Génesis de la razón pública

September 3, 2017 | Autor: Fernando García-Cano | Categoría: Public Reason
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Descripción

GÉNESIS DE LA RAZÓN PÚBLICA




1. Kant y la Ilustración política


La Ilustración es el movimiento cultural que durante el siglo XVIII fue
capaz de suscitar una serie de transformaciones sociales y políticas que
tienen su origen en un concepto de razón desvinculado de toda matriz; el
sapere aude que caracteriza las nuevas ideas de los ilustrados es ante todo
un rechazo –por lo menos aparente- de la tradición de la cultura occidental
cristiana, por cuanto permanecer en ella es continuar subyugando las
posibilidades de la libertad que exige cancelar toda heteronomía de la
razón. "La libertad se revela aquí como liberación de la fuerza normativa
de la tradición".[1] Lo que parece innegable es el florecimiento de una
serie de conquistas inapelables en el suelo de esa Ilustración, sobre todo
en lo referente a valores tan decisivos como los de libertad, igualdad y
fraternidad, que propiciaron un abandono de las estructuras feudales en
buena parte del mundo, tanto en Occidente, como en Norteamérica.[2] La
conjunción de esos valores es lo que puede denominarse con propiedad
Ilustración política. Esas transformaciones, acompañadas en el caso de la
revolucion francesa de una violencia exacerbada, no lo hicieron igualmente
en la revolucion norteamericana, por lo que cabe distinguir los principios
inspiradores de esa Ilustración política de los resultados políticos
concretos. Hannah Arendt ha mostrado las diferencias que separan ambos
procesos ilustrados, insistiendo en la necesidad de comprender
adecuadamente los diferentes contextos en los que se llevaron a la práctica
los mismos postulados teóricos.[3]
En todo caso, tanto en unos sitios como en otros, lo que se fueron
imponiendo son los tres elementos definidores de una auténtica Ilustración
política: la declaración de unos derechos humanos universales, la
separación de poderes y el establecimiento del sistema democrático. Estos
tres elementos suponen el desmantelamiento del orden social vigente durante
la Edad Media, que a través de las estructuras feudales había llegado
herido de muerte a la Modernidad, coincidiendo además con la descomposición
de la Cristiandad en las distintas nacionalidades emergentes.
Ese marco habría que sazonarlo con las raíces ideológicas que hicieron
capaz ese cambio social que acabó con el Antiguo Régimen progresivamente en
gran parte del mundo y que hoy se considera la gran herencia social y
política del movimiento ilustrado en los países de la civilización
occidental. Entre esas raíces habría que mencionar remotamente todo el
Renacimiento, la Reforma protestante en el seno de la Cristiandad
occidental y la progresiva, pero sistemática, secularización del
pensamiento en todos los órdenes: desde las ciencias empíricas a los
saberes humanísticos, en particular, la filosofía.[4]
Especial importancia reviste el iusnaturalismo racionalista que desbancó
progresivamente al clásico derecho natural, debido a la profunda diferencia
que separa al planteamiento aristotélico y tomista de la ley natural
respecto al iusnaturalismo moderno: diferencias de planteamiento tan
profundas hicieron posible la desaparición de la vigencia de determinados
conceptos, como el de bien común en el horizonte de las doctrinas políticas
modernas.
Entre los padres de la Ilustración política hay que mencionar en primer
lugar a John Locke, al que siguen los planteamientos de otros autores como
Hobbes, Rousseau, Montesquieu o Hume. Todos ellos se encuentran debidamente
asumidos o corregidos en el planteamiento kantiano que pretende ser el
paradigma de la Ilustración, no sólo en el terreno de la filosofía teórica,
sino ante todo en el de la filosofía práctica, esa que clásicamente había
agrupado desde la economía hasta la política.
Hay, pues, razones para ver en Kant a ese ilustrado que pretende llevar
adelante la libertad entendida como autonomía, que define bastante bien el
núcleo del pensamiento ilustrado: una autonomía que ha de comenzar por
pensar por uno mismo, sin el aparejo de lo que otros puedan haber pensado,
y que ha de contar con la posibilidad de exponerlo públicamente, gracias a
la libertad de pluma como él la llama, que es la que garantiza la
publicidad y libertad de las ideas. Sin esa libertad y publicidad el
proyecto ilustrado no hubiera sido ni concebible, ni se habría hecho
realidad. En cierto modo, la constatación de que la libertad de pensamiento
y de prensa es la matriz de los sistemas democráticos liberales actuales,
como herencia de la Ilustración, corrobora plenamente esas ideas.


a) La dimensión pública de la razón

La aparición y el surgimiento de la razón pública en el panorama de la
especulación filosófica tiene sus antecedentes históricos en el pensamiento
ilustrado de Kant. Este autor puede considerarse legítimamente el ilustrado
por excelencia, a la vez que el primer impulsor del movimiento romántico e
idealista que supondría la primera quiebra interna en el seno del propio
pensamiento ilustrado. La vasta obra de Kant es comprensible en el marco de
la Ilustración que él mismo se encargó de divulgar y definir en su breve
obra de 1784 titulada Contestación a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?.
No por breve deja de ser útil esa obra en la que aparecen las primeras
alusiones a un uso público de la razón, por contraposición a un uso privado
de la misma, en las que se encuentra un primer apunte de la importancia que
Kant le concede a la libertad de poder expresar las propias ideas ante el
abierto público de los lectores.
"Para esta ilustración tan sólo se requiere libertad y, a decir verdad,
la más inofensiva de cuantas puedan llamarse así: el hacer uso público de
la propia razón en todos los terrenos". Y prosigue más adelante: "Por uso
público de la propia razón entiendo aquel que cualquiera puede hacer, como
alguien docto, ante todo ese público que configura el universo de los
lectores. Denomino uso privado al que cabe hacer de la propia razón en una
determinada función o puesto civil, que se les haya confiado".[5]
En estos enjundiosos textos está planteada ya la dicotomía entre un uso
público y otro privado de la razón, que conviene interpretar adecuadamente.
Parece que Kant, defensor de la superación de la minoría de edad que supone
no pensar por uno mismo, admite a la vez la necesidad de estar obligado a
pensar como uno no quisiera en determinados ámbitos de la vida, por razones
que se podrían denominar mayores o imperadas. Algunos de los ejemplos que
él utiliza en el texto aludido ayudan a entender cómo el soldado que
cumple una orden, el ciudadano que paga sus impuestos o el sacerdote que
prepara la homilía para los miembros de su parroquia se ven obligados a un
uso privado de la razón, que les impediría desobedecer una determinada
orden, no pagar los impuestos o predicar en contra del credo
correspondiente. Si bien el tipo de razones que el soldado, el ciudadano o
el sacerdote podrían albergar para no actuar como se espera de ellos,
pueden ser expuestas a través de la libertad de prensa que es el ámbito
adecuado para manifestar públicamente sus razones, no cabe que lo hagan,
según Kant, en el desempeño de sus respectivas funciones.
Se produce así una primera escisión entre el uso público de la razón y el
uso privado de la misma, que encuentra su continuidad en otros textos del
propio Kant a los que se podría acudir, como por ejemplo la reflexión
kantiana en torno a la paz perpetua,[6] publicada en 1795, poco después de
la firma de la Paz de Basilea en abril de aquel mismo año. En opinión de
Jacobo Muñoz, " aunque todavía seguirían, hasta la muerte del filósofo en
1804, escritos tan representativos como La Metafísica de las costumbres, su
última gran obra sistemática, la Antropología en sentido pragmático y El
conflicto de las facultades, publicados, respectivamente, en 1797 el
primero y en 1798, los dos últimos, Hacia la paz perpetua puede y debe ser,
sin duda, asumida como una obra de culminación, en la que se dan cita,
sabiamente entretejidas, todas las preocupaciones filosóficas del último
Kant".[7]
Entre esas preocupaciones no deja de estar presente la que se aborda, de
manera especial, en el Tercer artículo definitivo para la paz perpetua, que
no es otra sino la cuestión de la armonía entre la moralidad y el derecho,
salvada por el denominado "criterio de publicidad".[8] En esa alusión a la
necesidad de exponer al público las propias razones y argumentos que
sostienen un determinado punto de vista se ve, nuevamente, la importancia
que Kant le concede a superar el estadio preilustrado, en el que no se
exponían todavía las propias razones al público, dando por supuesto que
éste las acataría o daría por conocidas gracias a la fuerza de la
tradición.
El mismo principio de publicidad se encuentra en la filosofía política de
Kant, cuando muestra cómo un gobierno que no pueda contener la insurrección
se deslegitima como gobierno; su legitimidad iría unida al hecho de que
públicamente sea aceptado, y no sólo a determinados principios éticos. Más
adelante volveré sobre este punto.
Esa dimensión pública de la razón es la que Kant esboza también en textos
tan fundamentales como su Crítica de la Razón Pura del año 1781. Ya en una
nota del prólogo a la primera edición de la obra se sitúa el siguiente
párrafo: "Nuestra época es, de modo especial, la de la crítica. Todo ha de
someterse a ella. Pero la religión y la legislación pretenden de ordinario
escapar a la misma. La primera a causa de su santidad y la segunda a causa
de su majestad. Sin embargo, al hacerlo, despiertan contra sí mismas
sospechas justificadas y no pueden exigir un respeto sincero, respeto que
la razón sólo concede a lo que es capaz de resistir un examen público y
libre".[9]
Especial interés tiene en el mismo sentido toda la sección segunda del
capítulo primero de la Doctrina Trascendental del Método, que lleva por
título "La disciplina de la razón pura con respecto a su uso polémico". En
ese texto Kant expone cómo la razón pura tiene que someterse a la crítica
que se le pueda hacer con toda libertad, ejercitando lo que denomina uso
polémico de la razón, que define de la siguiente manera: "Entiendo por uso
polémico de la razón pura la defensa de sus proposiciones frente a la
negación dogmática de las mismas". Y más adelante prosigue: "También forma
parte de esta libertad el exponer a pública consideración los propios
pensamientos y las dudas que no es capaz de resolver uno mismo, sin por
ello ser tachado de alborotador o de ciudadano peligroso".[10]
Retomando la obra kantiana acerca de la paz perpetua, mencionada
anteriormente, se encuentra la siguiente afirmación: "como se ha avanzado
tanto en el establecimiento de una comunidad (más o menos estrecha) entre
los pueblos de la tierra que la violación del derecho en un punto de la
tierra repercute en todos los demás, la idea de un derecho cosmopolita no
resulta una representación fantástica ni extravagante, sino que completa
necesariamente el código no escrito del derecho político y del derecho de
gentes en derecho público de la humanidad, auxiliando en el camino hacia la
paz perpetua, a la que no es posible aproximarse sin esta condición".[11]
En este breve texto se contienen los elementos que configuran la
filosofía política kantiana en su integridad. Este ilustrado no deja de ser
heredero de las concepciones políticas de los autores que le preceden,
especialmente de Hobbes y Rousseau, en lo referente a la concepción del
contrato social. Con todo, para Kant el Estado de derecho, con la
personalidad moral que le acompaña, exige una comunidad cosmopolita en la
que pueda aplicarse el correspondiente derecho cosmopolita. El afán de
universalidad que caracteriza a la filosofía crítica no puede por menos de
colorear también la filosofía del derecho del regiomontano, que, si bien es
parca, conecta con los intereses que la Modernidad ha legado como herencia:
intereses universalistas, para que la paz pueda disfrutarse definitivamente
en todos los pueblos de la tierra.
El interés del texto kantiano reside, sobre todo, en la alusión al
derecho público, en el que se encierran las garantías de publicidad de lo
que acabará denominándose razón pública. Como observa Julián Carvajal,
precisamente "en este derecho público de la humanidad encuentra su plena
realización el derecho público de los ciudadanos y el de los Estados, en
cuanto que es el que permite garantizar los derechos de los ciudadanos de
todos los Estados miembros de la humanidad en general, entendida no sólo
como especie animal sino también como comunidad moral".[12]
Si bien el planteamiento ético kantiano es tan complejo que no cabe
simplificarlo fácilmente, resulta innegable la importancia del Anexo con el
que concluye La paz perpetua, en el que "dando ya por supuesta la no-
discrepancia de Moral y Política, busca Kant formular algunos principios
que expliquen cómo puede darse la armonía".[13] Esa no-discrepancia, sin
embargo, parte de una escisión inicial entre ambas áreas, al no tomar en
cuenta la naturaleza humana como principio común al Derecho y a la Ética.
Entre esos principios se encuentran tanto el que juzga: "son injustas todas
las acciones que se refieren al derecho de otros hombres cuyos principios
no soportan ser hechos públicos",[14] como el que afirma: "todas las
máximas que necesitan de la publicidad (para no fracasar en sus propósitos)
concuerdan con el derecho y la política a la vez".[15]
Conviene remarcar la importancia de estos dos principios que
explícitamente apuntan a lo que podría denominarse una razón pública
kantiana, al menos in nuce. De todas formas, lo que hay en el planteamiento
kantiano respecto al tratamiento de la acción moral es una lenta y
complicada evolución interna desde la Fundamentación de la Metafísica de
las costumbres a la Crítica de la razón práctica que sería interesante no
perder de vista,[16] para poder calibrar en qué medida la aparición del
concepto de uso público de la razón está vinculado, en el propio Kant, al
de uso práctico de la razón.[17] En ese sentido conviene advertir que todo
el planteamiento crítico kantiano tiene una eminente finalidad práctica:
hacer realidad la Ilustración, lo que supone conseguir que cada uno pueda
ejercitar su razón de manera autónoma y pública, a la vez. El mismo uso
teórico de la razón no tendría ningún sentido a no ser para poder comunicar
los resultados del pensar libremente, por sí mismo, a la comunidad de los
lectores. Dicho en otras palabras: parece que el uso público de la razón es
el que garantiza que se lleven a cabo las reformas del pensamiento que el
criticismo kantiano contiene no sólo en el terreno teórico, sino también en
el práctico.
Tras la lectura de estos textos no puede negarse la unidad del
planteamiento kantiano con respecto al proyecto de liberación que la razón
pretende realizar y que debe abordar tanto la dimensión teórica, como la
dimensión práctica de la mencionada razón. Esto ha hecho que algunos
especialistas consideren que el concepto que realmente unifica el esfuerzo
kantiano de liberación sea el de libertad, o mucho mejor el de racionalidad
de la libertad. Así lo expresa Alejandro Llano: "El problema nuclear de la
modernidad es el de la racionalidad de la libertad, que Kant intenta
resolver en la línea de una liberación de la razón. En un primer
acercamiento, esta liberación de la razón se puede considerar como el ideal
ilustrado por excelencia: significa una inversión de las relaciones de
dependencia, una revolución ontológica y gnoseológica".[18]
Lo que en la Crítica de la razón pura consigue en esa línea no le resulta
tan fácil a Kant en su Crítica de la razón práctica. Si con la Crítica
teórica Kant consigue lograr el primer paso de su programa de liberación de
la razón, que, aun siendo finita, ya no está atada por la necesidad
ontológica clásica, sino que más bien es artífice de la necesidad lógico-
trascendental que ella misma elabora al objetivar la naturaleza, queda
pendiente para Kant conseguir una liberación de la razón similar en el
terreno práctico, construyendo una moral en la que pudiera alumbrarse la
racionalidad de la libertad, entendida ésta como liberación de los
elementos naturales respecto a la única fuente del obrar humano: su razón.
Kant fracasa en ese segundo intento, debido a las insuficiencias de la
idea de finalidad que, ausente por completo del ámbito de la naturaleza,
queda relegada al ámbito de lo moral sin desempeñar, en cambio, el papel
positivo y directivo de la acción que cabría esperar de dicha noción. El
resultado es el conocido dualismo antropológico kantiano, que intentará
superarse en la tercera y última Crítica del Juicio, sin llegar a
subsanarse lo que puede considerarse un fracaso sistemático en la filosofía
kantiana.
Es este un punto interesante para valorar adecuadamente las
insuficiencias antropológicas inherentes a una ampliación de esa propuesta
de liberación por la razón al terreno de la Ilustración política. Dicho en
otras palabras, no es posible subsanar en el campo de la filosofía
política, lo que ha quedado sin articular suficientemente en el terreno de
la ética, que a su vez remite a la fundamentación antropológica, siempre
deudora de los planteamientos metafísicos respectivos.
¿Existe realmente conexión entre todos esos elementos en el propio Kant,
o es más bien algo sólo atribuíble a los desarrollos del pensamiento
kantiano en autores como Rawls o Habermas,[19] sobre los que, a su vez, se
han vertido críticas que apuntan a las insuficiencias antropológicas del
planteamiento liberal que sostienen?[20]


