FREUD Y LA MUERTE

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Descripción

FREUD Y LA MUERTE

Néstor Asensio Barrios 2º Filosofía - A

ÍNDICE Introducción...................................................................................................................2 1. Eros y tánatos. 1.1. Principio del placer y principio de realidad...............................................3 1.2. Eterno retorno...............................................................................................3

2.La guerra y la decepción. 2.1. Guerra y paz..................................................................................................5 2.2. El derrumbamiento de una ilusión..............................................................5 2.3. La inhumanidad de la humanidad...............................................................6

3.Nuestra posición ante la muerte. 3.1. El nacimiento de toda reflexión...................................................................7 3.2. Soportar la vida preparándose para la muerte..........................................8

4."La neurosis obsesiva de la colectividad humana". 4.1. Religión y civilización...................................................................................9 4.2. La inefabilidad del destino...........................................................................10 4.3. El porvenir de la razón.................................................................................10

5.Conclusión. 5.1. El deber primero de todos los vivientes......................................................11

Bibliografía.....................................................................................................................12

INTRODUCCIÓN Hemos subyugado nuestros instintos más profundos a una cultura que los reprime en favor de su progreso. A nivel colectivo, nos pasamos toda la vida estudiando para encontrar un trabajo que no nos disguste y que nos permita mantener una familia -basada en el matrimonio monógamo- hasta que el tiempo y la rutina agotan nuestras fuerzas y alcanzamos la edad de jubilarnos. Pero, sin ánimo de pecar de hipócritas, hemos de admitir que el sacrificio ha merecido la pena: en las zonas más desarrolladas de la civilización la conquista de la naturaleza que este progreso trae consigo ha conseguido satisfacer un gran número de necesidades de un gran número de personas que, en ese sentido, se encuentran mas satisfechas que nunca. Como advierte Herbert Marcuse en "Eros y civilización": "Ni la mecanización, ni la regularización de la vida, ni el empobrecimiento mental, ni la creciente destructividad del progreso actual dan suficiente motivo para dudar del "principio" que ha gobernado el progreso de la civilización occidental. El aumento continuo de la productividad hace cada vez más realista la promesa de una vida todavía mejor para todos" (Marcuse 1972, p.17)

Pero el aumento del progreso puede actuar como un arma de doble filo, y hay que andar con cuidado con el significado de "una vida mejor para todos", ya que la intensificación de este progreso parece estar ligada con la intensificación de la falta de libertad - Será por algo que el "mundo feliz" de Aldous Huxley se ha calificado como "distopía" y no como "utopía". Precisamente cuando pensamos que los logros intelectuales y materiales del progreso de nuestra civilización son capaces de cambiar este esquema de subyugación de la naturaleza del ser humano, se nos muestra que, esos mismos logros, a nivel tecnológico también son capaces de destruirnos, mientras que a nivel intelectual no se manifiestan como cabría esperar. Llegados a este punto, podríamos reflexionar sobre la actual situación de nuestro sistema de educación, que ha evolucionado estos últimos años rebajando el valor de las humanidades y de asignaturas como la filosofía -que desarrollan el pensamiento crítico-, en favor de ingenierias y demás disciplinas que desarrollan ese progreso hacia la producción de bienes materiales. Pero centraremos este trabajo en otra educación, la "educación para la realidad" que Freud propugnaba en El porvenir de una ilusión. Freud vio muy claro el impulso destructivo que yace en nosotros y que manifestamos tanto en nuestro interior como hacia el exterior, y cómo la civilización trata de ocultarlo y reprimirlo para conservar nuestra seguridad y la suya propia. Con la misma claridad vislumbró la postura que adoptábamos ante esta pulsion destructiva y ante la muerte como finitud de nuestra existencia, negándola hasta el punto de sumergirnos en una profunda neurosis que adopta la forma de religión. A través de un rápido repaso de los amplios y profundos estudios que Freud hizo sobre la muerte -como pulsión y nuestra actitud hacia ella- revelaremos el profundo autoengaño en el que todavía hoy nos encontramos inmersos.

