\"Gelmírez\", in Alfonso Eiré (ed.), Gallegos Universales. Influencia de Galicia en el mundo, A Coruña, Editorial Hércules, 2016, pp. 45-94.

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Descripción

GELMÍREZ Manuel Antonio Castiñeiras González

Torres de la Catedral de Santiago de Compostela 44

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La galleguidad de Gelmírez. Reflexiones sobre un prelado excepcional, gran patrono de las artes «Del obispo de Santiago se decía: “Obispo de Compostela, báculo y ballesta”. Y en verdad que así era, porque los unos dejaban la milicia para ascender al sacerdocio, y los otros se desnudaban al traje sacerdotal, para vestir de guerreros, dejando a veces interrumpidos los oficios para acudir a los combates» (Manuel Murguía, Don Diego Gelmírez, 1898).

Diego Gelmírez nace hacia 1070 en las tierras del señorío de Santiago. Este extenso territorio, situado en el Occidente de la Península Ibérica, estaba gobernado por el obispo de Iria-Compostela, a quien entonces servía como caballero su padre, el miles Gelmirio. Este, como tenente, administraba, entre el Tambre y el Ulla, los territorios de Iria, A Maía y Postmarcos. En ellos se situaba, precisamente, en la costa atlántica, junto a la desembocadura del río Ulla, el complejo defensivo de Torres de Oeste, un castillo de gran importancia estratégica, pues era el bastión contra posibles incursiones de normandos y piratas musulmanes. No sabemos hasta qué punto esta peculiar raigambre pudo forjar el carácter vehemente y calculador del que estaba llamado a ser uno de los hombres más importantes de la historia de Galicia. Ciertamente, tal y como recuerda la Historia Compostelana (II, 23) –una obra compuesta para loar sus hazañas como obispo, y después arzobispo, de Santiago (1100-1140)–, «los hispanos temían que los pueblos ingleses o los normandos u otros pueblos bárbaros atacaran por esta parte Galicia por mar, pues Oeste es como la llave y sello de Galicia». Seguramente ese bagaje paterno le ayudó, años después, a salir de situaciones difíciles y comprometidas, y le permitió incluso actuar como un verdadero estratega en la defensa de Galicia, no solo ante los pillajes normandos de 1105 y 1112, sino también ante el ataque de los temibles piratas almorávides, que entre 1115 y 1122, amenazaron y asolaron las costas gallegas desde las islas de Flamia –una de las Cíes–, Ons, Arousa, Sálvora, Quebra o el propio Monte Louro (Burgoa, 2013). En ese contexto, Gelmírez, no dudó en instalar unos astilleros en Iria Flavia –o quizás en Catoira– para crear la primera armada del reino bajo el mando del genovés Augerio (u Ogerio), que con sus operarios y carpinteros de Pisa construyeron las primeras galeras gallegas, con dos órdenes de remos (Historia Compostelana II, 21). Estas naves birremes, que tantos éxitos habían cosechado a la flota pisana en el Mediterráneo –recuérdese, por ejemplo, la efímera conquista de Ibiza y Mallorca, entre 1114 y 1115, fruto de la alianza entre Pedro II, arzobispo de Pisa, y Ramon Berenguer, III conde de Barcelona–, se enfrentaron a las incursiones del malvado 46

Alí Ben Memón (Historia Compostelana I, 103) y obtuvieron un conspicuo botín de guerra, rico en oro y plata, así como una serie de prisioneros almorávides que Gelmírez utilizó como mano de obra para acarrear piedra en la construcción de la Catedral de Santiago. Años más tarde, en 1122, el ya entonces arzobispo, tuvo que enfrentarse a «una multitud de sarracenos» que, tras tomar y destruir el castillo de Santa María de A Lanzada, pretendía nada menos que derribar las Torres de Oeste. Gelmírez, que entonces estaba cantando maitines en la misma fiesta de la pasión de Santiago –es decir, en el que después sería el día nacional de Galicia, el 25 de Julio–, no dudó en montar enseguida en su caballo y, acompañado de tan solo tres soldados, llegar a Oeste. Según la Historia Compostelana (II, 24), su sola presencia amedrentó las ansias del enemigo, de manera que el «alcaide» desistió de su propósito. En consecuencia, el prelado decidió entonces elevar la gran fortaleza de Torres de Oeste, con una altísima torre en el centro y una doble línea de murallas, cuya reconstrucción virtual se mostraba en la exposición itinerante Compostela y Europa. La historia de Diego Gelmírez (París, Ciudad del Vaticano, Santiago de Compostela, 2010). En este contexto, no dudó tampoco Gelmírez en contratar a un joven capitán pisano, de nombre Frixón, muy experto en artes náuticas, para que con una galera recién construida se enfrentase a estas incursiones y lograse apartarlos de las costas gallegas (Historia Compostelana II, 75). Esta agitada imagen de las rías, que está muy lejos de la apacible calma que estas transmiten actualmente en una larga tarde de verano, también tiene poco que ver con la poética e intimista visión que, algunos años después, de ellas darían los emotivos trovadores Martín Codax o Mendinho cuando cantaron, respectivamente, a las «Ondas do mar de Vigo» o a la enamorada que, sentada,«na ermida de San Simión», se vio cercada por las olas (Brea, 1998, pp. 95-97). Probablemente por ello, el historiador gallego Manuel Murguía (1833-1923) quiso dulcificar el indudable carácter guerrero de Gelmírez, en un intento de ofrecer también un perfil humano y bondadoso del personaje, el cual intentaba vincular con su amor incondicional a la dulce orografía de su tierra natal: «Hijo de un desconocido miles que debía cuanto era al obispo depuesto, se hallaba en medio de las grandezas y miserias de su tiempo: según la suerte, así es su vida. Por su padre pertenecía a la raza invasora y no creemos engañarnos al pensar que la madre debió ser celta. Solo de ella, y no del duro guerrero germano, pudo tener la bondad del carácter, los dulces sueños que le animaron, el amor sin límites a la tierra natal, que llenó su vida» (Murguía 1898, ed. 1991, p. 29). Esa visión dual del personaje, entre severo y bondadoso, se vinculaba, además, con su posible temprana carrera eclesiástica. Así, desde su más tierna infancia, Gelmírez seguramente estuvo vinculado a la Catedral de Santiago, en el entorno de la curia del obispo Diego Peláez (1070-1087), adonde su padre lo habría enviado a formarse en el seno de la incipiente escuela de gramática. 47

Torres de Oeste 48

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De la ballesta al báculo Al amparo de estas circunstancias, el joven clericus Gelmírez –un término que en la Edad Media quería decir «hombre de letras», y no se refería exclusivamente al ejercicio eclesiástico– hizo después una fulgurante carrera. Sus conocimientos, por educación, de Latín, Derecho y de la curia compostelana –la cual estaba vacante desde 1088, tras la deposición de Diego Peláez por parte de Alfonso VI en el Concilio de Husillos–, así como, por otra, del arte de la guerra y de las circunstancias administrativas del Señorío de la Iglesia Compostelana, al cual su padre había servido desde siempre, lo convirtieron en un candidato idóneo para ocupar cargos de relevancia. El matrimonio, en 1091-1092, del noble borgoñón Raimundo de Borgoña (1070-1107) –hermano del futuro Papa Calixto II– con Urraca, hija del rey Alfonso VI y futura reina de Castilla y León, le dio su primera oportunidad. Así, Raimundo, que fue nombrado conde de Galicia, cuyo territorio correspondía entonces a la antigua Gallaecia, es decir, que se extendía tanto al norte como al sur del Miño, convirtió a un Gelmírez de poco más de veinte años en su canciller y secretario. Muy posiblemente en ese mismo contexto, y para paliar que la sede compostelana estuviese vacante, Gelmírez fue llamado a ocupar, por dos veces, el cargo de administrador-vicario del señorío de la iglesia de Santiago, entre 1093-1094 y entre 1096-1099 (Fletcher, 1993, pp. 129-135; Cebrián Franco,1997, pp. 8788). Resulta evidente que estas experiencias de los años 1090 forjaron definitivamente su carácter y le proporcionaron, además, un bagaje único para el gobierno efectivo que habría de ejercer posteriormente, tras su nombramiento como obispo de Compostela en 1100. Por una parte, le hicieron perfecto conocedor de las posesiones del Señorío de Santiago así como de las tierras allende del Miño, una circunstancia que explicará, años más tarde, algunas temerarias acciones que llevó a cabo en defensa de los derechos de Compostela sobre algunas parroquias situadas en las inmediaciones de Braga. Me refiero, evidentemente, al célebre Pio Latrocinio, o robo de las reliquias de San Fructuoso, San Cucufate, San Silvestre y Santa Susana, realizado por él mismo en un arriesgado viaje relámpago en diciembre de 1102 (Amaral, 2013). Dicho episodio forma parte los anales de los furta sacra de la época, teniendo un precedente en la célebre expedición de los marineros de Bari para adquirir en 1087 las reliquias de San Nicolás en Mira (Turquía). Con su traslado a Santiago y su colocación en la Catedral –San Cucufate en la capilla de San Juan, san Silvestre en la capilla de San Pedro y san Fructuoso en la del Salvador (y posteriormente en la de san Martín)– se buscaba atraer, más si cabe, el flujo de peregrinos a Compostela y bloquear el interés de estos hacia Braga, que en Reina doña Urraca. Tumbo A. Archivo de la Catedral de Santiago

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1100 había recuperado la dignidad metropolitana que tanto ansiaba y envidiaba Compostela. A este respecto, cabe recordar que durante la década de 1090 Gelmírez había asistido a un proceso que difícilmente podía parar. Por un lado, el noble borgoñón Enrique de Borgoña (1066-1112), primo de Raimundo, que se había casado también con una hija del rey, Teresa de León, obtenía el condado Portucalense, es decir, el territorio al sur del Miño, que se detraía de la administración del entonces conde de Galicia (Portela, 2013), para el que Gelmírez trabajaba, y que acabaría por convertirse definitivamente en reino en 1139. Por otro, a pesar de que el obispo cluniacense Dalmacio (1095-1095) logra en 1095 que el Papa Urbano II traslade definitivamente el título de la sede episcopal de Iria a Compostela, y que esta quede liberada de su condición de sufragánea de Braga —al pasar a depender directamente de Roma— la victoria final sobre la sede portuguesa, entonces vacante, no se produce. En 1097, un monje de Moissac, Giraldo, ocupa la cátedra bracarense; él consigue que en 1100, en el concilio de Palencia, bajo la presidencia del legado pontificio eventual —el abad Ricardo de S. Víctor de Marsella— se restaure la dignidad metropolitana de Braga (Amaral, 2013, p. 31), un título que Gelmírez hubiese querido conseguir para Compostela. No sin cierta razón, la historiografía ha querido imponer de manera insistente la opinión de que Diego Gelmírez, en su cargo de administrador del Señorío de Santiago, se hubiese ocupado de manera protagonista de la obra de la Catedral antes de su elección como prelado (Moralejo, 1983; Williams, 2008; Senra, 2014). Cabe recordar, a este respecto, que el Liber sanct Iacobi (V, 9) nos dice que fueron don Segeredo, tesorero y prior de la Canóniga y el abad don Gundesindo, quienes se ocuparon desde el inicio de la administración de la obra de Santiago (López Alsina, 1988, p. 37-38, nota 26). Muy probablemente sus cargos se prorrogaron más allá de la destitución de Peláez y que se sepa hasta 1107 no tenemos noticia del nombre de otros tesoreros: los canónigos Munio Alfonso y Munio Gelmírez (López Alsina,1988, p. 37-38). Bien es verdad que Diego Gelmírez fue administrador del señorío de Santiago en dos períodos –entre los años 1093 y 1094 y entre 1096 y 1100–, pero sus funciones no eran, exactamente, ocuparse de la obra de la Catedral, sino más bien de la gestión de sus territorios y rentas, entonces en expansión. Por otra parte, no se debe olvidar que el destituido y exiliado Diego Peláez nunca dejó de estar «presente» de algún modo en la curia compostelana, ya que además de seguir titulándose como obispo de Compostela hasta su muerte, dos personas nombradas por él y, por lo tanto de su absoluta confianza, Segeredo y Gundesindo, continuaron rigiendo en aquellos difíciles años los trabajos de la Catedral. 52

