Glee: ¿Reivindicaciones de las minorías en la época de la omnipantalla capitalista?

July 25, 2017 | Autor: Javier Pizarro | Categoría: Cultural Studies, Musical Composition, Cinema, Glee, Gilles Lipovetsky, Adorno/Horkheimer
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Descripción

Pontificia Universidad Católica del Perú Maestría en Estudios Culturales Gestión de Industrias Culturales y Medios de Comunicación Javier Pizarro Romero

Glee​ : ¿Reivindicaciones de las minorías en la época de la omnipantalla capitalista?

Ya en 1944, Marx Horkheimer y Theodor Adorno hacían un pronóstico muy pesimista con respecto a las repercusiones del cine. El núcleo de la dinámica cinematográfica, para estos filósofos, consistía en que “el espectador no debe trabajar con su propia cabeza: toda conexión lógica que requiera esfuerzo intelectual es cuidadosamente evitada. Los desarrollos deben surgir en la medida de lo posible de las situaciones inmediatamente anteriores, y no de la idea del conjunto” (166). En ese sentido, concebían al cine como un recurso de inmediatez que reflejaba la ideología capitalista y problematizaban la manera en que las imágenes del celuloide son presentadas, sucesivamente, sin que, según ellos, el espectador pueda defenderse de una especie de bombardeo audiovisual. De hecho, el perfeccionamiento técnico del cine suponía para ellos prácticamente la imposibilidad de concebir un sujeto con agencia o resistencia ante la ideología de consumo, la cual, en consecuencia, perdía su condición arte. Este diagnóstico tan rotundo, haciendo los matices respectivos, se puede extender a uno de los géneros cinematográficos más importantes de todos los tiempos, considerado también como el más estadounidense: el musical. Esto se debe a que si se quiere anclar esta reflexión con respecto a la tecnología del cine, el musical presenta un perfeccionamiento a todo nivel, ya sea en la interpretación de los actores, el montaje, el sonido, la iluminación, etc. Para que un musical cautive al espectador, todos esos recursos deben funcionar en conjunto, mucho más que en otros géneros; por ello, esto solo pudo lograrse con cierto grado de pericia técnica, una vez que el cine ya era una industria consolidada, luego del perfeccionamiento del cine sonoro, a partir de la década de 1930[1]. Mucho se ha discutido desde las ideas pioneras de Adorno y Horkheimer y del musical, pero no es extraño pensar en este tipo de cine como la manera más poderosa en que se pueden producir deseos y fantasías y, sobre todo, hacer que las disfrutemos. Por ejemplo, en ​ The pervert’s guide to cinema​ , Slavoj Ž iž ek alude a la película animada ​ El

juicio final de Pluto de Disney como una alegoría de los juicios stalinistas, en donde los acusados eran culpables desde el inicio y no tenían realmente capacidad ni forma de defenderse de las acusaciones en su contra, como si todo el litigio fuera en realidad una formalidad o una etapa previa a la condena segura. Pero más allá de esto, la idea realmente potente que Ž iž ek esboza es que la fortaleza del musical reside en convertir aquello que, en otro contexto, resulta terrible o insoportable en precisamente lo contrario, un espectáculo entretenido y agradable. En buena cuenta, el musical nos volvería gozadores hasta de un espectáculo sádico que no es percibido como tal y, más aún, esto sería lo que, en un lenguaje más cotidiano, es denominado como la magia del cine, ahora potencializada en el musical. Todo esto alude a un problema mayor: ¿finalmente qué podemos decir hoy en día de las ideas de Horkheimer y Adorno con respecto al cine? ¿Podemos seguir pensando en este, y en especial en el musical, como un distorsionador o una suspensión de la realidad, o es que estas ideas han perdido vigencia? Según Juan Carlos Ubilluz, apoyado en el psicoanálisis lacaniano, el cine produce la realidad, al punto que “Hollywood es sin duda una ‘fábrica de sueños’, pero estos sueños modelan nuestros deseos e inciden en nuestra construcción del mundo” (Ubilluz 13-14) o, en palabras de Ž iž ek en el documental citado líneas arriba, “el problema es saber qué es lo que deseamos. No hay nada natural ni espontáneo en el deseo humano. Nuestros deseos son artificiales, se nos debe ‘enseñar’ a desear. El cine es el arte perverso por excelencia: no te da aquello que deseas, te dice cómo desear” (2006). De esta manera, si aterrizamos esas afirmación en los musicales y en la industria cinematográfica contemporánea, habría una instancia, una parte de la realidad, en la que coinciden los sueños de los personajes de este tipo de películas con los sueños-expectativas del espectador, tal como Ž iž ek explica a partir de la película ​ Possessed​ . Pero hay algo más, puesto que lo que el personaje sueña, y que coincide con lo que espectador sueña, tiene una doble dimensión: hay un contenido que rompe (o, como afirma Ubilluz, que es lo Real), pero que también confirma nuestras expectativas. Para que la ilusión de las películas sea efectiva, entonces, debe haber un equilibrio entre ambas partes, una regulación entre la afirmación y la transgresión de la norma. Hay, entonces, en el cine contemporáneo, una reproducción de la ideología, pero al mismo tiempo un exceso que nos resulta atractivo como espectadores. Precisamente es dentro de ese espacio de