1. Eros y tánatos 1.1 Principio del placer y principio de realidad El concepto de la naturaleza psicológica del hombre que se desarrolla en el pensamiento de Freud se acerca bastante al planteado anteriormente por Hobbes, según el cual la condición natural del hombre es una condición de guerra entre todos los hombres, en la que cada uno dispone del derecho natural de hacer lo que sea para conservar su propia naturaleza, incluso de atacar a otros hombres que pretenden los mismos bienes que él, surgiendo de esta forma un estado en el que no se puede concebir seguridad alguna entre ellos. Según Hobbes, a través de la razón el hombre establece una serie de leyes que tratan de instaurar la paz entre todos los seres humanos; la primera de ellas, la ley fundamental de la naturaleza consiste en no hacer uso de su derecho a todo. El encargado de garantizar que estas leyes se cumplan será la figura del Estado, que amenaza con castigar a aquel que transgreda cualquiera de las normas establecidas. De acuerdo con esto, el origen de toda asociación de individuos -o dicho de otra forma, el origen de toda civilización- se basa en la represión de las acciones del hombre que hasta entonces gozaba del derecho natural de actuar según sus instintos. Dejando en libertad estos instintos, sería imposible conformar cualquier asociación o preservación duradera de individuos, pues destruirían incluso lo que pudieran unir. Así pues, donde Hobbes vió una "ley natural descubierta a través de la razón", Freud intuyó una transformación de la naturaleza psicológica del hombre que afectaba a las aspiraciones instintivas. Freud describió este salto psicológico como la transición del principio del placer al principio de realidad, destacando el papel que el yo realiza como instancia "negociadora" entre sus impulsos y lo que le dicta la razón. La búsqueda de placer y la huida del dolor habrían sido los móviles fundamentales, casi exclusivos, del hombre primitivo, lo que le condenaba a entrar en conflicto con el ambiente natural y humano de su entorno. Esto le llevaría a chocar con la comprensión de que la gratificación total y sin dolor era imposible, lo que hizo ganar ascendencia al nuevo principio mental, el de realidad. El principio de realidad se superpone al de placer y el hombre aprende a sustituir el placer momentáneo e incierto por uno más prudente, retardado pero seguro. Sin embargo, el principio de placer sobrevive en el inconsciente, afectando en cierta manera a la realidad que lo ha reemplazado. Este choque con la realidad, en el cual el individuo se da cuenta de que la satisfacción de sus impulsos instintivos es incompatible con su entorno social, no es exclusivo del hombre primitivo. Freud también advirtió de esta transición de principio de placer a principio de realidad en el paso de la niñez a la infancia que todos los individuos atravesamos. 1.2 Eterno retorno A lo largo de su obra, Freud modificó su teoría del aparato mental varias veces, con cierta tendencia a mantener la oposición entre estructuras del pensamiento opuestas -consciente e inconsciente, principio de placer y de realidad, Eros y Tánatos...- y atribuyendo un conocido papel predominante a la sexualidad y al instinto de la vida. En su formulación final de la teoría de las pulsiones, el instinto de vida (Eros) y el instinto de muerte (Tánatos) se convierten en las pulsiones básicas del individuo, pulsiones que, a pesar de ser contrarias, comparten una naturaleza común. Freud reconoce entonces una característica inherente a estas pulsiones o instintos:

"una tendencia propia de lo orgánico vivo a la reconstrucción de un estado anterior, que lo animado tuvo que abandonar bajo el influjo de fuerzas exteriores, perturbadoras; una especie de elasticidad orgánica, o, si se quiere, la manifestación de la inercia en la vida orgánica" (Freud 1920, p.23)

Tras esta observación en el estudio de la acción de algunos microorganismos, Freud llega a la conclusión de que la tendencia instintiva hacia la "supresión de la tensión de excitación" consiste, en última instancia, en una regresión más allá de la vida, en el retorno a lo inorgánico. El principio de Nirvana, contemplado en el budismo como el "estado de liberación del sufrimiento y del ciclo de nacimientos" toma forma en el psicoanálisis como la tendencia dominante de la vida mental: "el proceso de la vida del individuo conduce, obedeciendo a causas internas, a la nivelación de las tensiones químicas; esto es, a la muerte, mientras que la unión con una sustancia animada, individualmente diferente, eleva dichas tensiones y aporta, por decirlo asi, nuevas diferencias vitales, que tienen luego que ser afrontadas viviéndolas. El haber reconocido la tendencia dominante de la vida psíquica y quizá también de la vida nerviosa, la aspiración de aminorar, mantener constante o hacer cesar la tensión de las excitaciones internas (el principio de nirvana, según expresión de Bárbara Low), tal y como dicha aspiración se manifiesta en el principio del placer, es uno de los más importantes motivos para creer en la existencia de instintos de muerte." (Freud 1920, p.37)

En la lucha entre ambos instintos, los instintos de vida ("Eros") superan a los de muerte ("Tánatos"). Continuamente cancelan y retardan el descenso hacia lo inorgánico, inician su función reproductora uniendo dos seres orgánicos y preservando unidades de vida cada vez más grandes. Así, en cierto modo, lo mortal se convierte en inmortal. Resulta curioso retrotraernos al uso de estos términos en otras culturas que, aunque de un modo distinto al de Freud, habían intuido algún tipo de relación, especialmente en las corrientes de pensamiento oriental, pero también en la Grecia antigua, donde Platón, en el encomio al amor (Eros) que se realiza en El banquete pone las siguientes palabras en boca de una enigmática mujer llamada Diótima: "Impulso creador, Sócrates, tienen todos los hombres, tanto según el cuerpo como según el alma, [...] En efecto, la unión de hombre y mujer es procreación, y es una obra divina, pues esto, la concepción y la generación, es algo inmortal que existe en los seres vivos, que son mortales. [...] Amor de la generación y de la procreación en lo bello [...] porque es la generación algo eterno e inmortal, en la medida en que puede darse en algo mortal [...] es forzoso, según este razonamiento, que el amor sea también amor de la inmortalidad. (Platón 2012, p.115)