Hasta ahora se pensaba que durante los difíciles seis años de pleitos, luchas y vacíos de poder en Compostela tras la deposición de Diego Peláez (1088-1093), las obras habían estado paradas y que, por tanto, el primer taller se había disuelto. Pero recientes estudios de la construcción de la fábrica catedralicia prefieren hablar de una ralentización de los trabajos (Senra, 2014, p. 89). No obstante, es muy posible que hacia 1092-1093 se comenzase a producir una aceleración en las obras, que llevó consigo la contratación de nuevos canteros y, en mi opinión, de un nuevo arquitecto o maestro de obras: el célebre Maestro Esteban. Así, sabemos que, el 11 de febrero de 1093, un tal Guillelmus Seniofredi, deseoso de ir a Roma (cupiens ire Romam), hace testamento para ser enterrado en la iglesia de Santa María de Vilabertrán (Girona) y deja una parte de sus posesiones ad opera S. Iacobi de Gallicia (Castiñeiras, 2010 a). Aunque desconocemos el paradero exacto del depuesto Diego Peláez en esos primeros años, sabemos que este no abandonó hasta su muerte el deseo de volver a la sede compostelana. Los documentos apuntan a un refugio navarro-aragonés –en compañía de otros magnates que habían participado en la revuelta de Lugo de 1087-1088–, en el cual desarrollaría una estrecha relación con el rey Pedro I (1094-1104). Este no solo le acogió en su reino, sino que también le reconoció el título de episcopus sancti Iacobi, concediéndole como tal el derecho de usufructo de donaciones, realizadas por el propio monarca a la catedral de Santiago, en Huesca (1098) y Barbastro (1099) (Lacarra Ducay, 1999). Además, resulta más que probable que el obispo pudiese haber mantenido estrechos contactos con Galicia durante su período de exilio. En primer lugar, tal y como hemos visto, dos hombres de su confianza continuaron administrando las obras de la Catedral. En segundo lugar, durante su gobierno él había tratado respetuosamente a la comunidad benedictina de Antealtares, manteniendo su culto en el altar apostólico y destinando a los monjes una de las capillas construidas en la cabecera. De hecho, desde la época del obispo Sisnando I, los monjes de Antealtares estaban integrados en la comunidad catedralicia, conocida como magna congregatio beati Iacobi, de la que solo les habría de expulsar Gelmírez en 1102 para constituir un cuerpo capitular de setenta y dos canónigos y siete cardenales, con la consiguiente pérdida de derechos sobre el altar apostólico (López Alsina, 1990, pp. 758, 762). En tercer lugar, Diego Peláez había sido nombrado en 1071 obispo de Santiago, a la vez que Gonzalo obispo de Mondoñedo. Sobre quién realizó estos nombramientos existe un agrio debate. Se ha querido ver en ellos dos hombres impuestos por el gobierno conjunto de los hermanos Sancho II de Castilla y Alfonso VI de León, tras el encarcelamiento de su hermano, García II de Galicia (Fletcher, 1993, pp. 61-63). No obstante, cada vez resulta más obvio que ambos prelados habían sido ya elevados a su sede por el propio rey García 53

de Galicia (1066-1071) (Portela, 2001, pp. 82-94). De hecho, la difícil trayectoria de Diego Peláez y Gonzalo de Mondoñedo durante el largo gobierno de Alfonso VI corroboraría esta segunda hipótesis y explicaría también cierta complicidad entre ambos en los años de exilio del primero. A esta posible buena relación con hombres influyentes de Compostela (administradores de la obra de la Catedral, comunidad de Antealtares) y Mondoñedo (don Gonzalo) se añade otra cuestión a menudo olvidada. Aunque a Diego Pelaéz solo le dio tiempo de elevar tres capillas y dos puertas de acceso en el perímetro de la cabecera, su proyecto abarcaba el diseño de la totalidad del nuevo edificio, en el que muchas advocaciones estarían ya decididas. De hecho, resulta más que sintomático que la capilla de Santa Fe, realizada en un nuevo estilo en la década de 1090, muestre un directo conocimiento de los modelos iconográficos de los talleres de Conques, a los que precisamente se vincula el primer taller de la catedral. Por ello, cabe plantearse la posibilidad de que los nuevos contratados para continuar el proyecto de la cabecera siguieran, bajo la atenta mirada de Segeredo y Gundesindo, algunas de las pautas o decisiones ya tomadas en época de Pelaéz, como era la dedicación de una capilla a Santa Fe de Conques, con modelos iconográficos procedentes de la propia abadía francesa, como había sido habitual en la primera fase de las obras. Cabe señalar, además, que se trata de la única capilla de la cabecera románica de la Catedral de Santiago de Compostela, en la que se hace explícita en imagen su advocación. Este uso se documenta precisamente en la abadía de Conques, en la que los ábsides laterales de Santa María y San Pedro, a ambos lados del altar mayor, se decoraron con relieves alusivos a sus titulares. En el caso de Compostela, a la entrada de la capilla, en la girola, se disponen dos capiteles historiados de carácter hagiográfico pertenecientes al ciclo de Santa Fe (Castiñeiras, 2010 a). Resulta obvio que la composición en friso narrativo de las escenas compostelanas está inspirada en el célebre capitel con el tema del martirio de Santa Fe de Agen de la nave del templo de la abadía de Conques, realizado en la década de 1070. El acceso a este repertorio figurativo seguramente se produjo a través del taller de la primera campaña de Santiago, que sin duda poseía modelos figurativos de la obra de Conques. No obstante, el manifiesto estilo jaqués de los capiteles compostelanos hace patente que su ejecución fue realizada por otro maestro diferente. Ello es visible tanto en los pitones de la cesta de los capiteles como en las figuras, de rechonchos rostros esféricos enmarcados por el cabello en casquete y de plásticos pliegues en clámides y túnicas que dejan entrever la anatomía. Sus escenas simplifican además con variaciones el modelo iconográfico del santuario galo, en el que se narraba el martirio de la santa.

Tanto la arquitectura de la capilla compostelana de Santa Fe como su ornamentación corresponden a la fase de obras de la Catedral situada entre los años 1093-1094 y 1101, bajo la dirección del polémico Maestro Esteban, muy probablemente, de origen galo, pero, en mi opinión, llegado a Compostela procedente del reino de Navarra y Aragón. No cabe duda de que la intervención de Esteban supuso una innovación arquitectónica y estilística con respecto a las obras realizadas bajo el mandato de Diego Peláez. De hecho, como señaló Moralejo, Esteban introdujo en la cabecera el modelo de la capilla de planta poligonal, cuyo parangón se encuentra en la capilla mayor de la catedral románica de Pamplona, conocida gracias a las excavaciones (Moralejo, 1995). No por casualidad, Esteban sería el «magister operis sancti Iacobi» que en 1101 está trabajando en la Catedral de Pamplona, tal y como señaló J. M. Lacarra (1931), en un documento del obispo D. Pedro de Rodez (1083-1115) confirmado por el propio Gelmírez (11 de junio de 1101). En dicha acta aparece casado y con hijos, y se le conceden diversas casas y viñas en Pamplona, así como recursos suficientes para hacerse una casa. No creo que Esteban volviese a Santiago, ya que en 1101 se inician en Compostela nuevos y ambiciosos trabajos en los que él no participó: las obras de cimentación para la platea del palacio de Gelmírez en el lado sur de la Catedral y la consiguiente elevación de la fachada de Platerías, comenzada en 1103, según la inscripción de la jamba izquierda del ingreso derecho. Esteban habría sido, pues, tan solo el responsable de completar los muros perimetrales de la girola, con sus capillas poligonales (Santa Fe y San Andrés), así como de gran parte de los muros del

Planta de la cabecera y el transepto de la Catedral de Santiago con las sucesivas campañas entre 1075 y 1122

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transepto entre 1093-1094 y 1101. No por casualidad, en el primer capitel interior del muro oeste del brazo sur se encuentra un misterioso capitel figurado con personajes, muy cercano a representaciones «de ambiente acuático» con paralelos en Jaca, Loarre (1094-1096) e Iguácel, que confirman la contratación bajo la dirección de Esteban de canteros procedentes de tierras aragonesas, que entonces conformaban un mismo reino con Navarra, bajo el reinado de Pedro I (1094-1104) y con capital en Pamplona. No se puede excluir, por tanto, que el exiliado obispo de Compostela, Diego Peláez, que entonces residía en Aragón, en la Corte de Pedro I, y gozaba de la amistad de Pedro de Rodez –un antiguo benedictino de reputado prestigio en la introducción de la reforma gregoriana–, hubiese facilitado o mediado en la transferencia de talleres activos en el territorio del reino de Aragón, entonces en plena eclosión artística, a su antigua catedral. Cabe incluso la posibilidad, como se ha sugerido más arriba, de que tanto la advocación como el modelo del ciclo hagiográfico de la capilla de santa Fe en Santiago hubiesen sido «concebidos» en el período de gobierno del propio Peláez, quien probablemente antes de su deposición y exilio gozaba ya de buenas relaciones con Pedro de Rodez. De hecho, el culto a la santa de Conques, como liberadora de cautivos, se documenta desde la década de 1080 en el reino de Navarra y Aragón. Su promoción se debía, en particular, al citado obispo de Pamplona, D. Pedro de Rodez (1083-1115). De origen francés, este era hijo de D. Didon d’Andouque y había sido nada más y nada menos que antiguo monje de Sainte-Foy de Conques. De hecho, dicho prelado no solo se rodeó en su curia y cabildo catedralicios de una serie de personajes procedentes de la citada abadía, sino que también mostró pruebas de agradecimiento al santuario de Conques con la donación de los diezmos y primicias de la iglesias navarras de Garinoain (1086), Caparroso, Murillo el Cuende y Bartiaga (1092), donde se conserva todavía la titulación de los templos a santa Fe (Goñi Gaztanbide, 1979, I, pp. 255-299; Laliena Corbera, 2000, pp. 174, 299, 333-334). Finalmente el propio Pedro de Rodez participa en 1105, tras rogárselo a Diego Gelmírez, en la consagración de la capilla de Santa Fe de la Catedral de Santiago con motivo de la dedicación de todas las capillas de la girola y del transepto (a excepción de la de san Nicolás): «Y puesto que tenía él (Gelmírez) sus miras puestas indisolublemente en la contemplación de la patria celestial y ardía siempre en la mutua caridad, accedió a los ruegos del obispo Pedro de Pamplona, que se lo pedía, y le autorizó a que consagrase con gran veneración el altar de la Santa Fe» (Historia Compostelana I, 19).

El hecho de que la intervención de Esteban en la catedral de Santiago haya sido silenciada por las fuentes compostelanas del siglo XII y que su marcha 56

definitiva de la ciudad coincida con la ascensión definitiva de Diego Gelmírez resulta ciertamente inquietante. Parece como si este, una vez consagrado obispo de Compostela en abril de 1101, hubiese querido deshacerse de la memoria de una década incómoda. El miedo que el nuevo prelado albergaba todavía hacia Diego Peláez y Pedro I se refleja en la Historia Compostelana (I, 9, 1), en la que se narra que el electo Gelmírez no pudo atravesar el reino de Aragón para ser consagrado en Roma como obispo en 1101: «Pues el que había sido obispo, Diego Peláez, y sus parientes vivían con el rey de Aragón, don Pedro, por cuyo reino el electo debía atravesar, y por ello el glorioso Alfonso y la iglesia de Santiago de ninguna manera permitían que él fuera a Roma para su consagración, pues temían que fuera capturado por los referidos enemigos».