transgresión donde se podría hallar la agencia del espectador. A diferencia de lo que sostenían Adorno y Horkheimer, desde el psicoanálisis se puede vislumbrar una grieta dentro del propio producto ideológico a partir del cual el espectador no sería un mero ente pasivo, receptor de la ideología. Por otro lado, Gilles Lipovestsky y Jean Serroy parecen más entusiastas con respecto a la posibilidades de agencia del cine contemporáneo, pues “presionado por una sociedad más parcelada, el cine tiene ahora en cuenta problemas y temas antaño descartados o tratados según estereotipos totalmente convencionales. Hoy, los niños, los adolescentes, los ancianos, las parejas divorciadas, los solteros, los gays, las lesbianas, los negros, los discapacitados, los marginales, los estilos de vida más heterogéneos se abordan por sí mismos […]. Lo que se avecina es un cine global fragmentado, de identidad plural y multiculturalista. Afirmar que el cine ha caído en un conformismo estandarizado es expresar un cliché que también peca de conformista” (Lipovetsky y Serroy 15). En ese sentido, lo primero que destacan estos autores sería la visibilidad de grupos humanos, representantes en la pantalla de los otrora ninguneados, pero siempre habría la necesidad de preguntarnos si de por sí esto afirma la agencia de estos grupos o si es tan solo una posibilidad de agencia. De igual manera, si se compara este diagnóstico con las ideas de Adorno y Horkheimer, lo que se puede apreciar es una polarización. Es decir, ¿hasta qué punto el cine se convierte en un vehículo de visibilización de los problemas e identidades de los que han estado al margen? ¿De qué manera lo ​ mainstream puede convertir a lo marginal como digno de ser visto? ¿Es finalmente la intervención del mercado, como se puede empezar a sospechar, un vehículo de inclusión o de lucha política, o la conversión de estos objetos en mercancías? Son estas las cuestiones que deseo problematizar a lo largo de este ensayo, pero centrándome, como adelanté, en el género que me parece que pone a prueba las afirmaciones de los autores presentados previamente. Y es que tampoco es posible pensar en el musical de hoy sin observar los cambios y las coincidencias desde las películas estadounidenses de la década de 1930. Para complicar el asunto quiero centrarme, además, en el concepto de todopantalla u omnipantalla de Lipovetsky y Serroy, el cual hace referencia a una reacción dinámica y creativa que surge como consecuencia de la decadencia de la gran pantalla cinematográfica (13). En ese sentido, no deseo aterrizar estas discusiones en una película en especial, lo que sería más propio

