HACER PATRIA, DEFENDER LA NACIÓN. EL ESPAÑOLISMO DE LOS LIBERALES MONÁRQUICOS EN EL REINADO DE ALFONSO XIII

July 9, 2017 | Autor: Javier Moreno-Luzón | Categoría: Catalan Studies, Liberalism, Nationalism, Spanish History, National Identity, Liberalismo
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HACER PATRIA, DEFE DER LA ACIÓ . EL ESPAÑOLISMO DE LOS LIBERALES MO ÁRQUICOS E EL REI ADO DE ALFO SO XIII Javier Moreno Luzón (Universidad Complutense de Madrid) Publicado en Javier Moreno Luzón (ed.), Izquierdas y nacionalismos en la España del siglo XX, Madrid, Fundación Pablo Iglesias, 2011, pp. 85-117.

El viernes 28 de junio de 1912, el diputado liberal Niceto Alcalá-Zamora obtuvo un sonado triunfo parlamentario. Con treinta y cuatro años, una edad bastante precoz para un político de la época, el discurso que pronunció ese día lo consagró como un gran orador, exuberante y eficaz al mismo tiempo. Los aplausos no sólo subrayaron sus afirmaciones dentro del salón de sesiones, sino que arreciaron después en los pasillos del Congreso. Entre quienes lo arropaban había muchos de sus correligionarios liberales, algo natural de no ser porque el joven tribuno se había empleado a fondo en atacar un proyecto del gobierno que presidía su propio jefe, José Canalejas. De modo que su actitud representaba un conato de disidencia en el seno de la mayoría, justificado por la importancia del asunto. Y es que Canalejas se había atrevido a proponer la creación de mancomunidades provinciales, es decir, de instituciones que agruparan a varias provincias para aunar esfuerzos y recibir delegaciones estatales sobre asuntos tales como las obras públicas, la educación o la beneficencia. Una reforma en la organización territorial del estado que quería contentar a los catalanistas y sublevaba a los adalides del españolismo, complacidos por la nueva estrella. Aquel discurso resumía algunos de los argumentos más queridos del nacionalismo liberal español durante el primer cuarto del siglo XX y transparentaba también sus debilidades. En nombre de las tradiciones de su partido, Alcalá-Zamora afirmaba con rotundidad que “los órganos del progreso son el municipio libre y el Estado soberano” y que toda entidad intermedia resultaba enemiga de ambos. El cariño por las regiones no se podía someter a expedientes administrativos, y menos aún a transferencias confusas. A su juicio, el proyecto gubernamental era regresivo porque evocaba periodos disolventes de la historia, se basaba en reivindicaciones medievales, concedía privilegios a Cataluña, podía suponer el crecimiento del influjo clerical y dejaba en manos de las mancomunidades competencias tan esenciales para la unidad de la patria como la enseñanza: “cuando nosotros hablamos de cultura nacional, de alma nacional, de educación cívica, no estamos haciendo concordancias vacías, de palabras sin sentido; estamos afirmando una altísima función pedagógica del Estado”. Si bien no cedía poderes soberanos sino sólo funciones secundarias, suponía la primera caída por una pendiente que desembocaría en graves conflictos para las siguientes generaciones. Por ello, don Niceto reclamaba la oposición de todos los liberales de la cámara, fueran monárquicos o republicanos. Y terminaba con una frase redonda, que declamó señalando a las estatuas de los Reyes Católicos que decoraban el hemiciclo: “Yo me siento sin poder, sin voluntad, sin derecho y sin fuerza para venir en una tarde de estío a decir: la historia de España está equivocada y hay que rectificar su rumbo, hay que rehacer la obra que por el amor y la previsión trazaron la más grande de las Reinas de Castilla y el más hábil de los Monarcas de Aragón”1. El partido liberal constituía la izquierda del sistema político de la Restauración y ocupaba una posición de centro-izquierda dentro del abanico de tendencias presentes en 1

Diario de las Sesiones de Cortes. Congreso de los Diputados (DSC), 28 de junio de 1912, en Niceto Alcalá-Zamora, Discursos, Madrid, Tecnos, 1979, pp. 73, 82 y 87.

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el parlamento a la altura de 1912. Desde los años ochenta del siglo XIX había aglutinado a diversas corrientes de estirpe revolucionaria y se había erigido en una de las dos grandes organizaciones que, de acuerdo con una trama sutil de normas constitucionales y prácticas filtradas por la experiencia, se alternaban en el gobierno bajo el arbitraje de la corona. Por lo que, a diferencia de otros grupos progresistas, tuvo numerosas oportunidades de aplicar sus programas desde el poder. Como su alter ego el partido conservador, y como el grueso de las fuerzas políticas que poblaban los regímenes liberales coetáneos en Europa y América, se componía de facciones personalistas afectas a un comportamiento clientelar. Es decir, se cimentaba en lazos entre patronos y clientes que intercambiaban favores, relacionados sobre todo con el acceso a los recursos públicos y –un rasgo más castizo—con el fraude electoral que permitía a cada ejecutivo fabricarse mayorías parlamentarias adictas. Lo que por entonces se conocía como caciquismo. Al igual que sus congéneres occidentales, los liberales españoles vivían en un entorno elitista, ajeno a la política de masas. Y que aquí se nutría de notables de las clases medias y altas cuya influencia procedía de un mundo rural y provinciano que aún predominaba tanto en el país como en la distribución de escaños en las Cortes. Del mismo modo, las luchas faccionales esterilizaban su labor gubernativa cuando no existía una jefatura aceptada por los mandarines del partido, como pasó entre 1905 y 1907, mientras que sus costumbres parlamentarias desconocían la disciplina partidista y permitían actitudes rebeldes como la de Alcalá-Zamora. En aquella ocasión se impuso el fuerte liderazgo de Canalejas, que consiguió una votación favorable a las mancomunidades en el Congreso, aunque su inmediata muerte en atentado terrorista sumergió de nuevo al liberalismo dinástico en interminables pugnas internas. Entre las convenciones que daban consistencia al sistema restauracionista figuraba el compromiso de los partidos gubernamentales con la estructura uniforme y centralizada del estado. Conservadores y liberales se beneficiaban de las disposiciones que subordinaban a los ministerios toda la administración a través de una cadena jerárquica que no reconocía la existencia de regiones ni una mediana capacidad de decisión a provincias y municipios. En su universo cultural permanecía vivo el recuerdo de lo ocurrido bajo la efímera república de 1873, cuando las insurrecciones de raíz federal habían traído el caos a algunos territorios, una referencia a la “locura cantonal” que asomó en el discurso de Alcalá-Zamora y que servía de vacuna contra posibles experimentos. Por otra parte, la Restauración había supuesto una repentina desmovilización política tras el intenso Sexenio revolucionario, lo cual había acarreado cierta dejadez a la hora de emprender tareas nacionalizadoras como las que asumían en aquellos momentos otros regímenes europeos cuyo ejemplo extremo se encarnaba en la tercera república francesa, empeñada en forjar una identidad nacional republicana. Había un amplio consenso en cuanto a la antigüedad y la solidez de la nación española – invocadas por don Niceto—y, como la política volvía a ser cosa de élites y rehuía la participación masiva, faltaban incentivos para que los responsables públicos abordaran estrategias coherentes y continuas de nacionalización. No era necesario hacer españoles porque ya estaban hechos por la historia; y tampoco ciudadanos, pues su implicación en el gobierno no parecía urgente y se abandonaba a un futuro indeterminado. Condicionantes que no excluían la presencia ocasional de fogonazos nacionalistas en la prensa y en la calle, caldeados por conflictos coloniales como el que culminó en la guerra con Estados Unidos de 1898. Sin embargo, la fulminante derrota en esa contienda estimuló una transformación del escenario político que, catorce años más tarde, explicaba el éxito de Alcalá-Zamora. Interpretado como una catástrofe que tocaba a lo más íntimo de la

