“Guerra civil, ‘teatro de urgencia’ y mitología con fines políticos. A propósito de la Antígona de Salvador Espriu”, L.M. Pino & G. Santana (eds.), Καλὸς καὶ ἀγαθὸς ἀνήρ· διδασκάλου παράδειγμα. Homenaje al Profesor Juan Antonio López Férez, Madrid, Ediciones Clásicas, 2013, pp.471-478

September 8, 2017 | Autor: A. López Fonseca | Categoría: Theatre Studies, Classical Reception Studies, Classical Mythology, Teatro español contemporáneo
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GUERRA CIVIL, “TEATRO DE URGENCIA” Y MITOLOGÍA CON FINES POLÍTICOS. A PROPÓSITO DE LA ANTÍGONA DE SALVADOR ESPRIU ANTONIO LÓPEZ FONSECA Universidad Complutense de Madrid RESUMEN: Tras unas consideraciones a propósito de teatro y guerra, el presente trabajo ofrece algunas reflexiones sobre el uso de la mitología clásica como metáfora con fines políticos para luego acercarnos a la Antígona de Espriu como ejemplo concreto de teatro mitológico sobre la Guerra Civil. PALABRAS CLAVE: Espriu, Antígona, teatro mitológico, Guerra Civil. CIVIL WAR, “ THEATRE OF URGENCY ” AND MYTHOLOGY WITH POLITICAL ENDS. ABOUT THE ANTIGONA OF SALVADOR ESPRIU ABSTRACT: After a few considerations about theatre and war, the present work offers some reflections on the use of the classic mythology as metaphor with political ends, then to approach Espriu’s Antígona as concrete example of mythological theatre on the Civil War. KEY WORDS: Espriu, Antigone, Mythological theatre, Civil War.

1. INTRODUCCIÓN1 A pesar de haber dedicado algún trabajo a las huellas que el teatro grecolatino ha dejado en el teatro español del siglo XX (López Fonseca, 2006, 2007 y 2009), nunca me había acercado al teatro de la Guerra Civil, un teatro que está perfecta, y recientemente, estudiado por los profesores Nigel Dennis y Emilio Peral en dos extraordinarios volúmenes dedicados al teatro en el bando republicano y el bando nacional respectivamente (Dennis & Peral Vega 2009 y 2010; cf. también, sobre el teatro en la Guerra Civil, Cosme Ferrís, 2010; y Martínez Cachero, 2003). El reto de este nuevo acercamiento se convertía en un problema tras comprobar que en ningún bando hubo teatro de tema mitológico durante la guerra. No obstante, y aunque todo me invitaba a transitar nuevamente por la amplia posguerra, donde sí lo hay y en abundancia, sobre todo en el exilio (cf., por ejemplo, Doménech, 2006; y Muñoz Cáliz, 2010), decidí ceñirme al momento final de la contienda, y a obras que tuvieran la característica de “teatro de urgencia”. La musa me

—————————— Una versión preliminar de este trabajo se presentó en una mesa redonda del Curso de verano de El Escorial “Literatura y Guerra Civil: nuevas aproximaciones a un arte de urgencia”, dirigido por el profesor Emilio Peral Vega, en julio de 2011. El trabajo sigue la línea de los que he presentado, desde el año 2005 en que participé por vez primera, en los coloquios internacionales organizados por el Dr. López Férez que amablemente me ha invitado año tras año a intervenir. Quede patente mi gratitud y amistad en las páginas que siguen. 1

Luis Miguel Pino Campos – Germán Santana Henríquez (eds.), Καλὸς καὶ ἀγαθὸς ἀνήρ· διδασκάλου παράδειγμα. Homenaje al Profesor Juan Antonio López Férez. Madrid, Ediciones Clásicas, 2013

