Guerra y paz en América Latina

June 30, 2017 | Autor: Mariana Luna Pont | Categoría: Transnational and World History, Peace Research
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Descripción

PAZ Y GUERRA EN LA TRAYECTORIA LATINOAMERICANA.
Jose Paradiso - Mariana Luna Pont.

I. INTRODUCCIÖN.

Hace algunas décadas Kalman Silvert, un destacado sociólogo estadounidense
especializado en cuestiones latinoamericanas proponía en su libro "La
sociedad problema" una visión de la trayectoria de la región que resultaría
muy sugerente para quienes hoy se dedican al estudio de las Relaciones
Internacionales: "Uno de los hechos que justifican un enfoque general de
América Latina -decía-, es el de que la mayoría de sus habitantes perciben
una mancomunidad emocional. Han concretado esa conciencia en principios
internacionales de carácter único, en una organización regional, en su
actitud dentro de los organismos internacionales, en el tratamiento
preferencial para con sus vecinos y en sus teorías constitucionales.
También debe tenerse en cuenta el numero sorprendentemente escaso de
conflictos bélicos internacionales en esta región cartográficamente
balcanizada, fenómeno que tiene una de sus mejores explicaciones en esta
idea de identificación como mancomunidad de naciones" . [1]

En cierto modo, este comentario podría reconocerse como un eco menos
literario de la afirmación que unas décadas antes había salido de la pluma
del escritor y diplomático mexicano Alfonso Reyes: "Nuestro
internacionalismo connatural, apoyado felizmente en la hermandad histórica
que a tantas repúblicas nos une, determina en la inteligencia americana una
innegable inclinación pacifista. Ella atraviesa y vence cada vez con mano
experta los conflictos armados y, en el orden internacional, se deja sentir
hasta en los grupos más contaminados por cierta belicosidad política a la
moda...Cooperación es la contribución de América a los asuntos
internacionales. En contraste con los sistemas de dominio universal y de
equilibrio militar y económico, se concibió y se desarrolló en América el
sistema de cooperación basado en la acción común, la ayuda mutua y el
respeto mutuo" . [2]






Las citas revelan que tanto
Silvert como Reyes, proviniendo de muy distintas tradiciones intelectuales,
coincidían en atribuirle a la región particularidades propias,
especialmente en lo referido la forma en que se habían desenvuelto las
relaciones entre sus miembros. Ambos reconocían la persistente recurrencia
a la solución negociada de las controversias y la relativamente alta
ponderación en que se tenía al derecho internacional; ambos apreciaban el
contraste entre las luchas interiores y la conflictividad externa y
remitían la singularidad a un sustrato cultural compartido.

Lo primero que debería decirse respecto de estas afirmaciones es que no se
trata de voces aisladas, sino de un par entre decenas de testimonios
coincidentes. Del mismo modo, debe reconocerse que en ocasiones esta
perspectiva de la trayectoria de América Latina quedó desacreditada por
quienes criticaban sus tonos idealistas y juridicistas; sin embargo, en los
últimos años varios investigadores la han retomado, proponiéndola como
ejemplo apto para ilustrar acerca de temas centrales de la teoría de las
relaciones internacionales y, en especial, para explicar la existencia de
largos períodos de paz a nivel regional.

Puede esperarse que estas contribuciones recientes, sirvan para renovar los
estudios sobre el desempeño internacional de la región los que, por lo
general se han limitado a repetir una y otra vez y sin muchos matices, las
interpretaciones mas convencionales asociadas a sistemas conceptuales poco
aptos para desentrañar la compleja trama de los procesos sociales y con
insuficiente respaldo en una investigación histórica rigurosa. Por de
pronto, puede argumentarse que la escasa importancia que en el mencionado
cuerpo teórico se ha reservado al comportamiento de los estados nuevos o de
estados débiles -un hecho por lo demás estrechamente asociado a la
prevalencia en el estudio de las relaciones internacionales de las
escuelas realistas en sus diversas vertientes-, tiene mucho que ver con la
tendencia a circunscribir las interpretaciones sobre aquel desempeño a los
supuestos del vínculo hegemónico o a las percepciones y prácticas del
equilibrio de poder. Sin embargo, el detallado escrutinio de la trayectoria
regional nos coloca una y otra vez ante datos que ponen en evidencia la
insuficiencia de tales enfoques.

En este trabajo partimos del supuesto de que el comportamiento
internacional de la región reconoce rasgos singulares y diferentes al de
otros espacios geopolíticos, comenzando por la forma en que se ha planteado
y resuelto la ecuación conflicto-cooperación. Pensamos que la historia y la
geografía han colocado a las unidades políticas que la integran en una
posición que no admite parangón con otros agrupamientos nacional-estatales
y que allí deben buscarse las principales claves para interpretar sus
desempeños externos, sean estos intra e interegionales. Nuestro análisis
se desenvuelve sobre dos ejes principales: uno referido a las relaciones de
los países americanos entre sí, otro, de todos ellos con el mundo o, dicho
de otro modo, se trata de examinar las relaciones mutuas en un marco
interpretativo global sobre la ubicación y el desempeño de la región en el
sistema internacional.

La hipótesis de un accionar internacional singular y diferenciado se
sostiene sobre tres evidencias principales: la larga tradición de un
proyecto unificador de signo confederal, la conformación de la más
importante organización de carácter regional que se conozca y la forma en
que se han abordado las situaciones de conflicto entre los países de la
región, con una notoria disposición a la solución pacífica de las mismas.
Reconocer estos fenómenos como indicadores de singularidades supone
interpretarlos apartándose de algunos criterios habituales: el ideal
unificador es algo más que un vago proyecto utópico desapegado de las
fuerzas sociales reales y ajeno a tradiciones culturales, el sistema
regional algo más que el resultado de una vinculación hegemónica consentida
consciente o inconscientemente y la forma de enfrentar los conflictos algo
más que el ejercicio de convivencia impuesto por intereses externos o
circunstancias aleatorias.

Sin duda estos rasgos idiosincráticos son resultado de una multiplicidad de
factores sociales, económicos, políticos y culturales. Identificarlos a
todos y cada uno de ellos y ponderar su incidencia demandaría un programa
de investigación amplio apoyado en renovados criterios metodológicos y
enfoques interdisciplinarios. Por ahora, y a modo de hipótesis, señalaremos
tres elementos que consideramos particularmente relevantes para desentrañar
la trayectoria internacional de la región: por un lado lo que, a falta de
mejor definición, denominaremos "la condición americana", por otro lado la
coexistencia con un poder hegemónico, por último, el status periférico.

La condición americana involucra un conjunto de datos político y culturales
compartidos: una experiencia histórica, lengua, religión, causas comunes y
propósitos equivalentes; todas ellas señas de identidad sobre las que se
sostienen las autopercepciones y el modo de ser vistos por los demás.
Entendida en sentido amplio tal "condición" incluiría como componentes el
status periférico y la cohabitación con un poder hegemónico, pero si se
tienen en cuenta las consecuencias de ambas circunstancias para el
desenvolvimiento de la región y en especial respecto de sus vínculos con
el mundo, se justifica considerarlas por separado, como si se tratara de
factores autónomos. En este sentido, el status periférico refleja un modo
particular de insertarse en la gran corriente de la historia mundial, sea
política, económica o culturalmente, a su vez, la participación en un
sistema hegemonizado por una gran potencia supone un tipo particular y
diferenciado de condicionamientos y de reacciones ante el poder.


I. EVIDENCIAS DE UN DESEMPEÑO INTERNACIONAL DIFERENCIADO

1. La tradición unificadora

La América hispánica fue protagonista de la primera gran oleada
descolonizadora del período contemporáneo. Siguiendo el cauce abierto por
las grandes revoluciones de fines del siglo XVIII y en un proceso que en su
desenvolvimiento hallaría inesperados desemboques, la independencia sumo
una veintena de nuevas unidades al sistema internacional de la época. La
gestión emancipadora introdujo a los dirigentes criollos en la trama del
poder mundial. La suerte de las colonias hispánicas constituía un capítulo
de las relaciones entre las potencias, de modo tal que cuando no eran
instrumento de los intereses de éstas, aquellos líderes no podían menos que
tomarlas como un dato fundamental de sus proyectos y procurar emplearlas en
su beneficio. De ahí derivaban las mejores oportunidades o las más pesadas
restricciones. Aquellos de los más ilustrados jefes revolucionarios que
actuaban conforme móviles superiores al beneficio o el poder personal no
podían sino seguir con interés las alternativas de la política mundial,
tratando de entrever circunstancias o evoluciones que pudieran favorecer o
perjudicar sus propósitos.

Como para todo estado nuevo la prioridad no podía ser otra que la
consolidación del status independiente y consecuentemente la autonomía como
orientación de su política exterior "Independencia, paz y garantías, decía
Monteagudo, son los intereses eminentemente nacionales de las repúblicas
que acaban de nacer en el nuevo mundo". [3] Esto definía claramente la
jerarquía de los temas de su temprana política exterior: obtener el
reconocimiento formal por parte de los principales actores del sistema
internacional y procurar los recursos necesarios para defenderse y sostener
la guerra con el poder metropolitano.

El desenlace de la guerra independentista no puso término a las amenazas
que se cernían sobre estos estados ni abrió inmediatamente el camino a una
fase de su evolución centrada en las urgencias de ese progreso material que
había constituido un motivo principal del movimiento revolucionario.
Mientras que las discordias intestinas, asociadas a la construcción de un
nuevo poder y a la búsqueda de la definitiva organización institucional
comprometían su desenvolvimiento, cualquier indicio de intento por
rehabilitar el dominio colonial activaban las cuestiones relacionadas con
la defensa y la seguridad

A lo largo del primer medio siglo de vida independiente, estas inquietudes
nutrieron un concepto de unidad que se remitía a ilustres antecedentes
universales y que había sido parte de las ideas e iniciativas de los
líderes revolucionarios, la mayoría de los cuales habló siempre en nombre
de América. Desde sus orígenes, el movimiento emancipador apareció teñido
por la idea confederal. La lista de los hombres en los que encarnó esta
noción es muy extensa y reveladora de una constante que remonta sus raíces
a la propia estructura colonial que habría de desmantelarse y en la que
coexisten ideales e imágenes utópicas de difícil realización junto con
percepciones de amenazas e ideas sobre las prioridades políticas o
económicas de las flamantes repúblicas.

Habitualmente se menciona el proyecto de Declaración al Pueblo de Chile de
1810-11 como una de las primeras y mas elocuentes exposiciones de este
espíritu integrador. Reflejando las ideas sobre un programa de gobierno
presentado a la Junta revolucionaria establecida en septiembre del año
anterior, en el se decía: "Los pueblos de América Latina no pueden defender
su soberanía aisladamente; para desarrollarse ellos necesitan unirse, no
en una organización interior sino para su seguridad exterior, contra los
proyectos de Europa y para evitar la guerra entre ellos; 2) esto no
significa de modo alguno que deban verse a los estados europeos como
enemigos; al contrario, es indispensable establecer con ellos y tanto como
sea posible, relaciones de amistad, 3) los estados de América tienen
necesidad de reunirse en un Congreso para organizarse y fortificarse. Y la
declaración agrega: "El día en que América reunida en Congreso, sea de sus
dos continentes, sea solo del sud, hable al resto de la tierra, su voz se
hará respetar y sus resoluciones serán difícilmente contradichas".

La lectura atenta de este temprano texto proporciona un indicio de las
demandas y necesidades de los nuevos estados nacidos de un proceso
emancipador: resistir las amenazas externas y evitar las luchas entre ellos
para consolidar su independencia e iniciar un ciclo de progreso; también
muestra que la idea de Congreso como una institución de las relaciones
interestatales precedió las prácticas que en Europa se consagrarían después
de Viena y que desde entonces sirvieron para fortalecer en América la
disposición a alentar iniciativas semejantes. En 1918, el Director Supremo
Bernardo de O´Higgins dirigía un manifiesto al pueblo chileno en el que
mencionaba la necesidad de construir "una gran confederación del continente
americano capaz de sostener su libertad civil y política". En 1822 José
Cecilio del Valle, el estadista hondureño interlocutor de Jeremías Benthan
publicaba en Guatemala un artículo en el que sostenía: "Ya está proclamada
la independencia en casi toda la América, ya llegamos a esa altura
importante de nuestra marcha política, ya es acorde en el punto primero la
voluntad de los americanos. Pero esta identidad de sentimiento no
produciría los efectos de que es capaz si continuaran aisladas las
provincias de América". Para ello proponía la convocatoria de un Congreso
general, "mas expectable que el de Viena", al que cada provincia de una y
otra América mandase sus diputados o representantes con plenos poderes para
tratar los "asuntos grandes" que deben ser objeto de su reunión: en primer
lugar, "trazar el plan mas útil para que ninguna provincia de América sea
presa de invasores externos, ni víctima de divisiones intestinas" ; en
segundo lugar, "formar el plan más eficaz para elevar las provincias de
América al grado de riqueza y poder a que pueden subir". Fijándose estos
objetivos debían constituir una gran federación que debía unir a todos
los Estados de América y formular el plan económico necesario para
enriquecerlos: "Que para llenar lo primero, sostenía del Valle, se
celebrase el pacto solemne de socorrerse unos a otros todos los Estados en
las invasiones exteriores y divisiones intestinas...; que para lograr lo
segundo se tomasen las medidas y se formase el tratado general de comercio
en todos los Estados de America, distinguiéndose siempre con protección mas
liberal el giro recíproco de unos con otros". [4]

Un par de años mas tarde y muy poco antes de su asesinato, Bernardo de
Monteagudo mencionaba a del Valle como antecedente de su propio ensayo
escrito en Lima y titulado "Sobre la Necesidad de una Federación General
entre los Estados Hispanoamericanos". Después de recordar que "ningún
designio ha sido mas antiguo entre los que han dirigido los negocios
públicos durante la revolución, que formar una liga general contra el común
enemigo y llenar, con la unión de todos, el vacío que encontraba cada uno
en sus propios recursos", señalaba que la esperanza de realizar el proyecto
de federación general, "el negocio de mas trascendencia que actualmente
puede presentarse a nuestros gobiernos", necesitaba de alguién que tomara
la iniciativa y que podía vislumbarse que tal proyecto podría plasmarse
durante el año 1825 merced a las gestiones del entonces presidente de
Colombia. Ya había ocurrido Ayacucho y los españoles apenas controlaban
San Juan de Ulloa, el Callao y Chiloe, pero la amenaza que ahora se
insinuaba provenía de la Santa Alianza y las fuerzas que podían movilizar
sus integrantes, quizás contando con la complicidad de Brasil, ante lo cual
Monteagudo enfatizaba la necesidad de formar una Liga: "un verdadero
pacto, que podemos llamar de familia, que garantice nuestra independencia,
tanto en masa como en detalle. Esta obra pertenece a un congreso de
plenipotenciarios de cada Estado que arregle el contingente de tropas y la
cantidad de subsidios que deben prestar los confederados en caso
necesario". Tal asamblea no debía atribuirse ninguna autoridad coercitiva,
al menos en los primeros diez años desde el reconocimiento de la
independencia; luego, "la dirección en grande de la política interior y
exterior de la confederación debía estar a su cargo , para que ni se
altere la paz ni se compre su conservación con sacrificio de las bases o
intereses del sistema americano. Solo una tal asamblea podría "con su
influjo y empleando el ascendiente de sus augustos consejos mitigar los
ímpetus del espíritu de localidad que en los primeros años será tan activo
como funesto"

El respeto, el crédito y el poder que se acumularía en la asamblea de
plenipotenciarios -argumentaba Monteagudo-, constituirían una garantía para
la independencia territorial y la paz interior pues quién quisiera
emprender proviniendo de cualquier parte del globo la subyugación de alguna
de las repúblicas hispano americanas, tendría que calcular "no solo las
fuerzas marítimas y terrestres de la sección a que se dirige, sino las de
toda la masa de los confederados, a las cuales se unirían, probablemente,
la de potencias como Gran Bretaña y los Estados Unidos. Además, la paz
interna de la confederación quedaría igualmente garantizada desde que
existiría un ámbito en que los intereses aislados de cada confederado "se
examinen con el mismo celo e imparcialidad que los de la liga entera. No
hay sino un secreto para hacer sobrevivir a las instituciones sociales a
las vicisitudes que las rodean, inspirar confianza y sostenerla".

Monteagudo veía en las gestiones de Bolivar la posibilidad de plasmación de
su proyecto. En efecto, en las instrucciones a los enviados
plenipotenciarios que habrían de negociar los acuerdos que como presidente
de la Gran Colombia habría de concertar con Perú y Mexico, el Libertador
indicaba: "Es necesario que Ud. encarezca insesantemente la necesidad que
hay de poner desde ahora los cimientos de un cuerpo anfictionico o asamblea
de plenipotenciarios que de impulso a los intereses comunes de los Estados
Americanos, que dirima las discordias que puedan suscitarse en lo venidero
entre pueblos que tienen unas mismas costumbres y hábitos y que por falta
de una institución tan santa pueden quizás encender las guerras funestas
que han asolado otras regiones menos afortunadas". [5]

Entre los objetivos del Tratado de Liga y Confederación Perpetua celebrado
entre las repúblicas de Perú, Colombia, Centro América y los Estados Unidos
Mejicanos en 1826 ocupaba un lugar prioritario el deseo de "sostener en
común defensiva y ofensivamente la soberanía e independencia de todas y
cada una de las potencias confederadas de América contra toda dominación
extranjera y asegurar los goces de una paz inalterable y promover al efecto
la mayor armonía y buena inteligencia, así entre sus pueblos, ciudadanos y
súbditos respectivamente, como con las demás potencias con quienes deben
mantener o entrar en relaciones amistosas". La importancia que se el asigna
al mantenimiento de relaciones pacíficas entre los miembros se traduce,
tanto en la especificación de los propósitos de la Asamblea General de
Plenipotenciarios, la que debía "contribuir al mantenimiento de una paz y
amistad inalterable entre las potencias confederadas y procurar la
conciliación y mediación entre una o más de las potencias aliadas (art.13)
como en la de aquellos artículos en los que las partes contratantes se
obligan y comprometen solemnemente a "transigir amigablemente entre sí
todas las diferencias que en el día existen o puedan existir entre algunas
de ellas y a solicitar los buenos oficios, interposición y mediación de sus
aliados en caso de conflicto grave"

En 1829, una expedición española ocupó Tampico (Mexico) como parte de un
intento de reconquista, en 1938 sendas flotas francesas sometieron a
bloqueo a los puertos de Argentina y Mexico, en el último caso adueñandose
momentáneamente de la fortaleza de San Juan de Ulloa. Precisamente fue
Mexico el país que, al menos tres veces durante la década de 1830, impulsó
iniciativas destinadas a convocar un Congreso General que, en definitiva no
llegó a cristalizar a pesar de la disposición aparentemente favorable de
varios países. En una de esas oportunidades, el diplomático Juan de Dios
Cañedo encabezó una misión ante los gobiernos de la región para convenir
los términos de la convocatoria partiendo de los siguientes puntos: a)
reconocimiento de la independencia de América por España, b) concordato con
la Santa Sede, c) tratados uniformes con las potencias extranjeras, d)
tratado de amistad y comercio de las repúblicas entre sí, f) auxilio
recíproco de estas en caso de agresión, g) medios de evitar la guerra entre
las mismas, h) arreglo de las fronteras, i) creación de un derecho público
americano.

El primer impulso confederal se extendió por un par de décadas. Hacia 1840
ya se habían derrumbado los dos intentos principales: la unión gran
colombiana y el que había intentado reunir a Bolivia y Perú bajo el mando
de Santa Cruz, experiencias que de todos modos no eran asimilables en
cuanto a métodos y espíritu que las animaba. Este propósito unificador,
que se había sustentado en el carácter continental de la guerra
emancipadora y en un cierto sentimiento de pertenencia transfronteriza que
muy frecuentemente hizo posible que naturales de un país fueran
funcionarios o representantes diplomáticos de otro, rápidamente habría de
colisionar con tendencias de signo opuesto, entre ellas las expresiones del
localismo o de tempranos nacionalismos. Durante la fase revolucionaria, en
la que pesaba la necesidad de supervivencia y la capacidad de resistencia,
las elites modernizadoras y librecambistas vislumbraron los méritos de un
proyecto unificador; pero esas primeras representaciones estaban destinadas
a ser desdeñadas por circunstancias políticaas concretas aliadas a datos
geográficos incontrastables. No pudieron resistir la lógica fragmentadora
de las luchas internas a través de las cuales se iba dando cabida a nuevas
configuraciones de poder.