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conciencia nacional, el desastre del 98 hizo de acicate para el nacionalismo y la nacionalización. Entre las élites políticas e intelectuales pasó a primer plano el lamento por el atraso español, un diagnóstico introspectivo y dolorido de los males de la patria que en muchos casos conllevaba la búsqueda de remedios para esa situación, de recetas que sacaran a España del marasmo y la convirtiesen en una nación desarrollada y poderosa. Es decir, proliferaron los proyectos regeneracionistas, animados por un impulso patriótico que, en sus versiones más divulgadas, exigía la fusión de las energías nacionales, el desmoche de los cacicazgos y la puesta en marcha de políticas que estimularan la economía y elevasen el desmedrado nivel educativo de los españoles. Las fórmulas acuñadas por Joaquín Costa, apóstol del regeneracionismo, resumían sus intenciones al denunciar el predominio de oligarcas y caciques y recomendar el avance basado en la mejora de la escuela y el aprovisionamiento de la despensa nacional. Si sus intentos de derribar el tinglado oligárquico fracasaron pronto, sus objetivos a largo plazo fueron asimilados por la mayor parte de la opinión. De hecho, el ímpetu regeneracionista penetró incluso en los partidos del turno, que se vieron compelidos a afrontar reformas. El liberal recogió algunos de los componentes más valiosos de aquel movimiento para poner sus esperanzas en un refuerzo del poder civil, dentro del cual destacaban herramientas nacionalizadoras como la enseñanza pública que blandía Alcalá-Zamora. En esa empresa contó con la ayuda de intelectuales progresistas, sobre todo de los aglutinados en torno a la Institución Libre de Enseñanza, donde convergía un hondo patriotismo español con la confianza en la educación como motor del cambio. Los institucionistas, cercanos al republicanismo moderado, alimentaron también las filas del monarquismo de izquierdas. Cuando hablaba don Niceto, la dirección general de primera enseñanza estaba a cargo de Rafael Altamira, un historiador identificado con la ILE que aspiraba a modelar ciudadanos españoles. Tras el asesinato de Canalejas, durante un tiempo pareció viable también la integración de los reformistas procedentes de la Institución en un régimen inclinado hacia el parlamentarismo democrático, aunque su entrada en un gabinete liberal hubo de esperar hasta 1922. Tan difícil o más que esa confluencia resultó la apuesta por tareas nacionalizadoras al estilo francés, pues los liberales españoles no abandonaron su predilección por las iniciativas privadas, los presupuestos equilibrados y los hábitos banderizos que producían gobiernos efímeros. Tampoco pudieron superar barreras imponentes que se levantaban ante ellos, como las ineficiencias crónicas de la maquinaria estatal y la firme oposición de las trincheras conservadoras y católicas. Por otra parte, el 98 terminó de abrir paso a la política de masas en España. El sufragio universal masculino, aplicado desde 1891 por iniciativa de los liberales, había creado las condiciones legales para ello. Y en el cambio de siglo, al calor del desprestigio en que se había sumido la política oficial, aparecieron en las grandes ciudades partidos modernos, capaces de movilizar a un electorado amplio, que desestabilizaron el entramado caciquil. La ciudad que tomó la delantera fue Barcelona, donde primero un republicanismo anticlerical y luego la Lliga Regionalista barrieron para siempre a los partidos dinásticos. El catalanismo, muy por delante del nacionalismo vasco en estos primeros pasos, experimentó un súbito crecimiento electoral y se situó con rapidez en el centro de la vida parlamentaria. Su irrupción obligó a los demás actores políticos a tomar postura respecto a demandas que desafiaban el orden territorial vigente en nombre del reconocimiento de otras singularidades nacionales. Más aún, les forzó a concretar sus conceptos de nación y de identidad nacional, no sobre la base de un cuerpo doctrinal bien articulado sino en mitad de los debates públicos y adaptándose a circunstancias cambiantes. Es decir, por medio de discursos más que de ensayos. En unos y otros, algunos liberales monárquicos –a

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menudo con un pasado regeneracionista –asumieron el papel de paladines de la unidad nacional frente a lo que juzgaban un desafío intolerable y se dedicaron a poner obstáculos en el camino del catalanismo. En esto se diferenciaban con claridad de los conservadores, más proclives a las regiones y próximos a una Iglesia que favorecía a los sectores católicos de los movimientos nacionalistas. Alcalá-Zamora no era en 1912 sino el portavoz de esas corrientes españolistas del liberalismo dinástico, moduladas conforme subió el listón de las exigencias catalanistas y, en menor medida, nacionalistas vascas. Corrientes que unas veces adoptaban la forma de resistencias gubernamentales y escaramuzas parlamentarias, y otras la de ofensivas en toda regla. Que tuvieron adeptos en la derecha del partido pero hallaron sus portavoces más significados entre personajes izquierdistas como Segismundo Moret, Santiago Alba, Antonio Royo Villanova o Gregorio de Balparda, convertidos en bestias negras de los nacionalismos subestatales. Esta rama liberal atizó discursos anticatalanistas y articuló intereses contrarios en Castilla, donde se dotó de una potencia movilizadora poco frecuente en los círculos monárquicos. Pero, como mostraba la insumisión de Alcalá-Zamora, el partido liberal estuvo dividido al respecto, pues en su seno pudo distinguirse también una minoría inclinada hacia un entendimiento con los catalanistas que limara las aristas más agudas del pleito y permitiese tomar aire a los liberales catalanes. La senda trazada por Canalejas fue seguida tras su desaparición por su heredero el conde de Romanones, que acabó defendiendo un estatuto de autonomía para Cataluña. De hecho, la cuestión catalana, un conflicto recurrente que marcó la vida política española y escindió casi todos los campos partidistas, introdujo algunas de las cuñas ideológicas más profundas en el frágil edificio del liberalismo monárquico, minado por la ausencia de una jefatura sólida. En 1913, el partido se fragmentó precisamente porque Romanones mantuvo el proyecto canalejista de mancomunidades, pendiente aún de ratificación en el Senado y cuya substancia recogieron en un decreto los conservadores unos meses más tarde. La izquierda dinástica estalló de un modo definitivo, por causas ajenas al contencioso nacional, en 1917. Pero su atomización llegó al límite cuando, con ocasión de los debates sobre la autonomía catalana de 1918-19, el propio Alcalá-Zamora fundó una facción independiente en compañía de un puñado de amigos nicetistas. No podía saber entonces el flamante jefe de grupo y ya exministro, cuya carrera se había levantado en buena medida sobre la defensa del españolismo, que años después habría de promulgar con su firma, como presidente de la segunda república, el estatuto catalán de 1932.

1.- El nacionalismo liberal español a comienzos del siglo XX En consonancia con el legado de un siglo de construcción nacional sostenida sobre bases liberales, los hombres de la izquierda monárquica creían en la existencia de una sola nación española, con fronteras y caracteres dibujados a lo largo del tiempo, que había decantado una identidad compartida entre sus miembros. En términos de AlcaláZamora, esta vez de 1916, España constituía “una personalidad natural, trazada en su territorio, circunscrita en la geografía, definida en la Historia, enlazada por la convivencia que engendra dolores y alegrías, con una conciencia que en su sentir se sobrepone a las mudanzas transitorias”2. Podían especular acerca de la época en que esa nación se había formado, preguntarse si ya se había prefigurado en tiempos antiguos o si había sido forjada por el estado durante la edad moderna. También cabían discrepancias 2

DSC, 14 de junio de 1916, en Discursos, p. 108.

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sobre la extensión de los impulsos patrióticos, que en opinión de Royo Villanova no admitía dudas, pues los españoles tenían una fe en la unidad nacional comparable a la de “los católicos en la Purísima Concepción”3; mientras su compañero de militancia Federico Santander detectaba en 1923 una enfermedad crónica en ese terreno, porque “España ha sido siempre –decía—tierra de patriotismo débil”4. En cualquier caso, la nación española se manifestaba entera y dotada de soberanía, la forma más elevada de poder político. De manera que los liberales empleaban un concepto histórico de nación, según el cual la historia servía de único baremo válido a la hora de otorgar a una comunidad humana semejante categoría. Los españoles, al cabo de centurias caminando codo con codo, habían desarrollado, a juicio del reformista Melquiades Álvarez, “una serie de intereses y de vínculos, engendrados por las necesidades de la vida común, por la labor cotidiana del Poder público, por las exigencias de la cultura”, que “fueron robusteciendo el sentimiento de la unidad nacional”5. “Vínculos –remachaba Canalejas— absolutamente indisolubles y perfectos”6. Esa trayectoria compartida estaba salpicada de episodios tristes y gloriosos. Como cuadraba a quienes se reconocían en los relatos elaborados por el progresismo decimonónico, estos políticos idealizaban los momentos que habían traslucido la lucha de los españoles por la libertad contra la tiranía, desde la rebelión de los Comuneros de Castilla ante el poderío emergente de los Austrias hasta la reunión de las Cortes de Cádiz, origen de la primera Constitución hispana. Pero sus mensajes nacionalistas enfatizaban sobre todo aquéllos que habían puesto de relieve la comunión entre españoles de diferentes procedencias geográficas y sociales, como la llamada Guerra de la Independencia. El Dos de Mayo en Madrid, los sitios de Zaragoza y el de Gerona, donde todos se habían fusionado en clamores patrióticos simultáneos para defenderse de los invasores extranjeros, probaban la pujanza de una nación ya conformada. En realidad, y de acuerdo con los modelos historiográficos cuajados durante el siglo anterior, la historia patria se resumía para estas élites en un proceso unificador, en el triunfo del poder estatal contra las tendencias centrífugas. Así, uno de sus capítulos culminantes se localizaba en la época de los Reyes Católicos, que se habían implicado plenamente en esos afanes al facilitar con su matrimonio el nacimiento de un solo estado. La suya había sido una monarquía comprometida con la nación y compatible con la libertad, justo lo que esperaban los liberales de la de Alfonso XIII. Aunque prefiriesen, como hacía Canalejas, a Fernando de Aragón, ejemplo de culto gobernante renacentista, frente a su esposa Isabel de Castilla, ensalzada por los medios confesionales. Además, en su reinado se había iniciado la gran epopeya nacional, la conquista de América. Desde entonces había continuado, inexorable e irreversible, el avance del centro sobre las entidades menores, y con él la desaparición de los particularismos regionales en el magma de la nacionalidad. Si algunos de ellos aún sobrevivían, eran restos del pasado que tarde o temprano se desvanecerían, “los andamios dentro de los cuales se levantó el suntuoso templo o la torre maravillosa –en expresión de Moret—, pero que hay que tirar a toda prisa una vez que se ha consumado

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Antonio Royo Villanova, El problema catalán, Madrid, Victoriano Suárez, 1908, p. 168. Federico Santander Ruiz-Giménez, Las enfermedades del patriotismo, Valladolid, Imprenta Castellana, 1923, p. 8. 5 DSC, 1 de julio de 1916, en Melquiades Álvarez, Antología de discursos, Oviedo, Junta General del Principado de Asturias, 2001, p. 270. 6 José Francos Rodríguez, La vida de Canalejas, Madrid, Revista de Archivos, 1918, p. 439. 4

