Gravity 2013: Una odisea del espacio

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Descripción

Gravity 2013: Viacrucis del espacio

«Y al esfuerzo afanoso de mi vuelo
Dejé la tierra y me subí hasta el cielo»
José Martí

Por Justo Planas

En 1939, Bertolt Brecht escribe La vida de Galileo. Sabe ya sepultas las
polémicas que arrastraron al científico italiano frente a la Santa
Inquisición y aprovecha la estulticia común del siglo XVII para abofetear
el presente. Ya solo quiere despertar suspicacias con el parlamento de su
personaje Sagredo en que le pregunta a Galilei: «Entonces solo hay astros.
¿Y dónde está Dios?» En el amniótico escenario de Gravity (Alfonso Cuarón,
2013), justo en los confines de la Tierra, esta pregunta se transpira
cargada de pesar. Es la pesadumbre que hoy inspira (para algunos) el
proyecto (los metarrelatos) que desencadenó la Revolución Copernicana, su
heliocentrismo, el antropocentrismo, la razón, la tecnología.

Todos ellos, conceptos y materialidades, acabaron por romper las ataduras
del hombre medieval. Rasgaron las lenguas que pintaban un telar inmenso con
estrellas zurcidas por mágicas manos, y permitieron a los ojos imaginar la
ríspida pero tangible superficie rocosa que componen la Luna, los planetas,
los astros. Cuarón desenrolla en Gravity ese cielo sin Dios frente a
nuestras butacas. Desde la primera frase: «A 600 kilómetros sobre el
planeta Tierra, la temperatura fluctúa entre +258 y -148 grados
Fahrenheit», nos bombardea con ese lenguaje científico tan propio de
nuestro tiempo para «hacer ver». Y por si nos quedara duda de toda ausencia
humana o divina, continúa: «La vida en el espacio es imposible».

Suspicazmente, la película se convertirá en una lucha por la vida en aquel
espacio imposible. Pero también clavará dos signos de interrogación en el
alfa y la omega de aquella cadena que llevó al hombre al cosmos. Ryan Stone
(Sandra Bullock), la protagonista, comenzará su travesía con problemas de
salud. «A la Unidad Médica le preocupan sus lecturas de
electrocardiograma», advertirá una voz desde la Tierra. Y contra todo
pronóstico científico terminará el filme curada de las dos acepciones que
reviste la palabra corazón. ¿No es incluso anti darwiniano que sobreviva
precisamente el menos capacitado para llegar? El cielo de Gravity no es una
odisea de la razón como La vida de Galileo, es un retorno a la fe.

Las «ataduras» son aquí lazos rotos que mantienen en vértigo la fotografía
de Emmanuel Lubezki, sin Norte ni Sur. La cámara se convierte en un
personaje más. Abandona la omnisciencia de un narrador visual para devenir
equisciente. He aquí que mucha de la crítica que se ha publicado sobre
Gravity caiga en la seducción de concebirla como un espectáculo de los
sentidos, cuando el lente aspira en esencia a que vivamos en carne propia
el renacimiento espiritual de la protagonista. La cámara pierde sus puntos
de apoyo y nosotros con ella. Si los personajes aparecen sujetos al
movimiento errático de la vida sin gravedad, la cámara también pierde su
equilibrio, lucha agónica por encontrarlos y hasta choca con ellos.

En otras ocasiones, las más íntimas, Lubezki jugará en las antípodas de sus
mismos códigos. La cámara se mantendrá estática, pasará sabia y
verosímilmente a un segundo plano para iluminar la dimensión verbal o
actoral que también compone todo filme. El diseño de la banda sonora
asumirá el mismo itinerario. Es elocuente, aunque inexacto, que algún
crítico cubano aplaudiera el «realismo» del sonido, cuando se caracteriza
precisamente por su alto grado de subjetividad. Es elocuente porque
confirma la efectividad con que la música, los efectos y los silencios
conquistan las orejas, hasta hacerse creer como naturales, como de
ambiente; y demuestra el arte de Cuarón y sus técnicos para comprender
tanto la forma en que los espectadores nos imaginamos el cosmos como el
modo en que escuchamos el mundo desde la muralla que compone nuestra propia
piel. Por estos medios, Gravity nos arranca de la butaca y nos obliga a
padecer visual y auditivamente, a abrir los ojos hacia una premisa: no
somos exentos de esa falta de gravedad.

