Hacia la verdad de mi mismo. Reflexiones sobre la humildad cristiana

July 28, 2017 | Autor: R. Figueroa Alvear | Categoría: Spirituality, Teologia, Espiritualidad
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Descripción

HACIA LA VERDAD DE MI MISMO


Meditaciones sobre la humildad cristiana en el pensamiento de
Concepción Cabrera de Armida




I. La humildad cristiana


1. La importancia de la humildad
2. La humildad es andar en verdad
2.1 El ser humano creado
2.2 El ser humano caído
2.3 El ser humano reconciliado en Cristo


II. La humildad en Concepción Cabrera de Armida


1. La humildad, fundamento de la vida cristiana
2. Necesidad de la humildad para la fe
3. Necesidad de la humildad para la esperanza
4. Necesidad de la humildad para la caridad
5. La humildad necesaria para el apóstol
6. La falsa humildad
7. En el dolor se forja la humildad
8. María, modelo de humildad























I. LA HUMILDAD CRISTIANA


1. La importancia de la humildad


El siglo pasado estuvo marcado por variados humanismos y
antropocentrismos que buscaron ahondar lícitamente en el ser humano.
Muchos de ellos al centrar su preocupación en el hombre olvidaron
su dimensión trascendente[1]. Traicionaron la misma identidad
humana. El hombre de nuestro tiempo se encuentra extraviado y
desorientado sobre su propia identidad y destino. A un ritmo cada vez
más acelerado, se va inclinando por una pendiente que lo aleja de su
propia felicidad y realización.


Hoy encontramos ciertos rasgos comunes en la experiencia humana:
se da cada vez más un intento de eternizar la contingencia, la opción
por vivir la inmediatez de la existencia, reducir la vida a su
dimensión más práctica y funcional y la claudicación a vivir la
dimensión más profunda del espíritu humano, contentándose con lo
pasajero y superficial. La persona es para sí misma una realidad
oculta y lejana, y siente cada vez más ajena la tarea de ahondar en
el abismo de profundidad de su propia humanidad y en el misterio de
su ser[2].


A pesar de esta situación, son muchos los que perciben aún la
insatisfacción y el anhelo de búsqueda. Hay quienes, por distintas
razones, en un determinado momento de la vida, desean ser sinceros y
auténticos consigo mismos y descubren, muy a su pesar, que los
caminos por los cuales habían tratado de orientar sus vidas no han
hecho sino apartarlos cada vez más de su propia felicidad. Algunos
experimentan la experiencia de transitoriedad y fugacidad de los
bienes que poseen en este mundo. Otros perciben en su interior serios
obstáculos que no les permiten ser libres y felices: temores,
inseguridades, tristezas, fracasos, cansancio y fatiga, pesos de
diversa índole que agotan y hacen difícil el caminar.


Ante esta situación, la pregunta que surge es: ¿Cómo puedo
liberarme de las cadenas que hacen fatigoso el caminar? ¿Quién soy yo
verdaderamente y por qué no logro que mi identidad se despliegue con
toda su riqueza? ¿Quién puede librarme de esta experiencia de
caducidad y transitoriedad? ¿Puede el ser humano quedarse satisfecho
con una vida rutinaria y superficial y acallar la voz del interior
que exige una respuesta de Infinito? ¿Puede la persona reducir su
horizonte a pasar por el mundo sin "hacer ningún daño a nadie" pero
recortado en sus ilimitados deseos y aspiraciones de crecer como
persona? El ser humano no puede traicionar la llamada de su propio
ser que sólo se satisface con el Infinito. La persona ha sido creada
para participar de la misma vida de Dios, para acoger en el propio
corazón a Dios mismo, que lo trasciende, pues sólo Él puede otorgarle
la felicidad y la eternidad que anhela.


Hoy este anhelo de Dios es sepultado por la misma persona. Se
vive en una avalancha de informaciones, estímulos, cambios y ruidos
que no permiten acercarse a las ventanas de su espíritu. La
pregunta es: ¿por qué tantos no perciben este deseo de Dios que
atormenta el corazón? La vida está veces tan embotada de
compensaciones y falsedades que se adhieren al espíritu humano de
tal manera que éste no pueda percibir la llamada de su propia
humanidad a buscar en Otro la respuesta que anhela.


Sólo en la verdad de sí mismo el ser humano puede volver a
encontrar la clave para orientarse hacia el fin para el cual fue
creado. Sólo cuando acepte humildemente que su vida no tiene
consistencia absoluta por sí misma y que se ha de abrir a otra
Presencia, sólo entonces podrá encontrar la felicidad. Para volver a
descubrir la verdad es necesario desvelar la mentira con la cual el
ser humano perdió su propia identidad. El hombre ha reeditado la
culpa que se remonta a nuestros primeros padres. La persona se ha
alejado de su propia humanidad queriendo edificar su vida de espaldas
a Dios. Muchos consideran que uno puede y debe cimentar la propia
existencia teniendo el control ilimitado de sí mismo. El núcleo de la
mentira existencial, la soberbia, lo conduce a erigirse en la medida
de sí mismo, queriendo guiar la propia existencia en una búsqueda
angustiante de la "independencia" que lo lleva a no percibir la
necesidad y dependencia ontológica de Dios-amor.


Para quien ha optado por la vida cristiana, en cambio, ésta
vuelve a ser una y otra vez la tentación que se repite: a pesar de la
aparente fe en Dios, se da una búsqueda insaciable de ser "yo" la
medida de mí mismo, de querer controlar la propia vida y el propio
destino. La tentación de decidir – sin necesariamente referirse a
Dios o a su divino Plan – qué es lo bueno y cuál es el camino de la
propia felicidad.


Frente a esta tentación continua de egocentrismo, que no es más
que un fruto del «padre de la mentira» (Jn 8, 44), el Señor Jesús
vuelve a otorgarle a la persona perdida y quebrada la verdad sobre sí
misma, dándole la gracia para poder recorrer los senderos de la
auténtica humanidad. La humildad es la virtud que se opone
radicalmente a la soberbia adamítica y que desenmascara la mentira de
quien quiere hacerse señor autónomo de sí mismo. De ahí que el Señor
Jesús privilegiara este camino por el cual invita a sus discípulos a
seguirlo más de cerca:


«Aprended de Mí, dice Jesucristo nuestro Redentor (Mt
11, 29), que soy manso y humilde de corazón, y
hallaréis descanso para vuestras almas. El
bienaventurado San Agustín dice (De vera religione):
Toda la vida de Cristo en la tierra fue una enseñanza
nuestra, y Él fue de todas las virtudes maestro; pero
especialmente de la humildad: ésta quiso
particularmente que aprendiésemos de Él. Lo cual
bastaba para entender que debe ser grande la
excelencia de esta virtud y grande la necesidad que
de ella tenemos, pues el Hijo de Dios bajó del Cielo
a la tierra a enseñárnosla, y a ser particular
maestro de ella, no sólo por palabra, sino
principalmente con la obra; porque toda su vida fue
un ejemplo y dechado vivo de humildad»[3].


La humildad a la cual nos llama Jesucristo es un estado que nace
y crece en el interior del corazón humano. Es una virtud que parte de
la interioridad, de la comprensión de sí ante Dios Padre, los demás y
el mundo. Es como una corriente subterránea que inspira todo acto y
toda decisión. Es el fundamento de la vida cristiana. Es
importante notar que Cristo no proporciona una lista de conductas
externas que deban seguirse para conquistar esta virtud. Él apunta
más bien a su dimensión más interior, y señala en primer lugar que se
debe aprender de Él que es humilde de corazón. Como bien se sabe, el
corazón para la mentalidad hebrea es el núcleo de los pensamientos y
sentimientos. Es como si toda la vida del Señor Jesús estuviera
marcada por esta actitud profunda. Su misma misión en la economía
salvífica está marcada por esta humildad y nace de un acto de
humildad.


En el Señor Jesús la humildad es central y encuentra su primera
manifestación en el misterio de la encarnación, misterio en el cual
Cristo se abaja en un despojamiento de sí para elevar al ser humano:
«se despojó a sí mismo, tomando condición de siervo» (Flp 2, 7). Es
en la persona de Cristo y en la dinámica encarnatoria que encontramos
el núcleo germinal de la humildad. Es este misterio que nos ayuda a
comprender la relación del ser humano con Dios, consigo mismo y con
los demás. Creo que uno de los pasajes más sugestivos de Concepción
Cabrera de Armida con respecto a la humildad es cuando habla de ésta
como centro de la vida del Señor Jesús:


«Todo aquello en lo que descansó Jesús en su vida
mortal, tiene ese sello de la humildad: el pesebre,
la barca, la cruz; y en su vida mística, descansa en
los Sagrarios ungidos de humildad y en las almas en
las que la humildad ha formado un lecho mullido y
suave que invita al descanso. No le estorbe su
pequeñez para invitar a Jesús a que descanse en su
alma, porque Él está enamorado de la pequeñez. Al
venir a este mundo, se empequeñeció el Verbo divino,
y quedó prendado de la pequeñez, porque es un
recuerdo de su paso por la tierra, porque le trae el
perfume de su vida mortal – idilio y tragedia –, de
su amor incomparable»[4].


Vemos cómo con tres palabras muy sencillas Concha resume toda la
vida de Cristo. Primero, el pesebre. Su nacimiento tiene ese sello
de pobreza y humildad donde las pajas no son obstáculo para que el
Niño descanse. La barca, es símbolo de acción, de movimiento. Expresa
toda la vida pública de Cristo donde su acción apostólica y toda su
misión y su relación con los hombres están impregnadas también de
esta humildad. No predica desde púlpitos majestuosos como un profesor
o un doctor de la ley. Su predicación es desde la barca rústica de
sus mismos apóstoles expresando con ello como toda su vida está
colmada de esta sencillez. Y finalmente la cruz. En la cruz se
manifesta la pobreza en su plenitud, la impotencia total: Jesús atado
de pies y manos ha renunciado a todo poder, a toda posibilidad de
acción. Entrega lo único que tiene y que nadie le puede arrebatar:
entrega su obediencia al Padre y su libertad como donación para los
seres humanos. Es la plenitud de la humildad y el abajamiento.


La novedad de Cristo con respecto a la humildad es que Él se
distancia de la concepción griega que consideraba la humildad como
una realidad negativa. Aristóteles criticaba la pusilanimidad que la
oponía a la magnanimidad y la definía como alguien «que siendo digno
de lo grande, rehuye ir tras las cosas grandes»[5] renunciando a su
dignidad. San Agustín fue el primero que afirmó con fuerza el
carácter exclusivamente cristiano de la humildad y negó que los
autores paganos la conociesen sean epicúreos, estoicos o
platónicos[6]. En el cristianismo aquello que para los griegos fue
considerado como pusilanimidad se convierte en el centro del mensaje
del Señor Jesús.


Cristo quiso voluntariamente hacerse pequeño, pobre, humilde y
centrar toda su vida en la obediencia filial, confiada y amorosa a su
Padre. Siendo Dios, quiso asumir la naturaleza humana para
contraponer de manera frontal la humildad y la obediencia filial a la
soberbia y a la desobediencia de Adán[7].


Comprendemos porqué el Verbo eterno decidió hacerse hombre. El
misterio de la encarnación lleva en su interior tanto el dinamismo
del abajamiento como el de la elevación. Es a través de este
dinamismo que Jesucristo purifica la desviación de la soberbia del
ser humano y nos lleva a apreciar correctamente la verdad de la
naturaleza humana. Por un lado, eEl misterio de la encarnación nos
revela primero,la profundidad del pecado original: cuán grande debe
de haber sido la soberbia de nuestros primeros padres y la nuestra
que Jesucristo decidió recorrer el camino del abajamiento para poder
elevar la dignidad humana, y así, ocultando su gloria divina, mostrar
al ser humano el camino y el valor de la verdadera humanidad.
Segundo,Por otro lado, la encarnación también conlleva un misterio de
elevación: la humildad, al ser la virtud de la verdad, nos muestra en
este misteriodinamismo que la decisión voluntaria de Cristo de
hacerse hombre rescata y valora la grandeza de ser hombres.


2. La humildad es andar en verdad


La humildad ha sido definida como la virtud que hace caminar en
la verdad[8]. Para una correcta y veraz visión sobre uno mismo se ha
de tener una concepción antropológica que considere al ser humano en
su realidad creada, caída y reconciliada en Jesucristo. Es una verdad
fundamental que ilumina el camino del hombre para vivir la verdadera
humildad. Fue santa Teresa de Ávila quien la define como la verdad y
Concha de manera muy aguda interpreta la definición de santa Teresa.
Ella trata de comprender a qué verdad aludía Teresa en su definición
y descubre cómo la humildad no consiste en caminar en una verdad
abstracta y teórica. Hoy nos haríamos la misma pregunta: ¿qué
significa caminar en la verdad? Es muy común confundir la vida
cristiana reduciéndola a un conjunto de principios y de doctrina. Por
muy altas y valiosas las ideas que nos inspiren si éstas no son
vividas de manera práctica y concreta por el cristiano y encarnadas
en su vida cotidiana caemos en la tentación de un cristianismo
teórico pero muerto, en un racionalismo de la fe. Concha quiere
evitar este peligro y por ello, descubre que la verdad a la cual hace
referencia santa Teresa es la misma persona de Cristo. La "verdad" se
identifica con una Persona y el cristiano si quiere vivir la
humildad y caminar en la verdad ha de hacerse uno con la dimensión
encarnatoria del Verbo que se anonada y quien es la Verdad:


«Con mucha razón dijo santa Teresa, que la humildad
es verdad: es, en un sentido para la creatura, porque
humillarse, es ponerse en su lugar; pero en un
sentido más alto, la humildad es verdad, porque el
Verbo, que es la Verdad, al encarnarse, se anonadó;
como que esa humildad, ese anonadamiento del Verbo
Encarnado, es la expresión de la Verdad»[9].


Para comprender mejor la definición de la humildad como verdad,
recordemos que la palabra humildad tiene su origen en el vocablo
latino humus, tierra; en su etimología significa, inclinado hacia
la tierra. En el griego tenemos la palabra ((((((([10], que significa
bajo, pobre y de modestas condiciones. En el Antiguo Testamento,
particularmente en los libros proféticos, encontramos a la humildad
relacionada con la condición social del oprimido y del pobre; los
profetas son los llamados a ser los defensores de las víctimas de la
opresión.


En los últimos textos de los profetas[11] constatamos un cambio
de perspectiva: la humildad no se refiere tanto a la condición social
sino que se convierte más bien en un ideal moral que se ha de
alcanzar: «Buscad a Yahveh, vosotros todos, humildes de la tierra,
que cumplís sus normas; buscad la justicia, buscad la humildad» (So
2, 3). Con los salmos esta perspectiva se intensifica y la humildad
expresa en ellos la total necesidad de Dios, la conciencia de la
propia impotencia y pequeñez que hace volver los ojos al Señor[12].