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la obra”7. Una ley universal que apuntaba, más allá del estado nacional, a un horizonte europeo y cosmopolita. Con la historia como principal referente, dentro de aquel concepto de nación pesaban también, en paralelo a lo que ocurría en otros nacionalismos europeos, diversos elementos culturales. Si para los nacionalistas católicos la esencia de la patria se hallaba en la religión, los liberales la encontraban a menudo en la lengua castellana. Aunque no en la misma medida que otros nacionalistas peninsulares, ciertos abanderados del españolismo, dejándose conquistar por los frutos tardíos del romanticismo a la alemana, veían en el idioma la síntesis del espíritu patrio. O, en frase de Royo Villanova, “la expresión espiritual de la unidad nacional de España”8. Lo cual no suponía un mérito menor, ya que venía avalado por el prestigio de una literatura excelente. Según el periodista y antiguo parlamentario liberal José Ortega y Munilla, el castellano era “el mayor alarde de genio que han dado los hombres”, que predominaba sin casi proponérselo: “¿Qué culpa tenemos nosotros, los castellanos, de que nuestros bisabuelos y sus sucesores hayan creado un olimpo inmortal (...)?”9. Su héroe era Miguel de Cervantes, que a comienzos del siglo XX coronaron como el escritor español por excelencia, el que mejor había captado el alma nacional en su obra maestra, Don Quijote de la Mancha. Cervantes y el Quijote, carta de presentación de la patria en el exterior, enlazaban en el imaginario nacionalista con el hispanoamericanismo, la gran misión internacional que se propusieron los intelectuales y políticos del periodo. Una tarea basada en las representaciones de una gran comunidad, la raza hispanoamericana, que España podía encabezar pese a sus escasas fuerzas económicas porque se alimentaba de su herencia cultural, contenida en la lengua de Cervantes. Si el castellano era el idioma nacional, Castilla se concebía como el núcleo fundamental de la nación. Distintos esfuerzos intelectuales confluían en el cambio de siglo para identificar España con Castilla, con su paisaje solemne y sus campesinos austeros, hidalgos desprendidos que quintaesenciaban el carácter idealista de los españoles. Reflexiones que podían encontrarse en las obras literarias noventayochistas y en las exploraciones alentadas por la Institución Libre de Enseñanza, que ubicaban en la sierra del Guadarrama la espina dorsal de España. Los políticos transparentaban a veces estas mismas ideas, pero preferían ceñirse a aquella concepción historicista que ponía el énfasis en el desenvolvimiento temporal de la patria, dentro del cual, eso sí, correspondía a Castilla el lugar de honor. Pues los castellanos habían fundado la nación, habían trazado su rumbo y se habían entregado a su causa, aglutinando lo mejor de las otras zonas peninsulares y transfiriendo sus rasgos característicos al conjunto. En palabras de Álvarez, así había adquirido España “un fondo común étnico que constituye la sustancia de esta amplitud de pensamiento y de conducta”10. La nación española en la que depositaban su fe los liberales descansaba pues en la sólida legitimidad que proporcionaba la historia, madre de la conciencia común. Por eso podían permitirse criticar a quienes confiaban en expresiones artísticas de menor fuste para crear emociones, pues, según concluía Canalejas, “la Patria no la ha hecho la Literatura; la hacen los hechos, un sentimiento general, un tejido de sentimientos y solidaridades en la Historia”11.

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Segismundo Moret y Prendergast, Centralización, descentralización, regionalismo, Madrid, Eduardo Arias, 1900, p. 25. 8 Antonio Royo Villanova, “La autonomía y el idioma”, Abc, 25 de febrero de 1919. 9 José Ortega y Munilla, “Rasgos de España. La perseguida”, Abc, 23 de enero de 1919. 10 DSC, 20 de junio de 1907, en Álvarez, Antología, p. 64. 11 Francos, La vida de Canalejas, p. 413.

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Ahora bien, el nacionalismo liberal contaba asimismo con una preocupación legalista y cívica. Después de todo, esa nación moldeada por la historia realizaba sus fines a través de instituciones que garantizaban, con unas mismas leyes, los derechos de los individuos que la componían. Y es que los tramos más recientes de esa trayectoria compartida se habían distinguido por la conquista, a base de insurrecciones y guerras civiles, de libertades irrenunciables, cuya custodia correspondía al estado nacional soberano. Cualquier forma de colectivismo, aunque viniera impuesta por las circunstancias, no debía poner en peligro esos logros, puesto que no existía, en opinión de Royo, “nada superior al derecho del hombre”12. La organización estatal había tendido a la uniformidad, aunque el liberalismo aconsejaba también fórmulas descentralizadoras. No en vano los progresistas españoles del siglo XIX se habían distinguido de sus oponentes los moderados por defender el municipio libre, apto para la participación ciudadana. El centralismo impuesto por los gobernantes conservadores que habían diseñado la administración ochocentista resultaba absorbente y contrario al disfrute de las libertades individuales. Una cosa era aprovechar sus ventajas cuando se trataba de orquestar elecciones fraudulentas desde el ministerio de la Gobernación, y otra distinta declararlo como ideal de futuro. Algunos liberales afectos a la ILE, además, se veían influidos por el organicismo de raigambre krausista que contemplaba la realidad como una concatenación de esferas autónomas –el individuo, la familia, el municipio, la provincia, la región, la nación—y estaban dispuestos a impulsar procesos descentralizadores. Siempre que se respetaran tanto la soberanía estatal como los derechos individuales. El ambiente regeneracionista exacerbó las demandas de reforma de las administraciones locales, las más corruptas y consideradas por la mayoría como un antídoto para cualquier acercamiento de los ciudadanos a los asuntos públicos. Los municipios y las provincias, aherrojados por los burócratas centralistas, servían a los intereses electorales del gobierno y a cambio quedaban a merced de los caciques. Por ello, el caciquismo sólo podía desaparecer si se emancipaban. Un argumento que convirtieron en punta de lanza de su programa los nuevos conservadores que encabezó Antonio Maura, pero que los liberales de distintos colores también utilizaron. Por ejemplo, Canalejas pensaba que sólo la descentralización administrativa daría un “golpe de muerte al caciquismo, al torpe caciquismo que favorece las malas pasiones en los pueblos y que mantiene la inútil y absorbente burocracia madrileña”13. Moret, un krauso-institucionista que disputó la jefatura del partido y lo dirigió desde 1907 hasta que perdió el gobierno en 1910, presentó a lo largo de su carrera, desde el departamento de Gobernación, varios proyectos descentralizadores. En ellos se introducían medidas como la separación entre las funciones electorales y las municipales, para descargar a los alcaldes de las presiones electoreras, y el deslinde y saneamiento de las haciendas locales, muy castigadas desde la época en que los progresistas habían desamortizado sus bienes. Ninguno llegó a buen puerto. La descentralización que propugnaban los liberales confiaba en el municipio y recelaba tanto de la provincia como de la región, que cabía contemplar pero sólo a partir de la previa constitución de ayuntamientos autónomos. Sus planes para descongestionar la administración central, con los que contestaban habitualmente a las exigencias de los catalanistas, llegaban más o menos lejos, pero casi siempre se estructuraban de abajo a arriba. Si no se tenía en cuenta ese sentido ascendente de los cambios –seña de identidad de la izquierda que compartía Maura, antiguo liberal—se engendrarían nuevos tiranos, diputaciones o entes regionales que sustituirían el centralismo estatal por otros 12 13

Antonio Royo Villanova, Las bases doctrinales del nacionalismo, Madrid, Jaime Ratés, 1917, p. 29. Francos, La vida de Canalejas, p. 181.

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centralismos peores y terminarían por fagocitar la vida local. Cuando pareció inevitable la concesión de autonomía a Cataluña y el País Vasco, los liberales insistieron en que la iniciativa de las soluciones autonómicas arrancara del ámbito municipal, no –advertía Santiago Alba—de “organismos artificiosos, cargados de culpas y de abusos en todas las regiones de España, como las Diputaciones y la Mancomunidad, que en Cataluña es su expresión”14. Ese mismo sentido ascendente afectaba a las identidades territoriales, que enlazaban el afecto por la patria chica con el amor por la patria grande y derivaban en una suerte de doble patriotismo. O, dicho con la prosa de Royo, “la compatibilidad naturalísima y corriente que todo español encuentra entre su vecindad local y regional y su nacionalidad política”15. Los liberales podían negarse a admitir las aspiraciones regionales con la tesis que esgrimía el arquitecto del partido y su jefe indiscutible durante la primera Restauración, Práxedes Mateo Sagasta, en 1901: “en España no hay regiones, no hay más que provincias”16. Lo cual no impedía que en sus filas subsistieran algunas tradiciones regionalistas y fueristas del XIX. Pero en ellas predominaba la impresión de que las regiones, abocadas a desaparecer conforme a las leyes del progreso, pertenecían al orden sentimental más que al político. El diputado gallego Eduardo Vincenti, uno de los liberales más proclives al regionalismo, declaraba que “el ¡Viva España! a mí me entusiasma y el ¡Viva Galicia! me conmueve. Este es un sentimiento y el otro es una idea”17. Como máximo, y ante las obligaciones derivadas de la práctica política, podían llegar a reconocerse órganos regionales pujantes. El tope lo marcaba el mantenimiento de la soberanía del estado nacional: “una en la esencia, plena en los atributos, íntegra en el contenido, indestructible en los vínculos, libérrima en el ejercicio, inapelable en las decisiones”, como enumeraba Alcalá-Zamora18. Ser nacionalista no implicaba necesariamente, para estos liberales, ser centralista; pero sí una adhesión incondicional al estado soberano, lo cual trazaba una frontera infranqueable entre ellos y los movimientos periféricos. En definitiva, su postura podía resumirse de este modo: descentralización, sí; cesiones de soberanía, no. El estado soberano debía, además, fortalecerse todo lo posible. La crisis del 98 animó a la izquierda del liberalismo español a afirmar las prerrogativas del poder civil y a ampliar sus capacidades. “Si hay en la hora presente algún apoyo donde sentar el pie con firmeza para la reconstitución de la Patria es, a mi juicio, la soberanía del Estado”, sentenciaba Canalejas19. Frente a sus contrarios, como una Iglesia tan influyente en la cultura nacional como apegada a principios antiliberales. Y en pro de una actividad pública que, ante lo frágil y escaso de la sociedad civil española, alentara la inaplazable modernización del país. Aunque unos superaron sus reticencias individualistas más que otros, y ninguno lo hizo del todo, los liberales se convencieron de que los poderes públicos tenían que afrontar nuevas tareas. A ello les ayudaron los ejemplos del nuevo liberalismo europeo, que en Gran Bretaña, Francia e Italia promovía la intervención estatal con el fin de favorecer la igualdad de oportunidades entre los individuos, captar la lealtad de las clases trabajadoras a los regímenes parlamentarios y evitar de esa forma su marcha hacia una hipotética revolución proletaria. En España sus adalides más 14

