoptar infinitas formas, conforme la institución misma las inventa: p.e. emitir acciones, declarar la ruptura de relaciones comerciales entre dos estados, cobrar impuestos, producir en masa, realizar un convenio de cooperación. Algunas de las acciones institucionales de este tipo dependen totalmente de las capacidades técnicas del plexo de instrumentos (que como dijimos su sentido no es completo sino en tanto referido al plexo institucional), otras parcialmente, otras no dependen de él. Pero hay otro tipo de acciones institucionales de mayor relevancia: aquellas acciones humanas que sólo existen en y por las instituciones. Encontramos entonces cinco acciones institucionales de este tipo: el protocolo, la burocracia, la fundación, la revolución, el ethos. Es menester hacer un estudio exahustivo de dichas acciones, aunque aquí no será desarrollado. La naturaleza de dichas acciones merece ser estudiada per se en su esencia institucional, antes de ser sobrevaloradas, o sobrecriticadas, como ha sucedido con tantas de estas acciones en la filosofía política. Clasificación Toda división conceptual de clasificación, al consistir en un ejercicio de diferenciación de género y especie, consiste en un trabajo puro de la razón que depende del criterio mismo de la división o su fundamento, tras el cual debe seguirse el principio de la división más clara, notoria y general. Pese a ello, no puede hablarse, con propiedad, de una división que sea la correcta, y que invalide las demás posibilidades de división. La división de clasificación, si bien busca corresponderse con las diferencias en los rasgos distintivos 133

Parte segunda: naturaleza, tipificación, clasificación, acciones y sintomatología de la institución más radicales, puede variar según múltiples consideraciones, y más en algo tan extenso y de tan poca solidez ontológica como lo son las instituciones. Es por ello que aquí se proponen y analizan diferentes clasificaciones según diferentes fundamentos de división. Por su objeto último Esta es la división que consideramos la más adecuada, por ser la que se enfoca en el rasgo distintivo más radical de la institución, y la que, de esa manera, permite considerar y fundamentar al mismo tiempo, las diferencias menores en los elementos, categorías y acciones propias de la institución, y consideradas hasta el momento. Responde al ideal de división (Bulla Quintana, 2008) que permite diferenciar unos tipos de otros con claridad, agrupando en pocas categorías, que sin embargo no dejan a alguna institución por fuera de la clasificación. Está claro que en un enfoque humanista el objeto último de toda institución es la dignidad y el despliegue de la persona humana. Sin embargo, la clasificación por su objeto último secundario (de cara al objeto último común), permite diferenciar a toda institución posible en unos pocos grupos distintos. Según esta división, es posible diferenciar esencialmente las prácticas fundamentales, de la forma más clara y distinta posible, de tal modo que, pese a la complejidad de las relaciones interinstitucionales, y del desarrollo de la dinámica institucional, puedan mantenerse distintas en cualquier circunstancia, y por lo tanto, sea siempre posible discernir lo propio que se deduce de sus diferencias, pues, no sobra recordarlo, el fin de este estudio es brindar herramientas conceptuales útiles para la determinación de unos principios que faciliten la práctica institucional. Diferenciar los diversos tipos de instituciones puede intuirse como fundamental en el momento de delinear los protocolos de acción, y de comunicar las metas y los valores más adecuados para la institución. Asimismo, y sobre todo, diferenciar con claridad los diversos tipos de instituciones resultará de gran utilidad en la justicia de los juicios políticos, esto es, en los juicios sobre la inherencia del actuar de las diversas instituciones en el plano interinstitucional. La división según el criterio de objeto último secundario, se conecta antropológicamente con el fin último de toda institución: la persona. El fin último secundario corresponde a la dimensión de la persona en la que ésta se manifiesta depedendiente (MacIntyre A. , 1999). 134

Javier N. González C. Según su „objeto último‟, sobreentendiendo, objeto último secundario, después del bien común, las instituciones pueden dividirse en: Económicas: su objeto último es generar riqueza material, pecuniaria, valor de cambio. Al buscar generar riqueza material, las instituciones económicas son altamente creativas y técnicas. Manipulan los fundamentos de la riqueza: las materias primas, las necesidades y los gustos, los medios de producción, los medios de transporte, los medios de comunicación y gestión, los trabajadores y los costos de transacción. Además de la posibilidad de manipular los otros tipos de institución para generar riqueza. La especulación financiera surge, precisamente, por la capacidad de las instituciones de manipular estas fuentes de riqueza, una vez que la capacidad de manipulación anterior haya sido suficientemente burocratizada para poder ser manipulada, y después, la especulación financiera constituir en una pléyade más de instituciones económicas. Administrativas: su objeto último es protocolizar (distribuir) el espacio interinstitucional mismo. Estas son las específicamente políticas. No se ha empleado el término políticas por ser todas las instituciones, esencialmente hablando, y como ya ha sido bastante visto, políticas. Las instituciones administrativas buscan ordenar el espacio interinstitucional emprendiendo acciones concretas que repercuten directamente en un ámbito superior al de cada institución y sus miembros, regulando las relaciones que la institución como tal entabla con las personas en tanto distintas de la institución, y con otras instituciones. Las instituciones administrativas manipulan los protocolos mismos, buscando generar justicia por encima de las particularidades de cada institución distribuyendo la riqueza material medial y las posibilidades de la misma y del bienestar teleológico, así como las posibilidades mismas de participación en lo interinstitucional. Ociosas: su objeto último es satisfacer las particularidades de las personas, en la diferencia de sus diversos gustos individuales, en el espacio libre que queda tras la superación de las necesidades esenciales humanas, tanto primarias (biológicas y sociales) como espirituales (servicio y trascendencia). Las instituciones ociosas bien pudieran llamarse lúdicas, de no ser por la gran seriedad que tienen ciertas actividades producto del ocio, tales como la 135

Parte segunda: naturaleza, tipificación, clasificación, acciones y sintomatología de la institución filosofía. Es importante diferenciar instituciones ociosas de instituciones económicas cuya actividad de generación de riqueza es el entretenimiento, una academia de ciencias, una tertulia semanal, son instituciones ociosas que no generan riqueza monetaria, medial. En este sentido, bien puede decirse, precisamente, que las instituciones ociosas buscan generar bienestar y riqueza teleológica. Esto es, el bienestar y la riqueza (plus) que se disfrutan en sí mismos, por sus efectos físicos, psicológicos y espirituales, no necesarios (mínimos). El ámbito de acción de una institución ociosa, es, en tanto tal, los directamente vinculados a ella. Asistenciales: su objeto último es suplir las deficiencias que las personas no pueden superar por sí mismas, no generando, ni distribuyendo, sino compartiendo. Mientras que generar constituye una creación, un surgimiento de algo que no existía en el espacio público, y el distribuir implica la previa existencia de algo en el espacio público, y su posterior difusión por parte de un distribuidor distinto y no poseedor de lo distribuido, a manera de tercero, compartir implica la ya existencia de lo que se pone en común, y su posesión y entrega a título personal como un segundo44. Existen al menos tres grandes tipos de instituciones asistenciales, según suplan lo intelectivo (educativas)45, lo físico (sanitarias), o lo medial (caritativas). En tanto que asistenciales, estas instituciones suplen todas lo afectivo, pues al ser un compartir personal se establecen necesariamente relaciones afectivas constructivas. Religiosas: su objeto último es posibilitar, facilitar y mantener la relación de la persona humana con la divinidad. No por generación ni por distribución, y no por compartir, pues a la divinidad no se la tiene. La relación con la divinidad es de comunicación en su sentido más profundo, diríamos, jasperiano. Resulta claro que las características aquí aludidas como diferenciales de las instituciones por su objeto último permiten una ampliación mucho mayor. Algunas de las posibilidades

44

“Se necesitan también instituciones que cuiden al hombre débil y miserable (…) Son las instituciones asistenciales (…) velan por los seres humanos que no se valen por sí mismos” (Stork y Aranguren, 2003, p.255). 45 “Educar es entonces cumplir la función perfectiva de la autoridad: comunicar la excelencia” (Stork y Aranguren, 2003, p.156).

136

Javier N. González C. de ampliación y profundización de este tema serán indirectamente tratadas en la tercera parte de esta investigación.

Por su nivel de intimidad Según la intensidad de los vínculos trascendentales, inversamente proporcional a la presividad de los vínculos categoriales predeterminados, las instituciones pueden dividirse en: Familia: la familia es el ámbito de mayor intimidad. Aquí, en la familia, los terceros incluidos son aquellos ancestros fallecidos o aquellos descendientes posibles. En la familia, todos los vivos son un tu personal, y las relaciones que se establecen entre los miembros de la familia son de la mayor riqueza espiritual, son las relaciones trascendentales más fuertes, donde las promesas son más grandes, el perdón está más presente, y el servicio es más intenso. De hecho, entre tantas definiciones dadas a la familia, una definición, que no se prestaría a equívocos, sería precisamente la de “la familia se define justamente como el lugar de la intimidad” (Alvira 1999, p. 60). Es por ello que se ha llegado a afirmar que “de la interioridad objetiva o de la ontología: en esta perspectiva la familia puede aparecer como una substancia (que es como la considera Hegel), y la sociedad civil como una unidad de orden, como un sistema, etc”. (Choza, p. 443). Aunque, como ya ha quedado claro, ninguna institución es substancia, ni unidad de orden pura, ni sistema. Una familia, accidentalmente, puede no ser fundada por una relación esponsal y paternal sino constituida por un círculo de amigos y tutores con quienes se comparta la cotidianidad, “la casa es el lugar al que vuelve” (Alvira, 1999, p. 15). Por medio de intensas relaciones de comunicación de la intimidad. El hogar es el espacio propio de la institución familiar, y el término castellano hogar señala, más entrañablemente que el término casa, esa alusión a la intimidad propia del espacio familiar, “la interioridad de un edificio no es la forma, las paredes sino un espíritu” (Alvira 1999, p. 17. 18). Ser el ámbito de mayor intimidad implica dos cosas. Por una parte, implica que la familia es una versión reducida de todos los demás tipos de institución. La familia es institución económica, administrativa, ociosa, asistencial (educativa, sanitaria, caritativa), lo que la hace ser, por 137

Parte segunda: naturaleza, tipificación, clasificación, acciones y sintomatología de la institución ello mismo, la institución educativa por antonomasia. Por otra parte, ser el ámbito de mayor intimidad implica el cuidado de la misma de manera polémica y apologética. De manera polémica, la familia debe luchar por entablar las relaciones de mayor intimidad de frente a la resistencia o dispersión que sus miembros puedan oponer. De manera apologética, la familia debe defender el espacio de su intimidad de la exposición pública. “Y, sin embargo, la familia -como núcleo del espacio privado-social- es la fuente radical de solidaridad y de una mediación cargada de sentido. Todo proyecto de recomposición del tejido comunitario debe buscar su fulcro en una nueva cultura de la familia” (Llano, 1980, p.71). Puesto que la familia, al ser el ámbito de mayor intimidad, es la institución más esencial, trascendental y puramente personal, la más rica, la más espiritual, y por lo mismo, la más débil de cara a las manipulaciones mediáticas del poder de la burocracia y el protocolo. “Pues bien, si buscamos una muestra patente de la implosión institucional, la encontramos de inmediato en la familia” (Llano, 1980, p.69). Estado: el ámbito de mayor amplitud es la institución que regula el espacio interinstitucional más amplio, la institución específicamente política: la polis, el reino, el Estado. Dicho de otra forma, la institución que protocoliza y burocratiza las relaciones intrínsecas de un plexo institucional, es el espacio institucional más amplio. En tiempos de cavernas y mamuts, cuando la extensión de lo institucional se reducía a su mínima expresión, la cabeza de la familia agotaba los protocolos de las relaciones humanas. El paterfamilias es un fragmento de tales épocas. Posteriormente, jefes de tribu y chamanes interpretaban este papel. Acto seguido, la polis asumió el rol en cuestión. Lo interesante de la polis, es que, precisamente, fue el momento en el que se diferenció el rol de administración de otros roles distintos que hasta ahora habían sido compartidos por instituciones ambivalentes46. En cualquier caso, la idea de Estado es, en sí misma, la burocratización y protocolización, esto es, la institucionalización formal de las relaciones institucionales mismas. El Estado como ámbito diferenciado es posterior al encuentro espontáneo y prenormativizado de las diversas instituciones en cuestión, pues es la formalización del nuevo espacio-entre-hombres surgido. “Dicho políticamente, el tratado 46

De hecho, en este sentido, podría hablarse de una superioridad política de la polis de cara a estructuras posteriores tales como el imperio romano, el feudo, el sacro imperio, o el estado nacional de la modernidad. Probablemente, de cara al estado corporativo de la contemporaneidad.

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Javier N. González C. que vincula a dos pueblos hace surgir entre ellos un nuevo mundo o, para ser más exactos, garantiza la pervivencia de un mundo nuevo, común ahora a ambos, que surgió cuando entraron en lucha y que crearon al hacer y padecer algo igual” (Arendt, 1997, p.). La „Estatificación‟ es una tendencia expansiva por sí misma, pues, una vez ha sido institucionalizado un espacio de relaciones, se está en capacidad de generar nuevos espacios más amplios en los que el espacio institucionalizado actúa como un punto relacional. De esta manera, la polis fue superada por extensión cuando Roma creó el Derecho de Gentes “Lo que aconteció cuando los descendientes de Troya llegaron a suelo italiano fue, ni más ni menos, que la política surgió precisamente allá donde ésta tenía para los griegos sus límites y acababa, esto es, en el ámbito no entre ciudadanos de igual condición de una ciudad sino entre pueblos extranjeros y desiguales entre sí que sólo la lucha había hecho coincidir” (Arendt, 1997, fragmento 3c) 47. Por contraste con la familia, el estado, al ser el ámbito de máxima amplitud, es el ámbito de mínima intimidad, donde la inmensa mayoría de relaciones son relaciones con terceros y con personas en tanto que terceros. Por ello mismo, las relaciones que regula son en su mayoría relaciones accidentales pobres en espiritualidad, y por ello mismo está incapacitado para suplantar a las restantes instituciones. La „ética de mínimos‟ actualmente promovida por la habbermasiana Adela Cortina, puede tener sentido únicamente en la institución estatal, al estilo de la propuesta de Rawls, pero carece de sentido en las restantes instituciones. Llano (1989), rescatando al ámbito estrictamente político como aquél que, superponiéndose a los otros, los ordena y los subordina, precisamente por ser aquél que mira al bien del hombre integral, y a su consecución en todos, y no a éste o aquél bien específicos, y su consecución en unos cuantos, señala el carácter gradual y ordenado que tienen las instituciones bien entendidas, de cara a la confusión entre unas instituciones y otras, disimulada en medio de la rigidez de los esquemas puramente “sistémicos” El nuevo modo de pensar que ha de estar en la base de una teoría de las instituciones a la altura de nuestro tiempo tiene una índole analógica, la cual permite descubrir una gradualidad de sistemas organizativos en las sociedades complejas. La consideración del Estado como la organización de más 47

De cara a la nota anterior, podría decirse que por su „pureza‟ la polis griega, la Athenas de Pericles, no ha sido aún superada como institución específicamente política. Sin embargo, por la ampliación del espacio entre-hombres, el proceso de globalización (que no significa otra cosa sino la ampliación del espacio público por el aumento de la complejidad y capacidad de comunicación interinstitucional) ha sido un continuo en occidente tras la caída del imperio romano, y en el mundo tras el descubrimiento de América por Colón.

139

Parte segunda: naturaleza, tipificación, clasificación, acciones y sintomatología de la institución alto nivel –y no como un sistema parcial- facilita el mantenimiento de la fundamental dualidad entre sociedad y Estado, que –como ha visto muy bien Kosloswki- es imprescindible para evitar que las democracias occidentales sigan derivando hacia el “totalitarismo liberal”, que es el confuso caldo de cultivo de la ingobernabilidad. (p. 39)

Pese a la ONU, la UE, las corporaciones multinacionales, las ONG‟s de actuación internacional, y los tribunales internacionales, con todo el derecho internacional que ello implica, el Estado sigue siendo el ámbito (la institución) de máxima amplitud. Estas relaciones interestatales no han sido aun reguladas por una institución de naturaleza distinta a la Estatal, que se mantiene, en su esencia ideal, igual a la de la polis griega. El espacio interestatal puede institucionalizarse de dos maneras, o con la forma misma de estado, o una forma satélite de la misma (como la figura del protectorado) por agregación y asimilación, o por una forma institucional distinta, donde la administración de lo interinstitucional estatal se burocratice en unas estructuras, acciones y pretensiones teóricas distintas a las del Estado. El intuitivo Desqueyrat había afirmado ya con contundencia que “el Estado no es más que una institución entre las instituciones” (Desqueyrat 128). Intermedias: toda la gama de instituciones que, desde la familia hasta el Estado pueden asumir distintas extensiones de espacio-entre-hombres y distintos grados de intensidad en la intimidad y trascendentalidad de las relaciones, juegan muy diversos entran en esta ambigua categoría de „intermedias‟. Como la gradualidad y sutilidad de la intimidad y de la extensión del espacio-entre-hombres es demasiado compleja, resultaría quijotesco pretender categorizar sintéticamente todas las instituciones según su intimidad. Además de que, dentro de la clasificación por su objeto último, al interior de cada categoría, existen muy distintos grados de intimidad y extensión, como la diferencia entre una institución económica del tipo pequeña empresa familiar, y una firma corredora de valores multinacional. Lo cierto es que, las únicas instituciones que son caracterizables por su nivel de intimidad, son las de los extremos. La de mayor intimidad, la familia, y la de menor intimidad, el Estado. Por eso, esta clasificación no es la más apropiada, pues sólo permite categorizar dos tipos de instituciones, dejando a las demás en una especie de limbo. Sin embargo, la claridad en el nivel de intimidad como un punto de discriminación de lo 140

Javier N. González C. institucional y su relación indirectamente proporcional con la amplitud del espacio-entrehombres, resulta de gran relevancia para la comprensión de cada institución en cada caso. “No hay que hacer muchas cosas, sino sólo una y bien hecha: trabajar para habitar, para la casa. Para la familia, en primer lugar, y para las otras instituciones sociales también, que sólo lo son en verdad, y sólo estimulan al trabajo bien hecho, si podemos considerarlas -en sentido más amplio- como nuestra casa” (Alvira 1999, p. 19). Por su natural necesidad y configuración Las protoinstituciones, está dicho, son la familia y el lenguaje. Sin embargo, la configuración del lenguaje es ampliamente consuetudinaria, y ninguna tendencia natural lo orienta hacia una determinada configuración. La familia, en cambio, tiende a la configuración perental bisexuada y prolífica48. Aunque no se garantice como inevitable o inalterable esta configuración. Debe ser actualizada en cada caso. Ahora bien, en el sentido institucional, la búsqueda de configurar el núcleo institucional de mayor intimidad es una tendencia fuertemente natural, aun a defecto del núcleo familiar biológico, por eso, las personas, aún careciendo de padres o hijos constituyen núcleos familiares, inclusive compuestos por amigos, aunque dicha configuración resulte defectuosa en tanto tal. Este es el caso, por ejemplo, de muchas de las pandillas juveniles que surgen siempre en las comunidades en las que el hogar biológico es muy débil o nulo. Además de la familia y el lenguaje, el Estado, efectivamente, se muestra como necesario a partir del momento en el que surgen otras instituciones distintas a la familia y el lenguaje. Esto sucede en la historia cuando las comunidades se tornan más complejas y empiezan a surgir las instituciones comerciales, y tras ellas, instituciones especializadas que suplantan y o complementan las responsabilidades sociales que antes caían todas en manos de las familias, como las educativas (no sólo de educación teórica). El Estado tiene también una natural tendencia de configuración que es aquella de democracia ideal plena; pues, en tanto cada persona está vinculada a alguna o algunas instituciones, busca vincularse a la institucionalización del espacio interinstitucional 49.