de la unipantalla, sino en un producto audiovisual que es más próximo a la omnipantalla de nuestros días[2]: la serie musical televisiva ​ Glee​ . Esta elección se debe a que ​ Glee​ , además de apelar a los musicales permanentemente, funciona como un producto cultural más completo, pues excede el formato televisivo. Con una audiencia que, según la cadena Fox, ha superado los 30 millones de espectadores solo en Estados Unidos, esta serie ha desarrollado una serie de productos adicionales y complementarios: una película, álbumes de música, varios DVD, giras de conciertos. Pero quizá lo que más llama la atención dentro de todos estos productos es la realización de un ​ reality show con el que se busca, entre fanáticos y jóvenes aspirantes a estrellas, a los protagonistas de las nuevas temporadas de la serie. Muy al estilo de ​ realitys como ​ American idol​ , es ahora cuando la pantalla, como dice Ubilluz, ha producido literalmente la realidad o, como afirman Lipovetsky y Serroy[3], sucede que queremos ver la película de los momentos de nuestra vida, de lo que estamos viviendo, de modo que esta ​ cinevisión globalizada o ​ cinemanía general resulta ser una consecuencia de esta era de la todopantalla donde todo está producido por ella (25). ​ Glee se ha convertido, por ello, en una manera de extender la ficción hacia la realidad y producir la sensación de que todo lo referente a ella es realidad. De hecho, que ​ Glee aparezca en diversos formatos es la confirmación de que el cine no ha muerto con la omnipantalla, sino que está explorando territorios nuevos desde su producción, que sigue siendo un arte con dinamismo y creatividad, como afirman Lipovetsky y Serroy (13). Sin embargo, una vez más, la discusión debe aterrizar en la especificidad del musical: ¿por qué mediante este género se intensifica esta producción de la realidad desde la pantalla? ¿Cuál es el recurso que, para el público, distingue este género de todos los demás? Junto con Ž iž ek, habría que rastrear los intentos de explicación al menos desde Adorno y Horkheimer, puesto que para ellos “cuanto más completa e integral sea la duplicación de los objetos empíricos por parte de las técnicas cinematográficas, tanto más fácil resulta hacer creer que el mundo exterior es la simple prolongación de lo que se presenta en el film​ . A partir de la brusca introducción del elemento sonoro, el proceso de reproducción mecánica ha pasado enteramente al servicio de este propósito. El ideal consiste en que la vida no pueda distinguirse más de los ​ films​ ” (153). En buena cuenta, la actualidad de esa posición está en ese efecto que puede generar el musical en el espectador, en la manera

en que es insertado en una seductora dimensión armónica. Probablemente no sea una idea muy novedosa, pues se ha recurrido continuamente a explicar al cine musical hollywoodense de la década de 1930, posterior al Crack de 1929[4], como una manera de generar esperanza en un país en crisis. Y es que ante semejante convulsión, una de las más graves en Estados Unidos, se presentan al público historias percibidas por el público como alegres u optimistas. Pero también hay que considerar esta época como un periodo de tránsito, puesto que, como afirman Daiana Perulero y Brenda de Tobillas, es en ese momento cuando se produce la última gran película muda, ​ Tiempos modernos de Charles Chaplin (1936), la que funciona como una crítica mordaz de las condiciones duras que atraviesan los trabajadores durante la Gran Depresión (9); en contraste, los musicales usan todos los recursos técnicos sonoros para ser acríticos, optimistas e incluso ilusos. Por ejemplo, en 1933, ​ La calle 42 está ambientada precisamente en la época de la Gran Depresión[5]; sin embargo, este musical presenta la historia del éxito del director Marsh, quien, antes de montar el musical ​ Pretty lady​ , se encuentra enfermo, furioso y arruinado por la crisis de la bolsa de valores. El éxito comercial del montaje, que es entendido como un éxito personal, marca un final con esperanza contra todo pronóstico, incluso si el éxito se debe a la improvisación de una novata (Peggy), que reemplaza a la protagonista en la función inicial. Otros ejemplos claros son las películas musicales que enfatizan el tema del amor puro o las situaciones cómicas, como ​ El desfile del amor y ​ Sombrero de copa​ . Hay entonces que considerar un gran contraste entre ese cine mudo crítico y muy político (que le costaría la acusación de comunista a Chaplin y la sucesiva persecución), y este tipo de musical que, por el contrario, promueve el optimismo en sus historias como si intentara generar también una audiencia más optimista[6]; de hecho, se tendrá que esperar a películas muy posteriores, incluso después de la época de esplendor del cine musical, para poder vislumbrar una crítica a partir de ellos. Aunque en 1996 Woody Allen desmantela la ilusión del musical y la parodia en una película como ​ Todos dicen te quiero (especialmente en ​ la famosa escena del puente en la que Goldie Hawn flota literalmente​ [7]​ ), la crítica al género musical desde el mismo musical no será tan rotunda hasta que el director danés Lars von Trier parodie la ilusión de la música y el baile en ​ Bailarina en la oscuridad​ , al punto que Selma, la protagonista, se siente parte de un musical ​ incluso instantes antes de ser ejecutada en la horca. Con todo ello, habría que pensar, siguiendo las ideas de Adorno y Horkheimer,