Este significado está en estrecha relación con la creaturalidad
humana y se coloca sobre todo en la relación de la creatura ante
Dios. No pocas veces la comprensión de la humildad, quizás ante una
fuerte influencia neo-platónica, se ha reducido a una virtud en la
cual el ser humano ha de sentir "su nada", llevando a la persona a
tener una valoración negativa sobre sí misma. Muy por el contrario,
la humildad evita la desviación del orgullo de dos tendencias y
necesidades válidas como son la autoestima y el deseo de aprecio por
parte de los demás: «la primera es la base de la dignidad personal,
el segundo es uno de los fundamentos de la sociabilidad»[13]. Estas
dos tendencias, por su importancia antropológica y al ser
manifestaciones psicológicas de los dinamismos ónticos de la persona,
no pueden ser olvidados o conculcados. La persona ha de tener una
ordenada y equilibrada autoestima, y al mismo tiempo necesita la
valoración de las personas más cercanas. La humildad logra evitar el
desorden en la autoestima y en el deseo de valoración por parte de
los demás, orientando correctamente estas necesidades
humanas, colocáandolo ante la verdad de sí frente a Dios, frente a
sí mismo y frente a los demás.

2.1 El ser humano creado


Al ser la humildad la virtud de la verdad, hemos de profundizar
en las tres dimensiones sobre la verdad de la identidad humana.
Iniciaremos con la verdad del hecho fácilmente comprobable que soy
una persona creada. La humildad en esta dimensión, no es un llamado a
una minusvaloración humana, sino más bien la afirmación positiva de
la propia creaturalidad, de la verdad del ser humano. El hombre ha
sido "creado" por Dios, y como creatura ha sido la única sobre la
tierra que Dios ha querido por sí misma[14]. Esta sencilla frase
tiene hondas consecuencias en la percepción que el ser humano pueda
tener de sí: se trata de reconocer que la propia vida no le
pertenece, pues le ha sido prodigada como un don. Y esta vida es
valiosa, es un don hermoso por el cual vale la pena vivir. La
realidad de seres creados por Dios lleva a la persona a considerar su
dependencia ontológica, reconociendo que su propio ser viene de Dios,
el Ser por excelencia (Cf. Ex 3, 14). La humildad se ubica entonces
en la correcta relación entre Dios y la creatura, en la que esta
última advierte la grandeza e infinitud divina: «la humildad no es
así una glorificación del abajamiento en cuanto tal, sino más bien
que en ella se manifiesta la infinitud de la grandeza del amor de
Dios»[15]. La humildad nace por tanto en el terreno de la relación
con Dios[16], con la cual el hombre se abre al misterio insondable de
la grandeza, omnipotencia y sabiduría de un Dios infinito y lleno de
amor:


«Ante la presencia atrayente y misteriosa de Dios, el
hombre descubre su pequeñez. Ante la zarza ardiente, Moisés
se quita las sandalias y se cubre el rostro (Cf. Ex 3, 5-6)
delante de la Santidad Divina. Ante la gloria del Dios tres
veces santo, Isaías exclama: "¡Ay de mí, que estoy perdido,
pues soy un hombre de labios impuros!" (Is 6, 5)»[17].


Es desde esta percepción de la grandeza de Dios que el ser
humano acepta la contingencia, y los límites propios de la
creaturalidad: la falta de fuerzas, las limitaciones de las propias
capacidades o potencialidades. Una y otra vez se perciben los propios
límites y esto no se convierte en un motivo de rebelión o
insatisfacción, sino más bien la afirmación de la realidad humana con
su paradójicaojal pequeñez y grandeza. San Agustín había afirmado:
«tú, hombre, reconoce que eres hombre. Toda tu humildad consiste en
que te conozcas»[18].


Es decir, el primer paso, y por tanto el primer acto de
humildad, es reconocer la propia humanidad. Aunque pareciera un
ejercicio tautológico, una inútil repetición de una realidad obvia, ,
no es tan sencillo vivirlo e interiorizarlo, pues al ser heridos por
el pecado original, como veremos en el siguiente párrafo, llevamos
la herida de quien quiso ser como Dios. Quizás aquí el discernimiento
no es siempre tan simple y evidente: pues si bien somos seres
limitados, llevamos en nuestro interior ese germen de eternidad que
nos impulsa hacia el Infinito, siendo invitados a participar de la
naturaleza divina. En esta invitación se encuentra nuestra grandeza y
nuestra superioridad con respecto al resto de la creación. ¿Cómo
conjugar esta grandeza humana con la aceptación de la propia
creaturalidad? Ante todo comprendiendo que esta dignidad y vocación a
la cual estamos llamados como seres no la podemos lograr con las
propias fuerzas, sino como don gratuito de Dios. Luego la persona,
aceptando sus límites pero al mismo tiempo percibiendo el valor de su
vida y la grandeza a la cual está llamada, puede vivir una humildad
unida con una profunda magnanimidad. Con la humildad reconoce la
propia pequeñez; la magnanimidad es la virtud que aspira al heroísmo
y a los horizontes grandes en esta vida. De esta manera, la
magnanimidad nos invita al horizonte de amar como el Señor Jesús amó,
hasta el extremo, con el fin de lograr un día la anhelada
participación en la comunión divina. Ambas virtudes se ayudan la una
a la otra. La humildad equilibra la magnanimidad para que no busque
grandezas ilusorias o falsas, pero al mismo tiempo la magnanimidad
impulsa a la humildad hacia la conquista de grandes ideales.

2. El ser humano caído


La realidad de la humanidad caída invita también a dar un paso
más en el conocimiento personal y en la humildad. Se trata de la
aceptación del propio pecado y de la fragilidad moral: «No hago el
bien que quiero sino el mal que aborrezco» (Rm 7,15).


Muchos que han decidido vivir lejos de Dios tienen la conciencia
anestesiada e, imbuidos del subjetivismo y del relativismo moral
imperantes, son incapaces de ver la gravedad del propio pecado y del
daño que se hacen a sí mismos. En esta situación, es fundamental una
educación progresiva y una real apertura a la gracia que ayude a la
persona a ser consciente de su estado.


Para aquellos, en cambio, que han iniciado un camino de fe, una
trampa muy común del demonio es hacerles sentir que no son tan
pecadores. El cristiano puede tener la tentación de considerar que no
tiene pecados tan graves en comparación con otras personas. Si son
graves, trata de minimizarlos o relativizarlos con la excusa de que
son muchas las personas que cometen los mismos y hasta peores pecados
que los suyos. Quien desea vivir una vida cristiana y se considera a
sí mismo una persona de fe, tiene la gran tentación farisaica de
ilusionarse con las propias convicciones y confundir el deseo y el
anhelo profundo que tiene de vivir la santidad,el ideal que ha
asumido, con la realidad de su propia existencia, es decir, la verdad
de sí mismo. Existe la tentación constante de confundir los profundos
sentimientos religiosos, los anhelos, las propias ideas sobre la fe
con la manera cómo se vive todos los días. Lorenzo Scupoli invita a
los cristianos a estar atentos frente a esta tentación:


«El enemigo, vencido en el primero y segundo asalto,
recurre al tercero, el cual consiste en hacer que nos
olvidemos de las pasiones y vicios que actualmente
nos combaten, y nos ocupemos en deseos y vanas ideas
de una perfección imaginaria y quimérica, a que sabe
muy bien que no llegaremos jamás»[19].


La misma tentación farisaica lleva a la persona a no sólo
olvidar sus pecados sino a recordar tan sólo sus virtudes u obras
buenas, engañándose sobre la imagen que tiene de sí mismo. Puede
suceder también que, por una gracia particular del Espíritu Santo, la
persona comience a dar sus primeros pasos en el crecimiento de las
virtudes, pero al confiar excesivamente en el avance o en los logros,
vuelve a caer en los mismos pecados de antes, generándole una
profunda tristeza, pues se había hecho la ilusión que se trataría de
un estado ya definitivo. Otra tentación es pensar que al no tener
pecados graves no es un pecador, pues se olvida del gran pecado de
omisión.


Contra esta tentación farisaica no cabe sino pedir siempre al
Señor Jesús que nos conceda el don de la humildad y la conciencia
continua del propio pecado. Se trata de tener una sana desconfianza
en uno sí mismo, sabiendo con claridad de qué pie uno cojea:


«Dice muy bien San Gregorio (Mor., l.12, c. 24),
sobre aquellas palabras de Job (13, 25): ¿Contra una
hoja que se la lleva el viento, queréis no mostrar
vuestro poder?, que con mucha razón se compara el
hombre a la hoja del árbol; porque así como ésta se
trueca y vuelve con cada viento, así el hombre se
vuelve y muda con el viento de las pasiones y
tentaciones; unas veces le turba la ira, otras la
vana alegría, otras le lleva tras sí el apetito de la
avaricia y de la ambición, otras el de la lujuria;
unas veces le levanta la soberbia, otras le acobarda
y abate el temor desordenado. Y así dijo también
Isaías (64, 6): Caímos todos como hoja de árbol y
nuestras maldades nos arrebataron como vientos
impetuosos. Como las hojas de los árboles son
combatidas y caen con los vientos, así nosotros somos
combatidos y derribados con las tentaciones; no
tenemos estabilidad ni firmeza en la virtud ni en los
buenos propósitos»[20].


Esta claridad de conciencia del propio pecado es una gracia y
una respuesta a la misma. Cuando el Señor Jesús reveló a los
apóstoles la misión del Espíritu Santo, les mostró que sería el mismo
Espíritu quien convencería en lo que respecta al pecado[21]. Este
convencer en lo que se refiere al pecado consiste en suscitar la
conciencia del mal que hay en el propio corazón humano.


Se trata de un fruto reconciliador de la cruz del Señor Jesús,
es en la cruz que Cristo, entregando su vida por los hombres, revela
la hondura del pecado humano. ¡Cuán graves han de ser los pecados de
los hombres que el Hijo de Dios decidió sufrir y morir para clavar el
aguijón del pecado en la cruz! Así pues, uno de los frutos de la
reconciliación es un fruto de "descubrimiento y develación": muestra
nuestra identidad herida y reconciliada revelando nuestra realidad de
pecadores.


El primer paso de la conversión es así el reconocimiento humilde
del propio pecado. No basta la aceptación general de "ser pecador";
es necesaria la conciencia del pecado concreto, particular y
personal. Y es ahí que el Espíritu Santo inicia su misión de maestro
de la verdad y santificador. Es Él quien concede la gracia de abrir
la propia conciencia a la verdad y ayuda a desenmascararse de las
vanas ilusiones sobre la imagen que se había construido de sí mismo.
Con mucha sabiduría san Juan de Ávila invita a no sufrir el triste
error de engañarse a sí mismo:


«Tendréis, pues, esta orden en el mirar: que primero
os miréis a vos, y después a Dios, y después a los
prójimos; miraos a vos para que os conozcáis y
tengáis en poco, porque no hay peor engaño que ser
uno engañado de sí mismo, teniéndose por otro de lo
que es»[22].


En los santos vemos cómo la verdad empieza a inundar sus vidas,
teniendo un claro conocimiento de su pecado y de sus imperfecciones,
pero al mismo tiempo una profunda libertad de espíritu que los lleva
a no sorprenderse ni entristecerse ante ellos. Así, por ejemplo,
Teresita del Niño Jesús afirma:


«Seguramente que más adelante el tiempo en que ahora
vivo me parecerá también lleno de imperfecciones,
pero ahora no me sorprendo ya de nada ni me aflijo al
ver que soy la debilidad misma; al contrario, me
glorío de ello y espero descubrir cada día en mí
nuevas imperfecciones»[23].


En el caso de Concha en la Cuenta de Conciencia comprobamos cómo
repetidas veces evidencia esta luz particular que la invade y que le
hace ver con los ojos de la fe la verdad de su conciencia:


«Mucha luz llena ahora mi espíritu y descubro
defectos en mí a cada paso, que antes ni me
imaginaba. Tengo que estar sobre mi corazón; a cada
instante vanidad muy oculta y hasta disfrazada,
envidias, soberbia, ¡cuánta miseria, Dios mío! Siento
como muy delicada la conciencia, y por decirlo así,
percibo hasta el polvo que empaña el alma. Creo,
Padre, que Dios me da este conocimiento porque me
quiere muy limpia. A los actos multiplicados de
vanidad, les he puesto el contrapeso de actos
continuados de humillación propia. [...] Esto es sólo
pagar el tributo a la verdad y ponerme en mi puesto,
¿no es así?»[24].


Siguiendo tras las huellas de los santos y de los hombres y
mujeres de Dios, en este proceso de encuentro con la verdad de sí
mismo, el cristiano se debe convertir en un activo colaborador de la
acción del Espíritu Santo en la propia conciencia. El adquirir una
clara transparencia sobre la propia conciencia es una bella labor
común entre el Espíritu Santo y la persona humana. El trabajo del
propio conocimiento es fundamental, y se ha de realizar a la luz de
la fe para juzgar la realidad de sí mismo desde Cristo y con la
iluminación del Espíritu. Es importante señalar que el ejercicio del
propio conocimiento no se reduce a un trabajo psicológico de
introspección. Los instrumentos que la psicología pueda ofrecer, si
bien útiles, no son suficientes. Los mismos psicólogos señalan la
dificultad de este conocimiento personal:


«la idea de poder conocerse a uno mismo perfectamente
es equivocada, pues hay ideas que influyen en nuestra
personalidad, actitudes que influyen en nuestro
comportamiento, motivaciones que regulan nuestras
acciones, de las cuales no pocas veces no sabemos
nada, y que sin embargo pueden ser conocidas por los
otros»[25].


Las nociones psicológicas son útiles e importantes para el
conocimiento personal, pero la dimensión psicológica de la persona es
sólo una parte. La fe ayuda a tener una comprensión que, integrando
los aspectos psicológicos, los supera extendiéndose hacia el espíritu
de la persona, campo que no pertenece propiamente al área de la
psicología. Es fundamental lograr un equilibrio entre la madurez
psicológica y el conocimiento en la fe, pues este equilibrio ayudará
a no vivir un desfase entre estos dos niveles que terminaría por
desgastar mucho a la persona. La madurez psicológica ofrece un
terreno fértil para ahondar en la dimensión espiritual y no ofuscarse
a través de los obstáculos personales. Al mismo tiempo el crecimiento
en la fe tendrá sin duda un influjo positivo y determinante en la
madurez psicológica. Ambos procesos se alimentan y se influyen
mutuamente en una relación dinámica.


