Habermas y Mouffe. La democracia entre consenso y conflicto

August 25, 2017 | Autor: J. González Scand... | Categoría: Democratic Theory, Deliberative Democracy, Agonistic Pluralism
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Publicado en Javier Franzé (coord.) (2014), Democracia: ¿consenso o conflicto? Agonismo y teoría deliberativa en la política contemporánea, Madrid: Catarata, pp. 63-90

HABERMAS Y MOUFFE: LA DEMOCRACIA ENTRE CONSENSO Y CONFLICTO

Julián González

Introducción

Existe una disyuntiva que, en cierta forma, constituye una partición paradigmática dentro del pensamiento político contemporáneo. Según esto, lo político ha de comprenderse bien desde una arista consensual o bien desde su costado más conflictivista. Dicha división representa una especie de sentido común que impregna buena parte del actual imaginario de la teoría política. Puede aventurarse que esta visión sedimentada remite respectivamente a Carl Schmitt y Hannah Arendt. Estos dos autores, de enorme influencia para el pensamiento político contemporáneo, delinearon respuestas propias a la intrincada pregunta sobre la naturaleza específica del dominio político. Dicho de una manera excesivamente esquemática, en tanto los arendtianos ven en lo político un espacio de libertad y deliberaciones públicas, los schmittianos lo consideran como un espacio de poder, conflicto y antagonismo. El primero de estos movimientos teóricos pone el acento en el rasgo asociativo de la acción política, mientras que el segundo apunta al momento disociativo de este tipo de acción. (Marchat, 2009: 59) A caballo de tal partición conceptual, la tendencia mayoritaria de la literatura política replica este tipo de enfoques disyuntivos. El caso de las teorías contemporáneas de la democracia no puede permanecer al margen del dilema. De allí que las lecturas maniqueas también en este rubro sean más bien la norma que la excepción. Una de estas interpretaciones, que constituye el objeto de este trabajo, es aquella que contrapone de manera automática los programas democráticos de Jürgen Habermas y de Chantal Mouffe y los presenta como perspectivas teóricas absolutamente irreconciliables, rivales y excluyentes. En efecto, estos planteos son encasillados habitualmente como los dos polos extremos de la escala consensualista/conflictivista de enfoques democráticos contemporáneos. De acuerdo con esta lectura, mientras que Habermas representa el primero de estos polos, Mouffe ocupa el punto opuesto de la gradación1. -1-

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No obstante, frente al dualismo que divide al pensamiento político entre aproximaciones consensualistas y conflictivistas, inmediatamente surge un interrogante crucial: “¿Estaremos obligados a tomar partido en esa antigua querella?” (Rinesi, 2005: 16). La respuesta que aquí defenderemos es decididamente negativa. En este sentido, si bien el conflicto representa un elemento constitutivo y esencial de este campo de análisis, dicha dimensión conflictual no puede agotar por sí misma el espacio político; esto es, no podría haber política allí donde sólo existiera división y antagonismo. Desde esta mirada, la idea de conflicto sólo adquiere sentido en referencia a un cierto orden consensual a partir del cual el desarreglo, la contingencia y el antagonismo adquieren significación. De allí que las nociones de consenso y conflicto constituyan “las dos partes de una unidad inseparable, y que no puedan pensarse, en consecuencia, sino en su mutua relación” (Rinesi, 2005: 23). Esta intuición general, que procura dar cuenta de la naturaleza dual que reviste el dominio político, se encuentra en el trasfondo de todo lo que aquí sostendremos. Concretamente, en este trabajo proponemos desafiar la referida dicotomía entre consensualismo y conflictivismo a partir de un estudio conciliador de los enfoques de la democracia deliberativa habermasiana y del pluralismo agonístico mouffeano; en tanto, según buena parte de la literatura especializada, ellos serían los representantes más destacados de cada una de estas posiciones dentro del pensamiento democrático contemporáneo.

Desafiando

parcialmente

aquella

interpretación

mayoritaria,

intentaremos mostrar la convergencia de los enfoques de Habermas y de Mouffe en la aceptación del papel clave que, sobre un trasfondo consensual ineludible, juegan la conflictividad y la incertidumbre en la formulación de sus propuestas democráticas. En esta línea, nuestra hipótesis fundamental postulará que estos dos programas analíticos incorporan ciertos conceptos del consenso y del conflicto como figuras co-originarias del pensamiento político, en general, y de sus proyectos democráticos, en particular. No ensayaremos aquí una descripción detallada de las formas institucionales específicas en las que quedaría materializado uno y otro modelo. Por el contrario, el principal objetivo de este trabajo será analizar el andamiaje teórico más profundo que fundamenta cada uno de estos proyectos democráticos. Ya desde este momento preliminar, cabe aclarar que nuestro propósito no es cancelar o negar la multiplicidad de diferencias que distancian a las comprensiones de la democracia deliberativa del pluralismo agonístico, ni tampoco postular una coincidencia -2-

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absoluta entre ambos planteos. En efecto, debe reconocerse que existen numerosos aspectos que persisten como divergencias irreconciliables entre ellos. Así, por ejemplo, el valor epistemológico que Habermas requiere para su concepción de la democracia no encuentra ningún equivalente en el modelo de Mouffe. La idea de que toda identidad política se define a partir de una exterioridad que se vuelve constitutiva para dicha conformación identitaria, está totalmente ausente en Habermas. El esfuerzo cardinal que este último coloca en la búsqueda de una racionalidad comunicativa, por más escéptica y contingente que esta sea, no aparece siquiera insinuado en la pensadora belga. El contextualismo ético del que parte ella contrasta claramente con el universalismo moral por el que aboga él. No obstante, consideramos que ninguna de estas particularidades anula la posibilidad de cotejar conciliatoriamente estos dos modelos democráticos a partir de la identificación de ciertas líneas de convergencia que, por lo general, permanecen soslayadas o inadvertidas para buena parte de la literatura especializada. A fin de dar sustento a nuestra hipótesis, repasaremos algunos puntos centrales en los que vienen a coincidir los planteos de Habermas y de Mouffe2. En primer lugar, y adoptando el entramado filosófico del segundo Wittgenstein, resaltaremos la equivalente comprensión lingüística del mundo a la que adscriben los dos autores. En segundo lugar, y rebatiendo la crítica que Mouffe apunta contra la democracia deliberativa por la supuesta negación del conflicto, diferenciaremos entre varios niveles analíticos en los que el antagonismo es reconocido y asumido por la concepción habermasiana. En tercer lugar, analizaremos cómo el enfoque agonístico mouffeano acepta un suelo consensual mínimo que, aunque conflictivo, precario y contingente, permite discernir parámetros de legitimidad comunes a una forma de vida, a la luz de los cuales una comunidad política puede autocomprenderse como democrática. En el apartado final, subrayaremos el hecho de que tanto el consenso como el conflicto resultan categorías necesarias e irreductibles para ambos planteos democrático.

