Garantizando y reproduciendo desigualdades: aporte a la discusión de la estratificación social desde el consumo cultural

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Descripción

Desigualdad, Estratificación y Clases Sociales Pablo Pérez Ahumada

Universidad Alberto Hurtado facultad de Ciencias Sociales, Sociología

Garantizando y reproduciendo desigualdades: aporte a la discusión de la estratificación social desde el consumo cultural Sebastian E. Adasme Favreau Introducción: problematizando la estratificación desde el consumo cultural Durante la última década en Chile, uno de los principales agentes que se han dedicado a la difusión y apertura de espacios para la práctica ciudadana del consumo cultural han sido, entre otras instancias o instituciones, las ya consolidadas ‘productoras de eventos y espectáculos’; o siguiendo a Adorno y Horkheimer (1994), las ‘industrias culturales’. Estas maquinarias de mercadeo y marketing se han encargado de traer cada vez más artistas (individuales) y eventos (festivales masivos) de diversa índole para presentarse en los distintos escenarios y recintos que ofrece nuestro país, principalmente la capital de Santiago. El consumo cultural que representan los conciertos y eventos masivos pueden no elevar significativamente el PIB nacional, ni ser una extensa contribución para la recaudación de las arcas fiscales, sin embargo a tal inocencia subyacería una especie de garantía de estratificación y desigualdad que mantendría ‘controladas’ a las personas, induciéndolas a reproducir determinadas prácticas para el consumo general de todos los otros mercados que se han erigido en la sociedad chilena post-dictadura; o como bien ha señalado Güell, Peters y Morales, “el principal concepto empleado para determinar la relación entre sociedad y tipos de consumo cultural, ha sido el de estratificación social” (Güell y Peters, 2012:23). Ahora bien, García Canclini define el consumo cultural como “el conjunto de procesos de apropiación y usos de productos en los que el valor simbólico prevalece sobre los valores de uso y de cambio, o donde al menos estos últimos se configuran subordinados a la dimensión simbólica” (García Canclini, 1999:42), a la cual tanto Sunkel (2002) como Güell y Peters (2012) indican ciertas sugerencias: el primero señala cierta necesidad de repensar tal noción desde los cambios del contexto sociocultural de la última década, refiriendo principalmente que el consumo en general es una práctica cultural que presenta apropiación y usos de mercancías, y no exclusivamente los ‘bienes culturales’; los segundos autores señalan que al operacionalizar empíricamente hay cierta dificultad en establecer la distinción de valor de

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uso y valor simbólico debido a que en las sociedades de consumo la función instrumental es cumplida cada vez más por medio de símbolos. En ese sentido, no sólo debemos enfocar al cine, teatro, literatura y pintura en tanto consumo cultural en sentido específico (Wortman, 2001), sino que además de la música y los festivales masivos de diversas temáticas, se puede integrar a la palestra de análisis tanto los eventos masivos asociados al Fútbol, y el turismo cultural que generan, como también las relaciones que emanan del consumo de dispositivos tecnológicos. Así, el presente artículo se encamina a observar cómo el consumo cultural lograría exponer un sello de garantía de estratificación y desigualdad social en cada una de esas ofertas de diferenciación y distinción. Las regulaciones en torno al consumo cultural a primera vista parecieran escasas, siendo un espacio de libre competencia económica y de auto-regulación en donde las industrias culturales pueden ofertar todas las necesidades falsas que estimen convenientes; Wortman (2001) señala la estrecha relación entre el consumo cultural, las políticas culturales y el espacio urbano ennoblecido, lo cual nos lleva a reflexionar hasta qué punto el Estado chileno se hace cargo de su rol de garante de prestigio en el plano cultural y educativo. Con ello se debe seguir el llamado de Sunkel (2002) a resaltar el escaso uso e injerencia que han tenido las investigaciones culturales a la hora de formular las políticas culturales. Precisamente, se debe analizar la articulación del consumo cultural bajo estrategias segregacionistas, las difusas posibilidades democratizadoras en el acceso que se limitan a las oportunidades crediticias y la legitimidad de la presión social que se fomenta en el consumo de eventos para públicos bajo la línea de la adolescencia. Desde lo anterior el presente artículo se guiará esencialmente por las siguientes preguntas: ¿en qué medida los aportes teórico-empíricos sobre la estratificación y desigualdad social permiten explorar al consumo cultural como sustento de formas de regulación en la sociedad chilena actual? ¿De qué manera la sociedad chilena continúa validando y permitiendo los (aparentes) abusos del sistema económico bajo el pretexto de las libertades del consumo? ¿Es posible revertir ciertos efectos de la naturalización de la estratificación en la sociedad chilena, y posiblemente en otras sociedades latinoamericanas, que se oferta y reproduce por medio del consumo cultural? Asimismo, el presente trabajo se plantea como objetivo general el contribuir al desarrollo de líneas de investigación respecto a la estratificación social y desigualdad de clases desde 2