“El pleito autonomista. La Comisión estudió ayer el estatuto vasco”, El Imparcial, 15 de enero de 1919. Antonio Royo Villanova, “Prólogo” a Enrique Prat de la Riba, La nacionalidad catalana, Valladolid, Imprenta Castellana, 1917, p. 39. 16 DSC, 29 de noviembre de 1901, en Práxedes Mateo Sagasta, Discursos parlamentarios, Madrid, Congreso de los Diputados, 2003, p. 1272. 17 DSC, 12 de febrero de 1909, en Eduardo Vincenti y Reguera, Política pedagógica, Madrid, Hijos de M.G. Hernández, 1916, p. 510. 18 DSC, 10 de diciembre de 1918, p. 3461. 19 Francos Rodríguez, La vida de Canalejas, p. 436. 15

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conspicuos salieron de la democracia anticlerical, como Canalejas, y del institucionismo krausista, donde aquél buscó a sus colaboradores para una política social avanzada. O bebieron del regeneracionismo inspirado por Costa que, camino del partido liberal, había recalado en el ala más abierta del conservador, como el periodista Rafael Gasset, ministro de Fomento en varios gabinetes y encarnación de la política hidráulica; y Alba, quien, como responsable de Hacienda, representó mejor que nadie la aspiración a contar con un erario bien dotado de ingresos fiscales y capaz de propulsar una economía potente. Fuera motor, coordinador o mero cauce de las propuestas privadas, el estado tenía que contribuir a la galvanización de las energías nacionales, lo que suponía fomentar la identidad y el orgullo de los españoles mediante políticas activas, nacionalizadoras, a la vez que se salvaguardaba la unidad de la nación.

2.- Políticas nacionalizadoras Muchas de las actitudes de los liberales en el reinado de Alfonso XIII podían atribuirse a su sensación de encontrarse en minoría. Es decir, a su convencimiento de que la mayor parte de la sociedad española no estaba imbuida de los valores que ellos asociaban con la modernidad sino que, por el contrario, permanecía apática o, peor aún, atada a un catolicismo reaccionario que le impedía aproximarse a otros países occidentales. Esa meta europeizadora no exigía a su juicio una hecatombe que conmoviera los cimientos de la monarquía o acabase de golpe con los vicios caciquiles, como creían algunos regeneracionistas, pero sí la puesta en marcha de algunas políticas que a la larga transformaran a los españoles en individuos prósperos y libres, ciudadanos conscientes y buenos patriotas. Sólo así se iría secando la planta del caciquismo, que se nutría de la ignorancia, y se abriría paso una democratización gradual del régimen, que disfrutaría por fin de apoyos amplios y se salvaría de las amenazas revolucionarias. En el fondo, esos afanes se resumían en un adagio nacionalista: hacer patria. Pues el patriotismo, entendido al modo liberal, proporcionaría el combustible imprescindible para avanzar. El estado debía respaldar pues las empresas nacionalistas que surgieran del mundo asociativo y suplir sus carencias. Unas miras que se notaron en ámbitos muy diversos, desde políticas culturales que avaloraban el patrimonio nacional hasta una acción exterior orientada a colocar a España en un lugar visible. La respuesta liberal al 98 se concentró en la enseñanza pública. Si España tenía que salir del atraso, su situación educativa –con un 60% de analfabetos y una buena porción de los centros docentes en manos de las órdenes religiosas, tenidas por avanzadillas de la reacción—resultaba inadmisible. Sólo el estado podía combatir esas lacras, pero, para admitirlo, intelectuales y políticos se veían forzados a abandonar su querencia por las fundaciones privadas y a abrazar intervenciones de las que habían recelado desde antiguo. Algo especialmente significativo entre los hombres de la Institución Libre de Enseñanza, que, concienciados de las necesidades patrias, colaboraron con intensidad en los proyectos del partido liberal, muy activo en este campo durante los tres primeros lustros del siglo. De su mano, los ministros de Instrucción Pública dieron un empujón a las escuelas nacionales y a la investigación, centrándose en la mejora de las condiciones formativas y laborales de los maestros, cuyos haberes incorporaron al presupuesto estatal; y en la creación de organismos innovadores que, como los de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, metamorfosearon la ciencia española. Lo cual exacerbó las batallas entre los

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católicos, celosos de su anterior predominio, y los liberales, a quienes acusaban de jacobinos y sectarios. En el terreno de la nacionalización, el interés por la pedagogía de los gobernantes monárquicos de izquierdas había comenzado antes del desastre y se acentuó después. De acuerdo con las prácticas de otros estados, sobre todo de Francia, los maestros habían de promover el patriotismo. Lo refrendaba Canalejas cuando en 1911 afirmaba que “no consentir(ía) que el Cuerpo docente, en cualquiera de sus manifestaciones, dej(ase) de inculcar a los alumnos el amor a España”20. O su director general de Primera Enseñanza, Altamira, al invocar la necesidad de “formar ciudadanos en quienes vibre el sentimiento de la disciplina social y del amor a la patria21. Una inquietud duradera que se reflejó en distintas medidas, que oscilaron entre la inmersión de los niños en la cultura española, como querían los institucionistas, y episódicas disposiciones autoritarias. Por ejemplo, la introducción del culto a los símbolos nacionales en la enseñanza primaria. Ya en 1893, el director general de Instrucción Pública, Vincenti, había establecido la presencia del escudo y de la bandera nacionales en la fachada de todas las escuelas estatales, donde se izaba al comienzo de la jornada y se arriaba al final. Los niños tenían que desfilar ante ella y saludarla, y sus profesores orquestar los correspondientes homenajes. Otro gabinete liberal, en 1906, convocó un concurso para aprobar una salutación oficial a la enseña. La composición premiada, de Sinesio Delgado, había de fijarse en las paredes de las aulas para que fuera recitada como las oraciones religiosas, y se cantaba a veces con la música de la Marcha Real. Comenzaba así: “Salve, Bandera de mi Patria, salve/y en el alto siempre desafía el viento/tal y como en triunfo por la tierra toda/te llevaron indómitos guerreros”22. No era precisamente un cántico civilista, sino que asociaba nacionalismo y ejército, en sintonía con el papel asumido por los militares como guardianes de la unidad nacional contra los desafíos catalanistas. De hecho se utilizó, tanto o más que en los colegios, en las juras de bandera de los soldados. Los contenidos nacionalistas se transmitían también en las asignaturas que se incluyeron en los nuevos planes de estudio. El ministro Álvaro de Figueroa, conde de Romanones, aparte de centralizar el pago a los maestros, reformó en profundidad la primera enseñanza en 1901 con un plan que, aplicado con parsimonia y vigente hasta 1937, extendió la obligatoriedad de los nueve a los doce años, igualó a niños y niñas, adoptó una estructura cíclica e incorporó materias como Geografía e Historia, que por importante que pareciera a los españolistas no se impartía como tal hasta entonces; Rudimentos de Derecho, una especie de instrucción cívica; y Canto, que solía difundir canciones patrióticas. En la enseñanza media, donde la Geografía y la Historia de España estaban presentes desde mediados del siglo XIX, los liberales habían insertado en 1894 unas Nociones de Derecho Usual que Romanones denominó en 1901 Ética y Rudimentos de Derecho, disciplina que, con algunos cambios, sobrevivió hasta 1934. Además, los libros de lectura aprobados por el Consejo de Instrucción Pública siguieron desgranando lecciones de patriotismo con un creciente sesgo militarista, pues en el reinado de Alfonso XIII abundaron los títulos a cargo de veteranos u oficiales, e incluso se estimuló el empleo en las escuelas de cartillas pensadas para los reclutas. De una u otra forma, a la historia se le suponía un valor excepcional como instrumento nacionalizador, seguida por los retazos de civismo de la formación jurídica.