qué es lo que sucede cuando el mismo musical da cuenta de su propia artificialidad (o inconsistencia con la realidad) y, sobre todo, por qué en una época tan descreída y suspicaz ​ Glee​ sigue generando tales niveles de sintonía y fanatismo. Entonces es tiempo de incluir también la especificidad de la serie, de modo que se pueda armar una discusión más completa. La serie se desarrolla en una escuela secundaria de Ohio y, tanto en el piloto como en la primera temporada, es protagonizada por un grupo de muchachos que tienen como factor común ser ‘no populares’ o ​ losers​ : un muchacho discapacitado (en silla de ruedas), una muchacha asiática, un muchacho gay, una muchacha afroamericana con sobrepeso, una muchacha a la que consideran fea por su nariz y por vestirse ‘mal’ y, finalmente, un jugador de rugby con una voz privilegiada que, contra la opinión y burla de sus compañeros deportistas, decide que quiere cantar. Esta serie, curiosamente, se inserta también en un momento en que los ‘no populares’ se vuelven dignos de ser vistos o presentados en las pantallas. Al igual que en ​ The big band theory​ , por citar un ejemplo cercano, los estudiantes de ​ Glee tienen en común ser el bando marginal de un grupo social específico, el cual, en este caso, es su propia escuela. De hecho, sufren continuos abusos físicos y emocionales por parte de los estudiantes más fuertes o populares, un tópico recurrente en las series estadounidenses actuales protagonizadas por jóvenes, pero el factor novedoso es que, a pesar de todo lo malo que les ocurre, la serie está planteada como una comedia; además, encuentran en la música y el baile una manera de subsistir huyendo en ese medio hostil. Incluso la propuesta de la serie puede leerse matizando la crítica al entretenimiento que proponían Horkheimer y Adorno: “Divertirse significa siempre que no hay que pensar, que hay que olvidar el dolor incluso allí donde es mostrado. En la base de la diversión está la impotencia. Es en efecto fuga, pero no –como pretende– fuga de la realidad mala, sino fuga respecto al último pensamiento de resistencia que la realidad puede haber dejado aún” (174). Esta cita es iluminadora porque ​ Glee plantea exactamente un punto de fuga, una huida a través de la música. Por eso, el auditorio donde arman sus números musicales se convierte en el lugar seguro y mágico donde es posible escapar del dolor y, es más, el momento mismo de los números musicales suspende los peligros que están fuera. De esa manera, Glee propone no una forma de resistencia, sino un optimismo pasivo. La música y el baile son momentos de armonía (como en los musicales de la década de 1930) en los

que los marginados son visibles, pueden sentirse bien y ser felices, pero inmediatamente después ese mundo se desestructura y vuelve la violencia y los maltratos. Me interesa explicar con mayor detalle la noción de optimismo pasivo en ​ la interpretación que los personajes de la serie hicieron de la canción “Don’t stop believing” (originalmente interpretada por Journey) en el primer capítulo o piloto. Desde el título en imperativo (“No dejes de creer”), la canción puede interpretarse con lo que en literatura se conoce como ‘arte poética’; es decir, mediante una pieza artística se puede explicar la idea de arte desde la que se ha producido esa pieza. En este caso, esta apela a un futuro feliz y venidero, que aún no es posible ni visible, pero en el que no se debe dejar de creer. De hecho, las referencias a la “pequeña chica de ciudad” y al “pequeño chico de ciudad” que toman el tren de medianoche refuerzan la idea de la persecución de un sueño, específicamente como una forma o reminiscencia del sueño americano. Esta idea clásica, tan estadounidense, se actualiza con respecto a los agentes que deben realizar el sueño. En otras palabras, si en la idea del sueño americano tradicional eran principalmente los migrantes quienes iban a Estados Unidos a buscar el éxito por medio del trabajo y el sacrificio, en esta actualización son los marginados de la escuela quienes deben creer en ese sueño, que es específicamente el éxito artístico (todos aspiran a cantar y bailar profesionalmente, volverse famosos). Asimismo, otro aspecto interesante que se introduce en la letra de la canción elegida para inaugurar la serie es la cuestión del azar y la competencia, como se puede apreciar en “pagando lo que sea para volver a lanzar los dados solo una vez más” y “algunos ganarán, algunos perderán”. En ese sentido, aquí también se puede apreciar una actualización del sueño americano: si la idea tradicional apelaba a la fe en el trabajo como un camino seguro único; en este caso el azar y la competencia son factores que se deben tomar en cuenta; no obstante, de ninguna manera hay que dejar de creer. Entonces, si resumimos las acciones que predominan, la reiteración del estribillo “no dejes de creer” enfatiza que, sobre todo, el éxito se trata de una creencia firme, lo cual contrasta con las formas anteriores del sueño americano que enfatizaban el trabajo. Otro ángulo desde el que se puede analizar esta pieza es su formato de videoclip, puesto que muchos de los ​ covers de Glee (solo interpretan ​ covers​ ) se consumen individualmente, como los sencillos promocionales de cualquier intérprete de moda. Como afirma Simon Frith, al menos desde la década de 1980, la industria musical