El obispo constructor: el viaje como motor de acción y afirmación «De Compostela hizo entonces un emporio, de su iglesia una de las primeras de la cristiandad, de Galicia un verdadero Estado, tratando de que en su ciudad, en su iglesia y en su tierra todo correspondiese a los destinos que con mano casi regia, les había preparado» (Manuel Murguía, Don Diego Gelmírez, 1898).

El giro de la centuria le dio, definitivamente, a Diego Gelmírez el lugar que le correspondía. No obstante, aunque se había preparado a conciencia en la larga década de 1090 para el gobierno de su diócesis, su promoción final a la prelacía no estuvo exenta de cierta premura y ansiedad. Posiblemente tuvo que esperar a la edad canónica de 30 años para alcanzar dicha dignidad. De ahí que, una vez ordenado subdiácono en el año 1100 en la iglesia de San Pedro del Vaticano, fuese elegido inmediatamente —con el consentimiento del rey Alfonso VI y el conde Raimundo de Borgoña— obispo de Compostela; si bien no sería consagrado, sin embargo, hasta la Pascua del año siguiente: el 22 de abril de 1101. Posteriormente, en 1105, consigue en Roma la dignidad del palio y, finalmente, en 1120 es elevado por el Papa borgoñón Calixto II, tío del futuro rey Alfonso VII, al rango de arzobispo, obteniendo así la dignidad metropolitana de la iglesia de Santiago a costa de la de Mérida. No sin tensiones, Gelmírez ejerció hasta su muerte en 1140 sus cargos con gran autoridad, frecuentando la amistad de papas, reyes y grandes abades y prelados de si tiempo. Su fama como patrono de las artes está fuera de toda discusión, ya que si bien él no fue el iniciador de la 57

Catedral de Santiago, nadie mejor que su persona supo llevarla a cabo e impulsarla hasta convertirla en uno de los templos más importantes del Románico europeo. En este punto, me gustaría subrayar este aspecto de su biografía, en el cual el personaje me parece extraordinariamente avanzado. Me refiero, cómo no, a su papel como promotor de las artes, y al uso que de estas hizo a lo largo de su vida. Se trata de un tema al que tanto X. Filgueira Valverde (1982) como S. Moralejo (1987) dedicaron hermosos y documentados trabajos, y que merece ser, por sí mismo, un objeto de reflexión tan importante como el que se le concede a la contribución histórica, religiosa o institucional de su gobierno. Afortunadamente, en las últimas décadas, en un intento de superar viejas escuelas historiográficas, se ha realizado un esfuerzo por entender los objetos y las producciones artísticas del pasado no tanto como un fenómeno puramente estético o meramente comunicativo, sino como una verdadera acción, en la que el actor principal de la misma pretende cambiar o influir en el mundo que lo rodea. Con estas ideas, publicadas en un libro póstumo Art and Agency (Oxford, 1998), Alfred Gell pretendía, desde la antropología, entender el hecho artístico como una gran «acción» que implicaba múltiples actores y roles, en los que se establecían diversas fórmulas de relación entre el índice (artefacto artístico) y su receptor (comitentes o público), de manera que tanto uno como otro podían actuar como «agente» o «paciente». Si lo aplicamos a la Compostela de Gelmírez, el receptor, en este caso el obispo, actúa como un verdadero «agente», de manera, que el índice u obra de arte se convierten en el «paciente» del mismo. Se trata de la fórmula más básica de patronazgo, en la cual el patrono se considera a sí mismo como el verdadero «autor», pues como responsable del encargo se convierte en la causa eficiente del índice (Gell, 2010, 33). Sobre este peculiar punto de vista residió la originalidad de la exposición Compostela y Europa. La historia de Diego Gelmírez (2010), y el monumental libro-catálogo que de ella derivó. En ella se desarrollaba una hipótesis de trabajo que tenía un cierto riesgo: la interpretación de un hecho histórico –los viajes del comitente y de su séquito– como un verdadero motor artístico que permitía explicar el carácter internacional de los nuevos talleres activos en Compostela en la primera década del siglo XII. En mi opinión, esta proyección superaba los pasos emprendidos precedentemente, en un modo pocas veces alcanzado por Galicia en su historia. Dos obras, lamentablemente destruidas, la Porta Francigena de la Catedral de Santiago, realizada entre 1101 y 1111, y el mobiliario litúrgico del altar mayor de la basílica, llevado a cabo entre 1105 y 1106, constituían en gran parte la base de la argumentación. Por ello, su reconstrucción virtual, realizada por 58

primera vez con motivo de dicha muestra, tomó como punto de partida el trabajo previo que había realizado en su día el profesor Serafín Moralejo. No obstante, durante la aplicación de las nuevas tecnologías digitales se pudo efectuar toda una serie de nuevas aportaciones con respecto al trabajo de Moralejo, que ayudaron a resolver algunas cuestiones fundamentales, tales como las texturas de los materiales, la organización de los espacios o la disposición de objetos y figuras. Para ello se volvieron a analizar las fuentes textuales en las que se describen dichos monumentos –el Liber Sancti Iacobi y la Historia Compostelana– y se intentó completar la información tanto con el material arqueológico llegado hasta nosotros como con la comparación con otros monumentos coetáneos (Castiñeiras-Nodar, 2010 a, 2010 b). El segundo de los objetivos de la exposición Compostela y Europa, era el de «revisitar» el viejo concepto de Arthur Kinsley Porter sobre el denominado «arte de los Caminos de Peregrinación», así como de su obsoleto concepto de «influencia». El autor americano parangonaba la Peregrinación a Compostela con un gran río, que desembocaba en el mar de Santiago y estaba formado por muchos afluentes, cuyas fuentes venían desde las más recónditas regiones de Europa (Porter, 1923, I, p. 175). Esta bella y sugerente metáfora le otorgaba, sin embargo, un papel pasivo a Compostela, ya que la convertía en un santuario afectado de «influencia» –en el sentido italiano de la palabra influenza como enfermedad contagiosa (gripe)– de otros centros europeos cuyos artistas itinerantes se convertían así en los protagonistas. Por el contrario, con la dimensión europea del proyecto sobre Gelmírez se quiso reclamar el papel de Compostela como agente activo en este proceso a través de las «elecciones conscientes» realizadas de su comitente, Diego Gelmírez, a partir de la rica y contrastada experiencia de sus viajes. De hecho, Compostela en el año 1100 era todavía una meta situada en la periferia de Europa, que en pocos años habría de convertirse en un centro artístico de primer orden. La red de caminos que conducía al santuario jacobeo sirvió a Gelmírez y a su séquito para acceder a otros centros haciendo, en realidad, «una peregrinación al revés»: de Compostela a Toulouse, a Conques, a Cluny, a Lucca o a Roma. Cada uno de estos lugares le permitió, bien de manera inmediata, bien a largo plazo, plantear nuevos retos en la construcción y definición del gran centro de peregrinación de Compostela. En este punto sería oportuno recuperar, sin embargo, la idea de Porter de la existencia entonces de una cultura «agonística», de la competencia y del intercambio, propia del fenómeno de la peregrinación. Pero, en contra de lo que pensaba Porter, este intercambio no fue inconsciente sino consciente; fue sobre todo el producto de las elecciones y del empeño de un comitente: 59

Diego Gelmírez. No por casualidad, el obispo es recordado, en los textos contemporáneos, como autor de la obra y de los bellos objetos de la Catedral. Así la Historia Compostelana (I, 78, 2), cuando se hace precisamente referencia a la elevación del transepto de la Catedral, no duda en nombrarlo sapiens architectus. Este título lo equiparaba al constructor bíblico por antonomasia –el rey Salomón, responsable de la primera elevación del Templo de Jerusalén–, pero sobre todo, en un modo conceptual, al más sabio de todos los arquitectos, el primer arquitecto: el Dios de la Creación. De esta peculiar manera, las fuentes medievales contemporáneas, en particular el célebre prólogo del tratado de Teófilo, De diuersis artibus (ca. 1120), hacían patente que el hombre, puesto que había sido generado «ad similitudem Dei», podía acceder mediante la inteligencia a la mente del artífice divino, en una verdadera superación del Pecado Original. No es por azar que el epíteto sapiens architectus se encuentre en el pasaje en el que se describe y loa la gigantesca obra del transepto de la Catedral, puesto que ella se debe enteramente al gobierno de Gelmírez, pues él fue quien decidió en 1112 derribar la vieja y «minúscula» basílica asturiana de Alfonso III, que ocupaba el centro de dicho espacio. Por otra parte, el nombre de Gelmírez aparecía exhibido, de forma explícita y como autor, en otra obra especialmente ligada a su carrera personal: en el epígrafe del frontal de plata del altar mayor. Este, actualmente perdido, decía según el Liber sancti iacobi (V, 9), que Gelmírez «llevó a cabo la obra» (peregit opus) y la «hizo cuando un quinquenio su episcopado cumplió» (Tempore quinquenni fecit episcopii). Aunque fue elegido en el año 1100, Gelmírez no fue consagrado hasta la Pascua de 1101 (22 de abril), por lo que ese quinto año se refiere al período comprendido entre el 22 de abril de 1105 y el de 1106. En mi opinión, los hechos pudieron suceder de la siguiente manera: tras la vuelta del segundo viaje a Roma, donde recibió el palio en otoño de 1105, Gelmírez regresa a Santiago y decide consagrar el altar mayor y las capillas de la cabecera en 1105, fecha corroborada tanto por la Historia Compostelana como por la inscripción de los muros laterales de la capilla del Salvador. En mi opinión, ello pudo ocurrir perfectamente el 30 de diciembre de 1105, festividad de la Traslación del Apóstol, si bien la colocación del formidable mobiliario litúrgico en plata dorada y esmaltes (baldaquino y frontal) tanto pudo haberse realizado ese día como el 22 de abril de 1106, quinto aniversario de su elevación oficial al obispado. De hecho, según la Historia Compostelana (I, 18), entre la elevación del altar y la colocación del frontal transcurrió «un breve espacio de tiempo» (non interiecto brevis spatio), algo que podría referirse precisamente a una cierta diferencia entre la consagración del altar y la colocación de la totalidad de su mobiliario litúrgico (Castiñeiras-Nodar, 2010 b). 60

Esta precipitación de Gelmírez en muchas de sus acciones, en las que el efecto se busca antes de la perfecta compleción de las obras, parece una constante en la agitada carrera que este emprendió en las dos primeras décadas del siglo XII. Su carácter vehemente y ansioso lo llevaron a forzar los ritmos de sus colaboradores hasta la extenuación. Tanto el mobiliario del altar mayor como la decoración de las fachadas del transepto parecen haber su-

Porta Francigena de la Catedral de Santiago (reconstrucción hipotética en 3D), 2010. Asesor científico: Manuel Castiñeiras. Producción Técnica Tomas Guerrero-Magneto Studio. (S. A. de Xestión do Plan Xacobeo), Santiago de Compostela

Altar Mayor de la Catedral de Santiago en época de Diego Gelmírez (reconstrucción hipotética en 3D), 2020. Asesor científico: Manuel Castiñeiras Producción Técnica Tomas Guerrero-Magneto Studio. (S. A. de Xestión do Plan Xacobeo), Santiago de Compostela

