Fundamentación metafísica de las costumbres libertaristas-neoliberales: un enfoque desde el Comité Invisible

November 22, 2017 | Autor: Esteban Paniagua | Categoría: N/A
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1 METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES LIBERTARISTAS: ENFOQUE DESDE EL COMITÉ INVISIBLE

FUNDAMENTACIÓN METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES LIBERTARISTANEOLIBERALES: UN ENFOQUE DESDE LA PERSPECTIVA DEL COMITÉ INVISIBLE

Esteban Paniagua Vega

UCR

Maestría en Filosofía Curso: Metafísica de las Costumbres Profesor: Dr. Sergio Rojas Peralta Información de contacto: [email protected]

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RESUMEN En el presente trabajo se plantean algunos de los principales argumentos de los discursos liberales clásicos y contemporáneos con el objetivo de dilucidar el entorno en el cual Kant plantea una fundamentación metafísica de las costumbres, de la cual se extraen ciertos lineamientos metodológicos, a partir de los cuales se determinan ciertas posturas neoliberales y libertarias de Hayek y Nozick y la forma en que esta argumentación de forma kantiana y de contenido neoliberal es visualizada desde el pensamiento radical del Comité Invisible. Luego, el trabajo permite visualizar ciertos márgenes de libertad permitidos por el “yo” kantiano-libertarista-neoliberal al “otro” a través del cual trata de perpetuarse como universal y la reacción de otro “yo” de carácter autónomo y quien busca autodefinirse transgrediendo tales márgenes y considerando sus actos no como indebidos o delictivos, sino reivindicativos de su propia autodefinición.

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AGRADECIMIENTOS Primero que todo debo agradecer al Dr. Sergio Torres Peralta, quien, a través de sus valiosas clases impartidas para la Maestría en Filosofía de la UCR, mediante el curso “Fundamentación metafísica de las Costumbres” contribuyó con su ardua mirada inquisitiva de todo aquello que comúnmente se presenta como simple verdad, al desarrollo y pulido de muchos de los argumentos planteados en lo que sigue. A su vez a mis compañeros y compañera de clases por sus participaciones y aportes en las clases y a mis compañeros de la Cátedra de Filosofía del SEG-Occidente, en especial al MSc. Eval Araya Vega y el Lic. Francisco Valverde Brenes. En otro plano, debo agradecer a mi madre, mi hija y mi novia, a quienes, debido a mis contrariedades, exigencias y delirios he causado más de un disgusto, pero, a pesar de los problemas, siempre han vuelto a mi lado. Seguidamente a Esteban Andrés Boza, estudiante de Antropología, juzgado por realizar acciones directas frente a la Asamblea Legislativa, el 1º de mayo del año en curso, ya que a través de conversaciones previas y posteriores a tales hechos he podido afinar algunas de las ideas aquí planteadas, principalmente en el capítulo final. En fin, a todos y todas los y las estudiantes de filosofía de la UNA, quienes me han brindado su apoyo incondicional durante todos estos años, en las aulas, en las aceras y las calles.

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TABLA DE CONTENIDOS Introducción

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Antecedentes históricos del pensamiento libertarista-neoliberal de Nozick

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Antecedentes filosóficos del Comité Invisible

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Lineamientos metodológicos kantianos para una metafísica de las costumbres en función de un “yo” con pretensiones de universalidad

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Fundamentación metafísica de las costumbres libertaristas-neoliberales: el sentido de un “yo” con pretensiones de universalidad

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Perspectiva de un “yo” quien busca autodefinirse frente al “yo” con pretensiones de universalidad kantiano-neoliberal: Comité Invisible, “La insurrección que llega”

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1. INTRODUCCIÓN Las filosofías primeras suministran al poder sus estructuras formales. Para decirlo con precisión, la «metafísica» designa ese dispositivo donde la acción requiere una norma a la que puede remitirse palabras cosas y acciones Schürmann, epígrafe del acta fundamental de la S.A.S.C 1

Kant traza ciertos lineamientos metodológicos para realizar una metafísica de las costumbres y, a partir de ellos, desarrolla su propia teoría del deber (Kant, 2010). En este sentido, podemos establecer una diferencia entre los lineamientos metodológicos y los contenidos concretos de su metafísica de las costumbres. Esta diferencia será fundamental para el desarrollo del presente trabajo. Si aceptamos la posibilidad de comprender estos lineamientos filosóficos aislados de los contenidos, entonces podremos comprobar si los mismos pueden servir para fundamentar otra metafísica de las costumbres, cuya teoría del deber tenga impacto en la práctica de los derechos y los deberes de los sujetos. Así, valiéndose de tales lineamientos metodológicos, un pretendido sujeto trascendental, o un “yo” con pretensiones de universalidad, podría fundamentar ciertos principios como puros para tratar de perpetuarse como universal, a través del “otro”. Este “otro” puede tomar dos actitudes distintas ante esta pretensión externa que le impele ineludiblemente: a. puede someterse a la voluntad de ese “yo” con pretensiones de universalidad, quien le presenta determinadas reglas como reglas universales de la voluntad y de la conducta, adecuando sus acciones y sus pensamientos a los márgenes de libertad

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Sociedad para el Avance de la Ciencia Criminal Para el curso “Fundamentación Metafísica de las Costumbres”, el Dr. Sergio Rojas propone la noción de individuo como aquel “yo” que es capaz de autodefinirse desde sí mismo y la noción de “sujeto” como aquel “yo” cuya definición le es impuesta desde fuera. 222

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que le son concedidos por ese “yo” con pretensiones de universalidad, para perpetuarse a través de él, en su condición de “otro” sumiso; b. puede transgredir las reglas que le son impuestas desde fuera como reglas universales de la voluntad y de la conducta, conduciendo su pensamiento y su acción más allá de los márgenes de libertad tolerados por ese “yo” con pretensiones de universalidad. En este proceso, ese “yo” con pretensiones de universalidad no será visto como un “yo” por este “otro” transgresor, quien buscará autodefinirse como un “yo” autónomo, sino como un “otro” autoritario. Ahora bien, la lucha realizada por el “otro” transgresor de un “yo” con pretensiones de universalidad representa un peligro para sus pretensiones de universalidad. Esta inefectividad de la coacción ejercida por el “yo” con pretensiones de universalidad conllevará a la deslegitimación y criminalización del “otro” transgresor, desde la óptica del “yo” con pretensiones de universalidad y desde la óptica del “otro” sumiso. Contrariamente, el “otro” transgresor, en su condición de un “yo” quien busca autodefinirse, su transgresión no será vista como un acto éticamente atroz, sino como una reivindicación hecha ante la injusticia generada por la imposición del “otro” autoritario. En este esquema conceptual podemos ubicarnos desde tres perspectivas diferentes para realizar una interpretación crítico-analítica de una supuesta metafísica de las costumbres fundamentada por un “yo” con pretensiones de universalidad: a. desde la óptica de ese “yo”, desde quien se verá al “otro” como sumiso o transgresor; b. desde el “yo” sumiso, quien podrá opinar variopintamente sobre el “yo” con pretensiones de universalidad y sobre el “otro” transgresor”, pero sin salirse de los márgenes de libertad establecidos por el “yo” con pretensiones de universalidad; c. desde la perspectiva del

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“otro” transgresor o del “yo” quien busca autodefinirse y mira al “otro” sumiso de distintas maneras y al “otro” autoritario como el principal obstáculo para su autodefinición. El presente trabajo partirá de la óptica del “otro” transgresor o desde el “yo” quien busca autodefinirse, el cual será visualizado desde la perspectiva planteada por el Comité Invisible en su ensayo La insurrección que llega (2007). En este orden, el “yo” con pretensiones de universalidad será comprendido desde la filosofía política de Rober Nozick (1988) por dos razones: a. Nozick es uno de los principales autores filosóficos de la fundamentación de una teoría libertarista de derecha con profundas influencias de los sistemas económicos neoliberales; b. sus planteamientos dialogan constantemente con John Rawls, considerado el padre del liberalismo estadounidense contemporáneo (véase por ejemplo, Kimlicka, 1995) y con el liberalismo moderno. Finalmente, el “otro” sumiso sólo será abordado en la medida en que juegue un papel activo en la relación de tensión establecida entre el “yo” con pretensiones de universalidad y el “yo” transgresor de tales pretensiones.

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ANTECEDENTES HISTÓRICOS DEL PENSAMIENTO LIBERTARISTANEOLIBERAL NOZICK Los antecedentes del pensamiento de este autor pueden narrarse tanto prospectiva como retrospectivamente. Si seguimos un camino retrospectivo, debemos ubicarnos primeramente en la obra de John Rawls (2006), pues, como se mencionó más arriba, a este autor se le atribuye la fundación del liberalismo contemporáneo. Seguidamente, Rawls dialoga con autores específicos del liberalismo precedente o del liberalismo moderno, ya que uno de sus objetivos es “presentar una concepción de justicia que generalice y lleve a un superior nivel de abstracción la conocida teoría del contrato social tal como se encuentra, digamos, en Locke, Rousseau y Kant” (2006. p.24). Por lo tanto, si Rawls es el precedente directo de Nozick y a la vez éste dialoga con Kant, Rousseau y Locke, podemos extraer dos conclusiones de importancia: a. no es descabellada nuestra idea de establecer una relación entre los lineamientos metodológicos kantianos y el pensamiento libertarista-neoliberal de Nozick; b. si seguimos una exposición prospectiva de los antecedentes del pensamiento de Nozick, una guía adecuada es referirnos a la línea de autores con los cuales dialoga su predecesor inmediato, John Rawls. Prosiguiendo, el anarquismo y el liberalismo son corrientes de pensamiento filosófico-político con principios en común y de ahí que, en una primera instancia histórica, sus significados se encuentran estrechamente relacionados. Posteriormente el liberalismo económico y social se convierte en el estandarte de las clases burguesas modernas y presenta diferencias más evidentes con el anarquismo clásico (Ferrater, 2004, p.64-65). En un contexto de ascenso económico de las clases comerciantes burguesas, dichas clases requieren de mayor participación en la toma de decisiones políticas y en la

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regulación de las relaciones económicas (Marx y Engels, 1974). Este poder no podía ser obtenido de los ordenamientos políticos monárquicos, sin ejercer una lucha. En cualquier contexto y de cualquier manera que se diese esa lucha, ya fuera Inglaterra, Francia o Prusia, los burgueses europeos ameritaban de un discurso emancipador, acorde con sus intereses de clase, su visión de mundo y sus modos de vida en general. Este discurso tiene como objetivo consignarles una identidad diferenciadora, entre todos los distintos gritos y motivos por los cuales se actuaba en contra de la monarquía absoluta, cualquier tipo de monarquía en general o cualquier forma de poder que antepusiera a unos seres humanos sobre otros seres humanos (como en el caso del anarquismo clásico), pero, a la vez, aprovechar algunos puntos de convergencia con cada uno de esos gritos, como lo sería la exigencia de libertad y de derechos individuales. Este es el origen en su contexto del discurso liberal moderno, en función de las clases burguesas, su creciente poder y punto de apoyo a la revolución contra la monarquía absoluta. John Locke es considerado el ideólogo e inspirador de la revolución liberal inglesa (Locke, 1987,p.1), no sólo por su destacada obra política y económica, sino también por su participación activa en los procesos políticos de Inglaterra, siendo cercano a Lord Ashley, posterior Conde de Shaftesbury, fundador del partido Whig; conociendo el exilio en Holanda, debido a sus posiciones en contra del poder de la monarquía; y retornando, a los 57 años, como un personaje destacado de un entorno político diferente, después de la Gloriosa Revolución (Miranda, 1991, p. 1-3). Así, su participación activa en los procesos revolucionarios no se remite exclusivamente a su producción literaria. No obstante, su producción filosófico-política

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representa los intereses de las clases burguesas y, a pesar de que su liberalismo continúa apelando al grito de libertad que comparte con el anarquismo, esta libertad liberal estará ya condicionada, entre otras cosas, a la aceptación incondicional de un sistema económico capitalista, indispensable para el ascenso de los burgueses al poder político institucional. En un escrito titulado Algunas consideraciones sobre las consecuencias de la reducción del tipo de interés y la subida del valor del dinero, Locke presenta como leyes naturales ciertos principios que regulan los precios de los bienes y considera un mal gobierno de la economía aquel sistema que emplee otros principios, para él, no naturales (Locke, 1999). En este sentido, su texto en su contexto representa un agudo ataque al sistema económico feudal, al presentarlo como antinatural, pero, a la vez, contra cualquier otra forma de economía, planteada en su presente o en el futuro, que no fuera el sistema incipiente del mercado capitalista. En otras palabras, desde un iusnaturalismo económico Locke plantea una línea de argumentos liberales desde la cual los partidarios de esta filosofía económica podrán deslegitimar, e incluso criminalizar, a quien se atreva a plantear, o peor aún, poner en práctica, formas económicas diferentes; entre ellos, los mismos anarquistas, algunos de cuyo pensamiento en su tiempo y contexto están expresados a grosso modo en la obra de Godwin (Bueno, 2008). Estos planteamientos de Locke sobre los principios de la economía van muy de la mano con sus consideraciones al respecto de la propiedad privada, cuya posesión también es afirmada como un derecho natural, anterior a la constitución del gobierno civil (II, 2730), lo cual en su contexto es un ataque político a la distribución feudal de las tierras y, a la vez, una justificación de la apropiación en manos privadas de los terrenos comunales.

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Esto nos arroja a otro fundamento general del liberalismo lockeano: el estado de naturaleza tiene una ley natural de naturaleza que lo gobierna y que obliga a todos; y la razón, que es esa ley, enseña a toda la humanidad que quiera consultarla, que siendo todos los hombres iguales e independientes, ninguno debe dañar a otro en lo que atañe a su vida, salud, libertad o posesiones (II, 6) Este será su principal fundamento para defender los derechos individuales de los seres humanos, derechos también defendidos por el anarquismo y, a su manera, por el liberalismo contemporáneo, los cuales llegarán a ser incómodos para el libertarismoneoliberal, desde el cual se hará una crítica al liberalismo en general y se tachará, a partir de los sucesos históricos del 9 de setiembre 2001, como grupos terroristas a un conglomerado de movimientos sociales opuestos al libertarismo-neoliberalismo en general, entre ellos a los anarquistas y a los fundadores de la revista francesa Tiqqun, de quienes surgirá posteriormente el Comité Invisible, responsable de la publicación La Insurrección que llega (2007). Ahora bien, ateniéndonos a un liberalismo puesto al servicio de la revolución burguesa dirigida contra la monarquía, dichos seres humanos, en su condición natural, no sólo gozan del derecho de auto-conservación y de una libertad perfecta para ordenar sus acciones, sino también tienen el derecho de disponer sus posesiones y personas como lo considere cada uno más adecuado, sin pedir permiso ni depender de la voluntad de otro ser humano, pues todos los seres humanos se encuentran en condición de igualdad por razón natural (II, 4-5). Aunado a lo anterior, y refiriéndose a la libertad de culto religioso, en su Carta sobre la Tolerancia (1987), Locke apela a “una libertad absoluta, la libertad justa y