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perspectivas del consumo cultural en el Chile actual. A su vez, en tanto objetivos específicos, primero se pretende analizar las principales discusiones teóricas sobre la estratificación y desigualdad social para generar un marco teórico crítico que se adecúe a las singularidades del consumo cultural; y en segundo lugar se busca examinar casos observables en la sociedad chilena, en lo que va del siglo veintiuno, donde el consumo cultural reproduce y legitima la desigualdad y estratificación social. La principal hipótesis que plantea este artículo es que el consumo cultural instaura los imaginarios sociales claves para perpetuar el mercantilismo neoliberal en que se desenvuelven las diversas relaciones sociales; y, más aún, la carencia de políticas públicas respecto a regulaciones del consumo general y cultural generaría la naturalización de patrones individualistas y competitivos de diferenciación y distinción. Pues bien, en primer lugar abordaremos la discusión respecto a conceptos y teorías sobre estratificación y desigualdad social, expuestas en relación a la problemática del consumo cultural; luego se expondrán cuatro tópicos en que convergen diversos casos que permitirán ejemplificar las garantías de estratificación y naturalización de la desigualdad social que subyace al consumo cultural; finalmente, se presentarán las principales conclusiones. Clases, desigualdades y estratificación desde el enclave del consumo cultural Las reflexiones sobre las teorías de clases y estratificación social, en el plano de la sociología, encuentran su base principal en las clases dicotómicas (propietario y no propietario) que Marx (2001; Marx y Engels, 1983) dio cuenta sobre determinadas fases históricas de las relaciones de producción, señalando una inminente lucha de clases que necesariamente transitaría a la dictadura del proletariado para así generar la abolición de todas las clases y avanzar a una sociedad sin clases; como también en los análisis generados por Weber (1992) principalmente en las relaciones del mercado y la distribución desigual del poder en la esfera económica (clases), social (estamentos) y política (partidos), dando pie a lo que más tarde sería trabajada la movilidad laboral. Como una especie de respuesta a esas dos perspectivas clásicas aparece la corriente funcionalista; Davis y Moore (1972) refieren a la estratificación como el resultado de una ‘necesidad universal’, es decir, existe una necesidad funcional de situar y motivar a las personas en la estructura social, siendo su resultado las diferencias en las recompensas y las formas en que aquellas se distribuye, con ello el concepto de ‘talento’ y ‘prestigio’ se volvieron principales para explicar la composición de la estructura social. Tumin (1972) 3

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planteó las principales críticas a las ideas funcionalistas al referir que resulta confusa la idea de la escasez del talento como la base de la estratificación, ya que los privilegiados suelen restringir conscientemente el acceso a sus posiciones de privilegio, conllevando la desigualdad institucionalizada muchas veces consecuencias negativas. Bajo la pretensión de indagar empíricamente la adquisición de estatus, en tanto jerarquía unidimensional con idea gradacional, se tendió a investigar por un lado el prestigio ocupacional (Treiman, 1976), dando cuenta que las ocupaciones más prestigiosas resultan ser las de mayor nivel de calificación y que, a su vez, suponen posesión de autoridad y control de capital; en ese sentido Goldthorpe y Hope (1972) mostraron la falta de análisis del concepto prestigio, siendo útil para identificar lo ‘deseable’ sin que exista un sentido moral subyacente a tal percepción. Y por otro lado se investigó el estatus socioeconómico (Blau y Duncan, 1967), construyendo un índice de estatus socioeconómico que hoy en día sigue siendo parte esencial de los estudios por encuestas traducido en la variable Nivel Socio Económico (NSE, y sus variantes). Estos enfoques lograron generar cierta colonización y naturalización del análisis cuantitativo a la hora de explorar y reflexionar los órdenes de estratificación principalmente por variables como el NSE, el sexo, la edad y la educación. Otros autores han llevado las teorías de Marx y Weber a un plano de mayor extensión. Dahrendorf (1962) puso de manifiesto cierta superación al análisis de Marx al referir que las clases no se definen por las relaciones de propiedad, sino por las relaciones de autoridad, esto es que la propiedad es expresión particular del fenómeno más amplio que es la autoridad o dominación, por lo que la distinción de clases es entre quienes tienen y no tienen autoridad; con ello presenta la clase de propietarios (accionistas) y la clase de managers (controladores), estando ambas investidas de autoridad diferenciándose por los mecanismos de legitimación jurídica (propietario) y legitimación práctica (managers) en que obtienen dicha autoridad, además los controladores entran en una posición paradójica de controlar todo sin ser propietarios, como por ejemplo los managers de artistas musicales o futbolistas que pueden agendar diversos conciertos y lograr variados contratos para los músicos o deportistas sin poseer el talento artístico ni ser dueños o accionistas de sellos discográficos o un fútbol-club. Por otra parte, el modelo de clases que desarrolló Wright (1994) desde un análisis neomarxista ya no sólo presenta dos clases dicotómicas, sino que desde las relaciones contradictorias, y luego desde las relaciones de explotación, elabora un plano en que sitúa al 4