El trasfondo wittgensteniano, o los “parecidos de familia” entre Habermas y Mouffe

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Un primer aspecto de convergencia entre Habermas y Mouffe debe rastrearse en la análoga comprensión lingüística del mundo que asumen ambos autores. En tal sentido, la perspectiva lingüístico-filosófica adoptada por Ludwig Wittgenstein, a partir de sus Investigaciones filosóficas, puede servir como un aglutinante decisivo. Tal vez el aspecto más revolucionario del pensamiento wittgensteniano, sea el hecho de que por primera vez la filosofía pudo desembarazarse de la búsqueda de entidades abstractas, esenciales e inmutables. Contra la tradicional empresa filosófica, abocada a la búsqueda de entidades universales y el consiguiente esfuerzo por alcanzar unicidad y generalidad en los significados, Wittgenstein arremete una concepción del lenguaje según la cual el significado de las palabras remite al uso que de ellas se haga en la multiplicidad de los juegos de lenguaje. El abandono de la búsqueda de referencias inmutables y universales empuja a la filosofía a habérselas con el lenguaje ordinario que “está en orden tal como está” (Wittgenstein, 2004: § 98). Por ello, según la recomendación wittgensteniana, la filosofía debería dar la espalda a los problemas ontológicos, que indagan por el verdadero ser de los entes, para concentrarse en las cuestiones semánticas: “Cuando los filósofos usan una palabra (…), siempre se han de preguntar: ¿Se usa efectivamente esta palabra de este modo en el lenguaje que tiene en su tierra natal?” (Wittgenstein, 2004: § 116). Este tipo de renuncia a la búsqueda de contenidos esenciales se encarna en el rechazo que Habermas exhibe ante toda forma metafísica de pensamiento filosófico. En su contra, el autor alemán propondrá un tipo de pensamiento “postmetafísico” como superador de aquellas doctrinas que terminan encerradas en la filosofía del sujeto. Desde su perspectiva, la herencia de la metafísica, que se había presentado como ciencia de lo universal, de lo inmutable y de lo necesario, pesa todavía sobre la teoría de la conciencia y la mantiene preocupada en encontrar las condiciones subjetivas necesarias para la objetividad de los juicios sintéticos universales. (Habermas, 1990: 23). En el caso de Mouffe, el rechazo del esencialismo filosófico se materializa en la crítica al concepto marxista de “clase” como sujeto privilegiado de la historia. En este punto la pensadora belga reconoce el aporte crítico “del último Wittgenstein” como impulso decisivo en el abandono “del concepto racionalista de sujeto unitario” (Mouffe, 1999a: 31). Así, su enfoque “confluye con varias corrientes del pensamiento contemporáneo que –de Heidegger a Wittgenstein- han insistido en la imposibilidad de fijar significados últimos” (Laclau y Mouffe, 1989: 128). -4-

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Ahora bien, cuando se considera la propuesta wittgensteniana sobre el “trasfondo de las alternativas filosóficas tradicionales, entonces cabría interpretarla como una tentativa de superar la oposición entre el idealismo trascendental y el naturalismo” (Wellmer, 1996: 264). Mientras que el realista sostiene que el mundo está allí, haya o no lenguaje, el idealista extremo afirma que algo es sólo en la medida que podemos asociarlo con alguna idea mental previa. A partir de Wittgenstein “el mundo es autónomo, pero las posibilidades del mundo no lo son. El mundo vive una vida propia, pero sólo dentro del ‘andamiaje lógico’ de mi lenguaje” (Hacking, 1979: 110). Desde luego, Wittgenstein no negará la existencia del mundo exterior. Sin embargo, asume esa existencia dentro del giro lingüístico. Pues, el acceso a ese mundo se realiza de una manera indirecta ya que “el lenguaje mismo es el vehículo del pensamiento” (Wittgenstein, 2004: § 329). Esta comprensión de la realidad como algo ya siempre imbuido de lenguaje, es adoptada tanto por Habermas como por Mouffe. Habermas, en esta línea, postula que nuestra capacidad de conocimiento no puede analizarse con independencia de nuestra capacidad lingüística: “Lenguaje y realidad están mutuamente entreverados de un modo para nosotros insoluble. Toda experiencia está impregnada de lenguaje, de modo que resulta imposible un acceso a la realidad que no esté filtrado lingüísticamente” (Habermas, 2007: 40). En este sentido, las posturas idealista y realista quedan igualmente rechazadas: “Dado que nuestro contacto con el mundo está mediado lingüísticamente, el mundo se sustrae tanto a un acceso directo de los sentidos como a una constitución inmediata a través de las formas de la intuición” (Habermas, 2003: 44). Mouffe, por su parte, sostiene que “todo objeto se constituye como objeto discursivo, en la medida en que ningún objeto se da al margen de toda superficie discursiva de emergencia” (Laclau y Mouffe, 1987: 121). Esa discursividad no implica negar el mundo de objetos externo, “sino la afirmación de que ellos puedan constituirse como objetos al margen de toda condición discursiva de emergencia” (Laclau y Mouffe, 1987: 123). Con ello, Mouffe reafirma la idea de que cualquier atribución de sentido necesariamente pasa por el filtro del lenguaje: “Lo discursivo no es, por consiguiente un objeto entre otros objetos (…) sino un horizonte teórico” (Laclau y Mouffe, 1993: 119). Por tanto, puede sostenerse que tanto Habermas como Mouffe comparten esa fundamental intuición wittgensteniana según la cual el lenguaje mismo se constituye en el vehículo que posibilita el pensamiento. Sin embargo, resulta importante resaltar el -5-