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verdadera, igual e imparcial” la cual debe ser aplicada tanto por los gobernantes hacia el pueblo, como entre los grupos disidentes del pueblo entre sí, para hacer prevalecer el interés público sobre el interés particular (p.2); esto porque la tolerancia es un fundamento de la libertad y la libertad de conciencia religiosa, un derecho natural (p.34). Ahora bien, este argumento va más allá de un ataque a la concepción religiosa de la monarquía. Esta relación entre la libertad y la tolerancia contradice esa pretendida libertad liberal afirmada por Locke, en la medida en que excluye al ateo. Esta exclusión nos brinda una característica del concepto de libertad del liberalismo, ofrecido al debate político como una libertad condicionada únicamente por la libertad del otro, pero, en el fondo, tal libertad está condicionada por una serie de presupuestos propios del liberalismo mismo, en este caso, aceptar un mercado capitalista, el derecho natural y legítimo a la propiedad privada de la tierra y creer en la existencia de Dios; todos puntos de distanciamiento radical con el anarquismo moderno. Esta exaltación de una libertad condicionada del individuo, pero presentada como incondicional, será un punto en común entre el liberalismo y el libertarismo-neoliberalismo estudiado en el presente trabajo. Finalmente, cuando Locke habla de anteponer el interés público al interés particular, nos introduce a otro aspecto de su liberalismo, el cual será fundamental para el desarrollo del liberalismo moderno y contemporáneo. Me refiero a su planteamiento del contrato social, producto del conflicto de los disidentes de la monarquía absoluta con teóricos defensores de esta teoría, como Hugo Grocio y Thomas Hobbes. Las sociedades políticas surgen cuando seres humanos en estado natural, gozando de su libertad y de su condición de independientes, consienten en dejar su condición para ser puestos bajo el poder político de otro, originándose así una sociedad civil para convivir

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de manera confortable, segura y pacífica, disfrutando cada uno de las propiedades adquiridas mediante el derecho natural (II, 95). Ahora bien, este pacto político o contrato social, surgido del consentimiento de cada individuo, conforma una sociedad que debe actuar corporativamente, esto mediante la voluntad y la determinación de la mayoría (II, 96) “y por eso, el poder de la sociedad o legislatura constituida por ellos, no puede suponerse que vaya más allá de lo que pide el bien común, sino que ha de obligarse a asegurar la propiedad de cada uno” (II, 198). Ahora bien, si la magistratura no se conduce bajo estos principios de bien común, sino por la voluntad particular del gobernante, se cae en una tiranía (II, 199) y, en este caso, los seres humanos, sujetos al pacto político, pueden disolverlo y volver al estado de naturaleza, ya sea para permanecer en él o para conformar un nuevo pacto social. En conclusión, el discurso político de Locke presenta una argumentación adecuada para que las clases burguesas de su tiempo justifiquen, a partir de un pretendido derecho natural del ser humano, una revolución en contra de un orden monárquico absoluto, considerado como tiránico y, a la vez, para considerar a la propiedad privada, y la apropiación privada de las propiedades comunales, como el fin último del pacto político, en relación con la auto-conservación del ser humano, en este caso del que posee y puede disponer de los recursos propios, para desenvolverse en el mercado. Características muy similares al liberalismo inglés encontramos en el pensamiento ilustrado francés, a partir del cual los burgueses lucharán contra el poder absoluto de la monarquía. A modo de ejemplo de este pensamiento, y siguiendo la línea establecida por Rawls, en Rousseau, la libertad común del ser humano es una consecuencia de la naturaleza (1812, p.4) y, conforme a ella, la primera ley natural es velar por una auto-conservación para que

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cada individuo sea dueño de sí mismo (p.3-4). En este sentido, ningún ser humano puede renunciar a la libertad, pues eso representaría un acto contra la naturaleza e implicaría una pérdida de los derechos y los deberes, así como de moralidad de las acciones y una pérdida de la libre voluntad (p.13-14). Este argumento en su contexto implica un fuerte ataque contra los discursos filosófico-políticos de la monarquía francesa y al mismo tiempo un ataque contra cierta noción europea de esclavitud, por lo que converge con las consignas propias del anarquismo clásico. En el estado natural, el ser humano cuenta con su fuerza y su libertad para autoconservarse (p.23), pero el más fuerte nunca será tan fuerte como para adueñarse de todo por siempre, a menos que pueda transformar la fuerza en derecho y la obediencia en deber (p.8). Si el más fuerte lograra transmutar dicha relación, esto no sería conforme a la naturaleza e implicaría una convención social conforme a la cual al ser humano que nace libre le corresponderá vivir como un esclavo (p.2-3). Por tanto, no sólo la esclavitud es antinatural, sino también cualquier sistema de vasallaje ante un poder absoluto, como el propio de la monarquía. Al no ser conforme a la naturaleza por ir en contra de la libertad de los individuos, la fuerza no puede conformar un derecho legítimo y de ahí que no haya obligación de obedecer a alguna autoridad que no sea legítima (p.10): “Cuando un hombre solo ha avasallado, sucesivamente a otros muchos que estaban dispersos, sean el número que quieran, diremos que el uno es señor y los otros esclavos; pero no que es un pueblo y su jefe” (p.20). Para Rousseau, y en esto se distancia radicalmente del anarquismo clásico, los seres humanos en estado natural solamente pueden enajenar su libertad por voluntad propia y esto sólo sucede en vistas de la utilidad que tal enajenación pudiera proporcionarles (p.4).

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Ahora bien, en otros aspectos de su contrato social, Rousseau es más cercano al anarquismo clásico, como cuando afirma que para auto-conservarse, el contrato social consistirá en “hallar una forma de asociación, que defienda y proteja con toda fuerza común la persona y los bienes de cada socio, y por el cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca sin embargo más que a sí mismo, y quede tan libre como antes” (p.23-24). En este contexto del paso del estado natural al gobierno civil, “cuando se viola el contrato social, cada uno vuelve a adquirir sus primeros derechos, y recobra la libertad natural perdiendo la convencional, por la que renunció a aquella” (p.24). Este aspecto revolucionario mediante el cual queda abierta la posibilidad de deshacer, bajo determinadas condiciones de injusticia, el pacto inicial, es característico de Locke y Rousseau, quienes, con esto, se oponen a la noción de contrato social planteada por Hobbes, para fundamentar el derecho al poder de la monarquía. Sin embargo, este planteamiento dejará abiertas las puertas para justificar cualquier contra-revolución, como sucedió concretamente en Francia, después de la renombrada Revolución Francesa. De ahí que esta noción de contrato social, a partir de la cual surgirá el Estado, sea un obstáculo para las pretensiones de universalidad del discurso libertarista-neoliberal desde el cual, y no por los mismos intereses ni a partir de los mismos principios que el anarquismo clásico, se renunciará parcialmente al Estado (este discurso no puede renunciar a una forma específica de Estado mínimo o un modelo propio de Estado policial), pero se consolidará como poder absoluto una nueva “economía política” de corte neoliberal. En síntesis, y volviendo a Rousseau, el contrato social se reduce a la siguiente cláusula: “cada uno de nosotros pone en común su persona y todas sus facultades bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros en cuerpo recibimos a cada miembro, como parte indivisible del todo” (p.26). El resultado de esta asociación es un cuerpo moral

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y colectivo, compuesto por todos los miembros que han votado concediéndole así al acto del contrato su unidad, personalidad común, vida y voluntad (p.26). Este pensamiento no sólo contribuirá a minimizar el poder de las monarquías europeas, sino que será uno de los estimulantes del surgimiento de los Estados modernos, en el seno europeo y de la posterior imposición del Estado como forma de organización política mundial. Aparte de estos autores acordes con la línea establecida por Rawls, existen muchos otros filósofos liberales, pero no serán tomados en cuenta en este repaso de los antecedentes del pensamiento de Nozick por las razones argumentadas más arriba, precisamente a partir de esta línea establecida por Rawls. No obstante, a modo de ejemplo de la pluralidad de esta lista de autores, entre 1669 y 1672, Leibniz escribió un tratado titulado Elementa juris naturis (“Los elementos del derecho natural”), el cual no fue publicado sino hasta 1971, obra en la cual critica el iusnaturalismo de Hugo Grocio y los planteamientos éticopolíticos de Hobbes, partiendo de la afirmación de que la justicia es la base de la ética y del derecho, donde la justicia es un esfuerzo hecho en dirección hacia la felicidad común, sin violentar la felicidad del individuo (Echeverría en Leibniz, 2011, p.l-li). Es así como incluso autores que influenciaron de manera directa el pensamiento epistemológico de Kant, tuvieron posiciones liberales en su época y de ahí, así como por su contexto socio-cultural y la forma específica de su pensamiento, que Kant sea considerado un filósofo conservador-liberal. Por el momento conformémonos con esta afirmación sobre el pensamiento éticopolítico kantiano, ya que este autor no será tratado en esta breve exposición de los antecedentes del pensamiento de Nozick, debido a que sus lineamientos metodológicos para

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concretar una metafísica de las costumbres serán expuestos con mayor detenimiento en otro apartado del presente trabajo. Ahora bien, con Kant se cierra la línea del liberalismo moderno y este autor será el responsable de argumentar muchas de las bases sobre las cuales se asentará el liberalismo contemporáneo, con el cual dialogará continuamente Nozick, tomando ciertos puntos para su propio pensamiento y atacando radicalmente otros aspectos. El liberalismo contemporáneo surge a partir de 1971, año en el cual Rawls publica su obra Teoría de la justicia (2006) (Kimlicka, 1995, p.21). Esta obra supone una superación de las teorías políticas del utilitarismo y el intuicionismo (Kimlicka, 1995, p.6365) y parte del principio de un contrato social de corte racional y no antropológico, asemejándose más en este aspecto a Kant que a Rousseau o Locke. Al respecto, A continuación presento la idea principal de la justicia como imparcialidad, una teoría de la justicia que generaliza y lleva a un más alto nivel de abstracción la concepción tradicional del contrato social. El pacto de la sociedad es remplazado por una situación inicial que incorpora ciertas restricciones de procedimiento basadas en razonamientos planteados para conducir a un acuerdo original sobre los principios de justicia (Rawls, 2006, p.17). La propuesta de Rawls parte de una noción de contrato social cuyo origen es ahistórico y no se refiere al ingreso a una sociedad específica sino a un modo racional de articular ciertos principios básicos para una justicia social, conforme a la estructura racional básica de la sociedad. Su contrato estará conformado por “los principios que las personas libres y racionales, interesadas en promover sus propios intereses, aceptarían en una

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posición inicial de igualdad como definitorios de los términos fundamentales de su asociación” (p.24). Esta característica racionalista del contrato social rawlsiano es una herencia kantiana como tal y, aunque a Kant se le dedicará todo un apartado, solamente presentaré una cita mediante la cual se justifica esta herencia que recibe Rawls de este filósofo a la hora de hacer su planteamiento de un contrato social abstracto, ahistórico y pretendidamente racional, Sin experiencia con respecto al curso del mundo, incapaz de abarcar todos los acontecimientos que se concitan en él, basta con que me pregunte: ¿puedes querer también que tu máxima se convierta en una ley universal? De no ser así, es una máxima reprochable, no por causa de algún perjuicio inminentemente para ti o para otros, sino porque no puede cuadrar como principio en una posible legislación universal (Ak. VI, 403). Volviendo a Rawls, las pretensiones de una situación originaria comprenden ciertos principios propios del liberalismo moderno, los cuales no están sujetos a negociación. El más destacado de ellos será el sistema económico, ya que el capitalismo será aceptado como sistema económico básico de la sociedad y es en él donde las personas libres y racionales negociarán las condiciones del contrato social. Así, este liberalismo asocia la capacidad racional del ser humano con la aceptación pasiva, incondicional, acaso a priori, del capitalismo. Por omisión, podríamos decir que no es razonable discutir la viabilidad de otro sistema económico, ya que eso no sería propio de la estructura básica de la sociedad.

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Esta herencia del liberalismo moderno evidencia una de las causas del distanciamiento histórico del liberalismo y el anarquismo en general. En otras palabras, los anarquistas, así como los partidarios de algunas ideologías, no estarían considerados entre las personas “libres y racionales” invitadas a la mesa de discusión del contrato racional para la justicia social, ya que no aceptarían una imposición tal. De ahí que la situación de imparcialidad en la justicia, presentada por Rawls de forma análoga al estado natural de Rousseau y Locke, al igual que el concepto estrictamente condicionado de libertad presentado como condicionado únicamente por la libertad del otro a la mesa de la discusión histórico-política europea por el liberalismo moderno, no es una situación del todo imparcial. La situación originaria de Rawls se refiere a una repartición primaria de los bienes sociales, pero bajo la condición de que la igualdad y la libertad de los seres humanos se correspondan con el derecho a la propiedad privada y el sistema económico capitalista. Si estos aspectos no se aceptaran como pre-principios para la discusión, no sería necesariamente válida la fórmula planteada por Rawls para negociar la llamada por él, justicia social: Todos los valores sociales – libertad y oportunidad, ingreso y riqueza, así como las bases del respeto a sí mismo – habrán de ser distribuidos igualitariamente a menos que una distribución desigual de alguno o de todos esos valores redunde en una ventaja para todos (Rawls, 2006, p.69). Este pretendido acuerdo racional como principio de discusión, no sólo parte de los pre-principios que debemos aceptar, si queremos entrar en la mesa de la discusión de la justicia social, sino también avala una distribución desigual de la riqueza, ya que las

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diferencias entre las clases sociales implicarán la necesidad de un programa de igualdad de oportunidades “como modo de liberar las energías de los hombre en la consecución entre las clases altas y las bajas, tanto en los medios de vida como en los derechos y privilegios respecto a la autoridad organizadora” (p.108). Esta igualdad de oportunidades, mediante la cual hacemos evidente la imposibilidad de discutir sobre el sistema económico capitalista en la mesa de discusión de la situación originaria rawlsiana, está más de la mano del pensamiento de las clases altas, herederas de las riquezas de los comerciantes burgueses formados conforme al liberalismo moderno, ya que la igualdad de libertades tiene prioridad a la igualdad de oportunidades y esta, a su vez, a la igualdad de recursos. De ahí que “la prioridad de la libertad significa que siempre que se puedan establecer efectivamente las libertades básicas, no se podrá cambiar una libertad menor o desigual por una mejora en el bienestar económico” (p.149). Esta igualdad de libertades se remite a una democracia representativa, si es que esta teoría política puedae existir sin violentar los derechos de los individuos al someterlos a formas específicas de control y de poder, como se verá cuando analicemos el esquema libertarista-neoliberal, desde la perspectiva del Comité Invisible. Volviendo a esta democracia representativa de Rawls, la igualdad de libertades se reduce a las libertades básicas, las cuales serán entendidas por él como los derechos civiles y políticos como el derecho a votar, presentarse para un cargo, a un juicio justo, libertad de expresión y libertad de circulación (Rawls, 2006, p.492) Ahora bien, estas libertades básicas no comprenden el derecho a elegir una organización distinta de la democracia representativa; el juicio justo será entendido como justo dentro de la normativa liberal, con todos sus presupuesto; la libertad de expresión se permitirá dentro de las convenciones sujetas al contrato social concretado a partir de la

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situación originaria; la libertad de circulación será libertad, siempre y cuando no atente de una manera considerada como ilegítima por el “yo” liberal contemporáneo, contra el contrato social. No obstante, esto lo podemos inferir del contraste de la teoría de Rawls con la realidad, desde una visión crítica cuya perspectiva no es la propia del “yo” liberal contemporáneo; pero dicha teoría deja muchos portillos para que el “otro” transgresor le gane terreno, al menos en el plano de la teoría, a un “yo” liberal contemporáneo con pretensiones de universalidad. Esto último aterrorizará al “yo” libertario-neoliberal, quien hará una crítica profunda a este tipo de planteamiento liberal, mediante la cual atacará el sistema de impuestos propuesto por el liberalismo, así como su programa de igualdad de oportunidades, para constituir un “yo” con pretensiones de universalidad más firmemente asentado en la teoría y justificante de acciones prácticas cada vez más restrictivas, deslegitimadoras del “otro” e incluso criminalizadoras y correctivas.