b) El lugar de la razón pública en el planteamiento kantiano


Abierto el marco de la Ilustración en la que la razón puede ejercitarse
en un uso público avistado en distintos pasajes de las obras de Kant,
conviene preguntarse ahora cuál es el papel que desempeña ese uso público
de la razón en el sistema kantiano. La publicidad de la argumentación es un
requisito imprescindible en la configuración social y política a la que dio
origen la Ilustración. El sistema de división de poderes como garante del
control democrático que los ciudadanos ejercen sobre sus gobernantes, para
que estos, a su vez, respeten y promuevan los derechos subjetivos de
aquellos, es algo impensable e irrealizable sin ese recurso al uso público
de la razón, que en el planteamiento kantiano va a configurar un doble
orden de imperativos categóricos: los que se aplican a las máximas morales
(propios de la razón práctica) y los que son imperativos categóricos de
orden jurídico para garantizar la coexistencia pacífica de los ciudadanos,
(propios de un uso público de la razón).
Este es el origen de la dicotomía entre moral y política a que da lugar
el planteamiento kantiano de un doble orden de libertad: la interna, propia
de la moral, y la externa, propia del derecho. Si bien entre los kantólogos
no hay una coincidencia respecto a si el derecho debe considerarse en Kant
derivado de su teoría moral general, o más bien ambos campos hay que
considerarlos estrictamente separados, para ambas corrientes de
interpretación parece indudable que "si hay demasiada conexión y
derivación, los deberes de justicia se parecen demasiado a los deberes
morales o deberes de virtud imperfectos; si hay demasiada distinción no
parece haber ninguna base para las afirmaciones de Kant sobre la
obligatoriedad de los deberes jurídicos".[21]
En lo relativo al contrato social el planteamiento kantiano es deudor,
como ya se ha apuntado, de las primeras formulaciones contractualistas
modernas que le anteceden, tanto de Locke, como de Hobbes, pero
especialmente del planteamiento rousseauniano, que será el que permita
acceder desde el pacto a la autonomía moral de los sujetos. Las
características básicas de la Ilustración política en la época moderna son,
como se ha dicho ya, la unidad de derechos humanos, la división de poderes
y la democracia, rasgos que posibilitan el control público de los tres
poderes y la unidad jurídico-institucional.[22] Sin esa articulación a la
que Martin Kriele llama liberación por el derecho, no estaría garantizado
el control público de la separación de los tres poderes típica de la
democracia.
La teoría del contrato ocupa un espacio muy reducido en la filosofía de
Kant, de manera que la contribución kantiana a la teoría del contrato no
hay que situarla tanto en nuevas aportaciones de contenido, como en un
nuevo enfoque metódico, que en el fondo es el enfoque general de la
filosofía práctica kantiana. Ese enfoque consiste en la distinción entre
elementos empíricos y racionales, en otras palabras, entre aquello que
pertenece a una antropología práctica y aquello que forma parte de la moral
pura.
Como indica Höffe: "a través de esta distinción ya están predeterminados
los enunciados esenciales de la filosofía moral kantiana: la moralidad es
un concepto puramente racional que en modo alguno puede ser derivado de
condiciones empíricas; el principio de la moralidad, la autonomía de la
voluntad, a diferencia del principio del amor propio o de la propia
felicidad, de la heteronomía de la voluntad, está libre de todo elemento
empírico; finalmente, la regla suprema del comportamiento moral es el
imperativo categórico".[23]
Pues bien, a esas características hay que añadir otra de especial
relevancia: la disociación entre derecho y virtud. Mientras en el primero
las convicciones personales del agente pueden no coincidir con lo que la
ley pide, en la segunda debe darse una unidad indisoluble entre la norma y
la convicción personal del actor. Esa separación, admitida también
clásicamente en el comportamiento, sólo respecto a la virtud de la
justicia, es la que sitúa la teoría del contrato en el ámbito del derecho y
no de la virtud. La consecuencia es obvia: el contrato social no es un
concepto empírico sino puramente racional, una idea a priori de la razón
práctica, que no puede ser derivada de suposiciones empíricas básicas
acerca de la naturaleza del hombre, pero que sí puede ser aplicada a ellas.
El contrato es pues una idea normativa de la razón práctica. Ese es el
estatuto epistemológico del contrato, que permite entender adecuadamente
otros elementos que Kant incorpora al conjunto de su teoría del contrato.
Quedan simplificadas, de esta manera, una serie de polémicas interminables
a las que abocaban las teorías del contrato precedentes de Hobbes, Hume y
Rousseau.
Por ejemplo, en el pacto rousseauniano, a diferencia de los
planteamientos anteriores a él, señala Urbano Ferrer, "no va a tener lugar
cesión de derechos ni de poderes a un soberano, sino superación interna o
cualitativa del individuo que vive en sociedad mediante la integración de
las condiciones de libertad e igualdad del estado natural en el estado
civil, negando así por vía dialéctica la oposición entre ambos. Al obedecer
a la voluntad general el individuo se obedece a sí mismo, ya que la
enajenación no se da en favor de un tercero, sino de la comunidad de
asociados, recobrando de este modo la igualdad originaria entre los
hombres, que había sido derrumbada con la introducción de diferencias
artificiosas traídas por la civilización".[24]
De tal modo es así que la concepción contractualista de Rousseau inaugura
una nueva época, al invocar los derechos inalienables no tanto como un
límite para el Estado –al modo de Locke y de la Filosofía de la Ilustración-
cuanto como lo que el propio Estado encarna a través del mandato de la
voluntad general.
A esa nueva época pertenece, sin duda, la formulación kantiana del
contrato, que, sin embargo, contiene según Urbano Ferrer tres importantes
criterios residuales no contractuales, a saber:
1) Un ámbito restringido de autonomía en la actuación pública de los
ciudadanos, lo cual significa que el ejercicio público de la autonomía
no depende de un contrato. Lo que depende del contrato implícito es
sólo la condición de civil, no la autonomía racional del hombre.
2) El principio de equidad. Este principio en las relaciones entre los
pueblos tampoco proviene de un contrato convencional, sino que es una
exigencia ética anterior a todo contrato y basada en las soberanías
individuales de los pueblos.
3) La necesidad de los Estados de hacer frente a los intentos
desestabilizadores.
Por lo que atañe al primero de esos criterios, conviene advertir que se
trata del punto de enlace más notorio entre Kant y la filosofía de la
Ilustración, por cuanto el progreso en la historia va a tener un signo
empírico en lo que patentiza el llamado principio de publicidad, que como
se vio queda expresado en el Anexo final de Hacia la paz perpetua. Respecto
del segundo criterio habría que advertir cómo el principio constitucional
se convierte en una suerte de a priori de la filosofía de la historia
diseñada por Kant en la mencionada obra. Finalmente, la justificación del
recurso a la fuerza no puede venir más que de constatar que quien pierde
una guerra, pierde por lo mismo una parte de la fuerza del derecho, si
bien en este campo el discurso kantiano añade consideraciones sobre el
valor civilizatorio de la guerra, que, aun siendo un mal social, es "capaz
de procurar a la larga, y desde el punto de vista de la especie,
bienes".[25]
Recapitulando lo dicho hasta ahora, parece evidente que el planteamiento
kantiano cuenta desde su inicio en la Crítica de la Razón Pura hasta su
culminación -en obras de madurez como pueda serlo Hacia la paz perpetua-
con la relevancia del papel atribuido a un uso público de la razón, en el
que, tal vez, residen todas las garantías de que su proyecto ilustrado
resulte efectivo. Sin ese uso público de la razón, ni el uso teórico de la
misma, ni su uso práctico serían capaces de mostrar las virtualidades que
encierra el proyecto kantiano.
Es por tanto un papel de primer orden el que desempeña ese uso público de
la razón en el planteamiento kantiano, hasta el punto de que el
redescubrimiento de su importancia por autores del siglo XX, como Rawls y
Habermas, ha supuesto una profundización en el conocimiento de la herencia
ilustrada de Kant y un relanzamiento de las virtualidades que encierra el
uso público de la razón, a través de la configuración explícita de un así
denominado concepto de razón pública; éste está incidiendo notablemente en
la filosofía práctica actual con el ánimo de superar el relativismo
axiológico que caracteriza a las sociedades democráticas pluralistas del
último tercio del siglo XX. La transición hacia el planteamiento rawlsiano
está, pues, servida.

2. Rawls y su teoría de la justicia como equidad

Para acercarse al planteamiento de Rawls conviene tener presente,
aunque sea de manera muy esquemática, las tres etapas fundamentales en las
que se puede dividir su producción filosófica. La primera etapa es
claramente utilitarista, tal y como refleja su contribución a una obra
colectiva que contiene su artículo titulado "Dos conceptos de reglas".[26]
En una segunda etapa Rawls, a través de sus obras fundamentales Teoría de
la justicia (1971) y Justicia como equidad (1985), realiza una importante
transición hacia un planteamiento ético opuesto al de la ética analítica y
al intuicionismo de Moore. En su tercera y definitiva etapa, formulada en
su obra Liberalismo político, Rawls realizará importantes correcciones a
los planteamientos de la etapa anterior, debidos en buena medida a sus
debates académicos con los autores denominados comunitaristas, y
abandonando el punto de vista ético que había mantenido hasta entonces,
para sustituirlo por una teoría de la razón pública, capaz en su opinión de
superar el equilibrio reflexivo entre el sentimiento natural de la justicia
y la experiencia común, que caracterizaba su teoría de la justicia de la
segunda etapa.
Siendo la justicia la única virtud en la que cabe la disociación entre
lo que se prescribe mediante ella (la justicia-orden) y la voluntad de
realizar lo que se prescribe (justicia-virtud), esta escisión es un
criterio hermenéutico para aproximarse al intento de Rawls por superar esa
posible disociación, mediante un planteamiento que hace depender la
justicia de unos principios a los que la voluntad quedaría adherida de
manera autónoma, lo cual garantiza la ausencia de todo móvil empírico y
contingente.
Rawls se inspira claramente en la noción kantiana de reino de los
fines o conjunto de los seres racionales, pero, como señala Urbano Ferrer,
"la diferencia con Kant está en que para Rawls los principios prácticos no
integran sólo un orden de fines objeto de respeto, sino que desde ellos es
posible reconstruir las situaciones particulares a las que la justicia se
aplica",[27] tal y como se examinará en el próximo apartado. El
planteamiento rawlsiano es, por otra parte, también de tipo
contractualista, lo cual hace central el concepto de posición original, que
sería el equivalente al estado de naturaleza en los contractualismos
liberales clásicos. Cómo llega Rawls a derivar unos principios de justicia
desde ese experimento mental llamado posición original es algo que sólo
puede entenderse a través del papel que desempeña el denominado velo de la
ignorancia, que en sucesivas etapas podrá irse suprimiendo, en la medida en
que estén constituidos los elementos básicos de una sociedad.