Diótima habla de un impulso creador que es el amor, y que es también inmortalidad. Además nos presenta ese retorno a lo inorgánico como algo presente en todos los elementos "del cuerpo y del alma", e intuye cómo "Eros" y "Tánatos" interactúan entre sí y se amalgaman para que lo que muere deje vida tras de sí: "se dice, por ejemplo, que es el mismo un hombre desde su niñez hasta que se hace viejo, sin embargo, aunque se dice que es el mismo, ese individuo nunca tiene en si las mismas cosas, sino que continuamente se va renovando y perdiendo otras cosas, en sus cabellos, su carne, sus huesos, su sangre y, en definitiva, todo su cuerpo. Y no sólo en el cuerpo, sino que también en el alma [...] De este modo, en efecto, se conserva todo lo mortal, no por ser siempre totalmente lo mismo, como lo divino, sino porque lo que se marchita y envejece deja tras de sí otro ser nuevo semejante a como él era. Mediante ete recurso, Sócrates -continuó, lo mortal participa de la inmortalidad. (Platón 2012, p.116)

El instinto de muerte se convierte así en el compañero de Eros en la estructura instintiva primaria, y la perpetua lucha entre los dos se hace patente en la dinámica de las pulsiones inconscientes. Pero, ¿qué ocurre en lo consciente?, ¿cómo afrontamos este retorno a lo inorgánico?

2. La guerra y la decepción. 2.1. Guerra y paz Volviendo de nuevo al estado natural del hombre expuesto por Hobbes, encontramos el fin de la guerra entre todos los hombres en el momento en que, buscando seguridad, se asocian entre sí para convivir y trabajar por el bien comun. Freud, en su correpondencia con Einstein, pone el acento en el respeto por la vida del enemigo, surgida como oposición al instinto homicida del hombre al revelar que, si se mantenía al enemigo atemorizado, se le podía aprovechar para otros fines más útiles, de forma que siempre dominaría el más poderoso. Ante la necesidad del resto de individuos de enfrentar al más fuerte surgiría una asociación de individuos más débiles que se le opondrían para ganar poder y liberarse de su represión. Así, el "derecho" no sería más que el poderío de esta asociación de individuos, la comunidad. Esta comunidad trabaja para su conservación, organiza su defensa contra amenazas externas e internas creando leyes y preceptos que prevengan las insubordinaciones, y organismos que velen por su cumplimiento, amenazando, como también advirtió Hobbes, con la ejecución de castigos que supondrían para el infractor de estas leyes un mal mayor del que se pretendía evitar. Al instaurar esta sociedad de individuos con intereses comunes, también surgen lazos afectivos que servirán para superar la violencia que anteriormente predominaba entre ellos. Pero esta situación pacífica es complicada de mantener, pues desde su origen "la comunidad está formada por elementos de poderío dispar" (Freud 1932, p.3). El derecho refleja esta desigualdad favoreciendo a los más poderosos y a la conservación de ese estado de superioridad. Los oprimidos, como ocurriría en el origen, intentarán transformar esa posición de inferioridad en el marco del derecho en una "igualdad para todos". La clase dominante se negará y se defenderá de la rebelión con violencia, a lo que la clase oprimida responderá con más violencia, instaurándose así un estado de guerra civil. Lo que Freud demuestra a través de esta argumentación en su carta a Einstein, es la imposibilidad de evitar estos conflictos de intereses incluso dentro de una misma comunidad, aunque "la guerra podría ser un recurso apropiado para establecer la anhelada paz eterna" (íbid, p.4). Antes de esta carta, Einstein, que en ese momento "cooperaba" con la Liga de las Naciones, escribe a Freud preguntándole el porqué de la guerra, el cual responde con una serie de consideraciones sobre sus origenes y su inevitabilidad, pero volveremos más adelante sobre esta carta. Antes es necesario que hablemos de uno de sus trabajos, escrito durante el transcurso de la primera Guerra Mundial. 2.2 El derrumbamiento de una ilusión Freud vivió el transcurso de la primera Guerra Mundial, lo que le permitió ver con claridad el perverso declive del progreso y la decepción que provocó este estado en la humanidad. Durante los últimos siglos se había alcanzado un estadio de progreso anteriormente impensable, la sociedad evolucionaba tecnológica e intelectualmente, y se confiaba en que los pueblos aprendiesen a resolver sus diferencias sin llegar al conflicto. En lugar de esto, el progreso se reflejó en la mayor guerra jamás vista, la tecnología y todos los avances de ésta se ponían al servicio de la destrucción y la aniquilación, los países sobrepasaban todos los límites que ellos mismos habían impuesto a sus ciudadanos.