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ANTECEDENTES HISTÓRICOS DEL COMITÉ INVISIBLE El Comité Invisible es el grupo redactor de Tiqqun. Tiqqun, a su vez, comienza siendo una revista francesa fundada en 1999 y disuelta después del 11 de setiembre de 2001. Uno de los fundadores de este medio político-literario es Julien Coupat, quien fue arrestado en 2008 y acusado de terrorismo por un supuesto sabotaje de las líneas de un tren del departamento de Seine-et-Merne (Fernández, 2011a). Algunos le atribuye a este activista la creación del ensayo La insurrección que llega (2007), a partir del cual se visualizará al “yo” que busca autodefinirse y encuentra como obstáculo a un “otro autoritario” conformado por un planteamiento libertarista-neoliberal que parte de algunos de los principales contenidos filosóficos de Nozick y de los lineamientos kantianos para una metafísica de las costumbres. Tiqqun es una palabra que proviene del hebreo y significa reparación-restituciónredención. La revista y el grupo como tal se identifica, de una u otra manera con círculos filosófico-políticos radicales, los movimientos situacionistas y postsituacionistas, la ultraizquierda, el movimiento okupa, movimientos autonomistas y algunos sectores anarquistas. De hecho, Coupat, en el 2005 había establecido una comuna en Ternac, establecimiento del departamento de Corrèze, con una granja y una tienda de utramarinos Fernández, 2011a). Todas estas características sirven muy bien para tomar el ensayo de La insurrección que llega como un referente claro del “yo” que busca autodeterninarse, no sólo por su posición radical, sino por la puesta en práctica de tales ideas. Para efectos de estos antecedentes, no enfatizaré en tales hechos sino más bien en las influencias filosófico-políticas del grupo. Entre los principales autores de los que parten

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encontramos a Foucault (2007), Agamben (2003) y Deluze (2007). Por motivos de extensión y relación, me referiré aquí solamente al primero y el último. Foucault se refiere a la razón de Estado (surgida entre los siglos XVI-XVII) como una forma específica de gobernar donde el gobernante pierde esa relación paternalista medieval con el súbdito y se convierte en una realidad específica y discontinua, existente únicamente para sí y en relación consigo mismo y en plural se manifiesta únicamente cuando se visualiza frente a otros estados. Luego, en este periodo de la historia europea el mercantilismo es algo más que una mera doctrina económica (Foucault, 2007, p.20) y se convierte en una forma de gobernar conforme a la cual el Estado debe enriquecerse a sí mismo mediante la acumulación monetaria. Para concretar este fin debe fortalecerse mediante el crecimiento de la población para estar en una situación de competencia continua con otros estados. La gestión interna de esta forma de gobernar o la razón de estado, será la policía y la reglamentación indefinida del país, según el modelo de la organización urbana. En síntesis, mediante el mercantilismo y el sistema policial se mantiene la razón de Estado y como consecuencia el Estado no es un dato histórico ni su desenvolvimiento es como el de un monstruo frío o el Leviatan hobbesiano, sino un correlato de una forma específica de gobernar (p.21). Esta posición comienza a diferenciarse de los discursos liberales tanto modernos como contemporáneos, de aquellos que parten de una noción antropológica o histórica del surgimiento del Estado y a la vez de aquellos para quienes el contrato social es justificado mediante una vía racional. En Foucault lo que importa es que el contrato social mediante el cual se origina el Estado moderno y liberal es la justificación de algo y ese algo es un correlato de formas específicas de gobernar, de tratar de someter al otro, ya sea mediante la sumisión a la norma o mediante la represión de aquellos intentos de autodeterminación que

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trasgredan las normas de las costumbres institucionalizadas tanto de forma legal como cotidiana-discursivamente. De ahí que “esa limitación, de hecho general, que se plantea en función misma de la práctica gubernamental, va a establecer, claro está, una división entre lo que es preciso hacer, y lo que conviene no hacer” (p.27). Esto evidentemente recuerda esa herencia kantiana del discurso del poder gubernamental, conforme a la cual la metafísica de las costumbres no se refiere al modo en el que las cosas son sino al modo en el cual, en el plano ético, éstas deben ser y, a la vez, una reflexión de sobre el porqué las cosas no siempre suceden así, tal y como lo explicaremos, cuando abordemos los lineamientos metodológicos Kant de nuestro interés. En Foucault, esto marcará los límites de la acción gubernamental, “pero no de los individuos dirigidos por el gobierno” quienes, conforme al planteamiento conceptual del presente trabajo, pueden decidir entre someterse, mediante la figura de la sumisión, o revelarse radicalmente en una lucha concreta por autodeterminarse; lucha a partir de la cual se transgredan las normas preestablecidas, ejemplificada aquí con el ser humano trazado en La insurrección que llega (2007). En este sentido, “la línea de división se establecerá entre dos series de cosas, cuya lista elaboró Bentham… entre agenta y non agenda, las cosas que deben hacerse y las que no deben hacerse” (p.28) y, conforme a la razón de estado, serán los que gobiernan, como representantes de ese yo discursivo con pretensiones de universalidad, los que decidirán esta limitación interna, a pesar de que los “otros” deliberen si se someten o buscan concretarse a través de sus propias agendas. En cualquier caso, no debemos obviar el surgimiento del Estado policial. Ahora bien, a partir del siglo XVIII, con la consolidación del Estado moderno de corte liberal, el principio del derecho, sea fundamentado antropológica o teóricamente, ya

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no planteará límite al soberano ni establecerá una línea a partir de la cual éste no pueda pasar por encima del derecho ni violar el defendido derecho fundamental liberal clásico y, por tanto, el principio del derecho se entenderá sólo como principio externo de la razón de estado o su relación con otros estados (p.30). En este nuevo contexto, la economía política no se desarrolla contra la razón de estado originada durante los dos siglos anteriores ni tampoco la limita, ya que su objetivo primordial es el enriquecimiento del Estado en un marco de competencia beneficiosa y conveniente entre los estados, procurando mantener cierto equilibrio entre ellos para que tal competencia pueda existir. En este sentido, la economía política no se contrapone a los objetivos del Estado policial, del mercantilismo ni de la balanza europea, empleados como mecanismos por la razón de Estado (p.31). Como consecuencia, a partir del siglo XVIII, la economía política se presenta como “la forma primera de una ratio gubernamental autolimitativa” (p.33). Así, conforme a la economía política, la acción gubernamental debe limitarse a sí misma en función de la naturaleza de lo que hace y aquello sobre lo cual recae y los gobiernos pueden equivocarse, siendo el mal de los gobiernos, no la maldad achacada con antelación al príncipe y el sistema de poder feudal basado en la nobleza, sino la ignorancia. En otras palabras, el éxito o fracaso de los gobiernos sustituye la vieja disyuntiva liberal entre legitimidad/ilegitimidad del poder del soberano (p.34). Esto nos lleva a otro tipo de reflexión, cuya influencia se marcará notoriamente en el pensamiento de Tiqqun y de La insurrección que llega (2007). Todos los problemas contemporáneos tienen como núcleo central algo que llamamos “población”. Ahora bien, cuando comenzamos a hablar del ser humano en términos de población, esto implica el surgimiento de la biopolítica (p.40-41), ya que el término “población” es propio de la

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biología, y podemos hablar de una población de ratas, líquenes o, en contextos biopolíticos, de seres humanos, estudiados en términos de población, en relación positivista con el control de la población. El estado liberal contemporáneo y específicamente el pensamiento neoliberal sostendrán estos discursos y los implantarán en las sociedades como códigos de normalidad (encuestas de pobreza, natalidad, mortalidad; cámaras de seguridad y aparatos policiales, etc.) Ahora bien, la comprensión de la biopolítica amerita de una conocimiento previo del régimen gubernamental actual, cuya característica fundamental es la relación entre la pregunta por la verdad y la verdad económica (p.41). Conforme al arte liberal de gobernar o el régimen gubernamental actual, el mercado es un ámbito de formación de verdad y no exclusivamente un ámbito de jurisdicción (P.4950) cuya verdad se verifica mediante los regímenes de la normalidad y la anormalidad en términos de locura, penalidad y sexualidad (p.52-53). En otras palabras, ya sea en términos de mercado, de lo confesional, la institución psiquiátrica o la prisión, “se trata de abordar una historia de la verdad, o mejor dicho, se trata de abordar una historia de la verdad que estaría unida desde el origen, a una historia del derecho. Mientras que, con frecuencia, lo que se intenta hacer es una historia del error ligada a una historia de de las prohibiciones” (p.53). Estas últimas ideas de Foucault calzan perfectamente con el esquema conceptual desde el que se parte para trazar la presente investigación. Al hablar de “una” historia, hablamos de la historia de un “yo” que trata de perpetuarse como universal y para hacerlo amerita eliminar todas las “otras” historias de los “otros”. Ahora bien si los “otros” fueran todos sumisos, no sería tan importante para el “yo” con pretensiones de universalidad, caer en “una” historia de las prohibiciones, presentada a el “otro” como “la” historia universal

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de las prohibiciones, ya que su misma versión de la verdad, sería “la” verdad del “otro” sumiso, quien no intentaría en ningún momento buscar otra verdad, ya que al hacerlo dejaría de ser precisamente “otro” sumiso. Una historia de las prohibiciones brinda un margen de movilidad, un margen de libertad, a un “otro” no conforme pero que puede ser incorporado a la versión oficial de la historia del “yo” con pretensiones de universalidad; al mismo tiempo se convierte, su historia de las prohibiciones como su armadura y su escudo contra algún “otro” quien se vea como “yo” y trate de autodeterminarse donde su autodeterminación implicaría un límite y, por tanto, el fin de sus pretensiones de universalidad. La cárcel, el manicomio y los sitios de reclusión de cualquier anormalidad son las amenazas empleadas por ese “yo” con pretensiones de universalidad, en este caso el Estado y la razón de estado, contra los “otros”. A partir de estas prohibiciones o códigos de verificación de la normalidad y corrección de la anormalidad, tachada de locura, criminalidad o desviación, adquiere un nuevo sentido el Estado policial, heredado por la razón gubernamental contemporánea de los siglos XVI y XVII, donde el Estado policial mismo se confundía con la administración (p.55). Este Estado policial se topa con la diferencia de que en el siglo XVIII la razón gubernamental deja de ser ilimitada y el Estado adquiere una limitación interna cuya naturaleza no es del todo la misma que la del derecho y constituye un problema jurídico consistente en “saber cómo”, dentro del régimen de la nueva razón gubernamental autolimitada, se pude formular dicha autolimitación, en términos de derecho. En otras palabras, el Estado policial en el siglo XVIII se encuentra con el problema fundamental de la razón gubernamental de ese siglo: “si hay una economía política, ¿qué pasa entonces con el derecho político?” (p.56).

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Este problema de la relación de la economía política y de la limitación del poder público será planteado y replanteado durante los siglos XIX y XX, “en materia de legislación económica, separación del gobierno y la administración, constitución de un derecho administrativo, necesidad o no de la existencia de tribunales administrativos específicos, etc.”. Con ello, entre el siglo XVIII y el siglo XX, el problema fundamental no será ya como en los siglos XVII y XVIII (el modo de fundar la soberanía, legitimidad/ilegitimidad del soberano, condiciones de legitimidad del derecho del soberano), sino el modo mediante el cual se puede poner límites al ejercicio de un poder público (p58). La nueva razón gubernamental tiene como puntos de anclaje al mercado o el mecanismo de intercambio y verificación de la relación valor-precio y la elaboración de un poder público y sus intervenciones en el mercado, medidas conforme al principio de utilidad (p.64). En otras palabras, “los intereses son, en el fondo, el medio por el cual el gobierno puede tener influjo sobre todas las cosas que para él son los individuos, los actos, las palabras, las riquezas, los recursos, la propiedad, los derechos, etc.” (p.64-65). Ese es el contexto de surgimiento del liberalismo actual o neoliberalismo. Para los neoliberales el intercambio no es el mercado ya que constituye una situación primitiva imaginada por los economistas liberales del siglo XVIII y el mercado real está situado en la competencia por lo que lo esencial del mercado es la desigualdad y no la equivalencia. En este sentido el problema fundamental de la teoría del mercado será el establecido entre la competencia y el monopolio y no el del valor y la equivalencia (p.151). Conforme a estas corrientes neoliberales alemanas, u ordoliberales, “como el mercado sólo puede funcionar en virtud de la competencia libre y total, es preciso por ende que el Estado se abstenga de modificar la situación de competencia tal como existe y que se cuide de introducir a través

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de fenómenos de monopolio, fenómenos de control, etc., una serie de elementos que puedan distorsionar dicha situación de competencia” (p.152). El Estado a lo sumo puede intervenir para que esa competencia sea alterada por otro fenómeno, como en el caso de un monopolio. En este sentido, es la sociedad la que se ha convertido en objeto el objeto de la intervención gubernamental para que el mercado sea posible, en su calidad de racionalidad política para la institución de una sociedad mercantil, de las mercancías, de consumo, “en la que le valor de cambio constituya, a la vez, la medida y el criterio general de los elementos, el principio de comunicación de los individuos entre sí, el principio de circulación de las cosas” (p.180). En fin, el proyecto neoliberal de los ordoliberales alemanes es un proyecto de economía de mercado de competencia, caracterizado por un intervencionismo social acompañado de una renovación institucional entorno de la revalorización de la unidad “empresa” como agente económico fundamental. Esto implica el nacimiento de un nuevo arte de gobernar, con objetivos histórico-político propios (p.213). Aparte, la visión de Foucault posee un esquema cartográfico trazado a partir de lo que este filósofo comprende como “filosofía de los dispositivos”. Uno de los filósofos que ha tratado con mayor profundidad el concepto de “dispositivo” en Foucault ha sido Deleuze. Por lo tanto, este tipo de filosofía que influenciará la visión de mundo de Tiqqun y del Comité Invisible, la presentaremos desde la interpretación dada por Deleuze a este aspecto de la filosofía de Foucault para luego enfatizar sus principales contribuciones. Un dispositivo es una unidad multidimensional compuesta por líneas de distinta naturaleza, las cuales se dirigen en varias direcciones y conforme a procesos en constante desequilibrio, muy distintos de los “sistemas homogéneos” empleados en la filosofía para

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referirse al objeto, el sujeto o el lenguaje. Este carácter de crisis del dispositivo se distingue porque cada línea parece interrumpida en diversos puntos, se ve sometida a cambios, bifurcada, ramificada y expuesta a una variedad indeterminada de derivaciones (Deleuze y Tiqqun, 2011, p.9). El dispositivo posee como vectores o tensores, las cosas visibles, los enunciados formulables, las energías en funcionamiento y los sujetos en disposición. Estos vectores tensan la relación entre poder-saber-subjetividad y constituyen una cadenas de variables, alejadas unas de otras (p.10). Todo este entramado está conformado por dos tipos de líneas: a. líneas de sedimentación o aquellas mediante las cuales el dispositivo, basándose en la fuerza, se arraiga en el tiempo definiendo las cosas visibles, los enunciados formulables y la disposición “normal” de los sujetos; b. las líneas de fisura o de fractura, conformadas por líneas de subjetividad que van más allá de las tensiones causadas por las energías en funcionamiento en el interior del dispositivo (p.10). Luego, existen líneas que son trazadas conforme al poder-saber, las cuales serán: a. curvas de visibilidad; b. curvas de enunciación; c. líneas de fuerza. Las curvas de visibilidad son para Foucault especies de máquinas para “hacer ver”, no en el sentido de una claridad que “hace ver” las cosas existentes, sino en el sentido de determinadas líneas de luz capaces de crear figuras visibles. Estas líneas serán específicas para cada dispositivo y estarán articuladas de acuerdo a su propio régimen de luz. Este régimen distribuirá en el espacio tanto la visibilidad como la invisibilidad de tal manera que ningún objeto podría existir sin ser visto, conforme al régimen de luz del dispositivo (p.11). Las curvas de enunciación serán máquinas, esta vez, para “hacer hablar” en el sentido de las formas posibles de enunciación propias de cada dispositivo y su régimen de