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menos doce posibles clases sociales que pueden encontrarse empíricamente en las sociedades capitalistas. Desde el plano contrario, Goldthorpe (1992), siguiendo una línea más bien neoweberiana, da cuenta de tipos de clases en relación a la división ocupacional del trabajo, principalmente delimita la ‘clase de servicio’ que se compone de clases de empleados, administradores y de dirección que comparten similitudes en las situaciones de mercado en un grado más profundo de la autonomía y discrecionalidad. Así, ambos autores finalmente intentaron más bien explorar y definir la situación de las ‘clases medias. Ahora bien, tales corrientes teóricas y metodológicas para explorar las clases sociales, la estratificación y desigualdad social no abordan necesariamente las maneras en que los individuos se ven determinados por espacios simbólicos más allá de las relaciones de autoridad, prestigio o estatus en que se desenvuelve la producción de ocupaciones y mercados, es decir, no implican ciertas maneras en que los individuos se ven condicionados por las industrias culturales a la hora de conformar percepciones de grupos o clases sociales. En este sentido Bourdieu (1991) mediante la teoría del hábitus y su relación de capitales económico, cultural y social (simbólico) lograría permitir un análisis referido a la estratificación desde el consumo cultural, pero ello implica una delimitación exclusiva al plano bourdieuano como lo desarrollan Gayo, Teitelboim y Méndez (2009). La reconversión que genera Parkin (1984) de la clausura social que delineó Weber nos permiten ahondar sobre las reflexiones que el consumo cultural puede implicar en las teorías de la estratificación social. Este autor nos propone una manera de entender las clases desde los aspectos de la distribución del poder, tal como lo señalaba Weber, pero retomando el concepto de cierre o clausura social, lo cual es la manera en que ciertas clases limitan mediante prácticas la inclusión a grupos de estatus, pero desde el llamado de extender tal concepto a las prácticas excluyentes, es decir la pretensión de grupos privilegiados que mediante acción colectiva mantendrían dicha posición de privilegio, similar a la exposición funcionalista; así, Parkin da cuenta sobre el cierre social excluyente (hacia abajo, y la forma principal de cierre social en sociedades estratificadas), el cierre social usurpador (hacia arriba, como especie de respuesta a exclusión) y finalmente el cierre social dual. Guiando la teoría de Parkin a preceptos más simbólicos, puede encontrar cierta relación con Baudrillard dado que, como bien explica Aguilar (2009), la crítica de la economía política del signo que genera Baudrillard encuentra relación con los preceptos weberianos de la clausura social. 5