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frido esta premura por convertir a Compostela, en tan solo una década, en el santuario de los santuarios de Europa. Fue precisamente gracias a sus viajes en busca de nuevas dignidades y referentes, que Compostela se sumó definitivamente a la vanguardia del arte europeo, alcanzando, como centro creador del románico pleno, un lugar similar al de la Toulouse de la Porte Miègeville, al Conques del abad Bégon (1087-1107), al Cluny del abad Hugo (1024-1109), a la Módena de Matilde Toscana (1036-1115) o la propia Roma papal. En este sentido, no hay que olvidar que la personalidad de Gelmírez es fascinante, ya que él, como hombre pragmático e hijo de un guerrero, supo aprovechar el inicio de su episcopado en 1100-1101 para expresar, sin ambages, su credo estético e ideológico. Este consistía, en parte, en un rechazo a la mayoría de los usos de la vieja tradición «hispánica» en la sede compostelana –recuérdese que el cambio de rito se había producido en 1080–, así como a su anticuado aspecto. Por ello Gelmírez no dudó en adherirse, con entusiasmo, a los principios de la reforma gregoriana y buscó en Roma el futuro de Compostela. Dicha estrategia se hace absolutamente explícita en la creación de un nuevo cabildo de canónigos regulares, que sustituía a la obsoleta magna congregatio sancti Iacobi, con el objetivo de eliminar los usos de la liturgia hispánica e imponer así los romanos, llegando incluso a crear un colegio de siete cardenales a imitación de las basílicas mayores de la Ciudad Eterna. No dudó tampoco en 1105, tras una larga discusión con el sector más conservador del cabildo, en demoler y ocultar, bajo el nuevo pavimento románico, la cabecera de la basílica del siglo ix con el viejo edículo apostólico de Santiago el Mayor (Historia Compostelana I, 18), para años más tarde, en 1112, arrasar definitivamente, en la zona del transepto y naves, toda traza del antiguo edificio (Castiñeiras, 2005, 2011 a). Si X. Filgueira Valverde (1982) no dudaba en presentar a Gelmírez como un verdadero «constructor», «con voluntad de resultados perdurables», S. Moralejo (1987) lo convertía en un «patrono de las artes», que buscaba, a través de su iglesia, proyectar un nuevo estatus para la sede compostelana. Más diversificada ha sido, sin embargo, su valoración como committente en la historiografía anglosajona, donde se pueden encontrar las dos caras de la moneda. En una original perspectiva, K. R. Mathews (1995, p. 256-259) consideraba que la ambición desmedida de Gelmírez por convertir a Compostela en una «segunda Roma», sin buscar el consenso social de la ciudad ni en la construcción del edificio ni en la repartición de los beneficios derivados de la peregrinación, habrían llevado al fracaso de su proyecto, que fue visto por los compostelanos como el monumento por excelencia de su despótica autoridad secular. De ahí los dos asaltos sufridos por la basílica a manos de la plebe, cuyo ob62

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Altar Mayor de la Catedral de Santiago de Compostela

jetivo era acabar con la propia integridad física del prelado: en el incendio de 1117, Gelmírez tuvo que escapar de la turba, disfrazado, embozándose en una vil capa y cubriendo su cara con un crucifijo (Historia Compostelana I, 114, 6), mientras que en la violación de la iglesia del año 1136, al ya anciano arzobispo no le quedó más remedio que refugiarse en el altar del Apóstol, cerrando las puertas de hierro de dicho recinto, para soportar, bajo el techo del baldaquino de plata, la pesada lluvia de piedras que los sublevados le lanzaban desde las tribunas (Historia Compostelana, III, pp. 47-48). Más digna con el personaje, pero quizás igualmente atrevida, es la imagen ofrecida por la publicación de Ch. Watson (2009), en la que se vuelve a recuperar la idea de K. J. Conant (1926) de la existencia de un cierre occidental de la catedral en época de Gelmírez, precedente de la obra de Maestro Mateo. En la misma línea, desde el año 2005, Bernd Nicolai y Klaus Rheidt han liderado un macroproyecto para determinar las fases constructivas del monumento a través del uso sistemático del escáner. En una serie de publicaciones (Nicolai-Rheidt, 2010 y 2015) y comunicaciones sobre sus resultados, dichos autores no parecen dudar de la existencia de una puerta occidental del período gelmiriano. Para ellos, se trataría de un verdadero macizo occidental, con dos torres previas y una cripta, e incluso fachada y tribunas. Si bien es cierto que algunos indicios obligan a volver a considerar esta hipótesis –torre izquierda desviada con respecto a la nave, unidad de construcción en los muros más occidentales o presencia de un pasaje subterráneo–, otros argumentos utilizados por estos autores, como la constante pervivencia de trazas gelmirianas, o minimizados por ellos, como el carácter absolutamente novedoso de la ornamentación y bóvedas de los últimos tramos de la basílica y cuerpo occidental, entran en abierta contradicción con dicho planteamiento. De hecho, no deja de ser sospechoso que la Guía del Liber sancti Iacobi, redactada en 1137, no haga mención alguna al uso de la supuesta cripta ni tribuna occidental gelmiriana, cuando sí tenemos jugosas referencias de la existencia de altares en las tribunas del deambulatorio –a San Miguel en 1105– y de los pórticos del transepto. Del mismo modo, resulta muy claro que Gelmírez no derrumba la torre de Cresconio, situada entre los tramos séptimo y octavo de la nave central, hasta 1120, lo que indicaría entonces que los trabajos estaban solo en parte concluidos en los seis primeros tramos de las naves. Por último, la descripción dada por el Liber sancti Iacobi (V, 9) de la puerta occidental, por vaga, es bastante decepcionante si se compara con las otras dos. Los únicos relieves concretos que comenta, la Transfiguración en el Monte Tabor no son los existentes actualmente en el centro del friso de Platerías, como algunos autores pretenden. Estos últimos ya son descritos en esa misma Guía 64

en la puerta sur: «allí el Señor de pie, san Pedro a su izquierda [...], y Santiago a la derecha entre dos cipreses, y San Juan, su hermano, junto a él». Parece, por tanto, más plausible la idea de S. Moralejo (1983) y J. Williams (1976) de que los relieves de la Transfiguración de Platerías, aunque fuesen, en origen, concebidos para un futuro portal occidental, en 1111 se decidió colocarlos en el centro de la fachada sur, con motivo de la entrada triunfal del rey-niño Alfonso Raimúndez. La descripción del Liber sancti Iacobi hacia 1130-1137 recogería todavía la «declaración de intenciones» original del programa gelmiriano de fachadas, si bien esa puerta occidental —aunque pudiese existir entonces en forma de cierre— no parece que tuviese relieve alguno, pues, como dice el propio autor de la Guía: «de todo lo que hemos dicho parte está completamente terminado y parte por terminar». El comentario enlaza perfectamente con esa ansiedad y precipitación que parece ser dominante en todas las gestas artísticas gelmirianas. A la vista de los debates que todavía hoy su obra genera entre la historiografía, hay que reconocer que pocas figuras de la dilatada –y tantas veces muda– historia de Galicia gozan de una memoria artística, textual e historiográfica tan amplia y contundente. De hecho, Gelmírez forma parte de nuestro paisaje monumental: desde las sobrecogedoras ruinas de las Torres de Oeste, en Catoira (Pontevedra), donde su padre ejercía como tenente y a la sombra de las cuales jugaría en su más tierna infancia, hasta la sólida arquitectura de la Catedral de Santiago, desde cuyas ventanas vio, en la cumbre de su poder, a los compostelanos rebelarse contra él en 1117. Gelmírez ha sido, además, sujeto histórico y literario: si la Historia Compostelana, un minucioso y animado registro de sus hechos, fue redactada principalmente por sus fieles canónigos Munio Alfonso, Giraldo de Beauvais y Pedro Marcio (López Alsina, 1988), siglos después, en pleno Romanticismo, el periodista navarro Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) convertiría parte de esta epopeya en una novela histórica dedicada a la reina Doña Urraca (1849), bajo el sugerente subtítulo Memoria de tres canónigos. Por último, Gelmírez, genio y figura, representa como nadie el espíritu de Compostela y del Camino de Santiago: a él debemos la elevación de ese gigantesco crucero de la Catedral de Santiago, que todavía hoy corona el cielo de la ciudad y abre majestuosamente sus puertas al bullicio de la vida urbana, marcando así la merecida meta de la peregrinación. Allí, en la primitiva puerta norte, los peregrinos encontraban las célebres vieiras, la universal insignia del peregrino jacobeo que nació precisamente en los primeros años del gobierno de Gelmírez, entre 1099 y 1106. A los ojos de nuestros contemporáneos, en una época en la que la novela histórica se ha puesto de moda, alcanzando el rango de bestseller, la epope65

ya del prelado compostelano y la lenta elevación de su basílica, concebida como edificio-referencia de la peregrinación jacobea, podría haberse ya convertido en uno de ellos. De hecho, en nada tiene que envidiar la historia real de Gelmírez a la ficticia de Ken Follet en Los Pilares de la Tierra (The Pillars of the Earth, New York, 1989), donde no por casualidad su afanado arquitecto, Jack, recorre el Camino de Santiago para alcanzar la meta, Compostela, y contemplar su catedral. Tampoco fue el prelado compostelano en su propio tiempo un personaje menor: si el abad Sugerio (1081-1151) fue capaz de erigir en Saint-Denis (1137-1144), con la ayuda de los operarios más diversos, una construcción puntera en su época, que daría origen a lo que denominamos el estilo gótico; Gelmírez había impulsado, años antes, en el extremo occidental de Europa, la elevación de la más perfecta de las iglesias de peregrinación, con el concurso de arquitectos y canteros venidos desde más allá de los Pirineos, a los que se sumarían otros tantos locales. A ello habría que añadir la paciente contribución colectiva de los peregrinos, que cogían una piedra al pasar por Triacastela y la llevaban consigo hasta Castañeda, cerca de Arzúa, donde la depositaban en un horno de cal para la construcción de la catedral (Liber sancti Iacobi V, 4). No existe, pues, mejor metáfora para captar aquella época que esta: los muros de la Catedral de Santiago están levantados también a partir del esfuerzo de miles de anónimos peregrinos. Si hubiese existido una escuela de marketing entonces, Gelmírez se hubiese llevado la palma. No obstante, pienso que el punto de inflexión de la voluntad del prelado por llegar a las cotas más altas de su tiempo se ejemplifica en las fachadas del transepto, donde el desequilibrio entre el querer y el poder desembocó en un cierto barroquismo propio de un nuevo rico. ¿Cómo explicar si no el gran salto hacia delante que supusieron las fachadas compostelanas con respecto a las experiencias previas de los talleres activos en el Camino de Santiago o de la propia geografía europea? Con toda probabilidad, la clave está en los viajes emprendidos por Diego Gelmírez y miembros de la curia compostelana en los primeros años del siglo xii. En dos ocasiones Gelmírez recorrió el Camino Francés en España y parte de las vías de peregrinación francesas, camino de Roma, en busca de nuevas dignidades para él y su diócesis. Del primero, realizado en 1100, con apenas 30 años, no sabemos casi nada, salvo que fue ordenado subdiácono en la Ciudad Eterna el 18 de marzo de 1100, como recoge la Historia Compostelana (i, vii, 1-2). Cabe suponer que Gelmírez hubiese emprendido para ello un largo viaje hasta Puente la Reina y de allí tomase el tramo aragonés que, pasando por Jaca, conectaba con la via tolosana, para llegar a la ciudad de Toulouse. Aunque esta primera visita a la capital de Languedoc es hipotética y no está contrastada con las fuentes, algunos indicios permiten aventurarnos en ella.