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llevó hasta Antígona de Salvador Espriu, escrita en catalán en 1939, inmediatamente después de la entrada de los nacionales en Barcelona. Tras algunas consideraciones a propósito del teatro “en” la guerra y “de” la guerra (§2), se ofrecen algunas reflexiones sobre el uso de la mitología como metáfora con fines políticos (§3), para luego acercarnos a la Antígona de Espriu en cuanto ejemplo concreto del teatro mitológico sobre la Guerra Civil (§4). 2. TEATRO Y GUERRA CIVIL Incluso, como afirma Elena Cueto Asín (2008: 14-15), cuando la función del teatro que habla de la guerra en las últimas décadas haya podido ser la de conciliar al público con ese conflicto, las representaciones de este tipo de teatro durante su desarrollo no encontraron el camino a los escenarios. Las visiones del período de la contienda han sido bien recibidas en la medida en que hayan podido ofrecer, al margen de lamentar la propia guerra, planteamientos no del todo partidistas o donde las cualidades humanas destaquen sobre las fuerzas ideológicas en oposición. A pesar de ello, ni siquiera una obra como La velada en Benicarló de Manuel Azaña (1937), aclamada por su dimensión de autocrítica y condena de la violencia, contó con la recepción y continuidad de creaciones más recientes, posteriores al conflicto, como por ejemplo Las bicicletas son para el verano, de Fernando Fernán Gómez (1977, estrenada en 1982), o ¡Ay Carmela!, De José Sanchis Sinisterra (1986, estrenada en 1987), ni siquiera la de las creadas en los límites de la dictadura como El tragaluz, de Antonio Buero Vallejo (1967). Parece que la producción teatral realizada durante la contienda está destinada más a adquirir consideración como legado literario que como espectáculo teatral. La recuperación y aparición de estos textos ha sido lenta y selectiva y, en general, se ha hecho una distinción entre teatro breve o “de urgencia” y obras de mayor calidad y extensión. Entre las primeras, escritas por autores de izquierda cuyo tema es la guerra misma, podemos citar La velada en Benicarló de Manuel Azaña, no exactamente una obra de teatro sino un ensayo dialogado, De un momento a otro de Rafael Alberti, Pastor de la muerte de Miguel Hernández, Tiempo a vista de pájaro de Manuel Altolaguirre o, en catalán, Antígona de Salvador Espriu. La fórmula conocida internacionalmente como “agit-prop”, en España pasó a llamarse teatro “de urgencia” de la mano de Alberti (“Teatro de urgencia”, Boletín de Orientación Teatral 1, 15-2-1938), que esboza la primera definición y las reglas a seguir para dar con el género. Según su propuesta, en un momento tan crítico se ha de recurrir a un formato breve, a estructuras simples y a un lenguaje directo y fácil en aras de una efectividad que puede comprometer en algunos casos la verdadera calidad artística de texto y espectáculo. La fórmula que reconcilia el arte con un público de limitada sensibilidad o formación no elimina la cuestión de la calidad literaria y del sacrificio de ésta en aras de la propaganda defendida como una necesidad. Así, se es consciente de la escasez de autores capaces de innovar artísticamente, también entre los del lado nacional, donde se encuentran casi todos los dramaturgos que lo eran ya antes de la contienda. Muchos textos de urgencia del lado republicano salen de plumas en principio vinculadas a otros géneros, en especial la poesía, incitadas a contribuir con obras teatrales a dar cumplida respuesta a la adhesión “traidora” de muchos dramaturgos y actores. Miguel Hernández señala en el prólogo a su Teatro de guerra (1936) la fuerza del teatro como arma, sin