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enunciación. “Los enunciados emiten líneas de enunciación” conforme a las cuales es posible distribuir posiciones diferentes de las partes de los objetos “visibles”. Así, si las curvas de visión distribuyen la luz, los enunciados del régimen de enunciación son curvas que distribuyen variables a partir de las cuales en el dispositivo mismo algo se define como ciencia, género literario, estado de derecho, movimiento social, etc. (p.11). En síntesis, ambos tipos de líneas conformarán regímenes de poder-saber dentro del dispositivo y definirán lo visible y lo enunciable conforme al mismo. Las curvas de visibilidad y las curvas de enunciación trazarán umbrales a partir de los cuales se “estará dentro” o se “estará fuera” en términos estéticos, científicos, políticos, etc. (p.12). Estas líneas de visibilidad y de enunciación son curvas y requieren de una “rectificación” ejercida por el tercer tipo de líneas del poder-saber: las líneas de fuerza. Las líneas de fuerza trazan tangentes y recorren trayectos de unas líneas a otras, propiciando un intercambio regulado del “ver” y el “decir”, dentro del mismo dispositivo. Las líneas de fuerza “entrecruzan palabras y cosas… no cesan de ir en cabeza”; pasan por todos los espacios de un dispositivo (p.12). Nos queda por presentar esquemáticamente las líneas de fractura. Estas líneas son llamadas por Foucault, líneas de subjetividad y son las que se han prestado para más discusiones, al respecto de su filosofía de los dispositivos. También en la interpretación de las líneas de subjetivación Deleuze realiza sus propios aportes a esta filosofía. Las líneas de subjetivación rebasan las líneas de fuerza cuando éstas se curvan y se tensan o cuando la fuerza retorna sobre sí, generando su propia fractura (p.13). Foucault valora la existencia de líneas de subjetivación del segundo tipo, conforme a las cuales es del poder mismo que surge la subjetivación de la elite dominante. Deleuze hace hincapié en las

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primeras o las formas de subjetivación que logran trascender la fuerza del dispositivo y generan a su vez líneas de fractura, muy distintas de las primeras. En general, “una línea de subjetivación implica un proceso, una producción de subjetividad en un dispositivo” y se trazan en la medida que el dispositivo lo permita o lo posibilite. En otras palabras, las líneas de subjetivación serán las líneas que escapan de las líneas de visibilidad, de enunciación y de fuerza, constituyentes del entramado del podersaber del dispositivo (p. 14). Estas líneas de subjetivación harán surgir un “sí mismo” que para Foucault, (y este es uno de los puntos más debatibles al respecto de su filosofía de los dispositivos), no será un saber ni un poder, sino el resultado de procesos de individualización que recaen sobre personas o grupos quienes logran alcanzar una subjetivación autónoma, más allá de las relaciones de fuerza y de los saberes constituidos (p.14). Para Deleuze, estas líneas no se dan sólo a partir de las elites aristocráticas o “por la existencia estetizada del hombre libre”, sino también en la marginalidad del excluido (p.15), en la cual podemos hallar toda una tipología de formaciones subjetivas, inscritas en dispositivos dinámicos (p. 16). Con esto Deleuze lleva la filosofía de los dispositivos a un nivel mayor de complejidad y la acerca más a una filosofía radical, como la de Tiqqun. Para Deleuze no sólo quienes son considerados “los buenos” (en términos nietzscheanos) conforme a los regímenes de visibilidad y de enunciación, tensados por la fuerza del saber-poder, tendrán las condiciones para concretar líneas de fractura, sino todo individuo y grupo social marginal, ubicado en el espacio de un conocimiento periférico, será capaz de generar, con sus debidos procesos de afectación, línea de fractura en el dispositivo (p.16)

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Esta postura de Deleuze, al respecto de la filosofía de los dispositivos de Foucault, lleva esta filosofía al rechazo de todos los universales, pues “el universal no explica nada, es el universal el que debe ser explicado” y esto puede y debe hacerse desde distintas perspectivas (p.16). “Cada dispositivo constituye una multiplicidad en la que operan procesos cambiantes, distintos a los que operan en otro”. Esto, desde Foucault, impulsa la realización de un estudio epistemológico e histórico de las distintas formas de racionalidad en el saber y un estudio sociopolítico de los medios racionales del poder. Desde Deleuze, la tarea debe ser más extensa y abarcar un estudio, no sólo de la racionalidad del poder como tal, sino de lo razonable en los supuestos sujetos históricos atados a tal o cual dispositivo (p.17).

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LINEAMIENTOS METODOLÓGICOS KANTIANOS PARA UNA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES EN FUNCIÓN DE UN “YO” CON PRETENSIONES DE UNVIERSALIDAD Para ubicar los lineamientos metodológicos kantianos trazados en la obra “Fundamentación para una metafísica de las costumbres” (2010), el primer paso radica en localizar a la teoría de las costumbres en el esquema general de la distribución de los conocimientos, acorde con el sistema kantiano. La teoría de las costumbres, o el estudio de los objetos sometidos a las leyes de la libertad, conforma una de las dos grandes ramas de la filosofía material y comprende una parte empírica, en donde las leyes universales y necesarias del pensar descansan en fundamentos que han sido tomados de la experiencia de las costumbres, inherentes a las prácticas humanas (Ak. IV, 387). Esto diferencia a la teoría de las costumbres de la lógica, o aquella filosofía formal (completamente distinta de la filosofía material) y de la física o aquella filosofía cuya parte empírica se relaciona con la experiencia que tiene el sujeto de la naturaleza, pues busca determinar las leyes de la naturaleza como objeto de la experiencia. Retornando a la teoría de las costumbres, la parte empírica o antropología práctica no abarca la totalidad del estudio de los objetos sometidos a las leyes de la libertad y de ahí que este tipo de estudio comprenda otra parte: una filosofía moral capaz de determinar las leyes de la voluntad del ser humano, no conforme al modo en que son las cosas (la parte empírica) sino al modo en el cual éstas deben ser y, a su vez, examinar las condiciones por las cuales las cosas no siempre suceden así (Ak. IV, 388). En consecuencia, a partir de los lineamientos metodológicos kantianos se podría fundamentar una metafísica de las costumbres cualquiera, conforme a la cual: a. existirá un

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único “deber ser” de las cosas, b. la voluntad humana deberá encaminarse en sus prácticas hacia ese “deber ser” y c. toda otra consideración diferente del modo en cual deben ser las cosas, irá en contra de la voluntad universal. Para cumplir con esos criterios, una fundamentación metafísica de las costumbres que parta de los lineamientos metodológicos kantianos, deberá justificar apriorísticamente su concepción racional de la voluntad y su consideración del modo universal en que deben ser las cosas. De lo contrario, ninguna justificación antropológica podría alcanzar ese carácter universal necesario para que tal metafísica de las costumbres tenga fundamentación, conforme a los mismos lineamientos metodológicos kantianos. En consecuencia, en el plano de la filosofía empírica, la oposición a la voluntad universal de una fundamentación metafísica de las costumbres tal, estará compuesta por: a. toda posición que justifique totalmente el orden imperante de las cosas; b. toda posición que justifique a posteriori otras características del “deber ser” de las cosas; c. cualquier otra fundamentación metafísica de las costumbres, a partir de la cual se trate de fundamentar apriorísticamente otro “deber ser” universal. En conclusión, la teoría de las costumbres en Kant comprenderá una parte estrictamente material (una antropología práctica), la cual abarca todas y cada una de las prácticas humanas, y por una filosofía moral, de carácter formal, ¿acaso trascendental?, cuyos fundamentos son anteriores a toda experiencia y, por lo tanto, a cualquier práctica humana. Seguidamente, los lineamientos metodológicos kantianos para trazar una metafísica de las costumbres constituyen una posibilidad para considerar una única apreciación del “deber ser” de las cosas éticas y políticas, con carácter de necesidad universal, siendo esto a su vez, una exclusión radical de lo “otro”.

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En este esquema, lo “otro” será inquirido por su carácter contradictorio con el “yo” discursivo que se presenta como universal, quien realizará un examen de las condiciones por las cuales las cosas no son como deben ser, desde su fundamentación metafísica de las costumbres. Este proceso no puede ser visualizado únicamente a partir del sujeto quien realiza el examen, o ese “yo” quien pretende reafirmarse como universal, sino también a partir de un “otro” quien acepta sumisamente determinadas reglas para su voluntad, dictadas desde fuera; o, finalmente, desde la perspectiva de otro “otro” quien niega la “pureza” de los principios dictados por ese “yo”, cuyas pretensiones de universalidad le afectan, y ejerce cierta reacción, en este caso ético-política. En fin, la teoría de las costumbres de acuerdo con Kant participa de las dos ramas de la filosofía reconocidas por este autor (la material y la formal) y la naturaleza bipolar de su ética tiene como consecuencia el intento de sometimiento y subordinación de uno de sus polos al otro, lo que la hace calzar perfectamente en el esquema conceptual trazado para esta investigación. De lo anterior se desprende que uno de los presupuestos metodológicos kantianos es aceptar la existencia de un “deber ser” de los objetos sometidos a las leyes de la libertad y, por lo tanto, el objetivo de la teoría de las costumbres es identificar ese deber ser único y universal. Este presupuesto se basa en un principio teleológico kantiano conforme al cual los seres organizados y dispuestos para la vida no poseen en su constitución ningún instrumento que no sea el más conveniente y el más adecuado para realizar el fin que constituye la razón de ser de dicho instrumento (Ak. IV, 395). Así, el “deber ser” de las cosas morales no sólo debe ser dilucidado por la teoría de las costumbres sino que los

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objetos sometidos a las leyes de la libertad, entre ellos el ser humano, poseen en su constitución los instrumentos necesarios para realizarlo. En otras palabras, el instrumento es perfecto para recorrer el camino o método que conducirá necesariamente al fin esperado, en este caso de índole moral. En síntesis, para Kant existe una teoría de las costumbres conformada por una parte formal o filosofía moral y una parte empírica o antropología práctica y existe un deber ser único y universal de las cosas morales para cuya realización práctica los seres humanos están provistos de los instrumentos más adecuados. Este deber ser de las cosas morales aleja a la filosofía moral del ámbito propio de lo que es o la parte empírica y esta característica hace de ella una metafísica cuyas teorías deberán derivarse exclusivamente de principios a priori relacionados con aquellos objetos del entendimiento, propios de la ética o las leyes de la libertad (Ak. IV, 388). Luego, si bien la metafísica de las costumbres comprenderá una parte empírica, a posteriori o una antropología práctica, también comprenderá una parte racional o propiamente moral, la cual debe ser cuidadosamente separada de la primera por serle anterior y ameritar de la aplicación de una filosofía moral pura, capaz de descubrir en ella lo que la razón pura puede decir al respecto de las costumbres humanas y determinar las fuentes de las que derivan tales enseñanzas de la razón (Ak. IV, 388-389). En consecuencia, metodológicamente debemos dilucidar los principios puros de la ética, antes de derivar una teoría de las costumbres, ya que tales principios, al ser la parte formal del estudio de los objetos sometidos a las leyes de la libertad, son anteriores a cualquier práctica humana y, como consecuencia, la razón será ese instrumento más conveniente y más adecuado, en términos teleológico-kantianos, para alcanzar los fines morales o, en otras palabras, para determinar ese “deber ser” de los objetos sometidos a las

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leyes de la libertad y conducirlo a su realización práctica, estudiada no por una moralidad pura, sino por una antropología práctica. La idea común del deber y de las leyes morales hace evidente para Kant la necesidad de una filosofía moral pura, ya que la ley, para valer moralmente como fundamento de la obligación, tiene que comprender una necesidad absoluta. Esto hace imposible hallar los fundamentos de la obligación en la naturaleza del ser humano o en las circunstancias del universo en el cual éste ha sido puesto, ya que la necesidad absoluta de una ley no puede derivarse de las reglas prácticas o fundadas en principios de la experiencia y sólo se puede obtener de principios de la razón pura, siendo ésta, en su calidad de instrumento perfecto para alcanzar los fines morales, la única capaz de fundamentar una filosofía moral (Ak. IV, 389), ya que la legitimidad universal de las acciones en general debe servir como único principio para la voluntad (Ak. IV, 402) y la ley debe tener “una significación tan extendida como para valer, no sólo para los hombres, sino para todo ser racional en general, y ello, no sólo bajo condiciones azarosas y con excepciones, sino de modo absolutamente necesaria” (Ak. IV, 408). Así, la razón como instrumento perfecto para alcanzar los fines morales debe lograrlos bajo la forma de leyes absolutas; en otras palabras, leyes para las cuales no exista ningún contraejemplo, ya sea en la razón misma o en las prácticas humanas. Por lo tanto, estas leyes serán ahistóricas y deberán hacerse valer como fundamentos absolutos de la obligación en todo tiempo y lugar, donde no debemos olvidar el papel trascendental del espacio y del tiempo como principios a priori del conocimiento fenoménico, dentro del esquema kantiano. Seguidamente, a la filosofía moral, aplicada al ser humano, no le importa el conocimiento adquirido mediante las prácticas concretas del ser humano o lo que para Kant

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sería una antropología práctica y por más que las prácticas histórico-culturales contradigan un determinado principio, si éste ha sido fundado a priori como fundamento de la moral, será el fundamento del cual deberá derivarse cualquier teoría de las costumbres, compuesta de leyes válidas como fundamentos de la obligación (Ak. IV, 389). A partir de estos lineamientos metodológicos, debido a que los fundamentos morales son la base de una moral pura y dichos fundamentos le son dados al ser humano en su condición de ser racional (donde la razón es el instrumento perfecto para realizar el “deber ser”, estudiado por la teoría de las costumbres, en las prácticas humanas) como leyes a priori, las leyes morales requieren de un juicio o capacidad superior de juzgar, en las prácticas humanas, aquellos casos en los cuales aplica o no aplica una ley moral, proveer acogida a dichas leyes en la voluntad del ser humano y brindar energía para su realización (Ak. IV, 389). Así, las leyes no surgen a partir de las prácticas humanas sino que, metodológicamente, las prácticas humanas deben adecuarse a las leyes. En este punto es importante establecer la diferencia kantiana entre una máxima y una ley: la primera es el principio subjetivo del querer, mientras que la segunda es el principio objetivo. En este sentido, la causa racional de esta ley se relaciona con lo siguiente, La voluntad se ve inmediatamente determinada por la ley y la conciencia de tal determinación se llama respeto, siempre que éste sea contemplado como efecto de la ley sobre el sujeto y no como causa… el respeto es la representación de un valor que doblega mi amor propio… el objeto de respeto es exclusivamente la ley, aquella

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ley que nos imponemos a nosotros mismos como necesaria (Ak. IV, 401). Este carácter universal de la ley se topa con el problema de lo bueno, pues no existen entre las cosas que se hallan dentro y fuera del mundo fenoménico algo que sea bueno universalmente, sin ninguna restricción y que no sea la buena voluntad. Luego, la buena voluntad deberá adecuar las prácticas humanas a un fin universal, corrigiendo el influjo del ánimo (Ak. IV, 393). La voluntad humana deberá constituirse como buena voluntad, en la medida en que se basa en la razón para serlo y, tal instrumento perfecto, la aleja de toda inclinación y todo temor que coaccione de una u otra manera la influencia de la razón sobre la voluntad para determinar la libertad de esta última, en una buena voluntad. A continuación el deber será una noción que entraña en sí misma una buena voluntad, bajo ciertas restricciones y obstáculos objetivos (Ak., IV, 397). Esto nos empuja a realizar determinadas acciones no por inclinación sino por deber, aunque en determinados casos no podamos discernir si alguien las realiza por mor del deber o por una inclinación. Luego, el bien debe hacerse por el deber y no por la inclinación (Ak. IV, 398), aunque dicha inclinación sea la felicidad, pues sólo así cobra entonces la conducta un genuino valor moral (Ak. IV, 399). En relación con la realización del deber por el deber, Por amor a la humanidad quiero conceder que la mayoría de nuestras acciones son conformes al deber; pero si se miran de cerca sus caprichos y cavilaciones uno tropieza por doquier con ese amado yo, que siempre descuella, sobre el cual se apoya su propósito, y no sobre ese severo mandato del deber que muchas veces exigiría abnegación” (Ak. IV, 407)