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Sobre el consumo cultural las nociones de Parkin cobran aún más relevancia; éste se sustenta en nociones de exclusión y usurpación para generar una constante segregación en donde las reglas autoimpuestas de los mercados se desarrollan libremente, sin regulaciones del Estado y con consumidores pasivos que ven en el crédito una opción directa para hacer creer que se desvanecen las barreras de la exclusión social. En una línea similar a la clausura social, Güell, Peters y Morales señalan que “las posiciones estructurales limitan la capacidad para elegir y para adquirir o acceder a los bienes” (Güell y Peters, 2012:34), es decir, hay una condicionante superior que logra excluir a los diversos grupos a determinadas prácticas de consumo, desvaneciendo la noción de libertad de elección que profesa la oferta económica. Aún más, Güell y Peters argumentan que “la segmentación social es ella misma cultural y contribuye a la reproducción de estilos de vida” (2012:16), lo que implica que para comprender la estratificación de la sociedad chilena se deben asociar factores de distinción que se vinculan a las preferencias culturales. En este sentido, Barbero y García Canclini contribuyeron, parafraseando a Sunkel (2002), a generar una inflexión tanto teórica como metodológica al apuntar el énfasis que debe tener el mensaje como una estructura ideológica en los procesos de consumo, y no sólo un soporte para las ideologías de la dominación. Entonces no debemos ver con inocencia la oferta de bienes culturales y generales, sino más bien reflexionar las maneras en cómo, por ejemplo, cada comercial publicitario sustenta la estratificación de consumos al disponer un imaginario de tiendas y bienes para grupos ‘adinerados’ y otros para grupos de ‘escasos recursos’, reproduciéndose ello en prácticas cotidianas como visitar una cadena de supermercados determinada sólo por la imagen que ofrece su publicidad televisiva; así, es posible observar cómo la teoría dicotómica de las clases de Marx reaparece en una disputa de consumos (culturales) diferenciados para ‘burgueses’ y ‘proletarios’, ricos y pobres, clases altas y clases bajas, etcétera. Las condiciones mercantiles en que se ve sumida la sociedad chilena actual pareciera dar sentido a la naturalización que ofrece la teoría funcionalista sobre la necesidad universal de estratificar la sociedad, distribuyendo prestigios y diferenciaciones a partir de las industrias culturales, siendo el Estado un garante de tal desigualdad segregacionista al no intervenir en las prácticas de exclusión social que auto-regulan los mercados bajo teorías microeconómicas como la asimetría del valor, es decir, promover que se valore mucho más lo que se pierde (aprovechar oportunidades del tipo 2x1 o ventas ‘en verde’, entre otros). Las cualificaciones 6

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de ocupaciones y profesiones, en tanto ‘credencialismo’ como lo señala Parkin, tampoco quedan atrás, en tanto que los mercados de educación en Chile ‘desigualizan’ desde la Prueba de Selección Universitaria, estandarizando las matrículas para casas de estudio tradicionales, privadas y de formación técnica, hasta la ‘obligación’ de elegir carreras desde la perspectiva de cuál otorgará mejores sueldos al finalizar los estudios, que prácticamente serían para pagar los créditos que ofrecen tanto el Estado como los bancos privados. Así resulta necesario reproducir constantemente la estratificación mediante exclusión y usurpación para que la maquinaria micro y macroeconómica genere las cifras esperadas, o que mejor aún sean elevadas por sobre las expectativas. Las movilidades de clase y ocupacionales son reflexionadas a partir de la colonización cuantitativa que generó el indicador de nivel socioeconómico para ilustrar la pretensión de ascendencia, entrecruzando variables objetivamente cuantificadas como la educación, exponiendo las maneras en que los grupos se constituirían en clases desde relaciones de autoridad en la producción, dejando aparentemente disminuida la influencia de las prácticas de consumo cultural como un engranaje de reproducción de estratificación que difumina las clases sociales clásicamente expuestas, generando una especie de entrecruzamiento de ‘clases bajas’, ‘clases medias’ y ‘clases altas’, que por otro lado son expuestas y naturalizadas bajo la pretensión de conflicto dicotómico en que los ‘pobres’ quieren consumir lo de los ‘ricos’ sin dar cuenta de que los medios compensatorios como el crédito lo permitirían, pero desde sentidos de exclusión garantizados por el Estado. ¿podemos pasar a otro foco de reflexión sobre la estratificación y desigualdad social que no se limite en estipular diversas clases sociales basadas en su participación en la esfera de la producción, sino más bien dar cuenta de cómo se distribuyen desde la esfera del consumo que promueve divisiones concretas y simbólicas de clases? En otras palabras, ¿sería posible generar una teoría de la desigualdad, estratificación y clases sociales desde la problemática del consumo? Aquello se intentará ejemplificar en el siguiente apartado. Estratificación garantizada: algunos casos observables en el consumo cultural A continuación se expondrán cuatro casos que si bien podrían ser tratados cada uno de manera independiente por sus singularidades del consumo cultural, esto es analizar la música y los conciertos, el fútbol, la literatura y la tecnología por separados, se optó por ofrecer un análisis desde características compartidas en distintos casos para así lograr exponer diversas 7