48

Esto resulta casi que biológicamente evidente, aun al margen del debate en torno a la legalidad y moralidad de estructuras familiares diversas tales como las monosexuales, plurisexuales, poligámicas, etc. 49 Esto también, al margen del debate en torno a la bondad, utilidad, posibilidad y deseabilidad de implementar la democracia, de una u otra forma, directa o representativa, en uno u otro lugar y momento.

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Parte segunda: naturaleza, tipificación, clasificación, acciones y sintomatología de la institución Finalmente, habría que considerar a la iglesia como una posible institución, en las distintas religiones, de natural configuración, y según el contenido de la religión, naturalmente necesaria. Aunque, en todos los casos de natural necesidad, esta natural necesidad iniciaría en el momento en el que se hace manifiesta una revelación, no antes, ni después. Pero este es un tema desborda los supuestos epistemológicos aquí ya adoptados, y el margen temático de esta investigación. Luego, desde un punto de vista pre-teológico, tanto en el sentido “natural”, como en el sentido sobrenatural del término, la Iglesia no es un tipo de institución natural. Por los valores Desde los miembros del Café de la Paix, hasta Stork, las escasas clasificaciones de las instituciones han sido realizadas bajo la rúbrica de los valores. Consideramos este fundamento de división impropio, por ser los valores de excesiva amplitud, pudiendo instituciones muy distintas encarnarlos indistintamente. Además, hay muchas formas de valorar en cada ámbito axiológico, sumándose distintas instituciones del mismo tipo, a distintas formas de valoración de un mismo ejercicio. Así, si se consideran valores ecológicos, las empresas diferirían entre sí, o si se consideran valores estéticos, algunos entrarían en la clasificación, otros no, y en cada caso de distinta forma. Es decir, la amplitud de los valores impide que, del seguimiento de un valor, pueda deducirse un tipo específico de prácticas institucionales (ethos y especialmente protocolos), sino que prácticas de las más diversas pueden encaminarse a los mismos valores, y prácticas iguales pueden encaminarse a valores distintos, aunque, por supuesto, toda práctica siempre busque o pretenda estar orientada axiológicamente. Siendo lo determinante en la institución, la acción, y no la razón, el fundamento de la división debe dar cuenta directa de los distintos tipos de prácticas institucionales. Modos de estar El modo de estar de la institución es una consideración relativa a la verdad práctica, la cual “„mide‟ el objeto del acto humano y, en consecuencia, la conformidad o disconformidad de dicho acto con el objeto „medido‟” (Cruz 2006, p. 293). Aunque, por supuesto, la verdad práctica está en plena relación con la verdad teórica “La autenticidad o 142

Javier N. González C. coherencia es la armonía entre la verdad teórica que uno tiene por cierta y la verdad práctica que se refleja en la propia conducta. Si la verdad teórica y la práctica no tienen nada que ver, ambas se vuelven triviales y no hay modo de lograr una inspiración seria” (Stork y Aranguren, 2003, p.112). Perjudicada En este sentido, una institución puede estar perjudicada cuando hay valor en el discurso y en la práctica en general, pero hay un número significativo de vinculados que no están interesados en la búsqueda de los valores y funciones de la institución, y no repetan el sentido de las normas y prácticas institucionales. La institución sigue siendo y pareciendo, pero empieza a oscurecerse su razón de ser. Corrupta En este caso el valor sólo está en el discurso y no en la práctica. Es cuando inicia el proceso de desertificación de las instituciones y la fuerza enajenadora arremete contra los vinculados50. En este caso, la institución deja de ser, pero parece ser. En muchos casos, pese a seguir pareciendo, deja de cumplir su misión, y pasa a realizar algo así como la antimisión. La institución pierde su legitimidad. Desconfigurada Cuando la institución está desconfigurada, el valor de fundación está totalmente perdido. La institución deja de ser y deja de parecer. En términos de correcta politología, es cuando la institución pierde su credibilidad. “Una institución en que se finge dar y exigir lo que no se puede exigir ni dar es una institución falsa y desmoralizada” (Ortega, 1982 p. 43). Armónica La armonía plena entre los valores y las prácticas de las instituciones resulta ser, estrictamente hablando, una utopía. Su realización más aproximada usualmente es en el periodo de fundación, por eso el continuo fundacional debe buscarse constantemente. Una 50

Inicia el fenómeno sistémico de „objetivos en descenso‟ (O'Connor & McDermott, 1998), al que, por lo demás, una ética de mínimos llevada a su dimensión social (a la que inevitablemente apunta toda ética, también una minimalista e intimista), esto es, a un ethos institucional; aboca irrefrenablemente.

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Parte segunda: naturaleza, tipificación, clasificación, acciones y sintomatología de la institución descripción realista de la situación más armónica posible de una institución, es detallada por Ortega “un síntoma claro en que se conoce cuándo los usos constitutivos de una institución son acertados, es que aguanta sin notable quebranto una buena dosis de abusos” (1982, p.26).

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Germán Quintero R.

Capítulo IV

LO POLÍTICO EN LAS INSTITUCIONES51 (Scherzo)

Obertura El reconocimiento de la persona en el otro, del perfeccionamiento de ésta gracias al coexistir, se establece en el momento en que las personas fundan una relación con miras a la perpetuidad. Estas relaciones, con propósitos de permanencia, propenden por especializarse, de acuerdo a las afinidades y las metas que consideren los partícipes. La ayuda mutua de los seres humanos les permite no sólo a ellos la perfección como personas, sino como conjunto: dándole sentido a la comunidad y su respectiva identidad colectiva. Sin embargo, en toda asociación, implícita o explícitamente, bien o mal dirigida, existe la causa final anteriormente insinuada: la perfección de las personas en general y del hombre como especie en particular. En este sentido, la institución no genera la perfección en sí, sino que se la facilita al conjunto de personas que pertenezcan a ella. Existe un carácter político de la institución, motivado por las relaciones especializadas, que obedece en principio a aquella capacidad administrativa correspondiente a las habilidades de gobierno que posean quienes la conforman. El mejor ejemplo de relación política se da en la institución castrense, donde, idealmente, se reconoce la autoridad de la jerarquía por mérito y se obedecen sus decisiones por fe. “La rectitud del gobernante impulsa al ejército a obrar en consonancia con sus superiores; por ella estará dispuesto a seguirlo sin titubeos…” (Zi, 2006)

51

La autoría del presente capítulo es de Germán Quintero, estudiante de Licenciatura en Filosofía y Humanidades, y de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales, de la Universidad Sergio Arboleda, quien, por lo demás, colaboró con sus cuestionamientos la madurez de las ideas de esta obra.

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Parte segunda: lo político en las instituciones Pero las prontas percepciones respecto a las instituciones, la falta de reflexión del hombre y el hábito mal habido de posiciones egoístas, inducen a la corrupción de la institución. Por ello, y en concordancia con la tesina aquí expuesta por el autor del libro, quien me permitió el honor de escribir algunas líneas sobre lo político en las instituciones, realizaré una evaluación somera de este importante pero mal abarcado aspecto, evidenciando las dificultades que implican las percepciones generalizadas de las «instituciones políticas». La búsqueda de unas definiciones que le sean más propias y permitan una consideración sobre la acción política en la institución desde una perspectiva humanista queda por establecerse. Definición y objeto de lo político en las instituciones en perspectiva humanista. Acepciones de la institución desde las teorías políticas. Desde la aparición de las corrientes científicas, pasando por los modelos positivistas, las teorías críticas y los modelos estructurales de estudio, la división de las ciencias sociales ha delegado el poder como objeto de estudio a la Ciencia Política y a las Relaciones Internacionales en general. Para la Ciencia Política en particular, las instituciones y el poder han sido los objetos de estudio que mayor tiempo llevan siendo analizados, comparados y extraídos de los anaqueles, con el ánimo de comprender cómo funciona el ser humano en tanto animal político. El buen gobernante es aquel que tiene la capacidad para ejecutar ciertas acciones y para tomar decisiones; es quien puede hacerse responsable de los otros en algún determinado aspecto. Para ello debe tener cierto manejo de personas y recursos. Hacerse con el poder y mantenerlo es lo único que debe preocupar al gobernante, no importa si es una democracia o un principado. Por lo menos así nos lo legó Maquiavelo. Diferentes disciplinas se han aproximado a lo político en la institución interpretándolo bajo la forma de “institución política”. Ha sido tal vez este el motivo por el que no se ha podido definir52 (Rhodes, Binder, & Rockman, 2009), salvo con aproximaciones como “el reflejo de hábitos y normas, lo más probable es que hayan evolucionado antes que haber sido creadas” (ídem, p.XII). A la aproximación conceptual más difundida a que se llega en las ciencias humanas, particularmente en la Ciencia Política y en la Economía, la resumen,

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“Despite the incredible growth in institutional studies in recent decades we lack a single definition of an institution on which students of politics can find wide agreement”.

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Germán Quintero R. buscando consenso, James March y John Olsen en el Manual de Instituciones Políticas de la Universidad de Oxford: La visión más prevalente de las instituciones como reglas –visión derivada de los modelos económicos de cooperación- sugiere que las instituciones puedan ser producto de acuerdos basados en el Óptimo de Pareto; es decir, una de las partes gana más, pero nadie pierde .

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Es este el sentido que induce a ver la pretendida institución política como un conjunto de prácticas institucionales y, al mismo tiempo, trata de convertir en sistema a la institución. En la medida en que se asuma y se defina a la institución sólo como prácticas institucionales, como reglas de juego, éstas quedan revestidas con un hálito de legitimidad que no necesariamente les corresponde, por lo que se sobrevaloran ontológicamente (lo que también padece la propia ley) respecto a la unidad esencial de toda institución: la persona. El argumento que usualmente permite revestir de legitimidad a tales prácticas descansa en el respeto “sagrado” al derecho consuetudinario. Asimismo, la tendencia moderna, padecida por funcionarios y académicos, de eliminar al sujeto de la regla, en la búsqueda de la imparcialidad de la misma, en aras de de su correcto funcionar, le atribuye al conjunto de procesos institucionales la entidad de sistema autónomo. Confiriéndole así, a este leviatán, vida y facultades que le son propias al hombre, pero que hacen superior al monstruo. En 1948 ya se lamentaba Graham Wallas de esa perspectiva que se le había impreso a lo político en las instituciones. Decía que “todos los estudiantes de políticas analizan las instituciones y evitan el análisis del hombre” (Stoker & Marsh, 1994). Desde entonces, a pesar de los aportes de las diversas teorías normativas, se sigue preguntando por las prácticas institucionales (op.cit) . Los diversos medios de transacción han sido y siguen siendo, el objeto de estudio y de interés de las diversas ciencias, fundamentadas en los presupuestos de la teoría de “acción racional” que, generalmente, suelen deshumanizar los procesos de interacción del hombre y los convierten en meros procesos probabilísticos. Fue

53

“A more prevalent view of institutions as rules -derived from economic models of cooperation- suggests that the institutions may be the product of agreements that are Pareto Optimal- that is, one party is made better off, but no one is made worse off” (Ibid. p. XIV).

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Parte segunda: lo político en las instituciones hasta hace poco que en esta corriente54 se incluyó el actuar humano, propio de sí, como una variable indeterminada que permite mayores aproximaciones en los estudios que se realizan. A tal variable la llamaron “factor humano”. Sin embargo, no se puede decir que se descarte al hombre como un elemento de análisis de la institución. Las teorías institucionales que estudian los aspectos formales y legales de éstas, aunque propenden por evaluar a la institución en términos efectivos, se esmeran por incluir, implícitamente, un bienestar de los usuarios de estas instituciones, así sea por medio del cumplimiento de la ley 55. En este enfoque, como en muchos otros, el buen funcionamiento de la institución le atribuye legitimidad. Las partes orgánicas de las constituciones democráticas (donde se manifiesta cómo se organiza-rá el Estado) serían el ejemplo de la fundación legitima de las instituciones, nacida del consenso de muchos o de algunos que buscaron algún tipo de bien para todos. Por otro lado, desde un aspecto marxista, la institución se convierte en la herramienta par excellence que utilizan unos pocos para la dominación general del pueblo. Como decía el sociólogo Max Weber (1922), sólo se necesita que unos pocos acaten la «autoridad» para perpetuar tal dominación: Debe entenderse por "dominación", de acuerdo con la definición ya dada (cap. I, § 16), la probabilidad de encontrar obediencia dentro de un grupo determinado para mandatos específicos (o para toda clase de mandatos). No es, por tanto, toda especie de probabilidad de ejercer "poder" o "influjo" sobre otros hombres. En el caso concreto esta dominación ("autoridad"), en el sentido indicado, puede descansar en los más diversos motivos de sumisión: desde la habituación inconsciente hasta lo que son consideraciones puramente racionales con arreglo a fines. Un determinado mínimo de voluntad de obediencia, o sea de interés (externo o interno) en obedecer, es esencial en toda relación auténtica de autoridad. (Weber, Economía y Sociedad, 1996)

En tal caso, para los marxistas, la fundación y el funcionamiento de las instituciones son ilegítimos. Y su ilegitimidad consiste en la ventaja que obtienen los fundadores frente a los otros para lograr sus objetivos, perjudicándolos y explotándolos. Aunque sigue existiendo 54

Incluye las teorías de juegos, las teorías de decisión, los modelos competitivos y de cooperación, entre otras. 55 Cfr. RHODES, R.A.W. Institucionalismo, en: Teoría y métodos de la ciencia política. Gerry Stoker y David Marsh, Eds. Alianza. Madrid. 1994.

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Germán Quintero R. la posibilidad de entrever el beneficio de algunos hombres (una clase) gracias a dicha institución. Concebido así, se puede decir que tal ilegitimidad es la que hace inevitable la destrucción de la institución por medio de la violencia. De la anterior perspectiva surge la noción sistémica de las instituciones. Sin quererlo, las teorías conductistas y los diversos modos del marxismo, llevaron a los estructuralistas a encontrar algo de inevitable en los sistemas, propio de sí, a la manera de mecanismos de supervivencia, dándole la potestad a la misma institución de generar y reconocer su propia legitimidad. Como estas concepciones iban de la mano con la perspectiva histórica de la perpetuidad de diversas organizaciones, la inevitabilidad de los “sistemas” hace creerlas superiores a los mismos hombres. En este sentido, la defensa de un ideal, la nación, es reemplazada por el temor de una institución: el estado. La teoría de la ciencia política que más se acerca a definir a una institución con un contenido verdaderamente humano es, tal vez, la de las redes sociales. Esta se concentra más que en la misma conformación de la institución, en la conformación de las relaciones interpersonales, que se interpretan desde una perspectiva informal y personalista (Ansell, 2009), frente a las perspectivas formales e impersonales de las tradicionales corrientes del institucionalismo. Se define en esta corriente, llamada propiamente institucionalismo de redes (Network Institutionalism), a las redes como patrones estables o recurrentes de interacción o intercambio comportamental entre individuos56. Tal acepción es considerada en la ciencia política como contraria al espíritu de las Instituciones, debido al contrapunto que ineluctablemente establece frente a lo «imparcial» de la institución. Aún así, tanto las visiones normativas y las históricas, como las funcionalistas y las sistémicas, carecen de una definición que le sea propia a la institución, que sea más abarcante y no se reduzca a meras reglas de juego (situación en la que los demás enfoques se encuentran). Parece ser que el problema sigue siendo la inadecuación de términos: donde dice institución política, debe decir lo político de las instituciones. Por esta misma línea se espera entender qué es lo político en las instituciones y lo que debe entenderse como el gobierno (o la administración, o la ejecución) que propende por el bien común (Aristóteles, Política, 1988); no sólo de los interesados en la institución, sino de todos los partícipes de ella, activa o pasivamente. 56

Cfr. Weber. Op. Cit.