recurrió a la pantalla no solo como una alternativa efectiva a la radio al momento de lanzar a los nuevos solistas o grupos, sino como una manera de vender nuevos productos relacionados con esos artistas (60). Y una de las maneras más potentes de vender estos productos es proponer una historia, como muchos de los videoclips que vemos hoy en día. Este ​ cover de ​ Glee no es la excepción y la historia que presenta puede definirse visualmente sobre todo a partir del espacio, el cual es el auditorio vacío de la escuela, en donde ellos pueden desenvolverse y demostrar su talento. Son instantes de gran armonía, los momentos de fuga, en donde todos trabajan hacia un mismo fin, que es hacer que la interpretación musical sea buena. Y aunque todo parezca muy bien, aquí podríamos problematizar el entusiasmo de Lipovetsky y Serroy al pensar que la presentación de las nuevas identidades es necesariamente una reivindicación de los grupos excluidos. Es impactante que cuando los marginados se reúnen y funcionan como grupo no lo hacen para reclamar derechos dentro de la escuela o unirse para resistir a quienes abusan de ellos, sino para bailar y cantar. Es cierto que los marginados son ahora visibles para el espectador; sin embargo, dentro del mundo representado, el auditorio vacío parece representar lo invisibles que son para sus semejantes, como si los demás no estuvieran lo suficiente preparados o dispuestos para verlos. De hecho, los personajes adicionales que aparecen son la profesora que entrena a las porristas (Sue Sylvester) y las porritas, quienes serán las enemigas del coro de ​ Glee​ ; asimismo, aparece el profesor Will Schuester, a quien también parece que fuera dirigida la canción, puesto que finalmente cree y desiste de irse y dejar al coro a su suerte[8], como se puede apreciar en las imágenes. Más allá de eso, la música y el baile no han modificado el mundo, el momento de alegría y optimismo ha sido producido dentro de una burbuja que no hecho cambios en el exterior; es decir, si el cine mudo de Chaplin era capaz de cuestionar lo que sucedía en el mundo, esta serie refuerza un discurso, no puede romper con él. Esto es sumamente sintomático de momentos cruciales en Estados Unidos, de modo que si planteamos a los marginales de la serie como representación de los marginales del mundo hasta surgen algunas preguntas como ¿por qué presentar personajes de minorías étnicas, culturales o sexuales precisamente cuando el gobierno de Estados Unidos endurecía las normas migratorias? ¿Por qué el personaje gay puede ser optimista en el momento en que el estado de California retrocedía con respecto a las leyes que otorgaban derechos a las minorías sexuales? ¿Por qué todos estos personajes