a) Principios de la justicia


Los dos principios en torno a los que se articula la propuesta
rawlsiana son los denominados principio de igualdad y principio de las
diferencias. En virtud del primero de ellos todos los ciudadanos deben
gozar del sistema de libertades lo más amplio posible: libertad de
expresión, de reunión, de conciencia, libertad frente al arresto
arbitrario, libertad política...: este tipo de libertades básicas nunca
pueden ser suprimidas por razones de utilidad social. Respecto al segundo
principio, el de las diferencias, cabe decir que está constituido por dos
subprincipios, que se denominan el de igualdad de oportunidades y el de
funcionalidad en las diferencias, que serán formulados más adelante.
Estos principios deben ser aplicados a las distintas circunstancias de
las situaciones particulares que plantean las distintas demandas. Es en ese
tránsito a la vida misma donde se produce el constructivismo procedimental
que caracteriza la propuesta de Rawls, que necesariamente exige la
mediación de instituciones políticas, judiciales y policiales para dirimir
los conflictos que surjan. Para lograr esa transición opera simultáneamente
-gracias al velo de la ignorancia- una epojé de las diversas concepciones
sobre el bien, así como de las diferencias naturales y sociales que pudiera
haber entre los individuos; se garantizaría de este modo la neutralidad
frente a las diferencias éticas, y se requeriría como postulado un
constructivismo de la razón pública, para la que es un presupuesto
fundamental la disociación de lo justo respecto de lo bueno, de lo racional
respecto de lo razonable.
Lo que interesa comprender es el procedimiento que Rawls ha seguido
para obtener esos dos principios de la justicia. Básicamente ese proceso
parte del experimento mental de la posición original en la que se sitúan
las personas, como sujetos políticamente considerados, sometidos a una
doble restricción: la de ignorar las distintas concepciones del bien tanto
de los demás como la propia (a través del velo de la ignorancia) y la de
acatar las restricciones formales que el concepto de lo justo tiene en sus
especiales circunstancias (generalidad, universalidad, carácter público,
capacidad regulativa de antagonismos y definitividad). Para derivar los dos
principios de la justicia, anteriormente apuntados, desde esta posición
original así configurada, tan sólo hace falta que los sujetos ideales que
protagonizan este experimento mental se reconozcan suficientemente
motivados por los bienes primarios (sociales y naturales) de modo que su
elección de los principios de la justicia sea efectiva, a la vez que esta
pueda quedar inexcusablemente orientada, a través de la regla maximin (que
aspira al máximo beneficio con el menor coste posible), en la doble
dirección que apunta al principio de igualdad y al de diferencia así
formulados:
" Primero: Toda persona ha de tener igual derecho al régimen más
amplio de las mismas libertades básicas que sea compatible con un régimen
similar de libertades para todos".
"Segundo: Las desigualdades sociales y económicas habrán de ser
conformadas de forma que a) procuren el mayor beneficio a los menos
aventajados, y b) se asocien a cargos y disposiciones que estén al alcance
de todos en condiciones equitativas de igualdad de oportunidades".[28]
Una vez definidos los dos principios de la justicia desde el velo de
la ignorancia respecto a los bienes empíricos, Rawls continúa su
experimento mental de construcción de la estructura básica de una sociedad
bien ordenada a través de un progresivo levantamiento de ese velo en tres
fases sucesivas, que darían lugar respectivamente: a la elaboración de una
Constitución que exprese los derechos y libertades básicos; a la
elaboración de la legislación y su pertinente aplicación manteniendo el
velo de la ignorancia sólo para el legislador; y, finalmente, al
levantamiento total del velo de la ignorancia para la aplicación
administrativa y jurisdiccional de la legislación vigente.[29]
Tiene especial interés subrayar el cambio que Rawls imprime a su
teoría respecto al mencionado velo de la ignorancia a partir de las
Conferencias Dewey de 1980 que darán lugar a su obra La justicia como
equidad. Una reformulación. Ese cambio consiste en admitir una nueva
cláusula de excepción al tupido velo de ignorancia en la posición original:
en ella las partes no sólo conocerían las circunstancias objetivas de la
justicia y todo lo que ello implica, sino que también serían plenamente
conscientes de la importancia de "las circunstancias que reflejan el hecho
de que en una sociedad democrática moderna los ciudadanos afirman doctrinas
comprehensivas diferentes y realmente inconmensurables e irreconciliables,
aunque razonables, a la luz de las cuales entienden sus concepciones del
bien". Ese es el hecho del pluralismo razonable, el cual constituye "un
rasgo permanente de una sociedad democrática" al que Rawls denomina
"circunstancias subjetivas de la justicia".[30]
Esto tiene como consecuencia para los ideales protagonistas de la
posición original que "desde el momento en que están al corriente del hecho
del pluralismo razonable, las partes han de descartar considerar en qué
medida la instrumentación institucional de los principios elegidos podrá
generar un consenso denso sobre una forma de vida homogénea compartida, y,
por el contrario, han de considerar más bien, en qué medida los principios
serán capaces de focalizar un consenso por solapamiento: un consenso
acotado en torno a principios altamente abstractos entre personas que tal
vez sustenten doctrinas comprehensivas diferentes e inconmensurables, y que
sin embargo, siendo razonables, comparten la convicción de que los valores
políticos ligados a la cooperación en condiciones de mutuo respeto y
reciprocidad, tienen suficiente peso en las diversas concepciones del bien
que ellas sustentan como para vencer las tentaciones hacia la
defección".[31]
Tal vez sea este el momento adecuado para exponer cómo lo que Rawls
ha operado metodológicamente, a la hora de buscar los principios de la
justicia, es una opción deliberada por la abstracción de los mismos, al
margen de las situaciones concretas y reales de los protagonistas de la
posición original, obligados a no verse en la realidad de sus diferencias,
en aras de poder salvar una concordia que no les homogeneíce demasiado. En
última instancia, se ha intentado escalar una ética menos polémica y más
susceptible de acuerdo general, prescindiendo de las visiones éticas de la
vida buena de cada cual, que correrían el riesgo de permanecer
inconmensurables. Semejante opción supone desplazar la razón política del
ámbito práctico, para instalarla en un territorio teórico en el que
presuntamente pueda moverse equiparada a las ciencias positivas.[32]
La razón pública va a servir para garantizar la condición de
publicidad que deben cumplir como requisito los principios de la justicia
así obtenidos: en el fondo, de ellos pueden deducirse procedimentalmente
todas las aplicaciones que sean necesarias para articular la vida pública
de una sociedad bien ordenada.
Así, escribe Rawls en 1993: "la democracia lleva consigo, como queda
dicho, una relación política entre ciudadanos dentro de la estructura
básica de la sociedad en la que han nacido y en la que normalmente habrán
de desarrollar un ciclo vital completo; también implica, además, una
porción igual para cada uno del poder político que los ciudadanos ejercen
unos sobre otros, por medio del voto, o por otras vías. Razonables y
racionales como son, y sabiendo que sostienen una diversidad de doctrinas
religiosas y filosóficas razonables, los ciudadanos deberían ser capaces de
explicarse unos a otros el fundamento de sus acciones en términos tales que
cada uno pudiera razonablemente esperar que los demás aceptaran como
consistentes con sus propias libertad e igualdad. Intentar satisfacer esa
condición es una de las tareas que el ideal de la política democrática
plantea. Entender cómo conducirse uno mismo en tanto que ciudadano
democrático incluye la comprensión de un ideal de razón pública".[33]
En este texto se percibe claramente cómo la preocupación que conduce a
Rawls hacia la articulación de una teoría de la razón pública es la
imposibilidad de resolver los conflictos sociales de las sociedades
pluralistas por una vía ética, que en el fondo llevaría al enfrentamiento
entre posturas encontradas e inconmensurables que, sin embargo a él, le
parecen subsanables situándose en una vía procedimental como será la que
contenga el ideal de la razón pública. Ese ideal de razón pública se
resuelve, efectivamente, en la derivación procedimental de la vida pública
que se va a exponer a continuación.

b) Derivación procedimental de la vida pública

A lo largo de la Historia de la Filosofía se ha distinguido entre
razón especulativa y razón práctica, razón discursiva y razón intuitiva,
ratio superior y ratio inferior, razón analítica y razón sintética, razón
abstracta y razón concreta: y también se ha hablado de razón crítica,
dialéctica, histórica, vital, ilustrada, instrumental, técnica,
calculadora, matemática, femenina, perezosa, etc. Cabría, por tanto,
pensar que la razón pública es, sin más, una de esas adjetivaciones con las
que la Historia de la Filosofía ha apellidado a la razón. Pero según García
Marqués "es claro que, con los adjetivos que se dan a la razón (teórica,
práctica, instrumental, etc.), no se pretende establecer la existencia de
diversas facultades en el hombre, sino distintos usos de una misma
facultad."[34] Ello conlleva saber que cuando se alude a la razón es para
referirse a la facultad de conocimiento específicamente humano, capaz de
juzgar la realidad, en cuanto se presupone que ella misma es también
racional.
Al apelar a la razón pública, se está, pues, ante un uso de la
razón, que abarca esa dimensión de la realidad denominada pública, como
contrapuesta a la que pudiera llamarse no-pública. Comenta, a ese respecto
Martínez Navarro, que "Rawls insiste en que la razón pública es pública en
tanto que sigue unas orientaciones generales para la indagación y unos
métodos de razonamiento que son compartidos. Y es libre en tanto que tiene
lugar en el contexto de un régimen constitucional que mantiene la libertad
de pensamiento y de expresión. Esta razón pública libre es el tipo de
razonamiento apropiado para ciudadanos iguales que, en tanto que cuerpo
organizado, se imponen reglas los unos a los otros con el respaldo de las
sanciones del poder estatal. Por el contrario, la razón-no pública es la
razón apropiada para individuos y asociaciones con respecto a su fuero
interno: formas de razonar que de hecho son distintas para cada grupo,
conforme a su idiosincrasia, tradiciones o creencias particulares".[35]
Con ello se ha caracterizado bastante bien la naturaleza de la razón
pública, que se convierte en instancia ideal correlativa de una, así
llamada, civilidad pública. Partiendo de una concepción liberal de los
valores políticos, que se expresen, a su vez, en una concepción política de
justicia, habría que distinguir una doble expresión de esos valores
políticos, los valores de justicia política, propiamente dichos, y los
valores de razón pública.
Si bien los primeros incluyen los valores de igual libertad civil y
política, la igualdad de oportunidades, los valores de igualdad social y
reciprocidad económica, y los del bien común, así como las diversas
condiciones necesarias para todos estos valores, en cambio, los valores de
razón pública serían aquellos que cubren el espacio que abarcan las
orientaciones generales para la indagación pública y para que se asegure
que esa indagación es libre, pública, informada y razonable. Son valores
que incluyen el uso apropiado de los conceptos fundamentales de juicio,
inferencia y evidencia, así como las virtudes de razonabilidad y sensatez,
tal como se muestran en la adhesión a los criterios y procedimientos de los
conocimientos de sentido común y a los métodos y conclusiones de la ciencia
cuando no están sometidos a controversia. Hay en estos valores un ideal de
ciudadanía: una voluntad de resolver las cuestiones fundamentales de la
vida política por métodos que los demás, en tanto que libres e iguales,
puedan reconocer que son racionales y razonables. Este ideal da lugar a un
deber de civilidad pública.
Con esta primera caracterización del ideal de la razón pública en
Rawls resultará más fácil la comprensión de su propuesta de la misma como
una de las tres ideas capitales sobre las que se sustenta el liberalismo
político, junto con la idea de un consenso entrecruzado (overlapping
consensus) y la primacía de lo justo. Es así como se articula la segunda
parte[36] de su obra El liberalismo político, con un capítulo dedicado a
cada una de esas ideas capitales, la última de las cuales es precisamente
la de una razón pública.
Los ocho epígrafes en los que se subdivide el capítulo dedicado a la
descripción de la idea de una razón pública pueden mostrar sintéticamente
el contenido global de estas decisivas páginas de Rawls. Tras una breve
introducción se abordan, en primer lugar, las cuestiones y los foros de la
razón pública, para a continuación explicar la relación entre la razón
pública y el ideal de la ciudadanía democrática. En tercer lugar se
delimitan lo que son razones no públicas, dejando para el apartado cuarto
el tratamiento del contenido de la razón pública. En la quinta parte del
capítulo se expone la idea de las esencias constitucionales, para en el
apartado siguiente presentar al Tribunal Supremo como modelo de la razón
pública. Antes de concluir el capítulo aún se refiere Rawls, en el apartado
séptimo, a las dificultades aparentes existentes en la idea de razón
pública, para cerrar el capítulo con un último apartado dedicado a los
límites impuestos por la razón pública.
Sería excesivamente prolijo exponer sumariamente cada uno de esos
ocho apartados, que constituyen el capítulo dedicado por Rawls a la razón
pública en su obra de 1993, pero no puedo dejar de señalar algunos de los
aspectos que me parecen especialmente relevantes.
En primer lugar, resulta especialmente llamativo el hecho de que
Rawls considere al Tribunal Supremo como el modelo de la razón pública. Si
bien él mismo considera que no se trata de una definición, no deja de
avalar su tesis apoyándose en cinco principios del constitucionalismo:
1) La distinción entre el poder constituyente del pueblo y el poder
ordinario de los funcionarios del estado y del electorado ejercido
en la política cotidiana.
2) La distinción entre la ley suprema y la ley ordinaria.
3) El hecho de que una constitución democrática sea la expresión en
principios de la aspiración política de un pueblo a gobernarse a sí
mismo de un cierto modo.
4) La fijación de unas determinadas esencias constitucionales.
5) El poder último no puede nunca dejarse al legislativo, ni tampoco
al Tribunal Supremo, sino que radica en la separación de los tres
poderes debidamente relacionados.
Tras la enumeración de esos principios, Rawls señala que el papel del
Tribunal Supremo no es meramente defensivo, sino que consiste en dotar a la
razón pública continuamente de su debido efecto, contribuyendo así a la
tarea educativa que la publicidad de la razón desempeña. En ese contexto
apostilla Rawls: "Evidentemente, los jueces no pueden traer a colación su
propia moralidad personal, ni los ideales y virtudes de la moralidad en
general. Todo eso tienen que tratarlo como si fuera irrelevante. Del mismo
modo, tampoco pueden invocar puntos de vista propios o ajenos, religiosos o
filosóficos. Ni pueden aludir sin restricción alguna a valores políticos.
Lo que deben hacer es apelar a los valores políticos que, a su entender,
pertenezcan a la interpretación más razonable de la concepción pública y de
sus valores políticos de justicia y razón pública. Y esos son valores
respecto de los cuales ellos creen de buena fe que, como exige el deber de
civilidad, puede esperarse razonablemente que todos los ciudadanos, en
tanto que individuos razonables y racionales, aceptarán".[37]
En segundo lugar, las dificultades aparentes que debe afrontar la
razón pública son subsanadas por la vía de las garantías de su auténtico
funcionamiento, así como gracias a la posibilidad de componer un consenso
entre las distintas doctrinas comprehensivas razonables. Acerca de la
naturaleza de ese consenso entrecruzado (overlapping consensus) Rawls se ha
expresado extensamente en el primer capítulo[38] de esta segunda parte de
la obra que estoy comentando.
En tercer lugar, Rawls opta por una interpretación de la razón
pública desde el punto de vista incluyente, contrapuesta a la posibilidad
de interpretarla de modo excluyente. Una razón pública de este tipo es, en
su opinión, el complemento adecuado de una constitución democrática, si
bien es consciente de la dificultad que encierra circunscribirla de manera
plenamente satisfactoria.
Por último, el propio Rawls, considera que las innovaciones que
conlleva su noción de razón pública son dos:
1) La importancia del deber de civilidad que comporta el ideal de la
democracia.
2) Que el contenido de la razón pública está dado por los valores
políticos y por las orientaciones de una concepción política de la
justicia. Precisamente aquí se advierte la diferencia ya expuesta
entre Teoría de la justicia (1971) donde se cuenta con el sentido
moral de la justicia como fuente primaria (junto con el uso de la
razón en equilibrio reflexivo con este sentido natural de la
justicia), y esta obra tardía, que es El liberalismo político
(1993), en que la justicia resulta de una concepción política
dentro de las condiciones de civilidad, sin el respaldo moral
natural.
De esas dos innovaciones, él mismo se permite remarcar la importancia
de la segunda, apostillando que "el contenido de la razón pública no está
dado por la moralidad pública como tal, sino sólo por una concepción
política adecuada al régimen constitucional".[39] ¿Por qué tanto empeño en
aclarar que el contenido de la razón pública tiene su fuente no tanto en
la moralidad, como en el marco político que genera la posición original?
Precisamente para recalcar la separación entre derecho y moral que tiene
todo planteamiento deontológico en la estela de Kant: si él distingue el
imperativo categórico ético del jurídico, como se ha visto en el apartado
primero de este capítulo, Rawls distingue netamente la filosofía política
tanto de la ética como del derecho.[40]
Baste con esto, de momento, para comprender que el tránsito del
planteamiento kantiano al rawlsiano marca una línea de continuidad
suficientemente probada,[41] así como una profundización en ese nuevo uso
de la razón al que se ha convenido denominar ideal de la razón pública. Si
Rawls ha continuado la senda ilustrada de Kant, no será difícil ver esa
misma senda en otro ilustrado como Habermas, preocupado no tanto por
decretar la superación de la Modernidad, cuanto por llevar a cabo sus
intuiciones, en la medida en que no se han completado suficientemente.