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Parte segunda: lo político en las instituciones Por ello es menester dedicar un espacio para explicar cómo se da aquel gobierno. A quién se gobierna, qué se gobierna y para qué se gobierna, sin pecar por excesiva especificación, encontrando algo que le sea propio a todas las instituciones. No se puede olvidar que el verdadero gobierno se da entre personas y se debe entender como una serie de relaciones que lo que buscan es mejorar el coexistir de aquellos quienes pertenezcan. Por esto debe comprenderse que lo político de la institución se aborda en dos relaciones categorialmente diferentes, la relación de poder y la relación de autoridad. Relaciones humanas respecto a lo político de las instituciones Decir sólo qué tipo de relaciones se deben establecer en la institución, y por qué algunas de ellas se consideran políticas y otras no, resulta insuficiente para comprender la dimensión de las mismas. Es necesario entonces decir que la facultad relacional del hombre es aquella que establece, modifica y extingue a la institución misma y que la persona es ontológicamente superior a la institución. No sólo se debe aducir al poder de fundación que tienen las personas sobre la institución, sino que son ellas quienes definen y redefinen constantemente los objetivos de aquella. Además, las posibilidades de conducta y hábitos no quedan a merced y en gracia de la institución, sino de las personas partícipes de ella, quienes son aquellos que propiamente pueden ejercer la existencia de la institución y en su movimiento perfeccionarse. Desde la puesta en boga de las teorías contractualistas, las nociones impersonales de la institución como sistema y la lucha de intereses como una dinámica de exclusivo individualismo, se han extinguido las posibilidades de reconocimiento de cualquier tipo de relación superior a la de poder. Poder que por demás, no se establece propiamente en una interacción humana, sino en una disponibilidad y acceso a recursos del mismo que son otorgados gracias a la accidentalidad de las circunstancias. En el Príncipe, Maquiavelo sintetiza tres elementos que se requieren para obtener el susodicho poder: fortuna, Virtù57 (Machiavelli, 1999) (cuya mejor traducción al castellano, en este contexto, sería astucia) y prudencia. Dos de los tres componentes expuestos aquí le son propios a la acción humana; la fortuna, sin embargo, es más importante en el juego de poder. 58 57

En italiano en el original. (Cfr. Machiavelli) Aunque equiparable a los otros, Maquiavelo da a entender que la “fortuna fortes iuvat” (la fortuna favorece al fuerte) y que sin ella, es imposible que la prudencia o la virtù se ejerzan. “[…] Y si nos detenemos a estudiar 58

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Germán Quintero R. Originalmente, cualquier tipo de relación humana que se considere política, debe contener la relación categorial de poder para establecer la manera de gobierno 59 que surja a partir de esa relación. Sin embargo, para que exista una posible fundación de una institución, en su componente político, debe contener también una relación de autoridad establecida entre los fundadores, que la haga legítima. Incluso los contractualistas 60 que pensaban que, con arreglo a valores, en su pacto podían dejarle a la ley las veces de garante del pacto, nunca olvidaron que debía haber personas quienes fueran garantes de la ley, y aquí debía establecerse, si no una relación, un reconocimiento de autoridad, así fuera únicamente por defecto. Toda autoridad contiene poder, pero no todo poder contiene la autoridad. Para que exista una relación de política legítima debe siempre existir un mínimo de autoridad; es decir, un mínimo de aceptación natural por parte de quienes conformen la institución. Tanto poder como autoridad existen en toda institución, así esta última sea aparente. La autoridad es, en términos llanos, una relación personal (en oposición a categorial) que se establece cuando de una o varias personas surge el reconocimiento de respeto por otra u otras, en las que se confiere alguna responsabilidad por el bienestar de las otras. Ésta nunca se presenta sola: así como el padre y el hijo tienen una relación de amor filial, también una relación de autoridad, donde de la primera relación se deriva la segunda, manifiesta en la labor de educación y formación que le compete al padre, que reconocerá como tal el hijo.61 El poder, por otro lado, es una relación categorial, continente de relaciones de utilidad por lo general, lo que implica que obedece a una dinámica de la imposición de la voluntad de uno o unos sobre otros. Suele ser entonces una relación de menor alcance para los involucrados, o por lo menos de menor duración, en tanto se modifica de manera directa con las modificaciones de los intereses de quien la ejerce. La dominación (el poder puro) no tiene que ser la capacidad de influjo sobre los hombres en general, sino el encontrar algunos

su vida y sus obras, descubriremos que no deben a la fortuna sino el haberles propiciado la ocasión propicia, que fue el material al que ellos dieron la forma conveniente” (ídem). 59 Gobierno se entiende aquí en el sentido amplio del término, de guiar y conducir, sea la actividad pública o privada. 60 Las teorías de los contractualistas son claras tanto en este aspecto como en la atribución de poder que posee la persona. Cfr. Hobbes, Thomas. El leviatán. Rousseau, Jean Jacques, El contrato Social. Locke, John. Tratado sobre el gobierno civil. Rawls, John. Teoría de la justicia. 61 Si bien se entiende la imposibilidad que tiene el hijo de comprender la relación de autoridad en sus primeros años, posteriormente, si ella es genuina, la reconocerá y la reforzará en el momento en que el hijo se la manifiesta directamente a su padre.

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Parte segunda: lo político en las instituciones de ellos que respondan a mandatos específicos 62, conforme reciban cualquier tipo de incentivos de intercambio. Al reconocer que existe la imposición del otro, aceptada o no, no se pretende evidenciar una aporía entre las relaciones de poder y de autoridad; no se presentan como contradictorias unas con otras. Las relaciones de poder que perduran normalmente son aquellas institucionalizadas, y para que ellas puedan existir, deben surgir de una relación de autoridad, así sea aparente. Todas las relaciones contienen en sí un elemento de pedagogía propia, en tanto son reflejo de los hábitos de las personas. Y de los hábitos, ajenos y propios, se aprende. Si se considera a la institución legítima, una vez corrompida, se educa en la aceptación de lo corrupto y se prolonga su permanencia en la historia. Posteriormente, el poder fue estudiado, desde la política, como el elemento clave dentro de los Estados y de sus relaciones con otros Estados: las relaciones de poder comenzaron a entenderse como la pura dinámica internacional, partiendo de la guerra y sus recursos (hard power) y la diplomacia y sus recursos (soft power) (Nye, 2004). Curiosamente, los segundos tenían más que ver con una relación de autoridad que los primeros, aunque en todos prevalece la pugna propia de los intereses individuales. Para poder comprender las relaciones políticas dentro de las instituciones, se debe abandonar todo tipo de relaciones categoriales que se ocupen de un objetivo específico de mediato o inmediato alcance, ya abarcadas en las relaciones de utilidad (cualesquiera estas sean). La razón para llegar a tal resolución descansa en la general confusión que se crea a partir de la equiparación entre la relación de poder de negociación, propiamente la pugna de intereses, versus la relación de reconocimiento de la autoridad entre partícipes de una institución. Corrupción de la institución en términos políticos Posiblemente la mejor manera de entender que la persona es más importante que la institución misma pudiera ilustrarse de esta manera. Supóngase una institución cuyo propósito fundacional era la protección social. Con el pasar del tiempo, se formó una relación legítima de autoridad entre la institución y los sujetos que formaban parte de su

62

Crf. WEBER, Max. Óp. Cit. § 1.

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Germán Quintero R. propósito (no de la institución) que se fue forjando gracias a la respuesta positiva que tuvo entre los protegidos y éstos, que en retorno le otorgaron cosas buenas a la susodicha. Este caso es, tal vez, una de las más conocidas en Sicilia, Italia. Familias comenzaron a unirse en bandas para dar protección a otras personas. Pero, con el tiempo, fue corrompida por los intereses personales de algún miembro. Se dice que la mafia siciliana se remonta al siglo XIX, y que en un principio fue fundada con el propósito de proteger a los habitantes de Palermo, haciendo las veces de policía y juez, puesto que en la época reinaba la anarquía63. Aunque las prácticas brutales para imponer la ley y el orden se asocian casi directamente con la fundación de la institución, debe considerarse la situación violenta en la que estaban sumidos, donde su recurso, de hecho, debía ser muchas veces la fuerza. (Lupo, 2004) Formalmente, es decir, intencionalmente, la mafia tenía como principio fundacional la protección de las personas y la imposición del orden. Ahora bien, siguen moviéndose las arenas en el reloj, y comienzan a surgir problemas en la institución gracias a la introducción de nuevos métodos de financiamiento: algunos de los integrantes de ésta comienzan a andar por el sendero de la codicia y terminan manipulando a la institución; llevándola fuera de su curso original. Bajo el mismo lema de protección, se esconde ahora el de control de los negocios de alto lucro. Retratados por Hollywood, la prensa, y la policía de los EE.UU., se muestran a los capos del Siglo XX como los grandes empresarios de lo prohibido, los dueños de las partes bajas del mundo, los vendedores de licor durante la prohibición, los patrocinadores de juegos de azar y, luego, los principales negociantes de drogas y otras actividades ilícitas. Con estos nuevos métodos, dicha institución ha generado nuevas relaciones y diversos recursos de poder, mientras que la relación de autoridad comienza a disminuir. Tal codicia, genera un necesario antagonismo con la sociedad, y sus integrantes se ven limitados a operar contra ella misma, para mantener sus réditos. Comienzan entonces, los atropellos directos de la institución, toda relación de poder ahora fundada carece de autoridad, lo que conlleva a vulnerar aquello que originalmente era su objetivo: la protección de las personas (protección social). 63

Para la época, Sicilia era un reino independiente, aunque había disputas entre las influencias de los reinos de España (Borbón), de Austria (Hasburgo) y de Piedemonte. Las disputas entre dichas Casas y la falta de gobierno real, generaron el ambiente de revueltas, como se muestra en el levantamiento de 1848 en Palermo.

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Parte segunda: lo político en las instituciones Es conveniente recordar aquí que una relación de poder, en términos arendtianos, puede ser benéfica, en tanto exista, agregaríamos, una relación de autoridad que la alimente. Sin ésta, el poder se traduce a los medios que dispone una persona para obtener aquello que le sea de su provecho, posibilitando lo nefasto de la codicia humana.64 Ahora más que lugar para la ayuda de los otros, se convierte en un mecanismo que condensa relaciones que benefician sólo a su burocracia interna, sin que haya perdido su legitimidad aparente. La permanencia de instituciones como la mafia demuestra que lo político de dichas instituciones es lo fundamental para determinar el curso de la misma, desde su fundación. Son las personas las que gobiernan a las instituciones, y éstas se afectan en su legítima existencia y debido funcionamiento por la naturaleza de las relaciones humanas que haya dentro de ellas. Es menester recordar a quienes estudian las diversas ciencias que involucren instituciones, que por las razones anteriormente expuestas no se puede olvidar que sigue siendo ontológicamente superior el hombre que la institución, incluso para lo inherente a ella misma. El hombre, aparte de ser quien funda y ejerce las funciones en y desde la institución, es principio y fin de la misma. Por lo que a la institución debe considerársele como uno de los tantos instrumentos, fictos y reales, de los que la persona dispone para perfeccionarse y mejorar su calidad de vida (en ese orden). Por ello, es el actuar del hombre que define la naturaleza de la institución: sus aciertos o errores actualizan el aspecto y el propósito de ésta. La institución, por sí, no puede realizar esto; no hay institución sin personas.

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Respecto a la visión del poder, como ya lo hace el autor de este libro, cabe añadir las motivaciones maquiavélicas que traducen en los modelos competitivos de la teoría de juegos en el marco de la Acción Racional. En los diversos juegos, se pone al individuo a lograr un objetivo en condiciones muy adversas, haciendo la injusta equiparación de dichas acciones con las de supervivencia. Muchas instituciones en sus ámbitos económicos, laborales y legales han ido aplicando estas teorías. Esta selección natural busca que los mejores se relacionen en la institución, pero no saben que conllevan a la corrupción y deslegitimación de la misma.

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Javier N. González. C.

PARTE TERCERA Esta parte es la parte más propiamente ontológica del estudio institucional. Aquí, precedido por unas aclaraciones gnoseológicas, se emprende en el capítulo II, el estudio específico que pretende responder por el ser propio de las instituciones. Además, el posterior capítulo de filosofía de la historia, hace parte del análisis ontológico de la institución, aunque en su contenido no resulte tan evidente, pues la institución es esencialmente una realidad temporal, es también, sin duda, un ser-en-el-tiempo, en el sentido más profundo y vinculante concebible. Es necesario tener ciertas precauciones gnoseológicas para abordar algo tan escurridizo como las instituciones. Las instituciones son difíciles de captar, pues su ligereza ontológica, dada por sus principales caracteres ontológicos (la azarosidad intrínseca, el ser ente de razón, el ser un ser en movimiento), hace que sean una realidad muy difícil de inteligir. Por ello se establecen aquí precausiones gnoseológicas, especialmente en torno a la negación, lo accidental, lo efímero. El estatus ontológico de la institución, entonces, termina esclarecido después de haber recorrido las principales posibilidades al respecto. En tanto la institución no es una substancia, ni un accidente, ni una unidad de orden, ni simplemente un ente de razón, sino una unidad de orden moral, lo cual es una categoría ontológica un tanto sui generis, a la que aun le cabrían muchas consideraciones. El capítulo último complementa y completa la ontología de la institución, pues en los capítulos precedentes no había sido especificado suficientemente en qué sentido es la institución devenir, temporalidad. La institución, como sujeto ordinario de la historia, pasa a ser concebida como una realidad profundamente temporal, pues no es temporal únicamente en el sentido en el que un átomo o una galaxia pueden serlo, sino que es intensamente temporal, pues su temporalidad típicamente humana, se constituye en historia.

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Parte tercera: presupuestos gnoseológicos

Capítulo I

PRESUPUESTOS GNOSEOLÓGICOS

“Que la luz que arroja sirva para caminar, no sólo para arrebatar otro pedazo a la sombra” R. Spaemann

Principios y salvedades gnoseológicas Las instituciones en general pueden verse como un sin fin de posibilidades que, tomadas desde su múltiples y particulares aspectos, habrían hecho del presente trabajo una empresa titánica. Sin embargo, para evadir esa dificultad, son abordadas sólo a partir del análisis esencial, que permite abarcarlas todas sin embarcarse en una labor de observación imposible. Se analizaron esencial y existencialmente, teniendo en cuenta que “Las cuestiones existenciales se resuelven mediante una inquisición inductiva de lo significado por el nombre” (González, A., 1987, p. 45). A la indagación por el nombre sigue, necesariamente, la disquisición sobre el juicio, pues “Todo concepto es pobre, y en la pobreza está su fuerza. Su fuerza reside en su incapacidad de error. Con el juicio, es decir, con las opiniones, ocurre todo lo contrario, es el reino de la verdad y del error. Y en eso reside su debilidad. Pero su debilidad es riqueza, empezando por la riqueza de opiniones. Y la riqueza le viene más del error que de la verdad” (Inciarte, 2001, p.17), de tal manera que, lejos de pretender elaborar una complicada conceptualización terminológica, al gusto de moda académico, se pretende alcanzar claridad y verdad en los juicios sobre la realidad, al gusto del estilo republicano “En un mundo republicano la ciencia trata de la realidad sin más. Pero cuando la realidad se hace cada vez más compleja, la ciencia tiende a encerrarse en sí misma y a tratar no de la realidad sin más sino de ella misma” (Inciarte, 2001, p.49 – 50). La presente investigación, si bien tiene en cuenta los descubrimientos y consideraciones de la sociología, se desarrolla en el plano filosófico y sus pretensiones de comprensión son 156

Javier N. González. C. ontológicas y fenomenológicas. Por lo cual, en tanto el objeto material de la investigación, las instituciones, es tema común con la sociología, el objeto formal es filosófico, es decir, ontológico y causal, en vez de óntico y legal. El anhelo de este trabajo ha sido conocer el fin propio de dicho objeto y por lo tanto identificar en qué radica su perfección, de donde es deducible un deber ser para el objeto en cuestión. De forma tal que sea factible el discernimiento de la naturaleza propia de las instituciones, según su carácter teleológico. El método se ha acomodado al tema particular que en cada momento ha ocupado, siguiendo la máxima aristotélica de acomodar el método al objeto y no el objeto al método. Se expondrán a continuación algunos criterios básicos que se tuvieron en cuenta:  Hay que tener siempre presente que lo que se busca no es el concepto mismo, sino que dicho concepto se adecúe de la mejor manera a la verdadera naturaleza de lo que son las instituciones sociales. El título indica la primacía del objeto en su realidad, y por esto está en plural, pues “institución” es un universal conceptual. El concepto institución se usa al interior del trabajo, por economía, y por eficacia metodológica.  La perspectiva gnoseológica que fundamenta la pretensión de verdad de la presente inquisición filosófica, es la propia del cognotivismo moderado (…) cognotivismo moderado, porque aunque defiende sin titubear la capacidad de la inteligencia para conocer la verdad –separándose así del escepticismo-, advierte al mismo tiempo –contra las corrientes racionalistas- que dicha disposición no es automática ni absoluta, sino limitada y dialógica. De una vez se define, entonces, a favor del pluralismo, pero se opone al relativismo ético. (Llano, 1999, p.167).

Esta no es simplemente una manera más alegre de decir escepticismo moderado, ni metódico, sino que es esencialmente distinto. Se afirma la existencia de criterios universales de conocimiento, los llamados principios del ser y del conocer, y la necesidad de estar revisando y matizando constantemente los criterios de cada área del conocimiento, en tanto se afirma igualmente la necesidad de una gran precaución en el ejercicio concreto del conocer y actuar en el mundo de la vida. A esta precaución se la suele llamar prudencia y exige la necesidad de diálogo humilde pero firme, por virtud entre el diálogo soberbio y el diálogo relativista, como el más radical, eficaz y único método objetivo de búsqueda de la 157

Parte tercera: presupuestos gnoseológicos verdad. Son principios del cognotivismo moderado: confianza en la lógica y en la realidad extramental, así como en la capacidad de adecuación del intelecto con la realidad, y la posibilidad del conocimiento de la esencia de las cosas por medio del razonar abstractivo y analógico; la gradualidad en los conceptos y en las ideas, esto es, la consideración intensiva de los conceptos, por oposición a la matematización de todos ellos en conceptos tajantemente distintos, cerrados y separados. Reconocimiento, por ello, de la complejidad del mundo y de la riqueza de voces y sentidos. Se entiende así que el conocimiento humano se da por representación, pero no por volver a presentar algo ya presentado, sino en el sentido en el que “Representar es presentar la cosa (rem praesentare) y ponerla ante la facultad” (Cruz 2006, p. 171). El instrumento de comunicación de dicha representación que es contenida en el concepto, es ante todo el juicio y no los términos, en congruencia con lo anteriormente afirmado de la gradualidad de los mismos “Efectivamente, la verdad está en la proposición (…) como en un signo” (Cruz 2006, p. 12). Hay dos casos especiales, y muy recurrentes en este trabajo, en los que se llega a los límites del conocimiento humano, por lo cual hay que tener especial cuidado. Son la negación y el conocimiento metafísico-analógico. Con respecto a la negación, hay que tener en cuenta los siguientes principios:  La mayor indeterminación del conocimiento negativo “La mera negación deja abierta de suyo una pluralidad indefinida de términos” (Cruz 2006, p. 38).  Su levísima realidad ontológica “El no ser según las categorías es por accidente, mientras que la potencia es por sí misma potencia -al no ser, también por sí misma, acto-, y del mismo modo lo falso. El no ser según las categorías está incluido entre los sentidos del ser bajo la rúbrica del ente per accidens” (Quevedo 1989, p. 26).  La forma refleja de su consideración mental “lejos de querer decir que el no ser es inconcebible, significa precisamente que puede ser concebido, como si fuera un ser, y, por cierto, únicamente de este modo” (Quevedo 1989, p. 25).

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Javier N. González. C.  La negación como la forma más común del conocimiento, especialmente del conocimiento práctico, y como, en este tema que nos ocupa, el límite y fundamento del contenido mismo del conocimiento: Originariedad o inmediatez es aquí también, en última instancia, imprescindibles, como lo es en el conocimiento. Sólo que la inmediatez requerida en sentido moral, sin la cual la última medida y toda medida se esfuma, sólo puede ser de naturaleza negativa. Los límites más allá de los cuales no se puede llevar a cabo la búsqueda de la razón hacia un parámetro moral, son límites negativos. Estamos de antemano en la naturaleza, en cuanto somos naturaleza. Y sabemos de antemano qué es naturaleza en cuanto que somos razón, seres inteligentes. Pero que de antemano hayamos conocido la naturaleza o realidad no quiere decir que la hayamos agotado, que desde siempre sepamos positivamente lo que ella sea. Quiere decir solamente que sabemos lo que ella no es. (Inciarte, 2001, p.184 - 185).