jóvenes pueden bailar y cantarle al optimismo futuro cuando Estados Unidos estaba atravesando una nueva crisis económica de proporciones mundiales? Con esto podemos polemizar con Lipovetsky y Serroy, puesto que si bien las nuevas identidades y grupos humanos son visibilizados en la serie, ellos no funcionan como una reivindicación en sí misma o como una forma de resarcir o cambiar el orden que los excluye. En ​ Glee la visibilización no cambia el mundo o mejora las condiciones de ese grupo humano; la música y el canto no son medios para conseguir cambios, sino que son fines en sí mismos. De hecho, parece que este momento grupal de armonía esconde los sueños individuales de cada uno de los personajes, el éxito por el cual compiten, lo cual se torna más evidente en los capítulos posteriores, pues efectivamente “unos ganan y otros pierden” en la apuesta por sus sueños de éxito, como si la idea del libre mercado se encarnara incluso en los sueños de fama de los personajes. En realidad, la solidaridad entre los excluidos no es propuesta en esta serie como una manera posible o alternativa de progreso; es más, lo que sucede es que se trata de una reunión de individualidades marginalizadas en competencia, sin ninguna propuesta de resistencia o, en otras palabras, tenemos individuos marginados, pero también despolitizados. A esto me refiero con optimismo pasivo, la manera de presentar a los excluidos como individualidades visibilizadas desde el capitalismo que no cambian las condiciones del mundo que los margina. En ese sentido, las sospechas de Adorno y Horkheimer en la influencia del capitalismo pueden ser también actualizadas en una época posmoderna. Como afirma Juan Carlos Ubilluz: Pero con todo su antiuniversalismo, la posmodernidad –hay que decirlo– no ha traído abajo la universalidad concreta del capital. Como Slavoj Ž iž ek no se ha cansado de repetir, muchos de estos particularismos se despliegan dentro del trasfondo incuestionable del capitalismo. Y es que el capitalismo tardío o posmoderno ha adquirido una forma más “flexible” y “descentrada” que integra a las culturas particulares a su propia lógica y las transforma en mercancía […] El capitalismo es entonces la matriz universal que facilita la aparición de la tolerancia multicultural. Siguiendo a Ž iž ek, podríamos incluso decir que el multiculturalismo es la ideología del capitalismo tardío, la ideología que permite la tolerancia de una cultura no-occidental, siempre y cuando esta acepte las estructuras capitalistas” (20-21)

Podemos cuestionar la agencia que promete la época posmoderna desde la propuesta Lipovetsky y Serroy, debido a que las identidades marginales en esta serie solo pueden ser auspiciadas o sostenidas por el capitalismo. Es decir, solo es posible hablar de una pantalla global fragmentada, de identidad plural y multiculturalista si esta es sostenida por el capitalismo; de esa manera, esta lectura de ​ Glee no podría ser acusada de “conformismo estandarizado” o de “cliché”. Por un lado, la idea del sueño del éxito solo puede entenderse desde una dimensión individualista, desde la diáspora posmoderna, una vía que no trastorne la competencia y que establece muchos perdedores y pocos ganadores. De esa manera, en ​ Glee no es posible visualizar realmente una ética solidaria, una alianza entre excluidos para hacer frente a las dificultades, sino un intento por entrar en ese mundo excluyente desde la vía individual, de modo que el mundo se conserve tal como es, para dejar de ser excluido y convertirse en excluyente. Por otro lado, y quizá lo más importante, la serie acerca de estos muchachos excluidos solo puede ser presentada en tanto sea mercancía para el consumo de grandes audiencias, mientras que satisfaga algunos de los estereotipos sobre estos grupos sociales. No hay transgresión del mercado, sino una ampliación de la gama de productos que ofrece. Ahora también pueden ser comercializables las identidades que antes no eran visibles, pero solo si interpretan canciones optimistas que no cuestionen su lugar en el mundo. Al igual que en la lógica de Hollywood, con ​ Glee estamos ante una industria que busca satisfacer los deseos del público (Ubilluz 24) que, en esta época, estarían determinados desde dos direcciones. Por un lado, se trata de satisfacer el goce contracultural del espectador (Ubilluz 25), que en esta serie consiste en presentar a sujetos marginados como protagonistas y, por el otro, como se ha visto durante la segunda mitad del siglo XX, convertir eso que tenía potencial subversivo en una mercancía agradable, encandiladora, tranquilizadora. Así, podemos estar de acuerdo con Lipovetsky y Serroy cuando afirman que es posible ver la película de los momentos de nuestra vida en la pantalla, pero siempre que consideremos que el deseo acerca de nuestra vida ha sido modelado previamente desde los márgenes que el sistema económico permite, confirmado-presentado en la pantalla. De esa manera, lo ​ mainstream puede volver tolerables las minorías siempre que las presente sin agencia, como productos despolitizados, que no cuestionan el ​ status quo​ , y todo ello a través de la reelaboración de un género cinematográfico que tiene todos los recursos para que las fantasías de los

