Fragmentos para una crítica de los bienes. En \"Descampado. Ensayos sobre las contiendas universitarias\" (2012)
Descripción
CONTRA LA EDUCACIÓN GUBERNAMENTAL. FRAGMENTOS PARA UNA CRÍTICA DE LOS BIENES ANDRÉS MAXIMILIANO TELLO
1 «La educación es un bien de consumo». «La educación es un bien público y un derecho hu- mano del que nadie puede quedar excluido». «La educación, como bien público, contiene la posibilidad de optar entre los distintos y diversos sistemas que de ella el país puede ofrecer». «La educación es un bien público que debe ser garantizado a todos por igual». «La educación es un bien privado, es un capital que reciben las personas y el Estado, como garante del bien común, tiene que dar la oportunidad para que exista una diversidad enorme». «La educación es un bien colectivo». Las variaciones de estas frases sobre el carácter de la educación prosiguen. El traqueteo se hace notar, 157
pero la pirotecnia discursiva no encandila el fondo remecido. De ahí la importancia del movimiento que han impulsado los estudiantes, de su amplitud insospechada y de la singularidad de su propaga- ción rizomática entre los estratos, los agentes y los establecimientos de todo tipo. Se ha intentado sucesivamente ignorar a este movimiento, reducirlo a minoría porcentual, invisibilizarlo en la trivialidad informativa, calificarlo como mero ruido carente de argumento, mostrarlo anómico y delictual, catalogar de pueriles sus lemas, cercenarlo en el caudillismo, ahogarlo en la represión, denunciarlo como reflejo de ideologías, caricaturizarlo como marioneta de partidos, aquietarlo en la lógica de un diálogo pantomímico, condenarlo como fundamentalista;; en fin, se ha querido agotarlo. Sin embargo, la agitación que provoca –más allá de los reformismos y los nuevos cálculos presupuestarios detonados– ha hecho tartamudear el habla del cuerpo político y ha dejado ver, en todas las variaciones y rear- ticulaciones con que se intenta definir lo que condiciona la educación, la puja de un deseo reprimido: la consagración del bien y, por lo tanto, de los bienes mismos. La metonimia desplegada para referirse a las añadiduras de este bien (de consumo, público, privado, colectivo, etcétera) no altera, empero, la ordenación de los bienes que delimita y establece como propiedades inmutables. Sólo el 158
cuestionamiento de ese orden fáctico y la distorsión de la nominación de los bienes como tales puede afectar la jerarquía de los órganos, que se mantiene gracias a la expulsión de todo movimiento que, al igual que el de los estudiantes, sea en realidad una manifestación de la política. Se trata de una curiosa consecuencia de las metáforas de cuerpo político, órganos institucionales u organismos económicos internacionales, que refieren principalmente a la administración de los bienes y sin embargo a la vez rechazan su problematización política. El movimiento, entonces, nos da la oportunidad de volver a cuestionar la ordenación y la definición de los bienes que se lleva a cabo en el cuerpo político y en los organismos institucionales, y nos permite ver cómo (re)aparece la política. 2 Una tesis que ha cobrado cierta robustez sobre la contienda actual de las universidades –mejor dicho, la emergencia del movimiento– señala que en realidad es un conflicto de carácter mayor: la complejidad en que se dan hoy las relaciones entre lo público y lo privado1. Los voceros de esta 1 Véase la reciente publicación de José Joaquín Brunner y Car- los Peña (editores). El conflicto de las universidades: entre lo
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tesis apuntan a una transformación general de la Universidad que ya había sido advertida por Bill Readings2: la globalización del arruinamiento de su anhelo histórico, sea bajo el modelo napoleónico o humboldtiano;; es decir, el abandono del ideal asignado a la Universidad Moderna como motor del progreso o eje del proyecto cultural nacional y su actual reconfiguración en la forma de corporaciones transnacionales. Tales voceros aluden también, involuntariamente, a la mutación universitario- estatal que, con otro timbre claro, Willy Thayer denomina «el big bang de la globalización», que estalló en Chile con el golpe militar: «el desplaza- miento del Estado como centro-sujeto de la historia nacional al mercado ex-céntrico post-estatal y post-nacional»3. Los paladines de esta nueva tesis añaden que si hoy la idea misma de Universidad se encuentra en crisis es por la caducidad de su rol como instrumento privilegiado del Estado Nación durante los últimos dos siglos y, por lo público y lo privado. Santiago: Universidad Diego Portales, 2011. En su introducción, los editores comparten criterios con Enders y Jongbloed, responsables del libro citado más adelante. 2 Ver el ensayo de Bill Readings que abre este libro, «La uni- versidad en ruinas». 3 Willy Thayer. La crisis no moderna de la universidad moderna. Epílogo del conflicto de las facultades. Santiago: Cuarto Propio, 1996. Página 127.