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dejar de enfatizar la voluntad de crear uno diferente, de calidad, para la sociedad transformada que habría de surgir de la paz conseguida con la victoria. Y en un ensayo de 1937, Nuestro teatro, Manuel Altolaguirre reitera la confianza en un tiempo próximo de paz que permita una actividad teatral de calidad sin necesidad de adoctrinamiento. De esas obras que hemos mencionado, Antígona y La velada en Benicarló, que quedan sin estrenar, miran a modelos clásicos cultos también recuperados por el teatro experimental y definitivamente no destinados al público de masas: la de Espriu con el referente claro en la tragedia de Sófocles, la de Azaña bajo la forma del diálogo, con una acción mínima dentro de un marco cerrado, podemos decir también que de cierto corte existencialista, en el que once personajes discuten los derroteros de la República antes de sucumbir bajo las bombas. El “teatro de urgencia” que ocupa los escenarios de 1936 a 1939 es menos que ninguno un teatro con temática de paz (Cueto Asín 2008: 52-66). La única resolución positiva que estas piezas proponen es la victoria sobre el bando enemigo. Es difícil hallar voluntad de concordia en una literatura compuesta en su mayor parte de lemas y propaganda, destinada a levantar sentimientos de esperanza que se alimentan con la hostilidad. Sin embargo, las razones y necesidades conciliadoras presentes en obras posteriores a la contienda pueden hallar su germen en el mejor teatro hecho durante la contienda. La obra de Azaña pretende ser explicación de las causas y consecuencias de la confrontación, siendo sin duda una de las obras más libres de sectarismo en su crítica de la violencia, lo cual se quiere ver como espejo de la actitud tolerante y humanista del presidente. Espriu, por su parte, escribe su obra justo al final de la contienda y reflexiona sobre la gravedad y las contradicciones morales que se producen a partir de un estado de violencia civil. Su Antígona viene a ser una propuesta directa de paz una vez concluido el enfrentamiento. Por el hecho de ser un texto revisado en décadas posteriores, hay reparos para incluirlo en los límites del teatro de la Guerra Civil, pero su composición presenta la lectura codificada típica de los límites impuestos por la censura dictatorial. No es menos cierto, en todo caso, que algunos aspectos de llamamiento a una respuesta magnánima por parte del vencedor la acercan además a las propuestas de revisión que van a surgir de parte de la literatura del exilio. 3. MITO Y TEATRO La esencia del teatro es lucha y enfrentamiento entre los hombres y dentro de un hombre, así como pensamientos sobre esa lucha y su interpretación. Se toma un trozo de vida, circunscrito en determinadas coordenadas, y se introducen los tipos humanos que viven esa vida para que se enfrenten, amen, destruyan o mueran. Y el público trata de pensar y de entender. Así define el profesor Adrados (1998: 1) el teatro. Muchos autores se han visto tentados por la fuerza dramática de algunos personajes, por la profundidad de algunas obras de la tradición literaria grecolatina. Y ello porque un tema ya concluso siempre permite reinterpretarlo desde un punto de vista personal, hecho por el que la literatura de todas las épocas y culturas convoca con frecuencia a la escena a los grandes héroes y heroínas del teatro clásico por cuanto pueden traspasar ese espesor de los siglos para hacer reflexionar al receptor actual sobre problemas intemporales. El tiempo está en ellos como suspendido, pero no anulado, en una suerte de “condensado ahora” (Díez del Corral, 1957: 76). El teatro clásico nos infunde el desasosiego que inevitablemente produce el semejante. La Guerra de Troya es, por antonomasia, la guerra; Ítaca el lugar al que queremos regresar;

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Orestes el héroe que vuelve del exilio para encontrar a Electra, la resistencia; Hécuba el símbolo de todas las madres que han visto morir a sus hijos; Antígona el deseo de reconciliación y perdón entre los hermanos que se habían enfrentado en la guerra, símbolo de deseo de paz y democracia… Son el reflejo de tantos avasallados por la historia. En los años del franquismo se atisba un deseo de infundir en un público demasiado adormecido un mensaje de carácter ideológico capaz de suscitar la reflexión y el planteamiento de una nueva visión sobre los hechos culturales y, en última instancia, sobre los políticos y sociales (cf. Vilches, 1988), un teatro que devuelva al hombre su dignidad perdida y le permita mirar hacia el futuro esperanzado (Gil, 1969: 202; cf. también Mougoyanni, 2006). Podríamos decir que hay un mismo cielo para todos pero un distinto horizonte. Es así que, en momentos de crisis (etimológica, de “cambio”), el carácter abierto de los mitos, su permanente y vivaz seducción, permite una utilización que los convierte en símbolo de valores alternativos al orden establecido. La Guerra Civil había exigido de manera traumatizante un teatro de intencionalidad política que contemplase de cara las circunstancias históricas de su tiempo (cf. Ragué Arias, 1994). Así, cuando los personajes y temas de la Grecia Clásica en nuestro teatro son imágenes de la guerra y la posguerra, podemos decir que nos encontramos ante un teatro progresista, consciente de las profundas esencias de esos ecos capaces de acercarnos a los límites, a la libertad. Lo que nos encontramos, pues, son transformaciones diegéticas completas, ya que los nombres, la situación, el momento histórico y social es radicalmente distinto. Esa transformación es la que facilitará un acercamiento al público y una humanización de la acción, lo que permite que no sea necesario el conocimiento previo del mito para entender la acción en su totalidad. En la tragedia griega la pasión no es un simple rapto afectivo sino siempre, y fundamentalmente, la afirmación de un derecho, arrebatos de sentimientos que tienen su origen en lo más profundo del ser, que expresan una voluntad inquebrantable y constituyen la afirmación de sistemas de valores y de derechos. Por ello, uno de los caminos elegidos por los dramaturgos para expresar sus inquietudes ha sido la recreación de mitos y esquemas clásicos, a los que dotan de una nueva configuración para dar respuesta a los problemas y dudas del ser humano contemporáneo. Además, para la época de la que hablamos, en la que la rabia y la impotencia se apoderaban de la pluma que quería gritar, éste era un procedimiento de decir burlando al inquisidor. Los dramaturgos vuelven los ojos a los mitos literarios e históricos buscando en ellos el establecimiento de paralelismos capaces de traspasar las barreras de una férrea censura. 4. ANTÍGONA DE SALVADOR ESPRIU Hemos de recordar que no hay una lectura política de los mitos durante la Guerra Civil, aunque sí va a ser muy frecuente en la literatura de posguerra, sobre todo en la del bando de los perdedores. El primer ejemplo, salvo error u omisión por mi parte, lo encontramos en la Antígona de Salvador Espriu, escrita en 1939, entre el 1 y el 8 de marzo, poco después de la caída de Barcelona en manos de los nacionales (Barcelona cae el 26 de enero y le sucede el resto de Cataluña). Bajo el manto clásico, la obra habla de la muerte, la Guerra Civil y sus consecuencias, como queda patente en el prólogo que redacta en 1947 (escrito para una edición que no vería la luz hasta 1955, pero que apareció en solitario en la revista Raixa de Palma de Mallorca en 1953), en el que establece un paralelismo entre su país y el de Antígona. Posteriormente revisó el texto para una segunda versión en 1963 y nuevamente en