personajes coincidan con las fantasías del público, de lo cual también han sabido sacar provecho comercial los productores de la serie, como se puede apreciar en el realización del ​ reality para el nuevo elenco, como comenté líneas arriba. El funcionamiento, entonces, puede adquirir una dimensión perversa: con ​ Glee se puede (y se intenta) lograr la identificación de todos los que, por alguna razón, se sientan marginados, para reconocerse en esa falta de los personajes, en ese lugar desigual, pero al mismo tiempo la manera de superar esa falta no es la desestructuración del sistema excluyente, sino la competencia y el consumo de la serie y dentro de la serie. Es un engranaje perfecto: la manera de desear no ser marginal es competir para, en el futuro, poder marginar. Entonces no es del todo cierto que con ​ Glee estemos ante la reivindicación de las minorías, puesto que la visibilidad de estos grupos marginados, presentados como individualidades en competencia, está condicionada por una despolitizada reelaboración del sueño americano del éxito, como una confirmación del orden capitalista, precisamente cuando surgen crisis dentro del mismo sistema económico y, sobre todo, porque las condiciones para las mayorías, dentro y fuera de la serie, no parecen cambiar favorablemente. Así, el poder del musical que funciona en ​ Glee es presentar como agradable, e incluso reivindicatoria, la persistencia en esa creencia del éxito prometido que no debe cesar, la recurrencia a ese optimismo pasivo que es tan común en los libros de autoayuda y que apela ya no a la solidaridad, sino a la esperanza en la competencia individualista para confirmar el sistema, realmente inerte ante los padecimientos del grupo marginado. Finalmente, sin generalizar y pensando más allá de ​ Glee​ , queda preguntar hasta qué punto otros productos culturales, cinematográficos o no, que pueden ser considerados reivindicatorios, visibilizadores o progresistas, son realmente domesticaciones convertidas en mercancía. Necesitamos pensar en agencia y en una nueva respuesta a la pregunta de Lipovetsky y Serroy: ¿Qué queda del séptimo arte cuando los imperativos comerciales sepultan las demás consideraciones?” (12).

Bibliografía Cascajosa Virino, Concepción. “Pequeña/Gran Pantalla: la relación entre el cine y la televisión en los Estados Unidos”. ​ Revista Historia y Comunicación Social​ . N° 11, 2006. pp 21-24

Frith, Simon. “Youth/music/televisión”. ​ Sound & Vision. The Music Video Recorder​ . Editado por Simon Frith, Andrew Godwin y Lawrence Grossberg. Routledge, London y Nueva York, 1993. Horkheimer, Marx y Theodor Adorno. “La industria cultural. Iluminismo como mistificación de masas”. ​ Dialéctica

del Iluminismo​ . Buenos Aires: Sur, 1971.

Lipovetsky, Gilles y Jean Serroy. “Introducción”. ​ La pantalla global. Cultura mediática y cine ​ en la era hipermoderna.​ ​ Traducción de Antonio-Prometeo Moya. Anagrama: Barcelona, 2007. Menor Sendra, Juan. “La producción audiovisual estadounidense. Ascenso y crisis de la metamarca Hollywood”. ​ Revista Telos​ . N° 69. Octubre-diciembre 2006. pp 1-12. Ubilluz, Juan Carlos. “Toma panorámica”. ​ La pantalla detrás del mundo. Las ficciones fundamentales de Hollywood.​ Instituto de Estudios Peruanos, Lima, 2012. Ž ižek, Slavoj. ​ The perverts guide to cinema​ . Sophie Fiennes (directora). Amoeba Films, 2006