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carácter social que reviste dicho presupuesto lingüístico. En efecto, el concepto wittgensteniano de juego de lenguaje ilustra la naturaleza convencional de las normas que rigen el lenguaje. Con ello, el lingüista vienés echaba por tierra la idea de una gramática universal e inmutable que, tal como pretendía la filosofía tradicional, fuese capaz de regular, de una vez y para siempre, la totalidad de los juegos lingüísticos. En este contexto, una de las analogías lúdicas que propone Wittgenstein es la del juego de ajedrez. Según esto, una palabra funciona al modo que lo hace una pieza en el tablero. (Wittgenstein, 2004: § 108) Dicha figura puede efectuar una variedad de movimientos de acuerdo a las reglas que por convención ordenan ese juego. El aprendizaje de un determinado lenguaje refiere, por tanto, al adiestramiento del individuo en un juego lingüístico específico que se logra a partir de la observación de la repetición de conductas en otros individuos. (Wittgenstein, 2004: § 54) Por tanto, para que pueda haber algo así como un juego, debe existir cierta regularidad en los comportamientos. Con ello, se destaca el hecho de que las reglas del lenguaje dependen de una forma de vida específica: “La expresión ‘juego de lenguaje’ debe poner de relieve aquí que hablar el lenguaje forma parte de una actividad o de una forma de vida” (Wittgenstein, 2004: § 23). Aquí, los planteos de Habermas y Mouffe se entrecruzan nuevamente y adquieren ciertos “aires de familia” wittgenstenianos. Habermas, postula que los sujetos solo pueden dirigirse lingüísticamente al mundo desde el “horizonte de su propio mundo de vida” y, por tanto, no hay “referencia al mundo que esté absolutamente libre de contexto” (Habermas, 2003: 32). Habermas entiende que existe una equivalencia fundamental entre “el dogmatismo de esas suposiciones y habilidades de fondo cotidianas” que Wittgenstein engloba bajo el rótulo de “formas de vida”, y el concepto de “mundo de la vida” que él adopta y que se presenta con la autoevidencia de un trasfondo pre-reflexivo. (Habermas, 1999: 430) El planteo de Mouffe, por su parte, concuerda en que resulta imposible que exista algún tipo de entendimiento sin un “acuerdo superpuesto” que asegure la intersubjetividad del lenguaje usado. (Mouffe, 1999a: 195) Por ello, el seguimiento de reglas o de procedimientos “siempre implican compromisos éticos sustanciales. Por esta razón, no pueden operar adecuadamente si no se encuentran sustentados por formas de vida específicas” (Mouffe, 2003: 83). Llegados a este punto, cabe llamar la atención sobre dos cuestiones que distinguen a los enfoques lingüísticos de Habermas y de Mouffe. En efecto, aún cuando ambos -6-

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autores participan del supuesto según el cual el horizonte lingüístico del mundo –un horizonte que nace ya siempre imbuido del particularismo de las distintas formas de vida-, constituye el elemento fundamental que estructura todo pensamiento, queda claro que sus respectivas comprensiones focalizan sobre aspectos diferenciales de la interacción comunicativa. En primer lugar, en el caso de Mouffe existe un acento predominante en la dimensión contextual del lenguaje como modelador de una forma de vida. A diferencia de la politóloga belga, Habermas considera que si bien la traducción entre diferentes mundos de la vida resulta de por sí problemática, “no ofrece razón alguna para sostener un teorema de la inconmensurabilidad” (Habermas, 2003: 33). Desde la mirada habermasiana, los participantes en la comunicación son capaces de “descentrarse” de sus propias perspectivas y ponerse de acuerdo más allá de las fronteras de esos horizontes vitales. De allí que su programa reconstructivo de la racionalidad comunicativa, se presente como un planteo normativo universalizable. Para Mouffe, por el contrario, no existe ningún elemento de racionalidad universal que permita decidir sobre la validez de las diferentes formas de vida. Un segundo aspecto diferenciador tiene que ver con la distancia existente entre los abordajes con que cada uno de estos autores se aproxima hacia la interacción lingüística. Indudablemente, la centralidad que la posición deliberativa concede al uso del lenguaje como orientado al consenso le confiere un matiz específico que no se encuentra en la propuesta

agonística.

Al

contrario,

esta

última

perspectiva

pone

el

foco

fundamentalmente en el aspecto diferencial, la disputa hegemónica, el poder y el conflicto que encierra todo discurso. A la postre, tal divergencia en las comprensiones del terreno lingüístico derivará en dos programas democráticos con características particulares. En este sentido, podría suponerse que el consensualismo y conflictivismo de una y otra concepción reaparece en la escena del debate. Desde nuestra óptica, sin embargo, esta divergencia en la priorización de los elementos consensuales o conflictivistas de la interacción comunicativa muchas veces ha llevado a lecturas desproporcionadas, según las cuales el modelo deliberativo terminaría negando el conflicto mientras que el modelo agonístico desconocería por completo el rol del consenso. Los dos apartados siguientes están destinados a desmentir este tipo de interpretaciones que acaban por hipostasiar el respectivo consensualismo y conflictivismo de las propuestas de Habermas y de Mouffe.