"El ciudadano individual comprueba con espanto en esta guerra algo que ya vislumbró en la paz; comprueba que el Estado ha prohibido al individuo la injusticia no porque quisiera abolirla, sino porque pretendía monopolizarla, como el tabaco y la sal. El Estado combatiente se permite todas las injusticias y todas las violencias que deshonrarían al individuo [...] exige a sus ciudadanos un máximo de obediencia y de abnegación, pero los incapacita con un exceso de ocultación de la verdad y una censura de la intercomunicación y de la libre expresión de sus ideas [...] confiesa abiertamente su codicia y su ansia de poderío, a las que el individuo tiene que dar, por patriotismo, su visto bueno" (Freud 2002, p. 107)

Se nos muestra entonces la verdadera imagen de la naturaleza del hombre, una imagen muy distante de la que el hombre civilizado se había representado. Nuestra moral ya no es aquel "juez incorruptible que suponen los moralistas" (Ibid, p.106), sino que es, desde el origen, miedo al rechazo y al castigo social. Y cuando la civilización se abstiene de los castigos, los impulsos violentos de los hombres se liberan y se manifiestan en actos de crueldad y brutalidad. Ante esta revelación, nos sobreviene una profunda decepción provocada por el "derrumbamiento de una ilusión". Habíamos depositado una gran confianza en la civilización y sus progresos, así como en los individuos que la formaban, pero los actos de barbarie llevados a cabo por los Estados y la reacción de los individuos que participan en la brutalidad de la guerra lograron derrumbar esta confianza que muchos habían depositado en la cultura. Los hechos acontecidos conceden la razón a Freud: "La esencia más profunda del ser humano consiste en impulsos instintivos", el hombre no es bueno ni malo, como otros filósofos habían intentado afirmar, sino que se onsidera que es una cosa u otra según se ajuste a las necesidades de la comunidad. También Hobbes, a través de las circunstancias de la guerra, desarrolló la teoría de que la justicia -y con ella los conceptos de "bueno" o "malo"- aparece con la instauración del poder civil. Por tanto, el hombre será unas veces bueno y otras malo. Freud profundizó en el desarrollo mental de la subyugación de los impulsos que lo hacian ser malo, estableciendo que se transformaban por dos factores: uno interior, proveniente de los impulsos de amor que le hacían crear lazos sociales y transformar estos "impulsos egoistas" en "impulsos sociales"; y otro externo que consiste en la educación impartida por la cultura, la cual modifica los impulsos del hombre y trata de transformar su "egoismo" en "altruismo", para que se adapten a las necesidades de la comunidad. (Ibid, pp.100-116) De nuevo vemos la necesidad de reprimir los instintos naturales del hombre para conquistar la civilización -como habíamos visto anteriormente con la transformación del principio de placer en principio realidad- aunque aquí Freud lo describe como capacidad de civilización, y la divide en dos partes: la adquirida y la innata. Por lo general, dice Freud, "sobreestimamos la parte innata y somos inducidos a juzgar a los hombres mejores de lo que en realidad son", mientras que desde el exterior, la educación y la cultura no consiguen erradicar los impulsos malos -recordemos, malos para la preservación de la civilización- del hombre, y puede hacer parecer que los hombres obran bien por un "ennoblecimiento de sus instintos", cuando en realidad lo hacen para evitar el castigo y obtener recompensas. (Vid.) Este distanciamiento de la vida instintiva que obliga al hombre a obrar conforme a determinadas normas y preceptos impuestos lo conduce a la neurosis, creando una sociedad formada por hombres hipócritas que se niegan a sí mismos. Contra esta hipocresía que nos conduce a la neurosis y a la decepción, Freud aconseja armarnos de sinceridad y reconocer, aunque duela, la terrible pero auténtica verdad. 2.3. La inhumanidad de la humanidad Volviendo de nuevo a su carta a Einstein, vemos este ejercicio de sinceridad cuando el gran genio muestra su "asombro" ante la facilidad y el entusiasmo con que los hombres acuden a la guerra.

