FREUD Y LA TRADUCCIÓN [2003]

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Descripción

FREUD Y LA TRADUCCIÓN ANA GARGATAGLI

Sigmund Freud fue quizás el primer pensador moderno que utilizó la traducción como metáfora epistemológica, como instrumento para explicar sus reflexiones. Sin duda, proponer una teoría totalmente diferente sobre la psiquis implicaba transponer los límites del discurso científico decimonónico anclado entonces en la presentación austera, cuando no árida, de los materiales de la especialidad. El salto cualitativo residía tanto en la novedad de los conceptos como en la manera de exponerlos o, incluso, de pensarlos. Freud, que recibió el Premio Goethe de 1930 por sus descubrimientos y por el excelente uso de la prosa alemana, fue un escritor dotado de lo que Hörderlin llamaba la «claridad de la exposición», una virtud que el discurso científico había abandonado casi un siglo atrás cuando la ciencia competía con la literatura en la belleza de sus formas. Los casos de Freud, que parecen fragmentos de novelas, tratan sobre palabras: dichas, censuradas, olvidadas. En ese escenario puramente verbal la traducción rememora todas las antiguas acepciones que señaló Cicerón al fijar por primera vez este concepto: vertere, convertere, exprimare, reddere. También recuerda la amplitud de sus acepciones modernas: trasladar, reescribir, interpretar. Actos que coinciden con sugerente exactitud con las tareas de un psicoanalista; en el fondo, un traductor de síntomas.

Los biógrafos y la lengua española Dos de las biografías más notables sobre Sigmund Freud: la de Ernest Jones y la de Peter Gay, no mencionan ni siquiera una vez la lengua española o los países de lengua española entre los numerosos contactos que mantuvieron con otras culturas tanto el fundador del psicoanálisis como las asociaciones psicoanalíticas que comenzaron a fundarse en los primeros años del siglo veinte. La ausencia puede sorprendernos, pero resulta más útil convenir que la falta de un pensamiento filosófico o científico crítico, original y duradero en la lengua española no ha contribuido a hacernos famosos. Por eso no se incluyen entre las traducciones precoces de Freud las realizadas por Luis LópezBallesteros, a partir de 1922, que tuvieron como virtud difundir la novedad del psicoanálisis aunque no poseyeran, al parecer, el prestigio de la fidelidad. Como se describe en una nueva versión: «La traducción de López Ballesteros es un trabajo bueno, muy ágil, hecho con gran conocimiento de la lengua alemana. Cierta vez, aplicándose la fórmula «yo soy yo y mi circunstancia», Ortega dijo que la suya era la de España, y lo obligaba a exponer las ideas de una manera atractiva, vestidas en un estilo hecho de gracia y sensibilidad. Acaso resida ahí el secreto de la versión de LópezBallesteros: le sobra gracia, pero le falta rigor»1. No siempre, sin embargo, las traducciones rigurosas son las mejores leídas: tal fue la virtud de los diecisiete volúmenes de Biblioteca Nueva, prologados por

José Ortega y Gasset, que terminaron de aparecer en 1934. Simultáneas a la primera recopilación de los escritos originales y sin modelos en otros idiomas, estas versiones, como se ha dicho con tintes peyorativos, solo podían ser intuitivas. Quizá, leyendo la prosa de López-Ballesteros no llegaremos a tener un conocimiento profundo de Freud, pero sabremos cuán excelente y perfecto puede ser el estilo de una traducción. Ludovico Rosenthal En 1943, la editorial Americana de Buenos Aires decidió reimprimir los diecisiete volúmenes de Biblioteca Nueva y añadir cinco tomos con materiales inéditos. El proyecto quedó incompleto y solo se publicaron los volúmenes 18 y 19, que contenían versiones realizadas por Ludovico Rosenthal. En 1948, Biblioteca Nueva refundió los diecisiete volúmenes de 1922-34 en dos tomos e incorporó catorce trabajos nuevos que repetían la selección del tomo 18 de Editorial Americana, aunque las traducciones eran nuevamente de LópezBallesteros. En 1952, otra editorial argentina, Santiago Rueda (artífice del primer Ulises en español), retomó el antiguo plan de la Editorial Americana y editó la obra completa de Freud, con versiones de Rosenthal de los textos más recientes. En 1967-68, Biblioteca Nueva incluyó nuevas traducciones, de Ramón Rey Ardid, más fiel, según se cree, a Ludovico Rosenthal que a Sigmund Freud. Otras ediciones de Biblioteca Nueva (1972-75 y 1973) reordenaron el material respetando el modelo establecido por la Standard Edition de James Strachey. También en 1972 comenzó la publicación de los volúmenes sueltos de Alianza Editorial que reproducían las ediciones de Biblioteca Nueva.