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tanto, del tradicional carácter público que de esa forma adquiriera. Así, para José Joaquín Brunner y Carlos Peña la actual globalización de sistemas de comunicación y mercados autorregulados que exceden el control estatal transforma todas las instituciones con base nacional, lo que para las universidades implica el ingreso a un mercado mundial del saber4. La dificultad para mantener las fuentes de financiamiento estatal y la proliferación de instituciones privadas de educación superior en diversos países ha llevado a que las universidades tradicionales adopten dinámicas de management empresarial en su labor académica y de inves- tigación, para prevalecer de este modo en un mer- cado global donde no sólo compiten entre sí por la captación de estudiantes, académicos y recursos, sino también por el prestigio que otorgan los nuevos estándares de acreditación y los ránkings internacionales. Este nuevo panorama determina que los atributos de lo público y lo privado se vuelvan ambiguos en la educación superior;; comienza a primar cierta desconfianza sobre la eficiencia de lo público y lo privado cada vez está más presente. A partir de un diagnóstico como este, Jürgen Enders y Ben Jongbloed sostienen que tales transformaciones ponen en juego «la manera 4 Brunner y Peña. El conflicto de las universidades. Páginas 40 a 50.
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en que la educación superior y la investigación son gobernadas, financiadas y provistas», y que «también se cuestionan las cambiantes creencias sobre la educación superior y la investigación como un bien público o un bien privado, o como un bien que tiene elementos de ambos»5. Se configura así la tesis de que una transformación en las dimensiones de lo público y lo privado es el verdadero trasfondo de la contienda actual de la universidad, lo cual apunta incluso a una inevitable suerte de mixtura de los bienes. Sin embargo, como suele ocurrir muchas veces con las tesis que se pretenden robustas, el piso en que se apoya resulta frágil. Más allá de los análisis sobre el carácter público o privado de estos bienes, sigue ausente una reflexión sobre ellos en su condición de bien. 3 En un breve texto publicado en 1954, Paul Sa- muelson definía el concepto de bien público como aquel que puede ser disfrutado en común sólo si su consumo por parte de un individuo 5 Jürgen Enders y Ben Jongbloed, «The Public, the Private and the Good in Higher Education and Research: An Introduction» en Public-Private Dynamics in Higher Education. Jürgen Enders y Ben Jongbloed (editores). Bielefeld: Transcript, 2007. Página 11.
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no conduce a una sustracción al consumo de ese bien por parte de cualquier otro individuo6. Samuelson planteaba de esta manera la distinción entre collective consumption goods y private consumption goods. Podríamos decir que el conocimiento, considerado como un bien, se ajusta a esta definición, pues mi acceso a éste no impide el acceso de otros. Si además la escuela neoclásica señala que un bien público debe ser no excluyente, y el conocimiento se distingue principalmente por su transmisión, éste es un claro ejemplo de lo que algunos economistas llaman un bien público puro. Pero si seguimos a fondo este argumento nos encontramos con que el conocimiento, por sus particularidades, se acomoda con dificultad a la noción de bien propia de la economía clásica. Al comienzo de sus Principles of Political Economy and Taxation de 1817, David Ricardo señala que «por poseer utilidad, los bienes obtienen su valor de cambio de dos fuentes: su escasez y la cantidad de trabajo requerida para obtenerlos»7. Ricardo se ocupa principalmente de la segunda fuente, puesto que la cantidad de trabajo necesaria para la producción de cualquier bien resulta determinante 6 Paul Samuelson, «The Pure Theory of Public Expenditure» en The Review of Economics and Statistics 36.4, 1954. Página 387. 7 David Ricardo. Principios de economía política y tributación. Bogotá: Fondo de Cultura Económica, 1993. Página 9.
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en su valor. No obstante, también apunta que hay algunos «bienes cuyo valor está determinado tan sólo por su escasez», entre los cuales menciona las obras de arte y ciertos libros, aunque les resta importancia al considerarlos una parte mínima y marginal de los bienes que se intercambian en el mercado. Casi dos siglos después, la articulación entre la economía mundial y las nuevas tecnolo- gías de la información vuelve casi pueriles esas observaciones: por su multiplicación, los llamados bienes culturales y bienes inmateriales se han vuelto uno de los polos más activos del mercado. La paradoja de esta valorización económica encierra tal vez las propias tensiones en que se encuentra inscrita históricamente la noción de bien;; además vuelve problemáticas otras premisas clásicas de la economía, como el mismo proceso de producción y circulación de las mercancías. De acuerdo con Maurizio Lazzarato, la producción de conocimientos excede el molde interpretativo de la economía política, al surgir necesariamente de la «cooperación libre de cerebros» y no de la propiedad exclusiva de las ideas. A partir de ello, Lazzarato intenta demostrar que «el conocimiento puede ser asimilado a un bien no escaso, porque es indivisible, imposible de intercambiar, no consumible, inconmensurable y por lo tanto no es rival de otros bienes;; de ahí que, 164