Freud atribuye este entusiasmo al instinto de muerte anteriormente expuesto, esa pulsión interna inherente a nuestro aparato mental que se manifiesta en forma de violencia y destrucción cuando es dirigida hacia objetos exteriores. No se trata entonces de suprimir estas conductas agresivas -pues lo único que se puede hacer es reprimirlas o sublimarlas, pero no erradicarlas, pues terminan por florecer- sino de reconducirlas "hasta tal punto que no necesiten encontrar su expresión en la guerra". ¿Cómo lograr esto? La fórmula parece clara, pero su puesta en práctica se nos hace difícil de imaginar: "Si la disposición a la guerra es un producto del instinto de destrucción, lo más fácil será apelar al antagonista de ese instinto: al Eros. Todo lo que establezca vínculos afectivos entre los hombres debe actuar conta la guerra. Estos vínculos pueden ser de dos clases: Primero, los lazos análogos a los que nos ligan a los objetos del amor, aunque desprovistos de fines sexuales. [...] La otra forma de vinculación afectiva es la que se realiza por identificación. Cuando establece importantes elementos comunes entre los hombres, despierta tales sentimientos de comunidad, identificaciones." (Freud 1932, p.7)

Sin embargo, poco tiempo después de esta "conversación" entre Einstein y Freud estalló la segunda guerra mundial. Precisamente esos lazos de identidad, a los que apelaba el padre del psicoanálisis, derivaron en nacionalismos extremos que mostraron al mundo que todavía no se habían sobrepasado los límites de la crueldad y destrucción del ser humano. En la actualidad, sin embargo, tenemos razones para pensar que hemos aprendido de nuestros errores; pero también para creer que la guerra fría continúa y que se acerca una tercera guerra mundial que podría ser incluso más destructiva. Lo que parece innegable es que nuestra sociedad sigue basada en esa hipocresía y que todavía no hemos practicado -hablando a nivel general- ese ejercicio de sinceridad entre las relaciones de los hombres que Freud había aconsejado. Lo vemos claramente en los casos de maltrato animal, en los de asesinato, en el terrorismo o en otros actos que calificamos de inhumanos como si fueran propios de otras especies y no de la nuestra. Pero Freud no reduce esta ausencia de sinceridad a la naturaleza humana y a las relaciones entre los individuos: también dedicó buena parte de su investigación a nuestra actitud ante la muerte, a la negación de la finitud de la vida a la que nos vemos generalmente enfrentados y a cómo resolvemos este conflicto psicológico a través la neurosis colectiva que para él es la religión.

3. Nuestra posición ante la muerte 3.1. El nacimiento de toda reflexión Tras las consideraciones sobre la guerra y la decepción y desorientación que habían producido en el hombre civilizado, Freud nos plantea otro factor de nuestro engaño: nuestra actitud ante la muerte. "Esta actitud no era sincera. Nos pretendíamos dispuestos a sostener que la muerte era el desenlace natural de toda vida. [...] Pero, en realidad, solíamos conducirnos como si fuera de otro modo. Mostramos una patente inclinación a prescindir de la muerte, a eliminarla de la vida. La muerte propia es, desde luego, inimaginable, y cuantas veces lo intentamos podemos observar que continuamos siendo en ello meros espectadores" (Freud 2002, p. 116.)

Somos conscientes de la finitud de la vida orgánica, pero a nivel inconsciente no somos capaces de creer en nuestra propia muerte. ¿Y en la de los demás? Se repiten los comentarios infantiles en que los niños le desean la muerte a un compañero de clase que le hace la vida imposible o incluso a sus seres queridos, pero en la edad adulta estos pensamientos nos parecen perversos y tratamos de alejarlos de nuestra mente. Esta sensibilidad no evita la muerte de esas personas, y llegado el momento nos sentimos conmovidos, incluso cuando la persona que "se ha ido" no es un ser querido o cercano a nosotros.

Para Freud, esta actitud ante la muerte influye poderosamente sobre nosotros y empobrece nuestra vida, nos hace buscar seguridad y huir de los peligros, la hace "sosa y vacía", de ahí quizás el interés patente por las historias de aventura y ficción, donde podemos acceder a las vivencias a las que hemos renunciado por la comodidad y la seguridad, por una vida sin riesgos. ¿Y qué hay del hombre primitivo? ¿Cómo se le presentaba la muerte a aquel hombre que se regía por el principio de placer? Según Freud, éste reconoció la muerte como "supresión de la vida" y la negó, "la redujo a la nada". Tal contradicción se explica a través de su actitud ante la muerte de los demás, cuando todavía no había creado los lazos de identificación que se crean en la comunidad. Encontraba placer en la aniquilación del extraño, de aquel "obstáculo" que le impedía obtener placer. Para él significaba la supresión de algo odiado, pero esta actitud chocó cuando el instinto de vida creó los primeros lazos de identificación con los familiares. De nuevo, Freud vuelve a servirse de la evolución psicológica del hombre primitivo para establecer un paralelismo con la del niño, que atraviesa la misma fase. El amor no debió de surgir mucho después de las pulsiones asesinas, y cuando el hombre vió morir a sus familiares -seres amados que se habían convertido por identificación en parte de su yo- hizo en su dolor la experiencia de su propia muerte. Pero, por otra parte, ese ser era algo ajeno a él, por lo que su eliminación le producía también cierto placer. De la misma forma, en el paso de niñez a la infancia, el niño se verá en el conflicto que enfrenta la identificación con el padre y el odio hacia él, que se resuelve el Complejo de Edipo y el surgimiento del super-yo. Después de esto, las relaciones del hombre primitivo -y las nuestras, como sujetos que han pasado por ese proceso- se verían marcadas por la Ley de ambivalencia. Este choque psicológico que se produjo en la mente del hombre primitivo le planteó un enigma que hubo de forzarle a reflexionar. El conflicto de sentimientos que emergía con la muerte de seres amados -y odiados al mismo tiempo- es, para Freud, lo que dió origen a toda "investigación humana", a la filosofía y la psicología y a los "primeros mandamientos éticos". Por ello, el mandamiento que dicta no matarás hallaría su origen en la oposición contra la satisfacción del odio que acompañaba al duelo por la muerte de los seres queridos. "Una prohibición tan terminante sólo contra un impulso igualmente poderoso puede alzarse. Lo que ningún alma humana desea no hace falta prohibirlo; se excluye por sí mismo. Precisamente la acentuación del mandamiento "No matarás" nos ofrece la seguridad de que descendemo de una larguísima serie de asesinos, que llevaban el placer de matar, como quizá aún nosotros mismos, en la masa de la sangre."