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Francos, La vida de Canalejas, pp. 575-576. Rafael Altamira, Psicología del pueblo español, Madrid, Biblioteca Nueva, 1997 (1ª ed. 1902; 2ª ed. 1917), p. 195. 22 Himno a la Bandera. Sobre la música de la Marcha Real Española, Madrid, s.e., 1906. 21

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En ausencia de manuales oficiales o únicos, la historia de España que se enseñaba dependía por completo de cada centro y de cada profesor, aunque solía responder al canon fijado por las historias generales del Ochocientos. La mayoría de los textos recomendados seguían la singladura de los pueblos de la Península Ibérica como un proceso imparable hacia la unidad conseguida por los Reyes Católicos: “Juntáronse luego Castilla y Aragón, fue conquistado el reino de Granada y desde entonces ESPAÑA existe unificada en una sola nación”, concluía un libro de primaria con varias ediciones23. Aunque el hilo conductor más repetido se encontraba en la constante defensa, frente a toda clase de invasores, de su independencia por parte de los españoles, idénticos a sí mismos desde la antigüedad hasta la guerra contra Napoleón. Zaragoza y Gerona, equiparadas a los holocaustos antiguos de Sagunto y Numancia, demostraban que el carácter nacional, aguerrido e insobornable, había mantenido su vigor durante cientos de años. Si los autores católicos subrayaban la dimensión religiosa de ese devenir, de la Reconquista a la lucha contra los turcos; los inclinados hacia el liberalismo gustaban de detenerse en las Cortes medievales. Los más avanzados se adentraban en el siglo XIX y, de acuerdo con enfoques recientes como el que propugnaba Altamira, no sólo relataban los hechos políticos sino que adjuntaban comentarios sobre la civilización española, es decir, sobre las instituciones, la sociedad, la economía y la cultura de cada época. En general, se ceñían a su propósito de excitar el ánimo patriótico revisando un pasado lleno de hazañas heroicas, de reyes sensatos o impotentes cuya conducta determinaba el destino de España; en un relato salpicado de hitos memorables, de frases célebres pronunciadas por los grandes hombres y de gritos de libertad lanzados por el pueblo que retumbaban más allá de las fronteras. La historia enseñaba a identificarse con España, pero, en opinión de muchos liberales, también hacía falta una educación cívica que mostrase a los ciudadanos sus derechos y obligaciones. Según el presidente Canalejas, “mientras no arraiguen los deberes de la ciudadanía en la conciencia de los españoles (…) no se habrá realizado la obra íntegra de la rectificación total de la Sociedad española”24. En los manuales aparecidos para cubrir la demanda de Rudimentos de derecho, adaptados a las diferentes edades, se resumía el orden legal del país, comenzando por los preceptos de la Constitución de 1876, y se especificaba en qué consistía el comportamiento cívico. Algunos políticos liberales, catedráticos de instituto o de universidad, escribieron libros para el bachillerato que solían sintetizar las distintas ramas del derecho, como una iniciación a la carrera universitaria. Para los niveles inferiores, lo habitual era una estructura de preguntas y respuestas, a la manera de un catecismo que los niños debían aprender de memoria. Con ello, sus autores trataban de equiparar las nuevas enseñanzas con la doctrina cristiana. Como en la Cartilla del ciudadano publicada por un magistrado liberal de Segovia en 1901, que rezaba así: “P. “¿Después de Dios, a quién hemos de amar en primer término? R. A la Patria, que es ESPAÑA. P. ¿Qué deberes tenemos para con la Patria? R. (Es) una obligación dar nuestra sangre y dinero por ella, es decir, lo más caro para nosotros. P. ¿Qué es el sentimiento patrio? R. El patriotismo, o amor a la Patria, que se siente mejor que se explica. Entre españoles ese sentimiento no se discute; como en 23

Miguel Porcel Riera, Historia de España. Grado elemental, Palma de Mallorca, Guasp, 1922 (1ª ed. de 1899), p. 14. Mayúsculas en el original. 24 José Canalejas, El Partido Liberal, Madrid, Establecimiento Tipográfico Editorial, 1912, p. 212.

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los hijos no se discute el amor a los padres, ni en los padres el amor a los hijos (...). P. ¿Y ese sentimiento por la Patria puede haber alguna razón para que se debilite? R. No; la Patria, como la familia, el Municipio y la Provincia no ofenden (...). P. ¿Debemos, por tanto, sacrificarnos por la Patria? R. Indudablemente; y tan es así, que no hay nación que haya tenido más héroes que España para lograr su independencia y libertad”25. Ese patriotismo, amasado con sacrificios más que con derechos, era el ingrediente básico de la ciudadanía liberal. El escritor Ciro Bayo, en un libro de texto dedicado a Eduardo Vincenti, lo dejaba bien claro: “el que es buen patriota, es buen ciudadano”26. Los deberes de cualquier español con su nación se condensaban en tres: el voto, el servicio militar y el pago de impuestos. A los niños se les incitaba a prepararse para votar de una manera consciente, sin dejarse sobornar. Pues, decía Vincenti, “no se concibe que en un país regido por el sufragio universal, haya ciudadanos que no se den cuenta de su misión”27. El paso por el ejército se presentaba como parte de la obligación sagrada de defender de escarnios y ultrajes a la patria, comparada siempre con una madre. Y, según el profesor y diputado liberal Baldomero Argente, “los beneficios de toda índole que del Estado recibimos nos obligan, en justa retribución, a contribuir a su sostenimiento”28. Era fácil que, con premisas como éstas, que abogaban por obedecer a las autoridades y remitían al régimen monárquico, los liberales coincidieran con muchos conservadores. Pero no con aquéllos que rechazaban el estado docente y preferían confiar la socialización de la juventud a la Iglesia. El jesuita Ramón Ruiz Amado, flagelo de la política educativa liberal, opinaba en un manual de Educación cívica que el verdadero civismo se basaba en la enseñanza religiosa y moral, y que “la nacionalización de la Escuela popular es característica de los Gobiernos despóticos”29. La enseñanza cívica padecía bajo la Restauración de contradicciones casi insuperables. ¿Cómo podía pedirse a los ciudadanos que participaran en las elecciones, si éstas se falseaban sistemáticamente por los mismos gobiernos obligados a velar por su limpieza? ¿Resultaba legítimo reclamar a los españoles que sirvieran en el ejército cuando las normas de reclutamiento permitían evadir el servicio a quienes pagasen ciertas cantidades? ¿Y cabía esperar lealtad de los contribuyentes a un estado ineficaz, financiado con tributos que perjudicaban sobre todo a los consumidores con menos recursos? Los políticos liberales creían que el caciquismo y sus consecuencias fraudulentas sólo desaparecerían con una mayor implicación ciudadana en los procesos electorales, algo que no se tradujo por su parte en la búsqueda del voto masivo. Respecto al ejército y a los impuestos, durante el gobierno canalejista, entre 1910 y 1912, aprobaron sendas leyes para implantar el servicio militar obligatorio, con excepciones en tiempos de paz; y abolir el impuesto indirecto más odiado, el de consumos. Ambas medidas pertenecían al acervo cultural de la izquierda y se entendían como pasos adelante en la nacionalización de la monarquía. Por lo que tocaba a la 25

Felipe Gallo Díez, Cartilla del ciudadano, Segovia, Diario de Avisos, 1901, p. 54. Mayúsculas en el original. 26 Ciro Bayo, 1ociones de instrucción cívica, Madrid, P. Orrier, 1905, p. 13. 27 Eduardo Vincenti, La educación popular, Madrid, Hijos de M.G. Rodríguez, 1911, p. 147. 28 Baldomero Argente y del Castillo y Alfonso Retortillo y Tornos, Deberes éticos y cívicos y Rudimentos de Derecho, Madrid, Galo Sáez, s.a., 8ª edición, p. 53. 29 P. Ramón Ruiz Amado, Educación cívica, Barcelona, Librería Religiosa, 1918, p. 43.

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educación, la mejora continua de los salarios del magisterio no supuso en ningún caso que hubiera maestros y aulas suficientes. La precariedad de locales y medios hacían dudosos los resultados de estas empresas nacionalizadoras, más aún por cuanto los católicos militantes rechazaban las instrucciones liberales como intentos de descatolizar a los españoles. No obstante, el analfabetismo disminuyó paulatinamente y cabría suponer que, a largo plazo y en unas u otras versiones, la nación caló entre los escolares. Al lado de la escuela, las élites liberales confiaron en otras herramientas nacionalistas. La confección de una imagen de Alfonso XIII como rey moderno, liberal y atento a la opinión pública, compenetrado con el progreso de la patria, fue una de ellas. Otra, muy presente en los quince primeros años de la centuria, fue la convocatoria de conmemoraciones patrióticas, que ponían de manifiesto la grandeza de la historia y la cultura españolas y unían a los ciudadanos en torno a mitos nacionales para insuflar aliento a la obra colectiva de regenerar España. Tampoco este empeño estaba exento de polémicas, porque algunos intelectuales liberales, como los institucionistas, rechazaban este tipo de fiestas como síntoma de un patrioterismo retórico y superficial, y apostaban más bien por un patriotismo auténtico, callado, que se ocupara de la formación y el trabajo y, cuando se asomase a la historia nacional, lo hiciera para comprenderla más que para festejarla. En todo caso, el entusiasmo de algunos medios periodísticos, de asociaciones de distinta índole y de las fuerzas vivas locales embarcó a los gobernantes en una verdadera centenariomanía, en la cual se implicó con especial ahínco la izquierda dinástica, confluyendo a menudo con la republicana. Nada más comenzar el reinado, el tercer centenario de la publicación del Quijote en 1905 dio lugar a una efeméride nacionalista que enfatizaba, por un lado, la categoría mundial de esta obra, patrimonio espiritual de la patria; y, por otro, su carácter pedagógico, pues de ella todos podían extraer lecciones para el presente. Canalejas, por ejemplo, argumentó que la España de su tiempo, igual que el personaje que la encarnaba, “recobra la razón, vuelve sobre sí misma, atiende a restañar tantas heridas y quebrantos y tantos gérmenes de decadencia”30. Iniciada por periodistas del diario El Imparcial de la familia Gasset, como Mariano de Cavia, la conmemoración se volcó en ciclos de conferencias, ediciones especiales, procesiones cívicas, exposiciones, monumentos y veladas por todo el país. Un esquema que se repitió en la preparación del centenario de la muerte de Cervantes en 1916, suspendido por la Gran Guerra. Incluso hubo actos en Cataluña, donde los regionalistas rechazaron aquella exaltación nacionalista española. En ese contexto, los liberales se significaron ante todo por su voluntad de introducir el Quijote en las escuelas. Eduardo Vincenti, el parlamentario que propuso su imposición, urgía a que “el niño aprenda las maravillas de nuestra lengua en ese libro incomparable”31. Con ello no sólo perfeccionaría su conocimiento del idioma, sino que asimilaría ideas de caridad, justicia y honor. Vincenti publicó una edición escolar de la novela, recomendada por las autoridades, aunque su lectura obligatoria tuvo que aguardar decretos posteriores de ministros liberales, como los de Alba en 1912 y el albista Natalio Rivas en 1920. Pese a las prevenciones católicas ante libro tan desenvuelto, y a las dudas de quienes comprobaban su escasa utilidad didáctica, el Quijote entró en las aulas. Pero la gran ocasión patriótica se presentó con el centenario de la Guerra de la Independencia, entre 1908 y 1914. Los liberales, más comprometidos con él que los conservadores, otorgaron desde el gobierno y el parlamento fondos para las fiestas. Los resultados más brillantes se obtuvieron en Zaragoza, cabeza de una amalgama de 30

José Canalejas, “Don Quijote y el Derecho” (1905), en Nuria Martínez de Castilla Muñoz (ed.), Don Quijote en el Ateneo de Madrid, Madrid, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, 2008, p. 365. 31 DSC, 10 de marzo de 1904, en Vincenti, Política pedagógica, p. 342.