Se trata aquí de una labor conjunta entre la gracia divina y la
libertad humana.
Es la gracia de Dios la que otorga los ojos espirituales para ver y
ser consciente de lo que muchas veces sólo con las fuerzas humanas no
se advierte o no se quiere percatar. Al mismo tiempo, es la libertad
humana la que coopera con las propias facultades: entendimiento,
memoria, voluntad y conciencia para poder adquirir la verdad de uno
mismo. La gracia supone la naturaleza. Una psiché madura y unificada
ayudará sin duda a alcanzar un conocimiento más profundo de sí mismo.
En la persona, como unidad bio-psico-espiritual, su psiché está en
estrecha relación con su espíritu, y este último se expresa a través
de ella. Por ello, el conocimiento personal ayuda y es fundamento de
la humildad, así como la ignorancia de sí mismo es fundamento de la
soberbia. Fray Luis de Granada anota: «así como el principal
fundamento de la humildad es el conocimiento de sí mismo, así el de
la soberbia es la ignorancia de sí mismo»[26].


En este camino de conocimiento de sí y de la propia realidad, un
medio fundamental es la oración. El cristiano tiene que pedir
incesantemente la gracia de reconocer la verdad de sí mismo.


A la oración se le debe añadir la práctica continua del examen
de conciencia, que lleva a revisar con sinceridad las propias faltas
y pecados. Que no termine el día sin que hayamos pasado revisión a
nuestra jornada, nuestras actitudes, sentimientos, pensamientos
frente a Dios y frente a los demás. Este ejercicio lleva sin duda por
el sendero de la humildad:


«Pues si nos ponemos a pensar nuestras culpas
presentes, hallarémonos muy llenos de ellas, porque
eso es lo que tenemos de nuestra cosecha. ¡Cuán
fáciles somos en la lengua; cuán descuidados en la
guarda del corazón; cuán inconstantes en los buenos
propósitos; cuán amigos de nuestros propio interés y
regalo; cuán deseosos de cumplir nuestros apetitos;
cuán llenos estamos de amor propio, de propia
voluntad y juicio; cuán vivas tenemos todavía
nuestras pasiones; cuán enteras nuestras malas
inclinaciones y cuán fácilmente nos dejamos llevar de
ellas!»[27].


La verdadera humildad no es tan sólo el reconocimiento del
propio pecado. Si el cristiano se detiene ahí, estamos frente a una
falsa humildad. La persona también tiene que sopesar y apreciar los
valores, cualidades, talentos y avances en el camino de la fe, que
son reales a pesar del pecado y que muchas veces caminan juntos. No
hay que concentrarse únicamente en las propias caídas. Hay que
recordar también que la mejor estrategia para vencer al pecado es
afirmar los valores y las virtudes del Evangelio que la persona vive.
En la acentuación del hombre nuevo, el hombre viejo irá disminuyendo.




A esta actitud positiva se le ha de añadir que no basta la
conciencia del propio pecado si ésta no lleva a la conversión, a la
metanoia.




2.3 El ser humano reconciliado en Cristo


No basta, pues, esta conciencia de pecado si inmediatamente no
se alza la mirada hacia Aquel que nos ha reconciliado y quien
posibilita la propia conversión. La humildad se ejercita en esta
tercera etapa de nuestra identidad como personas reconciliadas ante
todo con una profunda confianza en el Señor Jesús.


Quien se inicia en el camino de la fe tiene dificultades muchas
veces en confiar que el Señor Jesús tiene el poder de curar las
propias heridas y la fuerza de vencer el pecado. Si bien
intelectualmente el creyente afirma tener fe, en lo íntimo del
corazón permanece una cierta antropología negativa que lo conduce aún
a dejarse llevar por las apariencias, considerando superficialmente
que las fuerzas del mal son más potentes que la persona de Cristo.
Aún la persona se fía excesivamente de sí misma.


Es aquí donde se necesita dar un paso importante en el camino
de la humildad. Se hace necesario que la persona perciba que con las
propias fuerzas no podrá vencer al pecado. Al mismo tiempo realizará
un acto voluntario y consciente de creer que el Señor Jesús es capaz
de reconciliar las heridas más profundas y todos sus pecados. Se
trata de un acto de confianza que exige caminar en la oscuridad: el
creyente no tendrá claro de manera exacta cómo, cuándo, con quién, y
a través de qué medios el Señor lo libererá de estas fuerzas del mal.
Sin embargo, ha de crecer en la certeza y en la convicción de que
Jesús es el reconciliador capaz de sanar toda herida y curar toda
dolencia.


Esta reconciliación que Cristo otorga hará no tiene como
objetivo un perfeccionismo de la naturaleza humana, ni un cambio
instantáneo de los propios pecados y heridas. Se trata de un camino
largo y fatigoso, en el cual es imperioso vivir un realismo
esperanzado. Al estar heridos por el pecado, la imagen que debe
acompañar al cristiano es la imagen de Cristo resucitado, en quien
permanecen las huellas de las heridas de la pasión, pero la luz de su
resurrección pasa a través de estas heridas transformándolas y
curándolas. Cristo realiza nuestra reconciliación y no prescinde de
la historia personal. Es más bien a través de la historia personal y
de las propias heridas que su gracia penetra transformándolas,
curándolas y transfigurándolas.


Esta profunda esperanza en la reconciliación otorgada por el
Señor Jesús no deja a la persona estéril. Todo lo contrario, al tener
el espíritu esperanzado y por tanto alegre en la victoria de la
resurrección, se decide con mayor esfuerzo y compromiso a luchar
contra el propio pecado. El combate se vuelve cotidiano, natural y
constante. Entre victorias y derrotas tiene puesta la mirada no en
los frutos personales, ni en los avances visibles, sino en recorrer
el camino de la santidad. La humildad en esta etapa consiste en la
esperanza cierta y segura de que tarde o temprano el Señor hará
florecer los frutos de santidad en el árbol podado y repodado. A esta
etapa llegó precozmente santa Teresita:



«Por entonces recibí una gracia que siempre he
considerado como una de las más grandes de mi vida,
ya que en esa edad no recibía las luces de que ahora
me veo inundada. Pensé que había nacido para la
gloria, y buscando la forma de alcanzarla, Dios me
inspiró los sentimientos que acabo de escribir. Me
hizo también comprender que mi gloria no brillaría
ante los ojos de los mortales, sino que consistiría
¡en llegar a ser una gran santa!
Este deseo podría parecer temerario, si se tiene en
cuenta lo débil e imperfecta que yo era, y que aún
soy después de siete años vividos en religión. No
obstante, sigo teniendo la misma confianza audaz de
llegar a ser una gran santa, pues no me apoyo en mis
méritos – que no tengo ninguno –, sino en Aquel que
es la Virtud y la Santidad mismas. Sólo Él,
conformándose con mis débiles esfuerzos, me elevará
hasta Él y, cubriéndome con sus méritos infinitos, me
hará santa»[28].


Santa Teresita alcanzó prematuramente la santidad porque
comprendió que su mirada debía centrarse en la persona de Cristo. Si
el ser humano se concentra en el propio pecado, en las propias
faltas, en las propias contradicciones, corre el peligro de hundirse
fácilmente en la tristeza y la desesperanza. La mirada tiene que
estar fija en el Señor Jesús, y con esta mirada llena de amor,
esperando todo de Él, puede volver los ojos a sí mismo con compasión,
misericordia y esperanza.


Esta humildad se basa por tanto no sólo en la conciencia del
propio pecado, sino en la conciencia de que somos pecadores
reconciliados y que basta que el ser humano haga un mínimo gesto de
reconciliación y conversión para que el Señor Jesús quiera perdonar
todos sus pecados: «yo mismo soy el que limpia tus rebeldías por amor
de mí y no recuerda tus pecados» (Is 43, 25). Por eso, a pesar de las
pocas o muchas caídas, el cristiano vive feliz y alegre, porque tiene
sus ojos puestos en la infinita misericordia de Dios, que sabe que el
Señor, cuando encuentra un corazón dispuesto, humilde y deseoso de
conversión, quiere olvidarse, borrar y cancelar toda la culpa del
hombre.


Es decir, el ser pecadores reconciliados invita a vivir tanto la
sana desconfianza en uno mismo como una profunda confianza en Dios.
Lorenzo Scupoli, hablando sobre este tema señala:


«Porque si el que desconfía mucho de sí mismo y
confía mucho en Dios comete alguna falta, no se
maravilla ni se turba o entristece, conociendo que su
caída es efecto natural de su flaqueza, y del poco
cuidado que ha tenido de establecer su confianza en
Dios; antes bien con esta experiencia aprende a
desconfiar más de sus propias fuerzas, y a confiar
con mayor humildad en Dios, detestando sobre todas
las cosas su falta, y las pasiones desordenadas que
la ocasionaron; y con un dolor quieto y pacífico de
la ofensa de Dios, vuelve a sus ejercicios, y
persigue a sus enemigos con mayor ánimo y resolución
que antes»[29].


Como hemos visto, la humildad es la virtud por la cual el
cristiano reconoce su creaturalidad, se sabe pecador y confía en la
reconciliación traída por el Señor Jesús. Llegar a esta tercera etapa
de la humildad es una verdadera gracia. Juan Casiano lo constata:


«Mantengámonos firmes en la humildad para con Dios.
Ello consistirá en reconocer que sin su ayuda y su
gracia no podemos hacer nada en lo que concierne a la
adquisición de las virtudes y a creer en verdad que
aun el haber comprendido esto constituye una dádiva
de su mano»[30].


El ideal de la humildad cristiana no se detiene en esta
profunda vivencia. La humildad es un camino por excelencia de
conformación con el mismo Señor Jesús, «quien no retuvo ávidamente el
ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición
de siervo» (Flp 2, 7). Es decir, la humildad consiste en recorrer el
camino del mismo Señor Jesús, que es un camino de realización y
despliegue humano. Él no buscó la apariencia o los primeros puestos,
sino que decidió vivir el servicio como clave fundamental de su vida,
señalando al ser humano que el amor y el servicio revelan la verdad
de ser hombres.


Le preguntaron a Jesús: «¿"Quién es, pues, el mayor en el Reino
de los Cielos?". Él llamó a un niño, le puso en medio de ellos y
dijo: Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no
entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño
como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos» (Mt 18, 3-
4). Este pasaje evidencia que la virtud de la humildad es un tesoro
que se debe conquistar: «si no cambiáis...». Implica un acto de la
inteligencia, de la voluntad y del corazón. Supone una opción radical
por vivir ciertos valores y por cambiar el paradigma que el mundo
ofrece. El Señor Jesús conoce el corazón humano y, desde este
conocimiento, sabe bien que necesita un cambio profundo de
prioridades y valores. Jesucristo nos pide que seamos como los niños.


Llama la atención cómo después de este pasaje sobre los niños,
Cristo invita y exige entrar por la "puerta estrecha" (Cf. Lc 13, 22-
30). Y curiosamente después de esta exigencia queafirma que habrá
"últimos que serán primeros" y "primeros que serán últimos" (Lc. 13,
30). Parece que deja entrever que el camino de la puerta estrecha se
refiere particularmente a la humildad y concretamente a la vivencia
de "ser como niños". Se trata de entrar activamente por la puerta
estrecha. Supone, por tanto, tomar la iniciativa y querer realmente
vivir tras las huellas de Cristo. El Señor no nos exhorta a buscar
humillaciones. Tampoco se trata sólo de soportar de forma pasiva las
ofensas recibidas. La humildad es una virtud profundamente interior.
Se trata de cambiar el epicentro de la propia existencia, de modo que
el "yo" no se encuentre más en el centro de manera egocéntrica, sino
que sea la persona de Cristo junto con nuestro anhelo de dar gloria a
Dios en todo. Es en este dinamismo que la persona encuentra la
felicidad y la paz anhelada. Por lo tanto todo el resto, todas
aquellas situaciones que hieren el amor propio se convierten en
accidentales y de poca importancia. La puerta estrecha es así la
vivencia intensa de la humildad, el abajamiento para poder entrar por
una puerta chiquita a la que sólo un niño puede tener acceso.


La humildad es ir tras las huellas de Cristo. Es una decisión de
querer afectiva y efectivamente conformarse al Señor Jesús y, por
tanto, acoger las diversas ocasiones de humildad que Él nos presenta:
algunas veces serán los propios errores o defectos, las caídas
repetidas, otras las ofensas de los demás, el olvido o la ingratitud,
los celos o las envidias, los malos entendidos... Es decir, se trata
de que en cada una de estas ocasiones la persona viva esta dimensión
como una ocasión feliz de configurarse con Cristo. De esta manera
dichas cruces le parecerán ligeras y llevaderas, porque la mirada del
cristiano estará sólo puesta en el Señor Jesús, sin que nada ni nadie
pueda separarlo de Cristo. Si desde su propia libertad el cristiano
le ha entregado la vida a Cristo, ya nadie le puede arrebatar nada.
Toda su vida estará íntimamente unida a Cristo. El sufrimiento
excesivo o el peso desproporcionado que le damos cuando el amor
propio viene herido se debe a que todavía estamos apegados a la
búsqueda personal. La carga del Señor es verdaderamente ligera; somos
nosotros quienes la volvemos pesada.


Muchas veces, debido a una comprensión errada de la virtud de la
humildad, parecería como si el Señor pidiera entrar en una situación
de kenosis o abajamiento en esta vida para gozar de la resurrección
sólo en la vida eterna. Esta es una visión reductiva de la humildad,
como si la vida humana fuese un llamado a vivir entre humillaciones,
desprecios y sufrimientos. Nada más equivocado de lo que significa la
vida cristiana. ¿Cómo se puede conjugar esta visión con la alegría
que nos promete Jesucristo en la tierra? La vida cristiana no es una
"puerta estrecha" que hace vivir en una continua infelicidad o
desdicha. La puerta es estrecha al ingreso, pero al entrar por ella
uno se introduce en el reino de Dios, que es un reino de paz y de
alegría en el Espíritu. La verdadera humildad pide vivir un continuo
dinamismo kenótico-ascencional. Es decir, la humildad incluye también
dentro de sí una elevación y una continua resurrección. En esta vida
de seguimiento de Cristo y de coherencia a las promesas bautismales,
se vive en una dinámica de continua muerte y resurrección. A través
de la humildad, se aceptan y se asumen dócilmente las ocasiones de
muerte y renuncia personal, como también, a través de la misma
humildad, uno se regocija de las "maravillas" que hace Dios en el
humilde. Por lo tanto, la verdadera humildad es la aceptación de la
muerte al pecado y de todo lo que exige una renuncia personal que
invita a despojarse y abajarse, pero al mismo tiempo es una llamada a
percibir dónde el Señor hace fructificar su resurrección. Es por ello
que María puede cantar: «Glorifica mi alma al Señor y se alegra mi
espíritu en Dios mi Salvador, porque ha contemplado la humildad de su
sierva» (Lc 1, 46-48). María, al ser verdaderamente pequeña, deja
espacio para que Dios obre grandes cosas en Ella. Es ésta la
verdadera humildad. La persona humilde es aquella que logra en una
misma mirada contemplar la cruz y la resurrección, el abajamiento y
la elevación. Basta que uno sea humilde para comenzar a percibir los
frutos continuos que Dios otorga a los sencillos de corazón.