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1967. Las circunstancias políticas son otras en ese momento y llega, incluso, a cambiar el final. En la primera versión Antígona se dirige al pueblo y le dice: Vuelve a las casas, pueblo de Cadmos. Muero justamente y con alegría (..) ¡Que la maldición acabe conmigo! Honra, pueblo, a tu príncipe y olvida lo que te divide. Trabaja, unido y en paz, por la grandeza de la ciudad.

En la versión revisada se dirige al consejo de Creonte: Calmad al pueblo, que vuelva a sus casas, que cada uno vuelva tranquilo a su hogar (…) que la maldición acabe conmigo y que el pueblo olvide lo que le divide y pueda trabajar y ojala que tú, rey, y todos vosotros lo améis y lo sepáis servir. Espriu, gran poeta y prosista que eventualmente escribió teatro, se sirve del mito para destacar el horror de la Guerra Civil. La fuerza trágica de la obra nace del hecho de que el vencedor se haya negado a conceder el perdón a los vencidos. Que no muera la ciudad, que su lengua y su cultura no perezcan (en una muestra clara de la preocupación de Espriu por Cataluña y el catalán), son gritos recurrentes en la obra. Por boca de Antígona, Espriu denuncia la tiranía y la violencia de un régimen que ha negado la vida a sus opositores, pero es una llamada a la fraternidad y la pacificación. La postura de partida la encontramos perfectamente reflejada en la Antígona de Sófocles (vv.522-524): CRE.: Tienes que saber que jamás el enemigo, ni aun muerto, es amigo. ANT.: Tienes que saber que nací no para compartir con otros odio, sino amor.

Esta obra llega casi al esquematismo del mito primero, se nos ofrece descarnada y despojada de todo tipo de tono retórico… pero sigue siendo sofoclea. Así como en la obra homónima de Anouilh el personaje oponía resistencia al tirano, en la de Espriu Antígona es la heredera de los odios suscitados por la lucha entre hermanos, sus hermanos, Etéocles y Polinices. Y cuando se dispone a desobedecer la orden de Creonte no lo hace tanto por desautorizar al dictador como para enseñar a olvidar, a perdonar. Es una obra “difícil” por su marcado esquematismo y la complejidad de su propia redacción. Fue escrita entre 1939 y 1969 (un texto en “estado fluido”) y ha tenido hasta tres versiones: la de 1939, publicada en 1955 y estrenada el 24 de marzo de 1958 por la Agrupación Dramática de Barcelona2; la escrita en 1963, para la puesta en escena de Ricard Salvat en el Teatro Romea de Barcelona, editada sólo en castellano (Espriu, 1965); y la tercera publicada en abril de 1969 en el número 54 de la colección “Antologia Catalana” que dirigía Joaquim Molas para Edicions 62 (cf. Espriu 19982). Las palabras de Antígona, “el pueblo de Tebas que piense en vivir”, eran una petición muy necesaria en aquellos momentos de desesperanza, nada más terminar la guerra. Pasaron veinte años y Espriu comprendió que una nueva generación, que no podía recordar la herida de la guerra, exigiría de él que fuera más allá del mito del amor de Antígona y se le planteaba el problema de buscar, más allá de su muerte, una solución. Lo resolvió haciendo pasar a primer término a Creonte, a través de la figura de un nuevo personaje, el Lúcido Conseje-