(Freud 2002, p.124) Pero las consecuencias de este enigma intelectual no terminan aquí. Aunque el hombre primitivo había experimentado la muerte a través de la pérdida de sus seres amados, le seguía resultando imposible representársela en su propia vida. Así pues, nos dice Freud, "llegó a una transacción": "Admitió la muerte también para sí, pero le negó la significación de un aniquilamiento de la vida, cosa para la cual le habían faltado motivos a la muerte del enemigo. Ante el cadáver de la persona amada, el hombre primordial inventó los espíritus, y su sentimiento de culpabilidad por la satisfacción que se mezclaba a su duelo hizo que estos espíritus fueran perversos demonios a los cuales había que temer. [...] El recuerdo perdurable de los muertos fue la base de la suposición de otras existencias y dió al hombre la idea de una supervivencia después de la muerte". (Ibid, p.122)

Como veremos más tarde, las religiones se servirían de esta continuación de la vida después de la muerte para soportar las restricciones de la cultura, atribuyéndole un valor superior a la existencia posterior, pero siempre con la intención de negar el fin de nuestra vida como necesario.

3.2. Soportar la vida preparándose para la muerte. Todavía hoy encontramos en nosotros estas dos actitudes ante la muerte de nuestros seres cercanos -la que reconoce el término de nuestra vida y la que la niega- y la ambivalencia de sentimientos hacia ellos. Hablábamos antes de los niños que le desean la muerte incluso a sus amigos y familiares; normalmente no los tomamos en serio y afirmamos que "no saben lo que dicen", quizá sea verdad que no saben qué es exactamente lo que están deseando, pero el inconsciente no miente, y como dice Freud: "en broma se puede decir todo, hasta la verdad" -o como dice el refrán popular: "entre broma y broma, la verdad asoma"-. Pero de este deseo inconsciente de matar y de la ambivalencia de sentimientos ya no nace la reflexión, ni la filosofía ni la ética, sino la neurosis. Entre tanta maldad y pulsiones asesinas, Freud llama la atención sobre la pretensión de su investigación, ya que podría parecer que "apunta a rebajar nuestra vida afectiva" (Ibid, p. 128), cuando la única intención que tiene es la de desenmascarar la verdad. No hay que pensar que el mundo y el ser humano giran en torno a estas pulsiones negativas, Freud llama la atención sobre ellas al exponerlas como un descubrimiento, precisamente por ser algo que parecía que tratábamos de ocultar o de negarnos a nosotros mismos. Pero la Naturaleza y la Cultura no solo se mueven por Tánatos, también por Eros, y debemos de tener la seguridad, o al menos la esperanza, de que ésta logrará mantener vivo el amor para asegurarlo contra el odio. Se trata, por tanto, no de resignarnos ante la inevitabilidad del sufrimiento, pero tampoco de cerrar los ojos ante ello y permanecer en la ignorancia -o hipocresia- en la que nos sume la cultura que constantemente trata de negarnos nuestra condición natural; sino de renunciar a ese engaño y aprender a convivir con la verdad, de situar a la muerte ante el significado que le corresponde.