II. LA HUMILDAD EN CONCEPCION CABRERA DE ARMIDA


1. La humildad fundamento de la vida cristiana


San Juan Crisóstomo definía la humildad como el fundamento de la
vida cristiana. La caracterizaba como «la madre, la raíz, la nodriza,
la base y el vínculo de todas las virtudes»[31]. Habíamos señalado
que no se trata de una virtud externa o formal sino más bien que se
trata de una virtud que hace referencia a la relación de la persona
con Dios. Concepción Cabrera de Armida captó muy bien esta verdad en
su propia vida y hablando de sí misma señalaba que la humildad es el
«guardián seguro del tesoro de Dios en mi alma [...] sin ese tesoro,
Dios no podría unirse con mi alma, pues la humildad es como la divina
adaptación del alma a Dios»[32]. Estas palabras conllevan un profundo
valor teológico pues va a lo esencial de lo que separa al ser humano
de Dios. Nuestros primeros padres se alejaron de Dios por la soberbia
del corazón, por erigirse ellos mismos como dioses, decidiendo sobre
sus propias vidas. Conchita quiere retomar el camino de comunión con
Dios, para poder nuevamente unirse a Dios yra poder nuevamente
unirse a d frente al sufrimiento y la fortaleza. instrumentos desde
mi libertad para que sea curada de lÉl y y por ello considera que la
humildad es esa divina adaptación que protege a la persona en su
encuentro con Dios. La humildad es ese guardián que no la deja
abandonar el tesoro de la presencia de Dios en su vida.


Otro de los argumentos que utiliza para resaltar la importancia
de la humildad es que afirma que es el mismo Señor Jesús quien la
indica como requisito indispensable para la vida cristiana: «Y si Él
lo ama, yo lo amo también, pues es para mi alma, el sendero de la
dicha»[33]. Finalmente, acude a otra razón primordial por la cual
considera que esta virtud está a la base de su relación con Dios. Es
a través de la humildad que percibe que Dios se acerca a ella para
curarla y cumplir su misión salvífica:


«Pero hay otra razón más secreta y más dulce por la
que Nuestro Señor ama mi miseria y se siente
irresistiblemente atraído por ella: porque le brinda
la oportunidad, la exigencia de venir a mí, de
amarme, de curarme, de consolarme y de acariciarme,
porque cuando se ama como Dios ama, no se puede curar
ni acabar por acariciar, y aun la misericordia cura y
consuela acariciando, porque todo lo hace en función
de amor»[34].






Para Conchita, la conciencia de la propia pequeñez, del propio
pecado o de la propia limitación no es un obstáculo para su vida
cristiana. Todo lo contrario, ella acoge los frutos de la resurrección
traída por Cristo y se siente una mujer ya reconciliada y por eso
exterioriza su interior con esa confianza de niña. Como vemos es una
mujer que no sólo ve su creaturalidad, no sólo reconoce su pecado,
sino que ante todo se descubre como una mujer pecadora pero ya
reconciliada por Cristo. Cada caída lejos de ser un motivo de
desesperanza la empuja a dejarse amar por el Señor. No es que no
batalle contra sus debilidades, pero cuando las encuentra y se topa
diariamente con ellas, saca provecho de las mismas para unirse más a
su Señor, para dejarse curar y consolar.


Los hombres y mujeres de Dios no dejan de regalarnos imágenes y
símbolos para comprender ciertas verdades de fe. Es muy hermosa la
imagen que utiliza Conchita cuando se refiere a la humildad para
hacernos entender porqué esta virtud es el fundamento sobre el cual se
ha de construir todo el edificio de la vida espiritual:


«Vamos, Jesús, mira, mi corazón es el lienzo,
prepáralo Tú... la paleta será la humildad... los
colores ¿quieres que sean los sacrificios, las
penitencias, las mortificaciones, los desprecios y
cuantos quieras mandarme, todos finos, Jesús, aunque
me desgarren el alma los pesares... las calumnias,
los aborrecimientos...? Tú los proporcionarás con la
preparación y a la medida que fueren necesarios a tan
hermosa obra, ¿verdad? Y el pincel no quiero otro
sino la voluntad de Dios que aceptaré siempre gustosa
por las manos de María»[35].


Para Concha la humildad no es una virtud entre otras. No es un
color más en el lienzo de su corazón. La humildad es la paleta sobre
la cual descansarán las virtudes conquistadas. La paleta es el
instrumento desde el cual el pintor inicia su obra y comienza su
creación. Sólo en la paleta de la humildad los colores de las
virtudes conquistadas no corren el riesgo de estropearse. Es en ella
donde pueden mezclarse, unirse y jugar entre sí sin peligro de ser
robados por la soberbia.


¿Por qué esta insistencia en la humildad como fundamento? Como
bien sabemos, es necesario adquirir las diversas virtudes de modo
progresivo. Es bueno tener un orden que sirva de ayuda y permita
caminar con paso seguro y con la conciencia de que se están poniendo
los medios adecuados para responder al don de la gracia. En este
sentido Conchita es muy clara. El primer escalón es la humildad:


«"La humildad es el cimiento, el fundamento de todas
las virtudes, la sal y la vida de ellas; la tierra en
donde todas se producen, el agua que las fertiliza y
el sol que las hace crecer y producir. Sin la
humildad no puede haber obediencia [...] pobreza
[...] ni pureza que no caiga. No acostumbro dar a
ninguna alma estas joyas, sin el sólido y verdadero
fundamento de la humildad, madre de todas
ellas"»[36].


Concha reconoce que la humildad es el cimiento de la vida
cristiana pues retiene que sólo cuando la persona es humilde, sólo
ahí, Dios puede proseguir su acción en el espíritu humano y regalar
los dones del Espíritu Santo:


«"La humildad es la vida de todo acto puro, de todo
movimiento santo del alma. Sólo sobre ella arroja las
perlas de sus Dones el Espíritu Santo; sólo sobre
ella edifica y forma su Nido... sólo sobre ella
trabaja en las almas y no descansa, sino que
continuamente se les comunica, hasta concluir por
poseerlas... Donde ella no está, tampoco estoy
Yo"»[37].



2. Necesidad de la humildad para la fe


La vivencia de la fe exige ciertamente la virtud de la humildad.
La fe es la respuesta a la invitación amigable de Dios a participar
de su vida divina. Es la aceptación de Alguien que nos trasciende y
que nos pide ser el centro de nuestra vida, rindiéndole el homenaje
de la propia libertad[38].


Esta opción se opone directamente a la soberbia del ser humano
que quiere levantar la propia vida de espaldas a Dios, intentando
tener el dominio de la propia existencia. Los sustantivos derivados
del verbo "creer" en el Antiguo Testamento tienen como raíz hebraica
el término 'aman, que indica "estar seguro", "estable", "refugiarse",
"confiar", "esperar"[39], todas estas palabras que expresan un acto
de confianza total en la fidelidad de Dios. Es decir, la confianza y
la fe brotan de la verdad y de las promesas de Dios. El acto de creer
requiere un reconocimiento humilde de la propia contingencia y la
necesidad de salir de sí mismo para encontrar en Dios al Salvador.
Conchita recibe la inspiración del Señor y relaciona la virtud de la
fe y la necesidad de la humildad para ella:


«"La Fe, hija mía, — me dijo ayer después de la
Comunión — es una virtud teologal que sólo Yo, que la
produzco, sé medir su hermosura y apreciar su valor.
Es una luz oscura, que arrastra al hombre hacia su
Dios, por medio de la humildad. Se desarrolla en el
alma por medio de esta virtud, y es indispensable
para la salvación"»[40].

Como un san Juan de la Cruz que se refiere a la fe como un
rayo tenebroso, Concha recibe la inspiración de Cristo que le habla
de la fe como una luz oscura. Es decir, por un lado la fe es luz: luz
como virtud teologal y don que Dios obsequía al ser humano para
conocerlo y amarlo; luz como una convicción profunda que une con
Dios. Pero al mismo tiempo, la fe es oscura: tiene una dimensión de
negrura y nebulosidad pues los seres humanos con su propia razón no
pueden agotar la inmensidad del misterio. Esta paradoja cristiana de
un deambular a tientas pero con la seguridad de la luz de la fe
requiere un acto humilde de quien se deja conducir por Dios. Y este
dejarse conducir por Dios se puede realizar porque Dios es un Dios
veraz.


El mismo verbo creer significa en hebreo "ser verdadero", lo que
se intensifica en el uso del pasivo cuando uno habla de una persona
confiable[41]. La fe es cierta porque se apoya en Dios que es el
garante, que no puede ni mentirse, ni mentirnos[42]. Al fundarse no
en el ser humano, sino en la racionalidad de Dios, la fe requiere un
sometimiento de la propia inteligencia y de la propia voluntad. Este
acto sin lugar a dudas exige la humildad del creyente. La aceptación
de lo que Dios nos revela «pide un entendimiento humilde y
rendido»[43]. Con esta conciencia no hay posibilidad de vivir la fe
sin un sometimiento humilde del entendimiento Cristo inspira a Concha
estas palabras: «"la fe es la prueba que exige Dios al entendimiento
humano, a la orgullosa inteligencia"»[44].


Al ser la virtud de la verdad, la humildad invita al ser humano
a lograr el equilibrio necesario entre la fe y la propia razón. La
humildad hace de catalizador en esta relación no siempre fácil y
exigente. Por un lado, evita la excesiva racionalización de la propia
fe. A pesar de que vivimos en una época en la que no se le reconoce a
la razón su papel y misión de alcanzar la verdad, frente a la
desconfianza de la razón y al nihilismo interpretativo,
contradictoriamente, existe aún un racionalismo que lleva a no pocos
que se acercan a la fe a tratar de comprender todo el misterio con
las propias fuerzas, negándose a abrirse a una dimensión que los
trasciende a sí mismos. La humildad en este caso requiere que la
persona sepa cuándo debe detenerse e inclinarse de rodillas
reverentemente ante el misterio.


Conchita experimentó en su vida y en la de los que la rodeaban
el peligro de la soberbia de la razón para creer y fue testigo de
cómo la soberbia impide al cristiano alcanzar o crecer en la fe:


«La Fe es el escollo en donde la soberbia cae. [...]
La Fe es un caos en donde el soberbio se hunde...
La Fe es una roca inquebrantable en donde el orgullo
se estrella...
La Fe es luz para los humildes y tinieblas para los
soberbios...»[45].


Por otro lado, la fe no significa que se renuncie al uso
responsable de la propia razón. La misma humildad impide el riesgo
contrario. Al ser la virtud de la autenticidad, la humildad da fuerza
al creyente para usar responsablemente su propia razón y, con la
sencillez de quien aspira a comprender intenta fructificar y ahondar
en el misterio con las potencias y capacidades humanas que ha
recibido de Dios. El Papa Juan Pablo II constataba la dificultad de
creer: «¿Es difícil creer? Sí, es difícil. No hay que ocultarlo. Es
difícil, pero con la ayuda de la gracia es posible»[46]. La humildad
lleva a la persona a reconocer la dificultad para adherirse a las
verdades de fe: «todo ser humano tiene en su interior algo del
Apóstol Tomás. Es tentado por la incredulidad y se plantea las
preguntas fundamentales: ¿Es verdad que Dios existe? ¿Es verdad que
el mundo ha sido creado por Él? ¿Es verdad que el Hijo de Dios se ha
hecho hombre, ha muerto y ha resucitado?»[47]. Es necesaria la
humildad para no encubrir la propia incredulidad. Más bien se trata
de intentar responder a las preguntas que acucian aguijonean y que
algunas veces obstaculizan el caminar en la fe. Es más fácil no
hacerse preguntas o si uno las tiene evadirlas. Es más bien de
hombres y mujeres de fe enfrentar las propias dudas para tratar en
conciencia y con la ayuda de la fe de la Iglesia responder a ellas.
El reconocimiento de la pobreza de la propia fe invita a la persona a
no detenerse ante aquello que lo trasciende. Al aceptar que lo
trasciende, esa sencillez lo empuja a entrar en diálogo con una
realidad que lo supera, sin sentirse por ello coartado o limitado.
Para Concepción no fue fácil la travesía de la fe. Cuántas veces la
vemos desconcertada, angustiada, perdida y confundida y sin embargo
su fe es la roca en el momento de la dificultad: «la Fe es el faro
luminoso que alumbra el camino oscuro del espíritu»[48].


Cuando la persona ha optado por creer y rendir el homenaje de la
propia inteligencia y voluntad a Dios, y después de haber realizado
una "opción fundamental" por el Señor Jesús como centro de la propia
existencia, es necesario que esta fe crezca y progrese en una mayor
coherencia entre fe y vida. La vida de la persona y sus diversas
manifestaciones deben convertirse en un acto de fe continuo, viviendo
de manera seria y consciente las promesas bautismales. No bastan los
buenos deseos, los buenos propósitos y pensamientos. Son muchas las
veces que confundimos la fe con los buenos sentimientos que nutrimos
ante las cosas de Dios. Recordemos que el Señor nos pide que esa fe
se haga concreta en nuestras decisiones diarias, en nuestras acciones
cotidianas y en la caridad viva. Es en las pequeñas cosas de la vida
donde demostramos la coherencia de nuestra fe.


3. Necesidad de la humildad para la esperanza


La virtud de la esperanza requiere un corazón humilde. El que
espera no pone su confianza en sus propias fuerzas o medios, pues
sabe que por sí mismo no puede nada, y por tanto centra su confianza
y esperanza en Dios: «La esperanza, con la humildad se sustenta;
porque el humilde siente su necesidad, y entiende que no puede de sí
cosa alguna, y así con más afecto se vale de Dios y pone toda su
esperanza en Él»[49].


La esperanza es la virtud por la que el ser humano abre su
mirada a los bienes futuros, a la vida eterna. El que vive la
esperanza tiene los ojos centrados en el misterio de la resurrección.
San Pablo vive con este horizonte de eternidad: «En efecto, la leve
tribulación de un momento nos produce sobre toda medida un pesado
caudal de gloria eterna, a cuantos no ponemos nuestros ojos en las
cosas visibles, sino en las invisibles; pues las cosas visibles son
pasajeras, mas las invisibles eternas» (2 Co 4, 18).


Sólo se puede llegar a vivir la esperanza cuando el corazón,
lleno de humildad, se ha liberado de las seguridades terrenas.
Conchita, al hablar de la esperanza sostiene cómo con esta mirada se
puede traspasar todo lo de la tierra. En su pensamiento, esto no
significa vivir un "angelismo" o escapar de la realidad. Todo lo
contrario, la virtud de la esperanza ayuda a vivir la realidad en
toda su verdad, pues con los pies en la tierra tiene la mirada en el
cielo ofreciendo al cristiano la medida o el peso justo a la
dimensión terrena:


«La virtud de la Esperanza ayuda a la paciencia
consigo mismo. La mirada de la santa esperanza,
traspasa todo lo de la tierra y abandonada en la
confianza en Dios, siempre esperando, da aliento al
alma, y si mil veces cae, mil veces se levanta
confiada y humilde viendo claro su impotencia, sí,
pero la grande misericordia del Señor»[50].