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En fin, la moralidad se encuentra en una encrucijada entre su principio a priori y su móvil a posteriori. Ante esto “tendrá que verse determinada por el principio formal del querer en general, si una acción tiene lugar por deber, puesto que se le ha sustraído de todo principio material” (Ak. IV, 400). En consecuencia, esta buena voluntad, compuesta por un “querer” y un carácter “racional” de dicho querer, siguiendo el camino para alcanzar el fin moral por excelencia o “lo bueno”, constituirá un “querer racional lo bueno” o, en otras palabras, una “buena voluntad”. Esta buena voluntad será el instrumento teleológicamente más conveniente y más adecuado para alcanzar el fin de la moral o el “bien” de la humanidad. Esto lo hará este instrumento perfecto (la buena voluntad) moderando los afectos y las pasiones, el autocontrol y la autoreflexión serena hacia buenos fines, ya que tales cualidades no son absolutamente buenas, sin el empleo de una buena voluntad (Ak. IV, 394): En cuanto la razón nos ha sido asignada como capacidad práctica, esto es, como una capacidad que debe tener influjo sobre la voluntad, entonces el auténtico destino de la razón tiene que consistir en generar una buena voluntad en sí misma y no como medio con respecto a uno u otro propósito (Ak. IV, 396). De esta manera, la razón práctica, al establecer esta buena voluntad, sólo es capaz de sentir un contento muy idiosincrásico (Ak. IV, 396) y sin una metafísica de las costumbres basada en una filosofía moral pura, cuyo instrumento perfecto para alcanzar los fines morales sea esta buena voluntad, las costumbres estarían expuestas a toda clase de corrupciones. Ahora bien, para evitar esta degradación moral la buena voluntad amerita de un juicio superior, capacidad de juzgar específica o norma suprema del exacto

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enjuiciamiento de las costumbres, porque lo que es moralmente bueno, no sólo debe ser conforme a la ley, sino que debe suceder por la ley (Ak. IV, 390). En otras palabras, el “yo” con pretensiones de universalidad, quien hipotéticamente emplee los lineamientos metodológicos kantianos para fundamentar su propia metafísica de las costumbres, justificando determinados principios como puros, se afirmará como una capacidad de juicio superior e indiscutible, a partir de la cual juzgará al “otro”, brindándole ciertos márgenes de libertad de acción, incluso para una oposición intelectiva y práctica, conforme a dichos márgenes. Una acción que vaya más allá será deslegitimada y/o criminalizada y el “yo” con pretensiones de universalidad dictará enérgicamente una sentencia contra los individuos transgresores, siendo esta sentencia abalada por el “otro” sumiso quien ha aceptado las condiciones apriorísticas impuestas por el “yo” con pretensiones de universalidad, como las leyes de la voluntad universal. Luego, estos lineamientos metodológicos kantianos sientan las bases para criminalizar las acciones realizadas fuera de los márgenes permitidos para la acción, conforme a la aplicación de tales lineamientos. En este sentido, el “yo” con pretensiones de universalidad refuta cualquier apelación hecha contra los límites que él ha impuesto a la libertad porque tales límites, para él, derivan de principios que son anteriores a la experiencia y sin los cuales no podría existir ninguna ética. Ahora bien, para este “yo” sólo es posible una ética, su propia ética, y cualquier otro planteamiento con pretensiones éticas que sea distinto de su propio planteamiento, simplemente será una imposibilidad ética: una exposición de lo que para él serían las buenas costumbres, a toda clase de corrupciones. En otras palabras, toda diferencia al respecto de su ética atentaría contra sus pretensiones de universalidad.

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Esto será lo que el “yo” con pretensiones de universalidad le presentará como lo éticamente correcto, de acuerdo a la razón, su razón, al “otro” sumiso cuya aceptación pasiva le permitirá a ese “yo”, perpetuarse a través de él como universal. Pero también se lo presentará como lo éticamente correcto a un “otro” transgresor, cuya intelección y acción serán más peligrosas en la medida en que sus cuestionamientos ataquen más los principios puros de su fundamentación metafísica de las costumbres o en la medida que transgredan los márgenes impuestos por el “yo” con pretensiones de universalidad a su propia libertad. Ahora bien, desde la perspectiva de ese “otro” transgresor no se considera al “yo” con pretensiones de universalidad como un “yo” sino más bien como un “otro” autoritario, ante el cual, sus acciones más radicales, pueden ser consideradas justas, en su condición de reivindicación. Es así como esa capacidad de juicio superior aludida por Kant puede asemejare a la acción de un observador “sereno”, un “yo” con pretensiones de universalidad, quien pretenda identificar en las prácticas humanas un vivo deseo de hacer el bien por el deber de hacerlo (conforme a lo que él ha estipulado como “bien), en completa autenticidad y sin tener ningún otro móvil que el deber mismo. Si este observador es completamente sincero, habrá momentos en los cuales dude de si realmente en el mundo de los fenómenos hay alguna virtud genuina y en tales momentos abandonará por completo sus ideas relativas al deber y conservará en su alma un fundado respeto hacia la ley (su propia ley), conforme a la cual la cuestión no será si sucede esto o aquello sino lo que la razón (su razón) manda por sí misma e independientemente de todos los fenómenos (Ak. IV, 408). En este sentido, para Kant, esta capacidad de juicio superior no será la propia del “hombre de la estirpe común”, pues en ella el instinto natural, más que la razón, concede influjo sobre el hacer y dejar de hacer, proyectando a través de él sus inclinaciones y sus

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miedos. El “hombre de la estirpe común” será para Kant una especie de “otro” sumiso a través del cual el “yo” con pretensiones de universalidad pueda perpetuarse como universal. Luego, esta capacidad de juicio superior a la que alude Kant reposará en un propósito muy otro y de mayor excelencia que la felicidad perseguida por el “hombre de la estirpe común”; un propósito determinado por entero por la razón (Ak. IV, 396). Seguidamente, la indagación de la moralidad pura y de sus principios es una tarea que le corresponde al filósofo (Ak. IV, 403), ya que “a esta voluntad no le cabe, desde luego, ser el único bien global, pero sí tiene que constituir el bien supremo y condición de cualquier otro, incluyendo el ansia de felicidad” (Ak. IV, 396). Ahora bien, una vez que un juicio superior, capacidad de juzgar específica o norma suprema del exacto enjuiciamiento de las costumbres ha determinado la ley moral, el conocimiento sobre cuanto cada hombre se halla obligado a hacer, y por lo tanto también a saber, sería un asunto que compete a todo hombre, incluso al más corriente. Aquí uno puede contemplar, con mucha admiración, cuánto aventaja la capacidad judicativa práctica a la teoría en el entendimiento del hombre común” (Ak. IV, 404). En este sentido, si bien el filósofo aventaja al “hombre de la estirpe común” en el entendimiento (al fundar la razón universal), el “hombre de la estirpe común” aventaja al filósofo en su capacidad judicativa respecto a la ley que le ha sido dada (su capacidad de obedecer y actuar conforme a la ley que le ha sido impuesta). Al respecto “¡Cuán magnifica cosa es la inocencia! Lástima que a su vez no sepa precaverse y se deje seducir fácilmente. Por eso la sabiduría misma… necesita de la ciencia, no para aprender de ella, sino para procurar un acceso y una persistencia a su precepto” (AK. IV, 404-405)

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En fin, la razón del “hombre de la estirpe común” no será llamada para recorrer el camino o método mediante el cual la razón determina los preceptos morales, pero sí a cumplir las leyes de una razón superior quien las habrá descubierto gracias a la posesión del instrumento perfecto de su razón para alcanzar el conocimiento sobre tales principios y llevarlos más allá de las meras máximas a la condición de leyes universales. La razón del “hombre de la estirpe común” encuentra un obstáculo no especulativo para participar del método o camino mediante el cual se arriba a las leyes morales, por motivos genuinamente prácticos, al salir de su círculo y avanzar un paso dentro del campo de una filosofía práctica, para recibir allí mismo un informe y una clara indicación sobre la fuente de un principio, así como sobre la correcta determinación del mismo en contraposicioón con las máximas que dan pie cualquier necesidad e inclinación (Ak. IV, 405) Finalmente, para Kant, “el deber significa que una acción es necesaria por respeto hacia la ley” (Ak. IV, 400), a saber, “sólo aquello que se vincule con mi voluntad simplemente como fundamento, pero nunca como efecto, aquello que no sirve a mi inclinación, sino que prevalece sobre ella o al menos la excluye por completo del cálculo de la elección, puede ser un objeto de respeto y por ello de mandato” (Ak. IV, 400). Luego, “la necesidad de mi acción merced al puro respeto hacia la ley práctica es aquello que forja el deber y cualquier otro motivo ha de plegarse a ello, puesto que supone la condición de una voluntad buena en sí, cuyo valor se halla por encima de todo” (Ak. IV, 403). En síntesis general, Kant fracciona la realidad en dos mundos: a. uno empírico o fenoménico, estudiado por una antropología práctica y en el cual domina el instinto natural, conforme al cual las acciones, afectadas por las inclinaciones y los miedos, tienen como

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móvil, la felicidad; b. un mundo formal, acaso trascendental, no escindido del mundo de los fenómenos al estilo de Platón, sino imbuido en la mente del sujeto (sello característico de Kant), estudiado por una moral pura, dominado por la razón donde el motivo único sería el deber. Ahora bien, todo lo que existe gira en torno a un “deber ser” de las cosas y para realizar ese “deber ser” los seres humanos cuentan con el instrumento más conveniente y adecuado: la razón. Cuando nos referimos al ámbito de las costumbres, la razón determinará como instrumento más perfecto para alcanzar su fin a la buena voluntad y el fin mismo será el deber o el conjunto de los fundamentos de la obligación a partir de los cuales, el empleo humano de la buena voluntad como instrumento perfecto podrá adecuar las prácticas humanas a los fines universales, acordes con la razón. Este paso del mundo formal o trascendental al mundo fenoménico, en este caso del estudio de las costumbres, antropológico, implicará la realización de la ley, a partir del respeto al deber, donde la ley deberá tener una necesidad absoluta, inmutable ahistóricamente, para la cual, el conocimiento fenoménico (aquel cuyo móvil es la felicidad es movido por el instinto natural) será del todo irrelevante y no podrá contradecir en ningún momento la ley y, contrariamente, deberá someterse a ella respetándola, como concreción práctica del deber por representar la legitimidad universal de las acciones en general. Finalmente, el estudio de los objetos sometidos a las leyes de la libertad, o el empleo de la razón para la identificación de una buena voluntad, el reconocimiento del deber y la realización de la ley será necesaria una capacidad de juicio superior, propia del filósofo y ajena al “hombre de la estirpe común” (quien vive movido por el instinto natural en una búsqueda continua e interminable de la felicidad), la cual deberá garantizar no solamente la fundamentación, sino la vitalización y la realización de la ley.

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A continuación este esquema marcadamente bipolar no solo separa el conocimiento ético entre un mundo trascendental imbuido en la mente de un sujeto y un mundo fenoménico, en el cual se desenvuelve dicho sujeto, sino también entre una razón filosófica, superior especulativamente e inferior judicativamente a una masa conformada por la “estirpe del hombre común”, condenada a vivir buscando una felicidad irrealizable y guiando sus acciones conforme al instinto natural. En este último sentido podemos hablar de un “yo” con pretensiones de universalidad, el filósofo racional y pretendidamente estoico-kantiano y un “otro” a través del cual pretende perpetuarse dicho yo como universal, donde no tiene nada qué decir el “otro” sobre ese “yo” con pretensiones de universalidad quien le dictará sus leyes y no podrá contradecirlas ni desobedecerlas, en ningún contexto cultural o histórico, debido a que gozan, según ese “yo” con pretensiones de universalidad de necesidad absoluta, siendo así leyes universales sin ningún contraejemplo posible. En fin, la razón del “yo” con pretensiones de universalidad se presenta como “la” razón, no solamente como la única forma de razonar, sino como la única forma de conocer correctamente las leyes de la libertad, excluyendo otros posibles métodos o caminos que no se apeguen exclusivamente a la razón. Esto no sólo evidencia el temor europeo hacia la irracionalidad sino a la pretensión de una razón universal, en nuestro esquema conceptual, a partir de un “yo” que desea perpetuarse como tal a través del “otro”. No obstante, dejemos de momento al “otro” transgresor, desde cuya óptica se visualizará estas relaciones en el presente trabajo, para centrarnos en un determinado discurso que puede concordar con los lineamientos kantianos para presentarse como un “yo” con pretensiones de universalidad. Me refiero al libertarismo-neoliberalismo.

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FUNDAMENTACIÓN METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES LIBERTARISTASNEOLIBERALES: EL SENTIDO DE UN “YO” CON PRETENSIONES DE UNIVERSALIDAD El pensamiento libertarista de Nozick sienta sus raíces en el desarrollo de la teoría económica del neoliberalismo. Esto es evidente en varios pasajes de su obra principal Anarquía, Estado y Naturaleza (1988) donde no profundiza sobre algunos aspectos y delega su comprensión a autores reconocidos de esa teoría económica neoliberal. A modo de ejemplo, al referirse al papel que juega en su pensamiento la mano invisible, no brinda una descripción explicativa de este aspecto y remite al lector que quiera comprenderlo a distintas obras de Hayek (Nozick, 1988, p.32). Por lo tanto, si existiera una relación evidente entre los contenidos filosóficos del neoliberalismo y los lineamientos metodológicos kantianos dilucidados en el apartado anterior, podremos establecer una relación entre tales lineamientos metodológicos y el pensamiento de Nozick. Esta es la hipótesis principal de la que parte la realización del presente apartado. Relacionar los contenidos del neoliberalismo con los lineamientos metodológicos establecidos por Kant en la “Fundamentación para una metafísica de las costubres” (2010) es una tarea viable, si tomamos en cuenta algunos argumentos de toda una línea de la economía política que ataca, tanto al liberalismo como al neoliberalismo, desde los argumentos de Marx. Entre los partidarios de esta línea económico política se encuentra Pesenti (1979) para quien, las relaciones establecidas entre los seres humanos, con el objetivo de producir los bienes necesarios para vivir, han estado bajo el dominio de un grupo social (al cual

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podríamos identificar con un “yo” discursivo con pretensiones de universalidad) y de ahí que en tales relaciones hayan dominado formas de mistificación basadas principalmente en la afirmación de que las relaciones específicas de producción… son relaciones que responden a un orden «divino», «natural», de las cosas, superior a la historia y, por tanto, son relaciones no solamente necesarias, sino que el sistema constituido por ellas es el sistema racional, el único posible, o en todo caso, superior a cualquier otro (p.18). Este carácter ahistórico de las relaciones específicas de producción y la superioridad de un sistema racional recuerdan lo expuesto en el apartado anterior sobre Kant, en la misma medida que el carácter «natural», único posible del sistema constituido por tales relaciones específicas de producción, no deja de recordar los argumentos planteados por Locke, tal y como se expuso en los antecedentes del pensamiento libertarista-neoliberal de Nozick. Aparte, si en el argumento expuesto en la cita anterior sustituimos ese orden «divino» (monárquico) o «natural» (lockeano) de las cosas por una fundamentación metafísica basada en una filosofía pura, hallaremos un receptáculo común a partir del cual relacionar la moral derivada de este tipo de economía y filosofía política con los lineamientos metodológicos kantianos para determinar una metafísica de las costumbres de corte libertarista-neoliberal. El mismo Nozick nos brinda ciertos indicios de esta posibilidad cuando se refiere al papel de sus consideraciones sobre los derechos individuales y sobre el papel del Estado: “ahora observo el campo de la política a través de ellas (¿Debiera decir que ellas me permiten observar a través del campo de la política?)” (1988, p.7). Luego, esta cita podría