Con relación al modo de proceder analógico, hay que explicitar, por una parte, la validez de su posibilidad, siendo ésta la manifestación inteligible de las causas en los efectos “por eso la causa principal no es signo respecto a su efecto. En cambio, todo efecto es signo de su causa. La facultad puede llegar al conocimiento de la causa mediante el efecto como signo” (Cruz 2006, p. 170), y por otra parte, la debilidad intrínseca misma de dicho conocimiento, dado que opera considerando a “un objeto perfectísimo a la manera de otro objeto inferior. Los conceptos análogos se forman de esa manera, con su carga de positividad y negatividad” (Cruz 2006, p. 82). Es importante aclarar, para evitar utopismos cartesianos, que dicha debilidad en el método no se debe a la impropiedad del mismo, sino a la naturaleza de nuestro entendimiento frente a la naturaleza del objeto de estudio que en estos casos se toma, ya que “la razón humana implica estructuralmente un defecto, incluso por el carácter de su propio género, ya que posee una luz intelectual ensombrecida; segundo, porque tiene alejado el objeto inteligible” (Cruz 2006, p. 80). Pese a lo que pueda parecer por el lenguaje hasta aquí empleado, hay que recalcar que, si bien existe una pretensión de claridad fundamentada por una pretensión de verdad, no hay una pretensión de objetividad autofundada en el sentido estricto “Pero no hay ningún límite „hacia abajo‟, más allá del cual el ente tuviera para nosotros exclusivamente el modo de ser de la objetividad. „El realismo metafísico‟ no prejuzga ninguna concreta teoría del conocimiento. (…) Lo que afirma es exclusivamente que sin trascender el fenómeno en 159

Parte tercera: presupuestos gnoseológicos dirección al ser, que simultáneamente se manifiesta y oculta, no hay persona” (Spaemann 2000, p. 90 - 91). La aquí empleada reducción univocante de los términos es una herramienta a favor de la claridad en la exposición de las ideas y sobre todo a favor de su profundización, y no una clausura de los términos del conocimiento a un único aspecto de su realidad que excluya otras posibles interpretaciones que consideren aspectos aquí omitidos. Es así que, frente al objetivismo, la moderada pretensión de verdad asume también el aspecto subjetivo del conocimiento “No la más impersonal, sino la más personal, es la percepción que más nos revela lo que la realidad es en sí” (Spaemann 2000, p. 99 -100). Lo cual es manifiesto especialmente porque “La personalidad es el paradigma del ser, siempre que el ser no signifique la abstracción „algo en general‟, sino el hacia dónde al que apunta la trascendencia de la objetividad: la identidad” (Spaemann 2000, p. 81). Por última salvedad epistemológica, hay que tener en cuenta, para la presente investigación, lo que Paul Ricoeur afirma con mucha razón: “la noción de valor es tan difícil de considerar epistemológicamente” (2001, p. 72). Una satisfactoria epistemología del valor todavía es deuda en el ámbito filosófico. Por ello, no puede ahora asumirse sintéticamente ninguna epistemología al respecto dada de antemano, ni cabe elaborar una propia. Sin embargo, el método hermenéutico-existencial de Ricoeur para dar cuenta de la noción de valor resulta lo suficientemente satisfactorio a fin de no dejar lagunas en la comprensión de lo que el valor refiere a la realidad de las instituciones, y por ello será asumido, agregándole dos consideraciones adicionales: la ordenación categorial de la jerarquía de valores no al sujeto trascendental, sino al bien trascendente, al estilo de los teóricos del Café de la Paix; y la superación práctica del valor por parte de la virtud, según la ética clásica. Las dos dimensiones gnoseológicas propias del estudio institucional Dos problemas acerca de las instituciones sociales se plantean en la presente investigación de tipo filosófico. El problema teórico, o especulativo, que se pregunta directamente por la esencia de lo institucional: ¿qué es y qué no es una institución? El problema práctico, que se pregunta por el papel esencial y profundo que desempeñan, deben desempeñar y pueden desempeñar las instituciones dentro del complejo social y con relación a las personas en su singularidad: ¿cómo influyen las instituciones en la sociedad y en la persona? Es necesario reconocer la distinta naturaleza de los dos órdenes de 160

Javier N. González. C. implicación del estudio de las instituciones, el teórico y el práctico, tanto por la forma de preguntar “Las preguntas teóricas parten de objetos dados de antemano, y las prácticas versan sobre los medios que se han de hacer de acuerdo con una conexión temporal, es decir, no terminada, sino de continuo abierta” (Polo 1999 II, p. 251); como por la forma de responder “Si la verdad práctica establece y determina qué ha de hacerse y cómo, la verdad especulativa sólo asevera –por afirmación o negación- que nuestro pensamiento es adecuado a lo que la cosa es” (Cruz 2006, p. 293). El primer problema es específicamente ontológico, el segundo problema, el moral, que admite varios niveles de estudio (político, económico, sociológico, histórico), es, en su nivel más profundo, fundamentalmente ético. En cuanto cuestión ética, las instituciones han de ser estudiadas y reflexionadas en su teleologicidad y axiologicidad, así como en su papel en la configuración de los diferentes ethos públicos y privados. En el plano ontológico, una ontología de lo humano es condición determinante de la ontología de lo institucional. De tal manera que una revisión de los supuestos antropológicos, tanto como de las categorías metafísicas del orden, la substancia, la relación, entre otras, son los puntos de partida del análisis ontológico de la institución social. De cualquier manera, el problema ético quedó inconcluso en su aspecto deontológico e imperativo, pues por ahora sólo se señalaron los valores básicos de las instituciones y su capacidad para configurar costumbres, y lo restante, queda como promesa de futuras investigaciones. Las dos preguntas centrales de la presente investigación, pese a pertenecer a órdenes distintos, se pueden unir de la siguiente manera: ¿Es posible pensar al ser humano como persona digna y a la vez ubicarlo en aparatos institucionales y organizacionales, sin que de ello resulte una contradicción, una tensión, un conflicto intrínsecos?, se pone así de manifiesto una tensión posible entre la respuesta a la pregunta teórica y la respuesta a la pregunta práctica, puesto que, con las herramientas conceptuales en boga, a primera vista, pareciera que no. La cultura dominante en occidente responde tácitamente con una negativa, como lo ha hecho ver Llano en repetidas ocasiones, al exponer cómo frente a la tiranía de las formas institucionales sólo se levantan los gritos vacíos de la protesta intimista y emotivista. Una teoría de las instituciones satisfactoria no puede menos que considerar esta tensión, en la que se juega la ideología de muchas posiciones políticas actuales; inclusive puede afirmarse que en el seno de esta dicotomía se posicionan izquierda y derecha en todos sus matices. Dicha tensión no es resuelta por el paradigma 161

Parte tercera: presupuestos gnoseológicos político dominante ni por la mayoría de perspectivas antropológicas y filosóficas, y las respuestas que se suelen dar resultan contradictorias y mutuamente excluyentes, generando una radical disyunción vital entre el mundo serio-público, y el mundo lúdicoprivado. En cambio, una “filosofía empírica como la aquí expuesta -si toma la palabra experiencia en sentido exigente- llega también a conclusiones prácticas, y en último término, éticas” (Gehlen 1993, p. 251), armónicas entre sí y con las conclusiones teóricas, y por ello ricas en sentido humano.

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Capítulo II

ONTOLOGÍA DE LA INSTITUCIÓN (estatus metafísico)

Entidad Pese a la aparente gratuidad de una divagación de tipo metafísico respecto a la entidad de la institución, es de suprema importancia aclarar el estatus metafísico de la misma, según lo ha demostrado la historia, dadas las teorías que han justificado los distintos totalitarismos, desde la antigüedad, pasando por el inmanentismo que justificó los totalitarismos más escalofriantes del siglo XX, hasta los que se perfilan en el horizonte: los totalitarismos abstractos de la burocracia sistematizada. (…) aquellas teorias que desarrolladas en formas muy variadas, desde Hegel, Fichte, a través de Adan Müller y Ranke, hasta Jellinek, Othomar Spann y Grabowsky- han alimentado los modernos sistemas totalitarios y colectivistas, desconocedores de la irreductible dignidad de la persona. (S. A. TURIENZO, “Investigación en torno al bien común. Nominalismo y comunidad”, La ciudad de Dios (1960), 32 ss. en Ferrer Arellano, 1998, p. 168, n. al p.).

Discernir el estatus metafísico de la institución es una tarea compleja no exenta de serios peligros. Afirmar la libertad humana rompe radicalmente, de entrada, con toda posibilidad de hacer de la institución una substancia, tal como lo hicieron ver los filósofos de izquierda que se opusieron a la filosofía del derecho de Hegel, y a su concepción de lo social como el último estadio del espíritu, de forma objetivada. Asimismo, no es la institución algo llanamente predicable del ser humano como para hacerla accidente. Además, la intencionalidad con la que surge y sobrevive la saca del azaroso terreno de lo per accidens. Pero sin lugar a dudas la institución es mucho más que la nada, la materia prima, la

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Parte tercera: ontología de la institución potencialidad o el movimiento... y mucho menos que la forma pura y las perfecciones de los atributos del ser. Para acortar camino, conviene fijar de una vez los derroteros por los cuales se podrá abrir una identificación verdadera del ser de la institución. Por un lado, la fuerte condición azarosa en la cual surge la institución y en la cual se mantiene, hace necesario ver la institución desde la perspectiva de la accidentalidad o eventualidad. Por otro lado, la condición de creación y artificio humano obliga a ubicarla en el terreno de las creaciones y como ente de unidad de orden. Pero su carácter contractual y abstracto también la conduce al ámbito de los entes de razón. Por todo ello, hay que considerarla detenidamente bajo estas distintas formas de ser del ente. Substancialidad y accidentalidad El carácter substancial de la institución, alma de las concepciones inmanentistas de la sociedad y de los estatismos, queda falseado ante la afirmación de la libertad. La unidad de una substancia, y de cualquier ente, está dada especialmente por la unidad de su forma, unidad de forma que es constituida principalmente por la unidad etiológica culminada por la causa final, etiología que, en la substancia, la constituye, por vía específica de su causa formal, como ser en sí y no en otro. Esta unidad de la forma en los entes compuestos se manifiesta como orden. Dicho orden se percibe en el universo, o más claramente, en los órganos de un ser vivo, donde, ad intra, son diversos entes que por sus operaciones constituyen una relación de orden, lo cual conlleva ad extra, al surgimiento de una auténtica sustancia. A este respecto, Zubiri cree que (…) no es cierto que la realidad compuesta de varias sustancias o sujetos „sustantes‟ de propiedades (cuerpos mixtos) posea necesariamente una única sustancia nueva. En los seres vivios habría millones de sustancias, sub-stantes cada una de ellas de las mismas propiedades que tendrían fuera del organismo. Pero de tal manera acopladas que estarían mutuamente codeterminadas formando estructura sistemática: las propiedades de cada una afectarían al sistema entero, que posee de hecho, un modo de funcionamiento unitario, una especie de „combinación funcional‟. (Sobre la esencia, Madrid, 1963, p 188 ss. En Ferrer Arellano 1998, p. 15, n. al p.)

Frente a ello,

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Javier N. González. C. (…) propone Zubiri el concepto más comprensivo de sustantividad: la suficiencia de un grupo de „notas‟ para constituir un algo propio. Esta suficiencia a veces será sustancial, si es poseída por algo capaz de apoyar a todo lo demás en orden a la existencia. Pero no tiene por qué ser forzosamente sustancial: muchas veces es sólo sustantiva. Sustantividad es, para Zubiri (…) unidad coherencial o sistema constructo de un grupo suficiente de notas constitucionales (no adventivas), reificadas a su vez por la esencia constitutiva, entendida como subsistema primario, infundado, autosuficiente e inalterable de notas constitutivas, fundantes todas ellas de cada una de las constitucionales. (…) La sustancia es, pues, el principio talitativo que funda el modo de ser fundamental (irreductible en cada individuo) (…) La sustancia, además no es directamente subjetualidad, sino el principio que funda el modo fundamental de ser este individuo subsistente (o existente „en sí‟). (…) los elementos de que consta el cosmos irracional (…) no subsisten propiamente ni son „sustanciales‟. (Ferrer Arellano, 1998, p. 16, n. al p.).

En este sentido, Zubiri y Fernando Inciarte estarían, al menos en el problema, bastante de acuerdo, pues es claro que el desarrollo de sus respectivas respuestas es distinto, así como la manera misma de plantear el asunto. La problemática, la de poder determinar la substancialidad metafísica frente a los procesos en los que la naturaleza de la substancia se ve comprometida: ya sea aquellos en los que la substancia „busca‟ mantenerse tal, o en los que unas substancias forman otra distinta; es puesta de manifiesto por ambos autores, pero resuelta de diferente manera. Así, Inciarte analiza el tema del proceso, o evento, “Se suele llamar ontología de la sustancia y lo que se suele llamar ontología del suceso, del evento o del proceso. Se trata de dos tipos de ontología que por lo general se consideran como contrapuestos entre sí (…) ya en Aristóteles (…) se da una clara distinción entre sustancia y evento desde el momento en que la primera está estrechamente relacionada con el concepto de acto (energeia) y la segunda con el concepto de proceso o movimiento (kinesis)” (Inciarte 2004, p. 70). Inciarte busca poder comprender la permanencia de la sustancia en el tiempo, la identidad de la forma, ya no frente a la multiplicidad de la materia, sino frente a la multiplicidad de los instantes “así como se da una identidad –contingente, por supuesto- entre los accidentes entre sí y de éstos con la sustancia, así se da una identidad entre el instante y los instantes, el ahora y los ahoras” (Inciarte 2004, p. 89). Como hemos visto, Zubiri adopta y acuña un lenguaje más dinámico, procesual, para considerar la identidiad e individualización de la substancialidad en el cosmos. También adopta una distinción radical entre lo inerte y lo vivo, y hace apuntar lo vivo hacia lo personal, “por una concesión consideramos ficticiamente a los elementos del cosmos 165

Parte tercera: ontología de la institución irracional como realidades en y por sí mismas, deberíamos distinguir, según Zubiri: la mera singularidad (partículas): la unidad de varios „singuli‟ (materia estabilizada; por ejemplo en virtud de una agregación de moléculas), y el esbozo de la individualidad (…) vitalización de la materia estable” (Ferrer Arellano 1998, p. 20, n. al p.). Finalmente refiere la substancialidad propiamente dicha a lo personal. Considerar el quid de la unidad de la forma sustancial, hasta determinarlo pulcramente, es necesario para poder identificar el ser o entidad de la institución, pues la institución aparenta cierta unidad formal, de cara a una muy fuerte presencia de la multiplicidad de la materia que la constituye, y de la multiplicidad de instantes que la conforman en su ser histórico. Estas multiplicidades introducen un principio de entropía que, al parecer, rompen con la unidad substancial que a primera vista pareciera tener, o pretender tener, la institución. He aquí la importancia de determinar este asunto. En este sentido, es relevante determinar el ser propio de lo substancial. González Álvarez sentencia con pulcritud argumental que “aunque todo el ser de la sustancia consistiese en sustentar y fuese sólo potencia respecto de los accidentes sustentados, no podría ser definida por esa relación, ya que quedaría „eo ipso‟ destruida como tal, pues pertenecería al género de la relación, que no es sustancia (…) Ninguna cosa puede ser definida por su relación” (González Álvarez 1987, p. 287). Entonces, ¿qué es lo que determina la substancialidad, si no lo hace su relación con el accidente?, dice el mismo Álvarez Una es la dependencia „intrínseca‟ o constitutiva y otra la independencia „extrínseca‟ o consecutiva. Aquélla se expresa de modo material-formal; esta, por modo eficiente-final. (…) para ser sustantivo, es suficiente la independencia constitutiva. (…) Lo cual significa dos cosas: primera, la independencia de otro como sujeto de inhesión, segunda, la independencia de otro como coprincipio intrínseco. La sustancia no necesita, para ser, unirse a otro por inherencia ni por composición. Ni está en otro ni es parte de otro. La sustancia es un „todo‟ que puede, empero, tener disponibilidades, para que algo se conjugue con ella por modo de inherencia (el accidente), o para que en su seno otras partes se conjuguen por modo de composición. (González Álvarez 1987, 288).

Se cierra de esta manera toda posibilidad de consideración partitiva y compositiva de las substancias en supra-agregaciones substanciales. Substancialidad es una forma metafísica “la sustancia es la cosa a cuya esencia o quiddidad compete existir en sí” (González Álvarez 1987, p. 289), que no se puede confundir con una „figura‟, ni con una unidad de orden, ni con 166

Javier N. González. C. un „estar ahí‟ fenoménico que estaría determinado por la relación al accidente. Estamos, ni más ni menos, frente a la manifestación de la importancia de la forma en la metafísica, recurso sin el cual seguramente nos veríamos impelidos ya sea a renunciar al concepto de sustancia65, y así a la metafísica, o a asumir a una única substancia universal, al modo spinociano. Puesto que, si no se considera con suficiente cuidado la naturaleza metafísica de la forma, todo se reduciría a una unión racional, de categorías a priori del entendimiento66, y así en el mundo real no habría más que choques y agregaciones accidentales entre partículas, o bien independientes, o bien pertenecientes a una única substancia latente. Metafóricamente hablando, el orden que puede generar a una substancia es un orden perfecto que puede describirse como aquél en el cual el motivo de la operación específica del ente termina en la constitución misma de ese orden, de tal manera que del orden mismo surge un ente perfecto y propio. Hablando con propiedad, el proceso que se acaba de describir, según el cual del orden surge una substancia, es verdadero sólo en el plano del conocimiento, o en el plano lógico, donde lo primero que vemos en el razonamiento es el orden y las partes, antes de comprender la unidad substancial; en el plano metafísico, la verdad es que el orden pertenece a la substancia y no a sus partes, es decir, es la forma substancial la que genera el orden en las partes, pues es la causa formal la que determina a la causa material y no al revés, y el principio del ente le viene de la forma substancial. En otras palabras, el orden perfecto propio de una substancia constituida de partes menores aparentemente substanciales, es un orden según el cual los entes que hacen de partes no pueden considerarse perfectos sino concebidos como partes del todo. Así un corazón, si bien es aparentemente una “substancia” en sí mismo considerado, no puede concebirse pleno en su ser, es decir, no es corazón sino bombeando en un cuerpo vivo, luego tiene razón de parte, y no de substancia acabada. Su finalidad culmina y se plenifica absolutamente ejerciendo una función completamente entregada a su funcionalidad particular dentro del todo ordenado. Este orden es el propio de las partes al todo en las substancias materiales, substancialidad material que no puede predicarse propiamente de 65

Lawrence Dewan, en defensa de la metafísica, y por lo tanto, de la substancia, enseña cómo el sentido de toda la metafísica realista depende de comprender con claridad y precisión el concepto de forma, según el hilemorfismo aristotélico, y de cara a la Doctrina del esse. (Dewan L. , 2009). 66 En este caso, substancia sería todo aquello que objetivaramos como tal, sería cada objeto mental, y en este caso, Hegel tendría razón (o al menos no tendría un verdadero motivo por el cual no hacerlo) en substancializar a las instituciones, particularmente, al Estado.