Para lograr esta libertad de espíritu y esta pobreza espiritual
se requiere un camino de purificación. El dinamismo de la soberbia
conduce muchas veces al ser humano a afirmarse y a buscar seguridades
vanas: unas veces en las riquezas materiales o en los placeres
mundanos, otras en el éxito o en el aprecio de los demás, quizás en
el rol o trabajo que uno desempeña o en superficialidades de todo
tipo. Y cuando cae una de estas falsas seguridades, no es poco común
que la persona vuelva a construir la propia existencia sobre una
nueva mentira. Para este camino de purificación la humildad es una
virtud imprescindible. Sólo el anawin, el pobre de espíritu, es el
que se libera continuamente de toda falsa seguridad terrena. Su
estabilidad y certeza última se encuentran más allá de las realidades
pasajeras. Su seguridad absoluta está puesta y centrada en el Señor
Jesús, y sólo aspira a conquistar a través de su gracia el Reino
esperado.


Esto no significa que la persona no necesite seguridades
humanas: la salud, la estabilidad económica, el afecto de las
personas queridas. Todas ellas son necesidades buenas e importantes.
Sin embargo, con la conciencia de que estamos en un mundo herido por
el pecado y cargado de sufrimientos, la persona comprende a través de
la humildad que si no cuenta con una seguridad humana, si experimenta
un sufrimiento que significa una pérdida para la persona, el edificio
de la propia vida no se viene abajo, pues está construido sobre la
base sólida de la seguridad en Jesucristo.


Es por esto que para el humilde y manso de corazón la carga es
ligera, pues vive como peregrino, porque para él ninguna realidad es
definitiva y camina con paciencia hacia la Patria eterna. Cristo en
la cruz nos invita a asumir la vida con esta visión de eternidad y
con esta profunda confianza. Es la esperanza humilde que permite al
cristiano elevarse por encima de las circunstancias inmediatas, de
las contradicciones, de las cargas emocionales. Sólo la esperanza
soporta el cansancio natural de las jornadas, los fracasos en el
anuncio, el rechazo, la quiebra de la solidaridad que se busca
construir, la rutina en las diversas responsabilidades. Sólo la
esperanza da sentido al trabajo y a las múltiples preocupaciones que
a veces parecen interminables. Es la esperanza humilde la que
constituye un correctivo que permite superar las "noches" de la vida
diaria para ubicarnos en el horizonte pleno que ofrece la adhesión al
Señor y el encuentro pleno anhelado.


Es muy interesante en el camino espiritual de Conchita cómo va
avanzando por las sendas de la humildad para vivir centrada en Dios.
Ella no adquirió inmediatamente la virtud de la humildad y de esta
esperanza sin límites. Ella misma escribe cómo buscó desde el inicio
de su vida espiritual recorrer los tres grados de la humildad. Su
director espiritual, que en ese entonces era un jesuita le propone
los tres grados de la humildad. Como bien sabemos para la
espiritualidad ignaciana el primero grado de la humildad consiste en
el conocimiento de sí mismo que lleva al cristiano a buscar cumplir
los mandamientos y a no cometer ningún pecado mortal. El segundo
grado de la humildad es la santa indiferencia y el propósito de no
cometer ningún pecado venial deliberado. Y el tercer grado de la
humildad consiste en conformarse de manera total a Cristo en sus
humillaciones, sufrimientos, oprobios, no importándole nada sino el
estar en comunión con el Señor Jesús.


Con mucha frecuencia encontramos en la Cuenta de Conciencia de
Concepción Cabrera de Armida el primer grado de la humildad. Desde el
inicio de su vida espiritual ella toma conciencia con profundidad y
delicadeza de espíritu sus proprios pecados. Ella llegó a este
conocimiento personal con un trabajo arduo. No fueron pocas las veces
que cayó en un escrúpulo excesivo: muchas veces le asaltaban los
escrúpulos al conocer su indignidad y pequeñez y no entendía como el
Señor podía brindarle tantos dones y gracias. Gracias a sus
directores espirituales y a la ayuda divina lograba vencer y
combatirlos. El camino de la humildad para Concha fue largo y
fatigoso y ella se decidió con entrega a recorrerlo. El segundo grado
de humildad fue también para ella un sendero intenso de progresión
espiritual. El Señor la fue purificando a lo largo de su vida para ir
liberándose de falsas seguridades y para ir desapegándose de bienes,
personas, afectos y deseos. Conchita llega al desapego del segundo
grado de humildad la santa indiferencia después de haber pasado por
muchas pruebas: la muerte de su hijo y su marido, la distancia y
lejanía de su hijo sacerdote, las innumerables dificultades para sus
fundaciones, la lejanía de quienes consideraba sus guias
espirituales. No fueron pocas las veces que tuvo que renunciar a sus
planes y sueños e incluso a sus mismas fundaciones. Todo este camino
la llevó paso a paso al tercer grado de humildad y que considero que
se relaciona de manera estrecha con la virtud de la esperanza.


Concha, hace de este tercer grado de humildad un camino muy
suyo, muy de "Conchita" y con características particulares con
respecto al tercer grado de San Ignacio. Para ella, la perfección de
la humildad está en la vivencia de una esperanza sin límites, con los
ojos puestos en el Cielo que lleva a no detenerte más con tristeza
frente a los propios pecados, ni tampoco a sorprenderte de las
gracias recibidas. La mirada de Concha llega a concentrarse tanto en
la persona de Cristo, que ya no tiene ojos para nadie, y por lo tanto
ni siquiera tiene ojos para sí misma. Logra así el tercer grado de la
humildad que es una total identificación con la persona del Señor
Jesús. Ella vive este tercer grado de humildad viviendo la infancia
espiritual, el abandono y confianza total. Toma como ejemplo en esta
virtud a Teresita del Niño Jesús y nos hace ver cómo es imposible
vivir esta esperanza cristiana sin una profunda humildad de espíritu.
Dejo ahora hablar a esta mujer de esperanza que nos muestra en qué
consiste para ella este último grado de humildad y cómo está tan
estrechamente unido a la virtud de la esperanza:

«corresponde a una humildad más alta y perfecta, no
mirarnos jamás, ni siquiera para despreciarnos y
aborrecernos, no tenernos en cuenta ni para bien ni
para mal [...] O quizá más bien esta humildad que no
deja al alma mirarse a sí misma, es una forma de
humildad que Dios concede a ciertas almas, como un
don singular. Y con esa humildad, esas almas son
capaces de singulares efusiones de amor. […] A las
almas que han llegado a esta cumbre de humildad, ni
las deprime el pensamiento de su indignidad, ni les
causa temor el conocimiento de las gracias recibidas
de Dios, porque saben muy bien, que ni sus miserias
son parte a impedir la obra de Dios en ellas, ni
ellas tienen que ver con las gracias divinas, más que
para recibirlas y gozarlas; o más bien, estas
consideraciones con las que otras almas se
tranquilizan para no desalentarse con sus miserias y
para no ensoberbecerse con los dones de Dios, a ellas
ni siquiera se les ocurren, porque todo esto supone
que se miran, y ellas no tienen ya ojos para mirarse,
porque sus ojos apenas bastan para mirar a Dios, que
aparece ante ellas infinito en misericordia y en
bondad, que ha crecido en ellas, precisamente porque
desaparecieron por completo.[...]
Esta humildad celestial tenía santa Teresa del Niño
Jesús, y por eso decía que aunque tuviera todos los
pecados del mundo, confiaría en el amor
misericordioso, tanto cuanto confiaba sabiendo que
había sido preservada de pecados notables; pues con
la luz de Dios sabía que ni su preservación era causa
de su confianza, ni todos los crímenes posibles,
serían obstáculos para confiar en su Amado, porque la
base de su confianza estaba en Dios; y ella que era
nada, nada tenía que ver con dicha confianza. Por eso
también, la humildísima virgen de Lisieux, reconocía
sin temor las gracias recibidas de Dios, y con
increíble audacia, presentía su gloria futura, y
decía a sus hermanas que recogieran los pétalos de
rosa que su ternura arrojaba sobre la imagen de
Jesús, porque más tarde servirían. Esta humildad, es
como el fundamento del "caminito nuevo" que santa
Teresa reveló al mundo; es humildad de niño, esto es,
humildad que no razona, que no teme, que vive en
plena luz, que a primera vista parece teñida de
candor, y lo está en realidad, pero con ese candor de
los ángeles, que miran constantemente el rostro del
Padre celestial. Los niños, por su ingenuidad
natural, ni se asustan de sus deficiencias, ni se
envanecen de las prendas que poseen; con la misma
sencillez hablan de unas y otras, porque todavía no
ha germinado en sus almas inocentes esa mala semilla
del amor propio, que en las personas mayores oscurece
la luz radiante de la verdad. El niño para ser
humilde, con esa humildad encantadora que le es
natural, ni necesita consideraciones para ponerse en
la verdad, ni luchas para sentir rectamente. Conoce
su pequeñez y ni siquiera le ocurre ser grande; sabe
que sus padres lo aman así como es, pequeño y
miserable, y sabe que ellos le darán todo lo que
necesita sin que él tenga que intervenir en ello.
Se comprende, que con una humildad así, desaparecen
los principales obstáculos para las tiernas efusiones
de Dios, y el alma logra una libertad y una audacia
increíbles»[51].



4. Necesidad de la humildad para la caridad


La humildad ayudará también en el camino hacia la caridad: «una
vez subidos todos los grados de la humildad, se llega enseguida a la
caridad (ver san Benito, Regla, c. 7, 67)»[52]. Es imposible vivir la
caridad sin la humildad. Hemos visto cómo Conchita utiliza imágenes
gráficas para comprender el misterio de Dios. Es muy concreta en sus
ejemplos y los utiliza para explicar la unión entre la virtud de la
humildad y la caridad y la necesidad de la primera para vivir la
segunda:


«"moviendo la voluntad dos ejes poderosos: la
humildad y el amor; este par de sentimientos,
sólidamente fundados, arrastran el carro, con una
velocidad incomprensible: el amor es el vapor, pero
la humildad el fuego que lo produce"»[53].


Sin lugar a error podemos deducir que fueron muchas las veces
que Concha se dirigió en tren a su hacienda en Jesús María. Su
capacidad de observación, la contemplación de la creación humana la
llevaba también a comprender los secretos divinos. Con su fina
percepción comprende que la humildad es como el fuego que produce,
aviva y enciende la caridad y el amor a Dios. Pues si la humildad es
la virtud por la cual el cristiano, desde la propia pequeñez
contempla la grandeza de Dios, esta contemplación no hace sino
ensanchar el corazón y encenderlo en mayor caridad. El amor al mismo
tiempo es el vapor que hace que el carro se mueva con una intensa
velocidad, pues no es ya el amor meramente humano que mueve los
actos, sino la caridad divina que hace amar con el mismo amor de
Cristo.


En esta relación entre humildad y caridad, y la necesidad de la
primera para la segunda, recordemos que el servicio humilde es
expresión concreta del amor, es la manera como esta caridad se
manifiesta y se hace vida. La actitud de servicio al hermano sólo se
puede realizar con un espíritu humilde, cuando uno se entiende como
el servidor de todos: «que el mayor entre vosotros sea como el más
joven y el que gobierna como el que sirve. Porque ¿quién es mayor, el
que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Pues
yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22, 26-27). Como
señala el biblista Lyonnet, el «amor tendrá que ser necesariamente
fundado sobre la humildad; porque para "servir", es necesario ponerse
por debajo y no por encima de quien se sirve»[54]. El que sirve
considerándose superior, por el hecho de poder dar al otro algo que
no tiene, no vive un servicio auténtico, pues se falsea el servicio
viviendo una búsqueda de sí mismo y siendo por tanto una expresión
del amor propio. En esta falsa caridad, la ayuda prestada no es más
que una confirmación de la propia superioridad. El servicio sincero y
la auténtica caridad pertenecen a quien, se siente pequeño porque el
prójimo le ha dado un espacio en el corazón. El que presta un
servicio, el que consuela a quien está triste, quien brinda un
consejo, quien hace la caridad no se siente superior, sino, por el
contrario, como un mendigo agradece que el otro le dé la posibilidad
de desplegar su amor. Por propia experiencia, sabemos que es mucho
más fácil dar que recibir. El que da corre el riesgo de sentir cierta
seguridad por el hecho de dar. El que recibe en cambio es
verdaderamente humilde y grande, acepta con sinceridad su propia
necesidad y la ayuda que requiere del otro. Es por ello, que la
verdadera caridad es del humilde que se siente por debajo de quien
sirve.


Así como la caridad necesita de la humildad, la humildad nace de
la caridad, porque sólo el amor hace que el servicio pueda tener
estas entrañas de humildad. La humildad debe brotar de lo más
profundo del corazón: «debemos tributar a nuestros hermanos una
humildad sincera que proceda del íntimo afecto de nuestro
corazón»[55]. Es un dinamismo continuo, pues es también de un corazón
humilde que brota la caridad. Como señalaba santa Catalina de Siena:
«el árbol de la caridad se alimenta de la humildad, haciendo brotar
de su interior el retoño»[56].


Es en la vivencia de la caridad donde la humildad manifiesta su
dimensión horizontal y, al mismo tiempo, confirma su autenticidad
frente a Dios. La humildad en las relaciones humanas es la piedra de
toque de la humildad en la relación con Dios[57]. San Juan considera
que el amor a Dios se confirma a través de la vivencia de la caridad:
«Si alguno dice "amo a Dios" y aborrece a su hermano, es un
mentiroso» (1 Jn 4, 20). De igual manera, la verdadera humildad con
Dios se manifiesta a través de la humildad en las relaciones humanas.
Conchita considera que sólo desde esta relación con Dios de humildad
la caridad se vuelve heroica:


«La Iglesia, la historia, el universo, vistos desde
el santuario augusto, tiene un sentido profundo y
divino, y al renovarse nuestra visión, nuestras
virtudes toman un tinte divino: la caridad para con
el prójimo se torna heroica y fácil, porque sentimos
el misterio de la fraternidad humana; somos humildes
no tanto por haber sondeado nuestra miseria, sino por
haber escrutado la majestad divina. Ya no es la
pobreza el desprecio de lo terreno, sino la
absorbente posesión de lo celeste; y el sacrificio,
no es ya el anhelo de purificación, sino la adhesión
inmensa de nuestra alma a aquella voluntad del Padre
que crucificó a Jesús»[58].