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insinuarnos que sus planteamientos o pre-concepciones neoliberales abstractas son anteriores a cualquier apreciación a posteriori de la política y que, sin tales preconcepciones, no podría observar los hechos políticos propios de lo que para Kant sería una antropología práctica. Además, en relación con esta posibilidad de determinar una metafísica de las costumbres de corte libertarista-neoliberal, Pesenti (1979) advierte que algunos partidarios de los sistemas económicos de las clases dominantes recurren, para su justificación, a “la cobertura de una falsa objetividad formal, de una falsa lógica formal, basada en premisas apriorísticas de naturaleza idealista” (p.18). Conforme a los intereses del presente trabajo es necesario afirmar que Hayek, uno de los teóricos de la economía neoliberal que más influye a Nozick, es descrito en gran medida por esta cita crítica de Pesenti. Luego, los fundamentos económicos de Hayek influyen los planteamientos de un tipo específico de filosofía libertarista o el libertarismo estadounidense de la segunda mitad del siglo XX. Este tipo de libertarismo (al cual en el presente trabajo denominamos “libertarista” y no “libertario” para no confundirlo con otros tipos de pensamiento libertario, completamente ajenos a las raíces neoliberales y, en muchos casos, incluso opuestos a tales raíces y sus implicaciones), comprende ciertos supuestos que podríamos identificar como principios anteriores a cualquier experiencia y superiores al conocimiento práctico del ser humano, sin la necesidad del salirnos de las raíces neoliberales y las consecuencias filosóficas de este pensamiento libertarista. En términos aún más generales, anterior a cualquier experiencia y sin brindar un margen para que las prácticas humanas puedan falsear sus afirmaciones, el neoliberalismo y el liberalismo estudiados a groso modo en el presente trabajo plantean argumentos

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fundamentales para su modo abstracto de comprender el mundo. Si sustituimos la palabra “individuo” por “sujeto”, será más fácil la tarea de identificar aquellos supuestos fundamentales del neoliberalismo que pudieran derivar de una metafísica de las costumbres de corte libertarista-neoliberal, acorde con la terminología empleada en el curso para el cual se realiza la presente investigación.2 Para Hayek, el sujeto civilizado es un sujeto libre (1979, p.184) donde, si consideramos dicha libertad como un principio ético indiscutible por ser “anterior a” e “irrefutable por” cualquier experiencia del sujeto civilizado, el principio puro de la justicia solamente será capaz de fundamentar la coacción de la conducta individual cuando sus máximas o leyes preserven una sociedad pacífica, indispensable para que el sujeto civilizado pueda existir (p.182) y para que pueda desarrollarse libremente el mercado, a partir de sus propios principios racionales, “anteriores a” e “irrefutables por” cualquier experiencia. En este sentido, algunos de los principales supuestos del neoliberalismo de Hayek pueden ser fundamentados a partir de una metafísica de las costumbres de corte libertaristaneoliberal e incluso poseen un amplio margen de semejanza con algunos aspectos de los contenidos filosóficos de la ética kantiana, ya que, para Kant, el sujeto moral es naturalmente libre y por su condición a priori de libertad, se convierte en legislador de lo moral y es capaz de imponerse a sí mismo sus propias normas morales (Kant, 2007, p.53); este mismo sujeto, en su condición de sujeto político, se convierte también en creador de la actividad pública común (Kant, 1999, p.113) y en el ámbito de la razón pura, dicha actividad pública común estará relacionada con el contrato social abstracto kantiano, a 222

Para el curso “Fundamentación Metafísica de las Costumbres”, el Dr. Sergio Rojas propone la noción de individuo como aquel “yo” que es capaz de autodefinirse desde sí mismo y la noción de “sujeto” como aquel “yo” cuya definición le es impuesta desde fuera.

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partir del cual todos los sujetos, civilizados si los visualizáramos desde el ángulo del neoliberalismo, se someterán a una autoridad común, necesaria para establecer los límites de la convivencia y el ejercicio de la libertad, mediante coacción externa (Kant, 2007, p.46). En este último punto se distancia los contenidos propios de la filosofía kantiana y el esquema de una filosofía pura del libertarismo-neoliberal que tratamos de trazar, ya que, para Kant, esa autoridad común será la del legislador, mientras que para esta corriente, será una forma de Estado policial y el mercado. En otras palabras, el mercado será el principio puro de la ética y la política de este “yo” discursivo libertarista-neoliberal, con pretensiones universales de imponerse como capacidad de juicio superior de las acciones de los sujetos, conforme a los márgenes adecuados a las leyes puras del mercado y el control policial. A partir de dichas leyes impuestas por sí mismo, este “yo” discursivo libertarista-neoliberal deslegitima y criminaliza (desde sí mismo y desde el “otro” sumiso”) al “otro” transgresor, quien se atreve a dudar de la pureza de las leyes del mercado y se atreve a pensar o ejecutar acciones fuera de los márgenes de libertad permitidos por el mercado puro de ese “yo” libertaristaneoliberal, quien enérgicamente buscará absorberle, sancionarle o eliminarle. En relación con Kant, y su herencia del liberalismo político de la burguesía ilustrada europea (del que partirá y contra el cual reaccionará el libertarismo-neoliberalismo), el comercio es un elemento propio de la fundamentación metafísica de los derechos, pues es gracias al derecho de gentes, e incluso al derecho cosmopolita, que los pueblos y las personas pueden entablar relaciones comerciales (Kant, 1999, p.89-98). Debido a esta relaciones entre Kant y el liberalismo y entre liberalismo y el neoliberalismo, Kant y el neoliberalismo tienen en común una noción de justicia en función

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de la paz, ya que, para Kant, el establecimiento del derecho de gentes y el derecho cosmopolita, en el marco jurídico internacional, de la mano con el anterior derecho político, propiciará la armazón racional a partir de la cual se superarán los obstáculos presentados por el estado puro de la violencia y se llegará a alcanzar la paz perpetua (p.99-108). Prosiguiendo, el principio de libertad pura es fundamental para el desenlace de los argumentos neoliberales, ya que aquello que podríamos denominar como principio a priori de la justicia neoliberal, no puede ir más allá de su necesidad de preservar una sociedad pacífica y cualquier justificación humana que se le pudiese dar a un concepto más extenso de justicia, aunque derivara del conocimiento práctico, iría en contra del principio puro de la libertad del sujeto civilizado (Hayek, 1979, p.182). En este sentido, para preservar la libertad del individuo, el mercado debe desenvolverse libremente, a partir de su propio esquema racional de ofertas y servicios, “anterior a” e “irrefutable por” la experiencia, ya que sólo en dicho mercado racional, con marcadas pretensiones de principio puro de la razón libertarista-neoliberal, cada sujeto civilizado tendrá la posibilidad de desplegar al máximo sus habilidades, en concordancia con sus derechos individuales (Nozick, 1988, p.7), ejerciendo en la práctica su derecho a la libertad y actuando conforme a su propia voluntad para alcanzar, a partir de sus conocimientos individuales, sus propios propósitos subjetivos, sometiéndose únicamente a la máxima económica de coacción externa según la cual, debe haber igual pago por igual trabajo (Hayek, 1979, p.183). El mercado, en términos puros, es justificado como una necesidad absoluta para evitar la tiranía de algunos sujetos o grupos de sujetos quienes pretendiesen violentar a otro sujeto, obligándole a hacer algo contra su propia voluntad, como por ejemplo, pagar impuestos para ayudas sociales (Nozick, 1988, p.7).

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Este mercado ideal es, por tanto, apriorísticamente justo para el neoliberalismo (Kimlicka, 1995, p.109) y por eso los precios deberán ser determinados por las propias fuerzas del mercado y no por el poder coercitivo de los gobiernos. Esto por dos razones: 1. El Estado no puede usar su aparato coercitivo para obligar a cada uno de los sujetos con derechos individuales a ayudar a otros sujetos, como en los modelos socialistas o el esquema liberal de Rawls, ni tampoco puede prohibirle al sujeto desarrollar actividades por su propio bien o protección (Nozick, 1988, p.7). Esta posición no deja de tener su influencia kantiana, si partimos del hecho de que para Kant, los derechos naturales del sujeto constituirán el límite legislativo de la acción del Estado (Kant, 1999, p.83-88). 2. Sólo los precios determinados por el libre mercado conseguirán que la demanda iguale a la oferta, mecanismo racional a partir del cual será tomado en cuenta y utilizado todo conocimiento libre y disperso en el mercado (Hayek, 1979, p.187), conforme a leyes “anteriores a” e “irrefutables por” la experiencia. En síntesis, si para Kant, los principios puros de la razón ordenan la forma del fenómeno apriorísticamente y el Estado, la convivencia en la vida pública, para el neoliberalismo, los conocimientos racionales específicos de cada uno de los sujetos son ordenados adecuadamente, conforme a las leyes de la libertad individual, por el mercado. Así, el mercado ideal conllevará al mejor uso posible de las diversas habilidades, conocimientos y medio ambientes de cada uno de los sujetos, quienes interactuarán en el mercado, en su condición de seres humanos libres (Hayek, 1979, p.180) y, por su condición de dependencia del mercado, su propia voluntad adoptará como justas las remuneraciones que otorga el mercado, reconociendo a su vez que los retornos de los diferentes esfuerzos son ofrecidos por éste con poca consideración de los merecimientos o necesidades

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individuales de cada uno de los sujetos participantes (no existe algo así como una justicia distributiva), ya que el mercado racionalmente debe atraer a los poseedores de información particular, medios materiales y habilidades personales especiales hacia los puntos donde puedan aportar mayor contribución al sistema mercantil en su totalidad (Hayek, 1979, p.190). Al menos así lo considerará el “otro” sumiso, a través de quien se reafirmará el mercado libertarista-neoliberal como un “yo” universal, dispuesto a sentenciar enérgicamente toda acción del “otro” transgresor, cuyas intelecciones y acciones vayan más allá de los márgenes concedidos por el mercado mismo a su libertad. Como consecuencia, igualmente antes de toda experiencia e irrefutable por ésta, es una verdad que las altas ganancias de los exitosos constituirán un elemento fundamental del libertarismo-neoliberal puro, para que éstos, haciendo uso de su libertad, orienten los recursos hacia donde puedan realizar una mayor contribución al pozo del cual todos los sujetos extraerán su parte (Hayek, 1979, p.190), donde la regla pura de la remuneración aumentará las posibilidades de que cualquier sujeto (p.188) y de que todos los sujetos se mejoren, por su participación en el juego del mercado (p.189). En este contexto racional, el Estado debe reducirse a funciones estrechas como la protección contra la violencia, el robo y el fraude, dentro del mismo mercado, así como del cumplimiento de los contratos, pero no puede ser más extenso porque violentaría los derechos del sujeto quien se vería obligado a hacer ciertas cosas contra su propia voluntad (Nozick, 1988, p.7). En fin, conforme al sistema puro del mercado libertarista-neoliberal, el juego del mercado mismo se balanceará entre la habilidad, las circunstancias particulares de cada sujeto y la suerte (Hayek, 1979, p.189) y la actitud moral pura requerirá que quienes deban

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elegir constantemente los objetivos de sus esfuerzos, los empresarios, no confieran el máximo beneficio a sus congéneres para que todos los sujetos compitan honestamente, en condiciones de seres humanos libres con diferentes habilidades, siguiendo las reglas propias del juego del mercado o catalaxia, únicamente guiados por las señales abstractas de los precios y no por preferencias motivadas por simpatías u opiniones sobre los méritos o necesidades de aquellos con quienes tratan (p.190-191). Así, dar empleo a una persona menos eficiente, en lugar de otra que lo es más o compadecerse de un competidor ineficiente o favorecer a usuarios particulares de sus productos, significaría no sólo una pérdida personal, sino un fracaso en su deber hacia la comunidad (p.191) Esta igualdad de reglas puras de conducta hacia cada uno de los sujetos implica la extensión de nuevas obligaciones para sujetos que antes no tenían dichas exigencias y en esto consistiría la principal máxima moral de la buena voluntad del sujeto dentro del libertarismo-neoliberal. En fin, “si las remuneraciones esperadas no les dicen más a las personas hacia dónde pueden dirigirse sus esfuerzos para prestar la mayor contribución al producto total, un uso eficiente de los recursos resultaría imposible” (p.191). Esta pretendida fundamentación metafísica de las costumbres no puede ser visualizada únicamente desde el “yo” libertarista-neoliberal con pretensiones de universalidad, sino también desde la óptica del “otro” sumiso o desde el punto de vista del “otro” transgresor, cuyo pensamiento y acción han sido deslegitimados y criminalizados por ese, no ya “yo” con pretensiones de universalidad, sino desde ese “otro” autoritario.

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Kant pertenece a una época cuyos criterios “civilizadores” son proyectados desde Europa para el resto del mundo o sus colonias, mientras que el neoliberalismo se desenvuelve en otro contexto en el cual, partiendo del aparente discurso de la globalización, Estados Unidos asume la posición “civilizadora” que no puede sostener por más tiempo una Europa en decadencia, colocándose así esta visión de mundo como principio fundacional de un nuevo “yo” occidental. Ahora bien, si el Estado constituye la legislación a partir de la cual un “yo” con pretensiones de universalidad define el margen de acción de cada uno de los sujetos (sometidos a él por un contrato a priori y común) y el mercado, dentro del neoliberalismo, llega a ocupar el privilegio concedido por el pensamiento europeo burgués y liberal al Estado, entonces, podemos identificar el mismo esquema, pretendidamente metafísico de las costumbres, donde un “yo” libertarista-neoliberal se fundamenta como universal, considerando como único “poder ser” lo que va acorde con su “deber ser” para perpetuarse como universal. Todo esto ejemplificado en la siguiente afirmación de Hayek, la desigualdad, sin embargo, resentida por tanta gente, no sólo ha sido la condición subyacente para producir los ingresos relativamente altos

que la mayoría de las personas en Occidente disfruta

actualmente ( 1979, 190) En fin, el pensamiento de Nozick tiene profundas raíces en la teoría económica neoliberal, principalmente de la obra de Hayek. En consecuencia, el considerar al mercado como un principio a priori, como principio de la obligación y del deber, cuyas reglas propias debemos obedecer sin presentar la menor objeción, debido a que la experiencia no puede refutar dichas reglas, cruzará su pensamiento y su obra. No obstante, Nozick tiene sus propios argumentos y muchos de ellos se relacionan con su teoría de un estado mínimo.

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El principio puro fundamental e inviolable que admite este autor radica en que “los individuos tienen derechos y hay cosas que ninguna persona o grupo puede hacerles sin violar sus derechos” (1988, p.7). En otras palabras, los derechos individuales son principios puros y el respeto de estos deberes es una obligación de todos los sujetos, quienes no pueden presentar algún tipo de objeción práctica contra tales derechos individuales, ni aunque fuera a favor de derechos de ciertos grupos sociales, como las personas desfavorecidas por la distribución desigual de las facultades naturales, aludida como argumento por Rawls. En síntesis, aparte de las leyes del mercado heredadas de sus profundas influencias de Hayek, los derechos individuales constituirán los móviles de la razón y la buena voluntad y deberán materializarse a través de leyes morales. Ahora bien, ¿cómo materializar los derechos individuales, en el marco de una sociedad capitalista regida por las reglas puras del mercado, a través de leyes prácticas, si se niega la existencia total del Estado? El mercado justifica abstractamente los derechos de propiedad y Nozick brindará toda una teoría al respecto de la propiedad que no veremos aquí debido a que examinamos la necesidad de un Estado mínimo en el pensamiento de Nozick, pero, ¿cómo garantizar los derechos de propiedad de los individuos, sin un estado que los garantice? Ante estas dificultades teóricas, Nozick emplea la teoría tradicional del estado de naturaleza con fines explicativos de la filosofía política. En el estado natural, y conforme a la teoría de Locke, todos tenemos derechos iguales y, por lo tanto, todos tenemos el derecho de castigar. Esto entra en contraste con los procedimientos administrativos entablados en el Estado originado, conforme al pensamiento de Locke, a partir de un pacto social, donde la víctima o un agente autorizado por ésta puede ejecutar el cobro de una indemnización (Nozick, 1988, p.140).