3. Habermas y su teoría de la acción comunicativa

La importancia adquirida por la propuesta filosófica de Habermas se
debe, en parte, a su afán de polemizar o competir con Rawls en la
reasunción del planteamiento kantiano, para propiciar una vía de salida a
las patologías de la democracia liberal de las sociedades actuales.
Desde el comienzo de su aventura intelectual Habermas no ha dejado de
insistir en la necesidad de proceder a una reapropiación crítica de la
teoría y filosofía de la democracia liberal. Esa tradición fue generalmente
desdeñada por parte de la vieja generación de la Escuela de Francfort, pero
no así por Habermas, que en ella encontró algunos instrumentos necesarios
para realizar su empeño. Entre esos elementos se encuentra, sin duda, "la
reconstrucción de los presupuestos institucionales y normativos necesarios
que subyacen en la dimensión pública de la razón, tal y como fuera
formulada inicialmente por Kant",[42] que puede considerarse el primer paso
que Habermas da de cara a la utilización de su teoría de la acción
comunicativa como herramienta para su ética discursiva. Con todo, la
preocupación teórica por el fenómeno de la opinión pública hizo que
Habermas le dedicara un largo estudio titulado Historia y crítica de la
opinión pública, convertido en todo un clásico. En la estela de esa
preocupación es donde hay que situar la teoría social crítica que contiene
su gran obra posterior.
Efectivamente, con la obra de 1981 titulada Teoría de la acción
comunicativa, Habermas no sólo logra elaborar, con respecto a su producción
anterior, una teoría con señas propias, sino que en ella se sintetizan una
serie de temas principales que pueden esquematizarse de la siguiente
manera:
1) En un primer momento se trata de ofrecer una teoría general de la
racionalidad, con el objetivo explícito de diferenciar dentro de
ella las señas de identidad propias de la racionalidad
comunicativa.
2) Una presentación crítica de la dialéctica de la racionalización
social como pauta fundamental de la evolución social moderna.
3) Un concepto de sociedad construido a partir de la integración de un
enfoque de teoría de la acción y otro sistémico.
4) Un diagnóstico de la sociedad actual desde la afirmación de una
situación supuestamente patológica: el imparable proceso de
colonización del mundo de la vida por el sistema.
Esa serie de temas atraviesan la producción filosófica posterior de
Habermas, en la que se expresa la profundidad con la que quiere ofrecer una
nueva respuesta a la articulación entre la teoría y la praxis, como gran
problema que recorre la conciencia de crisis de toda la filosofía del siglo
XX. En ese sentido, se puede y debe entender la propuesta de Habermas como
"un intento de restablecer la racionalidad práctica a partir del paradigma
de los procesos discursivos".[43] Lo cual exige explicar por qué y en qué
medida esa racionalidad práctica, que se pretende rehabilitar, ha quedado
excluída del discurso filosófico de la Modernidad.

a) El tránsito del mundo de la vida (Lebenswelt) a las instituciones
anónimas desde el lenguaje

El problema de la separación entre razón teórica y razón práctica se
produce en los siglos XVI y XVII, en los orígenes mismos de la Modernidad.
Buena muestra de ello es la separación cartesiana entre la duda metódica y
la moral provisoire, que no sucumbe a la duda sistemática planteada en El
discurso del método. Un nuevo hito de esa escisión estará representado por
la separación kantiana entre las dos primeras críticas, de la razón pura y
de la razón práctica.[44] Esa escisión no hace sino agravarse e
incrementarse con la progresiva implantación del predominio de la razón
instrumental que la Escuela de Francfort se propuso criticar. Si bien
Habermas pertenece a la segunda generación de la denominada Teoría Crítica,
no deja de recriminar a sus predecesores de escuela (Horkheimer, Adorno y
Marcuse) el no haber sabido renunciar a la perspectiva weberiana en su
discurso crítico, lo cual les incapacita, en opinión de Habermas, para
lograr una auténtica renovación de la filosofía práctica, que tendrá uno de
sus pilares en la distinción entre trabajo e interacción que él propone.
Esa distinción entre trabajo e interacción, -acción instrumental o
estratégica y acción comunicativa- no sólo es central en la obra de
Habermas, sino que es el puente que permite la reconsideración de aquellos
aspectos de la acción humana arrinconados en el curso de la filosofía
moderna. En virtud de la equiparación entre praxis y técnica llevada a cabo
por la Modernidad no cabe ya admitir ninguna exigencia ética para la
conciencia tecnocrática, que se ha constituido precisamente sobre la
eliminación de la distinción clásica entre ambos conceptos.
Lo que Habermas denuncia como una suplantación es precisamente el
hecho de que los problemas prácticos se vean sometidos a procedimientos
técnicos de solución. Semejante suplantación es la expresión de la
degradación de la racionalidad a la que el cientificismo ha abocado
inexorablemente. "El auténtico problema no es la razón técnica como tal
sino su universalización, la exclusividad de la razón técnica y científica,
la reducción de la praxis a mera téchne, la extensión de la razón
instrumental a todas las esferas de la vida en detrimento de una concepción
amplia de racionalidad".[45]
Es preciso pensar desde una perspectiva filosófica tanto la ciencia
como la técnica, para percibir en qué medida son estrechos e injustificados
los límites del positivismo cientifista de la razón instrumental. Sólo una
razón integradora[46] puede hacer justicia a una concepción amplia de
racionalidad, que permita superar la suplantación de la racionalidad
práctica operada por la razón instrumental.
Esa recuperación de la racionalidad práctica en Habermas se realiza
desde la elaboración de una teoría de la sociedad, que en cierto modo ocupa
el puesto de lo que podría ser una antropología en sentido clásico.
Habermas contrapone dos conceptos capitales: el de mundo de la vida
(Lebenswelt) y el sistema. Si el primero está tomado de la fenomenología de
Husserl, el segundo se debe a Niklas Luhmann y tiene su antecedente en la
teoría social de Talcott Parsons. Por lo que respecta al Lebenswelt
también es obligado decir que no se comprendería adecuadamente sin aludir
al uso preformativo del lenguaje con sus respectivas condiciones de validez
a priori, que tienen su fuente en las obras de los filósofos Austin y
Searle.
A través de la contraposición de estos dos conceptos Habermas presenta
toda una teoría social en la que se describe cómo se va produciendo el
tránsito desde el uso del lenguaje en la vida cotidiana, en el que se
comparten las inquietudes e intereses más personales, al uso del lenguaje
en el marco sistémico de la sociedad, con pretensiones de validez universal
de los discursos en el ámbito público.
El advenimiento de la Modernidad ha marcado el distanciamiento
progresivo entre esos dos mundos o planos (el mundo de la vida y el
sistema) hasta llegar a producirse una invasión del segundo en el primero,
originando lo que Habermas denomina la colonización del mundo de la vida
por el sistema.
Esta expresión sintetiza el diagnóstico de Habermas sobre las
patologías que aquejan a las sociedades contemporáneas, en las que resulta
cada vez más difícil garantizar una racionalidad compartida en la vida
pública, debido al progresivo agostamiento de energías vitales al que se ve
sometido el mundo de la vida (Lebenswelt) por el implacable sistema. Dicho
de otro modo, esa colonización del mundo de la vida propicia la hegemonía
de la racionalidad instrumental sobre la racionalidad práctica, que se ve
sometida a la incapacidad de retroalimentar el sistema.
En opinión de Habermas la única vía posible de salida para tratar de
fraguar una reconciliación social y política entre los ciudadanos de las
sociedades pluralistas postilustradas está en el uso público de la razón.
Sabiendo que la razón es comunicativa por naturaleza y tiende hacia el
entendimiento como finalidad primordial, no será difícil comprender la
utilidad social que tiene la teoría de la acción comunicativa de cara a
lograr esa armonía entre distintos pareceres que articula la razón pública.