San Pablo es el apóstol por excelencia que habla de esta humildad
fraterna y la coloca en estrecha relación con la vivencia de la
caridad: «Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con
humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí
mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás»
(Flp 2, 3-4). La exhortación de San Pablo no son palabras retóricas
sino que invita efectivamente a considerar a los demás como
superiores a uno mismo. Esta exhortación no significa negar el propio
valor o los propios dones. No comporta tampoco negar el hecho que en
algunos aspectos, cualidades o virtudes cristianas una persona puede
ser superior a otra. Negar esto sería humildad fingida. La
exhortación invita a que desde la verdad de sí mismo, el humilde
pueda ser capaz de ver la grandeza del otro, aquellas virtudes o
características de las que él carece, su bondad y su valor que lo
hacen cantar las maravillas que Dios obra en los corazones. Santo
Tomás de Aquino hablando del tema afirma:
«Sin embargo, puede uno creer que hay en el prójimo
alguna cosa buena que él no posee o puede ver en él
mismo algo malo de lo que el otro carece, y en cuanto
a eso, puede someterse a él por medio de la
humildad[59].
Continuando su explicación sobre cómo entender la humildad a la
que hace referencia san Pablo de considerar a los otros como
superiores a sí mismo, santo Tomás con mucho realismo afirma cómo el
cristiano puede preferir los dones que ha recibido a los que han
recibido los otros sin ser esto considerado soberbia:
«o la humildad no exige que el hombre someta lo que
hay de Dios en él a lo que hay de Dios en otro,
porque los que participan de los dones de Dios saben
que los poseen, conforme a lo que se nos dice en 1 Co
2, 12: Para que conozcamos los dones que Dios nos ha
concedido. Por eso, sin faltar a la humildad, podemos
preferir los dones que hemos recibido de Dios a los
dones de Dios que aparecen en los demás»[60].
Considerar a los otros superiores a sí mismo, significa tener la
honradez de ver todos los dones que Dios ha concedido a los hermanos
y valorarlos con sinceridad de corazón. Se trata de hacer un esfuerzo
además de ver lo que los otros tienen y yo no tengo, no para querer
poseer lo que no me ha sido dado, sino más bien para comprender la
grandeza del otro y agradecer a Dios por ello.
San Pablo señala como otra característica de la humildad, la
mansedumbre y la paciencia ante las limitaciones o pecados del
hermano: «Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de
una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con
toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por
amor» (Ef 4, 2). Y en la Carta a los Colosenses añade: «Revestíos,
pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de
misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia,
soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene
queja contra otro» (Co 3, 12-13). Una dimensión fundamental de la
caridad es, esta paciencia y mansedumbre frente a las debilidades del
prójimo. Quien es humilde tiene ante sí sus propias debilidades, lo
que le permite ser misericordioso, pues él espera esta misericordia
por parte de Dios y de los otros. Esta conciencia de su propio pecado
le impide igualmente emitir juicios precipitados sobre los demás. Al
mismo tiempo, una visión realista hace comprender que la caridad en
este peregrinar histórico se ha de manifestar como misericordia,
reconciliación y perdón. Todos los seres humanos estamos heridos por
el pecado original y el pecado personal daña directa o indirectamente
al hermano. Esta conciencia de la debilidad de todos debe llevar a
comprender al cristiano que su amor no puede prescindir de la
dimensión del perdón. Sin perdón el amor no es una virtud realista,
sino idealista. Una y otra vez, todos tenemos que perdonarnos
mutuamente.


¿Y cuál es la respuesta de caridad frente a la debilidad
del otro? Algunas veces los pecados de los demás atentan directamente
contra la persona tratando de herir su amor propio. Es un acto de
verdadera caridad cuando el humilde, en vez de responder al mal con
el mal, soporta el peso del otro, carga aquello que hiere su amor
propio y responde con el silencio o la palabra necesaria, con la
caridad y la mansedumbre. Cuando la otra persona ha herido nuestro
amor propioes herido el amor propio, la persona debe, debemos
agradecer a Dios la ocasión que tenemos tiene para ver nuestro su
propio pecado y poder purificarsenos con esa mortificación.
Evidentemente, en cada situación el cristiano deberá juzgar cuándo es
conveniente hablar y cuándo es conveniente callar. Sin embargo, la
respuesta no ha de nacer nunca de un amor propio herido, sino que ha
de ser fruto del deseo de la verdad, de la caridad para con el otro y
de la búsqueda del bien.


Otras veces las debilidades del prójimo no hieren directamente
el amor propio, pero despiertan las propias concupiscencias y es por
ello que se siente particular fastidio frente a ciertas actitudes o
reacciones. Es como tener un espejo delante. Requiere una gran
humildad reconocer que éste es el motivo por el cual se tiene
dificultad en aceptar las debilidades del hermano. La razón puede ser
que no se acepta la propia debilidad. Se necesita de la ascética
personal y de mirar con compasión aquella debilidad que la persona
rechaza en sí misma, y la actitud ascética de no caer en la
concupiscencia del otro sino ayudarlo con caridad a salir de ella.


Por todo esto, vemos cómo el cristiano necesita de la humildad
para vivir las virtudes teologales y especialmente la caridad. Al ser
un don de Dios, las virtudes sobrenaturales superan las fuerzas
humanas. El cristiano requiere por ello la humildad para comprender
que por sí mismo no puede conquistarlas, sino que su trabajo ascético
es la necesaria colaboración que Dios le pide para que luego la
gracia fructifique de manera inesperada y libre. La vivencia de la
fe, la esperanza, la caridad y de los dones del Espíritu Santo son
fruto de la gracia que reciben aquellos corazones que se han
preparado y dispuesto para acoger la vida misma de Dios. En el camino
de la vida espiritual, el acto de libertad implica también no poner
obstáculos a la gracia y responder con responsabilidad y entusiasmo a
sus impulsos. Dios Padre tiene un camino personal para cada ser
humano, y pide que uno se deje guiar confiado de su mano paternal,
cooperando con creatividad a las mociones del Espíritu.




5. La humildad necesaria para el apóstol


La humildad es también una virtud fundamental para el apóstol.
El Señor ha llamado al cristiano a «id por todo el mundo y proclamad
la Buena Nueva» (Mt 28, 19). El llamado a evangelizar es un desafío
que supera las fuerzas humanas; se trata de una invitación a
participar en la misión evangelizadora de Cristo. Asumir la misión
apostólica es participar del envío de Cristo por el Padre. El Padre
envía al Hijo y el Hijo obedientemente cumple su misión. A su vez el
Hijo envía al apóstol, quien se percibe a sí mismo como "enviado". Es
depositario de una misión y tiene la responsabilidad de anunciar un
tesoro que no le pertenece. El apóstol ha de vivir con la conciencia
de que no es "su" misión ni su propio proyecto, sino que él es más
bien llamado a colaborar con los designios del Padre. La conciencia
que la llamada trasciende las fuerzas humanas hace que el cristiano
comprenda que la fuerza le viene de Dios y, por ello, no confía en
sus propios recursos o capacidades.


Hoy se vuelve particularmente compleja y desafiante la misión
apostólica. En un mundo que da la espalda a Dios, donde impera el
relativismo, la ausencia de valores y la falta de referencia a la
Verdad, el apóstol se encuentra con no pocas dificultades en el
camino. Algunas veces puede experimentar la tentación de desalentarse
ante la falta de respuesta o desilusionarse ante la poca acogida del
mensaje del Evangelio; puede también experimentar la persecución
sufrida por causa de Cristo. Son éstas ocasiones propicias que Dios
permite a sus hijos para purificarse a través de la humildad y
centrar la misión apostólica no como un "proyecto personal", sino
como una misión recibida.


Hay una tentación constante que es la de confundir la propia
identidad con las obras que uno realiza. Puede ocurrir que el apóstol
centre su seguridad en sus muchas o pocas acciones y ponga en ellas
su valor y confianza. Si bien es cierto que el Señor Jesús pide y
exige la propia colaboración a través de las capacidades y dones de
cada uno, el cristiano no puede olvidar quién es el protagonista de
la acción evangelizadora. Por ello el Señor Jesús en su pedagogía
divina no deja desamparado a quien quiere progresar en el camino de
la fe. Si bien el apóstol en una misma acción puede percibir la
cizaña de su propia soberbia junto con el trigo bondadoso de la
misión apostólica, su tarea consistirá en purificar sus intenciones,
sin dejar jamás de emprender o cumplir la misión por temor a caer en
el pecado de soberbia o de vanidad. Más bien se trata de purificar
la acción a través de la humildad. Cuando el apóstol percibe los
frutos y bendiciones de la misión ha de volver los ojos al Señor
Jesús inmediatamente, para orientar toda la accion a Él y darle
gloria por los frutos recibidos, con la conciencia que esos frutos
vienen de su gracia y amor. Al percibir un movimiento de la pasión ,
de la soberbia que quiere apropiarse para sí los frutos de la acción,
inmediatamente ha de recordar que es Dios quien hace fructificar la
tierra y que uno es sólo unes "siervo inútil del Señor".


Conchita para ayudarnos a comprender cómo vivir la humildad en
nuestra misión evangelizadora utiliza la imagen del teatro, imagen
tan querida y usada posteriormente por la talla de un teólogo como
Von Balthazar. Nos dice Concepción hablando de la predicación:


«Hace algunos días Nuestro Señor me dio a conocer
esto de manera clarísima por medio de una exacta
comparación. Cuando el alma recibe gracias especiales
de Dios, y sirve de instrumento a la acción divina y
aun realiza maravillas en las almas, es semejante a
un actor que representa en el teatro a un gran
personaje; se engalana con las vestiduras propias de
quien representa, y toma la actitud y acento de aquel
personaje; pero pasa la representación, y el actor se
despoja de aquellas ricas vestiduras y toma las
suyas, quizá sus harapos, y vuelve a ser como él es,
con su manera ordinaria de hablar y de obrar; y con
sus harapos, lo aman las personas que lo aman y así
gustan verlo más que con sus galas de la
representación.
Así el alma engalanada con las gracias de Dios,
desempeña la función que Dios quiere: es instrumento
de la acción divina, obra en las otras almas o
simplemente sirve al Señor en sus tratos íntimos,
radiante de luz divina, enriquecida con celestiales
galas; pero, apenas pasa el momento solemne, devuelve
al Señor sus gracias y dones y vuelve a revestirse de
sus harapos y se queda con sus miserias.
Y así está contenta, a sus anchas, y así la ama el
Señor; y de tal suerte atraen a Dios aquellos
misteriosos harapos del alma, que el corazón divino
no acierta a resistir, y viene hasta el fondo de
aquella miseria que lo atrae, y el misterio divino se
realiza, la misericordia y la verdad se encuentran, y
en aquella fiesta inefable, Dios vuelve a enriquecer
al alma; y ésta devuelve al Señor sus dones para
revestirse de sus harapos, y el ciclo de la humildad
y del amor se sigue recorriendo por Dios enamorado, y
por el alma anonadada»[61].


Vemos cómo esta humildad lleva a Conchita a emprender con
audacia la misión apostólica. Ella sabe que el Señor la viste con sus
galas y la hace ser un instrumento radiante que pueda reflejar su
rostro. Vemos cómo ella que ha ahondado en el conocimiento de sí
misma, ha interiorizado que es Cristo el Señor de los corazones quien
con su gracia mueve e impulsa a las personas a encontrarse con su
amor. Cuando ella termina con su acción apostólica vuelve nuevamente
a encontrarse vestida de harapos. El cristiano se convierte en un
instrumento, una ocasión, un medio, a través del cual el Señor Jesús
hace llegar a los hombres su palabra y su amor. El verdadero humilde
es audaz, creativo, ardoroso y lleno de celo apostólico, ya que no
pone su confianza en las propias fuerzas sino en la gracia del
Espíritu Santo que mueve los corazones.


El apóstol humilde respeta profundamente la libertad de la otra
persona, y su apostolado, entretejido de un amor reverencial, lo
lleva a presentar al Señor con sencillez, claridad y profundo respeto
la libertad del otro, quien en respuesta a la invitación puede acoger
o rechazar el mensaje evangélico. Por ello, la actitud inicial es la
de una profunda renuncia a los frutos de la acción, pues no se trata
de una acción productiva o funcional, sino más bien, de una acción
que brota del amor por Jesucristo que lleva a anunciar a tiempo y a
destiempo la Buena Nueva.






6. La falsa humildad


Los padres y autores espirituales concuerdan en señalar que es
muy difícil vivir la verdadera humildad y que sólo le es posible a
quien el Señor se la otorga como un don. En este sentido el cristiano
ha de ser muy cauteloso para no equivocarse en el camino, ya que
puede considerar que está conquistando la humildad cuando en realidad
se trata de una "falsa humildad" que mantiene a la persona lejana de
la verdadera santidad.


La humildad no consiste en hablar mal de sí mismo ni en
proclamar las propias faltas. El enemigo es muy sutil y busca por
todos los medios engañar al ser humano particularmente en esta
virtud, porque sabe bien que ganada esta virtud tendrá la guerra
perdida. El acto aparentemente humilde de confesar las propias
faltas y declarar las debilidades a las personas puede esconder la
intención de no querer escucharlas del otro sino preferir ser uno
mismo el que las declara. El escucharlo de quien busca ayudar o
aconsejar en espíritu de caridad implica un verdadero acto de
humildad, pues se expone y se muestra vulnerable ante el otro.


La falsa humildad se puede descubrir también cuando se
entristece excesivamente por las propias faltas. Una tristeza
excesiva al descubrir un pecado es en el fondo un acto de soberbia,
es como un sorprenderse ante la propia falta, un escandalizarse de sí
mismo, cosa que no sucede al verdadero humilde que conoce muy bien
sus propias faltas. En el camino espiritual de Conchita, vemos cómo
al inicio ella se siente muy tentada por esta falsa humildad y sus
directores espirituales constantemente la previenen de ésta:


«Me ha fastidiado bastante el diablo con tentaciones
y desalientos por algunas caídas o imperfecciones, he
visto claro los puntos de amor propio que pueden
encerrarse en estos desalientos y lo que el diablo
trabaja con falsa humildad, para quitar la
confianza... Gran violencia me ha costado vencerme,
pero luego que me he humillado poniendo mi frente y
mi corazón en el polvo al pie del Sagrario»[62].