Y vivir sin gravedad es vivir sin propósito. «Ryan, ¿dónde está tu hogar?»,
le pregunta su compañero de viaje, Matt Kowalski (George Clooney). «¿Mi
hogar?», se cuestiona ella. «¿Qué hacen las buenas personas de Lago Zúrich
a las ocho en punto?», insiste Matt. «No lo sé». «¿Tú qué estarías
haciendo?» «Conduzco». «¿A dónde conduces?» «Yo solo conduzco». Cuando ya
la idea de Dios se encontraba moribunda, durante el decadentismo
decimonónico, Fiodor Dostoievski se cuestionaba en Los hermanos Karamazov
la existencia humana en un porvenir secularizado y su Iván insistía: «si se
destruye en el hombre la fe en la inmortalidad, no solamente desaparecerá
en él el amor, sino también la energía necesaria para seguir viviendo en
este mundo».

Ryan, con su «yo solo conduzco», aparece como el resultado de esa ausencia
que no miden los electrocardiogramas, pero afecta las fibras para-médicas
del espíritu. No será el único protagonista que padece ese mal en las
últimas décadas. Dos películas notables como la iraní El sabor de las
cerezas (Abbas Kiarostami, 1997) y la mexicana Japón (Carlos Reygadas,
2002) dibujarán personajes que no solo se sienten incapaces de engranar en
la maquinaria de esta sociedad sino que además buscan en el suicidio una
vía de escape. Antes de caer en el Séptimo Círculo del Infierno dantesco,
los tres héroes encontrarán un «salvador» que les ofrecerá las claves de
una mejor vida. Kiarostami y Reygadas, en clave profundamente religiosa,
desintoxicarán a sus héroes del vahído citadino con metáforas, imágenes de
naturaleza. Al iraní lo reconcilia con el milagro de la vida el deseo
gastronómico de unas cerezas, mientras que el campo y la gente sencilla
redimirán al mexicano.

Al analizar la propuesta de Reygadas, Rufo Caballero asume a la anciana que
da cobija al pintor como una especie de mártir, capaz —en el sentido
cristiano de la palabra— de entregarse en cuerpo, en alma y finalmente en
vida por la salvación de este hombre. Su fe terminará agujereando las
razones (la razón) de este intelectual hasta inundarlo. Su compatriota
Alfonso Cuarón seguirá el mismo itinerario evangélico en Gravity. Matt,
como la anciana de Japón, es una criatura de fe. Una de las frases
memorables de la película es «I have a bad feeling about this mission»,
traducida como «Tengo un mal presentimiento sobre esta misión». Entre
diálogos de un cientificismo absoluto, en boca de un astronauta, la palabra
«presentimiento», una frase de esta naturaleza, se introducen con gran
extrañamiento, irrumpen bruscas y asimétricas en el discurso.

En las dos ocasiones que menciona «I have a bad feeling about this
mission», los especialistas que conversan con él desde la Tierra le piden,
muy acordes con su forma de entender el mundo: «Por favor, amplié». Pero
Matt sabe que los presentimientos no se explican, son oblicuos al
raciocinio; y decide en ambos casos contar una historia, expresarse como
Jesús por medio de parábolas. Nunca podremos saber en qué terminan los
relatos, porque a fin de cuentas, como luego comprenderá Ryan al
parodiarlo: «No importa la historia». Al negarnos esta distracción, el
director nos obliga a contemplar la actitud de Matt, que es una actitud
teológica. Dostoievski, por ejemplo, bien diestro en asuntos de fe,
reconoce en la voz del agudo Ivan Karamazov: «Te aconsejo que no te
tortures el cerebro tratando de resolver estas cuestiones, y menos aún el
problema de la existencia de Dios. ¿Existe o no existe? Estos puntos están
fuera del alcance de la inteligencia humana, que solo tiene la noción de
las tres dimensiones. Por eso yo admito sin razonar no solo la existencia
de Dios, sino también su sabiduría y su finalidad para nosotros
incomprensible».