En primer lugar, la ciudad se encontraba entonces en plena efervescencia artística, ya que en 1096 se había consagrado el altar mayor de Saint-Sernin y se estaban comenzando a delinear hacia 1100 las trazas de lo que sería la Porte Miègeville. No hay que olvidar que en su génesis confluían, a tres bandas, los estilos del recién terminado claustro de Moissac (1100), las experiencias del taller de la Catedral de Jaca (1080-1094) y los derivados del maestro Guilduino (1096). En aquellos momentos, entre 1100 y 1102, según se documenta en el cartulario de Saint-Sernin, ocupaba el puesto de preboste o prior (praepositus) de la comunidad de canónigos un tal Munio, hombre de destacada formación intelectual, a quien tanto Daniel como Quitterie Cazes (2008) han atribuido, además de la elevación del desaparecido claustro del sector norte, la posible génesis, en su entorno, del programa de la Porte Miègeville. Su origen navarro y sus vinculaciones con la sede de Pamplona, gracias a las posesiones que en 1086 el obispo Pedro de Anduque y el rey Sancho Ramírez habían donado a la comunidad de Saint-Sernin en Artajona (Navarra), lo convertían en un personaje idóneo para ser visitado por Gelmírez y su séquito. De hecho, quizá la presencia de Munio en Toulouse pudiera ayudar a entender alguno de los fluidos intercambios en la época entre los talleres del reino de Navarra y Aragón, Galicia y el Languedoc. Me refiero, por una parte, a la presencia de algunos elementos del taller de Jaca en Saint-Sernin, tanto en la tribuna del transepto como en la Porte Miègeville, ya señalados en su día por Moralejo

Itinerarios de los viajes de Diego Gelmírez a Roma en 1100 y 1105

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santos son descritos en la Guía de forma minuciosa. En segundo lugar, la existencia de itinerarios similares realizados desde la Península en el siglo xii, como el emprendido por el rabino Benjamín de Tudela hacia 1160, que, tras recorrer el camino de Saint-Gilles, realiza en barco el trayecto entre Marsella y Génova, para después continuar hasta Pisa y Lucca. Estas tres últimas ciudades italianas están, de hecho, muy ligadas a la política militar y eclesiástica de Gelmírez. Así, de Génova procedía Ogerio, el constructor de las primeras galeras gallegas; de Pisa era un tal Frixón, instruido en el arte de navegar, que se hizo cargo de la marina compostelana establecida en Padrón y de los puertos de Arousa; mientras que en Lucca residía entonces el archidiácono Gregorio, futuro cardenal de San Crisógono de Roma (1109-1111) y autor del Polycarpus, libro de cánones dedicado a Diego Gelmírez hacia 1109, en cuyo proemio se deduce que ambos se habían conocido anteriormente: «petis-

(1973). Por otra parte, habría que subrayar la precocidad y madurez que muestran algunos de los capiteles del Claustro de la Catedral de Jaca –en concreto el conservado en la iglesia de Santo Domingo de Jaca (ca. 1105) (Castiñeiras, 2007 a; 2013)– en el conocimiento del taller de la Porte Miègeville. Ello certificaría la presencia y participación de algunos escultores de Jaca en Toulouse entre finales del siglo xi e inicios del xii. De esta experiencia habría salido, en primera instancia, tal y como he defendido recientemente, el célebre Maestro de la Porta Francigena, autor del célebre David de Platerías, que podría haberse incorporado al cortejo de vuelta de Gelmírez en 1100 o ser llamado a Compostela en 1101 tras su consagración como obispo. Muy posiblemente, un segundo maestro, el autor del capitel de Santo Domingo de Jaca, habría gozado en esos mismos años de una experiencia similar desde Jaca a Toulouse pero sin pasar por Compostela. Otro indicio confirmaría este primer itinerario languedociano de Gelmírez. En la Historia Compostelana (I, 9, 2-4) se nos dice que en 1101, Pascual ii, ante la inseguridad del camino a Roma, exime a Gelmírez de tener que ir a la Ciudad Eterna para ser consagrado como obispo. Para ello ordena a Godofredo, obispo de Maguelone, dirigirse a Compostela para dar, en nombre del papa, su bendición al nuevo prelado. La Catedral de Maguelone, muy cercana a la actual ciudad de Montpellier, se encuentra en una isla que había sido donada desde 1085 a la Iglesia romana y que, por tanto, funcionó como refugio de los papas durante la querella de las investiduras. Es precisamente durante el gobierno del obispo Godofredo (1080-1104) cuando la sede se adhiere de forma tan estrecha al papado —de manera que allí se instala un cabildo bajo la Regla de San Agustín en 1095— que el propio Papa Urbano ii confirma en su visita a Maguelone en 1096. Parecería, pues, muy plausible que Gelmírez hubiese visitado, siguiendo la via tolosana –de Montpellier a Arles–, al sabio y reformista obispo Godofredo de Maguelone, quien un año más tarde, como hombre de confianza del Papa, lo consagraría. Sea o no sea verdad, la visita al lugar de Maguelone, una isla inexpugnable en medio de una laguna, le recordaría a Gelmírez la localización del castillo de Catoira, en Galicia, donde su padre había ejercido como tenente. En el itinerario a través de la via tolosana, el joven Gelmírez habría podido seguir por tierra el camino hasta conectar en Luni (Liguria) con la via francigena italiana, o bien desviarse hasta el puerto de Marsella para llegar en barco a Génova o al puerto de Pisa, desde donde alcanzaría la francigena en Lucca. Dos hechos parecen corroborar este último tramo tolosano combinado con un embarque marítimo. En primer lugar, el buen conocimiento que el Libro v, 9 del Códice Calixtino, tiene de las ciudades de Saint-Gilles y Arles, cuyas reliquias, relicarios –en especial, el Arca de San Gil– y lugares Maestro de la Porta Francigena, David, 1101-1111. Catedral de Santiago

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tis jam dudum et hoc saepe [...] librum canonum» (Vat. Lat. 1354, f. 1r) (Horst, 1980). Aunque no sabemos exactamente las etapas que siguió la comitiva, es muy posible que el intrépido Gelmírez hubiese viajado entonces en el más estricto anonimato por miedo a ser capturado o reconocido por el depuesto obispo de Compostela, Diego Peláez (1075-1088), que vivía exiliado en la Corte de Pedro i de Aragón y Navarra (1094-1104) y que todavía albergaba deseos de volver. De ahí las reticencias, meses después, de la curia compostelana a que Gelmírez repitiese en 1101 ese viaje por tierras de Aragón para ser consagrado obispo en Roma (Historia Compostelana, i, 9, 1). Considero, pues, poco probables otras posibilidades, como la defendida por A. Rucquoi (2011), para quien Gelmírez habría evitado en 1100 el reino de Aragón a través del Reino Taifa de Zaragoza para alcanzar el condado de Barcelona y desde allí embarcar rumbo al puerto pisano. Cabe recordar que entonces la seguridad de la navegación en esa franja central del Mediterráneo Occidental estaba amenazada por los constantes ataques de los piratas sarracenos de Mallorca. Habrá, pues, que esperar a la expedición catalano-pisana de 1114-1115, con la conquista de Mallorca, para asegurar un tránsito fluido por dichas aguas (Castiñeiras, 2011 b, 2013). Una vez vuelto de Roma como subdiácono en 1100, Gelmírez tuvo que esperar hasta la Pascua del año siguiente, el 21 de abril de 1101, para ser consagrado obispo en Compostela. Según Gordon Biggs (1983, p. 51, 298, nota 211), muy probablemente Diego tuvo que ser ordenado, a toda prisa, diácono y presbítero en los días anteriores, quizás el 6 y el 20 de abril. Unos años después, en 1105, fallecidos Pedro i y probablemente Diego Peláez –cuya última mención documental se fecha en Leyre en 1104–, Gelmírez emprende un segundo viaje –bien detallado en la Historia Compostelana– en el que no duda en atravesar las montañas vasco-navarras (Historia Compostelana, i, 16, 1). Muy posiblemente la elección del tramo navarro para llegar a Ostabat, pasando por Pamplona y Roncesvalles, para después alcanzar la via tolosana, se explica en el marco de las buenas relaciones existentes entre el nuevo prelado compostelano y Pedro de Rodez, obispo de Pamplona, quien en 1101 había contratado para su fábrica a Esteban, maestro de obras de Santiago, y que a la vuelta del periplo gelmiriano le pidió a este consagrar la capilla de Santa Fe en la cabecera de la catedral compostelana (Historia Compostelana, i, 19). El itinerario del viaje de 1105 sorprende porque fue aprovechado para adentrarse en tierras galas, camino de Cluny. Gelmírez siguió primero la via tolosana, visitando Auch y Toulouse, para luego tomar la via podiensis, con parada en Moissac y Cahors –en mi opinión, aunque no queda recogido en la Compostelana, en la abadía de Conques–; seguidamente, tras desviarse por Uzerche, hacia la via lemosina, en ella hace parada en Limoges, St. Léonard de Noblat, 70

Sainte Valérie, y, finalmente, llega a Cluny, donde es recibido por el todopoderoso abad Hugo, celebrando una misa por la festividad de San Miguel (29 de septiembre) de 1105 (Historia Compostelana I, 16, 5-6). Desde allí alcanzó los valles de Moriana y, en la ciudad de Susa, baja por la via francigena italiana hasta Roma, disfrazado de soldado (Historia Compostelana I, 17, 1), pasando probablemente por Pavía, Piacenza, Fidenza, Luni, Lucca, Altopascio, Siena, S. Quirico d’Orcia, Viterbo y Sutri. Para la reconstrucción hipotética de este itinerario a través de la francigena, contamos con el precedente de Sigeric, arzobispo de Canterbury, que, tras recibir el palio en Roma, volvió a su sede por ese mismo camino hasta Pavía, o con la peregrinación del abad islandés Nikulas de Munkathvera (1151-1154) o la del rey Felipe ii Augusto a su retorno de la Tercera Cruzada en 1191. No puede descartarse, sin embargo, que la comitiva compostelana haya tomado, en la ida o en la vuelta, el trazado de la via Aemilia, de Piacenza a Forlì, pasando por Parma, Módena y Bologna, para luego bajar por Bagno di Romagna, Arezzo, Perugia, Spoleto, Foligno, Rieti y Roma, tal y como hizo el monje de St. Albans –Matthew Paris– en la primera mitad del siglo xiii. Finalmente, el 31 de octubre de 1105, en la basílica romana de San Lorenzo Extramuros, Gelmírez recibió el palio de manos del Papa Pascual ii (1099-1118) (Historia Compostelana I, 17, 2). Aunque tradicionalmente el privilegio se venía fechando en las ediciones de la Historia Compostelana como de 1104, Ludwig Vones (1980), a partir del análisis de la copia del documento en el Tumbo B del Archivo de la Catedral de Santiago (fols. 225v-226r), estableció definitivamente que el viaje y el hecho tuvieron lugar en 1105. Desde un punto de vista artístico, resulta obvio el impacto y las consecuencias de los itinerarios gelmirianos de 1100 y 1105. En ambas ocasiones, la comitiva compostelana tuvo la oportunidad de conocer, de primera mano, los grandes centros creadores del arte románico del momento, como los obradores abiertos de Jaca, Toulouse, Conques y Cluny, u obras recién concluidas como el Claustro de San Pedro de Moissac. No hay que olvidar que muchas de las peculiaridades tipológicas (puerta bífora con relieves), temáticas (Apostolados, Teofanías, repertorio profano) y programáticas (exaltación de la vita apostolica, condena de los vicios) de las fachadas compostelanas derivan de los citados monumentos galos. Del mismo modo, en su periplo italiano, Gelmírez y sus acompañantes pudieron contemplar el resurgimiento del arte monumental promovido por la ideología de la Reforma Gregoriana, que recurriendo a los modelos paleocristianos quería retornar a los orígenes de la Iglesia y enseñar, además, los dogmas de la fe a través de las imágenes en una especie de «escritura para iletrados». De hecho, la amplitud del programa de la Porta Francigena, con temas como los meses, el repertorio profano y la historia del 71