La falsa humildad es muy sutil. Inclusive los santos señalan
cómo algunas veces cuando la persona ha conquistado diversas
actitudes de humildad, puede engañarse pensando que es humilde. Es
decir, tiene una clara conciencia de sus debilidades, las remite a
Dios, pero sin embargo sigue llena de soberbia. Quizás porque piensa
que los bienes que tiene son más grandes de lo que en realidad son, o
porque considera estar más iluminada por Dios de lo que cree y se
basta a sí misma para discernir cuál es el plan de Dios. San Juan de
Avila nos previene contra esta falsa humildad:


«Mas habéis de notar, que muchos sienten en sí
mismos su propia vileza, y cuán nada son de su
parte, y paréceles que atribuyen puramente la gloria
a Dios de todos sus bienes, y tienen otras muchas
señales de humildad y con todo esto están tan llenos
de soberbia, y tan enlazados en ella, cuanto ellos
más libres piensan estar. Y es la causa, porque ya
que vivan en verdad, por no atribuir los bienes a
sí, viven en engaño, por pensar que son sus bienes
más y mayores de lo que en la verdad son; y piensan
tener de Dios tanta lumbre, que ellos solos bastan
para regirse en el camino de Dios y aun para regir a
los otros; y ninguna persona hay que en los ojos de
ella sea suficiente para los regir. Son en gran
manera amigos de su parecer y aun tienen en poco
algunas veces lo que los santos pasados dijeron, y
lo que a los siervos de Dios que en su tiempo viven,
parece. Jáctanse tener el Espíritu de Cristo y ser
regidos por Él, y no haber menester humano consejo,
pues con tanta certidumbre Dios y su unción les
satisface en sus oraciones»[63].


Hay otro tipo de falsa humildad. Es la de la persona que niega
ante los demás, pero sobre todo ante sí misma, las capacidades, los
talentos y las bendiciones que Dios le concede. Como desea
sinceramente ser humilde, se engaña pensando que la verdadera
humildad es la acentuación en su vida de los fracasos, las
debilidades y las limitaciones. Esta falsa humildad es dañina, porque
la aleja de la verdad de sí misma. Este engaño la hace perder fuerzas
para la extensión del Reino de los Cielos que requiere poner todos
los dones al servicio de Dios. Existe la tentación de pensar que los
propios dones, como la persona se sabe soberbia, pueden ser
obstáculo al cumplimiento del designio divino y prefiere entonces
escoger trabajos o roles que no le den ocasión de caer en ese pecado.
Conchita llegó a comprender con mucha lucidez cuál es el criterio de
discernimento sobre cómo vivir la humildad frente a las
responsabilidades:


«Lo que debemos hacer siempre, no es ni lo más alto
ni lo más humilde, sino sencillamente lo que nos
marca la Voluntad de Dios. Esta voluntad una,
inmutable, santísima, nos va pidiendo en cada etapa
de nuestra vida, algo determinado, que varía según
los tiempos y las circunstancias, pero que forma
parte de una misteriosa cadena, que es la realización
de los designios de Dios sobre nuestras almas, y que
tiene maravillosa unidad, puesto que la tiene el
ideal de Dios, respecto de cada uno de nosotros»[64].



Concha se da cuenta que cuando uno rechaza una responsabilidad,
o un encargo u oficio simplemente por el temor a la soberbia, el
enemigo juega aquí una excelente partida, deteniendo una obra buena
por el temor a la misma soberbia. Ésta no es la verdadera humildad.
El auténtico cristiano es consciente de sus debilidades y de la
soberbia que ha de despojarse, pero no se atemoriza frente a ella. La
combate y sabe que esta vida es un caminar en continua purificación.
Es también consciente de sus virtudes y de las continuas bendiciones
que Dios derrama en su vida. Las acepta con libertad, goza con ellas
como venidas de Dios y sabe que son instrumentos preciosos para la
extensión de su Reino. No fueron pocas las veces en las que
Concepción Cabrera de Armida lucha contra esta tentación: «"Hacer
siempre lo más perfecto..." Sentí como un rayo de luz que hirió mi
corazón, pero yo con falsa humildad resistí el impulso divino»[65].

El eje de la propia vida para vivir la humildad no se encuentra
en el mayor número de debilidades o defectos que se tienen en
comparación con el número de dones o virtudes. El eje para vivir la
humildad es tener la mirada fija en el Señor Jesús. Esta mirada, no
egocéntrica, sino profundamente cristiana, lleva a vivir en la
presencia de Dios y a comprender que cuando se descubre la propia
debilidad o el propio pecado, se ha de volver al Señor
misericordioso, pronto a perdonar y a recibir al pecador. En el
momento en que se perciben los dones y las virtudes la mirada se
vuelve al mismo Espíritu vivificador, fuente y dador de toda gracia.


La humildad tampoco es una virtud externa o formal por la que la
persona deba callar las bendiciones que Dios derrama en su vida.
Quizás desde una antropología un tanto negativa se ha considerado que
la humildad consiste en no hablar nunca de uno mismo, convirtiéndose
esta falsa humildad en un obstáculo para actuar de manera libre y
sencilla. Es decir, no es contra la humildad comunicar a alguien los
dones y las gracias que Dios realiza en la propia vida. Para vivir la
humildad se requiere sobre todo pensar en la intención de las
palabras. Se debe evaluar si se busca con ellas la propia gloria o la
gloria de Dios. Buscando en todo la gloria de Dios y el amor y
servicio a los demás la persona se encuentra en una libertad de
espíritu para comunicar sin temores o escrúpulos lo que considera
bueno y útil para la edificación común.


7. En el dolor se forja la humildad


El dolor y el sufrimiento pueden ser también un camino
privilegiado para forjar la virtud de la humildad. El Señor no pide
buscar sufrimientos, más alla que se u apreciao del valor de la
penitencia y el ayuno como prácticas cristianas. Sólo que estas
prácticas no pueden hacernos olvidar las ocasiones de dolor y
mortificación que la vida nos presenta a diario. No son el "dolor" o
el "sufrimiento" en sí mismos los que hacen a la persona humilde,
sino la aceptación y la decisión de entrar por el camino de la cruz.
El dolor y el sufrimiento son una realidad ante la cual el ser humano
percibe su propia impotencia. A algunos los lleva a rebelarse y a
enfurecerse contra Dios y contra sí mismos. En cambio, cuando es
asumido en espíritu de fe, el dolor puede tener la función
purificadora de modelar el corazón. La experiencia de dolor hace
sentir al ser humano cuando es sincero consigo mismo, su fragilidad y
su vulnerabilidad. Es en la experiencia de dolor donde puede
experimentar con mayor facilidad su propia contingencia. Es ésta una
hermosa ocasión para abrirse a la dimensión trascendente que lo
invita a un horizonte mayor. Fray Luis de Granada señala que es en la
paciencia de las tribulaciones donde se reconoce al humilde: «Ten
paciencia en medio de todas tus persecuciones porque en el
sufrimiento de las injurias se conoce al verdadero humilde»[66].


Todos los hombres y mujeres de Dios han sido probados en el
crisol de las pruebas y las humillaciones. La vida de Concepción
Cabrera de Armida está llena de experiencias de profundo dolor y
desolación: la muerte de su hermano Manuel, la pérdida de un hijo,
de su marido, las dificultades en el camino de fe, las dudas, los
escrúpulos, las tentaciones y dificultades de todo tipo en el momento
de concretizar la inspiración de las fundaciones. En ese sentido,
Conchita es muy realista. Sabe que no hay cristianismo sin cruz y que
su camino tiene que pasar a través de ella. Su visión tampoco es
angelista, pues ella misma señala que para su amor propio «las
humillaciones son una verdadera cruz hecha de una corteza seca y
amarga». No es que el dolor o el sufrimiento desaparesca. Está ahí en
con toda su crudeza y profundidad. Sólo que ella sabe también que si
bien la cruz tiene esta aspereza que hace que humanamente se repulse,
al mismo tiempo se convierte en el mejor combustible para amar a Dios
con mayor pureza. Es el dolor unido al amor que da sentido al
sufrimiento:

«La Cruz de las humillaciones es la de corteza más
seca y amarga, pero también el combustible mejor para
encender el corazón en el divino amor»[67].


La vida de esta mujer de Dios pasa desde sufrimientos
exteriores como son las circunstancias, contrariedades y
enfermedades, hasta las pruebas del espíritu. Cómo olvidar el
desierto espiritual, la sequedad y el abandono que sufrió la sierva
de Dios por tantos años. En un momento de su vida parece que todos
estos sufrimientos se concentran. ¡Qué cercana a nuestra realidad
cuando percibimos que, en un momento histórico particular, todos
los sufrimientos vienen juntos y nos encontramos en medio de una
fuerte tempestad! ¡Qué fuerza nos dan estos siervos de Dios para
alentarnos en los momentos de tribulación y no olvidarnos que fueron
a través de las pruebas que se convirtieron en los amigos de Dios!
Ellos como Concha en medio del dolor gimieron con confianza ante el
Señor Jesús:


«He sido probada muy fuertemente; tengo estrujado el
corazón, apenado el espíritu, debilitado el cuerpo,
sin poder casi, contener el llanto. Sufro desolación
interior, decepciones exteriores y contrariedades que
me van muy al vivo y que me afligen. ¡Válgame Dios!
¡Ten mi Jesús, piedad de tanta miseria!»[68].


Cuando se está sufriendo se quisiera poner límites a este
sufrimiento y detener las dolorosas consecuencias. Al que sufre le
brota decir "no más". Quien acepta el misterioso designio divino que
permite el dolor, quien acepta vivirlo con la cruz del Señor entra
en una dinámica de paciencia, donde no impone los propios límites, el
ritmo, el tiempo o el "hasta cuándo" del dolor, sino que se deja
llevar confiado por el Señor de la Vida. Nuestra sierva de Dios
descubre los frutos innumerables de quien decide seguir al Señor y
dejarlo todo por Él. Ella cree que el dolor del arrepentimiento
purifica, salva, arranca gracias al Cielo. Al mismo tiempo
experimenta cómo, cuando la persona a través del sufrimiento se ha
purificado y vaciado está lista para recibir al Espíritu Santo. Ella
ha experimentado el gozo y los frutos del sacrificio y la oblación:

«El dolor del arrepentimiento purifica.
El dolor amoroso y desinteresado, salva.
¡El dolor de las almas puras, es el que arranca
gracias [...]
No existe otro camino para llegar al Espíritu Santo
que el de la Cruz.
Sólo al corazón vacío llena el Espíritu Santo.
Sólo en el corazón hecho cruz, hace su Nido.
¡Solamente en la soledad y silencio del alma se
comunica...!
¡Sólo en un corazón puro se refleja...!
Sólo al corazón humilde enseña […].
Sólo reposa en las almas víctimas.
Sólo se da a las que por Él se sacrifican»[69].


El dolor y el sufrimiento están en íntima relación con la
experiencia subjetiva de la pérdida de algo o de alguien muy valioso
para la propia existencia: pérdida de un ser querido, de la salud,
del dinero, de oportunidades, de la valoración o estima de los
demás... El dolor tiene siempre la connotación de un bien ausente. Es
la experiencia de Job, en la cual el Señor permite que poco a poco
vaya perdiendo todos sus bienes hasta tocar lo más preciado y
sagrado: «A mis hermanos ha alejado de mí, mis conocidos tratan de
esquivarme. Parientes y deudos ya no tengo, los huéspedes de mi casa
me olvidaron. Por un extraño me tienen mis criadas. ¿Soy a sus ojos
un desconocido. [...] Mi aliento repele a mi mujer, fétido soy para
los hijos de mi vientre. [...] Tienen horror de mí todos mis íntimos,
los que yo más amaba se han vuelto contra mí» (Jb 19, 13-19).


Después de este grito angustiante Job continúa: «Yo sé que mi
Defensor está vivo, y que Él, el último, se levantará sobre el polvo.
Tras mi despertar me alzará junto a Él, y con mi propia carne veré a
Dios. Yo, sí, yo mismo lo veré» (Jb 19, 25-27).


Es interesante cómo Job deja entrever la fe en la resurrección,
donde el Señor hará justicia. La experiencia de Job está concentrada
no tanto en la pérdida que ha experimentado, sino más bien en la
respuesta de fe final, en la alegría de "ver" el rostro de Dios y de
participar en la comunión divina. El dolor es esa experiencia de
crisol purificador que reordena la escala de valores y jerarquiza las
prioridades. El sufrimiento asumido con el Señor Jesús lleva a
concentrar la mirada en lo realmente importante: la invitación a la
comunión divina de Amor, al encuentro final y para "siempre" con el
Señor Jesús. Es el dolor entonces el que despoja a las personas de
las falsas seguridades para ubicarlas en la simplicidad del corazón y
por tanto en la verdadera humildad.

8. María, modelo de humildad


María ha estado presente a lo largo de toda nuestra reflexión.
Ella nos ha ido iluminando sobre cómo vivir esta virtud. Tal vez
pueda parecernos natural que sea modelo de humildad para nosotros ya
que Ella es la Inmaculada, la mujer sin pecado y, por lo tanto, sin
la concupiscencia que la hubiera llevado a tender hacia la búsqueda
desordenada de sí misma. Pero quizás por ello podríamos pensar que
"le fue más sencillo".


No debemos olvidar que el mismo Señor Jesús fue tentado por el
demonio. Por lo tanto, si bien ningún pasaje nos narra las
tentaciones directas que pudo haber tenido la Virgen, es obvio que a
Ella, como a su Hijo, no se le ahorraron tampoco las tentaciones de
la vida. Justamente sabiendo que Ella no tenía dentro de sí ningún
pecado ni la concupiscencia que arrastra hacia éste, el demonio se
debe de haber ensañado con más fuerza en hacerle sentir el poder del
mal para desalentarla y probarla en el camino. Este razonamiento no
es fruto de la imaginación. Basta recordar cómo, apenas nacido el
Señor Jesús, Herodes trata de perseguir al Niño para matarlo y así
Ella con el Niño guiados por San José deben huir forzosamente a
Egipto. Aquí percibimos a los enemigos del bien, las potencias del
mal, los principados y las potestades que se alzan contra una humilde
pareja de jóvenes israelitas y en especial contra una madre que busca
por todos los medios defender a esa pequeña criatura que sabe que es
el Hijo de Dios y el Mesías. No es que a la Madre no le haya
afectado un mundo cargado de soberbia y vanidad. Todo lo contrario,
creo que en Ella la vivencia de la humildad debe de haber sido aún
más difícil. Justamente al estar sin pecado original debe de haber
visto con más claridad la oposición y el daño que el ser humano se
hacía a sí mismo en la búsqueda desordenada de sí. Debe de haber
sentido con el corazón cargado de dolor mucha compasión al ver a
todos los hombres tan lejos del camino de la verdadera felicidad, tan
lejos de vivir con autenticidad la alegría de ser hijos de Dios,
humildes y obedientes. Y ésta no es una interpretación subjetiva de
los textos evangélicos o una consideración final piadosa sobre el
tema de la humildad. La Sagrada Escritura nos lo demuestra. De las
pocas palabras que nos reporta el Evangelio sobre la Virgen vemos en
ella siempre el reflejo de su Hijo.