Un capítulo especial debería reservarse a las propuestas que, en paralelo
con proyectos gubernamentales, elaboraron distintos pensadores
hispanoamericanos y cuyo espíritu e inteligencia pueden sintetizarse en el
ensayo sobre "Conveniencia y Objeto de un Congreso General Americano" con
el que Juan B. Alberdi obtuviera en 1844 su título en la Facultad de Leyes
y Ciencia de Santiago de Chile. A diferencia de muchos de sus compatriotas,
Alberdi reivindicaba la iniciativa de Bolivar, pero vinculándola
exclusivamente a las necesidades derivadas de la consolidación de la
independencia recientemente conquistada. A su juicio, dessaparecida la
amenaza metropolitana, los propósitos de un Congreso del tipo del
impulsado por el Libertador debían redefinirse. No se trataba de "pactar
medios de resistir una agresión externa que no viene ni vendrá para la
América" sino de ubicar en el centro de las deliberaciones y negociaciones
un conjunto de cuestiones fundamentales para promover el comercio y la
prosperidad material del continente. "No será político, sino comercial y
marítimo... Aplaudiré toda mi vida al sentimiento de aquellos estados que
sacan su vista del recinto estrecho de sus fronteras y la levantan hasta la
vida general y continental de América... Que la América se reúna en un
punto, piense en su destino, se de cuenta de su situación, hable de sus
medios , de sus dolores, de sus esperanzas". [6]

La "agenda" propuesta por Alberdi era muy extensa y en muchos sentidos
sorprendente. La encabezan las gestiones destinadas a precisar los límites
territoriales de los nuevos estados. Considera improcedente el interés
exagerado por el territorio "que recibimos sin examen del ejemplo de la
política europea", pero al mismo tiempo una aguda visión de los
condicionamientos geopolíticos le sugieren la necesidad de conciliar los
intereses de los países mediterráneos y los litorales. Las demarcaciones
territoriales, a su juicio, serian también un medio eficaz para establecer
el equilibrio continental, el que, "mas que la ponderación y balanza de
nuestras fuerzas militares, debe nacer del nivelamiento de las ventajas de
comercio, navegación y tráfico"

En la lista de temas que en opinión de Alberdi deberían ser objeto de
discusión, figuran también cuestiones referidas al derecho de navegación de
ríos y mares, sanción de normas destinadas a proteger y desarrollar el
comercio (derecho mercantil), unificación de criterios para el ejercicio de
profesiones científicas e industriales, impulso a los inventos científicos,
la producción literaria y las aplicaciones de industrias importadas,
construcción de un vasto sistema de caminos internacionales, normas sobre
extradición y asilo, programas de poblamiento y colonización, desarrollo de
un derecho de gentes para el continente.. "Una de las grandes miras del
Congreso, comentaba, debe ser la consolidación de la paz americana" Ello se
lograría mediante un pacto de desarme general entre los nuevos estados,
manteniendo cada uno las fuerzas necesaria para preservar la paz y el orden
interior. Se trataba de "reemplazar la paz y neutralidad armadas por la paz
y neutralidad mercantil".


Fueron necesarias nuevas circunstancias mundiales y regionales para que los
rescoldos unificadores se activaran y el impulso reapareciera en los mismos
sitios donde se había manifestado con mas fuerza originariamente. De todas
ellas dos gravitaron de un modo destacado: los eventuales intentos
recolonizadores europeos y la expansión de Estados Unidos. La alarma
proveniente del continente fue alentada por la intervención norteamericana
en México. Era inevitable que corriera un estremecimiento en las repúblicas
de raíz hispánica ante la agresión a una de ellas y comenzara a pensarse en
el riesgo proveniente del norte. Bolivar había sido uno de los primeros en
vislumbrarlo cuando en 1829 escribió: "Los Estados Unidos parecen
destinados por la providencia a plagar a la América de miserias en nombre
de la libertad". Fue precisamente en nombre de la "ampliación de la
libertad" y de la difusión de sus instituciones, cuando no pretendiendo
justificarse en base a supuestas leyes del crecimiento natural de los
estados, que en las décadas del cuarenta y cincuenta, la política
expansionista norteamericana hizo suyos gran parte de los territorios
mexicanos y anunció, sin ningún disimulo, las pretensiones sobre Cuba.

A pesar de las previsiones del Alberdi del Memorial, la sombra de la
restauración del poder colonial parecía oscurecer el horizonte continental.
Muchos lo vislumbraron detrás de las actividades del general ecuatoriano
Juan José Flores quién, en connivencia con la corte de Madrid pretendía
recuperar el poder en su país e instaurar una monarquía. Este fue el
principal motivo del Tratado de Confederación suscripto en Lima en 1848 por
representantes de Perú, Bolivia, Chile, Nueva Granada y Ecuador. Su
objetivo central era "sostener la soberanía y la independencia de cada una
de ellas, para mantener la integridad de sus territorios, para asegurar en
ellos sus dominios y señorío y para no consentir que se infieran
impunemente a ninguna de ellas ofensas o ultrajes indebidos"

Al margen de las disposiciones destinadas a asegurar la mutua defensa, las
repúblicas confederadas ratificaban la intención de evitar los conflictos
que pudieran suscitarse entre ellas, especialmente motivadas por cuestiones
limítrofes: "Con el fin de que se conserve entre ellas inalterable la paz,
adoptando el principio que aconseja el derecho natural y la civilización
del siglo" acordaban que cualquier problema que se suscitara entre ellas
habría de arreglará por vías pacíficas. En materia de límites afirmaban el
derecho a conservar las delimitaciones territoriales existentes al tiempo
de su independencia y preveían mecanismos para realizar las demarcaciones
correspondientes. En el caso en que estos procedimientos no permitieran
llegar a acuerdos, las partes involucradas someterían el asunto a la
decisión arbitral. [7]
Poco menos de una década mas tarde, nuevas amenazas alentaron otra
iniciativa confederal. En septiembre de 1856, mientras el filibustero
norteamericano William Walker, quién ya había encabezado dos ataques a
Mexico y confeso esclavista, incursionaba en Nicaragua apoyado por
poderosos intereses del sur de su país, llegando al extremo de
autoproclamarse presidente y ser reconocido como tal por el Departamento de
Estado, las repúblicas de Chile, Peru y Ecuador suscribían en Santiago un
Tratado de Unión al que se lo conocerá habitualmente como Tratado
Continental, el que quedaría abierto a la adhesión del resto de los países
de la región (solo lo hicieron Guatemala, Salvador, Costa Rica y México).
En las consideraciones del Tratado se hacía referencia al propósito de
"estrechar las relaciones entre los pueblos y ciudadanos de cada una de
ellas, quitando las trabas y restricciones que pueden embarazarlas y con la
mira de dar por medio de esa unión desarrollo y fomento al progreso moral
de cada una y todas las Repúblicas y mayor impulso a su prosperidad y
engrandecimiento, así como nuevas garantías a su independencia y
nacionalidad y a la integridad de sus territorios". De estas
consideraciones se desprende que el énfasis del Tratado Continental parecía
desplazarse hacia aquellas materias que pudieran facilitar la actividad
económica y las transacciones comerciales entre sus miembros. [8]

Los once primeros artículos del mismo contemplaban, precisamente, este tipo
de cuestiones: tratamiento de nacionales en los diversos países, normas
sobre navegación, libre circulación de correspondencia, extradición de reos
acusados de crímenes no políticos, difusión de la enseñanza, reconocimiento
de títulos profesionales, sistema uniforme de moneda y normas aduaneras.
Por otra parte, en el mismo año en que se suscribía en Tratado Continental,
otro grupo de países -México, Guatemala, Salvador, Costa Rica, Nueva
Granada, Venezuela y Perú- firmaron por intermedio de sus plenipotenciarios
acreditados en Washington un pacto de alianza y confederación similar al de
Santiago.

La reincorporación de Santo Domingo a la monarquía española dispuesta por
las propias autoridades de la isla en marzo de 1861 y que se prolongó, con
ocupación militar y resistencia armada hasta fines de 1864, la intervención
francesa en México en 1862 y la instauración de un régimen monárquico
presidido por Maximiliano prolongado hasta 1865, la ocupación por parte de
unidades navales españolas de las islas Chincha pertenecientes a Perú y
luego el bombardeo a que la misma flota sometiera al puerto chileno de
Valparaíso, fueron interpretados como parte de una nueva ofensiva de las
cortes europeas para tomar posiciones en el continente y reactivaron una
vez mas la idea confederal. Como consecuencia de ello, entre noviembre de
1864 y enero de 1865 se realizó un nuevo congreso en Lima. Asistieron
representantes de Chile, El Salvador, Venezuela, Colombia, Perú, Ecuador y
Bolivia (Argentina participó a través de un representante sin autorización
para suscribir ningún tipo de pacto) Se firmaron en la oportunidad dos
convenciones. Una sobre "Unión y Alianza Defensiva", la otra sobre
"Mantenimiento de la Paz". Por la primera, las partes se comprometían a
aliarse para defender su independencia, soberanía e integridad territorial
contra cualquier tipo de agresión. La alianza habría de activarse no solo
en caso en que fuera atacado el territorio de uno de los miembros, o
cambiar su forma de gobierno o constitución política, sino también si se lo
quisiese someter a algún tipo de protectorado u obligárselo a vender o
ceder territorio o se le pretendiera imponer condiciones que limitasen el
ejercicio de su soberanía e independencia. Mediante el acuerdo sobre
Mantenimiento de la Paz, los firmantes se obligaban a emplear
exclusivamente medios pacíficos para terminar con sus diferendos,
comprendidos los de límites, sometiéndolos a la sentencia sin apelaciones
de un árbitro cuando no fuera posible terminarlos de otros modo; si alguna
de las partes rehusara someter el litigio al arbitraje, sus aliados
deberían interponer sus buenos oficios para inducirla a cumplir esa
obligación. Se establecía la realización de una conferencia internacional
cada tres años. [9]


En resumen, en todas las iniciativas de congresos y confederaciones, sean
las de carácter oficial que se materializaron en convenciones y tratados,
como aquellas formuladas por publicistas, pensadores o dirigentes políticos
de distinto signo ideológico, se destacan algunos elementos fundamentales:

1. En las consideraciones preliminares de todas las convocatorias, se pone
énfasis en un conjunto de elementos aglutinantes que respaldarían la
viabilidad de la iniciativa. En el tratado de 1826, por ejemplo, se hablaba
de "naciones de un origen común que han combatido simultáneamente para
asegurarse los bienes de la libertad y la independencia" A su vez, en el
preámbulo del Tratado de 1848 podía leerse: "Unidos por lazos de origen,
lengua, religión, costumbres, su situación geográfica, la causa común que
han defendido y sus intereses comunes, no pueden sino considerarse como
partes de una misma nación que deben unir sus fuerzas y recursos para
salvar todos los obstáculos que se oponen al destino que les deparan la
naturaleza y la civilización".

2.Un propósito principal era erigir un mecanismo de defensa común, primero
para asegurar la realización del proceso emancipador , más adelante para
contrarrestar eventuales intentos de restauración metropolitana y
finalmente para crear condiciones de seguridad que protegieran a los nuevos
estados de las amenazas externas que pudieran presentarse
.
3. En todos esta presente la preocupación por preservar la paz entre los
nuevos estados independientes. La Asamblea General de Ministros
Plenipotenciarios de los países confederados prevista en el Tratado de 1826
tenía entre sus principales funciones "contribuir al mantenimiento de una
paz y amistad inalterable entre las potencias confederadas... y procurar la
conciliación y la mediación entre una o más de las potencias aliadas o
entre estas con una o más potencias extrañas a la Confederación", del mismo
modo las instrucciones del ministro de relaciones exteriores de Perú a su
representante plenipotenciario de 1848: "Siendo una paz inalterable y
profunda el primero de los bienes sociales, y cuya posesión es
absolutamente necesaria a las recientes naciones americanas para consolidar
el orden interior y las instituciones, para adelantar y asegurar su crédito
y para avanzar en toda vía de bienestar y de progreso, deben los estados
coaligados adoptar y estipular, como principio vital e invariable, no
hacerse jamás la guerra, sino recurrir en todo evento a las vías y medios
de conciliación, negociación y transacción".


4.En todos se manifiesta la intención de propiciar aquellas condiciones de
desenvolvimiento de los Estados que favorecieran su prosperidad material
mediante el aumento de relaciones comerciales, la formulación de sistemas
normativos que rigiera sus relaciones, el desarrollo de la infraestructura
física necesaria para un contacto mas estrecho, etc.

5. Tampoco falta la mención al compromiso de respaldar y defender la
forma de gobierno republicana. En el Tratado de 1826, por ejemplo, se
establecía: "Si alguna de las partes variase esencialmente sus formas de
gobierno, quedará por el mismo hecho excluido de la Confederación". A su
vez, en 1848 se puso en consideración una propuesta que establecía: "Siendo
de conveniencia común a todas las repúblicas americanas la conservación del
sistema democrático que han adoptado, convendría que se comprometiesen
mutuamente a no permitir que dicho sistema fuese destruido". Si bien esta
iniciativa no prosperó en virtud de que implicaba admitir la posible
intervención de unos estados en los asuntos internos de otros, se reconoció
que "aunque es de desear que ninguna de ellas se intente alterar el sistema
democrático adoptado" no había forma en que esto pudiera ser impuesto a los
países miembros sin afectar sus derechos

El hecho de que ninguno de los tratados suscriptos en estas reuniones
hubiera sido ratificado ha sido interpretado como prueba de una
perspectiva utópica. En rigor, si bien tal circunstancia ilustra acerca de
la viabilidad del proyecto confederal, no desmiente su importancia como un
dato de la cultura política compartida ni ofrece prueba en contra de su
influencia, mediata o inmediata, sobre el desenvolvimiento de las políticas
exteriores de los respectivos estados. Como se ha destacado mas de una vez,
toda esa experiencia -ratificaciones al margen- desde algún lugar ha
contribuido al desarrollo y orientación final de la política exterior de
los estados americanos, intensificando los vínculos entre los mismos e
inaugurando una valiosa tradición en el campo jurídico-político .

Naturalmente, conspiraban en contra de la concreción de sus propósitos
originales una cantidad de factores; entre ellos las distancias y debilidad
de los sistemas comunicacionales, la escasa densidad de los vínculos
económicos entre los participantes, las fricciones provenientes de litigios
fronterizos y demarcaciones territoriales, las luchas internas que los
desgarraban. Estas últimas gravitan al menos en dos sentidos: por un lado,
por la inestabilidad político-institucional que provocaban y la
consiguiente discontinuidad de los gobiernos y la precariedad de los
compromisos asumidos por los mismos. [Alguna vez Alberdi se preguntaba si
algún plenipotenciario podía asegurar al firmar un tratado si su gobierno
existía aún o si en general había entre las jóvenes repúblicas una cuyo
gobierno durara el tiempo normalmente exigido por una negociación
diplomática], por otro lado, en virtud de la tendencia a proyectarse más
allá de las fronteras -por lo demás frecuentemente mal definidas-, de los
países de origen introduciendo complicaciones en las relaciones con sus
vecinos: facciones políticas de un Estado que operaban desde el territorio
de otro, controversias en torno del tratamiento otorgado a los exiliados,
etc.

Por cierto, además de los obstáculos mencionados, los proyectos e
iniciativas confederales no dejaron de suscitar resistencias y generar
fuertes controversias al interior de quienes eran convocados para
materializarlas. En general, cuando no se debían a pugnas por liderazgos o
a la gravitación de la lógica de oposición que comprometían la posibilidad
de consensos internos en torno de distintos temas de la política exterior,
estas discusiones se manifestaban en dos planos; a) diferencias respecto
del sentido, plausibilidad, entidad u orígenes de las amenazas externas y
acerca de los estados que habrían de ser invitados a participar en las
respectivas conferencias; b) oposición de las corrientes "nacionalistas"
que interpretaban que la consolidación de las respectivas naciones debía
ser previa a cualquier intento asociativo o compromiso que pudiera
significar la institucionalización de mecanismos supranacionales.

Después de la década de los sesenta, las únicas iniciativas confederales
que se insinuaron tuvieron por escenario a la región Centroaméricana:
Guatemala en 1876, ese mismo país en 1887, Costa Rica en 1888 y El Salvador
en 1889 fueron sede de las reuniones. En el último caso, los impulsores de
la propuesta fueron los Estados Unidos, acompañados por México y en la
conferencia respectiva se propuso la reunión de todos los estados de la
región en una República Centroamericana.


Formas de sociabilidad e integración económica.

De todos modos y a despecho de los obstáculos que se interpusieron en el
camino a los proyectos anteriores a 1865, la vertiente unificadora y de
tonos pacifistas no dejó ofrecer testimonio de su vigencia. Después de esa
fecha se prolongó en iniciativas de alcances más limitados, con frecuencia
destinadas a resolver cuestiones prácticas de la convivencia internacional,
mas necesarias cuanto más se fortalecían los procesos de organización
nacional y de modernización económica e institucional. Tal el caso de los
congresos destinados a unificación y codificación del derecho internacional
privado (Lima 1877 y Montevideo 1888), los ocho congresos científicos
realizados entre 1898 y 1940 destinados a "estudiar las soluciones dadas en
las diversas naciones a los mismos problemas industriales, mecánicos,
médicos y sociológicos" y una cantidad de reuniones sobre cuestiones,
financieras, sanitarias, de intercambio educativo y cultural, de
comunicaciones, agrícolas, etc. [10]

Un hecho que no puede dejar de llamar la atención cuando se revisa la
literatura sobre las el desempeño externo de la región, es la escasa
ponderación de estas manifestaciones de sociabilidad internacional que se
multiplicaron y prosperaron a pesar de las dificultades de comunicación y
transporte y de un común patrón de integración al mercado mundial que poco
hacía por conectarlos entre sí Es como si el mismo movimiento que
impulsaba a cada país a privilegiar relaciones verticales paralelas con los
centros económicos, financieros o culturales, simultáneamente alentara una
tendencia de sentido contrario destinada a darle mayor densidad a los
contactos horizontales. Seguramente, un trabajo de investigación
sistemático que destinado a escrutar sobre motivos y resultados de estos
flujos interaccionales diría mucho sobre una dimensión de la realidad
continental que revela rasgos idiosincráticos singulares.

Otra circunstancia que merece ser mencionada es el rumbo tomado por el
Brasil republicano en la zona intermedia entre dos siglos. Durante un largo
período las relaciones del Imperio con las repúblicas de origen hispano
habían estado teñidas de recelos y prevenciones, aunque no faltaron
convergencias motivadas por razones geopolíticas o ideológicas como lo puso
de manifiesto la coalisión tripartita contra el Paraguay de Solano Lopez.
De hecho, el cambio de régimen suponía de hecho una "aproximación" a
Latinoamerica que insinuaba nuevas solidaridades, pero además, quienes la
auspiciaron o lideraron incorporaron expresamente a su programa la demanda
de una identidad continental hasta entonces opacada. Recíprocamente, fueron
las repúblicas latinoamericanas las primeras en reconocer el nuevo status
institucional brasileño. [11]

Desde principios del siglo XX el ideal unificador volvió a dar pruebas de
su vigencia. En la mayoría de sus expresiones se combinaban motivos
políticos y económicos, bien que ponderados de modo diferente. En la
vertiente que ponía énfasis en lo político no era difícil descubrir la
gravitación de Estados Unidos, sea como ejemplo de los frutos de su propia
unidad, sostén de su talla continental, sea como reacción a sus prácticas
expansionistas censuradas con moderación o abiertamente denunciadas como
actitudes imperialistas; mientras que la perspectiva económica estaba
mas atenta a las condiciones del progreso y las "nuevas tendencias
mundiales" resultado de una fase de configuración del mercado mundial. En
1907 el uruguayo José Senra Carranza invocaba la "necesidad primordial de
que la familia de las antiguas colonias españolas, única que se desmembró
en numerosas nacionalidades, empiece por volver sus sentimientos a la
antigua unidad, ya que no en el sentido de su recomposición en un solo
organismo, en el de los temperamentos que tiendan a neutralizar en lo
posible los efectos de la desventaja de su disolución en medio de las
grandes unidades con quienes comparte los dominios y la suerte del nuevo
mundo". [12] Tres años más tarde y con un tono más combativo el
argentino Manuel Ugarte publicó "El porvenir de la América Española" un
texto que junto con otro escrito en 1923 se convertirían en emblemáticos
de toda una corriente latinoamericanista. El segundo se cerraba con una
frase elocuente: "estamos asistiendo a la irrupción de fuerzas nuevas
dentro de la política del mundo, y la América latina representará acaso
mañana un importante papel si, ateniéndose a las realidades, coordina los
recursos que ofrece su volumen y su vitalidad". [13]

Mas proyección política tuvo Victor Raul Haya de la Torre, creador del APRA
peruano. Desde sus inicios, De la Torre puso como elemento central de su
programa social democrático la unidad de los veinte pueblos indoamericanos
[denominación que pretendía remitir a un origen común de todos los pueblos
y países de América] Auspiciada desde los años veinte e incorporada al
programa del partido en 1931, la unión o confederación de los pueblos del
continente era concebida "como base de resistencia frente al Imperialismo,
como garantía de coordinación económica de su vida nacional y como seguro
camino político para que nuestros países devengan "gran potencia" en un
mundo histórico que tiende a organizarse en vastos Estados o Pueblos
Continentes, siguiendo la dirección expansiva que marca la Historia de los
últimos doce siglos: organización feudal, organización nacional y
organización continental" . [14]

Por cierto, no eran los flujos comerciales los que entonaban los vínculos
entre los países de la región. Ya en los años sesenta del siglo XIX, las
autoridades de Buenos Aires habían señalado como prueba del escaso
intercambio, el ocio en que transcurría la vida de los enviados
plenipotenciarios o los cónsules provenientes de países americanos. Lo
mismo diría el poeta itinerante de origen nicaraguense Ruben Darío,
designado cónsul general de Colombia en Buenos Aires: "Mi puesto no me dio
ningún trabajo, pues no había nada que hacer, según me lo manifestara mi
antecesor, el señor Samper, dado que no había casi colombianos en Buenos
Aires y no existían transacciones ni cambios comerciales entre el país que
representaba y la Argentina. [15] Para 1913, el 70% de las exportaciones y
el 71% de las importaciones de América Latina tenían por origen o destino
los cuatro países más avanzados: Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania y
Francia.