Las parábolas de Matt, aunque inconclusas, se anudan por sendas
experiencias con mujeres, en la primera su esposa se fuga con otro y en la
segunda busca «la hermana de un amigo mío», que es un eufemismo nada
disimulado para anunciar otra relación con la dama. Sin embargo, el clímax
de las historias queda velado por un brusco cambio de tema. Nunca sabemos
qué fue hacer el Matt despechado a Tijuana, México. El último relato
transpira realismo mágico, genera un extrañamiento de inconfundible estilo
latinoamericano, que nos deja oteando un posible desenlace místico. «Las
calles están llenas de gente. Pienso que no hay manera, de que vaya a
encontrar a esta chica. Entonces, de repente, miro para arriba, y ahí está,
y estoy a punto de gritarle, y veo que ella sostiene la mano de un bajito y
peludo tipo de pantalones cortos tableados y una camisa Margaritaville. Y
entonces me doy cuenta de que este tipo, no es un tipo. Es mi chica
sosteniendo la mano a un...» ¿Qué hace la mujer «arriba»? ¿Quién o qué la
acompaña? La imagen de contemplación remite turbia y sacrílega a ciertas
advocaciones de la Virgen María acompañada del Niño Jesús. Ryan, justo
antes de que Matt termine perdiéndose en la ceguera del cosmos, le
preguntará: «¿Qué pasó con el tipo peludo?».

En cualquier caso, será otro «paseo dominical», «un tremendo paseo»,
términos con los cuales Matt catequiza a Ryan sobre el milagro cotidiano de
la vida. Como el salvador de la cereza; en el ojo de la crisis, después de
que su nave quedara destruida y toda la tripulación muerta excepto ellos,
Matt distrae y punza a Ryan: «Hermoso, ¿no te parece? «¿Qué?», le pregunta
Ryan en su agobio por no agotar el poco oxígeno que le queda. «La salida
del sol —le responde—. Esto es lo que voy a extrañar más».

Pero Ryan hace mucho que está muerta, su «yo solo manejo», su incapacidad
para conectar con la gente, su deseo de silencio manifiestan decepción
hacia los términos de la existencia. «Tuve una hija —confiesa—. Ella tenía
cuatro años. Estaba en la escuela jugando al escondite. Resbaló, se golpeó
la cabeza, y eso fue todo. La cosa más estúpida». Uno de los escrutinios de
Voltaire al concepto de «voluntad divina» descansaba en que lo
ridículamente funesto se reparte en cantidades parejas entre fieles e
infieles, entre santos y villanos. Su Cándido refuta la filosofía de que
«vivimos en el mejor de los mundos posibles», pero no lo hace con la
amargura de Ryan sino con una ironía y un hedonismo (rabelesiano) que
restituyen el placer en la calamidad.

Quizás inspirado en la misma concepción del mundo, Matt le espeta a Ryan:
«Escucha, ¿quieres volver, o quieres quedarte aquí? Lo entiendo, es
agradable aquí arriba. Puedes solo apagar todos los sistemas, apagar todas
las luces y solo cerrar los ojos y desconectarte de todo el mundo. No hay
nadie por aquí que pueda hacerte daño. Es seguro. Quiero decir, ¿cuál es el
punto de volver? ¿Cuál es el punto de vivir? Tu hija murió. No puede
ponerse más duro que eso. Pero aun así, es una cuestión de lo que haces
ahora. Si decides ir, entonces tienes que simplemente seguir adelante con
ello. Siéntate, disfruta del paseo. Debes poner ambos pies en el suelo y
comenzar a vivir la vida».