—————————— 2 La publicó junto a la traducción al catalán que hizo de la Fedra de Llorenç Villalonga de 1936 (Antígona. Fedra, Palma de Mallorca, Editorial Moll, 1955). Espriu no permitió nunca que se representara su versión en catalán y por eso cuando, por encargo de Nuria Espert en 1978, escribió una nueva Fedra, la tituló irónicamente Una altra Fedra, si us plau.

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ro3. El consejero comenta el discurso de Creonte con agudeza y distancia, como si contemplara al personaje, no en el momento de su ascenso al trono, sino con veinticinco años de retraso, en la plenitud de su carrera política. La obra se divide en tres partes precedidas de un prólogo expositivo en el que se nos pone al cabo del relato del mito y la situación previa que conduce al conflicto que se va a desarrollar. La primera parte nos ofrece los antecedentes a la postura de Antígona, esto es, la lucha y muerte de los hermanos ante la séptima puerta de Tebas, el ascenso al trono, tras la muerte de Etéocles, de un Creonte que se presenta arrogante, vengativo, intransigente, como queda retratado en los parlamentos finales de esta parte4: He hablado y ahora mi palabra es ley (…) Conviene al poder surgido de una dura contienda cuidar que no se reaviven pavesas del rescoldo bajo la ceniza. Debo ordenar crueles leyes que mantengan en silencio los labios del vencido. (p.32)

La segunda parte sitúa a Antígona ante el cadáver de su hermano Polinices junto con Eumolpo, tras la marcha de Tiresias y de su hermana Ismene entre otros, y la posterior entrega de ambos. Tiresias mantiene un diálogo con Antígona acerca de la condición de Polinices ante los ojos de la patria: “Intentó destruir a Tebas (…) Destructor de la paz” (p.34). Pero Antígona tiene una explicación: “Perdió. Si hubiera ganado, todos hablarían de él como de un príncipe admirable (…) Fue desposeído de sus derechos y esto explica su odio” (p.34). Por último, la tercera parte nos muestra a Antígona ante Creonte y los consejeros y, en concreto, ante el Lúcido Consejero que, antes del descubrimiento de la falta de Antígona por el rey, dice a otro consejero a propósito de Creonte: No es difícil convivir en Tebas, es imposible (…) Mientras viva, es probable que nos mantengamos en paz, porque está dispuesto a aplastar sin contemplaciones a todo aquel que se le oponga (…) Nadie moverá un dedo para amparar a Antígona. Pero Creonte empezará a saber, a partir de hoy, cuánta repulsión inspira a los súbditos el legislador, una vez aplicadas las leyes. (p.35)

Son las palabras del Lúcido Consejero las que ponen fin a la tragedia, en un largo parlamento, dirigido a otro consejero, con la siguiente afirmación: Y callo también porque, puestos a considerar, es muy posible que mis palabras sean un peligro, no para mí, que hablo, sino para ti, que escuchas. (p.37)

Espriu es implacable en su exposición de la realidad… y es pesimista. La condición del hombre, la desdicha de su pueblo, el horror a la guerra fratricida, un noble concepto de ciudadanía democrática, son temas constantes en su producción, teñidos de cierta pasión ética que bordea una “serena desesperación”, o mejor, desesperanza5.