Si la articulación de cada economía con el mercado mundial no favorecía el
contacto entre las mismas, tampoco impedía que se vislumbraran
oportunidades a futuro o se formularan proyectos o demandas de mayor
conexión. No en vano la experiencia del "zollverein" alemán fue uno de los
episodios mundiales que mas gravitó sobre la imaginación de los dirigentes
continentales -no podía dejar de vérselo como el instrumento que hizo
posible la unidad alemana y el más notable ejemplo de crecimiento de un
país en la segunda mitad del siglo XIX-, sugiriéndoles la conveniencia de
iniciativas semejantes orientadas hacia la conformación de grandes espacios
económicos. No fueron solo los funcionarios de Washington los que lo
evocaron al realizar la convocatoria de 1889 que varios países
cuestionaron, con Argentina a la cabeza, alegando precisamente la escasa
entidad de los flujos comerciales mutuos; desde fines del siglo, numerosas
personalidades latinoamericanas adheridas a fórmulas proteccionistas o
librecambistas mencionaron el antecedente germano para sugerir las
potencialidades de un vasto mercado o propiciar proyectos de alcance
subregional.

Ya en 1909, en una conferencia dictada en Alemania, el argentino Alejandro
Bunge mencionó la posibilidad de una "futura unión económica sudamericana
del sud". Otro argentino menos citado comentaba: "Lo mismo en lo interior
que en el orden internacional, existe conveniencia general en adaptar la
geografía sudamericana a las necesidades económico-políticas del régimen
nuevo, ya que parece ser una verdad bien demostrada la de que contribuye a
la prosperidad de un país la prosperidad de sus vecinos, y que en el fondo
el destino de los pueblos es solidario. A la luz de este principio de
solidaridad económica, las naciones sudamericanas resultan vinculadas no
solo por sus antecedentes hirtóricos, sino también por sus conveniencias
futuras; y una política internacional bien entendida debe, por
consiguiente, sooperar bajo el punto de vista geográfico, a que los límites
de todas ellas respondan lo más posible a las exigencias y necesidades del
régimen nuevo. El Zollverein latino-americano que desgraciadamente aparece
como ideal tan lejano o mas bien imposible, sería sin embargo de benéficas
consecuencias para los países de la América del Sud; en cambio la lucha
armada o diplomática entre ellas por una falaz hegemonía sería a la larga y
en definitiva, perjudicial para todos, inclusive para los aaparentemente
victoriosos. La política internaiconal de solidaridad ess, en principio,
más útil que la de conflictos e imperialismos. [16]

En 1913, en el manifiesto de una fuerza política chilena denominada Unión
Nacionalista, en la que militaba Guillermo Subercaseaux se decía: "El éxito
de nuestras aspiraciones de expansión industrial y comercial depende, en
mucha parte, no solo de una buena política interior, sino también de una
pol´itica internacional que nos aproxime y nos vincule a las demás
Repúblicas suramericanas y principalmente a las lñimítrofes, con algunas de
las cuales sería posible constituir una unión aduanera de la que podría
resultar una confederación económica de gran potencia". [17] Pocos años
más tarde, el mencionado Subercaseaux insistía en la idea de que la
política de aislamiento constituía un error lamentable volvía a propiciar
la constitución de una unión aduanera: "Debemos ampliar el campo de
nuestro nacionalismo para hacerlo más compatible con el progreso económico
de nuestras repúblicas...busquemos en la unión una base para consolidar
nuestra prosperidad económica". [18]

En los años veinte, siguieron formulándose propuestas unificadoras, ahora
con la convicción por parte de quienes las exponían de que se trataba de la
tendencia dominante en la economía mundial [Generalmente bien informados,
los publicistas americanos tomaban cuenta de episodios tales como el
tratado de Locarno, el proyecto Briand y el Congreso Paneuropeo de Viena]
Ejemplo de esta corriente fueron dos autores chilenos: Victor de Valdivia y
Eliodoro Yañez. En 1924 el primero afirmaba: "En Sudamerica se nos
presentan dos caminos: el primero sería el de la formación de varios
núcleos cuya unión posterior sería posible....el segundo camino, tal vez el
más hacedero, consiste en la formación de un solo núcleo pero
suficientemente poderoso para poder atraer a la larga a los demas países
sudamericanos, mediante las ventajas aduaneras y de toda especie que
gobernantes hábiles podrían ofrecer para todo su progreso . Y este segundo
nucleo fuerte no puede ser constituído sino por los países del ABC". [19]
Dos años más tarde, Eliodoro Yañez propiciaba desde las páginas de un
influyente diario de Santiago, la propuesta de constitución de una Unión
Aduanera y Monetaria de América Latina. Por la misma época, el mencionado
Bunge le daba nueva forma a su idea de la primera década del siglo.

Más que cualquier ejemplo lejano, serían las rupturas y dificultades
derivadas de las circunstancias por las que atravesaría la economía mundial
las que irían dando entidad a los vínculos comerciales intra-región. Esto
comenzó a ocurrir después de la Primera Guerra Mundial y mucho más a partir
de 1930, cuando los trastornos provocados por la crisis y sus secuelas
alentaron los intercambios y dieron nuevo impulso a la idea de uniones
aduaneras auspiciadas desde las esferas gubernamentales o por los agentes
económicos. En muchos de los tratados comerciales de carácter bilateral
suscritos desde entonces y hasta la Segunda Guerra entre los países
latinoamericanos se hacía expresa mención a la intención de encaminarse
hacia la conformación de tal tipo de unión, lo que habrían de constituir,
por otra parte, un paso previo para un proceso de unificación mas amplio.

El estallido de la Segunda Guerra fortaleció esta tendencia, que se vió
reflejada en varias iniciativas de agrupamiento subregional. Tal el caso
del acercamiento entre Brasil, Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay, Bolivia
y Perú plasmado en la Conferencia del Río de la Plata celebrada en 1941 en
Montevideo. En la misma dirección marchaba la Tercera Conferencia
Interamericana del Caribe reunida en Haití en ese mismo año y en cuyo
transcurso se retomó la antigua idea del portorriqueño Eugenio Maria de
Hostos de conformar una Unión del Caribe y más adelante el proyecto de
constitución de la Gran Colombia entre Colombia,Venezuela, Ecuador y
Panamá. Este último fue precedido por el acuerdo de Cucuta concertado entre
los dos primeros países que ponía fin a las cuestiones de límites y
propiciaba el desarrollo de una infraestructura comunicacional y en 1948
desembocó en la Carta de Quito por medio de la cual se creaba una Unión
Económica institucionalizada a través de un secretariado general, un
consejo permanente y una asamblea plenaria anual y que contemplaba la
creación de una flota comercial marítima y aérea, un banco, un instituto de
reaseguro y una empresa editorial.

En cierto modo, después de la contienda esta tendencia integradora de
contenido económico experimento una especie de "demora", tal vez por efecto
del momentáneo predominio de políticas de industrialización sustitutiva
basados en los mercados internos, pero volvió a ganar entidad a medida que
este modelo de sustitución de importaciones comenzó a mostrar sus límites y
vulnerabilidades. Desde mediados de los años cincuenta, las
recomendaciones de organismos como la CEPAL y la influencia del reciente
ejemplo europeo, renovaron el impulso del proceso integrador. Expresión de
esto fueron las experiencias de la ALALC, el Pacto Andino o el Mercado
Común Centroamericano. A partir de entonces la integración recorrió un
largo y accidentado camino plagado de ajustes y redefiniciones de distinto
alcance originados por motivos políticos o económicos. Durante el
transcurso de los años ochenta, condicionados por la crisis de la deuda y
la evolución de la economía mundial, los procesos asociativos
experimentarían un nuevo envión, ahora sobre la base de entendimientos
bilaterales o acuerdos subregionales, de los cuales el actual Mercosur
constituye el mas elocuente ejemplo.



2. El Sistema Regional Institucionalizado

A partir del último tramo del siglo XIX el continente sería sede de una
original experiencia de cooperación internacional. El hecho de que el
sistema interamericano haya sido auspiciado por una potencia que iba en
camino a convertirse en poder mundial y que en una época de repartos
imperialistas gestionaba su "reserva de mercado" y preparaba su proyección
hemisférica, ha oscurecido su sentido y alcances: ocultó todo lo que podía
deberle a una tradición política sólidamente enraizada en Latinoamérica e
introdujo gran confusión en la ponderación de los intereses en juego y las
perspectivas con las cuales cada parte concurría al foro. La atención
prestada a los designios de Washington ha hecho que se perdiera de vista o
se ponderara en menos lo que el resto de los participantes esperaban
lograr.

Los Estados Unidos propiciaron el panamericanismo por diversas razones:
necesidades derivadas de la expansión económica posterior a la guerra de
secesión y la consecuente demanda de mercados, urgencia por neutralizar o
equilibrar la presencia de intereses comerciales y financieros europeos en
el continente; interés por establecer mecanismos que aseguraran la
estabilidad de la región y de este modo preservaran sus intereses
comerciales y restara pretextos y oportunidades para la ingerencia
extracontinental. Todo esto yacía detrás de la idea lanzada por James
Blaine en 1881 -mientras se libraba la Guerra del Pacífico entre Chile,
Perú y Bolivia- de convocar una asamblea continental expresamente destinada
a considerar y discutir los métodos destinados a prevenir la guerra entre
las naciones de América.

Mas allá de sus propósitos reales, las apelaciones de Washington en favor
del estrechamiento de los vínculos continentales procuraba legitimarse a
través de la evocación de la tradición genéricamente asociada con el ideal
bolivariano. Ella comenzaba a ganar prestigio en sociedades que apenas seis
décadas antes habían completado la gesta emancipadora y que necesitaban del
culto a los padres fundadores para fortalecer las identidades nacionales.
Que con aquellas menciones los políticos del Norte procuraban enmascarar
intereses políticos y económicos menos nobles que los enunciados en los
discursos ceremoniales era algo que más de un dirigente de los países
latinoamericanos sabía o intuía, pero esa circunstancia -y los recelos a
ella vinculados- no bastaban para rechazar la propuesta.

No es seguro que les hubiera convenido resistir la iniciativa que de algún
modo se entroncaba con antiguas imágenes confederales o continentales Para
estados jóvenes, el halago y la necesidad de reconocimiento y membrecía
internacional invitaban a acudir a todas las citas sin desdeñar ninguna y
buscando en la negociación lo que no habrían de conseguir con el
aislamiento. La vertiente cooperativa de su cultura política alentaba una
experiencia asociacionista que, aun con sus riesgos y limitaciones
derivadas del contexto asimétrico, podía ser vista, a la vez, como un
recurso de poder y un vehículo de proyección mundial. En el peor de los
casos, acudir al ámbito multilateral para confrontar o negociar con
Washington.

Por otra parte, no debe olvidarse que muchos de estos países crecían y se
modernizaban y con ello aumentaba su prestigio y su autoestima. Sus
dirigentes no desconocían las características del medio internacional ni se
hacían ilusiones desmedidas respecto de la posibilidad de un cambio de las
condiciones imperantes, pero con frecuencia, inmersos en la perspectiva de
un progresismo vaciado en moldes positivistas, parecían inclinados a creer
que podían o debían hacer algo en favor de la transformación positiva de
las cosas. Como se decía en la nota enviada por el gobierno mexicano a los
países del continente invitándolos a concurrir a la Segunda Conferencia
Interamericana: "Por más que un pesimismo desconsolador declare inútiles
los esfuerzos dirigidos a realizar entre los hombres el predominio de la
justicia y la prescripción de la fuerza como sustituto del derecho, es
preciso convenir que la afirmación constante de sanas teorías y su sanción
oficial por los gobiernos mediante convenios o declaraciones en común que
moralmente los obligue, siquiera falte el medio de compelerlos a su
observancia, irán labrando una opinión tan poderosa, que acabe por extirpar
los abusos más arraigados, como ha sucedido con la esclavitud y otras
aberraciones que parecían baluartes inexpugnables para la razón y la
filosofía". [20]
Por otra parte, debe repararse que el continental no sería el único ámbito
multilateral en el que podían hacerse presentes. A poco de constituído el
sistema interamericano, los países latinoamericanos comenzaron a ser
invitados a participar en los primeros foros de carácter mundial,
planteándoseles, a consecuencia de ello, un dilema entre regionalismo y
universalismo al que irán dando distintas respuestas según cada momento y
casi siempre en función de las particularidades de la relación con los
Estados Unidos. Si a la primera Conferencia de La Haya (l899) solo había
asistido una representación mexicana, en la Segunda (1907) la invitación
se extendió a todos los países y no pudo menos que fortalecer su creciente
sensación de reconocimiento e importancia.

En verdad, la intervención de los delegados latinoamericanos en esta
oportunidad no paso desapercibida para nadie. Varios de ellos se mostraron
muy activos, acompañando las iniciativas pacifistas, propiciando el
desarrollo del derecho internacional, defendiendo el principio de igualdad
jurídica y el papel de los estados débiles para el mantenimiento del
equilibrio mundial. Sobre todo, reaccionaron con energía ante las
propuestas de constitución de un Tribunal Internacional de Arbitraje con
representaciones desiguales en función de poderío y población. El brasileño
Ruy Barbosa, una de las voces que se hicieron sentir con mayor fuerza
durante las deliberaciones, al realizar el balance de la reunión decía:
"Mostró a los fuertes el papel necesario de los débiles en la elaboración
del derecho internacional...evidenció que en una Asamblea convocada para
garantizar la paz, no se pueden calificar los votos según la importancia de
sus elementos bélicos" Barbosa había actuado en La Haya convencido de que
representaba a un país pujante que, aunque con escaso poderío militar, se
ubicaba ya entre lo que hoy denominaríamos potencias emergentes: "Después
de las ocho grandes potencias que se reparten el dominio de la fuerza
-decía- ningún Estado se antepone al Brasil en el conjunto de los elementos
cuya reunión señala la superioridad entre las naciones, consideradas ellas
en su totalidad, ninguna de las potencias de segundo orden nos aventaja".
Esta condición, la invitaba a "tener un lenguaje propio, moderado,
circunspecto, pero firme y altivo cuando fuese necesario". [21]

Es probable que en el caso de buena parte de los líderes regionales, la
posibilidad de codearse con los representantes de las grandes potencias
solo sirviera para fortalecer su vanidad elitista y la disposición a
ejercitar con mayor celo que antes su despotismo doméstico, pero en muchos
otros casos se apreciaban las ventajas derivadas de la participación en
los primeros ensayos de constitución de una organización mundial por lo que
ello redundaba en beneficio de autopercepciones y valoraciones de los demás
y de recursos para consolidar el progreso material. Como diría el
presidente argentino José Figueroa Alcorta: "Soy de la opinión que debemos
concurrir a todas las congregaciones de delegados de países civilizados a
que seamos invitados, pues son oportunidad de revelar el estado de nuestra
cultura y prosperidad y de nuestra influencia en los destinos humanos".

Pocos años después de la convocatoria de La Haya, la Primera Guerra les
ofrecía a los mismos países la oportunidad de tomar posición ante otro
acontecimiento de alcance mundial. Si bien las actitudes frente a la
contienda no fueron homogéneas -algunos mantuvieron una postura neutral-,
prácticamente todos recibieron la invitación cursada por la Conferencia de
París para adherir al Pacto y constituirse en miembros fundadores de la
Sociedad de las Naciones. Su desempeño en este ámbito constituye otro
capítulo de la diplomacia latinoamericana que ha merecido mucha menor
atención que la necesaria. Aun admitiendo la asimetria de poder, su
presencia no paso desapercibida. Por otra parte, la "doble membrecía"
plantearía dilemas doctrinarios, políticos y diplomáticos. Sobre todo
antes de obtener logros tangibles en el espacio regional, el universal
podía ser valorizado como un recurso para contrapesar a los Estados Unidos
y una instancia ante la cual acudir cuando la gran potencia continental
reincidiera en prácticas intervencionistas. [22]


La marcha del Sistema Interamericano

La identificación de distintas etapas en el desenvolvimiento del Sistema
Interamericano arroja luz sobre las diferencias entre sus participantes en
orden a intereses y expectativas Las alternativas por las que atravesó a
lo largo de un siglo fueron resultado de la gravitación de diversos
factores: por un lado, la evolución del orden internacional y, en
particular , la cambiante posición de la gran potencia regional dentro del
mismo- con el consiguiente impacto sobre los patrones de relacionamiento al
interior de la región.; por otro lado, de la situación social, económica y
política por la que fueron atravesando los países latinoamericanos, de la
suerte y ritmo de sus procesos de crecimiento económico y de las
transformaciones de la estructura social derivadas de los mismos, lo que
modificó el cuadro de fuerzas sociales, que gravitarían sobre las
percepciones y decisiones estatales. La combinación de estos factores
internos y externos permite identificar al menos tres momentos bien
diferenciados en su trayectoria: 1889/1920, 1920/1948, 1948 en adelante.

1889/1920. Esta etapa de institucionalización del Sistema incluye,
además de la conferencia inaugural, las reuniones realizadas en México, Rio
de Janeiro y Buenos Aires en 1902, 1906 y 1910 respectivamente. Durante
su transcurso, los países consolidaron, con ritmos y alcances diversos, el
proceso de expansión económica y modernización basado en exportaciones
primarias e importación de capitales, mano de obra y productos
manufacturados. Esta adecuación a la división internacional del trabajo y a
los imperativos del cambio tecnológico, produjo una transformación muy
radical de los perfiles productivos y de la estructura social y, como
consecuencia de ello, una renovación -pacífica o turbulenta, según los
casos-, de la vida política interna, afectada por la ampliación de la
participación protagonizada por nuevos sectores de origen urbano
.
Si las transformaciones de la economía mundial modificaban las
oportunidades de los países latinoamericanos y redefinían sus patrones de
inserción internacional, las alteraciones del mapa político -sobre todo en
lo referido al ascenso de Estados Unidos como potencia global las colocaba
en situación de una relación hemisférica cada vez más incómoda: directa o
indirectamente, estaban en el camino de su política de poder convirtiéndose
en escenarios donde habrían de dirimirse disputas entre intereses
hegemónicos diversos. Los discursos oficiales de Washington que prometían
respeto por sus vecinos mas débiles, no alcanzaban para disimular el
impacto de prácticas que lo contradecían y que, en virtud de ello, no
podían dejar de gravitar sobre el desenvolvimiento todavía precario del
Sistema provocando discrepancias respecto de sus propósitos, sus alcances y
la conformación de su "agenda". De un lado, el actor más poderoso buscaba
pretextos para legitimar sus prácticas intervencionistas, neutralizar las
resistencias a las mismas o ampliar sus oportunidades económicas; del
otro, los más débiles, reclamando la sanción de normas y la concertación de
compromisos políticos que proscribieran o, al menos, condicionaran las
arbitrariedades. Este fue el eje de la gran controversia en torno de la no
intervención que se prolongó durante varias décadas. Por cierto, esta era ,
junto con la igualdad jurídica de los Estados, reivindicación principal de
los latinoamericanos, mientras que los EEUU se pronunciaban a favor de
procedimientos y acuerdos que facilitaran y protegieran la actividad libre
de sus ciudadanos emprendedores y preservaran sus intereses materiales.

El intento por poner límite a las discrecionalidades norteñas no era otra
cosa que la manifestación de los puntos de vista de una dirigencia
tradicional que, naturalmente moderada, actuando por si o, en ocasiones ,
en nombre del interés de terceros, no dejaba de recelar ante actitudes y
comportamientos del flamante poder del Norte. Al lado de estas actitudes
justificadamente recelosas que habitualmente se expresaron a través de
manifestaciones "antimonroistas" pronto crecería en todo el continente una
vigorosa corriente que, asentada sobre otras bases sociales y nutrida de
nuevos componentes ideológicos adquiriría un tono francamente
antimperialista.

1920-1948. Esta segunda etapa, a la que cabría denominársela como "crisis,
rehabilitación y auge del panamericanismo", puede subdividirse en tres
períodos: el primero incluye las conferencias de Santiago de Chile (1922) y
La Habana (1928) ; el segundo la conferencia de Montevideo (1933), la
extraordinaria de Buenos Aires (1936), la de Lima (1938) y las varias
reuniones de consulta realizadas durante los años de la guerra; el tercero
incluye la Conferencia extraordinaria de Chapultepec (1945)la de Rio de
Janeiro (1947) y la de Bogotá (1948).

La Primera Guerra Mundial había postergado por nueve años la realización de
la Cuarta Conferencia, prevista originariamente para 1914. Al retomar el
hilo interrumpido en Buenos Aires, era evidente que los países
latinoamericanos estaban decididos a impulsar una nueva definición de los
propósitos y alcances del foro multilateral, instalando en su seno
discusiones de carácter político que Washington hasta allí sistemáticamente
se había resistido considerar. Un conjunto de factores impulsaban esta
postura más combativa: a) varias décadas de crecimiento económico habían
fortalecido su status y la apreciación de sus posibilidades y capacidad
para respaldar sus derechos; b) el desempeño en la Conferencia de La Haya,
en la Conferencia de París y en la Liga de las Naciones les valían un
cierto grado de reconocimiento internacional apuntalando la autovaloración
y el sentimiento de independencia; c) los cambios sociales asociados al
crecimiento económico -sobre todo ascenso de sectores medios urbanos-
venían acompañados de transformaciones políticas e ideológicas que
alimentaban los sentimientos autónomos fortaleciendo a la vertiente
nacionalista-antimperialista que, a su vez, se intensificaba ante las
practicas intervencionistas de USA; d) de algún modo, las tesis wilsonianas
sobre derechos de los estados a la autodeterminación, aunque estuvieran en
abierto contraste con las prácticas diplomáticas de la misma
administración, proporcionaría argumentos adicionales a las posturas
autonomistas; e) la intensificación de rivalidades comerciales, políticas e
ideológicas entre grandes potencias apuntalaban la tentación (y la
posibilidad) de asumir actitudes de regateo o tácticas pendulares.