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aristas de la desigualdad y estratificación social ofrecida y garantizada por el consumo cultural y no sólo por mercados específicos. Lo masivo, el turismo y el consumo cultural. Los grandes festivales de música y artes que se han desarrollado en esta última década han logrado reconvertir a las ciudades, como señala Wortman (2001) en referencia a Buenos Aires, en marcas de turismo cultural; la ciudad de Santiago de Chile, en ese sentido, se ha reconvertido en una marca debido al festival estadounidense Lollapalooza. Asimismo, grandes espectáculos del deporte, como la pasada competencia del ‘Mundial de Fútbol de la FIFA’ celebrado en Brasil el año 2014, o la ‘Copa América’ que se disputa este 2015 en Chile generan una marca efímera de turismo cultural delimitada al periodo de realización. La inversión del Estado en los eventos deportivos como el Mundial de Fútbol o la Copa América resulta esencial para la producción de dichos eventos; al país organizador se le ofrece de cierta manera la marca turística del evento, una posibilidad de generar empleo y productividad debido a la construcción o remodelación de los estadios para que cumplan los requisitos de tales eventos internacionales. Pero así como se genera una inversión en estadios y sedes deportivas para dichos eventos, resulta un tanto escasa la inversión para la producción de áreas verdes dispuestas para grandes festivales o eventos masivos de esparcimiento al aire libre que no sean de índole deportivo. Si bien en un estadio se puede albergar de igual manera un concierto o festival, la inversión se destina para desarrollar la industria del fútbol. Así, la oferta turística se masifica en un determinado periodo aproximadamente de un mes de duración, pero que deja grandes ‘elefantes blancos’ de hormigón los cuales sólo para el evento internacional de fútbol lograrían ser repletados de personas, dejando latente además la demanda por más eventos masivos; aquello se contrasta con las posibilidades de eventos masivos como festivales de música que pueden tener mayor periodicidad en un mismo año. De lo anterior cabe la posibilidad de hablar de ‘clases de sociedades’, refiriendo a una desigualdad entre naciones desde la marca de turismo cultural que genera cada país o ciudad; Chile recién ésta última década ha logrado posicionarse junto a Brasil y Argentina como sedes latinoamericanas de eventos masivos, pero resulta evidente que esta triada latina tiene una oferta desigual respecto a Estados Unidos o países europeos. Este tipo de oferta e inversión que se desprende del consumo cultural podría emerger como un indicador al menos

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llamativo que exprese las maneras en que ciudades o países buscan establecer su propia marca de turismo cultural en una estratificación social globalizada. Espacios y precios, la estratificación segregacionista inconsciente del consumo cultural. El siglo veintiuno ha consolidado en materia de consumo cultural el imaginario de clientes importantes mediante la constante segmentación de espacios y precios de entradas; las llamadas canchas vip, sectores Golden, Platinum, Silver, y cuanto otro anglicismo están ya naturalizados en conciertos y festivales. Asimismo, en espectáculos para niños esto es donde pareciera ser más latente, sin hacerse cargo de quién paga las entradas y a cuánto las paga. Al pensar en estos espectáculos masivos y la distribución segregacionista de locaciones en que se basa, resaltan dos conciertos que permiten ejemplificar y contrastar esta garantía de estratificación social: por un lado el producto Disney Latino ‘Violetta’, y por otro la agrupación estadounidense ‘Foo fighters’. Conciertos para públicos completamente distintos, pero que probablemente es el mismo rango etario quien paga las entradas de ambos eventos. El show de Violetta se presentó en Chile primero el año 2013 con seis funciones, dos cada día, y este año vuelve a presentar seis funciones, panorama calcado; estas dos veces el ‘éxito de ventas’ ha generado nuevas fechas y horarios, dando cuenta del triunfo de la presión social sobre los padres y adultos que deben comprar la entrada para los impúberes asistentes, y muy probablemente también una entrada para ese adulto responsable que debe acompañar a ese niño. Por otro lado, la banda estadounidense Foo Fighters se presentaría primero bajo el alero del festival Lollapalooza, para luego venir en solitario a rockear el Estadio Nacional; en esta segunda ocasión las entradas tienen una oscilación de precios similar a Violetta, esto es entradas que van desde los 20-30 mil pesos hasta los 150mil pesos chilenos. Violetta agota entradas exageradamente, mientras que la productora que trae a Foo Fighters, debido a la poca venta de entradas, debe cambiar el recinto a una locación de menor envergadura como es la Pista Atlética del mismo Estadio Nacional. Santibáñez, Hernández y Mendoza (Güell y Peters, 2012) en relación a las edades y consumos culturales, dan cuenta de cómo en Chile se sigue pagando aunque las entradas resulten ampliamente caras al contrastarlas con Suiza e incluso Argentina, expresando el potencial de explotación que recae en estos productos culturales. El caso de Violetta resulta uno de los más esclarecedores a la hora de entrever la naturalización del alto precio de entradas, como también la vulnerabilidad de los adultos responsables que ven cómo la 9