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Continuando con los fines explicativos por los cuales Nozick recurre al contrato social de Locke, el autor moderno sostiene que todos tenemos el derecho de castigar en la medida que un delincuente es peligros para toda la humanidad (p.140). Este sistema de castigo abierto, en el estado natural, puede derivarse de otros derechos como el derecho de proteger, combinado con la idea de que los límites morales de un malhechor cambian (p.142). En este sentido es un deber moral, y, por tanto, una ley dictada por un “yo” discursivo libertarista-neoliberal, el castigar a quien delinque y también lo es, conforme a esta metafísica de las costumbres libertarita-neoliberal basada en los principios a priori de las leyes del mercado (neoliberalismo) y de los derechos individuales (libertarismo), el deber de proteger, dentro del mercado y conforme a tales derechos individuales interpretados sí y sólo sí, dentro de las leyes de la propiedad y del mercado neoliberal. Además, otra consecuencia derivada de este planteamiento es la existencia no solamente de márgenes de acción social conforme a las leyes puras mismas, sino distintos grados de transgresión de los márgenes de libertad concedidos por tales leyes a los sujetos, ya que los límites de un malhechor cambian. Finalmente, será siempre un malhechor, en menor o mayor grado, aquel “yo” transgresor de las pretensiones de universalidad del “otro” autoritario discursivo libertalista-neoliberal que pretende perpetuarse como universal a través de “él” y ante tales pretensiones considera su propia transgresión como una reivindicación de su derecho a “autodeterminarse”. Este otro “yo” será visto por el “yo” libertarista-neoliberal como un “otro” transgresor y no como un “otro” sumiso y su intento por reivindicar algo considerado ilegítimo o ilegal merece una sanción acorde con las leyes morales puras

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manifiestas en la catalaxia o juego del mercado, aunque tal sanción entre en contradicción con los derechos individuales. De esta manera, el sistema de Nozick se caracteriza por una búsqueda de un método de castigo para quien se salga de los márgenes permitidos para la acción de los individuos por las leyes puras del mercado; los derechos de los individuos serán también puros y deberán ser respetados, esto si los adecuamos a los lineamientos metodológicos kantianos, si se adecúan a las primeras leyes, establecidas, en este caso, por Hayek. De lo contrario, en la transgresión el individuo pierde algunos de sus derechos y se hace merecedor de castigo. Prosiguiendo, este sistema de castigo abierto podría llevar a la adopción de un punto de vista contractualista, no en el sentido radical de Locke, sino un sentido contractualista muy delimitado a las restricciones de la libertad y los castigos y conforme al cual, quienes violan los límites de otros (presupuesto de las leyes puras de la propiedad privada y del libre flujo de capitales) pierden el derecho de mantener respetados algunos de sus propios límites. En otras palabras, podemos hacer cierto tipo de cosas a otros quienes hayan violentado algunas de las prohibiciones morales puras y permanecen impunes (p.142). Como consecuencia de lo anterior, tanto el “yo” discursivo libertario-neoliberal como el “otro” sumiso quien acepta pasivamente ese discurso y permite que el “yo” con pretensiones de universalidad se perpetúe como un universal a través de él están en la potestad natural, conforme al estado natural, y de acuerdo, en nuestro caso, a los principios o reglas a priori del mercado y los márgenes que éste le ha permitido a los sujetos para interactuar libremente, castigar al “otro” transgresor de tales márgenes de libertad. Ahora bien, el castigo del “otro” transgresor debe realizarse, según el “yo” discursivo libertarista-neoliberal, mediante una relación retributiva, pero esto acarrea algunos problemas prácticos como por ejemplo, mantener a los castigadores sin exceder los

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límites de los castigos merecidos. Para ello, se constituirá agencias privadas de protección a las cuales se asociarán los sujetos libremente autorizándola para actuar como su agente y cobrar las indemnizaciones que le correspondan. Conforme a este esquema, una agencia pequeña tendrá la potestad de actuar a favor de pocas personas, mientras que un sujeto tendrá únicamente la potestad de actuar a favor de su persona (p.142). Esto generará un juego conforme al cual En la medida en que los individuos consideran escoger una agencia de protección como un juego de coordinación con ventajas si rápidamente convergen sobre la misma, aunque realmente no importe mucho cuál, ellos pueden pensar que la que resulta así establecida es la más apropiada para buscar la protección (p.143). Este juego hará que surja una agencia dominante o un Estado, el cual tendrá un mayor derecho a fijar las equivalencias de los castigos para que nadie viole las leyes morales, donde tal agencia tendrá mayor derecho a castigar debido a que es autorizada por casi todos los sujetos (p.142). Esto evidencia el modo en el cual el “yo” discursivo libertarista-neoliberal se perpetua como universal en un “otro” sumiso y fijan, aparentemente entre sí, aunque no es entre sí sino conforme al discurso del “yo” con pretensiones de universalidad, no sólo los márgenes de acción o libertad de todos, sino también las formas de castigo, proporcionales grado de trasgresión de la pretendida universalidad del “yo” discursivo libertaristaneoliberal, ya sea para que el castigo coaccione de volver a ejecutar una transgresión y de esa manera el “otro” transgresor sea absorbido por el “otro” sumiso (y todos actúen conforme a la ley del “yo” discursivo libertarista-neoliberal) o reciba un castigo que lo

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separe del común de los sujetos normales para que no altere esa normalidad discursiva que se pretende perpetuar universalmente. Estos márgenes de libertad entre los cuales se pueden desenvolver los sujetos, o el “otro” sumiso, acorde con el “yo” con pretensiones de universalidad estará definido por “una serie de principios lo bastante obvios como para ser aceptados por los hombres de buena voluntad”, planteados con antelación por muchos teóricos utópicos y anarquistas; “principios que son lo bastante precisos para constituir una guía inequívoca en situaciones particulares, lo bastante claros para que todos puedan comprender sus dictados y lo bastante completos para cubrir todos los problemas que efectivamente surgiera (p.144). Esto nos recuerda las ventajas judicativas que posee el “hombre de la estirpe común” kantiano frente al filósofo o el hombre especulativo, quien aventaja al primero en cuestiones del entendimiento. En pocas palabras, uno es superior al otro en lo que concierne a fundamentar la metafísica de las costumbres, en este caso, los teóricos utópicos y anarquistas aludidos ambiguamente por Nozick y otros para obedecer, el “otro” sumiso. No obstante, al igual que en Kant, hay un pesimismo escondido detrás de la idea de la concreción práctica de estos pretendidos buenos principios de los hombres intelectuales de buena voluntad: “parece realmente distante el día en que todos los hombres de buena voluntad converjan en los principios libertarios” (p.144). Finalmente, este planteamiento tiene otra semejanza con el sistema de Kant, lo cual nos acerca más a una posible visualización de estos argumentos desde los lineamientos metodológicos kantianos para fundamentar una metafísica de las costumbres: en relación con la aplicación de los castigos, “las personas que prefieren la paz a la aplicación de su punto de vista sobre el derecho se unirán a un Estado. Sin embargo, por supuesto, si las

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personas genuinamente sostienen en realidad esta preferencia, sus agencias de protección tampoco lucharán (p.145). Seguidamente, el estado ultramínimo, que dará paso al estado mínimo de Nozick, debe incluir otro aspecto, la “limitación preventiva”. Este argumento es sumamente represivo, ya que no sólo se limita a valorar el grado de la trasgresión para determinar el castigo, como lo haría una agencia de protección dominante, sino que buscaría disminuir el riesgos de que los sujetos violen los márgenes de libertad impuestos por el “yo” con pretensiones de universalidad, castigando incluso la predicción de la realización de un “delito”. La limitación preventiva es aquella a partir de la cual se restringe a los individuos de tal manera que disminuya el riesgo de que violen los derechos de los otros e implica penas como presentarse ante un funcionario una vez por semana, la prohibición de estar en determinados lugares, hacer horas de trabajo, leyes sobre el control de tenencia de armas, etc. Mediante esta “limitación preventiva” se podrá encarcelar al “otro” transgresor por el simple hecho de ser sospechoso o de que el “yo” con pretensiones de universalidad por sí mismo, o valiéndose de la ayuda del “otro” sumiso, prediga cierta posibilidad de que cometa un “delito”, donde tal predicción es “significativamente mayor que lo normal” (p.145). Finalmente, “el estado mínimo es el Estado más extenso que se puede justificar. Cualquier Estado más extenso viola los derechos de las personas (p.153).

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PERSPECTIVA DE UN “YO” QUIEN BUSCA AUTODEFINIRSE FRENTE A EL “YO” CON PRETENSIONES DE UNIVERSALIDAD KANTIANO-NEOLIBERAL: COMITÉ INVISIBLE Antes de comenzar a exponer las posiciones de Tiqqun y del Comité Invisible entablaremos una crítica desde el “yo” quien busca autodifinirse, a las pretensiones de Nozick de catalogar su teoría como un pensamiento anarquista. Como se expusimos más arriba, Locke, y en general el discurso propio de los burgueses liberales quienes actuaron en contra de la monarquía y el régimen económico medieval, tuvo determinados puntos en común con las causas anarquistas, cuando luchaban contra un mismo enemigo. Pero, en la misma medida en que no podemos hablar de Locke como un autor anarquista por tales puntos de confluencia, no podemos hacerlo de Nozick. Desde esta óptica, Nozick no es un anarquista real por emplear ciertos argumentos del anarquismo clásico, pues los emplea, como el inglés, en función de sus propios intereses y los intereses de los grupos económicos a los cuales “representa” su pensamiento filosófico. Debido a esto Nozick ignora, o condena al régimen de lo invisible, una serie de principios anarquistas que le parecen incómodos desde su posición individual y “representativa” de un “yo” libertarista-neoliberal, con pretensiones de universalidad. Partiendo de los mismos argumentos anarquistas asumidos por este autor, encontramos serias contradicciones. Una de las más evidentes, es su intento fallido por aniquilar el Estado. Esta intensión parte, supuestamente, de un principio anarquista clásico conforme al cual el Estado oprime injustamente la libertad del individuo y su derecho a autodeterminarse, autogestionarse y disponer de sus pertenencias. La imposibilidad de acabar teóricamente con cualquier escolio del demonio estatal radica en el hecho de que el

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mercado puro del discurso del “yo” libertarista-neoliberal, requiere de un tipo de regulación universal; requiere establecer márgenes o límites de acción dentro de ese mercado y para eso requiere de la figura del Estado ultramínimo, el cual por más ultramínimo que sea, sigue siendo Estado. Aparte, no es ultramínimo desde la perspectiva de un “yo” quien busca autodefinirse fuera de la razón pura del mercado capitalista, libertarista-neoliberal, y busca autodeterminarse a partir de otros tipos de organización económica. En otras palabras, Nozick, debido a sus intereses particulares y los de los grupos económicos a los cuales “representa”, redefine uno de los elementos característicos del origen del Estado moderno y situado por Foucault entre los siglos XVI y XVII: el Estado policial. Este Estado policial será el encargado de hacer que los contratos se cumplan y de retribuir la injusticia, en términos exclusivamente de las reglas puras del mercado, ejecutando los castigos adecuados, no sólo para las faltas obstructoras de las pretensiones de universalidad del “yo” libertarista-neoliberal, sino a la intensión y evidente posibilidad de ejecución de acciones obstructoras. En fin, el Estado policial de Nozick va más allá de Estado policial mismo y constituye un Estado sanitario. Mediante el Estado policial-sanitario Nozick y los grupos económicos a los cuales su discurso “representa” salvaguardan las condiciones necesarias para la existencia absoluta y universal de un sistema económico neoliberal oprimiendo, de paso, la libertad individual de una forma incluso mayor que en Locke, Rousseau, Kant o Rawls. O sea, el argumento inicial de Nozick, mediante el cual antepone la libertad de los individuos a la de las agrupaciones, siendo una de éstas el Estado, cae por contradicción.

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Aparte, Nozick hereda más principios del liberalismo moderno que del anarquismo clásico y entre las principales herencias liberales se encuentran puntos marcados de distanciamiento del liberalismo y el anarquismo. Nozick, al igual que Locke, acepta incondicionalmente el poder absoluto de un orden económico considerado, de una u otra manera, como natural. Esto, de paso, le acerca más a Rawls que al anarquismo, ya que el capitalismo también era una condición a priori atribuida por el autor liberal a los sujetos fantasmales llamados a discutir los términos de la justicia básica de la sociedad de forma imparcial, antes de entrar en la sociedad real. Nozick parece ser más liberal que anarquista, incluso cuando asesina muchas de las funciones históricas y características de la teoría filosófica liberal del Estado, ya que lo hace pensando en los propios intereses de sus grupos económicos y aceptando el supuesto clásico del iusnaturalismo económico. El empleo de algunos argumentos anarquistas como la supremacía de la libertad individual parece ser más un paladín de sus verdaderos intereses que una convicción anarquista real. Su rechazo de la teoría del Estado sólo se realiza tangencialmente porque en el fondo no considera al Estado como una forma de imposición absoluta a la libertad individual, sino porque el poder del que gozan sus asociaciones económicas ha dejado de estar en el Estado y han pasado a manos privadas. El anarquismo en este autor es menos que un intento fallido de asesinato del Estado a partir del cual queda viva una de sus partes más nefastas de la razón de Estado como lo sería el Estado policial y tratando la libertad individual únicamente en aquellos casos adecuados para sus propios intereses.