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Parte tercera: ontología de la institución las partes mismas, aunque tengan parcial autonomía motora, e identidad extensiva. La substancialidad de las partes tan sólo puede afirmarse por participación de la substancialidad del todo. Para que un artificio hecho por el hombre sea medianamente (como ya vimos que afirmó Amalia Quevedo, los artificios no son propiamente substanciales) substancial, es necesario que sus partes sean hechas, y sólo se entiendan, para ser referidas al todo del artificio. De no ser como hasta ahora ha sido dicho, toda substancia podría ser parte de otra substancia superior, y toda parte sería substancia, desembocando o en un singularismo propio de la mónada leibniziana, o en un monismo spinosiano. De lo dicho, lo más contundente que podemos concluir, es que unas partes a cuya esencia les compete la libertad, no pueden constituir un todo substancial distinto. La potencia de la libertad impide que una substancia pueda ordenarse trascendentalmente a otra de tal manera que diluya su identidad en otra que la aglomera. Una substancia libre (es decir, un ser personal) tiene garantizada su identidad substancial única y distinta en tanto que exista, por lo tanto, no puede ser parte semi-substancial de un todo propiamente substancial, al modo del corazón al cuerpo. Lo que hay que examinar para determinar si la institución es una substancia, es su forma. Esto es, en el plano del conocimiento, su orden. El orden de las instituciones sociales es, evidentemente, imperfecto. Lo que ahora quiere decir que no asume cabalmente la totalidad de la entidad de sus partes. Sus principales „partes‟, los seres humanos, tienen una plenitud teleológica que, si bien contiene la pertenencia a algunas de las instituciones, no se termina en esta pertenencia y desenvolvimiento, sino que termina y se plenifica más allá, en la perfección contemplativa67 y en una realización que sólo puede ser personal, y de ninguna manera funcional68, por la anterioridad y primacía ontológica de la libertad constitutiva. Por esto mismo, un mismo ser humano, y un mismo grupo de seres humanos pueden generar más de una institución.

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Pese a los indudables progresos que se deben al activismo político que surge del renacimiento, triunfa en la modernidad, y es promocionado por las ideologías, el peligroso priorizar axiológicamente la acción sobre la contemplación. Es un problema que suele pasar inadvertido por los teóricos más lúcidos, quienes, por el contrario, defienden dicha inversión (así Hannah Arendt, o Kant). Habría que discernir en esta investigación, cómo re-priorizar la contemplación sobre la acción en el seno de las instituciones, sin que degenere en una peligroso mutismo político, o en un diletantismo, en una renuncia a la acción a la que, sin embargo estamos indefectiblemente abocados en este mundo. 68 El funcionalismo consiste, en el fondo, en reducir el ser humano a ser „parte‟ de la institución. En despojar a la persona de su substancialidad para otorgársela a la institución. En este sentido, el Estatismo, o el aveniente corporativismo, no son más que formas particulares de funcionalismo.

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Javier N. González. C.

Las personas, gracias a sus peculiaridades cualitativas, pueden pasar a formar parte de unidades superiores, de sociedades e instituciones. Pero, como personas, no pueden ser „integradas‟ nunca en sentido estricto, o sea, rebajadas a la condición de partes de una totalidad más amplia. Los hombres son en muchos sentidos partes de una totalidad más amplia. Saben que lo son y pueden quererlo. En dos sentidos no son partes: ni en el que de sus impulsos naturales estén programados exclusivamente para esa función parcial, ni en el de que su organización individual sea objetivamente tan sólo una función de la totalidad. Las personas pueden, más bien, conducirse libremente con ella (Spaemann 2000, p. 56).

El cuerpo de la institución, no se constituye como subsistente en sí mismo, dada la peculiar dependencia de la constante afirmación de las libertades que la constituyen, las cuales, es manifiesto, constantemente renuncian a su filiación y de-forman el orden de las instituciones. De esta manera, por la rebeldía de las partes, el orden de la institución es siempre y en sentido metafísico, imperfecto, luego, por la libertad humana, la substancialidad de la institución es irreal. Ahora bien, ¿es entonces, la institución, un accidente?, no sobra, de cara al solipsismo antropológico racionalista, considerar aunque sea someramente el asunto. En primer lugar, habría que notar, con Ricoeur, que “La institución en cuanto regulación de la distribución de las funciones, por tanto en cuanto sistema, es mucho más y otra cosa distinta que los individuos portadores de funciones. Con otras palabras, la relación no se reduce a los términos de la relación. Pero una relación no constituye tampoco una entidad suplementaria” (Ricoeur, 1996, p.210). La relación -accidente al cual sería reducida la institución-, no agota el ser institucional, pues la institución tiene unas propiedades distintas de las que puedan reducirse a la accidentalidad relacional de las personas que la constituyen, sin contar todavía con que, además, las relaciones más determinantes que constituyen lo institucional, no son relaciones categoriales sino relaciones trascendentales. Como fue visto al analizar la propuesta de Klimt, existe en el racionalismo de fondo del individualismo hobbsiano, el concepto de desarrollo o proceso, desde el cual se explica el surgimiento de las instituciones como un mero acontecer, como una simple „propiedad emergente‟ que surge por añadidura como manifestación de la sumatoria de los actos

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Parte tercera: ontología de la institución humanos egoístas y altruistas, y que se mantiene en la „memoria colectiva‟ 69. Para reforzar la claridad con que esta posición considera a la institución como un simple ser accidental, hay que recordar que esta posición se fundamenta en el materialismo metafísico donde absolutamente todo es accidental, incluyendo al ser humano mismo. Dice Lawrence Dewan “el concepto de propiedad emergente, es en sí mismo accidental”70 (Dewan, 2008). Resulta que, por una parte, discutir esa posición implicaría, estrictamente hablando, recurrir a la refutación del materialismo, discusión que no cabe ahora entablar; pero, por otra parte, puede decirse que, de cara a la substancialidad, para ser accidental, es necesario „inherir‟ en alguna substancia, es necesario no poder ser considerado como real aparte de un substancia que le de la forma y que incluya sus perfecciones. Cosa que no sucede, pues la institución no inhiere en ningún ente personal o cósico identificable. Asimismo, es necesario que el ente accidental en cuestión se ubique en una de las nueve categorías predicamentales. La única en la que la institución puede ser incluida, es en la de relación, y ya fue dicho que esta situación relacional de la institución no agota las propiedades de lo institucional, como ya vimos en la etiología de la institución, son las relaciones humanas las que hacen de causa material de la institución, pero no de causa formal, la apertura y predeterminación relacional que es propia de la institución, no es una manifestación del accidente relación propio per se de una persona humana, la institución es un plus para la relación. Ubicar a la institución en cualquiera de los restantes predicamentos, resultaría a todas luces un absurdo, o una gigantomaquia dialéctica. Aun así, frente al materialismo puede objetarse ahora un argumento axiológico. Desde el accidentalismo materialista, la institución “Es producto de una autopoiesis, de una autoproducción evolutiva, de la que no es posible dar fundamentos ontológicos: se trata de un proceso de diferenciación puramente funcional” (Llano, 1980, p.34). Proceso abierto en el tiempo al infinito (he ahí la importancia de los conceptos de desarrollo y proceso). Ese proceso de diferenciación funcional degeneraría en un sistema en el sentido más estricto y elaborado del concepto. Pero desde este punto de vista, el hombre mismo, anterior al sistema, no sería una persona que guarda su independencia y superioridad substancial y axiológica frente al sistema, sino que “Si el hombre es definido como pura relación, 69

Se puede confrontar, y de hecho es usualmente relacionado, con el famoso concepto de Yung del inconsciente colectivo. Hablando del materialismo, frente a la pregunta sobre la teoría de las propiedades emergentes, respondió “well, property it‟s accidental”. 70

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Javier N. González. C. entonces queda incorporado al sistema con una absoluta disponibilidad: la discrepancia se declara ilegítima” (Llano, 1980, p.99). Bajo esta perspectiva, todo alegato a favor de la libertad resulta un absurdum emotivo y ficticio. El “realismo” que reclaman para sí los materialistas siempre va acompañado de un fuerte pesimismo antropológico y político que si fuese por todos afirmado, y llevado hasta sus últimas consecuencias, nos devolvería forzosamente a las violentas formas de dominación de las tiranías más feroces, sin más cota que una fuerza violenta superior y la concomitante abnegación de los oprimidos, o bien a una más sofisticada aceptación de la ficción de libertad, como una necesidad para que el sistema crezca por encima de las limitaciones que la espontánea competencia violenta acarrearía para sí mismo, pudiendo establecer así unas reglamentaciones que le hagan más extenso y estable71. Es decir una defensa de la libertad puramente funcional y utilitarista, pero sin valor propio, cuyo resultado práctico sería que, en general, la libertad debería ser defendida, pero que, en particular, siempre y cuando no perjudique al sistema, puede irrespetarse. Ente de razón y unidad de orden Dice Juan Cruz Cruz (2006), que, (…) de tres maneras puede una esencia tener ser en la razón. Primera, de modo subjetivo: y así se encuentra todo lo que está radicado en la razón como accidente suyo, por ejemplo, los hábitos, o los conceptos como accidentes de cualidad: este modo subjetivo es analizado por la ontología. Segunda, de modo efectivo: y así tiene ser en la razón todo lo producido por ella, por ejemplo, el mismo acto de entender: este modo efectivo es el que estudia la psicología. Tercero, de modo objetivo: y así tiene ser en la razón todo lo que es aprehendido por ella; no existe, pues, meramente de modo efectivo o subjetivo, y por eso no es un ente real, sino ente ideal, es decir, término del acto intelectual: este modo objetivo es estudiado por la gnoseología. (p. 58).

Que la institución es un ente de razón objetivo, resulta obvio por el simple hecho de que la estamos estudiando. Pero el problema no es el concepto institución, sino dar cuenta de la entidad real, del noúmeno de las instituciones. En este caso habría que preguntarse si la institución es un ente de razón subjetivo o efectivo, o no es más que un ente de razón 71

Función de regulación y contrapeso a la entropía. Autopoiesis.

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Parte tercera: ontología de la institución objetivo, pura conceptualidad, una ficción. En cuanto a si es subjetivo, es evidente que, en el idealismo, la institución, como todo lo demás, es un ente de razón subjetivo. Sin embargo, y sin entrar en debates perennes al respecto, puede considerarse aquí que “Sólo reduciendo el plano real al plano ideal -como ocurre en el idealismo moderno, y no en menor medida en el hegeliano- podría, a su vez, darse la reducción de la relación a contradicción. Cuando eso ocurriera, se supondría que, en la relación, un término se define propiamente por la negación de su opuesto” (Cruz 2006, p. 37). Lo cual significa que, si las relaciones que constituyen a la institución son exclusivamente de contradicción, la entidad de la institución estaría resuelta, sería un ente ideal. Sin embargo, resulta evidentemente constatable que no todas las relaciones que implican las instituciones son relaciones de contradicción. Muchas veces, ni siquiera son contrarias. En cualquier caso, es una ficción absurda pretender que las instituciones, algo que precede o supera en el tiempo a los sujetos particulares, se reduzcan a ser accidentes de un entendimiento. Habría entonces que hipostasiar al entendimiento mismo para que esto fuera posible. Parece más sensato considerar que es suficiente a las instituciones como un ente de razón eficiente. Principalmente, por lo que hay muchas relaciones institucionales que, en sí mismas, son entes irreales “Así, las relaciones de maestro o de doctor, de izquierda o derecha, de dominio divino, y otras semejantes, son relaciones irreales; pero no segundas intenciones, sino primeras, y entes irreales. Porque esas relaciones no convienen a las cosas en cuanto conocidas, pues el fundamento que tienen no es el conocimiento, sino la dignidad, la distancia, el poder, etc. Luego muchas primeras intenciones son entes irreales o de razón” (Cruz 2006, p. 72). Cuando Cruz habla aquí de primera y segunda intención se refiere a su carácter ideal objetivo, es decir, gnoseológico, siendo así que “la primera intención es un concepto directo, orientado a la realidad externa o interna, la cual es así un „objeto de primer grado‟. La segunda intención es un concepto reflejo, orientado a un anterior concepto directo, que (…) es un „objeto de segundo grado‟” (Cruz 2006, p. 74). Luego, al parecer, las instituciones serían un producto de la razón, una manifestación psicológica. Pero esto es problemático dado que su índole relacional supera el poder la psicología individual. Ninguna institución es producto de una sola persona. Nadie produce una institución tan pronto y tan simple como produce una idea o una intención. Si bien toda institución comienza de esta forma, hay un trecho psicológicamente insalvable entre la idea y la 172

Javier N. González. C. intención, por una parte, y la institución, por otra; es la distancia de la acción. En este caso, sería más propio decir que la institución es un „ente ideal realizable‟, “hay en la razón esencias aprehendidas que pueden tener también un ser extramental: conforman el ámbito de lo que puede llamarse ente ideal realizable” (Cruz 2006, p. 58). Esto es más plausible aun si se considera que “„irrealidad‟ no significa, sin más, „arbitrariedad‟. Existe una legalidad en el ámbito irreal, como ocurre en la lógica; y lo mismo acontece en el orden moral o axiológico” (Cruz 2006, p. 315). Porque, de hecho, es al orden moral o axiológico al que pertenece la institución, como lo notan tanto los individualistas expuestos por Kliemt, como los miembros del Café de la Paix. Es así que la naturaleza axiológica de la institución le confiere unidad al conglomerado de notas y entes que la constituyen, a semejanza de la unidad de los actos morales de la persona “la colección de requisitos para la bondad moral es ónticamente una agregación y una „unidad accidental‟. Pero axiológicamente, en cuanto coordinada bajo una regla moral, es una estructura o „unidad absoluta‟” (Cruz 2006, p. 313). Solo que, en las instituciones, la unidad que confiere el ordenamiento axiológico es la más definitiva, a diferencia de la unidad de los actos morales de la persona, cuya principal unidad viene dada por el carácter substancial de la persona en que subyacen. De ahí que los medievales indicaran que los elementos integrantes de la relación son tres: el sujeto –lo que es referido a otro-, el término-aquello a lo que es referido el sujeto- y el fundamento –lo que causa y especifica la relación, dándole estatuto de realidad o de idealidad. Cuando el sujeto y el término sólo están en nuestra inteligencia, justo porque su causa o fundamento es una simple comparación mental, surge la relación ideal. Si el fundamento es real y, en su acto de causar, cuenta con un sujeto y un término también reales y distintos del fundamento mismo, comparecen las relaciones categoriales, las cuales no tienen un ser propio y autónomo: son entes de otro ente y se limitan a referir; tal es el caso de la paternidad y la filiación. (Cruz 2006, p. 16).

Ahora se pone en evidencia la presencia de la „unidad de orden‟. Esta es tal que unifica bajo un criterio de ordenación las relaciones existentes entre diferentes substancias y accidentes que de suyo no se pertenecen. De nuevo frente al interrogante de si podría constituirse una nueva substancia, hay que salvaguardar, con Cruz, que “hay la relación ideal, mas no la sustancia ideal” (2006, p.46). Aclarado esto, puede proseguirse en la consideración de la 173

Parte tercera: ontología de la institución unidad de orden. La unidad de orden propiamente dicha no puede darse sino sobre relaciones que no incluyan principio de imperfección, esto es, que no se nieguen mutuamente (…) los opuestos se dan juntos, y ninguno impide que el otro exista también; no hay alteración de uno por el otro. La oposición relativa es la única que no supone negación de perfección, y por tanto, de suyo no incluye imperfección, como la incluye la contradicción, la privación y la contrariedad. Con la oposición relativa los seres no se presentan en hostilidad y lucha, sino en armonía. (Cruz 2006, 33).

Las relaciones así constituidas, como oposiciones relativas, son las ordenables por una categoría ordenadora superior. La superioridad de la categoría ordenadora es manifiesta en el cosmos, donde el orden supone la divinidad: “El „mundo‟ aparece, bajo la perspectiva de la creación, como una unidad de orden o relación, en cuanto en él unas cosas están referidas a otras, y todas a su creador” (Cruz 2006, p. 19). A la unidad de orden también se la llama unidad de regulación, concepto en el que se puede constatar más claramente la petición de un principio ordenante denominado referencia, el cual “no pone en ninguno de sus términos una perfección distinta de la que en cada cual constituye su esencia: sólo establece el orden por el que se refieren los términos opuestos” (Cruz 2006, p. 30). La naturaleza del ordenante debe ser superior porque, como afirma Corazón (2002, p. 271), el orden, al establecer los medios con vistas a un fin, requiere razón y autoridad. Autoridad significa que las relaciones que ordena, las ordena realmente, esto es, que las relaciones establecidas son en sí mismas reales entre las substancias ordenadas por ellas. De lo contrario, sería una unidad de orden ficticia. Puramente de razón, sin ser realizable. En este sentido, cabe recordar las afirmaciones de Choza en torno a la razón y la voluntad en el actuar humano social. El ordenante en las instituciones humanas, o es Dios, o es el ser humano, o es el „azar‟ -llámese hado al estilo de los antiguos, llámese mano invisible al estilo de los contemporáneos-. El que sea, habrá de ser superior, por lo cual, se puede vislumbrar otro argumento contra la entidad de las instituciones como substancia: si las instituciones son substancia, nosotros somos sus accidentes, si esto es así, no somos sus ordenadores. Ferrer Arellano (1998, p. 185) resalta la realidad, eminentísima en su ejemplo, por ser causa primera, del ordenante respecto a lo ordenado “Pero el fin no existe para el orden y los medios que a él conducen, sino al revés, el orden existe por el fin. El es la primera de las 174

Javier N. González. C. causas, y determina en consecuencia, la medida, la necesidad y el empleo de los medios que se ordenan a su consecución”. Entonces, lo que queda por constatar es la realidad de las relaciones que son ordenadas en las instituciones, para saber si finalmente la institución es un ideal realizable o una unidad de regulación en sí misma constituida. “La relación es real bajo la condición de que sean reales su fundamento, sus correlatos y la distinción entre ellos” (Cruz 2006, p. 69). Además de ello, “hay relación real cuando hay coordinación o subordinación efectiva de las cosas; y hay relación irreal cuando sólo nuestra inteligencia piensa con cierto fundamento relaciones entre las cosas” (Cruz 2006, p. 56). Luego, hay que constatar que, en las instituciones, las relaciones ordenadas por el fin de la institución efectivamente se coordinan o se subordinan tan cual lo dicte la referencia o principio ordentante, y por otra parte, habría que constatar que los tres elementos de la relación son reales. La realidad de las substancias relacionadas en las instituciones es innegable, así como la diferencia que hay entre ellas: las personas y las cosas de que consta una institución, son personas y cosas reales, y éstas son distintas entre sí. El fundamento de la relación es el más problemático. El fundamento de la relación, tratándose de una unidad de orden, es el ordenante intrínseco mismo, esto es, el fin de la institución. Si se toma a la persona como agente de la ordenación, está claro que es real, pero la persona -o Dios, o el Hado-, es ordenante extrínseco, siendo el ordenante extrínseco el fin (establecido por el agente) que la ordena. El fin que ordena la institución es un valor. Por ahora, sin entrar en la ontología del valor cosa que, como nota Ricoeur, es bastante polémica-, y de acuerdo con las precauciones gnoseológicas adoptadas anteriormente, puede decirse que, en tanto el valor sea un auténtico valor, es decir, sea un particular del bien último, en este caso, del bien de la persona humana, el fundamento de la institución es propiamente real. Caso contrario, el fundamento es irreal, o real tan sólo sub forma mentis. Determinar esto es supremamente importante, porque de los tres elementos, el más definitorio en la realidad de la relación es justamente el fundamento “Pues la realidad le llega a la relación de su fundamento [… en tanto…] la índole positiva de respectividad procede del término” (Cruz 2006, p. 45). Esto es mucho más notorio en el caso de las relaciones que conforman una unidad de orden, dado que las relaciones no ordenadas por una unidad superior, pueden, por así decirlo, tener más licencias de „irrealidad‟. Pero, en general, “otras veces la relación es real por parte 175

Parte tercera: ontología de la institución de uno de los extremos y sólo irreal por parte del otro (…) y por eso dice Aristóteles que esas cosas no se llaman relativas porque se refieran a otros, sino porque otros se refieren a ellas” (Cruz 2006, p 77). Por eso es importante aclarar que La relación es categorial por su radicación (esse in) en una sustancia; pero el modo propio de la relación es la respectividad (esse ad) (…) en tanto que es respectividad (ad), no expresa exlusivamente realidad. Y por eso, en cuanto tal, conviene con las relaciones ideales; lo cual es suficiente para que éstas sean llamadas de modo comunísimo relaciones. (Cruz 2006, p. 41).