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presión social de ‘no poder decirle que no a un niño’ los ‘obliga’ a comprar las entradas; algo contrastado con quienes optaron no asistir al concierto de Foo fighters porque ellos mismos son los que deben costear la entrada, y la única presión que se pudo ejercer fue directamente contra las productoras que debieron ver cómo ‘perdieron’ casi la mitad de las locaciones. Esto nos lleva a cuestionar desde qué edad debe pagar la entrada un niño; en el caso de Violetta las productoras a cargo fijan explícitamente que los niños mayores a 1 año deben pagar la entrada completa, ni siquiera una porción de ella o una promoción 2x1 para que pueda ser acompañado por un adulto. Este es un asalto simbólico de la presión social, que se contrasta nuevamente con la derrota que vieron las productoras con el cobro de Foo fighters; en este sentido Wortman reflexiona si la función política del Estado en materia cultural debiese ser la de “ofrecer gratuitamente aquello a lo que no se puede acceder por el mercado” (2001:142), lo cual para el caso expuesto de Violetta implicaría que el Estado chileno ofrezca, al menos, mecanismos compensatorios o alternativas para este tipo de espectáculos destinados a niños que claramente no tienen el poder adquisitivo para costear una entrada de 150mil pesos, salvo la indirecta posibilidad del crédito que ostentan los adultos responsables. Ahora bien, estos espectáculos se generan en torno a un prestigio simbólico que otorgan los anglicismos en que se transforman las locaciones, y resulta cuestionable hasta qué punto debe ser permisible una política cultural a la que subyacen los preceptos de libertad económica tanto de las industrias culturales como las de los consumidores, es decir, si uno quiere estar adelante debe pagar más caro por ese ‘privilegio’, y el crédito permite democratizar en cierto sentido tal oferta segregacionista. O lo que sería similar, el sentido democrático del consumo cultural de conciertos y festivales recae en que todos pueden optar por distintos medios a estratificarse subyacentemente al comprar las diversas locaciones que las productoras generan como una falsa necesidad de diferenciación engañosa. Las relaciones de autoridad delinean la estratificación por medio de la exclusión, limitando la posible capacidad democratizadora y unificadora de la ‘cancha general’; mientras más locaciones tiene un evento mayor resulta la oscilación de precios de las entradas, siendo la proporción de 1:10 la más probablemente generalizada. Algo similar se aprecia en el precio de entradas para ver un partido de fútbol, en el que resulta cuestionable la intención de fomentar que la familia vaya al estadio; por ejemplo para un grupo familiar