Génesis, y su claro abuso en la utilización del friso historiado y figuras de jamba, enlazan con las preocupaciones de las fachadas de Wiligelmo en Módena (Puerta Occidental y Porta della Pescheria) y en Cremona. No obstante, lo que subyace tras estos viajes es la firme adhesión compostelana al modelo estético-ideológico de una Roma papal, paleocristiana y antigua. Con ello, Gelmírez supera las viejas reticencias de los pontífices a la sede jacobea, que se habían concretado en la excomunión del obispo Cresconio por León ix en el Concilio de Reims de 1049 (Isla Frez, 2006, pp. 97-98). La condena tenía que ver con la costumbre de los obispos de Iria-Santiago de arrogarse el título de «obispo de la sede apostólica». Ahora bien, con el reformista Gelmírez, una vez eliminado su opositor Diego Peláez, el nuevo camino de la futura sede metropolitana parecía ir de la mano de Roma. Quizás estos fueron los pensamientos del joven Gelmírez cuando, en 1100, se postró delante de la confessio de San Pedro del Vaticano, ante la doble fila de columnas salomónicas de la pérgola, para recibir, según el ritual canónico, el subdiaconado. Esas mismas reflexiones lo asaltarían en el momento de recibir el palio en la antigua basílica cementerial de San Lorenzo Extramuros, en medio de sarcófagos antiguos y paleocristianos. Las consecuencias artísticas que ambos momentos simbólicos tuvieron sobre la obra compostelana fueron, en primera instancia, señaladas por S. Moralejo (1987), tanto en las columnas entorchadas procedentes de la Porta Francigena, como en la sistematización de una frontal y un baldaquino de plata en el altar mayor. Muy probablemente, sin embargo, el «Maestro de las Columnas Entorchadas» se inspiró más bien en las obras de marmolistas romanos coetáneos, activos en el entorno de la Roma papal en la década de 1090, mientras que el Maestro de la Porta Francigena se nutrió, en parte, del repertorio dionisíaco de un sarcófago tardoantiguo reutilizado como tumba del Papa Dámaso ii († 1048) en San Lorenzo Extramuros (Castiñeiras, 2005). Por último, cabe señalar todo lo que de emulación de las basílicas romanas tiene la creación de una confessio bajo la parte trasera del altar de Santiago, así como la cita paleocristiana y lateranense del friso de la Pasión de Cristo del Maestro de Conques (o de las Tentaciones) en Platerías. Ello es visible tanto en el uso de composiciones –la Curación del Ciego o la Coronación de Espinas– y temas –Pasión sin crucifixión– derivados de sarcófagos paleocristianos como en la minuciosa representación de la columna de la Flagelación. Su altura, sin el plinto que la eleva, es igual a la de la figura de Jesús, en un intento por reproducir o evocar la célebre columna con la mensura Christi, visible en la Roma medieval en la antigua Sala del Concilio del Palacio de Letrán y actualmente conservada en el Claustro de la basílica lateranense. No cabe, pues, duda alguna de que las portadas del transepto compostelano y la nueva sistematización del altar mayor jacobeo son productos directos 72

de los viajes de Gelmírez por tierras galas e italianas. Solo a partir de 1100-1101 puede hablarse de un verdadero «arte gelmiriano», cuya época dorada finaliza en torno a 1122-1124. Entre esas dos fechas, Compostela pudo desarrollar un programa figurativo perfectamente vanguardista, que sintetizaba la experiencia del arte de los Caminos de Peregrinación con la emergencia del arte de la Reforma Gregoriana en Italia. Sus hitos son los siguientes: elevación de las fachadas del transepto entre 1101 y 1111 y consagración del altar mayor y capillas de la cabecera, entre 1105 y 1106. Una serie de fechas parecen corroborarlo: el inicio del nuevo palacio en la platea de Platerías en 1101; la inscripción de la jamba izquierda de la entrada oriental de Platerías, realizada en 1103; la inscripción conmemorativa de la consagración de la Capilla del Salvador y el epígrafe del frontal de plata, colocado en el quinto año del pontificado de Gelmírez; el enterramiento del conde de Galicia, Raimundo de Borgoña, en la Porta Francigena en 1107; la inscripción laudatoria al rey de Galicia, Alfonso Raimúndez, en el friso de Platerías, con motivo de su coronación en el altar mayor jacobeo en 1111; y la definitiva destrucción del perímetro de la basílica de Alfonso iii en 1112. Por el contrario, la fecha de 1122 de la fuente del Paradisus señalaba la finalización de tribunas, cubiertas y espacios públicos en el entorno de la catedral.

La vieira, el rey y otros símbolos jacobeos En ocasiones, algunas de las acciones de Gelmírez parecen estar a medio camino entre el marketing y la política. Su empeño por engrandecer la sede compostelana en detrimento de otras peninsulares o por distinguirla con respecto a otros centros de peregrinación, los llevó a él y a su curia a «inventar» símbolos o incluso a lanzar audaces propuestas de teoría política o eclesiástica. De hecho, no parece una casualidad que su ascensión al obispado de Compostela coincida con un hecho absolutamente fundamental para la peregrinación a Santiago: la asunción de la vieira –pecten maximus–, muy abundante en las costas gallegas, como insignia de la peregrinación jacobea. Para M. Díaz y Díaz (1999), este hecho tuvo que producirse entre 1099 y 1106. En 1099 los Cruzados tomaban Jerusalén y facilitaban con ello el acceso a Tierra Santa de una riada de peregrinos que podrían encontrar allí un souvenir barato, como recuerdo y símbolo de su viaje: las palmas. La entonces emergente peregrinación compostelana tuvo que ver este hecho como un firme competidor, de manera que necesitaba crear, lo antes posible, una insignia que la distinguiese. Por ello, la concha, muy común en las playas de Galicia, y de fácil venta en 73

Compostela, fue elegida como la insignia de la peregrinación a Santiago. Esta fue revestida, además, con un especial simbolismo relacionado con la caridad —una de las virtudes por antonomasia del cristiano— y la hospitalidad. Así aparece recogido en el sermón Veneranda Dies, cuya redacción pertenece, según F. López Alsina (2013), a los últimos años del gobierno de Gelmírez, entre 1135 y 1139: «Por lo mismo los peregrinos que vienen de Jerusalén traen las palmas, así los que regresan del santuario de Santiago traen las conchas. Pues bien, la palma significa triunfo, la concha significa las obras buenas» (Liber sancti Iacobi I, 17)

Cabe por último recordar que la venta sistemática de conchas ya está documentada en la descripción de la ciudad de Santiago en el Liber sancti Iacobi (V, 9), por lo que cabe suponer el Paradisus, o plaza que se situaba delante de la Porta Francigena (1101-1111), con puestos dedicados a la venta de estos objetos; que servían, de vuelta a casa, como recuerdo de la peregrinación realizada y que adquirieron desde un inicio valores apotropaicos. De ahí que en la temprana fecha de 1106 se sitúe el milagro del caballero de Apulia que fue sanado de una inflamación en la garganta con el mero contacto con una concha traída de Santiago (Liber sancti Iacobi, II, 12). Esta narración, que constituye el primer testimonio textual de su utilización como emblema de la peregrinación, certifica asimismo que su uso estaba ya muy extendido a comienzos del siglo XII por toda Europa (Castiñeiras, 2007 b, 2010 b). De hecho, durante las excavaciones llevadas a cabo entre los años 1945 y 1965 por Manuel Chamoso Lamas en el subsuelo de la Catedral de Santiago, apareció dentro de una tum-

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Vieira (pecten Maximus) encontrada en las excavaciones de la Catedral de Santiago. Museo das Peregrinacións, Santiago de Compostela

ba situada a la altura del sexto tramo de la nave lateral norte, muy cerca de los fundamentos de la torre defensiva del obispo Cresconio (1037-1066), una concha con dos agujeros para prender en la ropa que se custodia en el Museo das Peregrinacións de Santiago en Compostela. De su contexto arqueológico se deduce que dicho enterramiento tuvo que haber sido realizado cuando todavía esta parte occidental se usaba como necrópolis, antes del avance y finalización de las obras de la catedral. Por ello, se piensa que dicha sepultura es anterior a 1120, fecha en la que sabemos que Gelmírez ordenó el derribo de la torre de Cresconio para permitir el avance de los trabajos de construcción. Tanto el simbolismo de la concha –que el Liber sancti Iacobi compara a una mano abierta, es decir, las obras buenas de la caridad– como la temprana voluntad de enterrarse con ella pertenecen a la cultura espiritual pero también figurativa de la peregrinación del siglo XII. Así, en el dintel del Portal Occidental de San Lázaro de Autun, a los pies del tímpano central de Juicio Final, Gislebertus esculpió –hacia 1135– entre los elegidos a dos peregrinos, cada uno con sus respectivas insignias colocadas en sus escarcelas de viaje. El de Jerusalén lleva la Cruz Patriarcal, mientras que el de Santiago, la vieira. Gracias a ellas podrán ser distinguidos al resucitar al final de los tiempos. No existe mejor imagen para entender la importancia de la insignia y el impacto de la acción de Gelmírez sobre Santiago y su camino: Autun se encuentra a casi mil quinientos kilómetros de Compostela, en una prolongación de la via lemosina. Otra acción de Gelmírez, absolutamente calculada, es la coronación en 1111 del rey-niño, Alfonso VII, en la Catedral de Santiago. Los historiadores discrepan en la interpretación del hecho. Para algunos se trataría de un claro reclamo del antiguo reino de Galicia, por parte de los nobles que sustentaban al heredero, encabezados por Pedro Froilaz (1086-1126), conde de Galicia y ayo del pequeño. Con ello buscaban distanciarse de su madre, la reina Urraca, casada en segundas nupcias con el rey aragonés, Alfonso el Batallador (1104-1134), arguyendo que en el testamento de Alfonso VI se establecía que si su hija Urraca se volvía a casar, Galicia había de pasar a su nieto. No obstante, para otros historiadores la ceremonia fue, en realidad, un verdadero acto de reconciliación entre los bandos de Pedro Froilaz y el de la reina, en el que estaba Gelmírez, para buscar una estabilidad ante la situación de enfrentamiento con el rey aragonés (Portela, 2013). En este contexto, se intenta justificar su coronación como rey de Galicia pero entendida esta como una parte de los territorios del imperator de Hispania, título que este estaba llamado a ostentar cuando sucediese a su madre en el trono de León. Más allá de esta discusión, nadie duda de la significación simbólica que tenía la celebración de una coronación en Santiago, ante el refulgente y nuevo altar del Apóstol, y que el oficiante fuese nada menos que el obispo Gelmírez, 75

que en 1105 había obtenido la dignidad del palio. Tal y como narra la Historia Compostelana (i, 66), el prelado ungió e impuso al nuevo monarca las insignias del poder en el nuevo altar mayor jacobeo, situado sobre la tumba apostólica, e hizo sentar al niño, simbólicamente, en su cátedra episcopal, que se convirtió, así, en un improvisado trono real: «Tomándolo el pontífice le condujo con ánimo gozoso ante el altar de Santiago apóstol, donde se asegura que descansa su cuerpo, y allí, según normas de los cánones religiosamente le ungió como rey, le entregó la espada y el cetro y, coronado con diadema de oro, hizo sentar al ya proclamado rey en la sede pontifical». Con ello Gelmírez estaba imitando el rito de la coronación imperial que se realizaba entonces al amparo de la tumba apostólica por excelencia: la basílica de San Pedro de Roma, donde ese mismo año el Papa Pascual II coronaba al emperador Enrique v. Cabe

recordar que Gelmírez no solo había visitado la ciudad papal en dos ocasiones, en 1100 y en 1105, para adquirir nuevos privilegios para él y para su sede, sino que había recibido, entre los años 1109 y 1111, el regalo de una colección canónica dedicada, el Polycarpus, en la que se exponía con claridad una de las bases fundamentales de la ideología de la reforma de Gregorio vii (1073-1085): el papel «tutelar» que había de ejercer el sacerdocium con respecto al regnum en los asuntos del poder temporal (Castiñeiras, 2012 a, 2013). La prueba de la estrecha vinculación de Gelmírez con los hechos y su empeño en que estos revertiesen en beneficio de la gloria de su sede estaría en la inscripción –«ANF (US) REX»–, que él mismo mandó labrar con motivo de la citada coronación del rey-niño, sobre la lastra del Santiago entre cipreses pertenecientes al grupo de la Transfiguración. Tal y como señalamos más arri-