por derecho, escape a las reglas de la economía»8. No obstante, la administración fáctica del acceso9 8 Maurizio Lazzarato. Por una política menor. Madrid: Trafi- cantes de sueños, 2006. Página 132. 9 La noción de acceso resulta clave no sólo en el conflicto edu- cacional –donde la retórica del gobierno repite una y otra vez que su objetivo es «garantizar el acceso a una educación de calidad»–, sino también en la mutación de los bienes inma- teriales y culturales en el capitalismo contemporáneo. En su libro La era del acceso. La revolución de la nueva economía (Barcelona: Paidós, 2000), Jeremy Rifkin sostiene que el aco- plamiento de tecnologías de la información y la comunicación en una economía-red transforma gran parte de las nociones y formas tradicionales del capitalismo, porque desmaterializa sus bienes en el despliegue de una economía ingrávida, lo cual volvería obsoletas ideas clásicas como la propiedad privada, sus- tituyéndolas por producciones sociales y expresiones culturales redefinidas mediante relaciones de acceso. No obstante, para desazón del diagnóstico sociológico, lo cierto es que la figura del acceso no surge de forma espontánea en medio de una revolución económico-tecnológica a fines del siglo XX, ni tampoco es una novedad histórica, puesto que de una u otra forma ha recorrido un camino adyacente con la administración y la consagración de los bienes en Occidente. Esta figura revela ya en su propia etimología esa problemática más compleja y de larga data como accessus –entrada a un lugar o acción de acercarse a una cosa u objeto (accĕdere)–, pero también en la subacepción jurídica de accessĭo (accesión), un modo de dominio –según la antigua jurisprudencia romana– que al ser aplicado como principio reco- noce un derecho de propiedad amplio al dueño de un bien sobre la cosa en cuestión y sobre lo que ésta produce o se le adjunta;; los romanos no elaboraron una diferencia sistemática entre occupatio y accessĭo, de modo que los glosadores en el Medioevo la ensayarían y luego, por su uso en los siglos siguientes, llegaría a su forma actual. Por otro lado, y en relación a su papel en la
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a los conocimientos –y también de la producción de cultura– vertebra las tecnologías de control del cuerpo social. La universidad se puede compren- der en este sentido. Si el espíritu ilustrado del Estado Nación primero y las políticas del Welfare State después consideraron que el dispositivo universitario era el encargado de fomentar la reproducción de las elites cultas y de controlar el acceso de una parte de las clases medias a una educación superior, hoy la reconfiguración de ese mismo dispositivo universitario busca posicionar el conocimiento como un bien escaso en el mercado global de la educación10. Para los defensores de la tesis nueva economía de bienes inmateriales, se encuentra la deri- vación conceptual en informática de access como lectura y registro de datos en un soporte artificial de memoria o alma- cenamiento tecnológico. Finalmente, y esto sólo a modo de hipótesis, se deslinda la acepción médica de accessĭo (accesión) para los malestares o ataques de fiebre intermitentes que sufre un cuerpo. Si este último sentido del término, forzando un poco las cosas, se intentara relacionar con los anteriores en torno a la administración de los bienes, coincidiríamos con Deleuze al señalar que, así como las máquinas energéticas de las sociedades disciplinarias estaban expuestas al riesgo activo del sabotaje, las sociedades de control y sus máquinas informáticas confieren el lugar de mayor riesgo a la inoculación de virus y la piratería. Sobre estos elementos me he ocupado antes en Andrés Maximiliano Tello, «El acceso a las imágenes de archivo como problema esté- tico y político» en Umbrales Filosóficos. Posicionamientos y perspectivas del pensamiento contemporáneo, Alicia Bermejo et al. (editores). Murcia: Editum, 2011. Páginas 305 a 324. 10 Sin duda existen otros dispositivos que apuntan en esa misma
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robusta, la privatización de la educación superior responde al aumento de la demanda y a la necesidad de integrar a los sectores hasta ahora marginados del sistema que los fondos públicos del Estado no habrían sido capaces de solventar durante las últimas décadas. Así, el papel de las entidades no gubernamentales –las instituciones privadas con y sin fines de lucro– sería complementar esa falencia del sistema de educación pública. Según esta tesis la naturaleza de la educación superior y de la investigación universitaria como bien público debería ser relativizada. A pesar de que en términos económicos esta inversión permitiría retornos colectivos –una ciudadanía más informada, mejor salud pública, mayor cohesión social, entre otros– que la acercarían a la idea de un bien público, la educación superior sería a su vez un bien privado porque tendría como resultado beneficios laborales individuales, mejora en salarios y estátus social, etcétera. Desde esta perspectiva, si el Estado interviniera en el destino de la educación tendría que hacerlo sólo en su rol de garante del bien común. En los términos de Enders y Jongbloed, resultaría imposible cuantificar y evaluar los beneficiarios del dirección. Por ejemplo, la contraofensiva de los derechos de propiedad intelectual sobre la posibilidades abiertas por las nuevas tecnologías de la información. De todos modos aludo indirectamente a esto en la nota anterior.
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bien público a escala nacional11. En el mercado global, según ellos, el bien público se diluye. Volvemos al comienzo. 4 El término economía política es acuñado en 1615 por Antoyne de Montchrétien en su Traicté de l’oeconomie politique12. Este texto parece no haber tenido gran influencia, aunque resulta interesante que el autor se refiera al objeto de su tratado como la «ciencia de adquirir los bienes», situándose en la estela de la idea griega de oikonomia, aunque precisando que ésta es común a todas las repúblicas y familias. Montchrétien define entonces la economía política –siguiendo el lenguaje de su época– como la administración [menagerie] públi- ca de las necesidades y los cargos del Estado13. Más de un siglo después, en 1755, aparece el tomo quinto de L’Encyclopédie de Diderot y D’Alembert con la definición de «Économie ou Oeconomie (Morale et Politique)», firmada por Rousseau y publicada 11 Enders y Jongbloed, «The Public, the Private and the Good in Higher Education and Research». Páginas 13 a 23. 12 Antoyne de Montchrétien. Traicté de l’oeconomie politique. Genève: Librairie Droz, 1999. 13 Ibid. Página 67.