En 1981, otra editorial argentina, Amorrortu Editores, comenzó la publicación de otras obras completas, retraducidas por José Luis Etcheverry, con el asesoramiento de Santiago Dubcovsky, Fernando Ulloa y Jorge Colapinto. Es un Freud menos elegante, más árido, pero más verosímil. No podemos juzgar la calidad de este trabajo; podemos afirmar, en cambio, que el volumen explicativo con el que se inicia la obra, Sobre la versión castellana (de donde están tomadas las referencias anteriores), es un verdadero prodigio. Pocas veces los traductores tienen la posibilidad (143 páginas) de razonar y fundamentar sus soluciones y polemizar tan largamente con otras versiones y hasta, como es el caso, con Sigmund Freud. Jacques Pierre El plurilingüismo era común entre los escritores y científicos de finales del siglo

XIX.

Freud no fue una excepción: estudió griego, latín, inglés y francés;

cultivó por su cuenta el italiano y el español; utilizó el ídish y recordó para siempre el hebreo aprendido en la infancia. Este complejo escenario verbal formó su pensamiento, permitió el pasaje de una lengua a otra dentro del trabajo analítico y albergó una desatinada fascinación por ciertos autores. A Shakespeare, que empezó a leer a los siete años, le atribuía, por los rasgos de su cara, un origen francés —el apellido debía ser una corrupción de «Jacques Pierre»—, y pensaba que el verdadero autor de sus obras era el conde de Oxford1. Tales ideas no fueron un obstáculo para recordar largos fragmentos de memoria y recitarlos de forma, generalmente, oportuna. Admiraba sin 1

Harold Bloom ofrece en El canon occidental [Anagrama, 2006] hipótesis muy interesantes sobre estas supersticiones de Freud sobre Shakespeare.

límites a Cervantes, aunque creía, embutido en uno de los pliegues antifemeninos del curioso discurrir decimonónico, que no era una lectura adecuada para su futura mujer, Martha Bernays. Tampoco ello le impidió crear, con un compañero de colegio, una sociedad literaria a la que llamaron «Academia castellana» y escribir cartas firmadas como «Tu fiel Cipión». Aquel viejo interés reapareció en los elogios dirigidos a su traductor LópezBallesteros, en 1923. «El deseo de leer el inmortal Don Quijote en el original cervantino me llevó a aprender, sin maestros, la bella lengua castellana. Ahora puedo —ya en edad avanzada— comprobar el acierto de su versión española, cuya lectura me produce siempre un vivo agrado por la correctísima interpretación de mi pensamiento y la elegancia del estilo». Existir en otro idioma Freud hablaba inglés y francés, pero no tenía mucha confianza en su pronunciación: el conocimiento de lenguas extranjeras no implicaba —como fue común hasta la II guerra mundial— el uso oral. Hacia 1919, cuando tenía ya 64 años, tomó un profesor de inglés para mejorar el acento. En el periodo de entreguerras ese idioma se había convertido en su herramienta principal de trabajo y, aunque hablaba horas con personas de lengua inglesa, tuvo que confesar: «nunca aprenderé correctamente ese m... idioma». La pronunciación del francés no le había resultado más fácil. Cuando se ofreció a Charcot para traducir las Conferencias sobre las enfermedades del sistema nervioso tuvo que advertirle que solo padecía «afasia motriz sensorial» para hablar, no para entender francés. Se trataba de una broma culta (el síntoma acababa de describirse) que revelaba las inseguridades verbales durante su estancia en

París. Tal como le confesó a Martha Bernays, sólo pudo sobreponerse a la tensión de las veladas sociales con su maestro «con un poco de cocaína», sustancia que, como es bien sabido, despertó su interés científico durante cierto tiempo. Estas dificultades no fueron un obstáculo para traducir las obras completas de John Stuart Mill (que comenzó cuando se aburría en el servicio militar), las conferencias de Charcot y dos volúmenes de Hippolyte Bernheim Sobre la sugestion y sus aplicaciones a la terapia. La versión de Mill (cinco voluminosos libros) fue un ejercicio curioso: Freud leía el original, cerraba el libro y pensaba cómo se diría en buen alemán el pensamiento del autor. Nada garantiza mejor la supervivencia de las palabras que la armonía con la lengua que les da nueva forma. Existir en otro idioma es el resultado de este no siempre repetido milagro.

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