b) Razón pública y acción comunicativa

Habermas elabora una tipología de la acción en la que básicamente se
pueden distinguir dos tipos de acciones, el primero de los cuales, a su
vez, cabe subdividirlo en otros dos, como sigue:
1) La acción racional-teleológica es aquella que persigue fines para
cuya consecución se han de calcular los medios adecuados. Esta puede
ser una acción instrumental, si se vale de procedimientos técnicos
basados en el tipo de predicciones que nos brindan los saberes
empíricos, o puede ser una acción estratégica, cuando se pretende
aventajar a un rival en la persecución de un fin que desata lucha de
intereses.
2) La acción comunicativa es aquella que se caracteriza por la
búsqueda del entendimiento entre varias personas acerca de la
legitimidad de sus respectivas pretensiones.
Lo que Habermas pretende con esa caracterización es mostrar la
irreductibilidad de la acción comunicativa a la acción estratégica, lo cual
implica afirmar la prioridad de la primera sobre la segunda, o dicho con
otras palabras poder afirmar que el uso estratégico del lenguaje es
derivado y parasitario respecto al uso comunicativo. Esta prioridad del uso
comunicativo del lenguaje es, en el fondo, una apuesta por el uso público
de la razón, frente al uso estratégico de lenguajes. El lenguaje
estratégico está en función de fines individuales no expresados
públicamente y por tanto divergentes en los interlocutores.
La validez de las normas que deben regular la vida pública sólo queda
garantizada por la asunción ideal de todos los afectados por la norma, en
cuanto protagonistas de una situación ideal de habla. Así lo expresa el
propio Habermas: "Toda norma válida habrá de satisfacer la condición de que
las consecuencias y efectos secundarios que se seguirían de su acatamiento
universal para la satisfacción de los intereses de cada uno
(previsiblemente) puedan resultar aceptados por todos los afectados (y
preferidos a las consecuencias de las posibles alternativas
conocidas)".[47]
Respecto al concepto de situación ideal de habla el propio Habermas
aclara que llama "ideal a una situación de habla en que las comunicaciones
no sólo no vienen impedidas por influjos externos contingentes, sino
tampoco por las coacciones que se siguen de la propia estructura de la
comunicación. La situación ideal de habla excluye las distorsiones
sistemáticas de la comunicación. Y la estructura de la comunicación deja de
generar coacciones sólo si para todo participante en el discurso está dada
una distribución simétrica de las oportunidades de elegir y ejecutar actos
de habla".[48]
Desde estas bases se entiende que Habermas distinga tres estratos del
discurso práctico: el pragmático, el ético y el propiamente moral. El
terreno de lo pragmático es el que debe buscar preceptos de acción
adecuados al carácter técnico o estratégico; el terreno ético persigue
consejos o recomendaciones útiles para los sujetos individuales que
dilucidan el mejor modo de vida; finalmente el ámbito moral, propiamente
dicho, perseguirá juicios justos para todos.[49] Los dos primeros estratos
son monológicos, mientras que tan sólo el ámbito moral es intersubjetivo o
dialógico necesariamente.
Como afirma Habermas, "actualmente las teorías de la justicia y la
moral siguen su propio camino, distinto en cualquier caso del de la ética
entendida en el sentido clásico de doctrina de la vida recta".[50] Esa
disociación es la que emparenta la moral, en sentido habermasiano, con el
derecho y más en concreto con la moralidad pública exigible por una razón
pública. La conexión de esa razón pública con la esfera de lo público en
las sociedades mediáticas actuales va unida a otro concepto, el de opinión
pública, que Habermas ha estudiado en profundidad, tal y como ya se ha
señalado.[51] En dicho concepto él diferencia tres estratos escalonados en
el proceso de su consolidación:
1) la que se establece a nivel cultural prelingüístico en el
intercambio de gustos y aficiones dentro de los grupos informales,
como amigos y compañeros de la misma generación, conocidos del
barrio, afinidades dentro de la familia...
2) la que circula en forma de declaraciones institucionales
autorizadas, avaladas por un nombre y un prestigio social o
político;
3) la que es conducida por los ciudadanos que intervienen en un
proceso de comunicación argumentativa, vehiculado internamente por
medios participativos y externamente a través de los mass-media.
La opinión pública, en definitiva, es la que genera y articula la
razón pública de las sociedades mediáticas liberales. A ello se debe añadir
que el binomio conceptual sistema-mundo de la vida, a su vez, genera un
concepto restringido o minimalista de sociedad civil, que tiene gran
importancia en el planteamiento de Habermas a la hora de apostar por una
configuración de la sociedad no tanto desde los personales mundos de la
vida en los que ésta se desarrolla, cuanto desde la inevitable asunción de
los estándares de la opinión pública: algo así como si aceptara cultivar el
propio jardín al estilo de Epicuro, desentendiéndose de la configuración
del espacio público por incompetente.[52]
Ambos conceptos, opinión pública y sociedad civil, en el
planteamiento habermasiano "no son dos dinámicas independientes, sino que
sus desarrollos se entrecruzan y solapan por momentos, ya que las
instituciones del mundo de la vida se configuran desde el discurso
lingüístico, y la opinión pública, a medida que se va distanciando de su
origen en los inter-locutores, se incardina en la sociedad civil".[53]
Es justamente ese entrelazamiento de los conceptos de opinión pública
y ciudadanía el que conviene analizar de manera más pormenorizada en el
capítulo siguiente, desde su génesis hasta la interacción de la neutralidad
axiológica y el consenso a priori, como presuntas condiciones de
posibilidad de la misma. Sólo así se comprenderá cómo la razón pública está
vertebrada por la opinión pública y cómo, en opinión de Habermas, la razón
pública es capaz de salvar -en una democracia deliberativa- los problemas
derivados del multiculturalismo, los conflictos étnicos o, en general, la
integración de las diferencias.
La presentación de la continuidad temática de Kant a Habermas,
pasando por Rawls, respecto a la reivindicación de una racionalidad en la
vida pública debe haber quedado suficientemente probada por el recorrido
realizado hasta ahora. Ese itinerario brinda ahora la posibilidad de
adentrarse en una serie de conceptos básicos, como el de opinión pública,
cuyo análisis pormenorizado resulta imprescindible para acceder a la
sustancia de la emergencia de la razón pública en la ética contemporánea.
Abordaré en un primer momento la génesis histórica del concepto, para
posteriormente someter a un análisis crítico lo que se ha entendido
convencionalmente como las condiciones de posibilidad de su ejercicio: la
imparcialidad o neutralidad para el diálogo y el consenso a priori.

4. La opinión pública en la génesis de la razón pública.

La Tesis de habilitación de Habermas, que finalmente tuvo que
presentar en la Universidad de Marburgo, en 1961, ante las reticencias que
le mostró al trabajo Horkheimer en Francfort, está dedicada al estudio de
la opinión pública.[54] En ella aborda la exposición histórica de los que
podrían considerarse principales hitos de la progresiva emergencia de la
opinión pública desde la Modernidad.
Conviene, sin embargo, remontarse a la historia de Grecia y Roma,
para poder percibir ya cómo la relación entre lo privado y lo público se
entiende de manera que lo público sea posibilitado por lo privado. En lo
que se ha venido a denominar primera Ilustración del siglo VI a. C., son
los propios ciudadanos los que participan en la Asamblea con sus
deliberaciones para determinar la conveniencia de unas u otras decisiones.
La participación en la vida pública presupone un ámbito de autonomía
doméstica, puesto que en el ágora griega y en el foro romano se deciden los
asuntos públicos mediante el discurso que los ciudadanos privados llevan a
cabo, alternativamente. El paterfamilias a su vez posee un dominium
privado, que es la base del imperium que ejerce en público, lo cual lleva
consigo privar a los bárbaros, a los esclavos y a las mujeres de cualquier
posibilidad de actuación pública, precisamente por carecer del ámbito de
privacidad que es fuente de esa capacidad.[55]
En la Edad Media, lo público, en líneas generales, consistía en las
representaciones públicas del dominio privado, llevadas dondequiera que se
iba a modo de insignias, brazaletes, vestimenta, gestos, etc, de manera que
cabe afirmar la primacía de lo privado sobre lo público, a la vez que la
publicidad acaba por convertirse en la representación de lo particular, y
ya no queda emplazada en el ágora griega o en el foro romano, sino que la
lleva su titular de manera permanente como un signo.
Tras el periodo feudal, con la separación posterior entre el Estado
moderno en sus albores y el conjunto de las relaciones sociales, el ámbito
de lo público va a quedar en un tono ambivalente, de manera que el poder
público se acabará objetivando en la burocracia y el ejército, mientras que
pasará a considerarse privado, a partir del siglo XVI, el hecho de no tener
ningún oficio público. Con todo, lo decisivo será el influjo del comercio y
del correo en la fisonomía de lo público, entendido como un conjunto de
reglamentaciones generales mercantiles de carácter anónimo. Lo cual hará
que la esfera privada deje de ser lo que está privado de la regulación
estatal, para adquirir el sentido de una libre disposición sobre los
bienes, que a través del tráfico y la prensa generará nuevas relaciones
sociales.
La separación del ámbito de lo público respecto del poder regio toma
cuerpo definitivamente a partir de la Declaración inglesa de Derechos (Bill
of rights) de 1689, por la que se afirman los nuevos poderes públicos
frente al Estado. "Después de la Revolución Gloriosa la opinión pública
acaba insertándose organizativamente tanto en el seno de la sociedad civil,
a la que configura, como en las deliberaciones parlamentarias, que dejan,
así, de ser secretos oficiales. Lo público se constituye, de este modo, en
un orden de mediación entre los ciudadanos y el Estado, desde su
procedencia privada en aquellos".[56]
La expresión opinión pública apareció por primera vez en el siglo
XVIII en Francia, concretamente en una famosa novela de Choderlos de
Laclos, publicada en 1782, titulada Las amistades peligrosas. En ella, el
autor narra un intercambio epistolar entre una mujer sofisticada y una
joven dama a la que aquella aconseja que evite la compañía de un hombre de
mala reputación en los siguientes términos: "Creéis que será capaz de
cambiar a mejor, sí, y supongamos que ese milagro ocurra. ¿No persistirá la
opinión pública contra él, y no bastará esto para modificar en consecuencia
vuestra relación con él?".[57] Con todo, según Michael Raffel, es a Michel
de Montaigne a quien se debe considerar el creador del concepto de opinión
pública, no sólo porque empleara la expresión en sus famosos Ensayos,
publicados en 1588, sino sobre todo porque alternó en su vida etapas
esencialmente públicas con otras esencialmente privadas, lo cual le
convierte, a través de sus escritos, en el verdadero descubridor de la
dimensión pública. La primera aparición del concepto de opinión pública se
remonta, pues, a finales del siglo XVI. ¿Por qué tardó en ponerse de moda?.
La razón es que aunque Locke, Hume y Rousseau leyeron a Montaigne, éste no
se convirtió en escritor de moda hasta la segunda mitad del siglo XVIII, en
la década anterior a la Revolución Francesa.[58]
Rousseau, desde 1750, manifiesta en todos sus escritos una abierta
preocupación por el poder de la opinión pública hasta el punto de ser
especialmente sensible al aspecto amenazante de la publicidad, de lo
público, porque en definitiva la opinión pública es percibida por él como
una fuerza conservadora que se limita a ser guardiana de la moralidad y de
las tradiciones.
Será Alexis de Tocqueville quien en sus notas de viaje a los Estados
Unidos publicadas bajo el título La democracia en América (1835-1840)
caracterice el concepto de opinión pública como algo basado en el miedo al
aislamiento, con su resultado consecuente: la generación de la espiral del
silencio. Para Noelle-Neuman el primer observador consciente del
funcionamiento de la espiral del miedo fue Tocqueville. En el pasaje de la
primera parte de su mencionada obra, en el que se dedica a ilustrar la
diferencia existente entre la posición de un presidente de Estados Unidos y
la de un rey constitucional en Francia, hay una alusión muy clara a cómo
sin opinión pública no hay democracia, de lo cual no se infiere
automáticamente que toda opinión pública sea democrática. Y ello "porque
puede suceder que la opinión pública se convierta, dominada por la opinión
mayoritaria, en tiranía de la mayoría".[59]
Precisamente ese concepto de opinión pública como tiranía de la
mayoría será el que aborde un autor norteamericano, James Bryce, cincuenta
años después de Tocqueville en la cuarta parte de su obra titulada La
nación americana de 1888-1889, preludio del tratamiento académico que la
opinión pública recibirá a lo largo de las primeras décadas del siglo XX en
las obras de Bauer (La opinión pública y sus bases históricas, 1914) o
Tönnies (Crítica de la opinión pública, 1922).
En esa estela se sitúa el libro de Walter Lipmann La opinión pública,
de 1922, reimpreso en Estados Unidos en 1965 y casi simultáneamente en
Alemania, en 1964. Lipmann "desenmascara nuestro autoengaño racionalista
sobre el modo en que las personas supuestamente se informan y forman los
juicios que guían sus acciones en el mundo moderno: con madurez y
tolerancia, observando, pensando y juzgando como científicos en un esfuerzo
incesante por examinar objetivamente la realidad, ayudados en este esfuerzo
por los medios de comunicación. A esta ilusión contrapone una realidad
completamente diferente, mostrando cómo forma sus concepciones realmente la
gente, cómo selecciona partes de los mensajes que le llegan, cómo los
procesa y los transmite".[60]
Entre los más recientes análisis de la opinión pública está el
realizado por F. J. Laporta,[61] para quien caben cuatro posibles usos de
la expresión opinión pública:
1) La opinión pública como sujeto social unitario y definido que es
capaz de emitir juicios y expresar preferencias.
2) La opinión pública como contenido concordante de esos juicios y
preferencias.
3) La opinión pública como proceso plural y colectivo de formación de
convicciones y actitudes individuales.
4) La opinión pública como descripción estadística de la presencia de
tales convicciones y actitudes en los diferentes segmentos sociales.
En resumidas cuentas, esas cuatro posibilidades se pueden reducir a
dos, puesto que las dos primeras serían expresión de una posición holista y
sustanciadora de la realidad aludida con la expresión opinión pública,
mientras que las dos últimas representan una misma posición atomista y
disolvente, que concibe la opinión pública como un agregado casi caótico de
actitudes individuales que se pretenden investigar estadísticamente. En
realidad las dos primeras posibilidades no dejan de ser acercamientos
especulativos a la opinión pública, realizados por filósofos sintéticos, en
expresión de Laporta, mientras que las dos restantes son investigaciones
basadas en las técnicas de muestreo conocidas como encuestas, lo cual
podría mover a calificarlas de aproximaciones más sociológicas que
filosóficas.[62]
Sin duda que, en opinión de Laporta, las obras de J. Habermas, N.
Luhmann[63] y E. Noelle-Neumann son ejemplos de acercamientos holísticos a
la opinión pública, hasta el punto de que los acercamientos estadísticos a
la misma son considerados por ellos como una disolución psico-sociológica o
una sustitución de la opinión pública. Sin embargo, ese holismo como
ontología social, que pretende la existencia de entidades colectivas
supraempíricas a quienes atribuir la condición de agente o de persona no
puede mantenerse ya en absoluto, y ello comporta que estos autores se vean
obligados a hilar una serie de argumentos para eludir el insostenible
holismo y escapar así a la producción de una opinión sin un sujeto que la
emita.
Con todo, en las obras de estos tres autores hay un serio esfuerzo por
recuperar la función articuladora que la opinión pública puede prestar
tanto a la sociedad civil como al sistema político. Con independencia de
las diferencias de planteamiento entre ellos, cabe intuir, en sus comunes
esfuerzos por reivindicar la importancia de la opinión pública para el
futuro de las democracias liberales, el convencimiento de que "la presencia
o ausencia de una opinión pública fuerte y plural sigue siendo un elemento
definitorio de la calidad democrática de un Estado de derecho".[64]
Así para Habermas "el espacio de la opinión pública, como mejor puede
describirse es como una red para la comunicación de contenidos y tomas de
postura, es decir, de opiniones, y en él los flujos de comunicación quedan
filtrados y sintetizados de tal suerte que se condensan en opiniones
públicas agavilladas en torno a temas específicos. Al igual que el mundo de
la vida en su totalidad, también el espacio de la opinión pública se
reproduce a través de la acción comunicativa, para la que basta con dominar
un lenguaje natural; y se ajusta a la inteligibilidad general de la
práctica comunicativa cotidiana".[65] En estrecha conexión con la opinión
pública así descrita, se encuentra el concepto de sociedad civil, que como
componente estructural del mundo de la vida coopera en el beneficio de
legitimación procedimental que la opinión pública reporta al poder
político.
Otro planteamiento es el de Luhmann, que se sitúa en una concepción
sistémica de la sociedad, al margen de la acción comunicativa, para quien
el mayor logro de la opinión pública consiste en la selección de los temas,
que se realiza mediante unas reglas de atención susceptibles de ser
analizadas con cierta precisión.
De esta manera la estructuración de los temas y las reglas de atención
serán los problemas centrales de la opinión pública, problemas anteriores
al del consenso, hasta el punto de afirmar claramente la prioridad de los
temas sobre el consenso o, con otras palabras, la prioridad de la cuestión
del sentido sobre las cuestiones de validez.[66]
Como resultado del anterior recorrido, las características de la
opinión pública serían sobre todo estas:
1) El carácter de ida y vuelta de sus mensajes y el consiguiente
enriquecimiento mutuo.
2) La precedencia de la opinión pública sobre el discurso
comunicativo, en tanto que inserto en el ethos de un pueblo.
3) Su conformación a través de unas prácticas no siempre discursivas,
sino fundamentalmente dialógicas, como ha mostrado Charles Taylor o
se puede entrever en la distinción orteguiana entre las creencias
(en las que se está) y las ideas (que se someten a discusión).
En su obra La espiral del silencio Elisabeth Noelle-Neumann, tras
analizar cómo el temor al aislamiento y la proclividad a la conformidad
social explican por qué la opinión ambiental influya en el comportamiento
desde un nivel de consenso tácito, aún no comunicativo, concluye que la
opinión pública presenta, ante todo, un carácter doble: como racionalidad
que contribuye al proceso de formación de la opinión y de toma de
decisiones en una democracia (la función manifiesta) o como control social
que promueve la integración y garantiza que haya un nivel de consenso
suficiente como base de las acciones y decisiones pendientes (la función
latente).
Después de considerar las aportaciones de estos distintos autores,
cabe preguntarse si en definitiva hemos dado con la entraña de ese
fenómeno, bastante inasible, que es la opinión pública, o más bien, por el
contrario, después de todo habrá que conformarse con haber llegado a la
conclusión de que se trata de una pseudo-realidad (E. Noelle-Neumann) u
otro de esos flujos anónimos e indefinidos, como el mercado (A. Llano). Lo
indiscutible es la relevancia de esa realidad en la elaboración de la razón
pública, que, si no se identifica de plano con la opinión pública misma,
cuenta con ella como uno de sus componentes más importantes.