—————————— 3 Otro personaje nuevo es Eumolpo, que nos recuerda a la poesía –“el que canta bien”– y que podría ser un trasunto del propio Espriu: él, que no muere en el mito, muere en la obra, como Espriu, que no muere en la guerra, pero muere en cierto sentido. 4 Los pasajes se citan siempre por la edición en castellano (Espriu, 1965). 5 Merece la pena recordar aquí un fragmento de su gran obra Primera historia d’Ésther (1948), que también condena las guerras fratricidas e insiste en la necesidad de la tolerancia y el perdón, que corroboran lo dicho: “Otorgaos sin desfallecimiento, ahora y al crecer, cuando seáis mayores y cuando seáis viejos, una limosna recíproca de perdón y tolerancia. Evitad el crimen máximo, el pecado de la guerra entre hermanos. Y pensad que el espejo de la verdad se rompió, en el origen, en fragmentos minúsculos, y que cada uno de ellos recoge, sin embargo, una migaja de auténtica luz”.

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Creo que no nos equivocamos si decimos que Antígona, en su segunda versión representada y en la tercera, sobrepasa los límites de la pura obra teatral para convertirse en un documento político de primer orden. Esta obra precisamente fue la primera del autor que se montó tras su fallecimiento en 1985, en el Festival de Mérida de 1986, y lo hizo coincidiendo con el 50 aniversario del inicio de la Guerra Civil. José Monleón, director a la sazón del Festival, afirmaba (El País 10 de junio de 1986): Era inevitable pensar en la Antígona de Espriu ya que en ella nos habla de nuestra guerra civil a través de un mito clásico. A ello había que añadir que era necesario celebrar un homenaje nacional a este poeta que sin dejar de ser un patriota catalán habló de la unión de los pueblos ibéricos, de la unión de estos y del respeto de las lenguas.

Y Joan Ollé, director de la obra, apostillaba: Espriu se puso a explicar la guerra civil, en medio de ella, abogando por la no humillación del vencido. Lo hacía partiendo de los griegos, que premian la victoria pero castigan los excesos del vencedor sobre el vencido.

No es ésta la única obra que tomó a Antígona como altavoz para hablar de la guerra, sino que fue un mito frecuentado por el exilio republicano español pues permitía a los dramaturgos españoles tratar temas como el exilio, el enfrentamiento fratricida, la tiranía o la angustia existencial del hombre moderno6 (cf. Bosch Juan, 1974; y Bosch Mateu, 2010). Hablamos de un teatro que no es mero entretenimiento o juego artístico, sino que recurre a la vida para que el espectador pueda revivirla, un teatro que defiende la memoria y se convierte en reflejo de la sociedad y su historia, un teatro que se compromete, que se erige como grito al pueblo, para recordar y enseñar. Cuando Antígona dice “no”, la contundencia de ese “no” trasciende el ámbito de lo material y consigue que el valor de la muerte sea, sin metáforas, el valor de la vida. Antígona muere por enterrar un muerto, Creonte mata a quien entierra al muerto. Es lo que tienen los muertos, que son necesarios para ejemplarizar y apuntalar el poder en unos casos, mientras que en otros son necesarios para apuntalar la memoria. 5. PARA TERMINAR (DE MOMENTO) Todo lo contaron ya nuestros antepasados. El mito clásico es eterno porque eternos son los problemas que plantea y puede actualizarse en cada época. No cae en el anacronismo porque es intemporal, está más allá del tiempo, lo trasciende. Como siempre desde los griegos, el teatro y su ficción asumen, en buena medida, la función de la memoria. Recordar es mirar hacia atrás y hacia dentro de nosotros mismos. No hay nada más intemporal que una guerra; una guerra es igual a otra; y la guerra hace añicos el espacio… y también el tiempo. Pero el teatro consigue que cualquier tiempo se haga presente: existe aquí y ahora ante nuestra mirada. Bien es cierto que hoy ya no se siente la urgencia de la metáfora política con la misma insistencia, pero no es menos cierto que los autores siguen volviendo, mirando hacia atrás, posiblemente porque no se pueda mirar a otro sitio. Me voy a tomar la libertad de terminar citando unas palabras de A. Baricco (Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación, Barcelona, Anagrama, 2008, p.196):

—————————— 6

Baste mencionar La sangre de Antígona, de José Bergamín (1956), La tumba de Antígona, de María Zambrano (publicada en México en 1967), o Antígona entre muros, de José Martín Elizondo (1969).

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Porque es verdad que existen cimas que prácticamente ninguna mutación ha borrado del pa isaje de los seres vivos. Las llamamos los clásicos. (…) Cada vez que nos hemos desplazado, han seguido ahí, increíblemente. Por razones secretas, o por una forma de vertiginosa capac idad profética que sabía imaginar no ya un nuevo mundo, sino todos los mundos posibles.

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