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El tratamiento del conflicto en el enfoque de Habermas Según Habermas, la orientación al entendimiento “es inmanente como telos al lenguaje humano” (Habermas, 1999: 369). De allí que, en oposición a la racionalidad estratégica, la racionalidad comunicativa constituya la forma más básica y originaria de interacción. La transposición de este supuesto al esquema democrático permite inferir que la búsqueda del consenso es la premisa cardinal que orienta toda la empresa democrático-deliberativa. Sin embargo, una vez aceptado este trasfondo consensualista, cabe advertir sobre una confusión idiomática que sobreviene a partir de las expresiones alemanas

Verständigung

y

Einverständnis,

traducidas

indistintamente

como

entendimiento o consenso. (Cooke, 1997) De hecho, puede sostenerse que dicha confusión ha acarreado importantes malentendidos para la interpretación de la propuesta deliberativa. El propio Habermas reconoce esta ambigüedad idiomática: “En alemán la expresión Verständigung (entendimiento) es multívoca. Tiene el significado mínimo de que los sujetos entienden idénticamente una expresión lingüística, y el significado máximo de que se da entre ambos una concordancia acerca de la rectitud de una emisión por referencia a un trasfondo normativo que ambos reconocen” (Habermas, 1997: 301). Sin dudas, en el programa habermasiano ambos sentidos de la expresión entendimiento/consenso quedan relacionados de forma prácticamente indisoluble. No obstante, la referida diferenciación entre un sentido mínimo y uno máximo implica aceptar que el desarrollo habitual del proceso de la comunicación se mueve dentro de una escala que va desde el entendimiento simultáneo y aproblemático hasta el ideal de un consenso plenamente racional. Con ello, se abren las puertas para una interpretación más compleja de la búsqueda del consenso –búsqueda que, ciertamente, constituye la premisa que informa al modelo deliberativo-, así como de la incorporación del conflicto y la contingencia en tanto los elementos que dinamitan la posibilidad de pensar la comunicación como un proceso completamente trasparente y racional. A continuación, abordaremos la manera en que Habermas reconoce y acepta estos elementos. Para ello, nos valdremos de una serie de argumentos críticos que Mouffe esgrime frente al enfoque deliberativo por lo que ella considera como una negación del conflicto. A partir de la contestación de dicha objeción, podremos visualizar el antagonismo y la -8-

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contingencia como supuestos necesarios e irreductibles del programa habermasiano. A tal fin, desglosaremos la crítica mouffeana en diferentes niveles analíticos en los que es posible identificar y reconocer la conflictividad. En un primer horizonte de análisis, el antagonismo aparece como un elemento empírico que atraviesa las rutinas de la interacción social. Desde la mirada de Mouffe, el enfoque deliberativo, al focalizar el análisis exclusivamente sobre un tipo de lenguaje orientado al entendimiento, terminaría desfigurando las operaciones habituales de la comunicación, que transcurren más bien por los canales de una acción estratégica y se orientan al propio éxito de los sujetos. Por ello, según afirma, el “modelo de consenso” que informa a la democracia deliberativa resulta “incapaz de aprehender la dinámica de la política democrática (…) y es lo que se encuentra en el origen de su equivocado énfasis en el consenso y lo que sostiene su creencia de que el antagonismo puede ser erradicado” (Mouffe, 2003: 24-25). Sin embargo, esta objeción pierde validez cuando se avizora la deliberación y el discurso, precisamente, como los ámbitos en los que se ponen en disputa aquellas unidades de sentido que se han vuelto problemáticas y han entrado en conflicto. Según esto, el discurso no solo que “garantiza sino que fomenta y acelera la pluralización de formas de vida y la individualización de estilos de vida. Cuanto más discurso, tanta más contradicción y diferencia” (Habermas, 1990: 181). La contestación al tipo de crítica empirista recién apuntada puede ser formulada, por tanto, como una doble negación: por un lado, la del rol asignado al discurso como la instancia exclusiva de mediación de los conflictos sociales; por otro, la de la garantía de obtención de resultados consensuales para todos los casos en los que interviene dicho procedimiento. En cuanto a la primera cuestión, cabe decir que los presupuestos pragmáticos de la comunicación que Habermas reconstruye en su modelo no gozan de una fuerza determinante para regular toda disputa. En efecto, el discurso se presenta sólo como una de las múltiples salidas posibles ante la ruptura del entendimiento acrítico propio del mundo de la vida. Pues, sería absurdo pretender que el discurso pudiera regular todos los tipos de conflictos que emergen en la práctica. De hecho, Habermas afirma que el discurso constituye un mecanismo excepcional y poco probable en las prácticas comunicativas. La segunda negación antes referida, rechaza la premisa según la cual una vez que se ha iniciado un procedimiento discursivo su resultado necesario es el de la formación de un consenso. Cualquier circunstancia fáctica puede verse alterada durante el -9-

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transcurso de la deliberación y convencer a los implicados de que el discurso no representa la metodología propicia para dirimir sus conflictos. Asimismo, existen temas extremadamente sensibles sobre los cuales los implicados difícilmente podrían arribar a consensos. Por ejemplo, “en el caso de controversias sobre temas existenciales surgidas a partir de distintas visiones del mundo ni siquiera la más racional conducta discursiva conducirá al consenso. En el caso de esas disputas sobre autocompresión ética, (…) es razonable esperar un desacuerdo permanente”3 (Habermas, 2001: 43). No obstante, desde la perspectiva crítica de Mouffe, puede sostenerse que existe un segundo horizonte de reconocimiento del conflicto que permanecería oculto en el enfoque deliberativo. Dicha ceguera se asocia a la comprensión del antagonismo como un componente meramente empírico y no como un elemento ontológico y constitutivo de la realidad social. En este sentido, Mouffe concede que los defensores de la perspectiva habermasiana “no niegan que habrá, por supuesto, obstáculos a la realización del discurso ideal, pero esos obstáculos se conciben como obstáculos empíricos” (Mouffe, 2003: 64). De acuerdo con la interpretación mouffeana, la brecha entre la idealidad y la imperfecta realidad comunicativa aparece en el modelo deliberativo como eventual y probabilística. Por el contrario, según Mouffe, dicho estado ideal constituye una imposibilidad conceptual irreductible: “Considerar posible que pueda llegar a existir una resolución final de los conflictos (…) lejos de proporcionarnos el horizonte necesario para el proyecto democrático es algo que lo pone en riesgo. De hecho, esa ilusión conlleva implícitamente el deseo de una sociedad reconciliada” (Mouffe, 2003: 48). Ahora bien, parece desacertado atribuir al programa habermasiano la idea de un acuerdo definitivo como punto final de una sociedad reconciliada tal como lo hace Mouffe. Pues, “al contrario de postular la meta de encontrar una sociedad racional, transparente y libre de coerciones y violencia, Habermas insiste en la imposibilidad conceptual de erradicar el conflicto de las interacciones entre los hombres” 4 (Trucco, 2010: 134). Según Habermas, las presuposiciones idealizantes que él reconstruye en la imagen de una situación ideal de habla5, “no pueden hipostatizarse convirtiéndolas en un ideal de un estado futuro caracterizado por un acuerdo definitivo” (Habermas, 1990: 185). De hecho, este autor rechaza categóricamente la posibilidad de convertir esa proyección intuitiva de los argumentantes en un modelo programático de sociedad: “No hay nada que me ponga más nervioso que esa suposición (…), de que la teoría de la - 10 -