Las dos conferencias realizadas durante el transcurso de los años veinte,
sobre todo la de la capital cubana, marcan el momento de mayor tensión del
Sistema. Difícilmente podía haber ocurrido otra cosa habida cuenta las
renovadas manifestaciones de intervencionismo estadounidense,
particularmente en Nicaragua y, consiguientemente, la consolidación de las
actitudes antiyanquis, tanto en su vertiente moderada como en la más
fervorosamente antimperialista. A Washington le costó mucho más que antes
mantener a la organización en línea con sus propósitos e intereses. Se vio
obligado a aceptar en el temario cuestiones que prefería dejar de lado, al
tiempo que no pudo evitar que las deliberaciones adquirieron un tono más
fuertemente político fortaleciéndose los reclamos en favor del
reconocimiento del principio de no intervención.

Durante el transcurso de la década siguiente las cosas experimentaron un
giro tan sensible como inesperado. Ello fue resultado de las nuevas
orientaciones de la política exterior norteamericana insinuadas durante la
gestión Hoover e impuestas definitivamente por el presidente Franklin
Delano Roosevelt. Entre los motivos iniciales de la Buena Vecindad podían
computarse los costos externos e internos de las incursiones
centroamericanas y la necesidad de afrontar con más chances las crecientes
competencias por los mercados del Cono Sur sudamericano. Naturalmente, a
medida que transcurría la década, a esos factores habrían de sumarse las
amenazas provenientes de un escenario mundial cada día más turbulento y el
desafío que representaban las maniobras políticas, económicas e
ideológicas de los estados totalitarios de Europa y Asia.

De todas las iniciativas que transformaron radicalmente el tono de la
relación ninguna tuvo la importancia de la aprobación del Convenio de
Derechos y Obligaciones de los Estados, efectuada durante el transcurso de
la Conferencia de Montevideo, de fines de 1933 y ratificada mediante un
protocolo adicional firmado en Buenos Aires tres años mas tarde. Por otra
parte, en la capital argentina se convino que los países americanos "se
consultarían mutuamente con objeto de encontrar y adoptar métodos de
cooperación pacífica". Los resultados de ambas conferencias explican el
nuevo clima que comenzó a imperar en los vínculos entre el Norte y el Sur
del hemisferio. Seguramente en la percepción de los latinoamericanos hubo
entonces bastante más que la suspensión de los hábitos discrecionales por
parte de los Estados Unidos; también jugó un papel destacado la apreciación
acerca de intenciones y características de la administración Roosevelt: su
estilo popular-democrático, con sus enunciados antioligárquicos y su
programa de New Deal, le valían la simpatía de las capas dirigentes
liberales y modernizadoras y aun de sectores de la izquierda más moderada
que tradicionalmente habían sido los más críticos de las prácticas de
Washington. En este contexto, fácil es entender que la adopción de un
mecanismo de consulta como el previsto en Buenos Aires fuera percibido casi
universalmente como un testimonio de los logros de la cooperación entre
Estados. Evaluada en la perspectiva del continuo imposición/concenso, la
consulta se inclinaba bastante hacia este último término. [23]

Un conocido estudioso de las relaciones interamericanas podía decir en esos
momentos: "La política del Buen Vecino de Roosevelt ha ganado casi
universal aceptación entre los estados de hispanoamerica. Los marinos han
sido retirados, los protectorados han sido terminados o están en proceso de
terminarse. El Departamento de Estado ya no es el colector de ciertos
banqueros y la política de intervención armada se ha renunciado
definitivamente lo mismo que el corolario de Teodoro Roosevelt. Nunca las
relaciones de los Estados Unidos con sus vecinos fueron más cordiales que
ahora". [24] El argentino Saavedra Lamas, uno de los más pértinaces
contradictores de Washington escribiría: "El Panamericanismo es ahora una
cadena bilateral entre los mundos anglosajón y latina. Por primera vez
existe una corriente de comunidad de ideas...El nacimiento de la América
unida, coherente y coordinada, no como una asociación formal sino como una
entidad de objetivos, conciencia y tendencias, está llamada a influenciar
los destinos sociales, económicos e internacionales del mundo entero".
[25]

Obra de este nuevo clima fueron los resultados de la VIII Conferencia
celebrada en Lima en diciembre de 1938. Cuando los delegados llegaron a la
capital peruana apenas habían transcurrido semanas desde la conferencia de
Munich en la que británicos y franceses habilitaron a Hitler para
administrar sus agresiones hacia el Este, Italia, Alemania y Japón habían
concertado su alianza "de acero", en España, los franquistas avanzaban
hacia los últimos bastiones republicanos, Japón imponía sus condiciones a
China e Italia ratificaba sus designios etíopes. Europa y el mundo se
deslizaban rápidamente hacia una nueva catástrofe. Las delegaciones
americanas lograron rápidos acuerdos. Es cierto que muchas de ellas no
podían vanagloriarse de representar a regímenes que respetaban los
preceptos republicanos, pero no vacilaron en auspiciarlos. La Declaración
de Lima, por ejemplo, apelaba a un orden mundial en el que imperara la ley
y la paz basadas en la justicia y el bienestar social y económico y
reflejaba un concepto de solidaridad regional sobre el que plasmaría un
sistema de seguridad colectiva.

En suma, las amenazas a la democracia modificaban los ejes de conflicto y
condujeron a muchos líderes latinoamericanos a moderar el contencioso
continental alineándose con la potencia que estaba en condiciones de
defender los valores de la libertad y el pluralismo. Numerosos ejemplos
ilustran este cambio, desde las actitudes conciliadoras de los dirigentes
mexicanos hasta entonces embarcados en una tensa relación con Washington
vinculada a intereses petroleros, hasta las posiciones adoptadas por el
líder del APRA peruano, Victor Raul Haya de la Torre, quien habiendo sido
en los años anteriores uno de los más destacados exponentes de la tradición
antimperialista, comenzó a propiciar la cooperación con las autoridades de
Washington en la común empresa de defender la democracia continental.
[Victor Raul Haya de la Torre La Defensa Continental Buenos Aires 1941]
Esta disposición cooperativa se puso de manifiesto en tres sucesivas
reuniones -Lima [1939], La Habana [1940 y Rio de Janeiro [1942] A excepción
de los argentinos, los delegados latinoamericanos partieron de la capital
brasileña convencidos de que sus puntos de vista eran tenidos cada vez más
en cuenta, percepción que parecía confirmada por el tono de las
declaraciones de los funcionarios norteamericanos. Sumner Welles, por
ejemplo, después de afirmar que la base sobre la que descansaba la "nueva
comprensión interamericana" era el reconocimiento, en la palabra y en los
hechos, de que cada una de las republicas era tan soberana como las demás,
aseguraba: "La era del imperialismo ha llegado a su fin. Es preciso
reconocer el derecho de todo pueblo a ser libre, de la misma manera que el
mundo civilzado desde hace ya mucho tiempo sssupo reconocer el derecho de
cada individuo a gozar de la libertad personal". [26]

Ciertamente, algunos podían sospechar que este discurso antimperialista era
funcional para confrontar con las prácticas de las potencias del Eje, del
mismo modo que la no ingerencia podía tener como destinatario sectores o
países de la región a los que se atribuía la intención de promover cambios
políticos en sus vecinos; de todos modos, y cualquiera fueran las
motivaciones, la mayoría de los dirigentes suponían que Washington no podía
sino quedar atado a sus afirmaciones y promesas. Por otra parte, veían
reflejados sus puntos de vista en la definición de seguridad colectiva que
se había hecho en la Tercera Reunión de Consulta, al fundarla no solo en
instituciones políticas sino en un sistema económico justo, eficaz y
liberal; En esa oportunidad se propuso estudiar los fundamentos de un nuevo
orden económico y político, pues era necesario que los países de América
aumentaran su capacidad productora y obtuvieran en su comercio
internacional utilidades que les permitieran "remunerar adecuadamente al
trabajo y mejorar el nivel de vida de los trabajadores".

En definitiva, todos estos antecedentes parecían anunciar un futuro
auspicioso para el Sistema Regional una vez concluida la contienda. Lo que
se había logrado en el plano político y lo que esperaba lograrse en el
económico tendían a vigorizar las expectativas en torno del foro
interamericano e influyó decisivamente en la activa y sincera movilización
a su favor que se produjo durante el último tramo de la guerra, en paralelo
con las gestiones que los líderes de la Naciones Unidas hacían para dar
forma a la futura organización internacional. Tan pronto se conocieron los
lineamientos que las grandes potencias habían esbozado en Dumbarton Oaks,
los países latinoamericanos comenzaron gestiones destinadas a modificarlos
en su beneficio. Las prevenciones y propósitos de la mayoría de sus
dirigentes revelan su apreciación sobre logros y perspectivas del
interamericanismo: justificadamente temían que la organización universal
usurpara la jurisdicción de su órgano regional y redujera las obligaciones
que los Estados Unidos habían contraído en ese ámbito. La utilidad del
Sistema como instrumento para restringir a los Estados Unidos en el
ejercicio de su poder prácticamente estaba fuera de discusión. No se podía
ver sino con inquietud la posibilidad de que el mismo fuera despojado de
las principales funciones políticas, económicas y militares que había
adquirido durante el último decenio. Por otra parte la estructura no
igualitaria de las Naciones Unidas tal como se insinuaba en el
funcionamiento y composición del Consejo de Seguridad fortalecía la
tendencia de los latinoamericanos a preferir a los organismos donde no
hubiera tales privilegios y fuera menos evidente su inferioridad político-
militar.

Tal el espíritu que animó detrás de la realización de la Conferencia
Especial Sobre Problemas de la Guerra y la Paz celebrada en el palacio
Chapultepec de la capital de mexicana, en los primeros meses de 1945 y que
habría de constituir el momento más alto de la performance del Sistema. Que
hubiera sido convocada por "presión" de los países latinoamericanos y que
hubiera sido juzgada como una de sus más resonantes victorias diplomáticas,
no son datos secundarios; del mismo modo que no lo fue la búsqueda de mayor
unidad y fortaleza a través de la apertura de una instancia que hiciera
posible la reincorporación del país que, como Argentina, estaba
momentáneamente marginado del mismo en virtud de su neutralismo auspiciado
por un régimen militar con razón sospechado de inclinaciones fascistas.

Refiriéndose a esta reunión, el mexicano Cosio Villegas diría: "Estados
Unidos no fue esta vez el villano de la Conferencia: ni estuvo en
imperialista, ni tuvo fines aviesos, ni quiso imponer muchas cosas, ni
tampoco se opuso mayormente a los deseos o exigencias de los
latinoamericanos." [27] Seguramente, esta actitud fue la que nutríó el
entusiasmo de aquellos latinoamericanosque quisieron ver al panamericanismo
como la expresión de un proyecto inspirado en un "idealismo realizador" que
brindaba una lección a los hombres de Estado y conductores de todo el mundo
que aspiraban a una paz estable, "una forma especial de ver los problemas
de la vida internacional bajo el ángulo del bienestar mutuo, el respeto
recíproco de derechos legítimos y una solidaridad verdaderamente
humana".[28]. O como "baluarte de dignidad, de vida democrática, de paz
permanente, de seguridad continental y, en definitivaa, de seguridad
mundial".[29]

Los textos aprobados en México revelaban que los países participantes
coincidían solidariamente, tanto en la necesidad de fortalecer la
cooperación económica durante el período de transición de la próxima
postguerra, como en la erección de un esquema de defensa colectiva o en lo
referido a su papel dentro de los organismos mundiales propiciando un orden
efectivamente igualitario Las recomendaciones contenidas en la Resolución
XXX. reflejaban bien los puntos de vista y las prioridades latinoamericanas
en su condición de estados de menor poder relativo: 1) aspiración a la
universalidad como ideal a que debe tender la Organización en lo futuro, 2)
conveniencia de ampliar y precisar la enumeración de los principios y fines
de la Organización, 3) conveniencia de ampliar y precisar las facultades de
la Asamblea General para hacer efectiva su acción, como órgano plenamente
representativo de la comunidad internacional, armonizando con dicha
ampliación las facultades del Consejo de Seguridad, 4) conveniencia de
extender la jurisdicción y competencia del Tribunal o Corte Internacional
de Justicia, 5) conveniencia de crear un organismo internacional encargado
especialmente de promover la cooperación intelectual y moral entre los
pueblos, 6) conveniencia de resolver las controversias y cuestiones de
carácter interamericano preferentemente según métodos y sistemas
interamericanos, en armonía con los de la Organización Internacional
General, 7) conveniencia de dar adecuada representación a la América Latina
en el Consejo de Seguridad.

Las conferencias de Rio de Janeiro (1947) y Bogotá (1948) transcurrieron
todavía en ese clima de expectativas positivas y ratificándose las demandas
expuestas en Chapultepec: la constitución de un mecanismo de asistencia
recíproca que garantizara la paz y la seguridad, la asistencia al
desarrollo y la consolidación institucional del Sistema Interamericano. En
cierto modo, los latinoamericanos parecían dispuestos a acordar que la
gran potencia continental que emergía como árbitro del orden mundial les
proveyera de ciertos bienes colectivos: seguridad y cooperación para el
desarrollo

La interpretación que tiene a la Conferencia de Rio de Janeiro -en cuyo
transcurso se firmo el Tratado de Asistencia Recíproca- como expresión de
las necesidades de Estados Unidos en el contexto de la Guerra Fría, soslaya
el hecho de que habían sido los países de la región los que en Chapultepec
abogaron por un compromiso de seguridad colectiva [resolución VIII] y los
que presionaron a favor de una implementación que la superpotenciaa
postergó por dos años alegando la permanencia de su contencioso con el
gobierno de Buenos Aires. Seguridad que habría de encontrar su necesario
complemento en la cooperación económica, la solución pacífica de los
conflictos y la organización democrática de los países. [30]

La conferencia celebrada en la capital colombiana resulta en muchos
sentidos emblemática y no solo por las circunstancias en medio de las
cuales se realizó. Es cierto que Latinoamérica consiguió mucho menos de lo
que aspiraba, sobre todo en lo referido a compromisos concretos de
cooperación para el desarrollo, pero también lo es que allí surgió el
conjunto de enunciados mas amplios que ninguna organización internacional
hubiera expuesto y el más intrincado sistema institucional entre gobiernos.
Algunos de los principios enunciados en el artículo quinto de la Carta de
Bogotá merecen ser recordados: el derecho internacional es norma de
conducta de los estados en sus relaciones recíprocas; el orden
internacional está esencialmente constituido por el respeto a la
personalidad, soberanía e independencia de los estados y por el fiel
cumplimiento de las obligaciones emanadas de los tratados y de otras
fuentes del derecho internacional; la solidaridad de los estados americanos
requiere la organización de los mismos sobre la base del ejercicio efectivo
de la democracia representativa; las controversias internacionales entre
estados americanos deben ser resueltas por medio de procedimientos
pacíficos; la justicia y la seguridad social son base de una paz duradera;
la cooperación económica es esencial para el bienestar y la prosperidad de
los pueblos del continente.

Desafortunadamente, la demanda de auxilio económico no fue atendida por el
interlocutor del Norte. En esa oportunidad, la respuesta que Washington dio
a través de su Secretario de Estado fue desalentadora. Marshall dejo claro
que su país ponía todo el empeño en la rehabilitación de la economia
europea y que no estaba en condiciones de atender las necesidades
latinoamericanas, una región que no ocupaba por entonces un lugar
privilegiado en las prioridades estratégicas de la potencia; eso sí, puso
la experiencia de Estados Unidos como un señalador del camino que
recomendaba recorrer: crecer en base al aliento a la empresa privada y el
ingreso -con "trato justo"- de las inversiones externas. Ciertamente se
cuidó bien de recordar que esa fórmula había sido mencionada explícitamente
por ellos en la Carta Económica de las Américas.

La respuesta de Washington era definitiva y en nada se conmovería por
argumentos como los expuestos por el canciller mexicano Torres Bodet: "Se
ha dicho que primero es reconstruir y que el desarrollo de los países no
destruídos directamente por la guerra puede aguardar. En efecto,
reconstruir es urgente ¿Pero es acaso menos urgente desarrollar, cuando los
que esperan ese desarrollo viven en condiciones tan lascerantes como muchos
de los que anhelan reconstrucción?. [31]

Si nos hemos detenido en esta parte de la historia es porque esta etapa
del interamericanismo pareció insinuar sus mejores posibilidades. Es
probable que se tratara de una "ilusión" generada por las conveniencias
tácticas de una gran potencia con una visión coyuntural y estrecha de sus
intereses; pero hubo algo más: también brindó la oportunidad para que se
expresaran visiones y conceptos del poder propios de su vertiente más
auténticamente liberal y cooperativa

1948-1996. La extensión y características de esta tercera etapa permite
que se la divida, cuando menos, en dos subperíodos: 1º) desde
1948 hasta la segunda mitad de los sesenta; 2º) desde la segunda
mitad de los sesenta en adelante y hasta hoy. El primer tramo fue
el que más contribuyó a que se desnaturalizaran los propósitos
explícitos del Sistema, tal como habían sido expuestos en la
inmediata postguerra.

El Sistema interamericano quedó atrapado entre las redes de la Guerra Fría
y sus resonancias ideológicas. Ella enterró todo resto de buena vecindad e
inauguró una nueva etapa de la cohabitación en la que la gran potencia
mostraría lo poco que le importaban los derechos de autodeterminación
cuando estos interferían, o parecían hacerlo, en sus estrategias globales.
El modelo procedimental, ya empleado en otras regiones de la perifería
[especialmente en el caso de Mosadegh en Iran], fue el de Guatemala en
1954. Mucho antes de que triunfara la revolución cubana, Washington puso
todo su empeño en derrocar a un gobierno constitucional de signo reformista
cuya naturaleza sería falseada empleándose el "pretexto universal" de la
infiltración comunista.

A principio de los años sesenta eran habituales los comentarios sobre la
crisis del sistema. Los latinoamericanos no tardaron en comprender que la
cooperación, cuando llegaba, lo hacia muy retaceada e insuficientemente. Y
esta circunstancia aumentó el prestigio de opciones nacionalistas. En
realidad, la reacción nacionalista se fue incubando a lo largo de los años
cincuenta, creció en los sesenta y llegó a los niveles mas desafiantes
hacia fines de ésta década y principio de los setenta. La marea
nacionalista siguió hasta principios de los ochenta y entre sus pliegues se
gestaron hechos cuyas consecuencias nadie podía haber previsto, ni entre
los más escépticos ni entre los más optimistas del Norte y del Sur. En
pocos años, la disposición al diálogo de unos y la capacidad negociadora de
los otros, habían dejado lugar a una insospechada e inédita combinación de
exhibición de poder y autolimitación, activadas por la crisis de la deuda y
el auge del neoliberalismo.



3. Formas y Métodos de Abordaje de la Conflictividad.

El tercer indicador de un desempeño internacional diferenciado lo
constituyen las formas y métodos de abordaje de la coflictividad. Entre
quienes se han dedicado al estudio de las relaciones internacionales de
América Latina existe un amplio consenso respecto de la fidelidad con que
se han procurado hallar instrumentos e instituciones destinados a preservar
la paz a través de la solución negociada de controversias. Las
discrepancias aparecen cuando se juzgan las motivaciones de estos esfuerzos
y mucho más cuando se tratan de evaluar los resultados efectivos de los
mismos. En este sentido se ha puesto énfasis en señalar una excesiva
confianza en los procedimientos jurídicos o en la brecha entre propósitos y
logros.

A la orientación jurídico-formalista, materializada en la concertación de
numerosos tratados para la solución pacífica de los conflictos, puede
adjudicársele resultados menos "grandiosos" que los esperados, pero no
parece que esa sea una razón suficiente para desestimarla y mucho menos
para que se subestime todo lo que ella revela en cuanto a rasgos de una
cultura política que ha gravitado sobre las formas de relacionamiento intra-
regional.

Sin duda, una de las grandes paradojas que revela la historia de la región
ha sido que esa tradición pacifista haya prosperado en un continente en
tantos sentidos tumultuoso. Durante la mayor parte de su vida independiente
las repúblicas americanas se mantuvieron en estado de agitación y
violencia. Sin embargo -esto es lo mas sugestivo- no parece haber
correlación entre la agitación al interior de los estados y las
confrontaciones entre ellos. Para decirlo de otra manera, en poco menos de
dos siglos se han producido muchas menos colisiones interestatales que las
que podrían haberse esperado habida cuenta la frecuencia e intensidad de
los enfrentamientos domésticos. Esta particular circunstancia desmentiría
o, al menos, obligaría a reformular las tesis que sostienen la existencia
de una alta correlación entre violencia interna y violencia exterior o
aquellas que vinculan a los regímenes autoritarios con disposiciones
belicistas. Bien que no puede dejar de contemplarse la hipótesis de que las
turbulencias internas "saturan" la capacidad conflictiva.