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En fin, Nozick no sería capaz de horizontalidad con quien pretendiese vivir conforme a otras formas de organización económica ni sería capaz de considerar como igual por razón natural a alguien que fuera pobre, dentro de la lógica libertarista-neoliberal. El planteamiento de Nozick evidencia la tiranía del Estado sobre el individuo pero deja sobre su cabeza el filo más pesado de su suela y sobre ella coloca un pie todavía más grande y con un peso aún más tiránico que el mismo Estado. Coloca sobre la cabeza del individuo los grilletes del sistema económico libertarista-neoliberal y lo que este sistema permite ver y considerar como “mercado real”, sin importarle el Bloom de que habla Tiqqun, más que como algo que debe ser regulado mediante un Estado de policía-sanitario; en otras palabras, mediante un tenebroso Estado biopolítico. En el acta fundamental de las S.A.S.C, cuyo epígrafe se reproduce como epígrafe de esta investigación, Tiqqun plantea la posibilidad de la emergencia de una filosofía metafísica crítica como ciencia de los dispositivos (Deleuze y Tiqqun, 2011). Esta ciencia es la brecha necesaria para mirar el dispositivo desde el cual se ubica el “yo” kantiano-libertarista-neoliberal construido a lo largo de esta investigación, no desde sus pretensiones de universalidad, sino desde su condición de “otro” autoritario. Este “yo” kantiano-libertarista-neoliberal ha implantado su propio orden, necesario para perpetuarse como universal, al sector terciario de su economía, al “otro” sumiso, incapaz de romper con este orden de acuerdo al cual decenas de cuerpos, constituyendo ese “otro” sumiso, se disponen sentados y en filas distribuidas conforme a un orden modular; tecleando sus ordenadores; separados los unos de los otros por cristales a través de los cuales se les permite “ver”; separados por sus tabiques de vidrio (p.29). Este “otro” sumiso es incapaz de reconocer “el carácter brutalmente político de la inmovilización forzosa de sus cuerpos” entre los cuales algunos parecen aún más inmóviles

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en la medida que ejecutan sus funciones mentales (p.29), respondiendo “al flujo informático que atraviesa la pantalla”. Este “otro” sumiso o sujeto del Bloom quien es dispuesto para, soportar la existencia más desoladora y extrae de ello el máximo rendimiento social; o como este mismo Bloom superará cualquier predisposición a la angustia, una vez que se han integrado todos los parámetros de su fisiología, de sus costumbres y de su carácter en el espacio laboral personalizado. Al reunir estas “visiones” surge la sensación de que finalmente se ha logrado producir el espíritu, pero también producir un cuerpo entendido ahora como desecho (p.30-31). Quien es capaz de ver esto no es el “otro” sumiso así dispuesto, sino el “otro” transgresor o el “yo” quien, en su proceso de búsqueda de autonomía, de autodefinición, se da cuenta del modo en que pretende ser dispuesto él mismo, no desde su “yo”, como un espíritu regulado de acuerdo a un dispositivo en el cual su cuerpo simplemente es un desecho o un obstáculo y, de ahí que se le pretenda mantener en completa inmovilidad. El “otro” transgresor o “yo” que busca autodefinirse será capaz de “imaginar otro comienzo”, generado por un desagrado cuya causa es la obra máxima de la biopolítica; “la generalización de los artefactos de vigilancia en las tiendas”. El “yo” quien busca autodefinirse no sabrá si los dispositivos sonarán a su paso o no. Incluso de que haya la sospecha de que los dispositivos suenen y sea inquirido o requisado antes de pasar, como lo estipularía el “otro” autoritario kantiano-libertarista-neoliberal, a partir de la limitación preventiva de Nozick. Imaginarse otro comienzo es ubicarse antes y, por tanto, fuera del dispositivo, donde “el punto de partida sólo podría ser entonces la cuestión de la determinabilidad” (p.32).

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“Al comienzo podría no haber nada, finalmente. Nada más que el rechazo a participar ingenuamente de unos juegos diseñados para engatusarnos. ¿Y quién sabe? El deseo SALVAJE de inventar algunos juegos vertiginosos” (p.32). La teoría del Bloom consiste en la constatación del momento en el que nos encontramos en relación al mundo y el percatarse, como “yo” quien busca autodefinirse, de nuestro propio hundimiento. Este hundimiento es el punto de partida de la acción criminal, de la acción anormal, de la acción loca, de la reivindicación de la autonomía del “yo” (p.35-36) frente a la enorme acumulación de dispositivos que llevan a la crisis de la presencia del “yo” quien busca autodefinirse; siempre vigilado para que sea “otro”, no sí mismo, a través del cual se pueda perpetuar universalmente una serie de saberes-poderes o dispositivos del “yo” kantiano-libertarista neoliberal, cuyo objetivo podríamos identificar con “mantener a cualquier precio la economía imperante por medio de una gestión autoritaria, en todas partes, de la crisis de la presencia, en instaurar planetariamente un presente contrario al libre curso de la llegada a la presencia. En pocas palabras: EL MUNDO SE HACE RÍGIDO” (p.43). Este “yo” con pretensiones de universalidad, basado en un discurso kantianolibertarista-neoliberal, ha generado el Bloom en el seno de la civilización y ha hecho todo lo posible para aislarlo y neutralizarlo; lo ha tratado desde la biopolítica como la

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enfermedad; “primero ha sido denominado psicastenia” y más tarde “esquizofrenia”, pero actualmente se le pretende llamar “depresión”. Los nombres cambian, ciertamente, pero la operación es la misma: reducir las manifestaciones demasiado extremas del Bloom a meros problemas subjetivos. Al calificarse de enfermedad, SE lo individualiza, SE lo localiza, SE lo reprime de todo lo que ahora pudiera resultar asumible colectivamente, comúnmente (p.44) El “yo” quien busca autodefinirse mira de esta manera al “otro” autoritario como un monopolio biopolítico, siempre dispuesto a defenderse valiéndose de un fortalecido Estado policial, con extrema violencia. Su política transgresora de ese monopolio surgirá de la crisis del Bloom la cual no pretende sacar a flote de manera abstracta, su naturaleza humana en continua disolución ante las autoritarias pretensiones de universalidad que se le imponen desde fuera y a través de las cuales se busca regularle biopolíticamente. “Y esta elaboración, la del juego entre las diferentes economías de la presencia, entre las diferentes formas-de-vida, exige la subversión y liquidación de todos los dispositivos” (p.45). Al basarse este cambio en el Bloom generado por la regulación dispositiva kantianalibertarista-neoliberal, o en la crisis de la presencia que este “otro” autoritario general, El Comité Invisible brinda una perspectiva realista y a la vez literaria de un pesimismo en relación a un cambio real en la geopolítica mundial, enfatizando el caso europeo, ya que una de las características esenciales de la época es la ausencia de una salida, donde la esperanza es una vana ilusión generada por el mismo fracaso político de la humanidad conforme al cual “el futuro no tiene porvenir”. El reconocimiento de esta cruda realidad es, para el Comité invisible, la sabiduría de nuestra época caracterizada por una extrema normalidad (2007, p.2).

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En este sentido, el Comité Invisible, a través de su ensayo La insurrección que llega (2007) puede ser interpretado como un “yo” que pretende autodefinirse y su autodefinición es tan radical que rompe con cualquier esquema de definición que pudiera adecuarse o ser absorbido, ya sea por la legitimidad o la legalidad de ese “yo” kantiano-libertaristaneoliberal, frente al cual se posiciona. Un “yo” con pretensiones de universalidad amerita credibilidad y, para que exista un “otro” sumiso sobre el cual perpetuarse, ese “otro” sumiso debe contar con alguna esperanza, aunque sea mínima y, si no cuenta con esa esperanza, sólo el miedo puede impedir que busque algo diferente a lo que le ofrece ese “yo” con pretensiones de universalidad. Ahora bien, según el esquema tradicional de la idea de progreso hallada tanto en el positivismo y el racionalismo europeo como en el marxismo, implica una noción de esperanza. De ahí que ese algo diferente buscado por quien no halle esperanza en lo ofrecido por un “yo” con pretensiones de universalidad, muchas veces sea una esperanza y al serlo no se sale completamente de la norma y el “yo” con pretensiones de universalidad cuenta con una posibilidad de absorberle, de generarle una esperanza ficticia para que sigua adelante, acorde con los márgenes de libertad que él le concede a quien le permite perpetuarse en sí sumisamente. El Comité Invisible representa, por tanto, una visión radical, en el sentido de que al anular la esperanza anula el último cromo en la mente humana de la idea del progreso. El proyecto del progreso y de la modernidad europea y colonial ha fracasado. No hay nada que pueda hacer dar marcha atrás al “yo” quien busca autodeterminarse de esta manera frente a un “otro” autoritario. La desesperanza total es la clave de la radicalidad de la perspectiva del Comité Invisible, pues con ello no hay una imagen de una situación mejor en el futuro. En fin, este “yo” busca autodeterminarse,

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reconocerse a sí mismo, como un yo sin esperanza; busca tener el derecho de no creer en una sociedad donde determinado conjunto de creencias constituyen la dictadura de la normalidad. A diferencia de otros proyectos que buscan reformas parciales del sistema general de normas y costumbres, o de cambios en la forma de gobernar o de controlar el poder del Estado, este “yo” se sale completamente de la razón de estado, de la economía neoliberal y, por tanto, no puede ser seducido de ninguna manera por el “yo” con pretensiones de universalidad quien no será, desde su óptica radica, un “yo”, sino un “otro” autoritario frente a mi “yo” que busca autodefinirse. De ahí que la necesidad de acabar con todos los dispositivos adquiera una radicalidad más allá de la radicalidad. Este “yo” diferente e incapaz de reconocer al “otro” autoritario como un universal que le traspase y se perpetúe a través de él encuentra en el desencantamiento, en la total desesperanza su mayor trinchera, de ahí que la esfera de la representación política se cierra y se cierra más en nuestra época donde tanto la izquierda como la derecha juegan conforme a los márgenes de libertad permitidos por ese “yo” con pretensiones de universalidad; se ajustan a sus reglas de juego y siempre tienen las de perder, todos sus partidarios sumisamente se postran para que se perpetúe tal “yo” discursivo como universal a través de sus cuerpos, a través de sus mentes, a través de sus normalidades, en fin, a través de sus esperanzas. Tanto la izquierda como la derecha adoptan los mismos instintos que le son permitidos, en la forma en que le son permitidos, y presentan los mismos rostros de pureza, en la medida en que deben hacerlo conforme a la normalidad, no de todas sus creencias, sino de los funcionalismo y proyectos pragmáticos irrealizables. Esto es aún más apreciable en la medida que apoyan sus esperanzas pragmáticas en los nuevos servicios de la comunicación. Su inconsciente desesperación no les deja darse cuenta de su histérico temor

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ante una verdad que anula la universalidad de ese “otro” autoritario que se perpetúa discursivamente a través de ellos: NO HAY ESPERANZA. Esto no es solamente evidente entre los activistas y partícipes de los movimientos y partidos, sino entre aquellos que esperan pasivamente una esperanza ficticia, de cualquier tipo, a quienes muchas veces ésta les llega por medio de la televisión o por otros medios de comunicación. Ahora bien, todos en el fondo se encaminan a ese escenario en el cual la representación política se cierra; donde la esperanza es sepultada con toda su falsa ideología, donde no hay más confianza ni la idea de una buena voluntad en nuestras mentes; donde todos los ídolos han sido derribados: “aquellos que todavía votan dan la impresión de no tener otra intensión que la de hacer saltar las urnas a fuerza de votar como pura protesta. Se comienza a adivinar que es contra el voto mismo por lo que se continúa votando” (p.1) Conforme a la normalidad, el sistema de democracia representativa es parte de la normalidad impuesta como universal por un “yo” discursivo con pretensiones de universalidad. Este discurso habla del voto como un logro de la humanidad, una muestra de la libertad y de la igualdad, primeramente de toda la humanidad y luego de sectores específicos como las mujeres y los negros. Ahora bien, una de las consecuencias de que la esfera de la representación política se cierre es el hecho de que la gente ya no va a votar con entusiasmo, ni por convicción, ni por tradición familiar; en Costa Rica evidenciamos esto con la presencia de campañas publicitarias como la de “el menos malo”. La gente va a votar pensando en que cree en un sistema de votación, pero es contra el voto mismo que vota, sabe que no hay esperanza en ninguna de las papeletas y progresivamente con el colapso del sistema económico se da cuenta a punta de golpes y hachazos de normalidad que el problema no es las papeletas sino la razón de estado, el Estado policial, la economía

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mundial; no hay esperanza y la gente misma los sabe, a pesar de que no quiere admitirlo; quiere apegarse a ese discurso de esperanza a partir del cual se le vende una libertad ficticia con residuos históricos liberales: todos somos libres; todos tenemos derechos, a pesar de que ese “yo” con pretensiones de universalidad, para salvaguardar sus pretensiones y la posibilidad de perpetuarse a través de nosotros como universal nos prohíbe la libertad de la desesperanza. La desesperanza es criminalizada; su acción considerada terrorista; realmente la desesperanza radical causa un profundo terror: un profundo terror a la norma y a las intenciones a partir de las cuales se pretende perpetuar ciertos márgenes de normalidad. Un joven anarquista que lanza una bomba molotov a la Asamblea Legislativa debe ser condenado; más peligroso que su acto es el hecho de no llevar los efectos del Bloom a su subjetividad, considerarlos rastros anormales de depresión, rastros que deben ser ocultados ante la policía y las cámaras; más que por el acto mismo es lo que desborda la desesperanza lo que refleja la sanción; la ruptura de los márgenes de acción permitidos por el “yo” kantiano-libertarista-neoliberal sólo es lograda a partir de la desesperanza; nadie que crea en un sistema electoral va a actuar de esa manera, bajo esas condiciones, un 1 de mayo. No es la bomba mal hecha y poco efectiva ni el acto de lanzarla lo que se sanciona sino la transgresión del régimen político de los cuerpos confinados a la inmovilidad. Contrario a lo que dice la medicina, la desesperanza, la mal llamada depresión, mueve los cuerpos y de ahí que la psiquiatría misma deba controlar ese movimiento con pastillas. Ahora bien, como “otros” sumisos reprochamos los actos ejecutados por el “otro” transgresor. Incluso en las academias se sataniza la pérdida de un protocolo; consideramos como “otros” sumisos la seguridad del “yo” con pretensiones de universalidad como nuestra propia seguridad. Mediante la biopolítica nos han hecho temer a nuestra

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desesperanza; el fin de mes llega con el salario que pago por mi presencia en el mundo. No puedo perder eso como “otro” sumiso quien no quiere llegar a ser “yo” por el miedo que me causan los tizones que debo pisar descalzo para siquiera intentar serlo y crítico, deslegitimo y apoyo la criminalización de quien ha caminado por ahí descalzo, pero con los lentes de la desesperanza, desde donde los tizones dejan de ser tizones porque las verdaderas brazas están debajo de los pies del “otro” sumiso quien no tardará en comenzar a dar brincos sin siquiera darse cuenta. Efecto de sus brincos inconscientes, incapaces de movilizarle hacia otro lado, su lado, su “yo”, es el aumento de los mismos dispositivos de control. Consecuencia de esto son los espontáneos movimientos incendiarios que azotaron distintos países europeos durante la primera década del presente siglo; movimientos que han sacudido grandes metrópolis como Barcelona sin que lo sepa más gente que sus propios habitantes; manejo mediático de la comunicación… pero hoy todas las ciudades están ardiendo; la olla de presión no tiene ya un verdadero sitio de escape: “entre los inculpados se encuentran toda clase de perfiles que sólo se unifican por el odio a la sociedad existente, y no por la pertenecía de clase, de raza, o de barrio” (p.2). Estos movimientos incendiarios rompen con las formas preestablecidas de hacer movimientos; se salen de los márgenes de libertad concedidos por la voluntad racional de ese “yo” discursivo libertarista-neoliberal y con profundas y represoras intensiones de universalidad: “los asaltantes no escuchan a nadie, ni a sus hermanos mayores ni a la asociación local que debería gestionar el retorno a la normalidad”. No se apegan a estructuras sindicales o partidarias reguladas con permisos para marchas o avisos para el redireccionamiento del tránsito ni medidas de presión a partir de las cuales negocian las mismas caras tristes de siempre o surgen nuevas caras, para las futuras elecciones,

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acumulando más presión a la olla; empujando un poco más la humanidad hacia la desesperanza; agigantando el silencioso accionar de quien ya no cree y como última acción no buscan un nuevo camino, un camino mejor, sino su derecho a autodeterminarse, muestras de fuerza que son derrotadas únicamente por el agotamiento; sin consignas ni fórmulas reivindicatorias: “toda esta serie de golpes nocturnos, de ataques anónimos, de destrucciones sin rodeos ha tenido el mérito de abrir al máximo la griega entre la política y lo político”; es un verdadero acto político la negación de la política: “los niños perdidos ha quemado los fetiches favoritos de la sociedad” (p.4). Es momento de decidir, somos presencia, somos parte del Bloom: si no somos parte del “yo” kantiano-libertarista-neolibera, ¿realmente soy “yo”, soy un “otro” transgresor que se autogestiona como “yo” o trata de hacerlo frente a un “otro” autoritario?, ¿me he conformado a ser feliz en la nada de los discursos del progreso de cualquier tipo (religioso, político, artístico, cotidiano) o, en otras palabras, he renunciado consciente o inconscientemente a mi yo y aceptado una condición de esclavitud moderna, una condición de “otro” sumiso?

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