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acción comunicativa, (…) proyecta o a lo menos sugiere una utopía racionalista de la sociedad. Ni considero un ideal una sociedad que se haya vuelto del todo transparente, ni pretendo sugerir ideal alguno” (Habermas, 1997: 419). Cabe en este punto destacar el supuesto falibilista que, según la visión habermasiana, condiciona todo acuerdo fáctico y hace imposible conseguir consensos definitivos y plenamente racionales. En tanto agentes que habitamos un tiempo y un espacio finito actuamos siempre más acá de aquel horizonte normativo ideal que sólo podemos concebir como una reconstrucción hipotética. En el esquema deliberativo, por tanto, “la brecha entre todo consenso actual y el ideal de un consenso plenamente razonable es ontológicamente irreductible”6 (Rummens, 2008: 403). Desde lo profundo de esa cesura que separa la idealidad y la realidad de la comunicación, emerge una conflictividad y una contingencia que atraviesa toda configuración social. Un último nivel de reconocimiento del antagonismo implicaría aceptar la imposibilidad de contar con un fundamento último que, desde un plano teóricofilosófico, fuera capaz de establecer el sentido incuestionable de la crítica social. En efecto, aún cuando la situación ideal de habla postulada por Habermas se considere como un estado social ontológicamente imposible, todavía podría objetarse que las idealizaciones reconstruidas en aquella situación ideal quedan ellas mismas excluidas de la discusión. Por más delgado que sea ese campo de conocimiento reconstructivo, recaería sobre él la sospecha de ser el fundamento último de la validez de la crítica y la garantía final de un orden social legítimo. En esta línea, dentro del planteo mouffeano, ese reconocimiento de la imposibilidad de contar con tal fundamento último representa otra forma de nombrar el antagonismo: “[…] es necesario reconocer la dimensión de lo político como la posibilidad siempre presente del antagonismo; y esto requiere, por otra parte, aceptar la inexistencia en todo orden de un fundamento final” (Mouffe, 2011: 83). Según esto, podría pensarse que el programa habermasiano permanecería apegado a una forma de pensamiento metafísico; es decir, a la búsqueda de un fundamento último que se constituya en el fundamento de todos los seres ónticos. (Marchart, 2009: 40) Sin embargo, todavía para esta dimensión nuclear del problema del antagonismo, existen argumentos que permiten ensayar una defensa del modelo desarrollado por Habermas. El debate suscitado entre este último y Karl-Otto Apel sobre la posibilidad y necesidad de una fundamentación filosófica última nos sirve como base para sostener la - 11 -

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carga de la prueba. Apel, a diferencia de Habermas, acentúa explícitamente el carácter trascendental de los presupuestos pragmáticos del habla. Su enfoque afirma que las reglas del juego de lenguaje de la argumentación filosófica constituyen los fundamentos irrebasables de la razón crítica y que, por lo tanto, no pueden pensarse como un juego entre otros, histórico y contingente, sino que deben ser presupuestos a priori cada vez que se pretenda validez universal para los actos de habla. (Michelini, 1998: 111) Apel, sostiene que si es posible mostrar la existencia de tales presupuestos, inevitables en toda pretensión argumentativa, entonces también es “posible una fundamentación última pragmático-trascendental de la filosofía” (Apel, 1991: 38). Según esto, el saber que concierne a las reglas de toda argumentación constituye un supuesto necesario para toda reflexión teórica y práctica, y por tanto, representa un conocimiento trascendental a priori no falible. La pretensión filosófica apeliana resulta excesivamente ambiciosa a los ojos de Habermas. Por el contrario, la pragmática habermasiana renuncia al requisito trascendental a priori que persigue Apel ya que, en tanto conocimiento reconstructivo, tiene su punto de anclaje en el análisis de los procesos comunicativos como aspectos de la experiencia. (Habermas, 1997: 322) Si, por un lado, la regla de argumentación de los hablantes competentes es para ellos un saber a priori, en tanto es un saber preteórico e inevitable (know how); por otro lado, la reconstrucción de ese saber en términos de una pragmática del lenguaje (know that) exige constataciones experimentales respecto de las conductas fácticas de los sujetos. De allí que las normas argumentativas se postulan como reconstrucciones hipotéticas que deberían “poder ser contrastadas con intuiciones de hablantes, que cubran un espectro cultural lo más amplio posible” (Habermas, 1999: 193). Esta deducción hipotética “no puede aspirar al status de una fundamentación última, y (…) ni siquiera cabe alimentar una pretensión tan ambiciosa” (Habermas, 1985: 61). Desde la óptica de Habermas, a pesar de los innumerables intentos que se han ensayado, ningún proyecto filosófico ha podido nunca dar con un fundamento tal. En los epitafios de esas derrotas filosóficas “se manifiesta del poder de la historia frente a la pretensión trascendental y los intereses de la razón” (Habermas, 1985: 132). Así, aún cuando este autor considere que el tema fundamental del pensamiento filosófico sigue siendo la razón –y, consecuentemente, haga tantos esfuerzos por rescatar sus huellas a partir de las comunicaciones orientadas a entendernos-, ésta ha de hacerse valer sin las garantías de un fundamento último y en las condiciones de su - 12 -

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origen accidental. De allí que su concepto de razón comunicativa se repute como “demasiado débil porque destierra todo contenido al ámbito de lo contingente e incluso permite pensar a la razón misma como contingentemente surgida” (Habermas, 1990: 156). De esta manera, Habermas parece liberar su programa filosófico de las últimas amarras que lo sujetan a la certidumbre de un saber concluyente o fundamental. Con todo, puede pensarse que éste constituye el nivel más profundo de reconocimiento del antagonismo y la contingencia.