Este es el discurso que cierra la conversión de Ryan. Ya para ese momento
ella habrá encontrado en la fe (entendida como confianza en un orden
superior, inescrutable pero tangible) un paliativo de su dolor y un
aliciente. El regreso de Matt después de muerto —que podrá aquí el
espectador asumir ya sea como una aparición divina o como una alucinación
de su compañera, un recurso de ella misma para redimirse— pondrá fin a su
tentativa de suicidio y le permitirá abrazar una salida tanto espiritual
como narrativa. Ese Matt de la segunda parte, salvador por partida doble,
manifiesta la asimilación de su teología.

Dirá Alfonso Cuarón en una entrevista: «Ese era el quid, para nosotros del
filme: las adversidades y la posibilidad de renacer. Y renacer además en un
sentido metafórico, ganando un nuevo conocimiento de nosotros mismos.
Tenemos un personaje a la deriva, tanto espiritual como literalmente, en
naufragio hacia la vacuidad; víctima de su propia inercia». La cámara de
Lubezki dibujará múltiples analogías que apuntan hacia ese acto de volver a
nacer. Imágenes como aquella donde Ryan permanece en posición fetal al
interior de una nave mientras su ombligo se superpone sobre cables que
hacen las veces de cordón umbilical, insisten en la concepción del espacio
como placenta; y en consecuencia el arribo a la Tierra será la culminación
de ese nacimiento, su «dar a luz».

De hecho, la caída en el agua que vive la protagonista en la secuencia
final de Gravity adquiere todos los visos de un bautismo (que viene del
griego bá·ptō: sumergirse y emerger) cristiano. La llegada a la superficie
será el último ritual de Ryan y no por esto el menos decisivo. Será una
escalada en la que las plantas al filo del agua formarán una membrana
placentaria que Ryan deberá romper antes de tomar el primer sorbo de aire.
La cámara describirá silenciosa el curso evolutivo de las especies animales
por la conquista de la tierra: los anfibios acompañarán a la protagonista
en la ascensión, Sandra Bullock será cómplice de Emmanuel Lubezki. Juntos
también contarán cómo el hombre se hizo bípedo, antes de cerrar con la
contrapicada de una Ryan que respira como nueva sobre un cielo que desde la
Tierra resulta espléndidamente azul. Por supuesto, esta secuencia no solo
reverencia sino que completa de forma circular ese nacimiento del hombre
que Stanley Kubrick narrara en la obertura de 2001: Odisea del espacio.

Poco antes de estos minutos finales, aún el espacio, en la nave rusa, al
escuchar cómo un hombre cualquiera en la Tierra conversa, cómo un perro
ladra, cómo ríe un bebé, cómo el milagro cotidiano se conjuga a pesar de
ella; Ryan reflexiona: «Nadie va a llorar por mí, nadie va a rezar por mi
alma. ¿Vas a llorar por mí? ¿Dirías una oración por mí? O ¿es demasiado
tarde? Quiero decir, lo haría yo, pero nunca he rezado en mi vida. Nadie me
enseñó cómo». Llega entonces Matt, ¿el enviado divino de Cuarón?

Después de esto ya no dirá: «Tuve una hija», invocando el pretérito, sino
que le pide al espíritu de Matt un favor: «Vas a ver a una niña con el
cabello marrón muy desordenado, un montón de nudos. No le gusta cepillarlo.
Eso está bien. Su nombre es Sarah. ¿Puedes por favor decirle que mamá
encontró a su zapato rojo? Ella estaba tan preocupada sobre ese zapato,
Matt. Pero estaba justo debajo de la cama. Dale un abrazo grande y un beso
muy grande por mí, y dile que mamá la echa de menos. Dile que ella es mi
ángel. Y ella me pone tan orgullosa. Tan, tan orgullosa. Y dile que no me
daré por vencida. Dile que la quiero, Matt. Dile que la quiero tanto.
¿Puedes hacer eso por mí?».
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