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un par de años más tarde como libro con el título de Discours sur l’Économie politique. Rousseau ratifica el vínculo entre oikonomia, tal cual como la entendían los griegos en la Antigüedad –«el sabio y legítimo gobierno de la casa en pro del bien común de toda la familia»– y su versión moderna más amplia, concebida como «el gobierno de la gran familia que es el Estado»14. Para distinguir ambas nociones Rousseau reserva a la primera el nombre de economía doméstica o particular y a la segunda el de economía general o política, y también el de economía pública. A su vez, plantea la necesidad de equiparar esta última con la noción de gobierno, que ejerce el derecho legislativo y tiene en ciertos casos la facultad de obligar al cuerpo mismo de la nación;; de esa manera, se diferencia también de la autoridad suprema, de una noción de soberanía que conserva el poder ejecutor y solamente puede obligar a los particulares (por lo tanto, ambos conceptos son presentados de un modo extraño al de su uso contemporáneo). Sobre tal escisión en el núcleo mismo del poder político institucional habrá que volver más tarde, por ahora lo importante será destacar que la noción de economía política en Rousseau se refiere no sólo a la gestión general de los bienes, sino también a la administración de 14 Jean-Jacques Rousseau. Discurso sobre la Economía política. Madrid: Tecnos, 1985. Página 3.
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éstos y del conjunto de prácticas cotidianas que involucran, sea en su dimensión pública o privada. Y esto es así porque en los Discours sur l’Économie politique se presenta como principio de la economía política la volonté générale, «tendente siempre a la conservación y bienestar del todo y de cada parte» del cuerpo político y que, por lo tanto, «es el origen de las leyes y la regla de lo justo y de lo injusto para todos los miembros del Estado, en relación con éste y con aquéllos»15. Para Rousseau la regla fundamental y primera del gobierno es ceñir la economía pública al dictado de las leyes, cuya determinación proviene de una voluntad general que no es sino la expresión del bien común. De tal modo, los Discours sur l’Économie politique circunscriben el funcionamiento del gobierno –es decir, de la economía general– a la teoría de la soberanía que más tarde se desarrollará con mayor precisión en el Contract social. Sin embargo, el concepto de una ciencia de la administración de los bienes que intenta describir Rousseau se aleja del que sus contemporáneos franceses Quesnay y los fisiócratas esbozan paralelamente, y más aun del que poco después concibe Adam Smith;; de estos últimos dependerá la configuración del discurso y del funcionamiento de la economía política moderna. 15 Ibid. Página 9.
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5 La noción de bien está anudada con el surgimiento del pensamiento político. En la Grecia clásica la propia idea de polis sería impensable sin la asociación de los hombres en vista del bien común. Así lo señala Aristóteles al comienzo de su Política: «Puesto que vemos que toda ciudad es una cierta comunidad y que toda comunidad está constituida con miras a algún bien […], es evidente que todas tienden a un cierto bien»16;; y más lo es en el caso de la polis, fin de las comunidades primeras. Luego, ya que la ciudad se compone de casas (oikos), Aristóteles se ocupa de describir en qué consiste la oikonomia, administración doméstica de las diferentes relaciones que se dan entre los miembros de la familia –entre amo y esclavo, marido y esposa, padre e hijos– y también de la posesión de sus bienes. Aristóteles distingue así entre el quehacer del ámbito del oikos y el de la polis puesto que –al contrario de Platón o Jenofonte– plantea que las formas del gobierno doméstico y del gobierno de la ciudad no serían equiparables. Sin embargo, Giorgio Agamben ha resaltado el hecho de que, por ocuparse de las relaciones familiares y de los modos en que se administra la casa, el término oikonomia 16 Aristóteles. La Política. Madrid: Gredos, 1988. Página 1252 a.
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expresa principalmente un paradigma de gestión que «implica decisiones y disposiciones que hacen frente a problemas específicos en cada momento, que se refieren al orden funcional (taxis) de las diversas partes del oikos»17;; según esa condición habría sido posible ampliar su aplicación a otros ámbitos. Agamben demuestra cómo este sentido del término oikonomia se traslada y toma un lugar central durante el surgimiento de la teología cristiana –principalmente entre los siglos II y V– en los debates sobre la naturaleza del poder divino y la constitución del dogma trinitario defendido por Tertuliano, Hipólito e Irineo. Con esa genealogía Agamben busca demostrar que desde la teología cristiana emergen «dos paradigmas políticos en sentido amplio, antinómicos pero funcionalmente conexos: la teología política, que funda en el Dios único la trascendencia del poder soberano, y la teología económica, que la sustituye con la idea de una oikonomia, concebida como un orden inmanen- te […] tanto en la vida divina como en la humana. Del primero proceden la filosofía política y la teoría moderna de la soberanía;; del segundo, la biopolítica moderna hasta el triunfo actual de la economía y del gobierno sobre cualquier otro aspecto de la vida 17 Giorgio Agamben. El reino y la gloria. Para una genealogía teológica de la economía y del gobierno. Valencia: Pre-Textos, 2008. Página 33.