De la misma manera como su Hijo se pone a sí mismo como modelo
diciéndonos que aprendamos de Él a ser mansos y humildes de corazón
(Cf. Mt 11, 29), también nuestra Madre es modelo de humildad y en el
Magnificat nos dice que ha sido Dios quien ha mirado la humildad de
su sierva y que por ello las generaciones la llamarán bienaventurada
(Ccfr. Lc. 1, 46-48). María sabe y es consciente de que la clave de
la obediencia al Padre se encuentra en la vivencia de la humildad.
Conocedora de las Escrituras y testigo de una experiencia particular
de Dios en su vida, reconoce cómo el Señor rechaza a los soberbios y
da su gracia a los humildes. Sus palabras no sólo repiten las
enseñanzas del Antiguo Testamento. Ella es testigo de cómo ha sido
objeto de bendiciones y gracias particulares, siendo consciente desde
joven , de su pequeñez, de su pobreza, de su sencillez. Ella es una
mujer que conoce su propia identidad, que sabe quién es, que desde
pequeña encontró la verdad sobre sí misma. Puso a Dios en el centro
de su existencia y por eso recibió gracia tras gracia, día a día. Por
esta acción su interior exhalta y se queda admirada de lo que Dios va
obrando en su corazón.


Pero María no sólo fue consciente de la verdad de su propia
pequeñez como creatura de Dios, sino que decidió desde su propia
libertad, alimentada por la Palabra de Dios, entrar por la puerta
estrecha de la humildad, ejercitándose continuamente en esta virtudla
humildad. Ella sin pecado original, debe de haber visto como con una
lupa al padre de la mentira, al engaño que el demonio quiere hacer
creer sobre la identidad del hombre, la falsedad que lleva a los
conflictos de unos con otros. Ella debe de haber visto y tocado en
carne propia la ira, la envidia, el odio que brotan de corazones no
reconciliados y una y otra vez decidió seguir el camino de los
humildes. ¿Y por qué María tuvo la convicción de seguir el este
camino? ¿De dónde tenía esta fuerza para ser signo de contradicción
en un mundo lleno de soberbia? Creo que una clave fundamental nos la
da la Sagrada Escritura a través de sus propias palabras: «Mi alma
glorifica al Señor y mi espíritu exalta en Dios mi Salvador porque ha
mirado la humildad de su sierva» (Lc. 1, 46-47).


María ha podido ser humilde por su amor sin límites a Dios
Padre. El amor de Dios la embargaba de tal manera que no podía buscar
la gloria de sí misma, pues todo su corazón le pertenecía al Señor.
María fue una mujer que caminaba y vivía cada jornada sintiéndose
amada por Dios y conocida en lo profundo de su corazón "porque ha
mirado la humildad de su sierva". Ella es la mujer que vive la verdad
de sí misma. Pero quizás lo que más conmovió a esta mujer es que el
amor de Dios hacia Ella fuese tan gratuito, tan libre. Lo que más le
movía a seguir vivendo la humildad a lo largo de toda su existencia
es que sabía que sólo en la humildad Ella podía encontrarse con Dios,
que la miraba con amor y benevolencia. Por eso, no quiso apartarse ni
un segundo de este camino, porque era una mujer auténtica que no sólo
buscaba vivir en la verdad sino encontrarse día a día con la misma
Verdad, con el amor del Padre, de su Hijo y del Espíritu Santo.


Las reflexiones de Conchita sobre María son muchísimas. He
escogido aquella en la que se contempla el misterio de la humildad de
María durante toda la vida de Cristo, llegando a su culmen en la
pasión. Es ahí, donde María aparece en primer plano cuando su Hijo es
el Hijo abandonado por todos, olvidado por todos:


«Humildad de María, escondida en los triunfos de
Jesús.
Una mujer entusiasmada: "Bienaventurados los pechos
que te alimentaron". No salió María diciendo: "Ésa
soy yo..." (la reforma). Son más dichosos aquellos
que oyen la palabra de Dios y la guardan en su
corazón.
- Señor, te están esperando tu Madre y tus hermanos.
"¿Quién es mi Madre y quiénes son mis hermanos? Todo
aquél que hace la voluntad de mi Padre, ésos son mi
madre y mis hermanos". (Cojan el lápiz) y decid:
Madre mía, que no aparezca.
Después de la multiplicación de los panes, fue Jesús
de triunfo en triunfo y María oculta.
Pero llega el día de las ignominias, dicen a Jesús:
blasfemo, impostor, etc., etc., y María se abre paso
entre la multitud, se planta cerca de la cruz
haciendo ver que Ella, era la Madre del fracasado,
etc., etc.»[70].


Conchita reconoce en María el retrato de humildad que ella debe
copiar en su alma y deja fluir la pluma escribiendo con detalle el
fiel reflejo del alma de la Madre. Creo que es justo terminar nuestras
reflexiones sobre la humildad con esta bella oración de Conchita que
nos invita a vivir esta hermosa virtud y nos va señalando a través de
María como podemos hacer de este camino algo cotidiano, sencillo y
profundamente comprometido. ¿Cómo fue María? Nuestra sierva de Dios
se responde:


«Humilde hasta ser esclava de Dios y de los hombres.
Abnegada hasta la inmolación.
Sacrificada hasta el renunciamiento.
Desinteresada hasta el desprendimiento.
Pobre hasta darnos a su Divino Hijo.
Obediente hasta el sacrificio.
Dulce hasta la mansedumbre.
Amable como ninguna madre.
Generosa sin límites...
Constante hasta el heroísmo.
Sencilla como los niños.
Modesta sin afectación.
Mortificada sin medida.
Paciente sin murmurar jamás.
Prudente en toda ocasión.
Amorosa con los pobres.
Recogida
Suave con delicadeza.
Trabajadora cual ninguna creatura.
Amante como serafín.
Candorosa como Virgen.
Piadosa con amabilidad.
Caritativa universalmente.
Indulgente con todos sin excepción.
Conciliadora siempre...
Silenciosa sin ridiculez.
Sufrida hasta el martirio.
Delicada de conciencia y de sentimientos.
Penitente como ningún santo.
Diligente para todo bien.
Misericordiosa sin excepciones.
Fiel en sus amistades.
Más que madre con los enfermos.
Dedicada al servicio de Dios.
Consecuente con todas las personas.
Limpia en su alma sin mancha.
Hacendosa en su hogar.
Engolfada en el Espíritu Santo.
Absorta en Dios interiormente.
Vacía de toda propia voluntad.
Con su corazón en el cielo.
Con sus manos ocupadas.
Con sus labios alabando.
Con su pecho bendiciendo.
Con su corazón orando.
¡Con todo su ser amando!
Feliz en su pobreza.
Dichosa en su ocultamiento.
Encantada en las humillaciones.
Venturosa en el dolor.
Sufrida en las decepciones.
Callada en los desprecios.
Disimulada en los defectos ajenos.
Reposada en sus decisiones.
Activa en servir a los demás.
Olvidada en sí misma.
Menos que nadie a sus propios ojos.
Más que nadie en su abajamiento.
Toda para Dios.
Nada para sí.
Siempre tratando de complacer.
Nunca pensando en su persona.
Buscando la gloria de Dios en todo.
Dejando su propia voluntad.
Tomando lo más doloroso para sí.
Procurando el bien de las almas.
Preocupada por los pecadores.
Alegre en los triunfos de Dios
Santa entre todos los santos»[71].






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[1] «A menudo el espíritu humano está sujeto a una forma de
pensamiento ambiguo, que lo lleva a encerrarse todavía más en sí
mismo, dentro de los límites de su propia inmanencia, sin ninguna
referencia a lo trascendente» (Juan Pablo II, Encíclica Fides et
ratio, n. 81).
[2] Hablando del corazón como un abismo, San Agustín afirmaba: «Si
abismo es una profundidad, ¿pensaremos que el corazón del hombre no
es un abismo?» (San Agustín, In. Ps. XLI, 13).
[3] Rodríguez, A., Ejercicio de perfección y virtudes cristianas,
Madrid 1985, p. 762.
[4] Cabrera de Armida, C., Cuenta de conciencia (1893-1936), I-LXVI,
edición privada, México. (De ahora en adelante CC): CC 60, 120-121: 8
marzo 1933.
[5] Santo Tomás de Aquino, Comentario de la Ética a Nicómaco, Buenos
Aires 1983, IV, viii, 740.
[6] Cf. Louf, A., L'umiltà, Brescia 2000, p. 18.
[7] «Es así que la humildad se manifiesta como el más íntimo secreto
de la Encarnación: es decir que la gloria divina se encuentra en la
libertad soberana de la majestad divina que renuncia a sí misma para
"abajarse" en la "inanidad" de una "obediencia" a los hombres»
(Przywara, E., Umiltà, pazienza e amore, Brescia 1968, p. 17).
[8] Santa Teresa de Ávila, Castillo interior, Moradas sextas, 10, n.
7, en Obras Completas, Burgos 2002, p. 822.
[9] CC 48, 113-114: 6 mayo 1927.
[10] «(((((((», de baja condición, humilde; LXX, Ps. 130(131).2; de
espíritu bajo, Arr. Epict. I.9.10., Ep.Eph. 4.2, al.; (Thayer) en:
Danker, F.W., (ed), A Greek English Lexicon of the New Testament and
other early Christian literature, Chicago 2003 (Tdt).
[11] Cf. Am 2,6-7.
[12] Cf. Sal 119, 67.71; 37,14; 109,16; 40,18; 25,16-18; 86,1-2.
[13] «Humildad» en Ancilli, E., Diccionario de espiritualidad, v.
III, Barcelona 1987, p. 267.
[14] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Gaudium et
spes, n. 24
[15] Przywara, E., ob. cit., pp. 14-15 (Tdt).
[16] Cf. Santo Tomás De Aquino, Suma Teológica, II-II, c.161 a.1 ad
5.
[17] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 208.
[18] «Quid superbis, homo? Deus propter te humilis factus est.
Puderet te fortasse imitari humilem hominem, saltem imitare humilem
Deum [...] ille Deus factus est homo; tu, homo, cognosce quia es
homo: tota humilitas tua, ut cognoscas te» (San Agustín, Tratado
sobre el Evangelio de San Juan, tr. 25, 16; PL 35, 1604).
[19] Scupoli, L., Combate espiritual, Buenos Aires 1980, p. 102.
[20] Rodríguez, A., ob. cit., pp. 792-793.
[21] «Cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado»
(Jn 16, 8).
[22] San Juan de Ávila, Audi, Filia, Madrid 1997, p. 303.
[23] Santa Teresa de Lisieux, Manuscrito dedicado a la Rvda. Madre
Inés de Jesús, en Obras completas, Burgos 1983, p. 292.
[24] CC 1, 92: 8 diciembre 1893.
[25] Allers, R., Self Improvement, New York 1939, p. 23 (Tdt).
[26] Fray Luis de Granada, Guía de Pecadores, Madrid 195710, p. 491.
[27] Rodríguez, A., ob. cit., p. 792.
[28] Santa Teresa de Lisieux, Manuscrito A - IV, en ob. cit., pp. 138-
139.
[29] Scupoli, L., ob. cit., p. 25.
[30] Casiano, J., Instituciones, Madrid 1957, p. 450.
[31] San Juan Crisóstomo, Hom. In Act. Apost., XXX, 3, P.G., 69, 225.
[32] CC 57, 113: 26 agosto 1931.
[33] CC 57, 114: 26 agosto 1931.
[34] CC 57, 114-115: 26 agosto 1931.
[35] CC 1, 391-392: 6 febrero 1894.
[36] CC 13, 9-10: 2 mayo 1900.
[37] CC 13, 11: 2 mayo 1900.
[38] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Dei Verbum, n.
5.
[39] "fe": los nombres primarios derivados del verbo 'confiar'
('aman) significan 'firmeza, estabilidad' ('emunah; Is. 33, 6: 'y Él
será tu estabilidad...') y 'veracidad, fidelidad, fiable' ('emet;
Sal. 71, 22). A lo largo del Antiguo Testamento se trata de una
estabilidad y seguridad que juntas son signos de la fidelidad de Dios
a su pueblo (Achtemier, P., [ed.] Harper's Bible Dictionary, San
Francisco 1985).


[40] CC 13, 47: 7 mayo 1900.
[41] "fe": En el hebreo el verbo significa en la mayoría de las veces
'ser verdadero'; detrás de éste permanece la raíz con el significado
de 'sólido,' 'firme.' El sentido de este 'ser verdadero' se
intensifica en el pasivo (Niphal) forma del verbo en el cual uno
puede hablar de una persona como 'confiable' o 'consistente.' El
causativo (Hiphil) es la forma del verbo que sugiere la aceptación de
alguien como verdadero» (Achtemier, P., (ed.) Harper's Bible
Dictionary, ob. cit.).
[42] Cf. Dei Filius, en Denzinger, E., El Magisterio de la Iglesia,
Barcelona 1963, n. 1789.
[43] Rodríguez, A., Ejercicio de perfección y virtudes cristianas,
ob. cit., p. 768.
[44] CC 13, 47: 7 mayo 1900.


[45] CC 13, 48: 7 mayo 1900.
[46] Juan Pablo II, XV Jornada Mundial de la Juventud en Tor Vergata.
Vigilia de oración, 19 de agosto del 2000.
[47] Ibidem.
[48] CC 13, 48: 7 mayo 1900.
[49] Rodríguez, A., Ejercicio de perfección y virtudes cristianas,
ob. cit., p. 769.
[50] CC 6, 231: 28 octubre 1895.
[51] CC 58, 211-216: 14 enero 1932.
[52] San Bernardo de Claraval, De los grados de la humildad y de la
soberbia, en Obras completas de San Bernardo, t. I, Madrid 1983, p.
177.
[53] CC 3, 202: 27 mayo 1894.
[54] Lyonnet, S., Eucaristia e vita cristiana, il sacrificio della
nuova alleanza, Roma 1982, p. 29 (Tdt).
[55] Casiano, J., Instituciones, ob. cit., pp. 448-449.
[56] Santa Catalina de Siena, Obras de Santa Catalina de Siena. El
diálogo. Oraciones y soliloquios; José Salvador y Conde (trad.),
Madrid 2002, p. 73.
[57] Cf. Gauthier, R.A., Magnanimité, L'idéal de la grandeur dans la
philosophie païenne et dans la théologie chrétienne, Paris 1951, pp.
401-402.
[58] CC 62, 110-111: 27 julio 1934.
[59] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-IIae, C. 161, a. 3,
ad. 3.
[60] Ibidem
[61] CC 57, 116-118: 26 agosto 1931.
[62] CC 4, 320: 14 noviembre 1894.
[63] San Juan de Ávila, Audi, Filia, ob. cit., p. 165.
[64] CC 62, 349: 27 julio 1934.
[65] CC 1, 18: noviembre 1893.
[66] Fray Luis de Granada, Guía de Pecadores, ob. cit., Libro
Segundo, I Parte, c. IV.


[67] CC 7, 279-280: 19 agosto 1896.
[68] CC 7, 360: 1 octubre 1896.
[69] CC 11, 326-327: 4 noviembre 1899.


[70] CC 43, 67B-68A, 9 junio 1920.
[71] CC 13, 42: 6 mayo 1900.
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