Fachada sur del transepto y detalle, Platerías de la Catedral de Santiago de Compostela (1103-1111)

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lización de la basílica compostelana (Historia Compostelana II, 64). En mi opinión, esta conexión meridional explicaría algunas citas «apulas» en la dedicación de altares en la basílica compostelana –en concreto, el altar a san Nicolás sobre la tribuna del transepto sur en 1122, de uso privado del obispo (Historia Compostelana, II, 55)–, o el coronamiento exterior de las capillas de San Juan y de Santa Fe en el deambulatorio, entre 1117 y 1122, con acróteras que parecen tomadas del repertorio del románico apulo. De hecho, esta familiaridad de la curia compostelana con Apulia vendría confirmada por el viaje a Jerusalén realizado pocos años antes, en 1118, por los canónigos Pedro Díaz y Pedro Anayaz, respectivamente cardenal y tesorero de la Iglesia de Santiago (Historia Compostelana II, 3, 4), los cuales, con mucha probabilidad, se embarcaron hacia Tierra Santa en alguno de los puertos apulos. Años más tarde, en 1129, el Patriarca de Jerusalén le enviará a Gelmírez una carta de agradecimiento por las donaciones recibidas, proponiéndole la creación de una confraternitas entre las

ba, las lastras pertenecientes a este grupo habían sido pensadas, en un primer momento, para ser colocadas en la puerta occidental, pero la precipitación de los hechos y la necesidad de dotar al rey de una puerta de aclamación para entrar en el edificio desde su primitivo palacio, hizo que el obispo ordenase incluirlas en la puerta sur o Platerías, pues esta estaba ya prácticamente finalizada hacia 1111. Ello obligó, sin embrago, a remover el grupo de los doce apóstoles originalmente pensado para decorar el frontispicio, de manera que los cinco relieves de la Transfiguración pasaron a ocupar el centro de este espacio. Así, la inscripción del nombre del nuevo monarca, a modo de aclamación, junto a la figura de Santiago en el momento de su máximo esplendor como apóstol –pues este es testigo privilegiado de la Transfiguración de Cristo–, hay que entenderla también como la férrea voluntad del prelado de exaltar la sede jacobea, en la que el sacerdocium tutela al regnum, siguiendo así los dictados de la Reforma Gregoriana, a la cual Gelmírez se había sumado con entusiasmo. No sin razón se ha querido ver en la lastra de Santiago entre cipreses de Platerías un verdadero visual manifesto de la teoría gregoriana en clave compostelana: el Apóstol Santiago, cuya casa gobierna Gelmírez, tutela una monarquía que desde el siglo viii había vinculado el ideario de la Reconquista a la figura del Apóstol. Años más tarde, Gelmírez llevará a cabo, en otro contexto, toda una serie de acciones y proyectos para afianzar esa alianza. Así, concederá a Alfonso vii el título de canónigo (1127) con el objeto de forzarle a elegir como lugar de sepultura la basílica del Apóstol y convertirlo plenamente en un rex sacerdos. A ese mismo ideario corresponde el ambicioso proyecto de colección documental del Tumbo A, realizado pocos años después (1129-1134), en el que se ilustra una serie de «retratos» de reyes favorecedores de la basílica jacobea, que se inicia con una miniatura del hallazgo del sepulcro del Apóstol y termina con el retrato del emperador Alfonso vii. En casi todas las estampas que encabezan los documentos de donación se repite, hasta la saciedad, la fórmula del nombre del monarca y su título regio, como años antes se había hecho en la lastra de Platerías.

Anhelando Jerusalén Con los años, Gelmírez y su curia pasaron a interesarse por los lejanos puertos del sur de Italia así como por Tierra Santa. Sabemos, de hecho, que dos canónigos compostelanos enviados por él, Pedro Astruáriz y Pelayo Yáñez, recorrieron entre 1122 y 1124 Apulia y Sicilia en busca de donativos para la fina78

Alfonso VII, rey de León. Archivo de la Catedral de Santiago de Compostela, Tumbo A (1129-1134)

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dos iglesias y rogándole que acogiese a un tal Aymerico, canónigo del Santo Sepulcro, y que le entregase la iglesia de Santa María de Nogueira (Cambados, Pontevedra), que entonces pertenecía a la diócesis compostelana (Historia Compostelana, III, 16) pero que había sido concedida al Santo Sepulcro en el privilegio papal de 1128 (Jaspert, 1999). Con toda probabilidad, con la venida de este canónigo, llegó a Galicia, como regalo o prueba de agradecimiento, el mal llamado Lignum Crucis «de Carboeiro», una cruz patriarcal hierosolimitana de tipo procesional, conservada actualmente en la Capilla de la Reliquias de la Catedral de Santiago (Castiñeiras, 2003, 2012 b). Otro objeto llegado entonces desde Jerusalén era la supuesta Cabeza de Santiago el Mayor. Su historia tiene mucho que ver con la lucha entre Braga y Compostela por la posesión de reliquias, habida cuenta del triste episodio del Pío Latrocinio en 1102. Así el francés Mauricio Burdino, obispo de Coimbra (1099-1109), arzobispo de Braga (1109-1118) y antipapa con el nombre de Gregorio VIII (1118-1121), realizó entre los años 1104 y 1108 una larga peregrinación a Tierra Santa, en la que consiguió robar la supuesta cabeza de Santiago el Mayor a la que se da todavía culto en una capilla de la Catedral Armenia de Jerusalén (Historia Compostelana I, 112; Mordechay, 2010). Con toda probabilidad, este latrocino buscaba paliar el robo que había perpetrado Gelmírez en la diócesis bracarense y minar la convicción de que en Compostela se encontraba todo el cuerpo de Santiago el Mayor. No obstante, a su vuelta a Hispania, Burdino decidió depositar la cabeza en el monasterio cluniacense de San Zolio de Carrión, si bien muy pronto la reina Urraca se apodera de ella en 1112 y la traslada a León (Costa, 1960-1961). Años más tarde, en 1116, esta se la regala a Gelmírez en una pomposa ceremonia de reconciliación entre ambos. El obispo la guardó en un caja de plata, sin darle ningún culto especial (López Ferreiro,1900), pues posiblemente estaba más interesado en subrayar que el Apóstol estaba enterrado «entero» bajo el altar mayor. Por último, dos siglos después, uno de sus sucesores y emuladores, el arzobispo Berenguel de Landoira (1317-1330) la quiso revitalizar pero ya como Cabeza de Santiago el Menor (Alfeo), de manera que la hizo guardar en un busto-relicario de plata labrado ex profeso —que todavía se puede admirar en la Capilla de las Reliquias de la Catedral—, y le confirió, además, cierto protagonismo ritual y litúrgico (Castiñeiras, 2015). Más allá de la señalada confraternidad entre ambos cabildos, la llegada del canónigo hierosolimitano Aymerico a Compostela, el posible regalo a la sede jacobea de un Lignum Crucis por parte del patriarca de Jerusalén y el misterioso episodio de la Cabeza de Santiago, existe toda una serie de noticias documentales sobre viajes de nobles gallegos a Tierra Santa que completan el panorama de la relaciones entre el Noroeste peninsular y el lejano Mediterráneo. Entre sus protagonistas destacan los nombres de Juan 80

Busto-relicario de Santiago Alfeo, 1322 en la Capilla de las Reliquias de la Catedral de Santiago de Compostela

Díaz y Rodrigo Pérez de Traba, que realizaron donaciones al Santo Sepulcro en 1128 y 1138 (González Rodríguez, 1957; Fernández de Viana y Vieites, 1991). En mi opinión, resulta particularmente transcendente la realizada por Rodrigo Pérez, conde de Traba. Este era uno de los hijos del célebre Pedro 81

Froilaz, ayo del rey Alfonso VII durante su infancia en Galicia, y que desde 1107 firmaba como comes «Gallaecia», un título que usarán después de su muerte sus hijos Fernando y el citado Rodrigo. En su donación de 1137-1138 Rodrigo le concede a los canónigos del Santo Sepulcro, por el bien de su alma, de su mujer y de sus parientes, además de la villa de Pasarelos con treinta y una casas, situada en las proximidades de la ciudad de Santiago, en O Oroso (A Coruña), una sustanciosa renta anual mientras viva de dos marcos de plata (Castiñeiras, 2012 b). En el documento se dice explícitamente que esta donación se realiza con motivo del segundo viaje del conde «Et ego quidem Rodericus, cum secundo Sepulcrum Domini vissitassem, hoc devotionis mee donum», ante el Patriarca William y en la compañía de sus compatriotas firmantes, entre los que destaca, un tal Johannes Tirant, germanus episcopi de Toy (Tui?); Helvitu Saniz, de la Tierra de Santiago; y Petrus Hyspanensis, frater Templum Militum. Cabe recordar que solo unos pocos años antes, en 1131, el conde Rodrigo –comes Rudericus de Trava– confirmaba un importante privilegio del rey Alfonso VII a los oficiales de las obras de la iglesia de Santiago. La presencia de un mismo personaje de la nobleza gallega donando en ambos santuarios de peregrinación confirma, en primera instancia, la intrínseca y fluida relación existente entonces entre Santiago y Jerusalén. No obstante, en ambos casos se trata además de concesiones destinadas al buen progreso de sendas fábricas: si en Santiago esto es obvio, pues se trata de una exención del pago del impuesto al maestro de obras de la Catedral, en Jerusalén la concesión de un censo monetario anual seguro que facilitaría los trabajos de construcción del Santo Sepulcro cruzado, consagrado tan solo once años después, en 1149 (Bresc-Bautier, 1984, doc. núm. 72, pp. 170-171). Estas fluidas relaciones entre el conde de Galicia –Rodrigo– y el cabildo de Jerusalén durante la construcción del Santo Sepulcro cruzado tienen, en la esfera artística, su máximo ejemplo en la puerta sur del templo hierosolimitano, pues, como en Toulouse y en Compostela, en él la entrada privilegiada de la basílica se situó también en el lado sur. Aunque se ha querido ver en esta fachada de Jerusalén una evocación de la Puerta Dorada, cuyo simbolismo no dudamos, un análisis de los detalles de la misma parece confirmar, sin embargo, su adhesión al entonces prestigioso modelo de Platerías (1103-1111) de la catedral de Santiago, el cual el cabildo del Santo Sepulcro pudo conocer a través del canónigo Aymerico o del propio Rodrigo Pérez de Traba. En ambos encontramos una bífora abocinada, cuyas arquivoltas interseccionan en el centro, dos arquitrabes con relieves, y un piso superior con doble ventana bajo arcos. Hasta la lejana Jerusalén habría llegado, pues, la larga sombra de la obra de Gelmírez. 82