5. Análisis crítico de dos presuntos postulados de la opinión pública

Todo parece indicar que la complejidad de los procesos de gestación
de la opinión pública, analizados en el apartado anterior, se presta en las
sociedades actuales a nuevas formas de manipulación ideológica. Las
sociedades actuales, configuradas como sociedades de la información a
través de las nuevas posibilidades tecnológicas de los medios de
comunicación social, parecen exigir anónimamente unas reglas del juego a
los gestores que quieran participar en el intercambio comunicativo que está
a la base de eso que finalmente se llama opinión pública. Conviene por ello
analizar críticamente dos de esos supuestos postulados de la opinión
pública, que permitirán entender mejor la configuración exclusivamente
procedimental de la razón pública a la que dan lugar.

a) La neutralidad para el diálogo

Uno de los conceptos que sustentan la naturaleza de la racionalidad
que debe regir la vida pública es el de neutralidad para el diálogo. Al
término neutralidad habría que añadirle el adjetivo de valorativa o
axiológica para entenderlo en la medida en que es propuesto como garante de
las exigencias de un diálogo en igualdad de condiciones, que no resulte
asimétrico.
La importancia de la neutralidad axiológica fue puesta de relieve de
una manera especial por los análisis de la Modernidad de Max Weber, a quien
se suele citar como padre de la racionalidad a-valorativa o del llamado
principio de la ausencia de valoración (Wertfreiheit), sobre el que cabría
fundamentar científicamente la legitimidad democrática. En virtud de esa
fundamentación "en nuestros días se ha abierto camino la convicción de que
un régimen democrático y liberal no lo es tanto porque le caracterice la
posibilidad de defender cada uno sus propios valores, sino por no mantener
valor ninguno, o sea, por mantenerse axiológicamente neutral".[67]
Esa neutralidad valorativa es considerada como un requisito de la
democracia liberal en las sociedades pluralistas. Como explica Alejandro
Llano, "la cuestión es la siguiente: parece que en una sociedad democrática
como las nuestras –pluralista y configurada por los grandes medios de
comunicación colectiva- no es posible promover la vigencia pública de unos
principios morales sustantivos y permanentes. Y ello por una fundamental
razón: porque los ciudadanos no están de acuerdo en ningún ideal
determinado de la vida buena, de manera que imponerles uno de ellos iría en
contra de la libertad individual de pensamiento y expresión, que constituye
el quicio del sistema democrático".[68]
El resultado es una suerte de república procedimental en la que se da
el primado de lo correcto sobre lo bueno, de lo públicamente razonable
sobre lo racionalmente práctico. Con ello no se niega el derecho que tienen
los ciudadanos de adherirse a doctrinas comprensivas acerca del bien, pero
sí que se les impide la pretensión de que esas preferencias suyas se
reflejen en las leyes, porque ello supondría entrar en conflictos
difícilmente resolubles, que pudieran llegar a quebrar la paz social. De
esta manera queda activada la exigencia de que el aparato jurídico de los
Estados sea éticamente neutral, para poder ser garante de la libertad e
igualdad de todos sus ciudadanos. No es extraño que, en opinión de Rawls,
el paradigma de razón pública sea precisamente el del Tribunal Supremo.
Si, como señala A. Ollero, parece indudable que "el derecho no tiene
como finalidad propia realizar plenamente una determinada moral, un
determinado concepto del bien", conviene, sin embargo, "mantenerse sobre
aviso ante el riesgo de que, inconscientemente, el juego procedimental
acabe enmascarando la opción neta por determinados contenidos materiales,
identificándola a priori con el sentir común".[69] Muchas veces resulta que
la supuesta neutralidad suele ser selectiva y casi siempre discurre por la
cuesta abajo del permisivismo, de manera que lo que pretendía ser una
defensa de los derechos de todos, se acaba convirtiendo, por la presión
ambiental de la opinión pública, en una imposición de la que suelen salir
perjudicados los más débiles, es decir, "aquellos que no tienen capacidad
de presión o propaganda para establecer lo que es "razonable" y lo que no
lo es en una sociedad pluralista".[70]
Todo parece indicar que la exigencia de una neutralidad exquisita
para el diálogo que está a la base de la elaboración de una racionalidad
práctica, entendida a la manera procedimental, es un oximoron o, para mayor
claridad, un ideal utópico, porque al fin y al cabo "nadie está en tierra
de nadie", sino más bien al contrario: los posicionamientos ideológicos e
incluso pre-políticos nos definen como ciudadanos equipados de una serie de
convicciones a las que parece -no ya difícil, sino- realmente imposible
renunciar, pro bono del sistema procedimental.
El problema podría ejemplificarse en los dilemas a los que se somete
la conciencia de un ciudadano cualquiera que accediera a desempeñar un
cargo político, independientemente del nivel o rango del cargo, en el
sistema democrático de las sociedades pluralistas. A ese ciudadano,
respecto a determinadas cuestiones que rozan el terreno moral y revisten
especial trascendencia, le podría resultar difícil conjugar la neutralidad
moral exigida por el cargo público que ostenta -que en última instancia le
obliga a estar al servicio de todos los ciudadanos, incluidos los rivales
políticos-, con sus personales apuestas en el terreno de las convicciones,
a las que lógicamente puede adherirse con la misma libertad de la que
todos disfrutan en una democracia.
El meollo de la cuestión está en la identificación entre neutralidad y
la utopía de pretender situarse en tierra de nadie para garantizar el
servicio a todos los ciudadanos, especialmente a aquellos que no comparten
las convicciones personales del político aludido. Casi está servida la
conclusión a la que él mismo puede llegar: para mantener el cargo, que le
exige estar al servicio de todos, o sencillamente desempeñarlo del modo más
adecuado, es preferible silenciar sus convicciones personales en la arena
pública, manteniendo así esa tolerancia y exquisito respeto a las
convicciones contrarias a las propias, que cabe exigirle a un político en
una democracia pluralista. El cierre de ese razonamiento lleva a darle la
razón a los autores que sostienen el relativismo ético como sustrato
ideológico de la democracia.
Entre los defensores del relativismo moral como fundamento del
adecuado funcionamiento de las democracias liberales está el filósofo
norteamericano Richard Rorty, quien ha afirmado en varios lugares, algunos
de los cuales se han convertido en paradigmáticos,[71] que es preferible
una política sin metafísica a pretender introducir verdades sustantivas en
el terreno de la política. "La convicción mayoritaria difundida entre los
ciudadanos es para Rorty el único criterio que se ha de seguir para crear
el derecho. La democracia no posee otra filosofía ni otra fuente del
derecho".[72]
Y sobre esa peculiar manera de entender la legalidad democrática
comenta Ratzinger que "la idea de que en la democracia lo único decisivo es
la mayoría y que la fuente del derecho no puede ser otra cosa que las
convicciones mayoritarias de los ciudadanos tiene, sin duda, algo
cautivador. Siempre que se impone obligatoriamente a la mayoría algo no
querido ni decidido por ella parece como si impugnáramos su libertad y
negáramos la esencia de la democracia. Cualquier otra teoría supone, al
parecer, un dogmatismo que socava la autodeterminación e inhabilita a los
ciudadanos, convirtiéndose en imperio de la esclavitud. Mas por otro lado,
es indiscutible que la mayoría no es infalible y que sus errores no afectan
sólo a asuntos periféricos, sino que ponen en cuestión bienes fundamentales
que dejan sin garantía la dignidad humana y los derechos del hombre, es
decir se derrumba la finalidad de la libertad, pues ni la esencia de los
derechos humanos ni la de la libertad es evidente siempre para la
mayoría".[73]
Junto a lo dicho hasta ahora, conviene añadir unas consideraciones
respecto a la imposibilidad de que la vida pública resulte neutra, desde el
punto de vista ético. Esa imposible neutralidad de lo público es puesta de
relieve por A. Ollero en los siguientes términos: "dado que es imposible no
incluir contenidos éticos, cuando se propone organizar la vida pública de
una manera éticamente neutra y puramente procedimental, lo que se está
haciendo en realidad es introducir subrepticiamente un determinado
contenido ético, sin debate democrático previo, e imponerlo a los
demás".[74] Y es que resulta inevitable que las así denominadas
concepciones privadas del bien se proyecten sobre el espacio público, de un
modo u otro. Lo que habría que tratar es que esa inevitable proyección se
haga de manera pública, transparente, no sesgada y mediante los
procedimientos que permitan "conseguir una sociedad que no por plural
renuncie a ser razonable".[75]
Respecto a la garantía de neutralidad que se le concede al método
procedimental cabe también recalcar su carácter utópico, lúcidamente
explicado por A. Llano en estos términos: "el ideal de un mecanismo
jurídico o metajurídico puramente formal, instrumentalmente neutralizado,
es un constructo cuyo funcionamiento político efectivo resulta utópico. Ya
que se da siempre el caso de que tales normas o reglas han de ser
confeccionadas, respetadas y aplicadas por personas humanas, cuya
coherencia existencial depende intrínsecamente de los bienes que valoran y
de las virtudes que forjan. Pero si –por hipótesis- se han marginado esos
valores y esas virtudes de la conversación pública, no cabe recurrir a la
rectitud vital de los ciudadanos para asegurar la corrección política de
tales normas y del comportamiento respecto a ellas. Sólo nos queda entonces
suponer que el trato asiduo con los postulados y mecanismos de un sistema
constitucional acabará por sedimentar en las mujeres y en los hombres unas
virtudes democráticas que les llevarán a respetar el orden jurídico
establecido por la mayoría de los ciudadanos. Ahora bien, la corrupción y
el desencanto, más la consagración de la violencia y el ya habitual recurso
al terrorismo, hablan en contra de un planteamiento tan inconscientemente
ingenuo, incapaz de limitar el creciente avance de estas y otras patologías
sociales".[76]
Resulta necesario, por tanto, percibir con claridad que la
reivindicación de una pretendida neutralidad en el terreno ético resulta
difícilmente garantizada por el relativismo moral, que postula una igualdad
de derechos para cualquier planteamiento moral, desde la convicción de un
anticognitivismo acerca de la verdad de cada una de esas propuestas, que
por ello quedan igualmente reconocidas. Hablando con propiedad, el
relativismo ético resulta una contradicción en los términos, no sólo porque
la ética es incompatible con el irracionalismo, sino porque la misma
defensa de la racionalidad que la sustenta necesariamente ha de llevar a la
percepción de bienes sustantivos que se preservan a través de preceptos a
los que se denomina absolutos morales.[77]
En el fondo, es necesario percibir que en el origen histórico de los
valores democráticos está el humanismo cristiano,[78] tal y como pueden
ilustrar los siguientes ejemplos:
1) La democracia norteamericana tiene su matriz en el puritanismo de
matriz protestante, tal y como ha estudiado Alexis Tocqueville en
su conocida obra La democracia en América.
2) Las conquistas ciudadanas europeas como la abolición de la
esclavitud, el reconocimiento de los derechos de los indios
americanos o el concepto de soberanía popular están en las obras de
los tratadistas de Salamanca como Francisco de Vitoria y Suárez.
Por ello, "huelga advertir que en una sociedad que ha asumido el
pluralismo moral como un valor moral indiscutible carece de sentido exigir
o invocar unos criterios racionales que permitan distinguir un proyecto de
vida moralmente correcto del que no lo es. Cualquier proyecto de vida es
moralmente correcto por el simple hecho de haber sido libremente elegido:
es igualmente aceptable, dado que no existe ninguno que pueda legítimamente
alzarse con la pretensión de ser el verdadero y el correcto. Decir lo
contrario supondría introducir un factor de dogmatismo, de intolerancia,
incompatibles con la libertad y la absoluta autonomía de la que goza el
ciudadano en una moderna sociedad civilizada. Es precisamente- concluye
Modesto Santos- este respeto al pluralismo moral el que exige que la ética
pública mantenga una absoluta neutralidad ética sobre los contenidos que el
ciudadano deba dar a su proyecto de vida. Menos aún podrá esta ética
pública dictar normas socialmente obligatorias, fundadas en valores morales
de carácter substantivo".[79]
Se diría que la reivindicación de esa pretendida neutralidad como
constitutiva de la razón pública de las sociedades pluralistas democráticas
va unida a una postura antiperfeccionista respecto al influjo que la
legislación puede y debe ejercer en el talante moral de los ciudadanos, de
suerte que "los antiperfeccionistas mantienen que los gobiernos están
requeridos en justicia a mantenerse neutrales en cuestiones controvertidas
acerca de aquello que contribuye o quita valor a una vida moralmente buena,
y que las autoridades políticas deben, como una cuestión de moralidad
política, abstenerse de actuar sobre las bases de creencias controvertidas
acerca del bien y el florecimiento humanos. Ellos –concluye Robert P.
George- defienden, por regla general, versiones estrictas del principio del
daño como una implicación de los requerimientos de la neutralidad
gubernamental y de la exclusión de los ideales".[80]
El antiperfeccionismo de Rawls es manifiesto y constituye una
expresión paradigmática de lo que otros autores liberales han tratado de
reforzar en la misma línea; junto a ese planteamiento no faltan los de
quienes, tanto desde posturas liberales o no, reivindican algún tipo de
perfeccionismo como única vía de salida para un auténtico robustecimiento
moral de los sistemas democráticos en sociedades pluralistas.[81]
Como un problema añadido al planteamiento del problemático
neutralismo moral que se está analizando, hay que aludir a la falacia que
encierra la distinción entre ética laica y ética confesional en este
terreno. Y es que no es infrecuente que la aparición de cualquier sombra
de conexión entre el suelo nutricio de las convicciones religiosas de los
ciudadanos con sus propuestas morales en el terreno público, sean siempre
atacadas como posturas intolerantes o fanáticas que pretenden imponer su
moral a los demás. Conviene desenmascarar la demagogia de quienes se
sienten defensores de la neutralidad moral abanderando la así llamada ética
laica, porque en el fondo lo que se esconde es la subrepticia e infundada
equivalencia entre laicismo y neutralidad.
Voy a transcribir a continuación una larga cita de R. Serrano por
considerar que en ella se apuntan muy sintéticamente algunos elementos
subrepticios que conviene desenmascarar en la argumentación de los
discursos pretendidamente neutros respecto a los debates morales: "en los
casos de desacuerdo sobre temas morales, se emplea a menudo una curiosa
argumentación. Si un bando resulta tener convicciones religiosas al
respecto, se desechan sus propuestas en virtud de la "laicidad" de la cosa
pública. Pues, se dice, la religión es cuestión de preferencias íntimas;
sólo la ética "laica" es universal y, por tanto, puede fundar la
convivencia civil. Si se examina el argumento se descubre que, como en el
cuento, el rey está desnudo. La "ética laica" es un concepto vacío que se
usa como arma arrojadiza, provista de un veneno que paraliza al discrepante
incauto. Al fin y al cabo, cada bando discrepante cree que su moral es la
buena, la universal; de lo contrario no se molestaría en defenderla ante
los demás. Se dice que el laicismo es el "terreno común", el fundamento de
toda verdadera discusión racional, pero es una postura de parte. Descartar,
al configurar las normas civiles, unas convicciones morales por su conexión
con creencias religiosas, no es neutral ni laico: es privilegiar el
agnosticismo. Llevada al extremo, tal postura equivaldría a instaurar un
confesionalismo de otro signo".[82]
La neutralidad axiológica de la razón pública está, por tanto,
conectada con un planteamiento laicista de las relaciones entre poder
político y credos religiosos, del que son buena prueba las fricciones de la
Iglesia Católica con los gobiernos de muchas democracias occidentales en la
comprensión de una adecuada laicidad o aconfesionalidad de los estados.
Todo ello obliga a volver a pensar la laicidad como la justa relación de
cooperación positiva entre las religiones y los Estados.[83]