Es cierto que, para quienes estuvieran formando sus juicios sobre la
situación de América Latina a mediados de los años ochenta del siglo XIX,
dificilmente hubieran admitido la imagen de un continente pacífico. Y no
solo por los ecos todavía vigentes de cruentos enfrentamientos internos,
sino porque se habían producido también guerras interestatales de alta
intensidad que nada tenían que envidiarle a las contiendas europeas; más
aun, contrastaban con la relativa paz que había reinado en el Viejo Mundo
desde la era napoleónica. La guerra de la Triple Alianza había durado cinco
años, producido enormes bajas y literalmente diezmado al derrotado
Paraguay. Pocos años después, se iniciaba la Guerra del Pacífico entre
Chile, Perú y Bolivia que se prolongó por tres años y tuvo un saldo
igualmente cruento.

Las controversias entre los estados han sido un hecho normal en la vida
latinoamericana. Dos han sido las fuentes principales de conflictividad: a
) las cuestiones de límites y b) las percepciones y prácticas de equilibrio
de poder o las políticas de poder e influencia. Naturalmente, los dos
fenómenos se relacionan entre si y con frecuencia se potencian mutuamente.
A su vez, se vinculan con dos factores: 1) la presencia del militarismo y
su correlato, las lecturas estratégicas o geopolíticas o del
"realbelicismo"; 2) las diferencias en cuanto al desarrollo relativo
"intraregión", lo que nutre las percepciones y prácticas de equilibrio con
sus derivados de recelos y desconfianzas y activación de carreras
armamentistas.

De todas las disputas producidas entre la época de la independencia hasta
la Guerra de la Triple Alianza que dieron lugar a algún tipo de
confrontación armada, solo unas pocas pueden ser calificadas estrictamente
de guerras. Si excluimos la que enfrentó al Imperio del Brasil con las
Provincias Unidas (1825/1828) y que en buena medida fue una ampliación de
las luchas independentistas deberían computarse: la de 1827/29 entre Perú y
Bolivia; la de 1831 entre Colombia y Ecuador; la primera del Pacífico entre
Chile y la Confederación Perú/ Bolivia liderada por el general Santa Cruz
registrada entre 1836/1839 -a la que, nominalmente se sumó la Argentina de
Rosas en 1837- y la de 1857/1860 entre Perú y Ecuador. Luego siguieron las
dos grandes contiendas mencionadas.

Desde la conclusión de la Guerra del Pacífico transcurrieron cincuenta años
antes de que volvieran a chocar ejércitos sudamericanos Lo hicieron en el
Chaco Boreal y la guerra duró varios años, produjo muchos miles de bajas y
terminó con la derrrota boliviana. Parte de este mismo rebrote bélico
resultó el segundo gran enfrentamiento entre Ecuador y Peru de 1941-42. De
ahí en adelante, se abrió un nuevo y más prolongado ciclo de paz.

La mayoría de esos conflictos estuvieron asociados a problemas de límites y
demarcación territorial que hundían sus raíces en los ambiguos trazados
jurisdiccionales del período colonial. Prácticamente, todos los países han
estado involucrados en litigios de este tipo. Cada uno los han tenido con
casi todos sus vecinos y esas situaciones los colocaron mas de una vez al
borde de la guerra, propiciaron costosas carreras armamentistas y alentaron
políticas de poder e influencia. Pero la mayoría de los casos hallaron
alternativas pacíficas, con cesión o intercambio de territorios, producto
de negociaciones directas, utilización de instrumentos de mediación y
arbitraje o mediante gestiones del sistema regional institucionalizado. Si
bien algunas de las contiendas dieron lugar a cambios en las delimitaciones
fronterizas, muchos han subrayado el hecho de que, como consecuencias de
las mismas no hayan surgido nuevos estados ni se hayan producido la
desaparición de ninguna de las unidades políticas originales.

El recurso a la diplomacia ha sido un rasgo del relacionamiento
interestatal y se vió plasmado en numerosos instrumentos regionales.
Ninguna otra región en el mundo puede reconocer tal profusión de acuerdos y
tratados bilaterales o multilaterales en los que se establecen cláusulas
referidas al arbitraje o solución pacífica de controversias. Ya se ha
mencionado la alta ponderación de la asistencia recíproca y el
mantenimiento de la paz durante el denominado "ciclo confederal", tendencia
que sería ampliamente ratificada en el marco del sistema interamericano
desde 1880 en adelante.

Fue precisamente en septiembre de ese año que se firmó en Bogotá una
convención de arbitraje entre Colombia y Chile. El artículo tercero de la
misma establecía que los gobiernos signatarios se esforzarían en concertar
acuerdos similares con otros países "a fin de que la solución de todo
conflicto internacional por arbitraje fuera un principio del derecho
público americano". El gobierno de Colombia envió una circular a los países
de la región -solo fue excluído Brasil por su condición imperial- para
invitarlos a participar de una conferencia que se reuniría en Panamá al año
siguiente para firmar pactos análogos. Casi todos aceptaron, excepto Mexico
(alegando que no creía oportuno suscribir acuerdos de arbitraje tan
amplios). Argentina, por comunicación del 30 de diciembre de 1880 sostuvo
que la Conferencia no debía limitarse a firmar un pacto de arbitraje, sino
que debían proclamarse otras normas destinadas a fortalecer la solidaridad
continental, entre ellos, la garantía de integridad territorial de todos
los Estados. Chile, por entonces en guerra con Perú y Bolivia, sospechó que
esa postura tenía motivos políticos: impedir que se anexara territorio
peruano. Eso hizo que Santiago no ratificara la Convención de 1880 y
boicoteara activamente la iniciativa colombiana

El listado de instrumentos suscriptos a lo largo de seis décadas es
verdaderamente impresionante. Inició la serie el Tratado General de
Arbitraje firmado en la conferencia de Washington, luego se sumaron el
Tratado de Arbitraje Obligatorio de 1901, Tratado Gondra para evitar o
prevenir conflictos entre estados americanos de la conferencia de Santiago
de Chile; la Convención General de Conciliación Interamericana, el Tratado
General de Arbitraje Interamericano y el Protocolo de Arbitraje Progresivo
suscripto en La Habana en 1928; el Protocolo Adicional a la Convención
General de Conciliación Americana de Montevideo (1933), la Convención sobre
Mantenimiento, Afianzamiento y Restablecimiento de la Paz, el Tratado
Relativo a la Prevención de Controversias y el Tratado Interamericano sobre
Buenos Oficios de la conferencia de Buenos Aires; por fin, el Pacto de
Bogotá que reemplazo, integrándolos, a todos los instrumentos hemisféricos
de prevención y solución pacifica de diferendos. A estos antecedentes
emanados de conferencias panamericanas habría que agregar otros tratados
concertaados fuera del Sistema y en el que participaron actores
extracontinentales: Tratado de Renuncia a la Guerra (pacto Kellog-Briand o
de París. de enero de 1928) y el Tratado Antibélico de No Agresión y
Conciliación (Pacto Saavedra Lamas de diciembre de 1936)

En mayo de 1927 se reunió en Rio de Janeiro la Comisión Internacional de
Juristas Americanos, compuesta por dos plenipotenciarios especializados en
derecho internacional de cada país. Los trabajos de esta conferencia se
tradujeron en un proyecto completo de derecho internacional privado y
proyectos de convenciones referidas a una cantidad de items, incluída la
solución pacífica de conflictos y el intercambio educativo. Dos años mas
tarde, Washington fue la sede de la Segunda Conferencia Extraordinaria para
la Conciliación y el Arbitraje. Allí se adoptaron tres instrumentos: un
tratado general de arbitraje, una convención general de conciliación que
completaba el tratado Gondra de 1923 y un protocolo de arbitraje
progresivo.

Lo llamativo no es solo la cantidad de instrumentos sino un aspecto
cualitativo de los mismos, entre ellos, la incorporación de elementos
originales del tipo de los procedimientos preventivos, como fue el caso de
las Comisiones Bilaterales Mixtas Permanentes que se establecieron en el
Tratado Gondra y se perfeccionados en 1936 en Buenos Aires, o los
procedimientos consultivos cuya primera implementación correspondió a la
Convención sobre Mantenimiento,Afianzamiento y Reestablecimiento de la Paz
(1936).

Entre estos antecedentes no puede dejar de mencionarse los acuerdos de
1902 entre Argentina y Chile, los que incluyeron la primera disposición
efectiva de desarme ni el Tratado del ABC, suscripto por Argentina, Brasil
y Chile en mayo de 1915 para facilitar la solución negociada de aquellas
divergencias que pudieran presentarse entre ellos y excluidas de los
tratados de arbitraje en vigor. La efímera vida del tratado no desautoriza
su inclusión como un ejemplo más de las características singulares de las
políticas exteriores regionales. El Pacto, continuamente invocado por los
sectores integracionistas de los tres países mas prósperos de la
Sudamérica, enlazaba en la tradición pacifista y si algún eco de políticas
de equilibrio admitía era el deseo de compensar el poderío norteamericano.

Seguramente, no ha sido ajeno a esta "tradición pacifista" la relevancia
que el Derecho Internacional adquirió en la región. Lo primero que debería
destacarse en este punto es la gran cantidad de miembros de la élite
dirigente, desde Andrés Bello en adelante, que se especializaron en esta
disciplina, produjeron obras significativas, lo enseñaron en los ámbitos
académicos e hicieron contribuciones doctrinarias reconocidas
universalmente; tampoco debería soslayarse el hecho de que haya llegado a
plantearse la existencia de un Derecho Internacional Americano como
capítulo especial del cuerpo doctrinal general. Quienes han defendido esta
tesis, empezando por el merecidamente célebre jurista chileno Alejandro
Alvarez, han puesto especial énfasis en marcar la original contribución
americana en la materia, expresada fundamentalmente en la introducción y
afirmación de nuevas normas: reconocimiento de la beligerancia, libertad
de los mares para los estados neutrales, derechos de los extranjeros sobre
la base de la igualdad civil con los nacionales, principio de no
intervención, las Doctrinas Calvo y Drago, los procedimientos de
conciliación internacional y desarrollo del arbitraje como medio de
solución de diferendos, la reducción y limitación de armamentos, el no
reconocimiento de las conquistas territoriales y la propia codificación del
derecho internacional. También como precursores de organizaciones
internacionales multilaterales de lo cual dan testimonio dos hechos: los
entendimientos de naturaleza política entre estados latinoamericanos desde
1826 a 1865 fueron antecedentes de instituciones que mas tarde se
establecerían universalmente como la Sociedad de Naciones o la Organización
de las Naciones Unidas; por otra parte los acuerdos de naturaleza jurídica
concretados entre 1877 y 1889 fueron precursores de codificación de derecho
internacional privado; a su vez, las convenciones elaboradas en la VI
Conferencia Interamericana, emprendieron la codificación del derecho
internacional público en varios de sus capítulos. Todos estos datos han
contribuído a la creencia bastante generalizada de que en América se había
construído el cimiento de una civilización moral "sui generis". [32]


II. RASGOS DE LA SINGULARIDAD LATINOAMERICANA.

Se ha señalado ya que los tres datos que sostienen la hipótesis de una
trayectoria internacional diferenciada de la región -incluyendo relaciones
intraregionales e interregionales-, necesitan de variables explicativas.
Desde nuestra perspectiva, esos desempeños y lo que podría denominarse una
"inclinación hacia la paz y la cooperación", [Hablamos de "inclinación"
para mencionar una tendencia que, naturalmente, convive con otras de
sentido contrario, pero que ha podido prevalecer en ciertas circunstancias]
se asocian a dos datos sistémicos: el status periférico y la cohabitación
con un poder hegemónico y un sustrato cultural compartido.


1. La "Condición Americana"

Empleamos este término para referimos al conjunto de elementos histórico-
culturales que se han ido acumulando durante siglos a la manera de capas
sucesivas y que, modelando las autopercepciones o gravitando sobre la forma
en que la región ha sido apreciada por los demás, estuvo presente en la
trayectoria de cada nación y en el desenvolvimiento de sus vinculaciones
externas. La "condición americana" abarca formas específicas de
sociabilidad, experiencias, creencias y representaciones compartidas.

Empezando por la "idea de América", un componente de fácil
individualización a lo largo de la trayectoria continental, sin duda
factible de muy diferentes interpretaciones y frecuentemente asociado a
concepciones excepcionalistas. Los antecedentes más remotos de ese fenómeno
que se ha ido inscribiendo en el imaginario colectivo como la calificación
de una región destinada a cumplir una misión de alcance universal, se
remontan al momento mismo del descubrimiento. La noticia de América, como
es bien sabido, gravitó sobre las ideas del Viejo Mundo, tanto como sobre
los programas de acción de los que se dirigieron a la tierra inédita, para
fundar "utopias y repúblicas perfectas". [33]

Esta perspectiva se mantuvo con notable continuidad a lo largo de siglos.
Figuras prominentes del pensamiento latinoamericano la repitieron una y
otra vez. La imagen declinó durante parte del siglo XIX y principios del
XX en virtud de una evolución tumultuosa y cruenta, pero luego retornó con
fuerza. En 1925, el dominicano Pedro Henriquez Ureña hablaba de "La utopía
de América". para referirse "una agrupación de pueblos destinados a unirse
cada día más", pueblos portadores de un destino "que les depara la
naturaleza y la civilización". [34] Algunos años más tarde, el ya
mencionado Alfonso Reyes decía: "América es el nombre de una esperanza
humana...Su destino esta en seguir amparando los intentos por el
mejoramiento humano y en seguir sirviendo de teatro a las aventuras del
bien. Empezó siendo un ideal y sigue siendo un ideal. América es una
utopía".[35] Podrían mencionarse decenas de citas como las que anteceden,
todas ellas testimonios de una convicción muy arraigada en las elites
dirigentes y en las capas intelectuales de la región, por momentos
fortalecidas por el propio crecimiento de esos países, y cuyas
consecuencias sobre su desenvolvimiento todavía aguardan una evaluación
sistemática.

Seguramente muchas de las realidades del orden colonial minaron aquellas
imágenes idílicas, pero la empresa independentista renovó las convicciones
acerca de una región destinada a realizar los valores mas altos de la
humanidad, empezando por la libertad y la igualdad que había germinado en
los surcos del Iluminismo. La condición americana fue fortalecida primero
por la "comunidad de emancipación" y luego por la "identidad de régimen
político". Ciertamente, las desavenencias internas posteriores a la
independencia no dejaron de influir en estas representaciones. Además de
lo que retardaron el proceso de consolidación de las nacionalidades e
interferieron en las posibilidades del progreso material, generaron dudas
respecto de la gobernabilidad de esas sociedades y las posibilidades y
virtudes del régimen republicano. En ocasiones alimentando la
"contraimagen" de sociedades portadoras de una tara congénita. Sin embargo,
estos fenómenos no erradicaron del todo la presunción de que se trataba de
sociedades beneficiadas por los dictados de la Providencia que tarde o
temprano se encontrarían con un destino promisorio. Estas convicciones
fueron reconfortadas por los procesos de modernización y expansión que
comenzaron a registrarse durante la segunda mitad del siglo XIX acompañando
la incorporación -en algunos casos muy activa-, de países de la región al
mercado mundial. La prosperidad que a partir de entonces conocieron algunos
de ellos y, como consecuencia de ello, su ascenso en la jerarquía mundial,
parecía confirmarlas y en algunos casos alimentó un tono de convencido y
desafiante orgullo.

No fue solo esa convicción providencialista, a cuyos alcances y
consecuencias debería prestarse mayor atención que la que ha merecido
habitualmente, el único rasgo distintivo de los registros latinoamericanos.
Al lado de ella, debería ubicarse otro dato recurrente y generalizado cuyos
efectos tampoco han sido suficientemente analizados: las imágenes que
recorren toda la historia latinoamericana evocando la idea de un destino
común y la existencia de un vínculo fraterno entre todos sus miembros. Este
"lazo de sangre" aumenta la disposición a hallar espacios de negociación y,
cuando ella fracasa tiende a juzgar el camino de la violencia armada con
un hecho antinatural.

Dada su difícil convivencia con los registros empíricos, a este conjunto de
valores, creencias , tradiciones y autopercepciones sobre el que se
sustenta la "idea y experiencia de América", se lo suele descalificar por
sus componentes retóricos y se desestima su influencia sobre los procesos
decisionales en los que están involucradas relaciones mutuas. De este modo
se prescinde del valor explicativo de una variable "de identidad", sin la
cual difícilmente podría darse cuenta de normas, instituciones y
procedimientos a los que la región ha apelado en forma recurrente para
canalizar los conflictos a través de fórmulas cooperativas.


2. El Status Periférico

Un segundo elemento que influyó decisivamente sobre los comportamientos
exteriores de los países latinoamericanos ha sido su situación periférica.
Convergencia de circunstancias geográficas e históricas singulares, este
componente define modalidades especificas de inserción en el orden mundial.
En primer lugar, la experiencia colonial y luego, transcurrida la gesta
emancipadora, las que derivan de la trayectoria económica y la articulación
a los mercados mundiales. Incluye también la permeabilidad ante influencias
ideológicas, la condición de escenario de "intrusiones".[36] -esto es de
ámbito de ingerencia y competencias por el poder e influencia entre grandes
potencias ajenas a la región-, y se refleja en una determinada
configuración de las fuerzas sociales locales trazada a partir de las
modalidades de las relaciones con el Centro. Lo que el chileno Alejandro
Alvarez menciona: "se han desarrollado sufriendo las mismas influencias con
las mismas aspiraciones y los mismos problemas".

Desde el punto de vista económico, el desenvolvimiento de los países
latinoamericanos reconoce etapas bastante similares. Durante el transcurso
de la segunda mitad del siglo XIX la región se fue integrando a la división
internacional del trabajo como proveedora de productos agrícolas de zona
templada, productos agrícolas tropicales y productos minerales. Creció
estableciendo un patrón de vinculación radial con los centros y conexiones
comerciales mutuas muy débiles. Del mismo modo se postergó el desarrollo de
proyectos de integración física que pudieran haber modificado el
aislamiento intraregional.

La inserción en la economía mundial fue acompañada y favorecida por la
adopción generalizada de políticas librecambistas las cuales, si bien no
eran nuevas, pues habían prosperado con la independencia como respuesta a
las prácticas mercantilistas coloniales, desde mediados del siglo se
fortalecieron en casi todas partes. Las características de este proceso
atemperaban sensiblemente los motivos de fricción entre los estados que
pudieran haber estado ligado a cuestiones económicas (competencia por
mercados, prácticas proteccionistas, etc.) Como diría el argentino Saenz
Peña al auspiciar la conclusión de un brote de antagonismo con Brasil
registrado durante la primera década del siglo: "Todo nos une, nada nos
separa. Nuestras economías no tienen de común sino su temprana madurez y
sus vitalidades prodigiosas. Los productos son distintos, y apreciando en
el feliz contacto de la vecindad, no se encuentran nunca en los lejanos
mercados donde las rivalidades de la oferta pudieran atenuar la excelente
amistad de su crecimiento". [37]

Atados a la suerte de sus exportaciones primarias, todos fueron igualmente
sensibles a las fluctuaciones de la economía mundial. Buena parte de ellos
buscaron en la diversificación productiva por vías de la industrialización
la forma de reducir esa debilidad y fortalecer su independencia. Los que
avanzaron por ese camino descubrieron parecidos condicionamientos. Todos,
por fin, compartieron la experiencia que significan formas específicas que
adquieren las inversiones externas, la operación de las empresas
multinacionales, los procesos de endeudamiento. [38]

Ser periferia le dio sustento a las orientaciones desarrollistas, tanto en
el plano de los conceptos como en el de las prácticas; en uno y otro
confrontando con intereses y concepciones liberales. En el campo de las
teorías, los diagnósticos y propuestas de la CEPAL, bien que representando
una entre muchas vertientes que conformaban la corriente del desarrollo, se
convirtieron en aportes originales de un conjunto de Estados y sociedades
que aspiraban a superar las condiciones del atraso. Desde sus orígenes, en
la segunda postguerra, la entidad presidida por el argentino Raul Prebish
analizó el problema del subdesarrollo en una perspectiva histórico
estructural que enfatizaba las consecuencias de la condición periférica del
sistema económico mundial, sobre todo en términos de vulnerabilidad. Esa
condición comportaba un patrón específico de inserción en el mundo y
modalidades distorsivas de crecimiento, generación de empleo y distribución
del ingreso.

El período de auge del desarrollismo transcurrió entre esa segunda
postguerra y los años ochenta, época en que cedió posiciones ante la
impetuosa correntada neoliberal. Durante ese lapso, respaldado por el auge
de la economía del desarrollo en los países centrales, obró a favor de la
diversificación del sistema productivo por vía de la industrialización,
auspició, en la mayoría de sus versiones, la integración regional y apelo a
favor de un ordenamiento de la economía mundial más equitativo.

Desde los años ochenta hubo un nuevo orden económico pero muy diferente del
evocado por el desarrollismo. El concepto de cambio estructural mutó
radicalmente sus contenidos y pasó a ser desmantelamiento del Estado,
desregulaciones, transferencia del capital público hacia el ámbito privado
y toda clase de flexibilizaciones "pro mercado" tal como lo prescribían las
célebres fórmulas acuñadas en la capital norteamericana; por otro lado, las
obligaciones de una deuda contraída sin prudencia en años de gran liquidez
financiera internacional se convirtieron primero en una ilusión fugaz y más
tarde en un cerrojo. Paralelamente la transformación tecnológico
productiva que se asocia a la denominación de globalización se convirtió en
una renovada manifestación de la condición periférica que reforzó los
mecanismos asimétricos y nutrió nuevas formas de exclusión social.