Siempre en Galicia Resulta difícil enumerar las múltiples acciones emprendidas por Gelmírez en su Galicia natal. En Compostela, más allá de la catedral, desarrolló una gran actividad a favor de la arquitectura civil y del urbanismo de la ciudad. Destacan la elevación de dos palacios episcopales –el primero, en 1101, junto a la Puerta de Platerías; y el segundo, a partir de 1120, en el lado norte–, de un hospital de peregrinos, así como, bajo la dirección del Tesorero Bernardo, de un acueducto y una hermosa fuente en el Paradisus, con cuatro caños, que mitigaba la sed de los romeros que llegaban a la basílica (Liber sancti Iacobi V, 9). Del mismo modo, la Historia Compostelana (I, 19) lo celebra como constructor de iglesias menores dentro de la ciudad, como la del Santo Sepulcro, que albergará muy pronto los restos de Santa Susana, o la de la Santa Cruz en el Monte do Gozo (Historia Compostelana I, 20), donde desarrolló ritos procesionales propios de la liturgia romana, así como otras tantas esparcidas en su diócesis en las que contó con la ayuda de la munificencia de sacerdotes y canónigos. Por su número, cabe señalar la labor edilicia llevada a cabo en la comarca de Nendos, donde las iglesias de Piadela (en 1101), Abegondo, Barbeiros, Dexo, Mántaras y Morás fueron restauradas y consagradas gracias a la generosidad del arcediano Juan Rodríguez (Historia Compostelana, I, 32). No obstante, aunque muchas de ellas han llegado hasta nosotros, transformaciones románicas posteriores o intervenciones de la época barroca han cambiado para siempre su aspecto primigenio. Pero si hay un templo que merece especial atención por el interés que Gelmírez mostró a lo largo de su carrera, este es el de Santiago de Padrón. Según la Historia Compostelana (I, 22 y 36), entre 1101 y 1109, el prelado renovó la iglesia existente allí desde el siglo X con la ayuda del presbítero Pelayo. Como es bien sabido dicho lugar está relacionado con el relato de la traslación del cuerpo de Apóstol de Jerusalén a Galicia. Allí se encuentra todavía hoy el petronum o pedrón, que algunas leyendas querían proponer como la piedra en la que Santiago habría viajado desde Jaffa a Compostela (Liber sancti Iacobi I, 17, ed. 1951, p. 193). Con la toma de Jerusalén y el flujo de los cruzados, en el puerto de Jaffa, según relatos del siglo XII, se mostraba a los peregrinos la mitad de esta supuesta piedra. Como en el caso de la pretendida Cabeza de Santiago el Mayor, Gelmírez parece haber preferido mitigar o incluso acallar estas leyendas a favor de su propia tierra. Así, tal y como ha señalado F. López Alsina (2013, p. 375-376), en el sermón Veneranda Dies, compuesto al final de su gobierno, entre 1135 y 1139, se opta por dar la versión de que se trata de la piedra donde se amarró la barca del apóstol y donde sus discípulos colocaron el cuerpo de Santiago y celebraron la eucaristía. 83

Muy posiblemente esta explicación está en relación con una segunda y profunda renovación de la fábrica de Santiago de Padrón por parte de Gelmírez en 1133. Según la Historia Compostelana (III, 36, 3), se pasó de una iglesia pobre a una noble construcción de tres naves, con tres ábsides dedicados a María Salomé, Santiago y Juan Bautista y Evangelista. Con dichas titulaciones, Gelmírez estaba, una vez más, subrayando la importancia de los dos hijos de Zebedeo –los apóstoles Santiago y Juan–, para los que Cristo había prometido a su madre, María Salomé, un lugar de honor en su futuro reino (Mt. 20, 20-28). La curia compostelana había utilizado repetidamente esta promesa evangélica para reclamar para Compostela tanto la dignidad arzobispal como patriarcal (Díaz y Díaz,1999). Afortunadamente en la iglesia actual, muy renovada, pueden todavía encontrarse restos relacionados con Gelmírez. Así, en el altar mayor, a través de una trampilla, se accede a una especie de receptáculo donde está la célebre ara romana dedicada a Neptuno que dio lugar a las leyendas jacobeas arriba referidas. Este peculiar escenario bajo el altar no es, sin embargo, el original de Gelmírez; ya entonces la iglesia estaba orientada de manera diferente. De hecho, la original ubicación actual hacia el oeste del templo parece ser obra del arzobispo Rodrigo de Luna, quien construye allí, en el Año Santo de 1456, un hospital y una iglesia, cuya cabecera incluía bajo el altar el primitivo pedrón. En ese mismo altar, siguiendo la sistematización bajomedieval del altar del apóstol en la Catedral Santiago, «está la imagen del santo con una escalera por detrás, por donde suben y abrazan la imagen los peregrinos y romeros y otras muchas personas» (Jerónimo del Hoyo, Memorias del Arzobispado de Santiago, 1607, ed. 1950, p. 153). A falta, pues, de una excavación arqueológica, desconocemos la planta original de la ambiciosa iglesia gelmiriana de 1133. No obstante, en el muro perimetral de la nave norte del actual templo se encuentra una inscripción reaprovechada que da fe de la reconstrucción de la iglesia por parte del arzobispo: «D(idacus) C(om)P(ostellane) ECCl(esia)E PRIMUS A(rchiepiscopus) IN ERA ICªLXªXIª». Lamentablemente, no nos ha llegado imagen o retrato alguno del personaje. No obstante, su innegable acción en su diócesis quedó inmortalizada en imagen, mucho después de su muerte, hacia 1289, en una miniatura del Tumbo del monasterio de San Justo y Pastor de Toxosoutos (A Coruña) (Madrid, Archivo Histórico Nacional, Sg. 1302, f. 2v). En ella se representa al prelado, con mitra y el báculo apostólico en tau —preceptivo de los obispos compostelanos—, en el momento de bendecir a Fruela Alfonso y Pedro Muñiz, caballeros de la corte de Alfonso VII, que en 1127 abandonan el mundo para retirarse a un apartado oratorio con objeto de fundar un nuevo monasterio (Sicart, 1981; Pérez Fernández, 2004, doc. núm. 2, Altar mayor de Santiago de Padrón: el pedrón

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Inscripción de la renovación en 1133 por Gelmírez en el muro sur de Santiago de Padrón

pp. 22-23). Tal y como reza el documento que acompaña a la ilustración, el acto se realizó con el beneplácito del abad de San Paio de Antealtares, que, como propietario, les entrega la ermita, en presencia del arzobispo Gelmírez. Se trata de la única imagen conservada del personaje de época medieval. También se ignora su lugar de enterramiento. Por lógica, este pudo haber sido sepultado en el claustro de la Catedral de Santiago, junto a otros canónigos y magnates, como Fernando Pérez de Traba, conde de Galicia, que allí fue enterrado en 1157 para luego ser trasladado al monasterio de Sobrado. No obstante, la dudosa existencia de una arquitectura claustral propiamente dicha en la catedral en esta época y la posterior construcción allí de un claustro en el siglo XIII arrasaron toda posibilidad de contraste. Otra posibilidad pudo haber sido la Colegiata de Santa María del Sar, fundada en 1136 como canóniga agustiniana por Gelmírez, siguiendo los deseos de su antiguo colaborador Munio Alfonso. De hecho, un siglo más tarde, otro arzobispo compostelano letrado, Don Bernardo, se retiró y fue enterrado allí, en 1240, en un bello sarcófago con efigie que todavía se puede contemplar en el interior de la iglesia. Como todos los grandes personajes de la historia, conservar la memoria de sus gestas fue una de las obsesiones de Diego Gelmírez. Para ello contó con un scriptorium, con la erudición de sus canónigos –muchos de ellos venidos de lejanas tierras como Giraldo de Beauvais o Rainiero de Pistoia– y con el entusiasmo de algún peregrino letrado, como el polémico Aymerico Picaud. La Historia Compostelana narra, de forma novelesca, la epopeya de su gobierno. El Liber sancti Iacobi supone una loa al Apóstol Santiago, a sus milagros, y a su imaginario legendario, pero también constituye la primera guía del Camino de Santiago y su meta. Por último, el Tumbo A, recoge las generosas donaciones de los reyes al señorío de Santiago. Gelmírez pervivió más allá de su época. Su papel como gran protagonista de la historia de Galicia fue retomado en la edad contemporánea desde dos puntos de vista opuestos (Villares, 2010). Para unos, contribuyó sobremanera a desligar a Galicia de Portugal, rompiendo así la secular unidad territorial de la antigua Gallaecia. Como hemos visto, esto es, en parte, discutible, ya que el proceso de división entre el alén y aquén del Miño respondió a intereses de agentes muy variados que Gelmírez no podía controlar, como la reclamación metropolitana de Braga, los intereses de Alfonso VI por disminuir el poder de Raimundo de Borgoña, o la emergencia del poder de su primo, Enrique. Para otros fue tan solo un gran príncipe de la Cristiandad que incorporó Compostela a la Europa de su tiempo. Se trata, sin embargo, de una figura que es difícil de reducir en un 88

Diego Gelmírez bendice a Fruela Alfonso y Pedro Muñíz, caballeros que en 1127 se retiran a un apartado oratorio en Toxosoutos con objeto de fundar un nuevo monasterio. Tumbo del monasterio de San Justo y Pastor de Toxosoutos, A Coruña. (Archivo Histórico Nacional, Sg. 1302, f. 2v)

simple esquema de interpretación, pues se escapa de lo común. Gelmírez fue un hombre práctico y lleno de vehemencia, y sobre todo, un personaje de acción, digno del dicho: «obispo de Compostela, báculo y ballesta». Su acción a favor del Señorío de Compostela y de los derechos de su sede le llevó a desarrollar una política internacional que Galicia nunca antes había tenido, codeándose con los hombres más poderosos de la Europa de su tiempo, como el abad Hugo de Cluny o los papas Pascual II y Calixto II, y enfrentándose, más de una vez, a los reyes de su época, como Urraca de Castilla o Alfonso el Batallador. Por otra parte, su estrategia territorial le llevó a realizar acciones poco honestas, como el citado Pío Latrocinio, que lo único que buscaban era mermar la sede de Braga a favor de Compostela: si la historia de Galicia lo quiere condenar por eso ignorará para siempre las claves de su época. De hecho, Gelmírez aprovechó el contex89

to del Camino de Santiago y las fluidas conexiones de Galicia con Europa para transformar para siempre la historia de esta tierra. Hechos como la coronación del rey-niño en la Catedral de Santiago buscaban, sin duda, convertir a Compostela en una capital de facto del reino, y ansiaban que el lugar del Apóstol fuese el nuevo panteón de los reyes. Las desavenencias posteriores con Alfonso VII no le facilitaron ese camino, de manera que una vez alcanzada la dignidad arzobispal y la prelacía papal en 1120, Gelmírez parece sumirse en un dulce sueño, y quizá consideró que nadie estaba ya a su altura. De hecho, se puede decir que sus sucesores no supieron entender la dimensión de su legado, o las posibilidades políticas que en él se escondían. De hecho, tras un largo silencio, o unha longa noite de pedra, su figura comenzó a reivindicarse en el siglo XIX como gran protagonista de la historia de Galicia. Posteriormente, en siglo XX una serie de autores como R. Otero Pedrayo, J. Filgueira Valverde, K. J. Conant, G. G. Biggs, R. A. Fletcher, S. Moralejo o F. López Alsina, exploraron las distintas y ricas facetas de su extraordinaria personalidad: amante de su tierra, gran patrono de las artes, hombre de su tiempo y catapulta de la ciudad de Compostela y del Camino de Santiago. Nadie, sin embargo, como Manuel Murguía (1898) ha sabido entender los condicionantes de su punto de partida, su férrea voluntad por superar el destino, su evidente rebeldía con la jerarquía, y la grandeza de sus inquietudes intelectuales, religiosas y políticas: «Dos pensamientos llenaron por entero el alma de nuestro obispo: el de la sublimación de su iglesia y ciudad y el engrandecimiento del país gallego. Asomaban entonces, a un tiempo las nuevas auroras para la iglesia compostelana y para el antiguo reino de Galicia. Rompía una la cadenas que en el orden jerárquico la tenían sujeta; el otro se preparaba a formarse definitivamente uno y distinto. Puede a pesar de ellos que en todo el curso de la historia de nuestro país, ni nadie osó lo que D. Diego, ni nadie llevó a término obra más importante. El verdadero período de nuestras grandezas se abre a su impulso bajo su Imperio. Y cuando concluyó para siempre, pudo decirse que nada había deseado para Galicia y par su iglesia que el cielo no lo hubiese concedido. Pudo decir también que habiendo recibido una pobre herencia, la dejaba por completo acrecentada» (Murguía, 1991, p. 28).

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