4. "La neurosis obsesiva de la colectividad humana" 4.1 Religión y civilización Como hemos visto, Freud atribuye el origen de la creencia en la vida después de la muerte al sentimiento de culpabilidad que le surgió al hombre primitivo ante el cadáver del ser amado. Al admitir la muerte para sí a la vez que le negaba la condición de supresión de la vida, el hombre supuso la idea de que había una continuidad de la existencia después de la muerte. A día de hoy vemos cómo el cristianismo y otras religiones basan la necesidad del cumplimiento de sus preceptos morales en esa existencia póstuma, a la que le otorga un valor superior, quedando la primera en el lugar de una mera preparación en la que debemos ajustarnos a estos preceptos obrando bien para ascender directos al paraíso logrando una existencia eterna en la que gozaremos de todas las satisfacciones que nos hemos perdido en la primera. Teniendo esto en cuenta, ya podemos intuir la importancia que ha tenido la religión en el desarrollo de la cultura y su participación en la garantía de que los individuos se someterían a las represiones que ésta impone. Pero antes de profundizar en este tema, conviene reconstruir el discurso que Freud nos presenta en "el porvenir de una ilusión": El individuo, desde lo más hondo de su ser, se opone a la civilización por los sacrificios que ésta le impone. La civilización, sin embargo, se orienta a su propia preservación y al progreso, por lo que deberá de encontrar la manera de defenderse del hombre. De esta defensa se encargan todos sus preceptos y mandamientos, que orientan al hombre a la represión de sus impulsos destructivos, ofreciendo a cambio recompensas por sus sacrificios. El progreso de la cultura ha influido en evolución del alma del ser humano, transformando paulatinamente la coerción externa en coerción interna por esa instancia psíquica inconsciente que Freud presentó como el super-yo. Con la ayuda de esta coerción interna y otros elementos como los

ideales y las reproducciones artísticas, la cultura logra que el hombre civilizado encuentre sustituciones compensatorias en actividades buenas para la cultura y para los individuos de la misma. Pero, ¿qué sentido tiene que el hombre primordial se sometiera por sí mismo a estos sacrificios a los que se opone? Ya hemos hablado del principio de realidad, por el cual el hombre reconocía la imposibilidad de la gratificación total de sus pulsiones y sustituía el placer momentáneo por uno más retardado pero seguro. Deducimos así la necesidad de que el hombre debía de someterse a la civilización para huir de un peligro y un sufrimiento mayor: la Naturaleza. Maremotos, terremotos, tempestades, incendios... la principal función de la cultura es defendernos de los infortunios de la Naturaleza. Pero existe un elemento fundamental de la Naturaleza contra el cual ni el hombre ni la cultura podían hacer nada: la muerte y su doloroso enigma. 4.2 La inefabilidad del destino. La Naturaleza nos muestra que no podemos dominarla completamente a través de la cultura, como pretendíamos. Ante la necesidad del hombre de liberar su entorno de sufrimiento y dar una explicación a esa voluntad inefable que él llama "destino" surge, según Freud, "el más importante del inventario psíquico de una civilización" : sus representaciones religiosas. "La civilización [...] No detiene en este punto su labor de defender al hombre contra la Naturaleza, sino que la continúa por otros medios. [...] El primer caso es ya una importante conquista. Consiste en humanizar la Naturaleza. A las fuerzas impersonales, al destino, es imposible aproximarse; permanecen eternamente incógnitas. Pero si en los elementos rugen las mismas pasiones que en el alma del hombre, si la muerte misma no es algo espontáneo, [...] nos sentiremos más tranquilos en medio de lo inquietante y podremos elaborar psíquicamente nuestra angustia. [...] podemos emplear contra estos poderosos superhombres que nos acechan fuera los mismos medios de que nos servimos dentro de nuestro círculo social: podemos intentar conjurarlos, apaciguarlos y sobornarlos, despojándoles así de una parte de su poderío." (Freud 1927, p.8)

Sin embargo, aunque esta antropomorfización de la Naturaleza nos permite racionalizar y comprender sus voluntades, persiste nuestro miedo a que sus pretensiones sean las de hacernos daño. Esto, para Freud, se traduce en una necesidad de protección paternal que nos conduce a atribuirle el papel de "padre" a los dioses. El papel de los dioses queda, por tanto, dividido en tres funciones: "aliviar los terrores de la naturaleza, conciliar al hombre con la crueldad del destino -en especial con la muerte- y compensarle por los sacrificios que la cultura le impone". (Ibid, capítulo III) A medida que el hombre alcanza una comprensión científica de la Naturaleza, separándola del concepto de Dios, las esperanzas del hombre se centran en la tercera de las funciones. Finalmente, el dominio de los dioses se reduce a la dimensión moral del hombre, garantizando que éstos cumplirán todas esas normas y preceptos a los que instintivamente se oponen; comprendemos entonces que el pecado original con el que todo hombre nace no es sino la pulsión de muerte inherente a todo ser humano. Para compensar estos sacrificios a los que los hombres se deben someter durante toda su vida la religión promete una existencia posterior en la que, si han cumplido estos preceptos, gozarán de toda la perfección y satisfacción que se han perdido en la primera. 4.3 El porvenir de la razón. La religión se convierte así en un conjunto de normas y principios que tratan de explicar la realidad exterior, y que se nos presentan como verdaderos pero que de ninguna manera podemos hallar por