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celebraciones en la que cada localidad resaltaba su propia aportación a la epopeya antinapoleónica; y en Cádiz, que a la suya añadía el recuerdo de los albores del parlamentarismo español. En ambas ciudades se notaba el influjo de Segismundo Moret, gaditano y diputado por la capital aragonesa, que gracias a él obtuvo el patrocinio oficial. En sus discursos, Moret alabó la unanimidad con que la raza entera había tomado parte en la defensa nacional que simbolizaba Zaragoza, y repasó en Cádiz las glorias patrias que habían culminado en la guerra contra Napoleón, cuando la nación “estaba en pie”32. Sobre otros mensajes se imponía la memoria de los héroes, útiles para inflar la autoestima de los españoles contemporáneos, pues procesiones, estatuas, himnos, obras de teatro y hasta alguna ópera ensalzaban sus virtudes. Frente al relato católico, que recordaba los desvelos de aquellos luchadores por la religión y la monarquía absoluta; la izquierda entendía a la nación como pueblo –igual que los Episodios nacionales, de Benito Pérez Galdós, protagonista de las conmemoraciones— y la personificó en las heroínas que, abandonando sus quehaceres cotidianos, se habían sacrificado por la libertad nacional. Y todo ello en mitad de los debates con los catalanistas, que en 1908 prefirieron celebrar, con el respaldo del presidente Maura, el séptimo centenario del rey Jaime I, considerado el padre de la nacionalidad catalana. Los liberales favorecían asimismo, junto al orgullo retrospectivo, una visión prospectiva del centenario, representada por la Exposición Hispano-Francesa que impulsó la burguesía regeneracionista, republicana y liberal de Zaragoza, donde se enterró la xenofobia tradicional para consagrar una nueva amistad con Francia y –a través de ella—con la Europa progresista. Aunque la parte más conflictiva de estas rememoraciones se hallaba en las Cortes de Cádiz, que tanto para el liberalismo monárquico como para el republicano habían mecido la cuna de sus respectivos ideales. En el caso del primero, que hablaba esta vez por boca de Romanones, porque los doceañistas habían dado con “una expresión feliz de lo que es uno de los sistemas más perfectos por que se rigen los pueblos: la Monarquía constitucional”33. En cambio, para la derecha confesional aquel episodio había traído la victoria de principios extranjeros y disolventes de la auténtica unidad patria, como la libertad de prensa y el descreimiento, por lo que no había nada que celebrar. Pese al empeño liberal en negar la naturaleza extranjerizante del parlamento gaditano –“ El grito de ¡Cortes! de los españoles del tiempo de Fernando VII, aprendiéronlo en las Cortes de Castilla”, proclamaba Moret34—la conmemoración careció de consenso. Fuera con la enseñanza o con las conmemoraciones, o con otros medios como los ligados a la corona y al ejército, la izquierda monárquica emprendió a comienzos del siglo XX diversas políticas nacionalizadoras. En ellas pudo constatarse su voluntad de hacer intervenir al estado en la formación de españoles y en la siembra de un patriotismo activo, a la busca de cimientos más hondos para el régimen constitucional y de contrapesos ante las amenazas separatistas. En la práctica, sus proyectos, lastrados por las carencias estructurales de aquella administración, dependieron del apoyo particular y de las iniciativas locales, y se vieron frenados por el prurito de respetar las libertades individuales y la preeminencia de la sociedad civil. Carentes de la legitimidad que les habría otorgado un respaldo mayoritario conseguido en elecciones libres, tropezaron con contradicciones internas y con una radical oposición de los elementos más beligerantes de la Iglesia, con bases y amarres poderosos más que sobrados. Sin

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Abc, 20 de marzo de 1912. J. Gómez Bardají, J. Gómez Bardají y J. Ortiz de Burgos, Crónica del Centenario de la instalación de las Cortes Generales y Extraordinarias llamadas de Cádiz, Madrid, Anales Parlamentarios, 1912, p. 75. 34 Abc, 6 de octubre de 1912. 33

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embargo, los liberales estaban dispuestos a convertirse, desde las instituciones públicas, en el último bastión del españolismo frente a sus enemigos.

3.- Defensa de la unidad nacional frente al desafío catalanista Las posiciones de los monárquicos de izquierdas ante el catalanismo se definieron en sucesivas campañas políticas, en las cuales se ampliaban las demandas catalanistas, se acentuaba el enfrentamiento entre nacionalismos y a veces surgía la posibilidad de un arreglo. Con frecuencia eran los liberales quienes llevaban la voz cantante del españolismo, en el parlamento, en la prensa y también en la calle, donde durante la crisis de la Restauración alentaron una movilización insólita, que desmentía las visiones más pesimistas sobre la falta de sentimientos nacionales y les hizo probar el sabor de la política de masas. El conflicto se centraba en la discusión de medidas legales, económicas o relacionadas con la organización del estado, pero también derivó hacia el choque simbólico, de bienes no negociables, que en última instancia impidió un desenlace positivo. Podían interpretarse de diversos modos conceptos como descentralización o autonomía, pero cuando salían a pasear las banderas o el honor se acababa el diálogo. En una primera fase, los hombres del partido liberal rechazaron de plano el nacimiento, y hasta la mera existencia, de las fuerzas catalanistas, que percibían como una enfermedad. Sagasta llamaba en 1901 “criminal tendencia” a cualquier atisbo separatista, que había que ahogar en su infancia con el fin de preservar la integridad de la nación y sus libertades. El catalanismo moderado le parecía, si no delictivo, sí al menos odioso35. La escena política española se fracturó en la década inicial del siglo por la pugna entre clericalismo y anticlericalismo, y los liberales remozaron su programa enarbolando el estandarte de la secularización. Pues bien, el regionalismo catalán constituía a su parecer un producto clerical e incluso ultramontano, heredero directo de los carlistas vencidos por la libertad en las guerras civiles del XIX. Según Canalejas, sus promotores eran “antiguos jefes de las legiones de don Carlos, viejos integristas o integristas disidentes”36. En resumen, el catalanismo no auguraba más que un franco retroceso en la historia de España, hacia lo particular y reaccionario. Desde un terreno más templado y dentro de las instancias estatales, los liberales secundaban así los esfuerzos del republicano Alejandro Lerroux, que en sus campañas barcelonesas anudaba la causa españolista con la anticlerical. Cuando echaba a andar el nuevo reinado, un decreto de Romanones confirmaba estos extremos. En él se prohibía la enseñanza del catecismo en otra lengua que no fuera el castellano: “en la escuela del Estado, sostenida y vigilada por la acción del Estado, no se puede enseñar más que en el idioma nacional”, decía el ministro37. Con ello se atacaba el uso educativo del catalán – al que el Conde llamaba dialecto—y a los obispos que lo fomentaban con sus instrucciones. Se desató una protesta en la universidad, pero pronto los conservadores revocaron la norma y desde entonces se perpetuó la tolerancia de las autoridades ante el uso de lenguas vernáculas en las aulas. Las ínfulas jacobinas del liberalismo no superaban las limitaciones impuestas tanto por sus principios como por sus medios. La enemiga entre el partido liberal y el catalanismo subió de temperatura a raíz de la irrupción del ejército en el contencioso. Pues los militares se arrogaron la representación de la patria y el castigo a los supuestos traidores. El ataque violento de 35

DSC, 29 de noviembre de 1901, en Sagasta, Discursos parlamentarios, p. 1272. Francos, La vida de Canalejas, p. 199. 37 DSC, 24 de noviembre de 1902, p. 1403. 36