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de dos adultos y dos niños, el precio total de las entradas oscilaría entre los 40mil y los 200mil, e incluso podría llegar a ser ampliamente superior que un sueldo mínimo chileno. Entonces el consumo cultural basado en tales estrategias económicas de diferenciación logra naturalizar en cierto modo la noción de asistencia preferencial de los eventos, una especie de imaginario competitivo que subyuga al espectador a una constante segregación organizada por las libertades de acción y elección económica. Superando la desigualdad, surgir con libros (educación) o con deporte (fútbol). Si pensamos en movilidad social la educación debiese emerger como una variable que permite ascender en la estratificación, pero si contrastamos las implicancias del consumo cultural que refleja el libro, en tanto posibilidad de educación y conocimiento, y el deporte, en tanto gran industria del mercado laboral y comercial, se puede cuestionar cuál de los dos genera mayores posibilidades de conseguir una movilidad social ascendente. En otras palabras, el elitismo del libro y la educación remite a la apropiación de capital cultural, mientras que el deporte y su mercado genera mayor apropiación de capital económico. Si alguien quisiera adquirir un automóvil de lujo, por ejemplo, resultaría más probable lograrlo siendo futbolista (bien rentado en el mercado de divisas futboleras), que siendo un académico o doctorado de la más prestigiosa universidad en Chile. El fútbol se ofrece tanto como un consumo cultural en el que subyacen aproximaciones de una religiosidad civil, como también implica oportunidades laborales para superar las condiciones precarias de subsistencia; basta revisar las historias de la mayoría de los destacados futbolistas chilenos como Alexis Sánchez o Arturo Vidal. Así, no sólo se consume entretención de un espectáculo cultural deportivo, sino que se consume cierto imaginario de superación de la pobreza desde un discurso que pretendería buscar su constante reproducción. Como se señalaba anteriormente en la relación del turismo cultural e inversión estatal que generan los eventos futboleros, a estos consumos culturales subyacería cierta desigualdad de educación; se construyen los grandes establecimientos para jugar un par de partidos de fútbol dejando de lado la posibilidad de invertir en infraestructura referida a bibliotecas o establecimientos educacionales, e incluso hospitales y otros servicios que resultarían esenciales para la sociedad. Si contrastáramos la cantidad de personas que periódicamente leen libros y ven partidos de fútbol resultaría probable estimar que en Chile la segunda opción

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tendría un porcentaje más elevado que la primera, más aún si aquello fuera observado en el período de realización de la Copa América disputada en Chile. En este sentido resulta cuestionable la manera de generar políticas públicas para fomentar el deporte y la lectura; al primero se limita a fomentar el fútbol, en desmedro de otros tipos de deportes, y al segundo se le mantiene en un fomento que pareciera favorecer las novelas por sobre contenidos más reflexivos y críticos, algo más o menos propio de la educación en general. Así, dado el fomento al fútbol, se podrían generar incluso un impuesto al deportista de élite, como un futbolista bien rentado en el inflado mercado de divisas futboleras, por el cual se busque retribuir ciertas ganancias al país para reinvertirlas en deporte o educación; algo que resulte más concreto que la serie de fundaciones que inauguran los deportistas. Estratificación y desigualdad tecnológica de la obsolescencia programada. En lo que va del siglo veintiuno la innovación tecnológica ha logrado avances quizás impensados en los dispositivos móviles, y probablemente también los usuarios y consumidores no pensaban en la manera en que las grandes industrias tecnológicas generarían un ritmo de consumo determinado por la obsolescencia programada, esta cualidad de que cada producto venga con una fecha implícitamente predeterminada para caducar. La innovación tecnológica anclada a las industrias culturales ha logrado sustentar todo un entramado cultural respecto a los dispositivos tecnológicos, ofertando no sólo cualidades que diferencian a los múltiples aparatos que grandes empresas fabrican, sino que además constituyen una fuente de diferenciación social, logrando que personas basen en cierta manera su subjetividad en el consumo cultural de ciertas marcas; en ese sentido se puede ilustrar con la gran disputa comercial en el plano de la telefonía celular entre Galaxys (Samsung) y iPhones (Apple), dando cuenta de cómo el mercado tecnológico es estructurado bajo el fomento de dispositivos con fecha de vencimiento efímeras y predeterminada no por funcionamiento, sino por diferenciación social corrompida por la obsolescencia. Esto, además, estructura las maneras en que los consumidores se relacionan entre ellos en un juego de competencia mutua de poseer las tecnologías más actualizadas y las operaciones de clausura que la obsolescencia genera en tales diferencias. Estas desigualdades de obsolescencia, potenciadas por consumos culturales que imponen las ‘modas’ del momento, no sólo se desarrollan en el plano tecnológico, sino que es apreciable en el mercado del deporte y la industria de la vestimenta en general; es probable 12