nosotros mismos. Sin embargo, nuestra necesidad psicológica de protección y seguridad ante la naturaleza nos seduce a aceptarla como verdadera; de nuevo hemos logrado engañarnos a nosotros mismos para satisfacer nuestros deseos más profundos. Freud clasifica la religión como "la neurosis obsesiva de la colectividad humana" y reconoce la necesidad de curar esta neurosis "sustituyendo los resultados de una represión por los de una labor mental racional". Sospechaba además que la imposición de la religión de unos preceptos que debíamos de aceptar sin cuestionarlos, había sido capaz de deteriorar aquellas aptitudes racionales que perjudicarían su desarrollo. Pero esto, dice Freud, no es motivo para temer una reacción de la masa en la que ésta desate todas sus pulsiones de destrucción por el derrumbamiento de la ilusión que esta neurosis ha creado en su mente; Freud confía en la razón del hombre y en la ciencia, y está convencido -aunque en El malestar en la cultura no reflejaría la misma seguridad- de que los hombres serían capaces de creer que aquellos preceptos que la religión había impuesto se debían cumplir porque habían sido creados para servir a sus propios intereses, y que "tenderían antes a perfeccionarlos que a derrocarlos". (Ibid, capítulos VIII-XI) "La voz del intelecto es apagada, pero no descansará hasta haberse logrado hacerse oír, y siempre termina por conseguirlo, [...] a la larga nada logra resistir a la razón y a la experiencia, y la religión las contradice a ambas demasiado patentemente." (Ibid, p.29)

5. Conclusión. 5.1. El deber primero de todos los vivientes Tras haber recorrido el discurso de Freud sobre la pulsión de muerte y la actitud que adoptamos ante este profundo instinto y ante la muerte misma -como finitud de nuestra vida- creemos haber revelado la esencia de la educación para la realidad que propugnaba Freud y que anunciábamos en la introducción de este trabajo. Si somos algo optimistas, la primera vez que leemos a Freud nos puede surgir la reacción de negar las condiciones negativas que atribuye a la naturaleza psicológica del ser humano. Pero la fuerza de sus argumentos nos conduce a pensar que quizá aquel optimismo no era sino inocencia, y que nosotros mismos estamos siendo vícitmas de ese autoengaño ante la negación de la realidad. Así, en una segunda lectura, podemos llegar a ser capaces incluso de considerar a Freud como otro optimista, cuando comprendemos que confiaba en la capacidad de la civilización de conciliarse con nuestras pulsiones y deseos más profundos, que creía que los logros del progreso establecían las precondiciones necesarias para ese reconciliamiento. A pesar de la crueldad de la realidad, siempre parece dejar un hilo de esperanza. No se trata, por tanto, de rendirnos ante la inevitabilidad del sufrimiento y del odio, ni de abandonarnos a esos instintos egoistas; tampoco de cerrar los ojos ante ellos y permanecer en la ignorancia -o hipocresia- en la que nos sume la cultura que trata constantemente de negar y ocultar nuestra verdadera naturaleza. Se trata de aceptar las cosas tal como son, de renunciar al engaño y a las satisfacciones y al consuelo que lo acompañan, de aprender a convivir con la realidad y situar a la muerte en el papel que le corresponde. Llegamos a la conclusión de que la última fórmula para eludir el sufrimiento no consiste en adaptar la realidad a nosotros, sino en adaptarnos nosotros mismos a la realidad. Comprenderla, aceptarla y soportarla. "Soportar la vida es, y será siempre, el deber primero de todos los vivientes" (Freud 2002, p.129)

BIBLIOGRAFÍA -FREUD, Sigmund. El malestar en la cultura. Trad de Ramón Rey ardid. Madrid: Alianza, 2002. -FREUD, Sigmund. "Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte". En El malestar en la cultura. (pp. 100-129). Trad de Luis López-Ballesteros y de Torres. Madrid: Alianza, 2002. -FREUD, Sigmund. El porqué de la guerra. http://laprensadelazonaoeste.com/LIBROS/Letra.F/F/Freud, %20Sigmund%20-%20Porque%20de%20la%20guerra,%20El.pdf. Consulta: 22 de Diciembre de 2015

-FREUD, Sigmund. El porvenir de una ilusión. https://pacotraver.files.wordpress.com/2010/07/elporvenir-de-una-ilusion-sigmund-freud.pdf. Consulta: 22 de Diciembre de 2015 -FREUD, Sigmund. Más allá del pincipio del placer. http://es.slideshare.net/marcogonzalez/1920ms-all-del-principio-del-placer. Consulta: 22 de Diciembre de 2015 -HOBBES, Thomas. Leviatán: La materia, forma y poder de un estado eclesiástico y civil. Trad de Carlos Mellizo. Madrid: Alianza, 2002. -MARCUSE, Herbert. Eros y civilización. Trad de Juan García Ponce. Barcelona: Seix Barral. 1972. -PLATÓN. El banquete. Trad de Fernando García Romero. Madrid: Alianza, 2012.

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