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unos oficiales de Barcelona a la redacción de dos periódicos catalanistas en 1905 provocó la caída de un gabinete liberal, el de Eugenio Montero Ríos, que no quiso plegarse a las presiones castrenses; pero encontró un aliado en Moret, que se hizo cargo del poder para aprobar al año siguiente una ley de jurisdicciones que definía los delitos de opinión contra la patria y dejaba los que ofendieran a las fuerzas armadas en manos de tribunales militares. Esa ley suponía un duro golpe al civilismo y a la libertad de prensa que decía custodiar el partido y evidenciaba su fragilidad. También sirvió de aglutinante a la Solidaritat Catalana, una gran coalición que arracimaba a regionalistas con carlistas y republicanos y obtuvo un arrollador triunfo electoral en 1907. Los liberales, por su parte, se apoyaron en el republicanismo antisolidario de Lerroux, que denunciaba el doble carácter separatista y clerical del conglomerado. Y Moret encabezó la oposición al gobierno conservador de Maura, aliado de los catalanistas, atacando las mancomunidades por su potencial tanto subversivo como reaccionario. En todo caso, las diatribas liberales contra el voto corporativo que postulaba Maura consiguieron dividir la Solidaritat, y el propio Moret flexibilizó su postura inicial contra la noción de mancomunidad, luego recuperada por Canalejas. En estas batallas y en las que vendrían después, los argumentos de los liberales frente al catalanismo se repetirían una y otra vez, como consignas siempre disponibles. La munición la aportaban los precedentes y la continua renovación del arsenal españolista. Un aporte excepcional a esta labor fue el de Antonio Royo Villanova, aragonés y catedrático de derecho político y administrativo en la universidad de Valladolid, fiel lugarteniente de Santiago Alba en su tránsito desde las trincheras regeneracionistas hasta la Izquierda Liberal y alma de su diario, El 1orte de Castilla. Porque Royo dedicó su carrera política a combatir a los teóricos del catalanismo, convencido de que las ideas se contrarrestaban con otras ideas, o los errores con la verdad, cordialmente pero sin descanso. Dio a conocer las tesis catalanistas y publicó en 1917 una edición castellana de La nacionalitat catalana, de Enric Prat de la Riba. En ella aseguraba que “unos y otros debemos conocernos, estudiarnos en una íntima y mutua penetración espiritual”, y que de ese conocimiento podría salir una síntesis regeneradora que revitalizara España38. No obstante, su anticatalanismo se hizo una obsesión que ocasionaba fricciones en las mismas filas liberales y caricaturas inmisericordes. El cronista parlamentario conservador Wenceslao Fernández Flórez lo retrataba así: “Cuando algún catalanista se levantaba a hablar, el señor Royo se agitaba impacientemente, gruñía, hacía girar los ojos de una feroz manera, interrumpía, pedía la palabra, golpeaba con su bastón en el pupitre”39. A ojos de sus contrarios representaba una fobia, tan nítida que, en los momentos álgidos, también atrajo a muchos seguidores. Para empezar, los liberales de todos los matices coincidían en una máxima: Cataluña, contra lo que aducían los catalanistas, no era una nación. Pues, como sentenciaba Alcalá-Zamora, “en España puede haber regiones muy definidas, muy grandes, muy vigorosas, pero hay una sola Nación”40. No cabía tampoco en las cabezas liberales una nación de naciones, que para Melquiades Álvarez era “una superfetación monstruosa”. La compatibilidad entre ambas naciones les resultaba inconcebible. De modo que el catalanismo se equivocaba al reclamar su propia nacionalidad y al dejar España reducida a la categoría de estado, una maquinaria sin vida “que no p(odría) despertar aquellas exaltaciones inefables de pasión que son casi siempre el origen de los

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Royo, “Prólogo” a Prat de la Riba, La nacionalidad catalana, p. xxxv. Wenceslao Fernández Flórez, Impresiones de un hombre de buena fe (1914-1919), Madrid, Espasa, s.a., p. 162. 40 DSC, 14 de junio de 1916, en Alcalá-Zamora, Discursos, p. 108. 39

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grandes sacrificios patrióticos”41. Para probar que Cataluña pertenecía a la nación española bastaba con echar un vistazo a la historia, donde había participado en las grandes empresas colectivas como la Reconquista y la Guerra de la Independencia, cuando los defensores de Gerona se inmolaban en nombre de la patria común. Por no hablar de las campañas de África en el reinado de Isabel II, que había acaudillado el muy catalán general Prim al mando de voluntarios no menos catalanes. Es decir, se habían tejido lazos históricos que no podían disolverse. Respecto a las lenguas, la población catalana, bilingüe en su mayor parte, tenía que admitir la superioridad del castellano, útil para la ciencia y cauce de comunicación con los demás españoles, con Hispanoamérica y con el mundo. Así pues, Cataluña no tenía nada que ver con Cuba, una colonia lejana sin tantos nexos con España. Y esto a juicio de gobernantes que en su momento se habían negado en rotundo a abandonar la isla o, como el exministro de Ultramar Moret, habían implantado en ella un régimen autonómico. Es más, el órdago catalán, sobrevenido inmediatamente después del desastre ultramarino, se interpretaba como una deslealtad para con la patria en tiempos de zozobra, una observación que se reiteró al acabar la primera guerra mundial, pues ambas coyunturas reclamaban unidad para salir adelante entre las grandes potencias. Si los catalanistas mencionaban Irlanda o los estados centroeuropeos que emergieron tras la contienda, sus adversarios citaban a Alemania, ejemplo de nación cada vez más integrada por el federalismo y causa de asombro para quienes –como Moret—habían visto “surgir del caos germánico el gran Imperio de los Hohenzollern”42. Menudeaban las referencias a los federales españoles del XIX, que habían concebido una organización compleja pero dentro de una sola realidad nacional. “El federalismo –concluía Royo, que gustaba de citar sólo algunas máximas de Francisco Pi y Margall—no es forma de unir varias nacionalidades, sino forma de consagrar una nacionalidad que tiene dentro de sí diversidades políticas y regionales”43. Los estados federales –como el alemán, Suiza o Estados Unidos—habían soldado partes de una misma nación, mientras que los catalanistas querían separarlas para alumbrar una confederación a la austro-húngara, una ruina condenada por la historia. La revuelta del catalanismo se veía, desde el lado españolista, como la revuelta de los privilegiados, de los ricos desagradecidos, que lo habían obtenido todo y nunca tenían bastante. Los catalanes no sólo no habían sufrido con el régimen centralista, sino que habían prosperado más que nadie gracias al arancel estatal que protegía su industria. Para los liberales, esas barreras aduaneras –que Moret, contraviniendo su fe en el librecambio, subió en 1906 con el fin de compensar la ley de jurisdicciones—suponía un alto precio que los consumidores del resto de España pagaban a una parte desarrollada de su patria. Pero los catalanistas quería más: aumentar sus ventajas sin asumir los inconvenientes anexos, que las instituciones españolas no intervinieran en sus asuntos al tiempo que los catalanes determinaban el rumbo de la colectividad. Como una hija mayor que –escribía el periodista republicano Antonio Zozaya—quisiera quedarse en casa con una situación de privilegio, y a la que había que responder: “que la pródiga se someta a la ley de todos o se vaya”44. En opiniones como la que exponía el liberal bilbaíno Gregorio de Balparda sobre el caso vasco, el “cáncer” nacionalista había aprovechado las excesivas contemplaciones de los gobernantes españoles, incluidos los

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DSC, 1 de julio de 1916, en Álvarez, Antología, pp. 271 y 268. Moret, Centralización, p. 25. 43 Royo, Las bases doctrinales del nacionalismo, p. 24. 44 Antonio Zozaya, “Los hijos pródigos”, El Liberal, 30 de noviembre de 1918. 42

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liberales, que con ánimo apaciguador habían consentido la emergencia de un nuevo caciquismo45. Se mirara por donde se mirara, los catalanistas, decían sus contradictores, no encarnaban la voluntad de la mayoría de los catalanes, que seguían siendo buenos españoles, sino que se arrogaban una representación impropia. Además, actuaban con doblez, por medio del engaño, diciendo una cosa en Barcelona y otra en Madrid. Sus debates con ellos los presidía la sospecha y no era raro que se les exigiera la aclaración de sus demandas o una proclama de patriotismo español. Pero incluso cuando declaraban su amor a España permanecía en pie el recelo, la acusación de separatismo encubierto, de que sólo deseaban la autonomía para acercarse a la independencia. Lo cual casaba con el estereotipo más difundido del catalán, el del negociante calculador. En las fórmulas extremas, los catalanistas se asimilaban a los judíos que definía el antisemitismo coetáneo: pudientes, egoístas y dados a la simulación. Un articulista de El Imparcial, Federico García Sanchiz, acusaba en 1918 al líder catalanista, Francesc Cambó, “de un profundo sentido judaico”, pues “el comercio adquiere en su alma una intensidad (reli)giosa y un fatalismo de raza condenada a tales menesteres”46. Además, ese separatismo, abierto o no, constituía un delito gravísmo, “un pecado –escribía Santander—al que el perdón no alcan(za)”47. La injuria contra la madre patria que sus hijos no toleraban. En determinadas circunstancias, el honor mancillado irrumpía en el parlamento y detonaba sesiones tumultuosas. Por ejemplo, cuando el republicano Francesc Macià interrumpió en 1909 un discurso patriótico de Moret para recordar las “grandes cobardías” españolas y, ante la pasividad conservadora, se le echaron encima liberales y demócratas, que estuvieron a punto de agredirle48. Naturalmente, semejantes estereotipos e incidentes alimentaban el anticatalanismo, no ya contra los catalanistas sino también contra los catalanes. Frente a las pasiones también había espacio para el acomodo. Salvando la soberanía nacional, aunque fuera en la versión demediada de co-soberanía entre las Cortes y el rey que establecía la Constitución de 1876, algunos liberales estaban dispuestos a negociar. Entre ellos se significó Romanones, un político especialmente flexible y acomodaticio, que aceptó primero las mancomunidades y no cerró después la puerta a otras concesiones. Según contaba Cambó en sus memorias, cuando en 1916 se discutía por vez primera una solución autonómica en el Congreso, el presidente liberal soltó: “de autonomía política, de eso no consentiré que se hable jamás, jamás, jamás (...). Naturalmente que, al decir jamás, me refiero al momento presente”49. A su izquierda, los republicanos reformistas, no menos patriotas que los demás liberales, siempre vieron en el catalanismo un movimiento regenerador, que aportaba un aire de autenticidad a la viciada política caciquil. Esa fue también la posición de uno de los intelectuales más escuchados de entonces, José Ortega y Gasset, que tenía a los “descentralizadores” por una de las fuerzas aprovechables para un panorama político moderno50. Después de todo, las autonomías desparramarían el poder y lo acercarían a los ciudadanos. Los reformistas reclamaron sin cesar unas Cortes constituyentes que democratizaran el régimen, un marco en el que podía encajar el sistema autonómico. Para ello no dudaron en aliarse con los catalanistas en la asamblea de parlamentarios 45