La relación entre los ordenados ha de ser entonces una relación categorial radicada en substancias, y verdaderamente relacionante por parte tanto de la substancia como del término, dado que la relación de los ordenados con el ordenante es, como ya se indicó, causal, es decir, trascendental. La relación causal tiene características perfeccionantes y propiamente activas, siendo relación por el „esse ad‟, pero no a la manera del ente de razón, sino a la manera de la causa al efecto. La relación causal de la institución será más detalladamente estudiada en el apartado siguiente. Además, en la unidad de orden, para que haya verdadera unidad, es necesario que las sustancias ordenadas sean de la misma naturaleza, pero en las instituciones aunque se ordenan principalmente personas, se ordenan también, cosas. Personas y cosas que son, como lo pone de manifiesto el personalismo, de naturalezas radicalmente distintas, entre las cuales media un gran abismo. De hecho, algunas instituciones (las religiosas) pretenden ordenar, no sólo personas y cosas, sino también a la divinidad, caso en el cual la diferencia de naturalezas sería insondable. La institución no puede ser únicamente sub forma mentis porque la institución genera relaciones categoriales -las cuales, o son reales, o no son nada-, y relaciones trascendentales que siempre alcanzan más formas de las predecibles o anteriormente pensadas por sus gestores originarios, y, en cada caso, es imposible que alguien pueda pensar con anterioridad todo el despliegue institucional. Se pueden pensar sus estructuras más radicales, pero no todas las relaciones que le dan vida a la institución. De esta manera la institución escapa al determinismo eidético, y es más rica en realidad que la idea, aun que la idea realizable. Finalmente, no se puede dejar de señalar la débil densidad ontológica que, pese a lo dicho, posee la relación, la cual es minimae entitatis, es decir, es la última de las categorías porque, 176

Javier N. González. C. además de inherir en otro, está referida a otro. El ánimo de esta última observación, es anticiparse a indicar la debilísima entidad de las instituciones, para que no haya riesgo de substancializarlas, ni por vía de razón, ni por vía de praxis. Ens per accidens Hasta ahora no ha sido suficientemente aclarado por qué se considera aquí el ens per accidens. Pues bien, respondiendo a lo que quedó inconcluso en el apartado anterior, es un hecho que, pese a los esfuerzos, las relaciones „ordenadas‟ que establece la institución, en cuanto se refiere a relaciones entre las personas, no siempre se coordinan o subordinan, y en cuanto se refiere a las personas con las cosas, o a las cosas entre sí, las relaciones las relaciones que les son auténticamente propias son únicamente las relaciones accidentales, pues las cosas, estén haciendo de fundamento o término de la relación, o las dos, no se ordenan intrínsecamente a la referencia de la ordenación institucional, es decir, al valor, pues carecen de capacidad axiológica. Además personas y cosas de hecho incluidas en las instituciones, no siempre están dispuestas de tal forma que la relación ordenante sea posible, o suponible. Esto se debe, sin duda, a una fortísima presencia de lo per accidens en la realidad institucional, no sólo en su forma positiva de azar y fortuna, sino también en su forma negativa, dado el mal moral (imperfección en la libertad) presente en las personas que la constituyen, así como el mal cósico (vulnerabilidad, superficialidad) de las cosas que hacen parte de las instituciones, sean estas naturales, o más aún, artificiales. De suerte que, además de la libertad en su forma positiva, la cual no “se escapa al orden” sino que lo cambia, lo define, lo redetermina, de una manera totalmente per se, está la presencia constante de la falibilidad que se manifiesta como dinámica y presencia per accidens en las instituciones, cohibiendo a éstas de ser una auténtica unidad de orden, pues no todas las relaciones que la constituyen están garantizada y efectivamente garantizadas. Hay que decir entonces unas cuantas cosas del ente per accidens, para lo cual se cede la voz a la filósofa colombiana Amalia Quevedo, quien afirma, ante todo, que “la presencia de lo accidental no es en sí misma accidental: es necesario que haya entes per accidens. Y si no se reconoce el per accidens, la misma compresión del per se -al menos para estos hombres en este mundo- se torna inviable” (Quevedo 1989, p 2). Constata así la inevitabilidad de lo per

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Parte tercera: ontología de la institución accidens, y aún más, su necesidad deseable, salvando un paso de cara a los peligros del tecnosistema en clave sistémica autopoiética. Pero ¿qué es un ente per accidens? (…) son entes por accidente cada uno de los sentidos propios (per se) del ser, cuando son considerados, no en sí mismos y según lo que propiamente son, sino según lo que casualmente (per accidens) acontece que son. De tal suerte, tanto la sustancia como los accidentes, el ser verdadero o la potencia, que en sí mismos son per se, son per accidens en cuanto que no se los considera según lo que de suyo son, sino según otra cosa”. (Quevedo 1989, p. 17).

Y a diferencia de la categoría accidente, “el ente por accidente, (…) carece de esencia” (Quevedo 1989, p. 28). Pero se indica su implicación con el accidente categorial “El ente per accidens supone la existencia del accidente; cuando este último inhiere de modo contingente en una sustancia que no reclama su presencia, da lugar a un ens per accidens” (Quevedo 1989, p. 28), lo que vuelve a poner de manifiesto su diferencia del ente propiamente dicho, que se manifiesta cuando “la cópula pone en relación una sustancia con su propia esencia, o con aquellos accidentes que, no perteneciendo a la „quididad‟, se siguen de ella, da lugar a un ens per se” (Quevedo 1989, p. 38). El ente por accidente es conceptualmente más amplio que el ente propiamente dicho pues incluye otros tipos de predicación distintos del tipo propio de predicación, e incluye el ser ente de razón, cuando se trata de una negación. Hay un modo de predicación per accidens que se hace constantemente presente en el cuerpo de toda institución, y es “aquél en el que la sustancia se predica de la sustancia” (Quevedo 1989, p. 85): el montón, el simple estar-juntos, bien sea por asociación temporal o espacial, como el montón de trigo, pertenece a la categoría de lo per accidens. Muchos „montones‟ de este tipo, y ni que decir de las otras formas de predicación impropias, hacen parte de las predicaciones con las cuales se „ordena‟ y „dota de unidad‟ a una institución. Quevedo hace dos advertencias imprescindibles en la comprensión de lo per accidens. Por una parte, recuerda que el ente por accidente no deja de tener una leve cuota de realidad “precaria, pero real” (Quevedo 1989, p. 104), lo que muchos autores han olvidado. Y por otra parte, enfatiza en que el ente per accidens se distingue del ente de razón “El ens per accidens 178

Javier N. González. C. tiene una dimensión real, por la que se distingue de las quimeras; y no puede decirse que posea un fundamento in re, por cuanto no posee propiamente ningún fundamento, como ya se mostró anteriormente. El ens per accidens no se funda en la realidad; acontece (accidit) en ella” (Quevedo 1989, p. 105). Una de las ideas más esclarecedoras de la obra de Quevedo reza: “En el ámbito de lo real hay coincidentes pero no coincidencias qua talis, pues la coincidencia misma en cuanto tal, es decir, como algo uno, se establece más bien en la proposición” (Quevedo 1989, p. 57). Es por esto que resulta imprescindible la consideración del ente por accidente en el esfuerzo de aclarar la entidad de las instituciones, dado que, en palabras de Quevedo (1989, p. 60 61) “la construcción de entia per accidens nos permite hablar de aspectos reales que carecen de fundamento ontológico y de unidad y entidad propias, pero que son verdaderos”. El ente por accidente permite aclarar las mayores contingencias presentes en las instituciones, así como las generalidades no obligantes que describen la vida institucional por las que responde éste y no el ente propiamente dicho, del cual sólo se puede hablar necesariamente “Lo general y lo accidental coinciden en su carácter contingente, por el cual difieren de aquello que es siempre y por necesidad” (Quevedo 1989, p. 94). Como se verá más adelante, el espacio en el que surge la institución es el espacio „entre hombres‟ y este espacio, considerando los análisis que Quevedo realiza sobre los tipos de movimiento causal o trascendental 72, está todo surcado por series causales o relacionales trascendentales lineales: las que generan cada uno de los hombres y las de los demás elementos no personales de la institución, que se interponen instrumentalmente. En este „espacio-entre-hombres‟ sucederá entonces, necesariamente, el acontecer accidental, pese a los muchos esfuerzos por encausar las series lineales de tal manera que se armonicen o subordinen (unidad de orden deseada y ejemplar), y no se entre-crucen, pues, pese a los esfuerzos, no puede evitarse el que se encuentren, incausadas propiamente, des-ordenadas, dos y más series causales. “El azar encuentra su lugar en el mundo físico, precisamente en la concurrencia de dos series causales eficientes, de dos series independientes de movimientos lineales” (Quevedo 1989, p. 309).

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Dice la filósofa Amalia Quevedo “Los movimientos circulares, anteriores y más perfectos, son la causa de los lineales. Entre los movimientos lineales se conforman series independientes, que no guardan entre sí relaciones causales ni de mutua ordenación, sino tan sólo con respecto a los movimientos circulares de los cuales proceden. El azar aparece cuando dos series se cruzan, pues ninguna de ellas es teleológica respecto a la otra” (1989, p. 308).

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Parte tercera: ontología de la institución Como se dijo anteriormente, la negación se incluye en una forma de predicación accidental. La negación en sí misma nunca „acontece‟, porque “La negación, en cambio, es el ente per accidens que no tiene la índole de un compuesto, aquél que es simple” (Quevedo 1989, p. 88). Como enseña la filósofa colombiana, la unidad del ente por accidente es dada en su totalidad por la razón, pues si bien el ente por accidente acontece, carece por completo de unidad. E ahí su impredicabilidad propia, y su falta de entidad propia, dado que el ens per accidens carece de forma que le otorgue unidad alguna. A semejanza de la unidad de orden, la unidad del per accidens es dada desde fuera por una razón, pero, a diferencia de ella, dicha unidad no le corresponde, pues no le es proporcional: “Lo que tiene de entidad y unidad el ente per accidens es precisamente aquello que tiene como nombre, y que le viene dado por la proposición, sin que le pertenezca en propiedad” (Quevedo 1989, p. 102), puesto que dicha unidad racional carece de fundamento in re, por no traducirse en relaciones categoriales reales. En el caso de la institución, es notorio que su pretendido orden está más allá del puro azar y el acontecer incausados unidos sub forma mentis, entre otras cosas porque, como ya fue evidenciado, la institución no carece de causas propias. En resumen (MacIntyre, 1987, p. 136) “Lo que muestra la argumentación es que la Fortuna es ineliminable”. Especialmente ineliminable de lo social, y por ende, de lo institucional. Unidad de orden moral Hasta ahora no ha resultado claro el estatuto ontológico de la institución. Ha resultado claro que no se trata definitivamente ni de una sustancia, ni de un accidente, y que tampoco se adecua plenamente a lo que es un ente de razón o a una unidad de orden, ni se puede reducir a ficción o pura azarosidad; aunque tenga elementos y características propias de los entes de razón, las unidades de orden y los aconteceres per accidens. Lo único que resta es dar cuenta de su particular situación. Actualmente es muchas veces denunciado, sobre todo en el plano antropológico, que para determinar la naturaleza de algo los metafísicos recurren a lo más perfecto. Esto es cierto, pero no se debe a alguna especie de orgullo o ceguera, como pretendería increpar la denuncia, sino a un simple principio gnoseológico. Es más cognoscible lo que es más perfecto, y muestra, precisamente, todas las perfecciones de que una naturaleza es capaz. Esto mismo ha ocurrido con la unidad de orden. Unidad de orden se afirma especialmente 180

Javier N. González. C. del cosmos y de los ecosistemas, en donde es perfecta. Asimismo, ha sido afirmada de las instituciones, especialmente de las más evidentes, el gobierno y la familia, a donde se ha pretendido llevar la perfección del cosmos y la naturaleza. Sin embargo, hay una diferencia entre dichas unidades de orden cósmicas (por utilizar el lenguaje, en este caso de énfasis, muy apropiado, de L. Polo y Zubiri), y las unidades de orden institucionales, y la diferencia no es por defecto, sino, contrariamente y por extraño que parezca, por una superior perfección: la libertad y aperturas del ser personal, del que es unidad de orden la institución. “La persona, decíamos, es constitutivamente relacional. Es innegable la irreductible unicidad o subsistencia de cada una de ellas (…) en virtud de la cual no puede fundirse ontológicamente jamás con otra” (Ferrer Arellano, 1998 p. 143). A diferencia de los demás seres del universo material que pueden, de hecho, fundirse, mutarse y reemplazarse, gracias a la plasticidad e intrínseca carencia de unidad de la materia, y gracias la impersonalidad de la „psicología‟ animal. Además, la relacionalidad de las personas es distinta de la relacionalidad del animal, el cual, o bien puede permanecer en el aislamiento de la más fría soledad, o bien se reduce a unas relaciones gregarias predeterminadas. Zubiri, con su ontología dinámica, tiene las herramientas conceptuales necesarias para dar clara cuenta del verdadero carácter relacional perdurable de la institución: “Lo social, la convivencia, no tiene sustantividad alguna; no es lo mismo tener realidad propia que tener sustantividad; la realidad propia de lo social es ser habitud física; la sociedad no es ciertamente una mera congeries de individuos, sino una realidad de habitualidad y no una especie de sustantividad o súper-hombre” (Zubiri X., 1998, p. 168). Ferrer Arellano es supremamente acertado al respecto, gracias al prudente usufructo que hace de las intuiciones de Zubiri, y profiere magníficos argumentos. Así afirma rotundamente La unidad de orden -realidad relativa- que emerge de la vinculación propia de la socialidad (…) se contrapone tanto a una mera pluralidad o multitud de individuos atomizados sin otra cohesión que la de una yuxtaposición lograda con medios coactivos de los teóricos del liberalismo (pues la unidad existe en ellas solo mentalmente -realidad de ficción-), cuanto a la realidad sustancial absoluta que absorbe a los individuos de los teóricos del totalitarismo. (Ferrer Arellano 1998, p. 168).

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Parte tercera: ontología de la institución González Álvarez dice de los singulares, especialmente de los seres vivos, que “El singular, aun ordenado a la especie, no puede ser parte sustancial de ella ni de ninguna otra realidad, llámese rebaño o comunidad. A lo sumo podrá entenderse como parte integradora de un conjunto” (González Álvarez 1987, p. 295). Esto es predicable de manera eminente, perfectiva y ejemplar de los seres humanos, quienes, siendo los más substanciales, y por ende los más singulares, no se pueden reducir a su consideración comunitaria. 73 Ferrer Arellano confirma la respectividad a la unidad de orden propia de la relación moral como lo determinante, al señalar la naturaleza de lo comunitario cuando señala que “La idea del orden, (de relación) es por consiguiente el núcleo esclarecedor de la filosofía social. Orden como forma intencional constitutiva del bien común. Orden ejemplar, acompañado de moción intimativa y obligatoria, de las normas. Y orden como forma actualmente configuradora del grupo comunitario en sociedad organizada” (Ferrer Arellano, 1998, p. 186). Ferrer también nota lo que habíamos aquí afirmado, esto es, la particularidad del fin institucional o valor, con relación al bien común, “Surge así el orden concreto y dinámico como una participación del orden ideal del bien común” (Ferrer Arellano 1998, p. 186). Pero más importante es la afirmación de la „profundidad‟ del vínculo humano cuya naturaleza es habitual (perfectiva), cuya consecuencia es la afectación de la realidad de los semejantes, Lo social no es unidad sustancial, como dice Durkheim, sino una unidad operativa, que brota de una vinculación más honda de los hombres entre sí, en tanto que la realidad de cada uno es afectada por la realidad de los demás modalizándola según un habito entitativo que se expresa en una común visión del mundo y en formas de vida de rangos parecidos. Esto es lo que confiere carácter físico y real a la sociedad sin darle el carácter de sustancia que le atribuye Durkheim. (Ferrer Arellano 1998, p. 167).

Pero sin dudas la intuición más poderosa de Ferrer está tímidamente consignada en un pie de página, la cual, por su importancia, claridad, precisión, alcance, actualidad, y por su posición desventajosa en un inadvertido pie de página, vale la pena transcribir completamente:

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No hace falta estar de acuerdo con la radical escisión que Leonardo Polo hiciese entre acto de ser y esencia en el ser humano, para afirmar lo dicho, aunque, por supuesto, las afirmaciones polianas son perfectamente tendientes a esas mismas conclusiones, no excluyen que, igualmente, una posición como la de Lawrence Dewan, a favor de no escindir distantemente al acto de ser y a la forma, sino a mantener su intimísima correlatividad, afirme la misma irreductibilidad de la esencia del ser personal a la especie conocida a que pertenece. Pues, salvo en el esencialismo y el nominalismo, la forma no se agota necesariamente en la esencia común predicable, tal cual está dicho por González Álvarez.