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social»18. Esta tesis, a su vez, amplifica la conocida sentencia que Schmitt pronuncia en 1922: «todos los conceptos decisivos de la doctrina moderna del Estado son conceptos teológicos secularizados»19. En un gesto lustroso, Agamben no sólo rescata las diferencias entre la singular secularización observada por Schmitt y el sentido más convencional atribuido a esta noción por Weber, sino que además añade –con su interpretación de la signatura de oikonomia– que la secularización de la economía no apunta tanto a su íntima relación con la teología como a la retroacción de la primera sobre la segunda;; es decir, al hecho de que la teología ha sido desde siempre económica, y económicas también sus concepciones del ser viviente, de la historia y del orden del mundo. 6 En su curso de 1977 y 1978 en el Collège de France, Michel Foucault menciona y plantea por primera vez la noción de gubernamentalidad, que en primer lugar abarcaría «el conjunto constituido por las institucio- nes, los procedimientos, análisis y reflexiones, los 18 Ibid. Página 17. 19 Carl Schmitt, «Teología política» en Carl Schmitt, teólogo de la política. Héctor Orestes Aguilar (compilador). México DF: Fondo de Cultura Económica, 2001. Página 43.
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cálculos y las tácticas que permiten ejercer esa forma bien específica aunque muy compleja de poder, que tiene por blanco principal la población, por forma mayor de saber la economía política y por instrumento técnico esencial los dispositivos de seguridad»20. En segundo lugar, esta noción implica un predominio paulatino en Occidente –a partir del siglo XVI, ya consolidado en el XVIII– de la forma de poder que llamamos gobierno. Foucault constata un proceso de gubernamentalización del ejercicio del poder en las sociedades modernas que relativiza la preeminencia del poder soberano y las técnicas del poder disciplinario. A la hora de mencionar las influencias que determinan esta emergencia de la gubernamentalidad, Foucault identifica como el modelo más antiguo el poder pastoral cristiano. Si bien la metáfora del pastor y su rebaño acompaña a gran parte de las primeras civilizaciones de la Antigüedad, sólo con el Cristianismo ésta se convierte en matriz de una forma específica de gobierno entre los hombres –especialmente desde que se consagra, en el Imperio Romano– que implica una intervención permanente en la conducta cotidiana de los gobernados y en la dirección de sus vidas. Entre los rasgos esenciales de la pastoral cristiana resalta la preocupación por los vivientes, a quienes gobierna 20 Michel Foucault. Seguridad, Territorio y Población. Bue- nos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2004. Página 136.
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omnes et singulatim;; es decir, se trata de un poder a la vez totalizante e individualizador, naturaleza que comparte con las tecnologías modernas de gobierno de la población. Ahora bien, la descripción general más precisa de estas técnicas del poder pastoral –proemios de la gubernamentalidad moderna– se encuentra para Foucault en el nombre que les diera San Gregorio de Nacianceno: oikonomia psychon (economía de las almas)21 que transforma, expande y profundiza el campo de aquella administración de los habitantes como también de las cosas relativas al oikos descrita por Aristóteles. No obstante, el alcance de esta genealogía de la gubernamentalidad ha sido recientemente corregido, al menos en lo que respecta a su profundidad, por Giorgio Agamben. Al no ahondar en la dimensión histórico-teológica, la genealogía foucaultiana no sería capaz de mostrar la emergencia de un doble paradigma político en las antiguas discusiones sobre oikonomia cristiana: la división entre reino y gobierno, entre el poder soberano de Dios y la administración efectiva del mundo. Para Foucault, el continuum entre soberanía y gobierno prevalecería sin mayores alteraciones hasta los siglos XVI y XVII22, cuando las cuestiones sobre el arte de gobernar y la ratio status se co- mienzan a plantear con fuerza;; este continuum habría 21 Ibid. Páginas 222 y 223. 22 Ibid. Página 273.
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sido ya completamente desbaratado en el siglo XVIII con el afianzamiento de la economía política. Según Agamben, por el contrario, el germen de esa división está ya contenido en la oikonomia trinitaria, mediante la cual los Padres de la Iglesia gestionaron una cesura alojada en el plano mismo de la divinidad con el fin de apaciguar la amenaza politeísta: una fractura entre el ser y el actuar, entre la sustancia y la praxis, entre el Padre y el Hijo;; en definitiva, entre Dios y su gobierno del mundo. La escisión en el ser entre orden trascendente y orden inmanente habría sido enfrentada dentro del sistema de la teología cristiana a través de la noción de Providencia, o sea que la acción providencial de Dios sobre el mundo sería una máquina rearticuladora del gubernatio dei. La modernidad hereda esta suerte de paradigma epistemológico para el gobierno: mediante «la distinción entre poder legislativo o soberano y poder ejecutivo o de gobierno, el Estado moderno asume sobre sí la doble estructura de la máquina gubernamental». Así también mantiene el objetivo de la máquina en su conjunto: «la oikonomia, es decir el gobierno de los hombres y de las cosas»23. Y en esa misma línea, para Agamben, el surgimiento de la economía política a partir de Adam Smith no sería más que una racionalización social de la oikonomia providencial. 23 Agamben. El reino y la gloria. Páginas 158 y 159.