El tratamiento del consenso en el enfoque de Mouffe “¿Por qué deberíamos leer hoy a Carl Schmitt?”. Con este interrogante Mouffe inicia la introducción de su compilación de artículos titulada El desafío de Carl Schmitt (1999b). La pregunta que plantea Mouffe no tiene nada de inocente si se atiende a la centralidad que el jurista alemán ocupa en la estructura argumentativa de su pensamiento político. En efecto, volver la mirada a un autor como Schmitt, puede ser reputado hoy como políticamente incorrecto o, más aún, como democráticamente inconsistente. Sin embargo, según Mouffe, el mérito de Schmitt estriba en haber llamado la atención sobre la naturaleza excluyente de toda formación política, incluso de una comunidad democrática. Ahora bien, aceptada esta exclusión constitutiva, inmediatamente habremos de levantar ciertos reparos para no caer en los esquemas totalitarios a los que nos arrastra el razonamiento schmittiano. Esto nos obliga a indagar por el necesario orden –por más precario y contingente que este sea- al que habremos de apelar para identificar a un régimen político como un régimen político democrático. Desde esta arista, aún un planteo como el de Mouffe –tal vez, el enfoque contemporáneo más conflictivista del espectro democrático- habrá de invocar ciertas figuras consensuales mínimas a partir de las cuales desplegar su proyecto agonístico. Mostrar tal entramado consensual que subyace al pensamiento mouffeano es el objetivo central de este apartado. El propósito de la reflexión de Schmitt es hallar un criterio específico que asegure la autonomía de lo político frente a otros ámbitos sociales. Según su clásica formulación, “la distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse - 13 -

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todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo” (Schmitt, 2002: 56). Esta definición asume la exclusión como condición de posibilidad de toda comunidad política. En este esquema, no es posible establecer ningún lazo entre “nosotros” sin la identificación de un “ellos”; es decir, un enemigo político: “Al subrayar que la identidad de una comunidad política democrática depende de la posibilidad de trazar una frontera entre ‘nosotros’ y ‘ellos’, Schmitt destaca el hecho de que la democracia siempre implica relaciones de inclusión/exclusión. (…) Uno de los principales problemas del liberalismo, y uno de los que pueden poner en peligro la democracia, es precisamente su incapacidad para concebir esta frontera” (Mouffe, 2003: 59-60). Así, Schmitt y Mouffe vienen a coincidir en la trinchera de una guerra intelectual que se libra contra una versión del liberalismo que pretende borrar las huellas excluyentes de su origen político a partir de la ficción de una inclusividad absoluta. No obstante, una vez que nos hemos valido de estos argumentos schmittianos resulta dificultoso soltar los lastres antidemocráticos de su pensamiento. La comprensión schmittiana del pueblo como una unidad sustancialmente homogénea, se opone al pluralismo inherente a las sociedades contemporáneas. De allí que, conciliar esta perspectiva con un proyecto democrático como el defendido por Mouffe no resulta una tarea sencilla. Tal como la misma autora lo expresa: “Encuentro en alguien como Schmitt un desafío. En este sentido, él es mi adversario favorito porque parto desde algunas pocas premisas que comparto con Schmitt, y en algún punto tomo la dirección opuesta”7 (Mouffe, 1999c: 171-172). En esta línea, Mouffe sostendrá que el antagonismo puede ser juzgado positivamente sólo cuando se lo incorpora al interior de la unidad política, ya que de ese modo es posible contrarrestar las tendencias totalizantes del pensamiento schmittiano. (Mouffe, 2003: 71) Uno de los supuestos fundamentales que Mouffe rehabilita a partir de Schmitt es la definición lo político como el horizonte ontológico en el que el antagonismo instituye las prácticas sociales. (Mouffe, 2003; 2007) Sin embargo, la autora belga utiliza la categoría antagonismo en varios sentidos diferentes: “A veces se refiere a él en el sentido de una condición cuasi-trascendental, esto es, de condiciones simultáneas de posibilidad e imposibilidad de la democracia. En otras ocasiones Mouffe lo interpreta como un componente político ontológico que puede ser domesticado pero no erradicado (…). Incluso habla del ‘potencial antagónico presente en las relaciones humanas’, lo - 14 -

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cual genera más confusión dado que si es algo simplemente potencial (…) entonces no tiene un estatuto ontológico sino que es una simple posibilidad”8 (Arditi, 2008: 10). Según esto, es posible inferir entonces que sólo en determinados contextos la autora utiliza este concepto en su acepción ontológica. En otros ámbitos, en cambio, lo utiliza para señalar un elemento empírico potencial que amenaza la existencia del orden político democrático. Puede suponerse entonces que es en este segundo nivel de análisis que Mouffe estructura su propuesta agonística como un intento por domesticar el antagonismo. Dicha domesticación, por otra parte, resulta siempre parcial y precaria ya que no anula la persistencia del antagonismo como superficie ontológica irreductible. Así, la recuperación mouffeana del pensamiento de Schmitt conjuga las ideas de antagonismo y agonismo: “Podríamos decir que la tarea de la democracia es transformar el antagonismo en agonismo. (…) El modelo adversarial (…) nos ayuda a concebir como puede ‘domesticarse’ la dimensión antagónica, gracias al establecimiento de instituciones y prácticas a través de las cuales el antagonismo potencial pueda desarrollarse de modo agonista” (Mouffe, 2007: 27). Esas instituciones y prácticas proporcionan los canales que encauzan las voces disidentes y permiten percibir al otro, no como un enemigo a destruir, sino como un adversario; esto es, “como alguien cuyas ideas combatimos pero cuyo derecho a defender dichas ideas no ponemos en duda” (Mouffe, 2003: 114). Según esto, el campo democrático queda configurado por la aceptación de la conflictividad política como una conflictividad de tipo agonística: “El conflicto, para ser aceptado como legítimo debe adoptar una forma que no destruya la asociación política. Esto significa que debe existir algún tipo de vínculo común entre las partes (…) que, aunque en conflicto, se perciben a sí mismas como pertenecientes a la misma asociación política, compartiendo un espacio simbólico común” (Mouffe, 2007: 26-27). La pertenencia a este espacio simbólico depende de la aceptación de los valores éticopolíticos que definen la forma de vida democrática: la libertad y la igualdad. (Mouffe, 1999a: 80) Sin embargo, el rasgo particular del pluralismo agonístico mouffeano es que las ideas de libertad e igualdad se conciben como el terreno en el que se pone en juego una disputa discursiva constante. Sus significados nunca puede ser fijados completamente ya que siempre subsiste una lucha adversarial por hegemonizarlos: “una democracia - 15 -