b) El consenso "a priori"

Se trata del segundo postulado que habría de configurar la naturaleza
de la razón pública, la cual se ha mostrado fuertemente condicionada por la
opinión publica, como tal, y por la neutralidad axiológica a la que
pretende servir. En el consenso se encuentra el mejor resultado, e
instrumento a la vez, para mostrar el carácter dialógico de esa razón
pública, que activa el funcionamiento de las democracias liberales en
sociedades pluralistas. El consenso se presenta como el resultado al que se
debe llegar después de haberse ejercitado los distintos interlocutores en
un diálogo libre de dominio que implica a todos los afectados por las tomas
de decisiones, pero es también, como se verá, el único instrumento que
puede validar la verdad del resultado al que se llegue, de tal manera que
para muchos la verdad no es otra cosa que el fruto del consenso.
Rawls alude al consenso en el marco de una sociedad democrática
caracterizada por un pluralismo razonable: "en tal sociedad, una doctrina
comprehensiva razonable no puede asegurar la base de la unidad social, ni
puede suministrar el contenido de la razón pública en cuestiones políticas
fundamentales. Así pues, con objeto de entender cómo puede una sociedad
bien ordenada mantener su unidad y su estabilidad, introducimos otra idea
básica del liberalismo político como acompañante de la idea de una
concepción política de la justicia, a saber: la idea de un consenso
entrecruzado (overlapping consensus) de doctrinas comprehensivas
razonables. En tal consenso, las doctrinas razonables aceptan la concepción
política, cada una desde su propio punto de vista. La unidad social se basa
en un consenso en torno a la concepción política; y la estabilidad es
posible cuando las doctrinas partícipes en el consenso son abrazadas por
los ciudadanos políticamente activos de la sociedad y las exigencias de
justicia no entran en un conflicto excesivo con los intereses esenciales de
los ciudadanos, intereses formados y estimulados por sus organizaciones
sociales".[84]
El planteamiento de Habermas y Apel, al que se ha denominado teoría
dialógica de la verdad, siendo bastante similar al de Rawls, presenta una
radicalidad añadida al considerar la verdad como fruto del consenso. Para
esta teoría "la verdad sólo se haría patente después de una "discusión
libre de dominio", o sea, como fruto del diálogo en el que nadie tuviera
más medios que los argumentos racionales, y en el que las decisiones se
tomaran por consenso. De este modo nadie impondría sus opiniones sino que
todos aceptarían, como si fueran propias, las que fueran aprobadas de forma
mayoritaria".[85]
Si la idea del consenso entrecruzado de Rawls es susceptible de ser
criticada en profundidad,[86] sin embargo presenta virtualidades nada
despreciables, en función de su realismo.[87] Por el contrario, el
planteamiento dialógico de Habermas conlleva un utopismo que ha sido puesto
de relieve por sus críticos más acertados.[88] Algunos elementos de ese
utopismo se advierten ante la necesidad –nada utópica- de contar con unas
reglas u orden en las cuestiones a tratar, la limitación del tiempo y,
sobre todo, la imposibilidad de que todos los afectados participen en
igualdad de condiciones.
Con todo, la cuestión de fondo que late en el planteamiento del
consenso como instrumento para posibilitar una racionalidad en la vida
pública es qué relación existe entre nuestros discursos y la verdad, o en
otras palabras, cuál es la función de la verdad en la conversación humana.
Si el temor a los desacuerdos acerca de los bienes sustantivos que
podrían constituir el bien común, lleva a los planteamientos de una razón
pública instrumentalmente configurada, al modo de Rawls o de Habermas, es
preciso señalar que "el hecho incuestionable de que no nos pongamos de
acuerdo acerca de cual puede ser ese fin unitario y complejo que da sentido
a todas las acciones humanas, no quiere decir que no lo haya. Al discutir
sobre él, más bien mostramos admitir que lo hay; lo que no hay es un
acuerdo acerca de en qué consiste esa finalidad común. Si no hubiera verdad
práctica, carecería de sentido la conversación humana; si tiene sentido, es
precisamente porque tal verdad no es fácil de alcanzar, ya que –como diría
Ortega- es una verdad histórica y situada en el espacio y el tiempo".[89]
En realidad no es una novedad de la ética del discurso haber reparado
en la conexión entre verdad y consenso ideal, sino el haber invertido su
sentido habitual. Si tradicionalmente se ha pensado que en virtud de su
objetividad la verdad es lógicamente previa a los procesos subjetivos que
llevan a conocerla, y que precisamente por ello es capaz de suscitar un
consenso racional que la tiene a ella por contenido, en cambio, la postura
de Habermas entiende la verdad práctica como fruto del consenso racional
alcanzado por un discurso desarrollado en condiciones ideales: es, en
efecto, el asentimiento de todos los afectados por una norma lo que la hace
legítima.
Esa inversión de las relaciones entre verdad y consenso no está
debidamente justificada, por lo que cabe no sólo sostener que las
características propias del discurso ideal lo inhabilitan como fuente y
criterio de la verdad práctica, sino sobre todo que "la validez de una
norma de justicia no depende del asentimiento que se le preste, sino que, a
la inversa, es la validez de la norma lo que suscita el asentimiento
universal de los afectados por ella".[90]
Un análisis semántico del concepto de consenso muestra al menos tres
niveles distintos de significado, que conviene diferenciar:
1) El consenso admite ser mostrado a nivel pragmático-lingüístico, a
través de los implícitos del lenguaje ordinario. Por ejemplo, en el
acto de afirmar y en el asentimiento del interlocutor está
implícito el acto de creer, o bien en la acción de pedir está
implícito que aquello que pido es asequible a quien se lo pido.
2) El consenso en el nivel del sentido moral común se muestra como un
conjunto de verdades morales inmediatamente evidentes que son
consentidas por todos los interlocutores, que admiten ser
consideradas como un consenso. En esa línea se sitúan los análisis
de los autores anglosajones del siglo XVIII como Hutchinson o
también los análisis de Vico o los más recientes de Gadamer a
través de la rehabilitación del prejuicio, como un momento no
ilustrado de la argumentación.
3) Lo que llama la tradición tomista el acto del consensus en el
proceso de la razón práctica es una manera de exigir que la
deliberación se integre en el proceso del ejercicio de los
respectivos actos de la voluntad.
Así pues, la naturaleza del consenso lo sitúa en una adecuada
relación con la verdad, que la teoría dialógica no puede salvar,
precisamente porque "encierra el prejuicio de que la verdad no existe, y
que a lo más que se puede llegar, es a acuerdos prácticos. Pero
precisamente por eso es contradictoria. Si quien participe en el diálogo ha
de hacerlo "sabiendo" que no está en la verdad, porque ésta sólo surgirá al
final, se llega a la paradoja de que sólo pueden decidir qué es verdadero
aquellos que están seguros de no saberlo".[91]
Un diálogo racional, eximido de reducciones ideológicas en su
comprensión, es capaz de ser instrumento adecuado para un ejercicio
humanista de la razón pública que no se resigne a la imposibilidad de
obtener consensos teóricos con los recursos intelectuales del objetivismo
ilustrado.[92] Tal vez la clave esté ahí: en la necesidad de operar un
cambio de paradigma que permita superar la tradición contemporánea (segunda
mitad del siglo XIX y totalidad del siglo XX) heredera del planteamiento
objetivista racionalista, para poder alumbrar un nuevo paradigma, que
encaje todas las virtualidades tanto de la tradición clásica, como de la
contemporánea.