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que (casi) todos los equipos-naciones que disputen la Copa América 2015 presenten nuevas indumentarias tras finalizar el torneo e iniciar las clasificatorias para el próximo mundial, con grandes o pequeños cambios respecto a la utilizada en el Mundial 2014, promoviendo la venta de nuevas camisetas para así actualizar el apoyo a los distintos equipos. Las ligas de fútbol alrededor de todo el mundo, patrocinadas por grandes industrias como Adidas, Nike, Puma y otras, siguen esta lógica que se sustenta en una interrelación de la diferenciación estética y la innovación tecnológica predeterminada a caducar en menos de un año, en suma, una ideología mercantilista que subyuga los consumos culturales a patrones estéticos. Unas últimas palabras El consumo cultural y la estratificación social parecieran ir completamente de la mano, es decir, donde hay oferta cultural subyacen entonces principios de estratificación para su consumo; las teorías sobre clases y desigualdad social han enfocado principalmente la dimensión asociada a la producción, dando cuenta sobre el ámbito laboral y de ocupaciones tanto en relaciones sobre medios de producción, distribuciones de poder, relaciones de autoridad, las implicancias de diferenciación que conlleva el prestigio, o la manera en que se excluyen y usurpan tales desigualdades de estratificación. Sin embargo, no pareciera existir un enfoque crítico que devele las consecuencias de estratificación y desigualdad que se naturalizan tanto en el consumo cultural como en el consumo general de los mercados. En Chile se ha llevado a cabo la medición cuantitativa respecto al consumo cultural mediante tres Encuestas Nacionales de Participación y Consumo Cultural que ha presentado el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CNCA, 2005; 2009; 2012), en ellas es posible dar cuenta cómo se estructura tal estudio en identificar los patrones de consumo y participación a raíz de indicadores clásicos de estratificación como el NSE, edad, o nivel educacional; del modo que sea, tales mediciones entregan fotografías para la elaboración de políticas públicas que carecen de un sentido crítico y pareciera abundar una pretensión mercantilista que refleja una colonización cuantitativa de la perspectiva funcionalista. Las garantías de estratificación se develan en la escasa regulación que el Estado chileno genera a los diversos mercados e industrias culturales; cada vez aparecen más espectáculos destinados a menores de 15 años que no tienen posibilidad directa de costear el evento, pero que de igual modo se repleta el recinto, esto sin siquiera ser parte de las mediciones que elabora el CNCA sobre participación y consumo cultural. Asimismo, se destina mayor 13

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inversión en infraestructura deportiva, específicamente a la referida al fútbol, por sobre la inversión de otro tipo de infraestructura para el esparcimiento al aire libre u otros deportes, todo para garantizar la ceremonia de la Copa América que luego de varias décadas se vuelve a disputar en Chile y que en otras varias décadas más se volvería a disputar en estadios chilenos. Las libertades de los individuos quedarían delimitada a las posibilidades de acción que la esfera económica delinea por sobre lo social y ético; el crédito si bien permite generar un intento usurpador de las clausuras sociales que promueven las industrias culturales con técnicas segregacionistas, dicho mecanismo compensatorio seguiría reproduciendo la estratificación que garantiza el Estado, el cual parece velar por la capacidad de consumo de las personas a través de los diversos bancos privados, sin una mayor reflexión en las políticas públicas sobre la calidad de vida hipotecada al crédito. Los diversos casos expuestos no pretenden ser una última palabra sobre el tema, sino más bien una apertura a explorar y ahondar aún más cada uno de ellos, incluso extender los análisis específicos al desarrollo de la Copa América en Chile, observando por ejemplo la controversia del ‘himno oficial’ que se desprende de la competencia y que puede indicar la desigualdad dentro de la industria cultural para determinar quién se adjudica la licitación de una ‘competencia abierta’ que poco pareciera tener de transparencia. Incluso se podría empezar a trabajar la estratificación, segregación y desigualdad de las viviendas urbanas desde nociones de consumo cultural, en tanto la oferta inmobiliaria se sustentaría en una promoción constante de la vivienda como un espacio de diferenciación, desarrollo y reproducción de patrones de ‘familias publicitarias’; asimismo, el caso de la desigualdad tecnológica a través de la obsolescencia programada merecería una mirada mucho más compleja que abarque el análisis como por ejemplo desde la teoría del actor red a fin de dar cuenta de la agencia de los diversos dispositivos tecnológicos y de diferenciación social con predominio estético. Hay casos para observar la problemática del consumo cultural desde una perspectiva más crítica, y el llamado sería en volver a ellos para lograr una discusión más acabada sobre las regulaciones que se deberían hacer cargo las diversas políticas públicas y culturales, como también continuar la reflexión e indagación teórica respecto al consumo cultural como un fenómeno relacionado a la estratificación, desigualdad y las clases sociales. 14

Garantizando y reproduciendo desigualdades

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Sebastian Eduardo Adasme Favreau Proyecto de investigación para cátedra Estratificación, Desigualdad y Clases Sociales Profesor: Pablo Pérez Ahumada Pregrado de Sociología, Universidad Alberto Hurtado Junio de 2015, Santiago de Chile 15

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