[1] Como afirma Lipovetsky y Serroy, luego de una primera fase, comprendida por los inicios de la historia del cine y el esplendor del cine mudo, “la segunda fase, que pone en escena una modernidad clásica, va desde comienzos de la década de 1930 hasta la de 1950: es la edad de oro de los estudios, la época en que el cine es el principal entretenimiento de los estadounidenses, la época en que se convierte en todo el mundo en el ocio popular por excelencia” (17). [2] “Si es lícito hablar de pantalla global lo es también en razón de la asombrosa suerte del cine, que ha perdido su antigua posición hegemónica y que, en competencia con la televisión y con el nuevo imperio informático, parece una forma de expresión desfasada por las pantallas electrónicas”. (Lipovetsky y Serroy 24). [3] “El espíritu del cine se ha apoderado de los gustos y comportamientos cotidianos, toda vez que las pantallas del móvil y de la videocámara no han conseguido difundir el rasgo cinematográfico entre el ciudadano corriente […] todos estamos a un paso de ser directores y actores de cine, casi a un nivel profesional. Lo banal, lo anecdótico, las grandes catástrofes, los conciertos, los actos de violencia son hoy filmados por los actores de su propia vida […]. Ya no queremos ver solo grandes películas, queremos ver también la película de los momentos de nuestra vida y de los que estamos viviendo. No retroceso del cine, sino expansión del espíritu del cine hasta alcanzar la ​ cinevisión globalizada. La todopantalla no hace retroceder el cine; al contrario, contribuye a difundir la mirada cinematográfica, a multiplicar la vida de la imagen animada, a crear una ​ cinemanía​ general. (Lipovetsky y Serroy 25). [4] “A principios de dicho año los precios de las acciones alcanzaron un nivel máximo durante los primeros seis meses del mandato del presidente Hoover. En este período, los particulares invertían miles de millones

de dólares en el mercado bursátil, obteniendo así el dinero para tales inversiones gracias a préstamos bancarios, la hipoteca de sus casas y la venta de obligaciones del Estado. En octubre de 1929, la compra cesó y la venta comenzó a aumentar, los precios se hundieron y miles de personas perdieron todo lo que habían invertido, lo que supuso, en muchos casos, su completa ruina financiera. A finales de ese año, la caída de los valores de las acciones había alcanzado la cifra de 15.000 millones de dólares. El hundimiento de la Bolsa precedió a una depresión económica que no sólo afectó a Estados Unidos, sino que a principios de la década de 1930 comenzó a extenderse al resto de los países capitalistas. Cuando los precios de las acciones se desmoronaron en Wall Street los bancos estadounidenses empezaron a exigir el pago de los préstamos que habían concedido a otros países, al igual que a personas individuales que no podían devolverlos. Al mismo tiempo aquellas personas que tenían depositado el dinero en los bancos perdieron la confianza y empezaron a retirarlo, y éstos al no tener el dinero para devolver los depósitos, muchos empezaron a quebrar. La escasez de dinero implicaba que había menos de éste para invertir en las industrias y menos para comprar productos agrícolas e industriales. En consecuencia, cientos de empresas y de fábricas cerraron, la inflación subió de forma incesante y más de diez millones de trabajadores estaban sin empleo. En 1932 asumió como presidente Franklin Delano Roosevelt, quien ante semejante situación llevó a cabo una política económica conocida como “New Deal” (Nuevo Acuerdo). La misma tenía dos objetivos: por una parte lograr la recuperación de la depresión económica que había surgido tras la crisis financiera de 1929, y por otra parte la estabilización de la economía nacional” (Perulero y De Tobillas 3). [5] Puede resultar incluso impactante la manera en que se representa la sociedad norteamericana en la película. En la secuencia musical señalada en el hipervínculo, se muestra, tras la interpretación de la primera actriz, una sociedad donde diversas actividades económicas funcionan a la perfección, donde todos bailan, cantan y ríen mientras trabajan, como si no estuviera ocurriendo nada malo en ese momento (es notoria la parte en la que los vendedores de fruta pueden irse de vacaciones). Es importante comparar esta situación idílica y laudatoria con la desesperanza de un país en buena cuenta inmovilizado, venido a menos. [6] Esta época es la del tipo de películas que “potencian la evasión del público gracias a un tratamiento de la realidad que la idealiza: los “teléfonos blancos” del cine mussoliniano, el realismo poético del cine francés, los amores desexualizados, el lenguaje literario de los actores. Al mismo tiempo, Hollywood se convierte en la fábrica de sueños que, a través de los géneros canónicos, entrega a un público de masas su ración de imaginario” (Lipovetsky y Serroy 18). [7] Hay que entender esta escena como la parte de un producto cultural que da cuenta de su propia artificialidad. [8] Parte del argumento de ese primer capítulo consiste en que este profesor, que dirige el coro de ​ Glee y que nunca logró alcanzar sus sueños artísticos, debe ayudar a que sí lo logre esta nueva generación, incluso a costa de su propio bienestar económico y familiar.

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