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7 Lo cierto es que la oikonomia nunca ha dejado de ser un paradigma de gestión de los bienes. No es sólo un gobierno de la familia –sea la del oikos, de la gran familia de la Iglesia Cristiana o de la República–, sino también un management de sus bienes. Así por ejemplo Clemente de Alejandría, uno de los primeros Padres de la Iglesia que fusiona el paradigma económico-gestor y el providencial, mostrando con ello su reciprocidad esencial, escribe de este modo contra quienes veían en la Providencia un aspecto naturalista o involuntario: «Dios no es bueno involuntariamente, a la manera en que el fuego está dotado del poder de calentar: voluntaria es en él la distribución de los bienes […]. No hace el bien por necesidad, sino que dispensa sus benefi- cios según una libre elección»24. La imagen de Dios como dispensador de los bienes del mundo está reformulada también en la polémica de Agustín de Hipona con el Maniqueísmo, donde éste sostiene que Dios es el Summun Bonum, inmutable y esencialmente eterno, y todos los bienes naturales provienen de él aunque no tengan su misma naturaleza y por lo tanto sean corruptibles. De esta forma, «toda naturaleza, en sí misma considerada, 24 Ibid. Citado en página 63.
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es siempre un bien: no puede provenir más que del supremo y verdadero Dios, porque todos los bienes, los que por su excelencia se aproximan al sumo Bien y los que por su simplicidad se alejan de él, todos tienen su principio en el Bien supremo» 25 . Mediante argumentos similares los teólogos cristianos posteriores tratarían de hacer coincidir eso que para los antiguos griegos era el bien común de la polis con los bienes del oikos, el bien supremo con el orden inmanente de las criaturas o siervos de Dios que gozan de los bienes dispensados en el mundo. Ese doble registro del bien se manifiesta con claridad en la Summa Theologiae de Tomás de Aquino, cuando a propósito de la cuestión del fin del gobierno del mundo y su exterioridad o interioridad a éste señala que «ciertamente es fin del universo algo que está en él, esto es, el orden del universo mismo. Pero semejante bien no es fin último, sino fin ordenado a otro bien extrínseco como fin último»26. Para Tomás de Aquino el bien extrínseco se presenta como orden del universo mismo por derivación;; a la manera del motor inmóvil aristotélico todas las cosas del universo son atraídas al bien y, con ello, 25 San Agustín, «De la naturaleza del bien» en Obras de San Agustín III. Madrid: Editorial Católica, 1947. Páginas 773 a 774. 26 Tomás de Aquino. Suma de Teología I. Madrid: BAC, 2001. C 103 a página.3.
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se disponen en un cierto orden. El desarrollo del concepto de orden se convierte en un elemento epistemológico fundamental para el pensamiento medieval y su poder pastoral, constituyéndose no como una sustancia sino como una noción relacional que puede calibrar trascendencia e inmanencia, soberanía y gobierno del mundo27. Lo cierto es que esta fuerte atadura entre metafísica, moral y oikonomia para la concepción de los bienes durante el Medioevo –que los supeditaba a un bien común teleológico– se manifestó en las conocidas aprehensiones escolásticas contra la usura, los monopolios y ciertas actividades comerciales que se vieron atenuadas entre los siglos XII y XIV. Sin duda la relectura de Aristóteles por parte de Averroes y Tomás de Aquino contribuyó a cambiar esta condición, hasta que el teólogo Martín de Azpilicueta desarrolló en 1556 la primera teoría cuantitativa del dinero en su Tratado resolutorio de cambios. Por entonces la oikonomia ya estaba inserta en el mercantilismo, y con ello los teólogos cristianos son relevados de la reflexión sobre los bienes por los fundadores de la nueva ciencia económica.
27 Agamben. El reino y la gloria. Página 99 y siguientes.
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8 Suele indicarse que el hito fundacional de la economía política es la publicación en 1776 de An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, de Adam Smith. Paradójicamente aquí la noción de bien resulta casi marginal. Los bienes son concebidos de facto como resultados de la producción del trabajo humano y, al mismo tiempo, como objetos de interés individual que están destinados naturalmente a su intercambio en el mercado mediante el dinero. Para Smith el buen gobierno es el que permite este intercambio y con ello difunde una abundancia general de los bienes en el mercado, suerte de fondo común de los bienes donde cada cual puede obtener lo que necesita o, mejor dicho, lo que es de su interés. Pero esta convergencia entre bienes e interés no podría ser apreciada sin las reflexiones anteriores de David Hume en A Treatise of Human Nature, de 1735, donde se propone que los seres humanos son poseedores de al menos tres tipos de bienes diferentes: «la satisfacción interna de nuestra mente, la buena disposición externa de nuestro cuerpo y el disfrute de las posesiones adquiridas por nuestra laboriosidad y fortuna». No obstante, si la ventaja principal de la constitución de la sociedad es 180
el fomento de estos últimos bienes, «la inestabilidad de su posesión», el riesgo de que éstos sean violentados o usurpados y «su escasez constituyen el principal impedimento de esta [ventaja]»28. Para Hume, tales contrariedades son imposibles de solucionar con un recurso a la idea de justicia ni a su consideración como principio natural capaz de inspirar en los individuos el respeto mutuo;; la única salida sería un artificio: una convención en la que todos los miembros de la sociedad participen, que asegure la estabilidad de la posesión de los bienes y su goce en paz. Pero este artificio funciona no en virtud de una promesa, sino «en un sentimiento general de interés común»;; es decir que cada uno deja gozar a otros de sus bienes sólo si esto redunda en su propio interés, al reportarle un beneficio similar29. La instalación discursiva de este sujeto de interés a comienzos del siglo XVIII es entonces clave para la nueva gubernamentalidad liberal, que encuentra su formulación más conocida en la mano invisible que promueve el interés público como el fin de las actividades económicas individuales, que inicialmente no lo consideraban. Consecuentemente, «al perseguir su propio interés, [el sujeto económico] promueve el de la sociedad 28 David Hume. Tratado de la naturaleza humana. Madrid: Tecnos, 1998. Página 656. 29 Ibid. Páginas 658 y 659.