La ubicación periférica también implica un tipo particular de experiencias
culturales y políticas. Por un lado, el cosmopolitismo de las elites
modernizantes, su disposición a consumir bienes culturales -modos de vida,
ideas, valores, etc.- elaborados en las grandes metrópolis; por otro lado
su exposición a las rivalidades entre las grandes potencias empeñadas en
incluirlos o retenerlos en sus respectivas zonas de influencia o imponer en
ellos sus intereses económicos o estratégicos. Las consecuencias de estos
fenómenos sobre el desenvolvimiento interno y sobre el desempeño exterior
de los estados de menor poder relativo, constituye uno de los más
desafiantes campos para la investigación de las relaciones internacionales.
Ya durante el ciclo colonial, las posesiones de ultramar fueron una
prolongación de los antagonismos y alianzas europeas. La existencia de los
Nuevos Estados le debió bastante a factores políticos e ideológicos
externos. El movimiento independentista fue activado por la declinación del
poder español y las vicisitudes de las luchas europeas. Sus líderes se
inspiraron en las ideas iluministas y acudieron a Europa en busca de
auxilios ofreciendo como atractivo las oportunidades comerciales y desde el
inicio el dilema que debieron enfrentar era conseguir que ese respaldo a la
emancipación no significara un cambio de dominación.

La diplomacia de los nuevos estados hizo sus primeras experiencias
moviéndose en medio de esos delicados juegos de poder y ofreciendo un
espacio privilegiado para las luchas interhegemónicas libradas entre nuevos
y tradicionales aspirantes a la supremacía. Desde mediados del siglo XIX
Latinoamerica fue escenario de una verdadera pulseada entre Estados Unidos
y Gran Bretaña uno de cuyos primeros capítulos se cerro con el repliegue
británico de Centroamérica. Solo la Francia de Napoleón III intentó terciar
en esta competencia pero su aventura mexicana, imaginada como forma de
frenar la expansión de Washington hacia el sur fue muy fugaz y culminó de
un modo no demasiado digno. Durante los años de entreguerras el tercer
intruso pretendió ser Alemania, la que empezó con una ofensiva económico-
comercial a la que luego le sumó la proyección de su modelo político e
ideológico. Terminada la Segunda Guerra Mundial Gran Bretaña "retiró" casi
todo lo que le quedaba de influencia en Sudamérica mientras que la Unión
Soviética, valiéndose de sus recursos ideológicos, insinuó algunas
intervenciones como parte de su confrontación global con la otra
superpotencia, pero en rigor éstas fueron solo episódicas de modo que, más
allá del empleo que hizo de eventuales amenazas, la supremacía de Estados
Unidos estuvo lejos de ser disputada.



3. Cohabitación con un Poder Hegemónico.

El modo de concebir el papel redentor de América se potenció notablemente
en la parte sajona, donde adoptó formas y tuvo consecuencias diferentes y
de mucho mayor alcance que las que tendría en las colonias ibéricas. Desde
sus orígenes los norteamericanos se vieron a si mismos como un pueblo
elegido por la providencia para iluminar el camino de la humanidad o, para
decirlo en términos jeffersonianos, como "la mas pura esperanza del mundo".
El destino manifiesto del Norte, en cierta medida causa y efecto de su
feliz itinerario, serviría como instrumento de una proyección hegemónica
que le reservaría experiencias nada propicias a los vecinos del Sur.

Estados Unidos eran parte de América y los primeros en independizarse y
constituirse bajo la forma republicana. Estos antecedentes gravitaron sobre
la dirigencia revolucionaria de las colonias latinas y, lograda la
emancipación, sobre el diseño de las instituciones políticas de los nuevos
Estados. Sin embargo, muy pronto éstos comenzaron a vislumbrar en que forma
serían afectados por la trayectoria y los designios estadounidenses. Por
empezar no podían permanecer indiferentes ante las tempranas
manifestaciones expansionistas que anunciaban la aspiración de dominio
continental amparándose en el "derecho a la seguridad" o parecidos recursos
dialécticos. La República del Norte apenas se cuidaba en ocultar la
tentación expansionista. Portadora de una convicción de destino manifiesto
que no podía sino terminar conduciéndola al avasallamiento de los derechos
de los otros fuera en nombre de su seguridad, de la pedagogía democrática
o simplemente, como diría un informe del Senado que auspiciaba la anexión
de Cuba, elevando a la expansión a la categoría de ley de la existencia
nacional: "Aunque quisiéramos no podríamos desobedecerla...la expansión de
las grandes potencias mundiales mediante la absorción de potencias más
débiles, generalmente inferiores, es una tendencia de la época".[39] ]
México sería el primero que se encontró en el camino.

Tras el breve paréntesis de la guerra civil, el apetito expansivo se
reactivó colocando en la mira viejos u nuevos objetivos continentales y
construyendo su libreto con los textos de un nacionalismo tanto mas abierto
y prepotente cuanto mas se afianzaba el poderío material. El crecimiento
económico interno y la consolidación como potencia emergente crearon
condiciones para una renovación del vigor y la intensidad de las
ambiciones, apenas disimuladas tras las referencias a la seguridad y el
interés nacional amenazados, cuando no en cubierto en la noble misión de
llevar la democracia, la libertad y el buen gobierno a lugares
barbarizados. A partir de entonces y cada vez más intensamente, la brecha
entre el norte y el sur del continente habría de ampliarse y las relaciones
serían con un país que, desde la sede hemisférica se proyectaba como
potencia global.

Los años de Teodoro Roosevelt vieron florecer impetuosamente ese espíritu
conquistador. Identificado con las argumentaciones del Almirante Alfred
Mahan en torno a la importancia estratégica del poderío naval, procuraría
poner cerrojo a la zona del denominado "mediterráneo americano". La guerra
con España de 1898, aprovechando la intensificación del movimiento
independentista en Cuba, constituyó un mojón de enorme importancia en este
proceso. No solo le permitió hacerse de posiciones en el Pacífico sino que
se convertiría en el primer paso para la imposición de un protectorado
sobre la isla materializado en el derecho a intervenir en ella toda vez que
fuera necesario para mantener el orden.

En paralelo, crecía la pretensión de ser únicos y exclusivos árbitros y
guardianes de cualquier vía de comunicación que hubiera de construirse
entre el Pacífico y el Atlántico. Durante algunas décadas, esta antigua
aspiración había debido ser compartida con Gran Bretaña, pero a principios
de siglo Washington pudo torcerle el brazo a Londres y se aseguró, mediante
la convención Hay-Paucefote la buscada exclusividad. Inmediatamente vendría
la presión sobre Colombia, por entonces soberana del territorio donde
habría de construirse el canal, para concretar el proyecto. El tratado Hay-
Herran abrió el camino, pero las reticencias del parlamento colombiano a
aceptarlo en todos sus términos exasperó a funcionarios que no estaban
dispuestos a aceptar dilaciones, aun cuando estas fueran el resultado del
funcionamiento de los órganos constitucionales de un país vecino. El
resultado; en pocos meses, un movimiento secesionista sostenido desde el
Norte lograba la independencia de Panamá y una vez en el poder, y
rápidamente reconocido, se dispuso a satisfacer las exigencias que Colombia
había retaceado.

Cuando en 1913 llegó al poder el profesor presbiteriano Woodrow Wilson,
pudo creerse que la tendencia cambiaría. Acompañado de algunos de los
políticos y/o funcionarios que habían criticado la política del garrote y
la diplomacia del dólar y firme convencido de que las formas democráticas,
empezando con la soberanía popular y un gobierno autónomo, constituían el
modelo mas perfecto, se esperaba que pusiera fin a la política expansiva e
intervencionista. Mucho mas si se consideraban las primeras declaraciones
respecto de las relaciones con América Latina efectuadas en el transcurso
de la primera semana de gobierno. Allí, Wilson invitaban a los vecinos del
Sur a "una cooperación sostenida en el principio de que el gobierno, para
ser justo, tiene que apoyarse siempre en el consentimiento de los
gobernados y que no puede haber libertad sin orden basado en la ley y en la
conciencia y la aprobación públicas. Procuraremos hacer de estos principios
la base del mutuo intercambio, respeto y ayuda entre las repúblicas
hermanas y nosotros. Influiremos tanto como sea posible para la realización
de estos principios de hecho y en la práctica".

Aquellos que poseían una dosis de perspicacia habrían sospechado de las
consecuencias prácticas de estas fórmula ¿Cuál sería el límite de ese
"tanto como nos sea posible" para lograr la vigencia de las instituciones
democráticas? Los preceptos del internacionalismo liberal no solo debían
afrontar sus propios dilemas, sino que se mezclarían de un modo nada fácil
de resolver con la paralela y nunca resignada resolución de mantener a las
consideraciones de seguridad en el tope de las prioridades gubernamentales
y, consecuentemente, mantener sin ninguna vacilación la demanda de "control
absoluto e indiscutido" sobre el Golfo de México y el Caribe. Sobre estos
dilemas se asentaría la dramática paradoja de una administración que, como
diria Flagg Bemis, evocando móviles valiosos, "iría mas lejos en la senda
del imperialismo protector de sus precursores a los que había censurado con
acidez". El expansionismo de cuño realista le dejaba lugar al expansionismo
liberal-idealista. Como se ha mencionado al hablar de las relaciones
interamericanas, esta tendencia se exacerbó en los años veinte haciéndole
sentir sus rigores al pueblo nicaraguense, pero en los treinta dejo paso a
una actitud mucho mas recatada y cooperativa que se prolongó hasta el tramo
final de la Segunda Guerra Mundial.

Desde muy temprano, la proyección del poder estadounidense sobre la
frontera de las tierras iberoamericanas acentuó las prevenciones de los
vecinos sureños. Estos recelos respecto de sus intenciones no excluyen
ciertas actitudes ambiguas –en ocasiones parecían aceptar las
argumentaciones legitimadoras de las ingerencias en países turbulentos, tal
vez porque esto les permitía diferenciarse cuando no autogratificarse por
lo que habían logrado en sus propios países- pero con el tiempo las
manifestaciones de rechazo y las críticas elevaron sus tonos. El chileno
Francisco Bilbao fue uno otro de los primeros y mas duros censores. En 1856
exponiendo ante un grupo de ciudadanos latinoamericanos residentes en
Francia, hacia suya la profecía de Tocqueville: "vemos imperios que
pretenden renovar la vieja idea de la dominación del globo. El imperio ruso
y los Estados Unidos, potencias ambas colocadas en las extremidades
geográficas, así como lo están en las extremidades de la política, aspiran
el uno por extender la servidumbre rusa con la máscara del paneslavismo y
el otro a la dominación del individualismo yanqui" alertaba sobre esa
ambición bajo la cual caían "fragmentos de América" y se lamentaba por el
hecho de que "la nación que debía ser nuestra estrella, nuestro modelo,
nuestra fuerza, se convierte cada día en una amenaza de la autonomía de la
América del Sur" .

En 1893 José Martí escribía desde Nueva York: "El desdén del vecino
formidable, que no la conoce es el peligro mayor de nuestra América". Y dos
años después, en plena campaña liberadora de su pais, comentaba: "Ya estoy
todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber de de
impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las
Antillas los Estados Unidos y caigan con esa fuerza mas sobre nuestra
América. Vivi en el monstruo y le conozco las entrañas" En 1897, Roque
Saenz Peña, quien sería presidente años mas tarde produjo una de las
críticas mas fundamentadas de la política estadounidense en América y de
las consecuencias del monroismo: "La duplicación de la población, de las
riquezas y de las artes útiles, es un hecho que no tiene precedentes en las
sociedades humanas; la civilización alborozada la victoria y los hijos de
este continente compartimos la admiración de los demás, al estudiar los
enérgicos resortes y los impulsos poderosos que mueven a la gran República,
en las intimidades de su vida nacional. Pero esos mismos propulsores,
actuando del centro a la periferia, como una centrífuga mundial, están
expuestos a producir perturbaciones en la relación internacional de las
naciones" Después de un detallado registro de la doctrina y sus extensiones
en el que subrayaba una interpretación unilateral que negaba intervenciones
de terceros sin proscribir las propias, finaliza con una mención de su
compatriota Miguel Cane, quién por entonces se desempeñaba como
representante polenipotenciario en Francia: "Que significado actual, real,
positivo, tiene hoy, pues, la famosa Doctrina, simplemente este: la
influencia norteamericana en vez de la de Europa". [40]

El "Ariel" del uruguayo Jose Rodo, escrito en 1900 constituyó el mas
influyente ataque al modo de vida, al utilitarismo materialista que
imperaba en la Unión. Adquiere la forma de una arenga hecha por Próspero a
sus alumnos al concluir el año de estudios. Con aguda y refinada
literatura, Rodo contrapone el espíritu de Ariel, reflejo de los valores
latinoamericanos, con Calibán, el espíritu utilitario de Estados Unidos.
"Su prosperidad es tan grande como su imposibilidad de satisfacer a una
mediana concepción del destino humano...El espíritu de vulgaridad
menosprecia todo ejercicio del pensamiento que prescinda de una inmediata
finalidad, por vano e infecundo...Cualquier mediano observador de sus
costumbres políticas os hablará de cómo la obsesión de interés utilitario
tiende progresivamente a enervar y empequeñecer en los corazones el
sentimiento del derecho...Ellos aspiran a revisar el Génesis para ocupar la
primera página"

De todos modos, ni las motivaciones estadounidenses ni las respuestas de la
región se entenderían completamente si no se incluyen otros elementos. Las
posiciones de sectores internos decididamente opuestos a las intervenciones
u otras manifestaciones imperialistas no deberían desestimarse; tampoco los
discursos pacifistas o liberales de algunos de sus funcionarios deberían
interpretarse exclusivamente en clave de justificaciones legitimadoras
destinadas a encubrir cínicamente los peores designios. Muy frecuentemente
son expresiones de las contradicciones políticas y culturales que han
signado su evolución: una relación no siempre bien resuelta con el poder,
una tensión entre la idea de destino manifiesto con los valores de
autodeterminación que derivan del hecho de haber sido una primera nación
emancipada, las distintas manifestaciones de pacifismo y militarismo
belicista, las raíces religiosas etc.

Por de pronto, Washington siempre diferenció entre Centro América y el
Caribe por un lado y Sudamérica, más específicamente el Cono Sur del
continente, por el otro. No solo eran diferentes los intereses en juego en
uno u otro escenario sino que las situaciones sociales y políticas de cada
uno eran muy diferentes. Los intereses de seguridad, al menos en una
primera etapa, se circunscribieron a la zona delimitada por el Golfo de
México y los mares adyacentes, potenciándose notablemente después de la
construcción de la vía interoceánica. Por otra parte, esa región era la más
turbulenta e inestable y por lo tanto la mas apta para activar las amenazas
a la seguridad atadas a eventuales ingerencias de terceras potencias.
Ciertamente, la situación de los países del sur era diferente. Un grupo de
ellos crecía y se modernizaba e iniciaba un ciclo de progreso basado en su
articulación al mercado mundial, disminuyendo la intensidad de los
conflictos interiores. Allí, los intereses serían preferentemente
económicos: lo que importaban esas naciones como mercados comerciales u
oportunidades de inversión. Ellas serían consideradas de otro modo; nunca
como iguales, pero sí como protagonistas emergentes en un sistema de
relaciones regionales.

Consciente de que las intervenciones estaban provocando una reacción "muy
parecida a la aversión", en el curso de la Tercera Conferencia Panamericana
el Secretario de Estado Eliut Root afirmaba enfáticamente: "Nosotros
consideramos que la independencia e igualdad de derechos de los miembros
menores y mas débiles de la familia de naciones merece tanto respeto como
los del imperio mas grande y consideramos a la observancia de ese respeto
la principal garantía de los débiles contra la opresión de los fuertes".
[41] Seguramente, muchos pensaron que se trataba de palabras, pero
repetidas sistemáticamente en visitas a Brasil, Argentina, Uruguay, Chile,
Perú y Colombia, no podían sino hallar eco entre los dirigentes de la
región, aún los mas recelosos.

A lo largo del primer año de Wilson, los países del denominado ABC
[Argentina, Brasil y Chile] fueron objeto de una especial consideración,
proponiéndoseles un "pacto panamericano de libertad". El proyecto tenía un
antecedente: en 1910, el representante por Texas James Slayden, miembro de
la Dotación Carnegie para la Paz Internacional, había propuesto negociar
con los países del continente un tratado que fijara definitivamente los
derechos territoriales de cada uno y estableciera el arbitraje de todas las
disputas. El mismo Slyden reiteró sus propuestas en 1911 y 1913. En esta
última oportunidad, la idea que se compatibilizaba con una presentación del
ministro colombiano en Londres Perez de Triana destinada a proscribir toda
conquista territorial en el continente, se reforzaba con una propuesta del
propio Andrew Carnegie destinada a proscribir la guerra de los continentes
americanos mediante una sociedad formada por las veintiún repúblicas "que
dieran de este modo el ejemplo al resto del mundo". A fines de 1914 comenzó
a plasmarse a través de las gestiones del coronel Edward House, muy
influido por Slyden y otros conspicuos "pacifistas" y muy poco después el
Departamento de Estado la presentó oficialmente a los embajadores de
Argentina, Brasil y Chile.

El proyecto constaba de cuatro artículos. El primero establecía un
compromiso de "mutua garantía de integridad territorial y de independencia
política bajo formas republicanas de gobierno", el segundo un acuerdo de
resolución de disputas sobre territorios o fronteras pendientes mediante
acuerdos amistosos o arbitraje internacional, el compromiso de que en el
caso de que las disputas no pudieran zanjarse por medios diplomáticos
ordinarios, antes de iniciarse hostilidades los interesados someterían la
cuestión a una comisión internacional permanente para su investigación; si
aún así no hubiera acuerdo se sometería la cuestión al arbitraje; cuarto,
los firmantes no permitirían que se su territorio saliera ninguna
expedición hostil al gobierno establecido en otro país e impedirían la
exportación de armas destinadas a ser empleadas por se rebelaran contra
gobiernos establecidos.

Esta iniciativa estaba en línea con la celebración de una serie de tratados
de conciliación con diversos países que el Secretario William J Bryan había
impulsado durante ese año y que apuntaban al sometimiento de cualquier tipo
de disputa, bien al arbitraje, bien a la indagación por parte de una
comisión investigadora del eventual litigio. Por otra parte, el mismo Bryan
había intentado, aunque sin éxito, respaldar y estimular la implantación de
gobiernos justos y estables en Latinoamérica mediante un novedoso programa
de empréstitos públicos. [42]

Otro ejemplo elocuente de la forma diferenciada de considerar a los países
mas grandes del Cono Sur, fue la habilitación para que actuaran como
mediadores en el conflicto con México. Si esta gestión fue solicitada por
Washington u ofrecida por las tres capitales sudamericanas, no es la
cuestión mas importante. En todo caso terminó siendo el resultado de un
conjunto de tanteos e insinuaciones por las dos partes que convergieron en
la aceptación de la iniciativa. Del mismo modo, constituye una
simplificación excesiva colocar a la diplomacia de los tres países como
acompañando solícitamente los designios de la potencia o proporcionándole
la oportunidad de salir del atolladero en el que se había metido. El
desempeño de sus diplomáticos resultó un elemento decisivo para el
desenlace favorable de una gran crisis y así fue reconocido en todo el
mundo. Adicionalmente, esta experiencia sirvió para fortalecer la
disposición a la cooperación por parte de los mediadores, lo que
desembocaría, un año mas tarde, en la firma del acuerdo del ABC.


Los usos que a lo largo del tiempo los Estados Unidos hicieron de la
Doctrina Monroe y las actitudes de los países latinoamericanos ante la
misma constituyen uno de los test mas reveladores de la naturaleza de la
relación entre ambas partes y de los alcances y consecuencias de la
cohabitación con un poder hegemónico. Enunciada en 1823 por el presidente
de la Unión en momentos en que se sospechaba de los designios de la Santa
Alianza respecto de las ex colonias hispanas, la declaración advertía a las
potencias europeas que debían de abstenerse de intervenir en el continente
-del mismo modo que Washington se mantendría al margen de los asuntos en
los que aquellas ventilaban sus cuestiones- o intentar extender su sistema
político a parte alguna de América. Seguramente, la Doctrina. además de
provocar airadas reacciones por parte de los destinatarios, sirvió a los
objetivos de los sectores independentistas, bien que estos sabían, como
diría Bolivar, que la única garantía real contra los propósitos de la
coalición legitimista era Gran Bretaña y su flota y que el verdadero motivo
de Washington era preservar sus intereses comerciales y de seguridad.

Al margen de que la declaración sonaba desproporcionada habida cuenta de la
capacidad militar real de quién la emitía, lo que quedaba claro era que
constituía un enunciado político unilateral solo destinado a ser aplicado
en consonancia con los intereses de Washington y con un criterio selectivo.
En rigor, fueron los propios políticos del Norte los que una y otra vez se
ocuparon en subrayar ese carácter "puramente norteamericano" de una pieza
que se consideraban con derecho a interpretar y aplicar conforme sus
conveniencias. Ya en 1824, cuando el Congreso de la Unión debatió acerca
del envío de delegados a la reunión convocada por Simón Bolivar, se dijo
claramente que los Estados Unidos no debían unirse a las flamantes
repúblicas hispanoamericanas en una proclamación común de la Doctrina.