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Javier N. González. C. Algunos autores modernos buscan una vía media en un intento encaminado a concebir lo social como una realidad intermedia entre el ser sustancial y el accidental. Se trata de serios esfuerzos dignos de ser tenidos en cuenta, pero no han logrado poner en claro, a mi juicio, en qué pueda consistir tal realidad sui generis. Así por ejemplo, D.V. HILDEBRAND, Methaphysik der Gemeinshadt, Augsburgo, 1930, que entrevé la habitud zubiriana (sin precisar bien su sugerencia) la cual pertenece a la categoría clásica de los hábitos entitativos en cuanto fundan relaciones, que son (reductivamente) de orden accidental. Adviértase, en todo caso, que sustancia y accidente son categorías “esenciales”. Una investigación metafísica de su último fundamento debe trascender aquella categorización “del modo de ser” comunitario, para profundizar en la respectividad trascendental de la

coexistencia humana, que está a la base de la taleidad (habitud) del grupo comunitario, fundándolo. (Ferrer Arellano 1998, p. 168 y 169 n. al p.) 74

Es entonces necesario mirar detenidamente la „respectividad trascendental‟ que funda al grupo comunitario. Aunque dicha profundización es la que recorre todo este trabajo, aquí debe darse entonces su determinación genérica, que es algo distinto de la unidad de orden generalmente considerada, como se venía diciendo. Se hace imperativo recurrir a una aclaración conceptual según la cual la unidad de lo social viene dada por la „unidad de orden moral‟, esto es, una situación especial en la cual las relaciones entre las substancias se ordenan bajo un particular de la categoría de bien, de carácter real, el valor, siendo la ordenación al particular de carácter ideal, la estructura institucional, estando dicha ordenación limitada por la contingencia y azarosidad propia de la convergencia entre cadenas causales libres teleológicas y cadenas causales necesarias mecánicas, y abierta la modificación y aceptación propia de la creatividad personal de las substancias ordenadas primeras. Contiene muchos elementos de carácter accidental, sí, pero no es un accidente, ni mucho menos es por accidente. La unidad de orden moral es una unidad accidental real libre, cuya debilidad y riqueza se manifiesta en la libertad y singularidad de sus principales constituyentes. La debilidad de este tipo de entidad es principalmente objetiva, esto es, del orden del conocimiento, pues la razón humana está acostumbrada a objetivar con universales conociendo de manera abstracta y común, lo cual se escapa a las posibilidades de objetivación de una realidad cuyas partes son independientes del todo. Sin embargo, su riqueza es ontológica, pues, pese a no tener la consistencia de una substancia, los vínculos entre las partes, al ser intensivos, resultan ser capaces de estar por encima de las circunstancias, asumiendo las condiciones en que se encuentran y sobreponiéndose a las mutaciones de las substancias, por encima de todos los demás accidentes mismos. Cuando 74

Sin negrilla en el original.

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Parte tercera: ontología de la institución se mencionó líneas atrás a la unidad de regulación sin más, se afirmó que no aportaba ninguna riqueza, ninguna perfección ontológica a sus integrantes. En la unidad de orden moral esto es falso, y es precisamente su diferencia más específica, puesto que la unidad de orden moral sí enriquece ontológicamente a sus „partes‟. Por ello es que dichas relaciones son históricas. De esta manera, la relación, el accidente más débil, se constituye como una entidad con mayor riqueza ontológica por su potencialidad, pues hace posible que las personas tengan la capacidad de relacionarse más allá de lo categorial, de manera directamente substancial, en una relación trascendental sui generis desde antaño conocida (más invocada que conocida) como relación personal. La unidad de orden moral difiere radicalmente de la simple unidad de orden, que si bien, tampoco es substancia, sí es objeto puro del entendimiento, a un nivel al que no alcanza la unidad de orden moral “Weber insiste en que, la sociedad no es algo puro por esencia” (Apolinar en Weber 2001, p.13). La unidad de orden moral incluye entonces la indeterminabilidad a priori de las relaciones entre sus miembros, lo cual se erige como un tipo de orden totalmente distinto al orden de tipo simplemente cósmico y cósico, mucho más arquitectónico, donde las relaciones sí están predeterminadas a priori. Las relaciones dentro de la unidad de orden moral escapan de ser determinadas por leyes universales, lo que hace de su orden algo más susceptible de veleidad y más fugaz su comprensión. Pero a la vez su orden es tanto más rico cuanto más dinámico, vivo y consciente de sí mismo. La fenomenología de la unidad de orden moral que fue descrita por Arendt, se acercó mucho a esta realidad. Recordemos la sentencia arendtiana “La política nace en el entrelos-hombres (..) De ahí que no haya ninguna sustancia propiamente política (..) Así lo entendió Hobbes” (1997, p.46). Asimismo la flexibilidad e indeterminabilidad de las relaciones concretas en el seno de la institución, fue claramente vislumbrada por esta representante del giro republicano. “Toda relación establecida por la acción, al involucrar a hombres que a su vez actúan en una red de relaciones y referencias, desencadena nuevas relaciones, transforma decisivamente la constelación de referencias ya existentes y siempre alcanza más lejos y pone en relación y movimiento más de lo que el agente en cuestión había podido prever” (Arendt, 1997, fragmento 3C). Es así que la unidad de orden moral puede entenderse específicamente como el orden entre seres libres resultante de la sumatoria de algo propio de las entidades de razón (pensar 184

Javier N. González. C. condicionante y configurante) más la acción libre en cada caso, (efectuar determinante), por lo que podría llamarse un ente de acción, en tanto no se basta con la configuración racional de las relaciones, sino que estas requieren ser aceptadas y ejercidas por las voluntades en cada caso75. Esta sumatoria debe ser, además, circunscrita en el ámbito de la azarosidad, (circunstancialidad condicionante) que significa la inherencia de la mecánica del ser cósmico en el pensar condicionante y el efectuar determinante que constituyen el espacioentre-hombres, así como la inherencia no planificada por el pensar condicionante de unas cadenas causales sobre otras.

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La „voluntad general‟ es una ficción altamente peligrosa por totalitarista, como veían con claridad Arendt y Buber.

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Parte tercera: las instituciones como sujeto ordinario de la historia

Capítulo III

LAS INSTITUCIONES COMO SUJETO ORDINARIO DE LA HISTORIA76 Una salida frente a los mitos de la revolución y el progreso Introducción Preguntarse por el sujeto de la historia es preguntarse por el agente que genera los movimientos históricos. Esto es, el ente que actúa de manera tal que es causa directa del continuo y de las rupturas que conocemos como historia. Sería entonces el continuo y las rupturas que marcan tendencias y cambios en la sociedad, o más concretamente, en los comportamientos sociales, en la forma común de interactuar unos individuos humanos con otros. Lo que termina siendo, según Collingwood (1965), ideas. Resulta que preguntarse por el sujeto de la historia es preguntarse por el ente que es causa directa del continuo y las rupturas de las ideas humanas en su dimensión social. Es importante, para interpretar correctamente a Collingwood (1965), entender que si bien en el fondo se trata siempre de ideas, no se trata de un idealismo histórico. Afirmar que la historia es historia de las ideas no es negar, reducir, ignorar o relativizar las acciones colectivas que marcan el curso de la historia, por el contrario es identificar específicamente la naturaleza de tales acciones. Diferenciándolas de esta manera, de las acciones que, en la tradición filosófica, serían acciones del hombre, mas no acciones humanas (Aristóteles, 1985). Las acciones humanas están siempre mediatizadas por las ideas. Es más, una acción del hombre, en la historia, puede de repente ser mediatizada por una idea y así convertirse en una acción humana, o humanizada. Este sería el caso de rascarse la oreja, por ejemplo. En alguna cultura, un movimiento espontáneo, reflejo, como puede ser rascarse la oreja, llega a convertirse en símbolo de algo personal muy distinto y más profundo que la comezón. Pero eso merecería un estudio aparte. 76

El contenido de este texto fue leído en las III Congreso Iberoamericano de Estudiantes de Filosofía, realizado en la Universidad Nacional y la Pontificia Universidad Javeriana, en Octubre de 2009.

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Javier N. González. C. Lo definitivo es comprender el problema que aquí está en juego. Se trata de definir al ente que es causa del curso de la historia. Conviene comenzar por hacer un repaso a vuelo de pájaro de la historia de las respuestas que se han dado en cuanto a la definición del sujeto de la historia. En primer término, estas respuestas no han sido más que dos. La divinidad o el ser humano. Por divinidad se entiende tanto a los dioses de las distintas tradiciones politeístas, como a al Dios de Abraham, como al hado o destino. Este último impersonal, los anteriores personales. En cuanto al Dios impersonal de los panteístas, no está muy claro en qué se distinguiría Dios del hombre, como sujetos de la historia. Podría pensarse, analizando a Spinoza (1980), Ninguna cosa singular, o sea, ninguna cosa que es infinita y tiene una existencia determinada, puede existir, ni ser determinada a obrar, si no es determinada a existir y obrar por otra causa, que es también finita y tiene una existencia determinada; y, a su vez, dicha causa no puede tampoco existir, ni ser determinada a obrar, si no es determinada a existir y obrar por otra, que también es finita y tiene una existencia determinada, y así hasta el infinito (p. 50).

Para los panteístas la actuación divina, humana y natural en la historia se confundirían todas en una misma y única causa del movimiento, esto es, la causalidad mecánica ejercida por las diferentes cosas entre sí, o sea, la causalidad o bien por la necesidad mecánica, como en Spinoza, o bien por la casualidad, azar y caos, como es el caso de algunos planteamientos cientificistas actuales. Para el caso de la divinidad, entonces, serían tres los posibles con respecto a su injerencia en el devenir histórico. Las tres posibilidades serían: como Agente Único, como Providente y como Ajeno. La discusión a este respecto es abundante, profunda, y sumamente interesante. Sin embargo, las pretensiones de este estudio no van tan lejos y se mantienen en el ámbito de lo antropológico sin trascender apenas a lo metafísico y sin considerar directamente lo teológico, pues, por delimitación del problema, se abordará el tema del hombre como agente de la historia. En cualquier caso, se retornará levemente, al finalizar, el tema de la compatibilidad de la propuesta planteada con los tres posibles de la divinidad en la historia. En cuanto al ser humano como sujeto de la historia, la gama de posibilidades de la determinación de quiénes y cómo, es más amplia. Pues resulta bastante evidente a la experiencia común que la mayoría de los hombres pasan por la historia sin dejar mayor 187

Parte tercera: las instituciones como sujeto ordinario de la historia huella de sí mismos, en algo que podría denominarse el anonimato histórico, y que por sí mismo sería un tema interesante de tratar. Por lo demás, definir con claridad en qué sentido el hombre se convierte en sujeto de la historia, pese a la experiencia del anonimato histórico, es realmente el problema que se busca solucionar en este análisis. Algunas de las propuestas al respecto han sido, como afirma Walsh (1983), los héroes, la guerra, las revoluciones, la lucha de clases, y la ciencia y la técnica que juntas se englobarían en el concepto de progreso. Partidarios de la que podría denominarse como la visión conservadora de la historia, fueron Carlyle (1941) y Johannes Hesen (1970). La visión conservadora de la historia considera al héroe como el verdadero gestor de la historia. El héroe es aquel que, por sus virtudes, logra salirse del anonimato histórico para ocupar con su busto un lugar en la galería de la historia. La definición misma del héroe, definición que en cualquier caso será una función de las virtudes que se consideren como cardinales, es de una variedad muy amplia desde los antiguos griegos y las distintas tradiciones orientales, hasta Nietzsche y Schopenhauer. Para Hessen (1970), los cambios más radicales en la historia han sido dados precisamente por aquellos héroes que han redefinido y ampliado la concepción misma de las virtudes, es decir, aquellas personas que han enriquecido el espectro de valores, lo que él denomina la tragedia de la plasmación del valor: Todo el progreso de la humanidad reposa fundamentalmente en el hecho de que el hombre penetra más en el cosmos de los valores, que descubre nuevos valores. Este descubrimiento no ocurre a través de la masa sino del individuo. (...) Así se llega a la lucha entre el individuo y la comunidad, la personalidad y la masa. (...) Pero la tragedia reside en que la vida axiológica de la humanidad, su crecimiento y ahondamiento y su enriquecimiento exigen semejante sacrificio, y que por causa de los valores la vida más valiosa tiene que ser aniquilada (Hessen, pp. 141 – 143 y ss.).

Para despolitizar el concepto, en vez de visión conservadora, se denominará esta posición como visión personalista, lo cual permite, además, incluir aquí toda visión según la cual son las personas excepcionales quienes forjan la historia y no sólo los héroes, pues podría pensarse también en antihéroes, iluminados, poderosos, entre otros. Partidarios de la que, análogamente, se denominaría como la visión liberal de la historia, fueron los filósofos de la Ilustración. Así Voltaire (1990), y por supuesto, Kant. (1978). Se trata del famoso meta-relato del progreso. Desde esta posición, la gran partera de la historia 188

Javier N. González. C. sería por excelencia la Razón. Pero es importante subrayar, para evitar equívocos y ambigüedades, que es la Razón a la francesa, o a la cartesiana esto es, la razón de los racionalistas, que aquí será catalogada como razón objetiva. Razón objetiva cuyas primordiales consecuencias son: la ciencia positiva, la técnica y la ley. Despolitizando el concepto, se evocará esa concepción de la historia bajo el nombre de visión progresista. Finalmente, la posición que asume la guerra, la revolución o la lucha de clases como los verdaderos sujetos de la historia, podría llamarse la visión izquierdista de la historia. No importa para el caso definir preferencias entre guerra, revolución, lucha de clases u otros semejantes. Esa sería una discusión muy especializada y propia de los partidarios de esta visión de la historia. En cualquier caso, desde Marx (1974) se encuentra toda una tradición de pensadores que, heredando el legado romano, encuentran el conflicto social como el auténtico sujeto de la historia. Podría profundizarse en esta visión y su conceptualización metafísica y en este sentido se diría que, desde Hegel, es la tradición de los dialécticos, cuyos teóricos más extremos serían Teodoro Adorno y Derrida. A esta concepción de la historia se la llamará aquí, visión del conflicto. El cuadro general ofrecido acerca de la concepción del sujeto de la historia pretende poder asumir dentro de cualquiera de las tres categorías definidas toda visión propuesta del sujeto de la historia. La única concepción que escaparía a la generalización realizada, sería la visión fragmentada de la historia, visión caracterizada protagónicamente por Michael Foucault (1997). Sin embargo, dicha visión fragmentada no plantea una posible respuesta al problema del sujeto de la historia, dado que al no haber historia, sino historias, no tendría sentido alguno preguntarse por el agente de la historia. Problematización Hechas ya las salvedades del caso, es posible comenzar a analizar las soluciones hasta ahora propuestas respecto de quién es el agente de la historia. Si bien cada uno de los tres tipos generales de determinación del agente humano de la historia, considerados en sí mismos, son bastante convincentes, satisfactorios y verdaderos; enfrentados unos con otros resultan contradictorios y generan grandes dudas respecto al alcance que tendría cada una de estas soluciones, de ser soluciones parciales; o respecto a cuál es la solución verdaderamente general y que engloba a las otras, o aquella que falsea al resto. 189

Parte tercera: las instituciones como sujeto ordinario de la historia ¿Son la ciencia, la técnica, el progreso, resultados del conflicto social?, ¿son, en cambio, resultados del esfuerzo de hombres excepcionales, grandes genios entregados devotamente a su labor investigativa?, ¿son los conflictos sociales y su dialéctica evolutiva resultado del progreso de la ciencia y de la técnica?, ¿o son, por el contrario, obra de grandes hombres de guerra?, ¿son los grandes personajes resultados esporádicos o simples herramientas del andamiaje del conflicto social?, ¿son los hombres de la historia resultados del progreso de la Razón? En la mayoría de los casos, la resolución a estas preguntas excluyentes entre sí, degeneraría en una disputa de recolección y evocación de todo tipo de ejemplos históricos con el fin de vencer a la posición contraria. La solución verdadera no puede estar en un estudio estadístico, métrico, objetivo, de todos los ejemplos posibles. Pues en historia, los ejemplos posibles no están dados aún, y siempre serán posibles más ejemplos conforme avanza el estudio histórico, sin contar, claro está, con la posibilidad de la distinta y contraria hermenéutica de un solo y mismo ejemplo. La disputa, entonces, se ha mantenido de modo reiterado en el nivel puramente fenoménico y empírico, que en este caso sería de los hechos históricos, y no ha trascendido suficientemente, como es debido en el quehacer filosófico, al plano esencial, al plano de una verdadera historiología morfológica (Cruz, 1995). Cada uno de estos planteamientos resulta, por tanto, insuficiente o reductivo y no está en condiciones de enfrentar satisfactoriamente la totalidad de los ejemplos posibles, así la disputa se dirige a un círculo vicioso del tipo huevo-gallina. Se requiere una propuesta de solución que abarque todas las anteriores o que las falsee plenamente. Parte esencial del problema está en dirigir la mirada al devenir histórico centrando la atención más en las rupturas que en la continuidad del mismo. La historia es tanto cambio como permanencia. A nivel histórico, cambio y permanencia son conceptos correlativos. No se pueden pensar los cambios históricos sin una permanencia que los preceda, los continúe y los distinga, precisamente, como cambios históricos de relevancia. De hecho, la relevancia histórica de un suceso novedoso radica en las consecuencias continuas que dicho suceso genera. Además, el continuo histórico no sería histórico sin la posibilidad y realidad del cambio. El continuo permanente es el propio de la vida de una especie animal. Desde que las abejas son abejas, su historia carece de mayor interés. Más aún, es posible incluso hablar 190

Javier N. González. C. de Historia Natural, en tanto la naturaleza es dinámica y cambia. Lo mismo con la historia geológica de la tierra. Pero la historia de una piedra que siempre hubiese estado, y que siempre hubiese de estar sin el menor cambio, ni actividad, ni circunstancialidad distinta, no sería historia en absoluto. Habría que preguntarse quién es el responsable del continuo histórico indagando una solución más plausible al problema planteado. Tanto las revoluciones, como los grandes personajes o el progreso parecen definirse comúnmente por la marca del cambio. Una revolución cambia el estado de cosas, un personaje hace la diferencia y el progreso cambia los modos de interacción. ¿Qué es entonces lo que genera el continuo? Una mirada histórica podrá ayudar a vislumbrar la respuesta. A nivel personal, todas las personas beben su propia historia y la de sus antepasados de voz de sus familiares y amigos más íntimos. La propia historia está en la memoria. Esto resulta claro. Pero la memoria no es la directa responsable de que un estilo de vida se conserve. Y menos aún durante generaciones y naciones. Tendría que ser la memoria, e hipostasiar así un imaginario. Dice al respecto Cruz (1995) “Mas en verdad la historia no se ocupa del pasado como simple pasado memorable, sino en tanto que pervive realmente en el presente (...) Es un error pensar que lo pasado sólo subsiste en la memoria del hombre. ¡Si así fuese le bastaría apagar el recuerdo para que lo sucedido no haya sucedido!” (p.23) Los libros y los textos parecerían entonces responder a la pregunta. Pero esto sólo si la pregunta fue malinterpretada. Los textos cuentan la historia, pero no la hacen, no la recrean en el mundo, sólo en la mente. De hecho, los libros son, en este sentido, básicamente, memoria. La historia la hacen los hombres reales, con todo su ser, y no sólo con su memoria, pero son muy pocos los hombres que están decididos conscientemente a transmitir y recrear un modelo social determinado, y menos aún aquellos que están dispuestos a cargar con todo el modelo social. Ningún hombre particular podría recrear por sí sólo para sus descendientes todo el legado histórico acumulado. En decir, ni en nuestro tiempo, ni aún en la antigüedad clásica, un sólo hombre podría reconstruir las ciencias, todas las técnicas, los idiomas, las formas de producción y de intercambio, las ideas y las obras de arte. Así como se postuló a la familia como transmisor de la propia historia, familia que tal vez era suficiente transmisor de la historia en épocas remotas; no faltaría quien invocase al 191