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de una manera más efectiva que si esto entrara en sus designios»30. Mediante esta reformulación del cariz teológico y moralista del bien público o bien común medieval se constituye el modelo de sujeto para un nuevo arte de gobernar: ya no una criatura o un siervo que disfruta de los bienes dispensados por Dios, sino un homo oeconomicus, un «átomo irremplazable e irreductible de interés»31. 9 Los defensores de la tesis robusta sobre el conflicto de las universidades se empeñan en señalar que la nueva condición de la educación superior torna ambigua la diferencia entre lo público y lo privado. Quieren demostrar que en la modernidad tal oposición ha tendido hacia un vértice estatal, es decir que se puede distinguir entre lo público y lo privado a partir del vínculo o exterioridad de los bienes respecto al Estado. En oposición a esto, sostienen que una universidad estatal tiene derecho a financiación por parte del Estado sólo en base a su producción de bienes públicos, mas 30 Adam Smith. Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones. México, DF: Fondo de Cultura Económica, 1982. Página 402. 31 Michel Foucault. El nacimiento de la biopolítica. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2008. Página 331.
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no por la razón misma de ser estatal;; así, abogan por el abandono de una definición de lo público y lo privado que identifica al primero con el Estado, pe- ro sin cuestionar finalmente las relaciones de poder que actúan en esa distinción. Lo cierto es que ese par conceptual que Norberto Bobbio llama la «gran dicotomía»32 se incuba en la tradición misma del pensamiento occidental;; al menos aparece en una de las primeras menciones a la diferencia establecida entre Quod ad statum rei romanae spectat y Quod ad singulorum utilitatem (Lo que concierne al Estado romano y Lo que se refiere a la utilidad del individuo). Del Imperio Romano se hereda también la primacía de lo público sobre lo privado, al menos en los términos de la clásica formulación de Cicerón res publica res populi, donde populus es el objeto y a la vez el sujeto de la gestión pública, definido por el derecho común (consensus juris) y la utilidad común (communio utilitatis), las cuales «contrastarán con la res privata, situada in commercio e in patrimonio, y relacionadas con un poder diferente, el pater familias ubicado en el ámbito cerrado, replegado sobre sí mismo en el domus, la casa»33. Sin embargo, 32 Norberto Bobbio. Estado, gobierno y sociedad. Por una teoría general de la política. México DF: Fondo de Cultura Económica, 1989, Páginas 11 a 38. 33 Nora Rabotnikof, «El espacio público: caracterizaciones teóricas y expectativas políticas» en Fernando Quesada (editor). Filosofía política I. Ideas políticas y movimientos sociales.
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en el Medioevo resulta ya difícil encontrar con claridad las categorías jurídicas romanas de lo público y lo privado, que quedan entregadas más bien a la ambigüedad e incluso a la comprensión homogénea. Señala Bobbio que con el surgimiento del Estado moderno sobreviene una multiplicación de aquella dicotomía entre lo público y lo privado, ahora en forma de esfera pública y esfera privada, sociedad política y sociedad económica, citoyen y bourgeois, entre otras. En esta multiplicación se lleva a cabo de modo constante el despliegue de dos procesos que se acompañan, se tensionan e incluso se compenetran: la «publicitación de lo privado» y la «privatización de lo público»34. El primero se refiere al sometimiento de los intereses individuales al interés colectivo que representa el Estado;; en otras palabras, una subordinación de la sociedad civil al Estado, cual epifanía hegeliana. El segundo proceso trata de cómo se consuman los intereses privados mediante una proliferación de relaciones contractuales en las esferas más influyentes del Estado, en su constitución interna y política, de manera que el aparato público se orienta a los objetivos particulares. El Estado entonces se presenta como pivote o palenque del desenvolvimiento de ambos procesos. De hecho, Madrid: Trotta, CSIC, 1997. Páginas 136 y 137. 34 Bobbio. Estado, gobierno y sociedad. Páginas 30 y 32.
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fue ese el objeto de delirio del pensamiento político durante el siglo XX, y tanto la derecha más recalcitrante como la izquierda más ortodoxa convirtieron al Estado en el chivo expiatorio de su acción. Sin embargo, como bien ha demostrado Foucault, las relaciones de poder son administradas en la sociedad a través de una gubernamentalidad en la cual el Estado es sólo un apéndice. Por lo tanto no hay un centro gravitacional del Estado en ninguna dicotomía entre lo público y lo privado, «porque son las tácticas de gobierno las que permiten definir en todo momento lo que debe y no debe estar en la órbita del Estado, lo que es público y lo que es privado, lo que es estatal y lo que no lo es. Por lo tanto, el Estado en su supervivencia y el Estado en sus límites sólo deben comprenderse sobre la base de las tácticas generales de la gubernamentalidad»35. 10 En el derecho romano res publica y res privata no constituían las únicas dimensiones de los bienes (bona). Importante resultaba también en tal sentido la res nullis, noción que abarcaba a aquellas cosas o criaturas vivas no domesticadas que podían ser tomadas en posesión (occupatio) porque a nadie 35 Foucault. Seguridad, territorio y población. Página 137.