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pluralista exige cierta cantidad de consenso y requiere lealtad a los valores que constituyen sus ‘principios ético-políticos’. Sin embargo, dado que estos principios ético-políticos sólo pueden existir mediante un gran número de interpretaciones diferentes y conflictivas, tal consenso será forzosamente un ‘consenso conflictivo’” (Mouffe, 2003: 116). Esto parece conducirnos a un atolladero. Si, por un lado, el orden democrático se define por la sujeción a la libertad y la igualdad; por otro, lo propio de la propuesta agonística reside en la apertura a sus múltiples interpretaciones conflictivas. Por tanto, ¿cuán abiertos pueden estar los significados de esas categorías para que todavía podamos reconocerlas como el marco definitorio del régimen democrático? Dicho de otro modo, ¿cómo puede trazarse un límite preciso entre el “nosotros” democrático y el “ellos” no democrático? Según reconoce Mouffe, no existe una garantía a priori que permita dar respuestas a estas cuestiones: “Estamos exactamente en el campo de los juegos de lenguaje de Wittgenstein: a lo más que podemos acercarnos es a encontrar ‘family ressemblances’” (Laclau y Mouffe, 1987: 202). Esta invocación wittgensteniana nos da una pista sobre cómo podría conjugarse la inestabilidad constitutiva de los valores de la libertad y la igualdad con algunas sujeciones parciales que permitan dar una cierta inteligibilidad y continuidad de sus sentidos. En efecto, el concepto de juego de lenguaje desarrollado por Wittgenstein es capaz de dar cuenta de la doble lógica de fijación/apertura que opera en todo sistema discursivo. Según esto, cualquier término admite una variedad de acepciones o interpretaciones, tantas como así lo permitan las reglas del juego de lenguaje en el que la palabra se inserta. Por cada apertura de significación, posibilitada por la ausencia de una gramática única y estable, disponemos de una gama de sentidos sedimentados en nuestra forma de vida. Con ello, se descubre una cierta regularidad que ordena la dispersión de las prácticas específicas. Esta operación, inherente a todo lenguaje, permite “dar cuenta de lo nuevo sin renunciar a la inteligibilidad”9 (Norval, 2007: 106). Pues, ninguna ruptura semántica podría ser tan radical como para perder la referencia del horizonte de significaciones sedimentadas que se enlazan a ella. A partir de ello, puede sostenerse que el terreno simbólico que define al orden democrático implica que “las posiciones agonísticas están situadas en un campo discursivo continuo, antes que fracturado. Los adversarios democráticos participan de un mismo espacio simbólico sólo si su referencia compartida al núcleo valorativo de libertad e igualdad es entendida por todas las partes como una - 16 -

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referencia común. Esto presupone un solapamiento discursivo mínimo entre las posiciones adversariales en el sentido de una comprensión al menos parcialmente compartida y, por tanto, debatible del significado de esos valores”10 (Rummens, 2009: 383). Mouffe, en esta misma línea, sostiene que en el interior de toda comunidad política existen criterios para dirimir y separar lo aceptable de lo inaceptable: “Siempre es posible distinguir entre lo justo y lo injusto, lo legítimo y lo ilegítimo (…). De aquí el error de un cierto tipo de posmodernismo apocalíptico que quisiera hacernos creer que nos hallamos en los umbrales de una época radicalmente nueva, caracterizada por la deriva, la diseminación y el juego incontrolable de las significaciones” (Mouffe, 1999a: 34-35). En este esquema mouffeano, por tanto, una vez que hemos reconocido –con Schmitt- la imposibilidad de un consenso plenamente inclusivo, debemos aceptar –con Wittgenstein- la existencia de un tipo de racionalidad contextual y precaria, que instituye los parámetros de lo socialmente aceptable o condenable. No existe ningún criterio externo a la propia comunidad que dicte tales regulaciones y, sin embargo, ellas están ya siempre presentes en nuestra forma de vida. Imperceptiblemente nos atraviesan y prescriben las jugadas que tenemos permitido realizar con el lenguaje y, por consiguiente, con los valores ético-políticos que definen nuestros sistemas democráticos. En definitiva, en este planteo persiste la referencia a un consenso que – aunque conflictivo y contingente- provee las razones compartidas que garantizan la existencia del orden democrático. Sin ellas, el entendimiento resultarían una quimera; no existiría juego de lenguaje alguno sino una caótica dispersión de sentidos que aniquilaría toda posibilidad de discurso y, por ende, de cualquier tipo de formación social y política.