Gregorio de Balparda, “Protesta contra el bizcaitarrismo”, Abc, 14 de noviembre de 1918. Federico García Sanchiz, “Cambó se transparenta”, El Imparcial, 1 de noviembre de 1918. 47 Santander, La enfermedades del patriotismo, p. 11. 48 “En el Congreso. Agravio a España. Tumulto formidable”, El Imparcial, 5 de febrero de 1909. Agradezco esta referencia a Miguel Martorell. 49 Francisco Cambó, Memorias (1876-1936), Madrid, Alianza, 1987, p. 228. 50 José Ortega y Gasset, “La paz y España”, El Sol, 7 de octubre de 1918. 46

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que desafió al gobierno en 1917, a la que asistieron asimismo algunos liberales monárquicos catalanes. La Gran Guerra añadió otros factores a la ecuación. No sólo porque el catalanismo no se conformara ya con la mancomunidad y reivindicase la autonomía. Sino también porque en su contra se levantó una oposición mejor organizada desde abajo, aunque intermitente, que halló sus cimientos en la Castilla septentrional y capitalizaron los liberales. Todo en mitad de una crisis de los partidos gubernamentales que condujo a su desmenuzamiento irreversible y dentro de una dinámica que, instigada por el principio de autodeterminación que alentaban los aliados, culminó tras su victoria. En ese entorno, que hizo olvidar la fiebre anticlerical y primó los problemas económicos, se sucedieron las escaramuzas. La reclamación de una zona franca para el puerto de Barcelona causó un gran revuelo en las provincias castellanas, que la creían un agravio; y el programa fiscal de los liberales, que incluía un impuesto sobre los beneficios extraordinarios que los industriales obtenían de la neutralidad española, tuvo como respuesta la obstrucción parlamentaria a cargo de la Lliga. En Castilla tomó forma un movimiento anticatalanista con centro en Valladolid, ariete contra quienes negaban la nación española y discriminaban a su región-eje, que los castellanistas presentaban como una tierra pobre y honrada, presta a asumir las penalidades que reclamaba la patria pero intolerante con quienes se creían mejores que ella. El desprendido hidalgo castellano frente al burgués catalán. Esa rivalidad entre Castilla/España y Cataluña tuvo su mejor representación en dos ministros del gobierno nacional que presidió Maura en 1918: Cambó, que desde Fomento quería beneficiar a la mancomunidad; y Alba, el caudillo de Castilla, que reflotó su fe en la escuela pública con un plan para contratar a veinte mil nuevos maestros. Estas corrientes confluyeron en la campaña decisiva por el estatuto de autonomía de Cataluña, a finales de 1918 y comienzos de 1919. Con la firma del armisticio europeo, los catalanistas de derecha e izquierda creyeron llegado su momento y entregaron al gobierno liberal unas bases autonómicas que lo hicieron caer y dieron el mando a Romanones, aliadófilo y ahora muy cercano a Cambó y a Maura, con quienes compartía –como jefe de una facción minoritaria—el interés por que no se reconstruyera el turno bipartito. Ante las señales en favor del estatuto se desató la marea españolista, nutrida por numerosas entidades y orquestada por medios como El Imparcial, el más importante diario liberal monárquico; las diputaciones de Castilla y León, acompañadas por sus parlamentarios; y el Círculo de la Unión Mercantil madrileño que presidía Antonio Sacristán, quien había hecho su carrera empresarial al frente del trust de la prensa liberal. El resentimiento por el arancel y el rechazo de los nuevos privilegios que solicitaba Cataluña dieron lemas a una manifestación que reunió en Madrid entre 40.000 y 100.000 personas –en una ciudad de 800.000 habitantes—y que presidieron, entre otros, hombres de la izquierda dinástica como Royo Villanova. Esas masas daban un respaldo desconocido al españolismo, pues, en declaración de Santiago Alba, en ellas “España se ha(bía) hecho presente”51. Si Romanones procuró despejar la senda hacia el acuerdo, sus correligionarios de otros grupos no se apearon con facilidad de las fortalezas artilladas durante décadas. La principal razón de su rechazo aludía a la quiebra de la soberanía nacional, puesto que el proyecto catalanista delimitaba competencias estatales y establecía relaciones de bilateralidad con España. El jurista José Gascón y Marín, de la Izquierda Liberal, la expuso así: “el problema se plantea, siguiendo aquellas doctrinas jurídicas, en virtud de las cuales al reconocimiento de una personalidad corresponde el Poder político propio 51

“El problema de la autonomía”, Abc, 2 de enero de 1919.

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de considerarla como Estado”52. Sin embargo, aún cabía tender puentes sobre la ambigüedad del término autonomía, que, dependiendo de la mirada, denotaba descentralización o conllevaba pujos soberanos. El Conde, aconsejado por Cambó, creó una comisión extraparlamentaria para hacer lo que sus críticos llamaban un pastel. La Lliga, condicionada por los nacionalistas republicanos, no acudió, pero la comisión realizó su trabajo y el ejecutivo lo llevó a las Cortes. En armonía con los principios liberales, este borrador otorgaba preeminencia a los municipios, pues la constitución de regiones autónomas partía de ellos. Pero otorgaba asimismo un trato especial a Cataluña, que contaba con un ejecutivo propio –la Generalidad—, y preveía una fórmula diferenciada para las provincias vascas. Era mucho más de lo que hasta entonces había admitido un gobierno español. Los escollos aparecieron en los terrenos delicados que tocaban a la nacionalización: la enseñanza y la lengua. Para los comisionados liberales, de la educación primaria dependía la unidad moral de la nación, por lo que no podía cederse a las autoridades regionales catalanas, autorizadas no obstante a fundar sus propias escuelas. En cualquiera de los centros se enseñaría la lengua castellana y se impartiría una instrucción cívica dirigida a “formar hombres amantes de la Patria, tanto en la comunidad vecinal como en la regional y en la nacional”53. En cuanto a los idiomas oficiales, se podrían utilizar ambos de manera indistinta, aunque los documentos en catalán se acompañarían de traducción al castellano. En todo caso, había de evitarse la discriminación de los castellanohablantes y, sobre todo, el divorcio cultural entre españoles que habría supuesto que los catalanes dejasen de hablar español. De nuevo en el parlamento, los catalanistas rehusaron debatir estas cláusulas y exigieron que se aprobara íntegro, sin discusión, su propio proyecto, suavizado por la mancomunidad. Y aquí resurgió el sempiterno obstáculo de la soberanía. Los grupos gubernamentales, y en especial los liberales, no querían dividirla y tampoco renunciar a ella: las Cortes podían hablarlo todo y aprobar lo que consideraran viable, pero no aceptarían coacciones externas. El secretario de la comisión extraparlamentaria y presidente de la dictaminadora en el Congreso, Niceto Alcalá-Zamora, lo repitió por enésima vez: el catalán podía verse como un pleito “de personalidad regional (…), más no como personalidad nacional, con una soberanía que pacta”54. De este callejón no los sacaron las negociaciones, de las que hubo todavía algún conato, sino la dureza de un enfrentamiento que, fuera del hemiciclo parlamentario, se había encarnizado con el uso de la violencia. Para entonces, en Barcelona intercambiaban insultos y agresiones los independentistas y los militantes del españolismo, mezclados con oficiales del ejército. Las sutilezas jurídicas se veían desplazadas por la contienda simbólica, de banderas, vivas, músicas patrióticas y alusiones a la honra del contrario. La autoridad castrense impuso la suspensión de garantías constitucionales al gobierno, que, ante el estallido de una huelga obrera revolucionaria, cerró las Cortes. Para entonces, el nacionalismo liberal había entrado ya en decadencia, pues en el campo españolista tomaba el relevo un nacionalismo más intransigente, el autoritario que, asumido por el rey, desembocaría en la dictadura militar de 1923. La cuestión catalana quedaría para mejor ocasión, es decir, para los años de la Segunda República, cuando los restos de la izquierda monárquica se transmutaron en derecha republicana y volvieron a alzar su bandera contra el catalanismo.

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DSC, 10 de diciembre de 1918, p. 3473. Abc, 14 de enero de 1919. 54 DSC, 7 de febrero de 1919, p. 3969. 53

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BIBLIOGRAFÍA COMPLEMENTARIA Ferrera, Carlos, La frontera democrática del liberalismo: Segismundo Moret (18381913), Madrid, Biblioteca Nueva/Universidad Autónoma de Madrid, 2002. Mayordomo, Alejandro; y Fernández Soria, Juan Manuel, Patriotas y ciudadanos. El aprendizaje cívico y el proyecto de España, Valencia, Tirant lo Blanch, 2008. Pozo Andrés, María del Mar, Currículum e identidad nacional. Regeneracionismos, nacionalismos y escuela pública (1890-1939), Madrid, Biblioteca Nueva, 2000. Tusell Gómez, Javier; y Chacón Ortiz, Diego, La reforma de la administración local en España (1900-1936), Madrid, Instituto Nacional de Administración Pública, 1987.

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