En algún momento, por ejemplo en ocasión de su discurso inaugural al
Congreso en 1901, el presidente Roosevelt comentó que los principios de
1823 podían ser reconocidos como un elemento de la política exterior de
todos los países del continente, pero además de fugaz, esa posición
resultaba de circunstancias políticas excepcionales. Washington resistió
enérgicamente todo intento para someterla a cualquier tipo de aprobación o
consideración por parte de un órgano internacional o incorporarla al
derecho internacional general. Cuando en la Primera Conferencia de La Haya
se redactó un Convenio para el arreglo pacífico de las disputas
internacionales cuyo artículo 27 preveía que en el caso de litigio entre
dos o mas potencias, los estados signatarios considerarían un deber
recordar a los directamente involucrados que la Corte Permanente, creada
por el mismo convenio, estaba disponible y abierta para tratar la cuestión,
la delegación norteamericana introdujo una reserva en favor de la Doctrina
Monroe para asegurarse que nada le exigiría abandonar las posturas
tradicionales respecto de cuestiones puramente americanas Las reservas
planteadas en 1899 se reiteraron en ocasión de la Segunda Conferencia de La
Haya y por las mismas razones en 1912 el Senado rechazó los acuerdos de
arbitraje con Francia y Gran Bretaña.

Mas allá del eco favorable que en el momento de su formulación la Doctrina
halló en las ex colonia, la discrecionalidad con que fue empleada por
Washington produjo en Latinoamérica reacciones contradictorias, ora de
aceptación, ora de rechazo. Con frecuencia se han citado las expresiones
del celebre jurista chileno Alejandro Alvarez, uno de los más destacados
internacionalistas que produjera la región, como ejemplo de coincidencia
con los planteos de la potencia en cuanto al status de la Doctrina. Es
cierto que sostuvo que era parte de un Derecho Internacional Americano del
cual fue uno de los más entusiastas defensores, pero aun a Alvarez no se le
escapaba que los enunciados de 1823 servían a la conformación de una esfera
de influencia que en definitiva apuntaba a reemplazar a una dominación por
otra y que la política hegemónica se hacía sentir en Centroamérica, pero en
lo que colocaba el acento era en el reconocimiento del derecho a la
independencia, el veto a cualquier intento de recolonización y la
preservación del régimen republicano, principios todos que coincidían con
los intereses de Latinoamérica. [43]

Durante la segunda década del siglo, numerosos autores sugirieron la
conveniencia de poner fin a las intervenciones revisando la Doctrina y
convirtiendo la política unilateral de seguridad en una alianza hemisférica
para la defensa común basada en la estricta igualdad y el respeto mutuo
entre los participantes [44], pero todos chocaron con la firme e
irreductible resistencia de la coalición imperial aislacionista. La
Doctrina fue esgrimida para cuestionar la intervención de Estados Unidos en
la Primera Guerra y, cuando terminada la contienda se intentó erigir un
orden internacional estable sostenido sobre una Sociedad de Naciones, fue
el argumento central de quienes se oponían a tal propósito sosteniendo que
las normas y decisiones de una instancia universal condicionarían o
restringirían la capacidad de acción de Estados Unidos en su propio
hemisferio. Sospechaban que el Pacto reemplazaría a la Doctrina, le daría a
las potencias extra hemisféricas la posibilidad de intervenir en asuntos de
América y a los países latinoamericanos la chance de eludir las presiones
de Washington acudiendo a un foro global. De ahí el esfuerzo para lograr
que en el articulado referido a la Liga se reconociera expresamente a la
pieza doctrinaria de Monroe. La reserva interpuesta por el senador Henry
Cabot Lodge al texto del Tratado de Versalles constituye la expresión mas
elocuente de esta actitud: "Los Estados Unidos no someterán a arbitraje o a
la investigación de la Asamblea o del Consejo de la Sociedad de las
Naciones creada en dicho tratado de paz, ninguna de las cuestiones que a
juicio de los Estados Unidos dependan o se relacionen con su política
establecida desde hace largo tiempo y conocida con el nombre de Doctrina
Monroe; dicha doctrina debe ser interpretada solo por los Estados Unidos y
por la presente se declara enteramente fuera de la jurisdicción de dicha
sociedad y enteramente inafectada por cualquier disposición contenida en
dicho tratado de paz con Alemania". [45]

En definitiva, estas presiones hicieron que Wilson propusiera la enmienda
que se incorporó a la Carta como artículo 21 Esta solución, que suponía una
versión deformada de las tesis regionalistas, no solo no satisfizo a
quienes defendían el carácter unilateral de los principios monroistas,
sino que provocó indisimulado malestar entre muchas de las delegaciones
cuyos países no reconocían a la doctrina como la expresión de un explícito
entendimiento regional y en tanto tal, del conjunto de los países
americanos.

Un sector de la dirigencia latinoamericana defendía el criterio de
panamericanización o continentalización de la doctrina como modo de
despojarla de su unilateralidad y convertirla en un mecanismo de seguridad
colectiva. El jurista chileno Alejandro Alvarez fue el exponente
doctrinario de esta tesis y el presidente uruguayo Rafael Brum su más
empecinado abogado político. A la luz de la insistencia con la que
Washington defendió ese carácter unilateral durante la etapa anterior a la
Segunda Postguerra, no parecen fundadas algunas de las interpretaciones mas
frecuentes respecto de esos proyectos de continentalización. En algunos
casos podría tratarse efectivamente de manifestaciones de identificación
hegemónica o de seguidismo o subordinación abierta, pero en otros puede ser
vista como una forma mas o menos razonada de disminuir los riesgos
derivados de un empleo discrecional por parte de la gran potencia.
Adicionalmente, esto se relaciona muy directamente con la percepción que la
región se hacía del sistema interamericano. Un internacionalista nada
sospechado de especial disposición hacia Washington, el mexicano Isidro
Fabela decía: " La única manera de que todo el continente quedara conforme
con la existencia y la aplicación de la Doctrina Monroe, sería estudiarla,
discutirla y formularla en un congreso especial panamericano al que
concurrieran todas las naciones del Nuevo Mundo; pues es lógico y justo
sostener que si ella interesa a todos los estados de América, puesto que a
todos se refiere, los gobiernos de esos Estados sin excepción debieran
emitir su parecer en tal asunto y dar su conformidad respecto a lo que
sería en el futuro la Doctrina así como las formas de entenderla y
aplicarla en beneficio de todos los pueblos americanos". [46]

De todos modos, la pausa que el hegemonismo norteamericano se dió durante
la década de los treinta hasta fines de la segunda guerra prometiendo el
respeto de la independencia política y la integridad territorial de las
naciones, se cerró poco después del fin de la conflagración. Ahora una
potencia militarizada y ensorbebecida no negociaría los alineamientos sino
que se consideraría con títulos para imponerlos. En general los gobiernos
latinoamericanos no tenían afinidad con el marxismo-leninismo ni eran
indulgentes con la URSS. Las andanzas de los partidos comunistas locales
-solícitos a las demandas y conveniencias de Moscu-, las recordadas
actitudes de Stalin y Molotov defendiendo las prerrogativas de las grandes
potencias y sus desconsiderados juicios acerca de los países
latinoamericanos a quienes el Kremlin consideraba -y aceptaba como cosa
natural- cuasi colonias americanas, constituían motivos suficientes como
para dar cuenta de actitudes que no pueden explicarse, como frecuentemente
se ha hecho, exclusivamente en base a adscripciones clasistas o a un
alineamiento acrítico con Washington.
.
No pocas veces ese alineamiento obedecía a identificaciones políticas o
ideológicas que conducían a una diplomacia subordinada, pero en otras
oportunidades eran la expresión de maniobras tácticas destinadas a aligerar
las presiones o a canjear adhesiones a las cruzadas antisoviéticas por
auxilios económicos y financieros. Resulta interesante comprobar que esta
posición "oportunista" provocaba injustificadas reacciones entre los
funcionarios estadounidenses, muchos de los cuales reclamaban solidaridades
más desinteresadas que las que encontraban en los dirigentes del Sur. Uno
de ellos diría: "El Sistema Interamericano está degenerando para
convertirse en un simple mercado, en el cual nuestros vecinos, quienes ya
han dejado de estar conscientes de hacer causa común con nosotros para
obtener el botín que puedan a cambio de votos". [47]

Que la subordinación política hacia los EE.UU. no fue absoluta lo prueban
distintos estudios sobre las votaciones en las Naciones Unidas los que
revelan menores índices de convergencia que las que podían registrarse con
otros grupos de países. Es cierto que cuando se produjeron las crisis
internacionales más intensas -por ejemplo en ocasión de la guerra de Corea,
los países latinoamericanos, con escasas vacilaciones, votaron junto con
las potencias occidentales, sin embargo, en numerosas oportunidades
procuraron mediar entre los bloques enfrentados y en otras hicieron
recriminaciones a ambos lados alegando que los pequeños estados eran las
principales víctimas de la tensión provocada por los choques entre las
grandes potencias. Les preocupaba el mantenimiento de la paz y la seguridad
y temían las consecuencias de conflictos que pudieran intensificarse como
parte de la confrontación entre Este y Oeste. [48]



A MODO DE CONCLUSION E HIPOTESIS

Al iniciar este trabajo se hizo referencia al hecho de que en los últimos
años distintos investigadores han puesto atención en los desempeños
internacionales de América Latina para ilustrar hipótesis referidas a
algunos de los principales ejes en torno de los cuales se articulan muchos
de los principales debates teóricos de la disciplina, sobre todo los
capítulos correspondientes a la guerra y la paz. Kalevi Holsti constituye
uno de los elocuentes ejemplos de esa tendencia. Como parte de una
argumentación destinada a fundamentar sus apreciaciones sobre la guerra,
este autor habla de una "intrigante anomalía" para referirse al hecho de
que la experiencia de la región desmiente los supuestos según los cuales en
las áreas constituidas por estados débiles o inestables la guerra es un
fenómeno habitual. [49]

En realidad Holsti concentra su atención en Sudamérica y establece una
clara distinción entre lo ocurrido en los siglos XIX y XX. A lo largo del
primero, la región no habría mostrado ninguna singularidad en el campo de
las relaciones internacionales; casi todos los fenómenos destacados en el
repertorio de las visiones realistas y típicos de la tradición diplomática
europea estuvieron presentes: aspiraciones hegemónicas, alianzas, balance
de poder, carreras armamentistas y guerras. Por el contrario, durante el
transcurso del siglo XX las cosas fueron diferentes: solo se registraron
dos contiendas -la del Chaco y la peruano-ecuatoriana de 1941- y a partir
de ese año se abrió un largo ciclo de paz que permite al autor utilizar la
categoría "zona de no guerra". La idea de anomalía se fortalece por el
contraste entre la ausencia de contiendas interestatales y la inestabilidad
interna de las unidades.

Arie Kacowicz, por su parte, también subraya el hecho de que, a diferencia
de otras regiones periféricas, el sur de América ha sido una de las mas
armoniosas en términos de ausencia de guerras internacionales a despecho de
la frecuencia e intensidad de litigios terrritoriales. Como ya lo había
hecho Holsti, Kacowicz pone mucha atención al largo período de paz que se
extiende desde el fin de la Guerra del Pacífico, interrumpido solo por dos
grandes confrontaciones interestatales. Eso le permite calificar a
Sudamérica como una "Zona de paz": entendida esta como "una región
geográfica en la cual un grupo de estados han mantenido relaciones
pacíficas entre ellos por un período de por lo menos treinta años, aunque
guerras civiles, tensiones domésticas y violencia puedan ocurrir en sus
fronteras, y aun puedan existir entre ellos conflictos internacionales y
crisis" .

Kacowicz encuentra un elemento explicativo en una suerte de "satisfacción
territorial" de los estados de a región. Según su punto de vista, las zonas
de paz en el sistema internacional se constituyen cuando los estados son
moderados en sus reclamos territoriales, esto es "cuando ellos estan
satisfechos con el status territorial de sus fronteras" Adicionalmente
argumenta que tal satisfacción reconoce dos fuentes relacionadas entre sí,
una doméstica y otra internacional; la primera remite al tipo de estado y
de regimen político, la segunda a la posición que los estados ocupan en la
jerarquía regional y global de poder y prestigio. [50]

Los enfrentamientos armados del siglo XIX coexistieron con otros datos
insoslayables y sin ninguna duda originales: fuertes tendencias
cooperativas e integradoras, disposición a la solución pacífica de los
diferendos y retórica de la fraternidad que se pone de manifiesto aún en
medio de las circunstancias de mayor tensión. Por cierto, al propio Holsti
no le son ajenas estas realidades. Cuando se refiere al siglo XX destaca la
excepcionalmente alta tasa de resolución pacífica de conflictos o la
existencia de disputas no resueltas que sin embargo no llevaron a la guerra
y admite que los procedimientos para la resolución de conflictos han sido
empleados con mucha mas frecuencia que en otras regiones ya desde los
primeros años del siglo pasado: entre 1820 y 1970 Argentina, Bolivia,
Brasil, Colombia, Chile, Ecuador, Perú y Venezuela usaron mecanismos
arbitrales en 151 ocasiones. Como ha sido universalmente reconocido,
ninguna otra región en el mundo tiene la cantidad de documentos bilaterales
y multilaterales, tratados, cartas compromiso de arreglo pacífico de
disputas

Los mencionados ciclos de paz no estuvieron libres de conflictos; por el
contrario, durante su transcurso algunas de las controversias
interestatales pasaron por los momentos de mayor tensión -tal el caso, por
ejemplo, del litigio entre Chile y Argentina suscitado en torno de la mas
extensa frontera compartida en Sudamérica y que, entre 1881 y 1902, más de
una vez llevó a ambos países al borde de la guerra en medio de intensas
carreras armamentistas. [Las sucesivas crisis desembocaron en los tratados
suscriptos en 1902 en los que se incluyó el primer acuerdo de limitación de
armamentos que se conozca.] Ciertamente, el problema no radica en la
presencia o no de conflictividad. El choque de intereses es propio de la
vida social, tanto en el plano individual y grupal como para las
instituciones y las unidades política, de manera que lo que importa
fundamentalmente es la ponderación de los factores que dan cuenta de la
forma en que son abordadas estos conflictos y explican porque, en cada
caso, prevalece la cooperación o se recurre a la violencia.

Por otra parte, debería ser innecesario mencionar que cualquier fenómeno
"contiene" componentes diferentes y con frecuencia contradictorios y una
tarea ineludible del investigador es reconocer esa coexistencia en una
misma sede ponderando la gravitación y alcances de cada elemento e
identificando la corriente dominante y sus cambios o variaciones. Del mismo
modo que en la gestación de conflictos y en las guerras puede identificarse
la presencia de intereses externos, trátese de empresas privadas o agencias
gubernamentales, la solución pacífica de los conflictos puede reflejar a un
mismo tiempo disposiciones "autónomas" de los actores principales de la
controversia y presiones de terceros interesados en mantener la tensión
dentro de ciertos límites y contener la escalada.

En este punto y antes de seguir adelante, querríamos insistir en las
dificultades derivadas de la ausencia, dentro de los principales cuerpos
teóricos de las relaciones internacionales, de categorías analíticas que
permitan echar luz sobre los desempeños de los Estados Débiles y de Nuevos
Estados. Empezando por lo que es propio de unos y otros, ya que la alta
correlación histórica y sociológica entre ambos fenómenos -independencia e
incorporación al sistema internacional y debilidad relativa- no debería
impedir la búsqueda de interpretaciones específicas para cada uno. Después
seguirán las preguntas e hipótesis referidas a la relación entre la
experiencia de un estado como unidad independiente y su debilidad, las
razones por las cuales algunos países nuevos, inicialmente débiles,
llegaron a potencias o porqué otros, por largo tiempo débiles, lograron
ascender. En esta materia también se hace sentir de un modo específico y
probablemente mas acentuado que cuando se trata de explicar la dinámica de
la política mundial a partir de las grandes potencias, el divorcio que
dentro de la teoría de las relaciones internacionales se produce entre lo
que es propio de la relación interestatal y lo que corresponde al mercado y
la economía.

Desde que se constituyen como tales, los Estados Nuevos enfrentan tres
conjuntos de problemas: 1) los que se refieren a la preservación de su
independencia formal protegiéndose de eventuales intentos de restauración
del control metropolitano [51] 2) los que giran en torno de la
consolidación del proceso de unidad nacional a través de una nueva
configuración del poder interno y la delimitación de criterios de
gobernabilidad y 3) los que remiten al logro de un progreso material que
fortalezcan la independencia y la unidad. No siempre esos propósitos se
jerarquizan de la misma forma, de manera que se hace necesario conocer los
factores que gravitan en esa ponderación y las complejas relaciones que se
establecen entre los diversos objetivos. Importa, sobre todo, identificar
de que modo la jerarquización y los logros gravitan sobre los desempeños
externos. ¿Qué lugar ocupan los tradicionales dilemas de seguridad tan
caros a las visiones realistas? ¿Cómo y qué tipos de amenazas se
perciben? ¿Respecto de quienes o contra quienes se orientan las alianzas o
coalic iones? ¿De qué modo cada unidad percibe las amenazas provenientes
del interior del sistema -países vecinos- del que es parte o las que se
originan del exterior? ¿Como maximizan su seguridad? ¿Que peso le adjudican
a los equilibrios de poder a escala subregional?.


El continente americano llegó a ser escenario de una constelación
internacional única que algunos han calificado como situación unifocal o
unipolar; ecuación de poder caracterizada por la amplia supremacía de una
gran potencia respecto del resto de los miembros del sistema.[52] Esta
cohabitación con un poder hegemónico que rápidamente trascendió el marco
continental para alcanzar la primacía mundial, da cuenta de buena parte de
las singularidades de la política externa de los países de América Latina.
Por de pronto esta en la base de sus actitudes frente al sistema regional
institucionalizado. Las características de la "organización internacional
mas antigua de su tipo en el mundo" según solían decir sus mas entusiastas
defensores, en principio parecería resistirse a la idea de tomarla como un
indicador de una experiencia singular de acción internacional en clave
autónoma. Como ya se ha comentado, una estructura asimétrica dentro de la
cual se desenvuelven actores con recursos de poder muy desiguales y la
tendencia nunca desmentida de la gran potencia a alistarla en orden a sus
necesidades y conveniencias, mas bien tienden a mostrarla como una
manifestación de las tradicionales políticas de poder y atribuir su
permanencia a la disposición e intereses del actor mas poderoso. Sin
embargo, la perspectiva del "vínculo hegemónico" resulta insuficiente pues
desestima matices relevantes de la cuestión. Ese vínculo da cuenta de
muchas fenómenos, pero no de todos los que importan; por de pronto,
confunde lo que pertenece a las decisiones propias de los actores
relativamente más expuestos y vulnerables con lo que es producto de
relaciones de dependencia explícitas o veladas. La matriz asimétrica
implica complejos y múltiples condicionamientos que pueden reflejarse en
comportamientos muy diversos, desde el sometimiento hasta las variadas
formas de rebeldía y resistencia. En rigor, lo que hay son regateos,
negociaciones e intercambios; confrontación de voluntades; convergencias y
discrepancias de intereses; aproximaciones y rechazos. En suma una compleja
trama de relaciones entre actores dispares ininteligible para cualquier
mirada reduccionista, dentro de la cual el desempeño en el Sistema puede
ser visto como un intento por "someter la hegemonía de Estados Unidos a una
disciplina institucional".

No existía la pretendida "armonía de intereses", pero tampoco se trataba de
un juego de suma cero. Si el "Uno" contaba con las mayores chances para
obtener ventajas, para los "Veinte", o al menos para los mas importantes de
ellos, no es claro que solo se tratara de computar pérdidas. En última
instancia, era el lugar donde tenían oportunidad de sancionar normas y
erigir instituciones que facilitaran su desenvolvimiento y pudieran
intentar poner algún límite a la política de poder. Como se ha señalado:
"sus motivos giraban en torno del deseo de establecer un contrapeso al
poder de Estados Unidos con una densa red de obligaciones y salvaguardias
institucionales diseñadas por ella misma".[53] Si bien es cierto que la
potencia estaba permanentemente dispuesta a transgredir las normas y
desentenderse de las instituciones cada vez que unas u otras obstaculizaban
sus designios, no siempre podía hacerlo sin costos, ni era conveniente
ahorrárselos. Por otra parte, el énfasis en la dimensión asimétrica tiende
a minimizar el papel del Sistema Regional en cuanto a las relaciones
horizontales y aún como vehículo de prestigio y proyección global de los
actores mas débiles.