Parte tercera: las instituciones como sujeto ordinario de la historia Estado (Bossuet, 1940) y la ley como transmisor de la historia. Y esto es cierto, pero es aun reduccionista. No toda la historia la abarca el Estado aunque es quien probablemente más historia abarca. Y no abarca toda la historia no sólo debido a la extensión de la misma, sino principalmente por su profundidad. Las instituciones estatales y la ley, son demasiado formales para dar cuenta del contenido real de las interacciones sociales, especialmente las personales. Lo que tienen en común la familia y el Estado es que son instituciones. Pero no es sólo el carácter de permanencia lo que hace de la institución un agente portador de la historia, lo es igualmente en virtud de su carácter social. Dice Cruz (1995, p. 220) que “el hombre, en cuanto histórico, está afectado intrínsecamente por una relación social, unido a sus semejantes”. El mismo Cruz afirma líneas más adelante “Cualquier acto o hecho individual adquiere significación social cuando surge en él una referencia a la causa final (...) el bien común es indudablemente un fin del individuo, pero como instancia superior a lo meramente individual” (Cruz, 1995, p. 225). Sucede que la institución es, de hecho, el espacio propiamente social. Según Ricoeur (1996), es donde el tú y el yo abarcan al él para convertirlo en un nosotros o en un ellos. Esto quiere decir que la institución es el espacio que me permite abarcar al otro como otro, alguien distinto de mí, y que sin embargo no conozco personalmente. Abarcar al otro, significa aquí relacionarme con él. Yo me relaciono con un desconocido gracias a una serie de instituciones que han tendido un puente entre nosotros. La primera de ellas la constituye el lenguaje. La institución es la generadora de lo que llamaría Hannah Arendt, el espacio público. Esto es tanto por su contenido como por su forma, la institución, por su forma abarca al otro, de la manera hermenéutica descrita por Ricoeur, en tanto por su contenido, plantea fines comunes, como lo especifica Cruz. Toda institución transmite historia y la transmite plenamente. Esto es, la institución es preformativa, y no sólo narrativa. Un libro cuenta la historia, una institución, en cambio, la recrea en la medida en que las instituciones no sólo transmiten historia y palabras narradas, sino que transmiten valores y hábitos. No hay quien se vincule a una institución sin encontrarse con una serie de valores implícitos y explícitos, y con una serie de hábitos que siguen a esos valores. No hay quien se oponga a estos valores y hábitos y que pueda permanecer en la institución, al menos sin perjudicarse o perjudicar a la institución misma. 192

Javier N. González. C. Es más, no hay quien pudiera nacer, vivir y morir ausente de toda institución y conocer valores y hábitos anteriores. Los que esta persona pudiera crearse no serían seguramente de mayor alcance que los relativos a la subsistencia primaria, lo cual representa una prueba clara del lugar esencial que ocupan las instituciones en el desarrollo histórico, si es inimaginable una sociedad organizada, una civilización y la misma historia sin instituciones, es porque las instituciones son esenciales a la historia. Varios autores, pertenecientes a diferentes visiones históricas y corrientes filosóficas, han notado ya la historicidad esencial de la institución, así, Maurice Hauriou, Jean Duvignaud, Hermut Kliemt, Paul Ricoeur (Irizar, L., y González, J. 2008), entre muchos otros. Tampoco faltan autores que, en el mundo hispánico, se han percatado de la relevancia de la institución en el plano social y en la dimensión histórica, así Yepes Stork, Javier Aranguren, Jacinto Choza, son autores que, pese a realizar trabajos académicos muy distintos, vieron la esencialidad histórica de la institución. Lo que estos autores no han notado suficientemente son las gigantescas consecuencias que la historicidad esencial de las instituciones plantea a la filosofía de la historia, a la visión de la historia, y sobre todo, a sus visiones reducidas de la historia misma. Conviene problematizar ahora a la institución como agente de la historia. El primer inconveniente proviene del mismo lugar de donde vino la solución. Y es que si la historia es continuidad y ruptura, y la institución responde a la continuidad, en tanto las anteriores perspectivas, es decir, la visión de conflicto, la visión progresista y la visión personalista, respondían a la ruptura, ¿con qué criterio se establece a la institución como agente de la historia con preferencia a las demás perspectivas, en tanto continuidad como ruptura son esencial e igualmente históricas? Esto lleva de nuevo al concepto mismo de la historia. Historia es cambio y permanencia. Pero para que haya unidad, algo debe permanecer bajo el cambio, decía Aristóteles (1995). Para que haya la historia humana, o un hilo histórico, debe haber un elemento de continuidad. Elemento de continuidad que no pueden ser los seres humanos, es decir, éstos no pueden ser materia del desarrollo histórico, pues pasan fugaces por la historia. De no haber ningún camino de continuidad que permita establecer relaciones causales en una ilación que vaya tiempos remotos a tiempos futuros, entonces, los profetas de la deconstrucción de la historia en diversas historias, tendrían razón. Sin embargo, los historiadores a pesar de 193

Parte tercera: las instituciones como sujeto ordinario de la historia tales teorías vanguardistas, han encontrado siempre hilos de continuidad en distintas direcciones y por distintos caminos. En este sentido, los cambios y las rupturas, en tanto se relacionan con el antes y el después, cobran carácter histórico. Si un suceso extraordinario se sucediese de la manera más independiente posible con relación a su pasado, y sin ninguna consecuencia posterior, ninguna relevancia histórica tendría. Suele ser el caso de los precursores. Si un celta intelectual descubrió por su propia pericia y gracia la teoría de la relatividad de la física, y las ecuaciones fractales, entonces… nada pasó en la historia pues nadie se enteró y no se relacionó con nada. No fue público. Para que algo tenga relevancia histórica ha de ser público y, tal como se dijo, la institución es la creadora del espacio público. Por otra parte, si bien, estrictamente hablando, las revoluciones y los grandes personajes (no así el progreso que es posible, precisamente, gracias a las instituciones que transmiten los logros y los inventos), no caben en las instituciones sociales, sí caben en el proceso institutivo. Ahora bien, la cuestión de la legitimidad de la solución continuista se conecta con otra problemática, la de la definición y determinación de aquello que es una institución, de aquello que no lo es. Hasta aquí se ha hablado del término institución en el sentido filosófico del mismo, sentido que no ha sido claramente definido aún, ni habrá mucho tiempo para hacerlo. Pero, en cualquier caso, la propuesta aquí planteada surge de un concepto gradual lo cual equivale a afirmar que la gradualidad es su premisa gnoseológica en lugar de la claridad y distinción propia del objetivismo positivista sin necesidad de traer a citación las protestas que Nietzsche, Heidegger, Wittgenstein sentaron al respecto. Dice Llano (1989) que la gradualidad es un principio emergente de los actuales tiempos. Lo importante, es que la comprensión de la voz se asemeje lo más posible a la realidad, y la realidad es gradual y no fragmentaria. No sucede que un día nació el Estado sin más y con todas sus instituciones (el Estado es una institución compleja que abarca muchas instituciones y sub-instituciones). En cambio, ha sucedido muchas veces que de un encuentro furtivo, de una idea fugaz, de una actitud espontánea han surgido impremeditadamente, y poco a poco, instituciones. La necesaria ficción del derecho que

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Javier N. González. C. establece una serie de criterios claros y distintos para discernir una institución formal de lo que no lo es, no es conveniente para una perspectiva filosófica. Conviene, entonces, es determinar a la institución como un concepto amplio y flexible, según el cual, toda organización (creación de espacio público) con pretensión de perdurabilidad, es una institución con su carga de historicidad, por pequeña que ésta sea. Así resulta mucho más coherente el concepto mismo de institución con su carácter preformativo antes descrito. Si la institución es preformativa, dinámica, no puede encerrarse en un concepto hierático. Más allá del concepto de institución purista, conviene ampliar con el proceso institutivo, esto es, la dinámica institucional en la cual surgen, mutan y mueren las instituciones. En el proceso institutivo entran cabalmente la visión del conflicto, y la visión personalista, pues los grandes hombres de la historia gestan importantes instituciones o importantes cambios dentro de las instituciones existentes. Las revoluciones y los conflictos buscan siempre cambiar las instituciones existentes y reemplazarlas por otras relativamente distintas. Es decir, los procesos de ruptura del continuo histórico están estrechamente relacionados con el nacimiento y la muerte de las instituciones. De esta manera, la institución como agente de la historia y el proceso institutivo como la institución en su aspecto proceso vital, resultan respuestas más plausibles, esenciales y abarcantes que las visiones al principio esbozadas. Queda por aclarar un último problema directamente relacionado con el anterior, y en diálogo con la visión progresista de la historia. Esto es, la pretensión de prospectividad que suelen acompañar a este tipo de respuestas de filosofía de la historia, como sucede en el caso de la visión progresista. Al respecto advierte Cruz (1995), del peligro del Utopismo como raptor del futuro: “La colectividad usurpa las prerrogativas de lo divino” (p. 194). Si el concepto institución se cierra, se idealiza y se absolutiza, puede llegar a convertirse en un concepto estéril y despótico, tan reduccionista, o más, como los correspondientes a las visiones que se habían analizado: progreso, revolución, héroe. El progreso no es un ente en sí mismo, como no lo son las instituciones que lo hacen posible, es decir, el progreso no es “algo”, y ni siquiera las instituciones mismas son “algo”, ni son “personas”. El concepto de personalidad aplicado a las instituciones a partir de Hauriou (1968) es conveniente para efectos jurídicos, pero es un concepto puramente análogo. Entificar a las instituciones

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Parte tercera: las instituciones como sujeto ordinario de la historia como se entificó en su época al progreso, degeneraría en el monstruo del Sistema, esto es, en palabras de Arendt (1997): De tal manera que no está dicho taxativa y terminantemente que las instituciones seguirán desarrollándose ad infinitum, a la manera de Luhman en su visión sistémica de las mismas. Las instituciones no se mueven solas o con independencia de los sujetos que las conforman. Los sujetos de la historia, está dicho desde el principio, son las personas de carne y hueso en sus decisiones libres. Sin embargo, es en la constitución de las instituciones, en el trabajo que a ellas entregan, en donde su actuar adquiere dimensión histórica, en donde su anonimato histórico adquiere un perfil trascendente, y en donde su actuación particular entra en sintonía con un fin común. Las personas, esas que hacen las instituciones y las revoluciones; tanto las personas comunes y corrientes como las excepcionales y sorprendentes, podrán cambiar siempre el destino de las cosas e, inclusive, generar una revolución tal que acabe con toda institución existente y con su memoria o con el mismo género humano. De modo que las relaciones institucionales pueden enriquecerse o empobrecerse, avanzar o retroceder, evolucionar o involucionar, abrirse o cerrarse…. Por consiguiente, postular a las instituciones sociales como agentes ordinarios de la historia resulta bastante plausible y permite distinguirlas de los agentes extraordinarios de la historia que serían los personajes históricos y las revoluciones en tanto que operasen extrainstitucionalmente, aunque éstos hagan parte, de hecho, del denominado proceso institutivo. Además, también podría pensarse en otros agentes extraordinarios tales como los eventos naturales de gran impacto y envergadura en las civilizaciones, y la intervención divina. Las instituciones como agentes ordinarios de la historia son perfectamente compatibles con la perspectiva de la intervención divina en la misma, o Providencia (Bossuet, 1940), así como con la no injerencia de la divinidad, e inclusive con la fatalidad del determinismo, aunque en este caso los gestores mismos de la institución ya no serían los seres humanos. Es importante, para no caer en la absolutización de las instituciones, remarcar que las instituciones son entes per accidens, y no entes per se motivo por el cual el progreso no es indefinido y ninguna institución humana, eterna ni necesaria, en tanto humana.

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Javier N. González. C. Algunas conclusiones de diverso orden La esencialidad histórica de la institución es tal que los elementos de las instituciones revisten connotaciones históricas. Algunas de dichas connotaciones son explícitas: aquellas que responden a los valores y motivos de sus fundadores; otras implícitas: aquellas que los integrantes de la institución llevan de manera más o menos consciente y que reciben de instituciones distintas y anteriores, pero que pasan, poco a poco y en diverso grado, a formar parte de la nueva institución. Los elementos institutivos más evidentes son: los símbolos institucionales, los estatutos y reglas de juego institucionales, los hábitos o ethos institucionales, el conocimiento, los fines, los objetivos, la misión y la visión. La institución responde completamente a las visiones de Unamuno, Olábarri y Zubiri, visiones seguidas y recogidas por Cruz (1995). Así, afirma Cruz que el sujeto de la historia es el individuo humano en cuanto “tiene una esencia común participable por muchos individuos: un sólo individuo no agota la esencia hombre” (p. 227) y en cuanto “tiene una comunidad de orientación o destino, un bien común, al que tienden las facultades superiores” (p. 227). Afirma el mismo autor “El sujeto de la historia es originariamente el individuo que, por su esencia abierta, está necesariamente engarzado en totalidades morales” (p. 227). Finalmente postula, siguiendo a los autores dichos, que la historia es la sociedad en tanto es la “actuación de las posibilidades dentro de la convivencia humana”, en tanto los acontecimientos históricos son “actualizaciones de posibilidades” y en cuanto estas actualizaciones son a su vez “principio de posibilitación de los ulteriores”. Pues bien, la institución es la totalidad moral donde se engarza el individuo, para la consecución de un bien común, por su propia naturaleza participable, y es la que, en el enramado de su historia y su relación con otras instituciones, sienta las condiciones de posibilidad dadas en el presente y determinadas en el pasado, y que serán condicionales de posibilidad de actuaciones futuras. Finalmente, a nivel epistemológico, el historiador que adquiera las categorías aquí propuestas: la institución como sujeto ordinario de la historia, la revolución y los grandes personajes como sujeto extraordinario de la historia, pero parte del proceso institutivo; y los eventos naturales y la intervención divina como sujetos extraordinarios y extrainstitucionales de la historia; podrá desarrollar unas investigaciones históricas más claras 197

Parte tercera: las instituciones como sujeto ordinario de la historia (y por ello, profundas). Es decir, esta propuesta filosófica tiene, para el historiador, consecuencias epistemológicas, pero únicamente en el plano hermenéutico anterior al método investigativo, esto es, en la estructuración general. Dado que el historiador está en la responsabilidad, dada por las mismas salvedades aquí planteadas respecto a la entificación de la institución, de tener siempre la claridad de que son las personas concretas las que hacen la historia. Es más, considerar a la institución como sujeto ordinario de la historia, le permitirá escudriñar en las estructuras sociales en la búsqueda de los responsables reales de los movimientos históricos, pues, como hoy sabemos, no siempre son las cabezas visibles de las instituciones sus gestores. Así, el historiador podrá sacar del anonimato histórico a algunas personas con alto contenido de responsabilidad histórica. Otras conclusiones podrían derivarse respecto al actuar mismo de las personas presentes, en tanto responsables de la historia por su gestar institutivo. Pero estas conclusiones se ubican más en el plano político que en el histórico, y merecerían un detallado análisis aparte.

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Epílogo Finalmente, cabe recordar que dos grandes niveles de comprensión son propios de todo lo humano. El nivel del hecho, y el nivel del derecho. Ser y deber-ser, respectivamente. Actualidad y posibilidad. La posibilidad, la proyección temporal consciente del ser humano, abre el estudio de lo teleológico y lo deontológico, sin los cuales no es posible la cabal comprensión de la ontología humana. Ontología que, por su apertura, no se limita a la realidad presente, ni al contenido perenne de la misma, sino que incluye el ámbito de lo temporal y contingente, resultado de la libertad constitutiva del ser humano, y del carácter esencialmente temporal de la institución. Se ha emprendido aquí la primera etapa necesaria para comprender el primer nivel de la realidad de las instituciones. Se consideró pertinente, desde el punto de vista metodológico, comenzar dicha comprensión pre-teleológica por lo más profundo, esencial y radical: su status ontológico y su etiología. El estudio de esta situación sería suficiente para proponer un concepto de institución satisfactoriamente profundo, así como fundamentado y rico, para dar debida cuenta de la realidad más profunda de lo institucional. Al parecer, esta meta ha sido ya cumplida, por lo que se ha dado comienzo a la segunda etapa de la investigación en torno a la realidad perenne y actual de la institución. Cuando se cumpla, y se termine la consecuente investigación en torno a las consecuencias epistemológicas de la institución, se estará en condiciones de realizar una crítica axiológica que permita iniciar el estudio de la dimensión teleológica y deontológica de lo institucional. Dicho estudio es especialmente necesario en nuestros días, cuando la proliferación de instituciones y el surgimiento de nuevas y más abstractas, abarcantes y presivas formas institucionales se perfilan en el horizonte histórico inmediato, amenazando con un totalitarismo corporativista, o con la implosión misma de las instituciones, y con ellas, de la civilización. Dios quiera sea posible continuar este camino de búsqueda de la verdad. La institución es la forma específica que adopta el „espacio-entre‟ generado por las relaciones humanas trascendentales-personales, que consiste en la predeterminación de las relaciones categoriales, constituyéndose así en la condición de posibilidad de que las terceras personas o „ellos‟ se conviertan en segundas personas o „tú‟, en la realización del sí mismo o „yo‟. Por consiguiente, la institución es el lugar específico donde el „nosotros‟, 199

usualmente fugaz por la fuerza de las pasiones, se transforma en un „nosotros‟ consistente, gracias al poder de la promesa y la (según la expresión de Millán-Puelles) libre afirmación de nuestro ser. La institución, como predeterminación de las relaciones humanas categoriales, posibilita, de manera creciente, la oportunidad del surgimiento de relaciones humanas trascendentales. Comprender a cabalidad este concepto se hace cada día más imperioso por la proliferación y el consiguiente colapsamiento práctico que las múltiples instituciones protagonizan en el mundo contemporáneo. Esperamos que este trabajo, el cual llega con evidente retraso frente a las solicitudes que de él se hicieran ya desde la época de Desqueyrat, constituya un grano de arena para un nuevo resurgir del espíritu humano. De ahí que, uniéndonos al noble y esperanzado anhelo de Buber, digamos con él: “Aquí se anuncia la alternativa excluida cuyo conocimiento ayudará a que el género humano vuelva a producir personas auténticas y a fundar comunidades auténticas” (Buber, 1949, p. 149).

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