-----------------------
[1] RATZINGER, J., Iglesia, ecumenismo y política, Bac, Madrid, 1987,
201.
[2] Cf. WOJTYLA, K., Memoria e identidad, La esfera de los libros,
Madrid, 2005, 135.
[3] Cf. ARENDT, H., Sobre la revolución, Alianza, Madrid, 1988.
[4] Cf. FAZIO, M., Historia de las ideas contemporáneas. Una lectura
del proceso de secularización, Rialp, Madrid, 2006.
[5] KANT, I., ¿Qué es la Ilustración?, Alianza Editorial, Madrid,
2004, 85-86
[6] KANT, I., Hacia la paz perpetua, Biblioteca Nueva, Madrid, 1999.
[7] MUÑOZ, J., "Introducción" en KANT, I., op. cit., 15.
[8] Cf. GÓMEZ CAFFARENA, J., "La conexión de la política con la ética"
en ARAMAYO, R. R., MUGUERZA, J., ROLDÁN, C., (ed.), La paz y el Ideal
cosmopolita de la Ilustración, Tecnos, Madrid 1996, 71-73.
[9] KANT, I., Crítica de la Razón Pura, Alfaguara, Madrid, 1989, 9.
[10] KANT, I., Crítica de la razón pura, Alfaguara, Madrid, 1989, 591;
598.
[11] KANT, I., Hacia la paz perpetua, Biblioteca Nueva, Madrid, 1999,
98.
[12] CARVAJAL, J., "En la cumbre de la Modernidad: fundación de la paz
como un derecho de la humanidad (Lectura de Zum ewigen Frieden)" en
HERNÁNDEZ, A., ESPINOSA, J.,(ed.) Modernidad y posmodernidad, Ediciones de
la Universidad de Castilla La Mancha, Cuenca, 1999, 54.
[13] GÓMEZ CAFFARENA, J., op. cit., 71.
[14] KANT, I., Hacia la paz perpetua, Biblioteca Nueva, Madrid, 1999,
127.
[15] KANT, I., op. cit., 133.
[16] INNERARITY, C., Teoría kantiana de la acción, Eunsa, Pamplona,
1995, 343-346.
[17] Según Rawls el concepto de razón pública en Kant debe rastrearse,
sobre todo, en su obra ¿Qué es la Ilustración? (1784), si bien él mismo
considera que existen discusiones relevantes al respecto en la Crítica de
la Razón pura, B 767-797; Cf. RAWLS, J., El liberalismo político, Crítica,
Barcelona, 2004, 248.
[18] LLANO, A., Sueño y vigilia de la razón, Eunsa, Pamplona, 2001,
148.
[19] Sobre la génesis de la razón pública en Habermas ver el artículo
de INNERARITY, D., "La publicidad de la razón. Sobre la génesis de la
teoría crítica de la comunicación" en YARCE, I., Filosofía de la
comunicación, Eunsa, Pamplona, 1986, 259-28
[20] Cf. sobre todo respecto al liberalismo de Rawls la crítica de
RHONHEIMER, M., "La imagen del hombre en el liberalismo y el concepto de
autonomía: más allá del debate entre liberales y comunitaristas" en GAHL,
R. A., Jr (ed.), Más allá del liberalismo, Eiunsa, Madrid, 2002, 23-54.
[21] Cfr. PIPPIN, R. B., "¿Lo mío y lo tuyo? El estado kantiano",
Anuario Filosófico XXXVII/3 (2004), 604-615: alude a las dos corrientes de
kantólogos como los derivacionistas (Höffe, Kersting, Guyer, Gregor) frente
a los separacionistas (Wood, Willaschek).
[22] Cf. KRIELE, M., Liberación e Ilustración, Herder, Barcelona,
1982, 42-46.
[23] HÖFFE, O., Estudios sobre teoría del derecho y la justicia, Alfa,
Barcelona, 1988, 19.
[24] FERRER, U., Conocer y actuar. Dimensiones fenomenológica, ética y
política. Ed. San Esteban, Salamanca, 1992, 242.
[25] MUÑOZ, J., op. cit., 19. Cf. también sobre la guerra en Kant, las
contribuciones de DUQUE, F., y VILLACAÑAS, J. L., al volumen ARAMAYO, R.
R., MUGUERZA, J., ROLDÁN, C., (ed.), op. cit., 191-237.
[26] FOOT, PH., (ed.), Teorías sobre la ética, FCE, Madrid, 1974, 210-
247.
[27] FERRER, U., Filosofía moral, Publicaciones Universidad de Murcia,
1997, 174.
[28] RAWLS, J., Teoría de la justicia, FCE, Madrid, 1993, 340-341.
[29] Cf. REQUEJO, F., GONZALO, E., "John Rawls: logros y límites del
último liberalismo político" en MÁIZ, R., (ed.), Teorías políticas
contemporáneas, Tirant lo Blanch, Valencia, 2001, 91-135.
[30] RAWLS, J., La justicia como equidad. Una reformulación, Paidós,
Barcelona, 2002, 84.
[31] RODILLA, M. A., "Epílogo. Doce años más", KUKATHAS, CH., PETTIT,
P., La teoría de la justicia de Rawls y sus críticos, Tecnos, Madrid, 2004,
172.
[32] Cf. LLANO, A., Humanismo cívico, Ariel, Barcelona, 1999, 59-60.
[33] RAWLS, J., El liberalismo político, Crítica, Barcelona, 2004, 252-
253.
[34] GARCÍA MARQUÉS, A., "Razón y racionalidad" en MORENO, M., (ed.),
Diccionario de pensamiento contemporáneo, San Pablo, Madrid, 1997, 1008-
1009.
[35] MARTÍNEZ, E., Solidaridad liberal. La propuesta de John Rawls,
Comares, Granada, 1999, 143.
[36] RAWLS, J., El liberalismo politico, Crítica, Barcelona, 2004, 165-
290.
[37] RAWLS, J., El liberalismo político, Crítica, Barcelona, 2004,
271.
[38] RAWLS, J., op. cit., 165-205.
[39] RAWLS, J., El liberalismo político, Crítica, Barcelona, 2004,
289.
[40] Cf. RAWLS, J., "Justicia como imparcialidad: Política no
metafísica", Diálogo Filosófico, 16, 1990, 4-32.
[41] Cf. VALLESPÍN, F., "El neocontractualismo: John Rawls" en CAMPS,
V., (ed.), Historia de la ética, vol. 3, Crítica, Barcelona, 598-600.
[42] VALLESPÍN, F., "Teoría del discurso y acción comunicativa en
Jürgen Habermas" en MÁIZ, R., (ed.), Teorías políticas contemporáneas,
Tirant lo Blanch, Valencia, 2001, 141.
[43] INNERARITY, D., Praxis e intersubjetividad, Pamplona, Eunsa,
1985, 16.
[44] Cf. SPAEMANN, R., Crítica de las utopías políticas, Pamplona,
Eunsa, 1980, 85-109
[45] INNERARITY, D., op. cit., 41.
[46] Cf. GARCÍA-CANO, F., "Por una razón integradora: el pensamiento
filosófico" en CARVAJAL, J., (ed.) El porvenir de la razón, Ediciones de
la Universidad de Castilla La Mancha, Cuenca, 2004, 93-97.
[47] HABERMAS, J., Conciencia moral y acción comunicativa, Península,
Barcelona, 1995, 116.
[48] HABERMAS, J., Teoría de la acción comunicativa. Complementos y
estudios previos, Cátedra, Madrid, 1989, 153.
[49] Cf. HABERMAS, J., Aclaraciones a la ética del discurso, Trotta,
Madrid, 2000, 109-126.
[50] HABERMAS, J., El futuro de la naturaleza humana, Paidós,
Barcelona, 2002, 14.
[51] Cf. HABERMAS, J., Historia y crítica de la opinión pública,
Gustavo Gili, Barcelona, 1994.
[52] Cf. PÉREZ DÍAZ, V., La esfera pública y la sociedad civil,
Taurus, Madrid, 1997, 72.
[53] FERRER, U., "Opinión pública y sociedad civil en Habermas" en
LIZÁRRAGA, P., LÁZARO, R., (ed.), Pragmatismo y nihilismo. Claves para la
comprensión de la sociedad actual, Cuadernos Anuario Filosófico, nº 149,
Pamplona, 2002, 21.
[54] HABERMAS, J., Historia y crítica de la opinión pública, Gustavo
Gili, Barcelona, 1994.
[55] Cf. FERRER, U., Amor y comunidad, Instituto de Ciencias de la
Familia, Universidad de Navarra, 2000, 30.
[56] FERRER, U., "Opinión pública y poder político: análisis
habermasiano y réplicas", El vuelo de Ícaro, 2-3, 2001-2002, 480.
[57] Tomo la cita de NOELLE-NEUMANN, E., La espiral del silencio,
Paidós, Barcelona, 1995, 90.
[58] Cf. NOELLE-NEUMANN, E., op. cit., 92-95.
[59] ROS, J. M., Los dilemas de la democracia liberal, Crítica,
Barcelona, 2001, 248.
[60] NOELLE-NEUMANN, E., op. cit., 190.
[61] LAPORTA, F. J., "Opinión pública: propuesta de análisis", Actas,
Opinión pública y democracia, Universidad de Granada, Anales de la Cátedra
Francisco Suárez, 34 (2000), 77-96.
[62] LAPORTA, F. J., op. cit., 83.
[63] Cf. LUHMANN, N., Introducción a la teoría de sistemas,
Universidad Iberoamericana, México, 1996.
[64] NOELLE-NEUMANN, E., op. cit., 100.
[65] HABERMAS, J., Facticidad y validez, Trotta, Madrid, 1998, 440.
[66] Cf. ROBOTNIKOF, N., "Las transfiguraciones de la opinión
pública", Actas, Opinión pública y democracia, Universidad de Granada,
Anales de la Cátedra Francisco Suárez, 34 (2000), 107.
[67] BARRIO, J. Mª., Moral y democracia, Cuadernos de Anuario
Filosófico, nº 49, Pamplona, 1997, 39-40.
[68] LLANO, A., Humanismo cívico, Ariel, Barcelona, 1999, 150.
[69] OLLERO, A., Democracia y convicciones en una sociedad plural,
Cuadernos del Instituto Martín de Azpilcueta, Navarra Gráfica Ediciones,
Pamplona, 2001, 27.
[70] LLANO, A., Humanismo cívico, Ariel, Barcelona, 1999, 151.
[71] Cf. RORTY, R., "La prioridad de la democracia sobre la filosofía"
en Objetividad, relativismo y verdad. Escritos filosóficos 1, Paidós,
Barcelona, 1996, 239-266.
[72] RATZINGER, J., Verdad, valores y poder, Rialp, Madrid, 1993, 93.
[73] RATZINGER, J., op. cit., 94.
[74] OLLERO, A., Democracia y convicciones en una sociedad plural,
Cuadernos del Instituto Martín de Azpilcueta, Navarra Gráfica Ediciones,
Pamplona, 2001, 33.
[75] OLLERO, A., op. cit., 34.
[76] LLANO, A., Humanismo cívico, Ariel, Barcelona, 1999, 32.
[77] Cf. FINNIS, J., Absolutos morales, Eiunsa, Barcelona, 1992.
[78] Cf. MARITAIN, J., Los derechos del hombre y la ley natural.
Cristianismo y democracia, Palabra, Madrid, 2001.
[79] SANTOS, M., "Sobre la constitución ética de la sociedad civil" en
ALVIRA, R., GRIMALDI, N., HERRERO, M., (ed.), Sociedad civil. La
democracia y su destino, Eunsa, Pamplona, 1999, 448.
[80] GEORGE, R. P., Para hacer mejores a los hombres. Libertades
civiles y moralidad pública, Eiunsa, Madrid, 2002, 123.
[81] Cf. la exposición de los planteamientos de RAZ y del propio
GEORGE en GEORGE, R. P., op. cit., 149-202.
[82] SERRANO, R., citado por BARRIO, J. Mª., Cerco a la ciudad, Rialp,
Madrid, 2003, 71.
[83] Cf. NAVARRO-VALLS, R., PALOMINO, R., Estado y Religión, Ariel,
Barcelona, 2000, 332-339.
[84] RAWLS, J., Liberalismo político, Crítica, Barcelona, 2004, 166.
[85] CORAZÓN, R., Filosofía del conocimiento, Eunsa, Pamplona, 2002,
176.
[86] Cf. BLANCO, D., Principios de filosofía política, Síntesis,
Madrid, 2000, 149-169.
[87] Cf. LLANO, A., Humanismo cívico, Ariel, Barcelona, 1999, 33.
[88] Cf. SPAEMANN, R., Crítica de las utopías políticas, Eunsa,
Pamplona, 237-247 y SPAEMANN, R., Felicidad y benevolencia, Rialp, Madrid,
1991, 199-213. Spaemann muestra cómo los planteamientos de Platón y
Rousseau admiten una relación entre sí, precisamente para sacar a la luz la
existencia un "a priori contrafáctico", que no depende de los hechos, sino
que vale por sí mismo: tal sería el bien común, frente a la voluntad
general.
[89] LLANO, A., "La verdad en la conversación humana" en NÚÑEZ, L.,
(ed.), Ética pública y moral social, Editorial Noesis, Madrid, 1996, 216.
[90] RODRÍGUEZ, L., Ética, Bac, Madrid, 2001, 178.
[91] CORAZÓN, R., Filosofía del conocimiento, Eunsa, Pamplona, 2002, 177.
[92] Cf. LLANO, A., Humanismo cívico, Ariel, Barcelona, 1999, 216.
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