Fue en ese ámbito multilateral y merced a la acción colectiva, que lograron
la aceptación por parte de los Estados Unidos del principio de no
intervención. Durante muchas décadas esta había sido la reivindicación que
resumía su concepto de independencia e integridad territorial y cuando,
después de reiteradas negativas, Washington resignó su posición era
inevitable que se lo interpretara como un gran logro político y mérito del
ámbito institucional donde había sido posible. Esta perspectiva se vio
reflejada en la ardua batalla que los países latinoamericanos libraron en
defensa del regionalismo en 1944/45. Preocupados por los planes y
compromisos mediante los cuales las grandes potencias comenzaban a diseñar
en Dumbarton Oaks la organización que reemplazaría a la Sociedad de
Naciones; primero en Chapultepec y luego en San Francisco cerraron filas en
torno de la defensa de su sistema regional, sostuvieron sin fisuras la
compatibilidad entre formas regionales y universales, abogaron por el
derecho de los más débiles a gravitar en la nueva organización, la
necesaria transparencia de las decisiones y evitar que se legalizaran las
desigualdades entre los estados: "El sistema interamericano era por
entonces uno de los más notables, o quizás el más notable ejemplo de una
acción regional afortunada tanto en asuntos militares como en otros tipos
de cooperación. Los países latinoamericanos no estaban dispuestos a perder
lo que de hecho ya habían alcanzado a cambio de algo que aún se encontraba
en sus etapas muy formativas. Querían salvaguardar las ventajas que
difícilmente obtuvieron en sus relaciones con los Estados Unidos,
especialmente durante la era de la política de Buena Vecindad, y se
mostraron reacios a participar en una organización universal que pudiera
debilitar o interferir en las obligaciones que los Estados Unidoss habían
adquirido con los países de la región". [54]

En suma, los países latinoamericanos han hecho bastante más que adaptarse
pasivamente a las relaciones de poder. Es necesario identificar en cada uno
de estos gestos e iniciativas lo que hay de comportamiento autodirigido y
no de reflejo hegemónico. Desde otro ángulo, puede observarse que la
cohabitación con una gran potencia tiende a provocar dos reacciones de
sentido contrario: por un lado, facilita actitudes solidarias destinadas a
erigir un eje de resistencia de tipo compensador para "contenerla" poniendo
limites a su discrecionalidad; por otro lado, tienta a algunos a alinearse
junto al poder dominante en procura de ventajas y facilidades de diverso
tipo (premios, favores, tolerancias especiales), que supuestamente podrían
facilitar su desenvolvimiento o para mejorar su posición ante rivalidades
subregionales. Las dos actitudes están presentes en la región: el primer
efecto tiende a buscar algún tipo de equilibrio de poder, el segundo, por
el contrario, "polariza", esto es, fortalece la estructura asimétrica
acrecentando los recursos de poder de quién ya lo detenta. Del mismo modo,
la cohabitación con un poder hegemónico tiene otras consecuencias: plantea
una tensión entre dos perspectivas de equilibrio. Por un lado están las
percepciones o prácticas de equilibrio que resultan de asimetrías entre los
países de la región; por otro lado, las que privilegian demandas para
balancear, de algún modo, el poder hegemónico. Si las primeras favorecen
los conflictos, las segundas alientan la cooperación.

Por otra parte están las ya mencionadas "intrusiones", destino insoslayable
de la situación periférica y que no solo influyen sobre el diseño de las
políticas exteriores y las modalidades de inserción internacional, sino
sobre la totalidad de la vida política y económica. Ellas dan lugar al
surgimiento de sólidas conexiones entre intereses locales e intrusos, sea a
nivel intergubernamental como de los sectores socioeconómicos. Estas
conexiones influyeron poderosamente sobre las estructuras y los procesos
decisionales, propiciando, impulsando o desalentando determinados cursos de
acción e interfiriendo en la identificación y la atención de los intereses
del conjunto de las respectivas sociedades En ocasiones estas conexiones de
intereses son aprovechadas por los países "anfitriones" para conseguir
algunos de sus propósitos o ampliar su capacidad de regateo. El éxito de
esta opción, que a veces a tomado la forma de una especie de chantaje o de
trayectoria pendular, resulta difícil de evaluar. Depende de la relevancia
estratégica de quién la elige, de sus capacidades, de las características
de los actores intrusos involucrados, de la naturaleza de su rivalidad y,
en definitiva, de quién termina prevaleciendo en las pujas
interhegemónicas.

Compensar la gravitación de un poder hegemónico aproximándose a otro poder
que disputa la prevalencia no es la única forma de alentar las intrusiones.
Estas pueden asociarse a juegos de equilibrio entre los países de la
región, ya sea al nivel de los relativamente más fuertes, que compiten
entre sí, sea al de los más débiles cuando acuden a la garantía de las
potencias extracontinentales para compensar esas competencias
subregionales. Las relaciones especiales -con Gran Bretaña y Estados Unidos
de Argentina y Brasil respectivamente- son ejemplo de lo primero; mientras
que la búsqueda por parte de Uruguay de un respaldo británico primero y
estadounidense después para garantizar su independencia y neutralizar la
gravitación de sus dos vecinos más poderosos, un ejemplo de lo segundo.
[55]

Del mismo modo que resulta incompleta la perspectiva que reduce toda
explicación al vínculo hegemónico, las interpretaciones más convencionales
sobre el desempeño internacional de los países más débiles no ponderan
adecuadamente todas las consecuencias que derivan de la muy frecuente
disposición de las elites dirigentes a privilegiar las demandas del
progreso material. Desde sus orígenes, es fácil reconocer la entidad que en
el desenvolvimiento de los nuevos estados tuvieron los propósitos
modernizadores y de progreso económico. Estas demandas eran las que en su
ensayo de 1844 Alberdi colocaba como prioridad para la convocatoria de un
congreso americano que debería: "ubicar en el centro de las deliberaciones
un conjunto de cuestiones fundamentales para promover el comercio y la
prosperidad del continente". Ellas constituían una garantía de la
independencia recientemente lograda, un vehículo de unidad nacional y un
requisito para ascender en la jerarquía de las naciones. Si bien esos
propósitos suelen identificarse con las convicciones de las elites
ilustradas de origen urbano adscriptas a los preceptos liberales,
estuvieron lejos de circunscribirse a esos círculos. Con frecuencia, las
iniciativas ligadas al crecimiento económico provinieron de dirigentes
conservadores y regímenes autoritarios.

Ya se ha señalado, al mencionarse las iniciativas confederales del primer
medio siglo de vida independiente, la relación que se establecía entre el
progreso y la paz. Decenas de pronunciamientos de dirigentes
latinoamericanos dan testimonio de lo muy difundido que estaba este punto
de vista. Uno de los ejemplos paradigmáticos lo proporciona la
fundamentación de una iniciativa colombiana de 1880: después de firmar una
convención de arbitraje con Chile, las autoridades de Bogotá invitaron al
resto de los países del continente a adherir al acuerdo durante el
transcurso de un congreso que se celebraría en 1881 en Panamá. La nota de
invitación decía: "La paz es una necesidad muy especial para la América
Española y hay anhelo visible por obtener este inapreciable bien y
conservarlo de un extremo a otro del continente. En efecto; hacense grandes
esfuerzos en dondequiera para diseminar la instrucción pública en las masas
populares y desarrollar el comercio y la industria, al mismo tiempo que se
atacan con energía inveterados elementos de discordia. El orden así se va
cimentando sobre bases sólidas, al paso que se extiende el conocimiento y
se afianza la práctica genuina de las instituciones republicanas; todo lo
cual hará que las guerras intestinas lleguen a hacerse rarísimas. Pero
pueden sobrevenir discordias internacionales, especialmente por cuestiones
de límites y de pundonor. Naciones como las nuestras, soberanas de inmensos
territorios, no deben arruinarse ni deshonrarse con guerras sangrientas y
desastrosas por porciones de tierra inhabitada y, en muchos casos,
inhabitable, que para la causa de la civilización y de la humanidad en
América, lo mismo es en definitiva que pertenezcan a una nacionalidad que a
otra. Guerras de esta especie son las que hay que evitar y esto se
conseguirá, indudablemente, si todas las naciones del continente se
adhieren al principio salvador que encierra el pacto trascendental
celebrado entre Colombia y Chile".

Debe admitirse, de todos modos, que en ocasiones la prosecución del
progreso material podía activar tendencias propicias para la
conflictividad. Las principales desavenencias originadas en la esfera
económica derivaban de lo que en los litigios fronterizos podía haber de
interés en el control de recursos naturales, acceso a vías de comunicación,
etc., todos ellos con un anclaje territorial. La pugna por un espacio
geográfico dado no era solo cuestión de prestigio sino, principalmente,
por el control de recursos claves para el crecimiento. En rigor, este
"conflictivismo de base económica" esto es, impulsado por demandas de
crecimiento, volvió a manifestarse en forma mas o menos generalizada en el
curso de los años sesenta y setenta de este siglo, cuando el imperativo
desarrollista resaltó el valor estratégico de las materias primas y de la
infraestructura física.

La consolidación de los Estados Nacionales y la incorporación al mercado
mundial a partir de la producción primaria fueron dos procesos paralelos
que requerían la consolidación de los espacios territoriales y, en tanto
tal, tendían a activar las cuestiones de demarcación jurisdiccional
preexistentes; pero simultáneamente aquellos procesos y el progreso
material que derivaban de ellos gravitaban en el sentido del mantenimiento
de la estabilidad el orden y la paz. En varios países -aunque no con igual
intensidad- se instaló el dilema entre fronteras y mercados que, en
definitiva, se materializó en un enfrentamiento entre neobelicistas
partidarios de las políticas de poder, y aquellos que creían en las
ventajas y conveniencias de la solución pacífica de controversias. El
primer grupo, por lo general dispuesto hacia la "realpolitik" y la "paz
armada", era respaldado por una prensa nacionalista que comenzaba a ser
masiva y se mostraba dispuesta a esgrimir consignas patrióticas y exaltar
los ánimos de la opinión pública; en el segundo se enrolaba el sector de la
dirigencia que comprendía que las relaciones armoniosas entre los países,
libres de costosas carreras armamentistas era un requisito del crecimiento
y la mas adecuada realización del interés nacional.

Ese mismo movimiento habilitaba el papel activo de un nuevo actor: las
fuerzas armadas nacionales. Ellas habían sido protagonistas principales del
movimiento integrador que neutralizó a los localismos y después
responsables de la defensa de la nación unificada. Esta "exteriorización"
de las amenazas no podía dejar de tener consecuencias en las relaciones
interestatales. Los nuevos ejércitos, asistidos en casi todos los países de
la región por misiones de potencias extranjeras incorporaron, junto con las
pericias profesionales, doctrinas militares e interpretaciones geopolíticas
vaciadas en los tradicionales moldes de la política de poder con sus
presupuestos sobre la guerra y la paz, sus percepciones sobre enemigos y
amenazas, sus hipótesis de conflicto y guerra. Debe reconocerse, de todos
modos, que si bien las fuerzas armadas con frecuencia se convirtieron en
ejes de una "coalición" belicista que nutrió las vertientes
confrontacionistas, sus miembros no fueron impermeables a la antigua
tradición americanista que alentaba actitudes pacifistas y cooperativas. No
pocas veces ellas mismas desempeñaron un papel importante en iniciativas
diplomáticas destinadas a despejar los climas de conflicto, sino que entre
sus miembros se destacaron figuras que apelaron a favor de la construcción
de confianza y las soluciones pacíficas o pensaron en el poder y la
seguridad a escala regional.

Otra vertiente del conflicto en la que desempeñaron un papel factores
económicos podría originarse en los logros asimétricos de los países. Si
bien la mayoría de ellos "prosperaron" al incorporarse al mercado mundial,
las performances no fueron equivalentes. El crecimiento de uno de ellos
podía aumentar las prevenciones de aquellos vecinos que lo percibían en
términos de habilitación de recursos de poder y desequilibrios
subregionales y que, al temor de quedar postergados agregaban la
preocupación ante el hecho de que el exitoso podía disponer de recursos
para fortalecer su capacidad militar o su influencia. Por cierto,
pertenecen a la misma lógica las motivaciones estratégico- defensivas que
alentaban algunos procesos industrializadores sustitutivos o los mas
recientes esfuerzos por ampliar las oportunidades comerciales a través de
la producción y exportación de armamentos.

En este sentido, una línea de investigación prometedora sería la que se
propusiese estudiar el conjunto de factores que obran a favor de
percepciones y prácticas de equilibrio de poder, lcon su "deriva"
conflictivista y factores y condiciones que tienden a desalentarlas
potenciando la cooperación. Otra circunstancia que debería ponderarse
adecuadamente es la tendencia de las visiones confrontacionistas a desdeñar
matices dentro de las percepciones mutuas de los actores. Así, ciertas
relaciones bilaterales suelen plantearse predominantemente en términos de
componentes de rivalidad disimulando sus contrarios. Por ejemplo, en una
perspectiva convencional las relaciones entre Brasil y Argentina habrían
estado signadas por un largo antagonismo; sin embargo, si bien abundan en
uno y otro país los que vieron al vecino como el principal adversario,
fueron muchos los que creyeron que era -o debía ser-, el principal aliado.
Exactamente lo mismo ha ocurrido con las relaciones entre Argentina y
Chile.


Desde el último tramo del siglo XIX los latinoamericanos parecían cada vez
mas convencidos de que la integración al mercado mundial era el camino mas
rápido y seguro para el progreso. Durante décadas la respuesta del mercado
satisfacería sus expectativas y se registraron notables procesos
expansivos, pero desde la Primera Guerra, y mucho más a partir de la gran
crisis, los trastornos de la economía mundial sacaron a la luz las
restricciones del modelo. La depresión sacó a la luz "la fragilidad del
orden mundial al que Latinoamérica había buscado tan afanosamente
incorporarse". La respuesta a largo o mediano plazo era la diversificación
de la estructura productiva por vía de la industrialización. A corto plazo,
aumentar las vinculaciones mutuas, allí donde era posible sustituir
mercados extracontinentales por los de la región. Esta segunda tendencia
podía contribuir a ensanchar los vínculos mutuos y a fortalecer relaciones
de interdependencia, aunque, simultánea y en cierto modo
contradictoriamente, los factores que la impulsaban no serían ajenos a
conflictos que, como la guerra del Chaco Boreal o la entablada entre Perú
y Ecuador interrumpieron el ciclo de paz de 1883.

La crisis de 1930 tuvo similares consecuencias, puso en evidencia la
vulnerabilidad externa de las economías y propició políticas de regulación
estatal destinadas a morigerar los efectos negativos de esa coyuntura.
Paralelamente, auspicio un mayor acercamiento comercial entre ellos,
mientras que el modelo económico dominante se deslizaba hacia la
industrialización bajo la forma sustitutiva de importaciones y orientada
hacia el mercado interno. Desde fines de la Segunda Guerra Mundial y en
consonancia con lo que ocurría en el resto del mundo, esa nueva orientación
se identificó cada vez más con las estrategias de la flamante economía del
desarrollo que iba ocupando un espacio cada vez más amplio en el campo de
las ideas[56] procurando dar cuenta de las causas del atraso y de los
medios para superarlo. Esta orientación le daba sustento a un conjunto de
políticas que procuraban fortalecer la diversificación del sistema
productivo -siempre por el sendero industrial- adjudicándole un papael más
activo al Estado, valiéndose del instrumento de la planificación y
reclamando un orden económico internacional que contemplara sus demandas en
cuanto a términos de intercambio, acceso a mercados, ayuda para la
expansión de la infraestructura, etc.

En esos años, en paralelo con la preocupación creciente por la marcha de
sus economías, los países creyeron que el sistema interamericano, a la
postre eficaz para consagrar el principio de no ingerencia, podía facilitar
la implementación de procedimientos y fórmulas cooperativas que
favorecieran la transformación del marco productivo y de las condiciones de
vida de los pueblos. Las actitudes por las naciones latinoamericanas al
finalizar la segunda guerra son reveladoras del peso que la orientación
desarrollista tenía en las definiciones de la política exterior y en
particular la forma en que se ponderaron y relacionan los objetivos
económicos y políticos

En el orden mundial de la Segunda Postguerra -estructura bipolar y
confrontación político ideológica entre las superpotencias y sus
respectivos bloques-, los antiguos dilemas, asociados a restricciones u
oportunidades estructurales derivadas de la cohabitación con un poder
hegemónico -que ahora lo era a escala global- y la condición periférica,
se tornaron mucho mas dramáticos y complejos. La suerte de los países
latinoamericanos, tanto en lo que hace a su vida política interior como en
lo referido a sus orientaciones diplomáticas quedó mucho mas atada que en
cualquier momento del pasado a las alternativas de la política mundial y
condicionada por los criterios y demandas de la potencia regional.
Prácticamente todos se identificaron con el "mundo libre", pero esa
adhesión no significaba obligatoriamente consenso respecto de los
procedimientos con los que los Estados Unidos ejercían la conducción del
mismo, ni disimulaban motivos de fricción con Washington derivadas de sus
particulares necesidades económicas y sociales.

Por cierto, esas tensiones no eran ajenas al tipo de régimen que se
instauraba en los distintos países y a las alternativas de la política
doméstica. En los países débiles, la perspectiva clásica del Estado como
actor unificado muestra limitaciones todavía mayores que las que
habitualmente pueden reconocerse en el caso de las grandes potencias. Mas
que las pujas entre agencias gubernamentales, las decisiones están
influidas por la fuerte correspondencia entre fuerzas y sectores sociales e
instituciones estatales. Los sectores desarrollistas modernizadores deben
enfrentar dos relaciones comprometidas: a) en el frente interno, con los
grupos sostenedores del statu cuyos intereses materiales o sus valores son
afectados por las políticas transformadoras, b) en el frente externo, con
los grandes actores hegemónicos (potencias o empresas) Respecto de estos
deben tratar de conciliar dos objetivos con frecuencia en oposición:
conseguir recursos económico-financieros para el desarrollo y mantener la
capacidad de decisión propia y en ocasiones adoptar medidas que pueden
afectar a los intereses del Centro. De los dos frentes derivan fuertes
tensiones y una coalición de sectores internos y externos suele
constituirse para interferir o eliminar el proyecto desarrollista
aumentando la inestabilidad institucional, la que a su vez distorsiona aún
más los procesos económico-sociales.

Las actitudes independientes, a la que eran proclives los gobiernos
constitucionales con programas reformistas-desarrollistas, fueron
habituales pretextos para instaurar autocracias militares con la
aquiescencia o complicidad de los Estados Unidos, a su vez, el segmento
militar de las sociedades americanas era el más dispuesto a adherir a las
fórmulas del "Occidentalismo de Guerra Fría", de manera que, al instalarse
en el poder ratificaban una completa adhesión al liderazgo estadounidense.

Las orientaciones modernizadoras y desarrollistas estuvieron mucho mas
asociadas a las instancias constitucionales y a los partidos mayoritarios
que llegaban al poder por vias del sufragio. Aún en las versiones mas
moderadas, esas orientaciones suponen la transferencia de recursos a los
sectores mas dinámicos y diversificación del sistema productivo:
industrialización, reforma agraria , planificación y organización de una
economía mixta con rol activo del estado. Por otro lado, como se piensa que
un proceso transformador de ese tipo requiere decisiones propias,
disposición a contrarestar los condicionamientos impuestos por las grandes
potencias o intereses multinacionales, el resultado es la adhesión aun
modelo de política exterior independiente. Se considera que la autonomía es
un requisito más que una consecuencia del desarrollo. Esa autonomía no
necesariamente conduce a confrontaciones con los actores mas poderosos,
mas bien expresa un nacionalismo moderado y bastante racional que se
concibe como una herramienta para permitir adecuadas negociaciones allí
donde existen intereses divergentes o contradictorios.

Por un lado los países latinoamericanos tendían a definir sus intereses más
en términos de desarrollo que de seguridad o, en última instancia,
considerando que la mejor protección contra las amenazas la proporcionaban
el crecimiento, el bienestar, la mayor equidad internacional; por otro lado
discrepaban en orden a las vías e instrumentos del desarrollo: mientras que
los Estados Unidos presionaban en favor de fórmulas liberales ortodoxas
(mercado, inversión externa, libre empresa), los latinoamericanos pensaban
en términos de economías mixtas, planificación, cooperación internacional,
etc.

En este sentido parece útil identificar distintas formas de nacionalismo:
el integrador y el autocentrado. El primero valoriza la capacidad de
decisión propia como condición del desarrollo económico y la convergencia
entre actores relativamente vulnerables o de menor poder relativo para
aumentar la capacidad de control y negociación, el segundo -compatible con
la subordinación respecto de actores mundiales-, se mantiene dentro de los
límites estrechos del estado nación tradicional, pondera las luchas por el
poder e influencia, los equilibrios y las cuestiones territoriales. Se
trata, en rigor, de dos modos antagónicos de definir el interés nacional.

Si algo parece revelar la experiencia regional es el estrecho vínculo que
por décadas se estableció entre progreso material y políticas exteriores.
Las orientaciones diplomáticas de los países se subordinaron en muy alto
grado a las metas del desarrollo económico y social. Esas metas también dan
cuenta de la forma en que llevaron las relaciones entre ellos, de ellos con
otras zonas del mundo y aún de su desempeño en organismos internacionales.
En suma, tratándose de América Latina, nuestra hipótesis podría formularse
en los siguientes términos: la cohabitación con un poder hegemónico y el
status periférico, dos datos sistémicos, potencian las tendencias
integradoras y cooperativas. En distintos momentos de la trayectoria de la
región, esa condición coexistió dificultosamente con fuerzas que gravitaban
en sentido contrario, esto es alentando las confrontaciones, pero a la
postre ellas terminaron prevaleciendo, en parte auxiliadas por los
componentes de cultura política compartida a la que denominamos "condición
americana", en parte sustentadas por la modalidad integradora del
nacionalismo. Por otro lado, que el "dilema del desarrollo" fuera
prioritario respecto del "dilema de seguridad" alentó una concepción mas
cooperativa que conflictiva de relaciones interestatales, lo que significó
una mayor disposición a la resolución pacífica de los diferendos y un
fortalecimiento de los procesos de interdependencia o iniciativas
asociativas del tipo de los programas de integración.





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independencia o agresiones territoriales directas.



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