El pensamiento democrático entre consenso y conflicto

Un problema cardinal ha atravesado las páginas de este trabajo. Es el de la propia autocomprensión del pensamiento político. Se trata de la pregunta por el conjunto de rasgos determinantes que permiten diferenciar el dominio específico de esta área disciplinar de otros ámbitos de conocimiento, a partir de la descripción de sus atributos - 17 -

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definitorios. En este cuadro, puede constatarse un desmembramiento entre, por un lado, un conjunto de enfoques que conciben lo político como un terreno eminentemente conflictivo; y, por otro lado, aquellos enfoques que lo consideran como una superficie prioritariamente consensual. Estos últimos visualizan las prácticas políticas como tendientes a establecer una asociación intersubjetiva capaz de ordenar la vida en común, mientras que los primeros conciben esas mismas prácticas como imbuidas por un rasgo disociativo que impide la concertación y estabilización del entramado social. Por momentos, la divergencia teórica entre unos y otros resulta tan marcada que acaba persuadiéndonos de la imposibilidad de pensar lo político como un todo, a la vez conflictivo y consensual. Cediendo ante tal tendencia, también en el pensamiento democrático contemporáneo, a menudo prevalece una mirada que se aproxima a esta superficie analítica desde el prisma exclusivo de una de estas dos dimensiones. Dentro de este margo general, nuestra indagación se focalizó en las consecuencias que, desde aquella lectura maniquea, se derivan para el abordaje de los enfoques democráticos de Jürgen Habermas y de Chantal Mouffe. Específicamente, aquí hemos procurado evaluar críticamente la pertinencia de una perspectiva generalizada que presenta a estos dos modelos democráticos como absolutamente incompatibles y mutuamente excluyentes. Según tales comprensiones, en tanto la propuesta deliberativa estaría imbuida por un pensamiento extremadamente consensualista, en el pluralismo agonístico dominaría el costado netamente conflictivista. De allí que, por lo general, los estudios que se aproximan a estas dos teorías con propósitos comparativos permanecen apegados a una visión de completa rivalidad e inconmensurabilidad. En efecto, en la mayor parte de estos trabajos se echa en falta un examen más detallado y preciso sobre lo que cada uno de estos modelos democráticos entiende por consenso y por conflicto, los alcances que tienen estas categorías y las implicaciones prácticas que de ellas se siguen para cada una de estas comprensiones. Precisamente, sobre estos tópicos hemos intentado aportar algunos elementos de análisis que permitan complejizar la empresa comparativa de los planteos deliberativo y agonístico y, al mismo tiempo, trazar ciertas líneas de convergencia entre ambos. A la luz de la reconstrucción de tales categorías hemos argumentado que ciertos sentidos del consenso y del conflicto son asumidos por Habermas y por Mouffe como condiciones ineludibles para pensar la democracia moderna.

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Según observamos, estas dos categorías aparecen constitutivamente acopladas a las compresiones deliberativa y agonística. En su sentido más profundo, el conflicto se entiende aquí como la aceptación de la ausencia de fundamentos últimos o trascendentes en los que anclar de manera segura y definitiva el orden social. Sin embargo, una vez aceptada esa indeterminación esencial de fundamentos, en ambos enfoques queda en pié una forma de entendimiento que proviene desde las prácticas comunicativas rutinarias e inmanentes a nuestras formas de vida. Dicho de otro modo, en nuestros horizontes vitales existen una cierta cantidad de consensos, que sirven como barreras pragmáticas ante la infinita dispersión de los sentidos sociales. Esto último, por su parte, representa una acepción de la idea de consenso que se replica también en los dos programas teóricos analizados. En este punto, una vez más, cabe volver la mirada hacia la disyuntiva entre consensualismo y conflictivismo que polariza al pensamiento político. Pues, para el caso de las propuestas democráticas de Habermas y de Mouffe, y a la luz del solapamiento entre las comprensiones del consenso y del conflicto que aquí hemos registrado, puede decirse que aquella dicotomía, sino desaparece, al menos, queda profundamente desdibujada. Para estos dos autores, resulta imposible concebir la democracia sin la aprehensión conjunta y simultánea de las dimensiones consensuales y conflictivas que constituyen nuestras prácticas sociales. Pues, la condición de posibilidad para una forma de pensamiento radicalmente democrático tal como el que ellos proponen reside, precisamente, en aquella superposición.

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Una versión preliminar de este trabajo fue presentado en el XI Congreso Nacional de Ciencia Política de la Sociedad Argentina de Análisis Político (Paraná, del 17 al 20 de julio de 2013). 1 Entre los numerosos trabajos que bosquejan este panorama de oposición e inconmensurabilidad teórica entre la democracia deliberativa y el pluralismo agonístico, véase: Norval, 2007; Jezierska, 2011; Erman,

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2009; Gürsözlü, 2009; Brady, 2004; Knops, 2007; Schaap, 2006; Hillier, 2003; Purcell, 2009. En general, todos ellos parten desde una visión consensualista o conflictivista del dominio político y, desde esa condición fundamental, postulan la superioridad tanto sea del modelo habermasiano como del mouffeano. Tal como observaremos más adelante, la propia Mouffe es una de las autoras que más ha contribuido a expandir esa imagen de rivalidad entre su propuesta agonística y el enfoque deliberativo. 2 Estos puntos constituyen una síntesis excesivamente abreviada de un proyecto de tesis doctoral mucho más amplio. Debido a la extensión del presente trabajo resulta imposible analizarlos en detalle. Por ello, en lo que sigue, enunciaremos algunos rasgos generales de cada uno de ellos. 3 Traducción propia. 4 Traducción propia. 5 Esta noción opera como un supuesto que determina que aquel consenso que pudiera haberse logrado bajo ciertas condiciones ideales, debería considerarse per se como un consenso racional. (Habermas, 1997: 105, 153; 1999: 46) Habermas, reconstruye estas condiciones ideales a partir del análisis de aquello que, con carácter inevitable, todo argumentante debe asumir cada vez que ingresa sin reservas en un diálogo argumentativo. Específicamente, los implicados en un discurso de este tipo, deberán aceptar que serán objeto de discusión sólo las pretensiones de validez problematizadas, que no habrá limitación alguna respecto de participantes, temas y contribuciones y que no se ejercerá coacción alguna, como no sea la del mejor argumento. 6 Traducción propia. 7 Traducción propia. 8 Traducción propia. 9 Traducción propia. 10 Traducción propia.

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