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pertenecían, porque eran encontradas en estado natural o porque formaban parte de un botín obteni- do en guerra. Asimismo existían nociones de bien que limitaban la institución de la propiedad privada, como la res extra nostrum patrimonium y la res communes. De tal modo, bona eran principalmente aquellas cosas susceptibles de una apropiación o titularidad patrimonial privada. Esa diferencia implícita entre la possessio y la proprietas romana siglos después sería fundamental en el proyecto utópico de Proudhon, elaborado en 1840 en su clásico Qu’est-ce que la propriété?, sugerentemente subtitulado Recherche sur le principe du Droit et du Gouvernement. Este libro lanza una crítica destructiva a los fundamentos del gobierno liberal, no sólo cuando parte afirmando que «la propiedad es un robo», sino sobre todo cuando demuestra que incrustado ya en la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano está el contrasentido de afirmar como absolutos los derechos de libertad, igualdad y seguridad mientras se le otorga el mismo estatus al derecho de propiedad, «pues es evidente que si los bienes de propiedad particular fuesen bienes sociales, las condiciones serían iguales para todos y supondría una contradicción decir: la propiedad es el derecho que tiene el hombre de disponer de la manera más absoluta de unos bienes que son sociales». De eso se concluye que «si 186
la propiedad es un derecho natural, este derecho natural no es social, sino antisocial»36. A pesar de estos razonamientos, la propiedad y los bienes privados se habían convertido en el principio intocable del gobierno desde mucho antes, a tal punto que ya Rousseau reconocía, preocupado por el problema de la recaudación de fondos públicos, la existencia de una alternativa amarga: «entre dejar que el Estado perezca o tocar el sagrado derecho de propiedad consiste la dificultad de una justa y sabia economía»37. Durante el siglo XX esta disyuntiva se intentaría resolver probando de diversos modos ambos extremos. Reconociendo ese límite sagrado y tal vez a disgusto, el filósofo de la soberanía del pueblo no podía ir más allá de eso que John Locke fijara por primera vez en el horizonte de la gubernamentalidad: la preeminencia de la propiedad privada. En su Second Treatise, de 1690, Locke establece que la propiedad referida al individuo está integrada por tres elementos: su vida, su libertad y sus bienes;; es decir que naturaliza la propiedad subsumiendo en ella al propio ser viviente. Asimismo, con su hipotético modelo del estado de naturaleza, Locke dio a entender que los 36 Pierre Joseph Proudhon. ¿Qué es la propiedad? Investigaciones sobre el principio del derecho y el gobierno. Buenos Aires: Libros de Anarres, 2005. Página 51. 37 Rousseau. Discurso sobre la Economía política. Página 37.
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bienes comunes son un oxímoron, pues Dios habría entregado a los hombres un mundo en común para que sacaran beneficio de él y éstos, mediante el trabajo, adquirieron su derecho de propiedad sobre lo que antes les era común38. En ese marco, «el poder político es el derecho de dictar leyes bajo pena de muerte y, en consecuencia, de dictar también otras bajo penas menos graves a fin de regular y preservar la propiedad, así como de ampliar la fuerza de la comunidad en la ejecución de dichas leyes y en la defensa del Estado frente a injurias extranjeras. Y todo ello con la única intención de lograr el bien público»39. De esta forma, supeditando la dimensión jurídica a la económica, para Locke –tal vez sea esta su mayor influencia en las tecnologías del gobierno liberal– el bien público encuentra su confín en los bienes privados;; más aun, el bien público no es otra cosa que el conjunto de técnicas y tácticas desplegadas por el poder político para resguardar y conservar los bienes privados. Esos últimos son, a su vez, el fundamento del derecho público que limita el poder soberano y pone el marco para la acción del gobierno.
38 John Locke. Segundo tratado sobre el gobierno civil. Madrid: Alianza, 1990. Página 61. 39 Ibid. Página 61.
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11 Si los acólitos de la tesis robusta no cuestionan las estrategias de poder que transforman las dimensiones de lo público y lo privado, tampoco lo hacen en su constatación de la preponderancia de lo que ellos llaman «mercados autorregulados», cuya diferencia con los mercados de hace tres siglos, nos dicen, no es más que su escala global40. Eso requiere más de una revisión. El siglo XVIII está marcado por el surgimiento de la economía política, que inserta un nuevo principio de racionalidad y cálculo gubernamental que ya no se basa en el derecho del soberano ni en las leyes morales o divinas, sino en el liberalismo, que apela a la naturaleza de las cosas que se gobiernan y a no gobernarlas demasiado: es el famoso laissez-faire. El mercado se investirá ahora como nuevo lugar de veridicción –en términos foucaultianos– y con ello va a reconocerse «la necesidad de dejarlo actuar con la menor cantidad posible de intervenciones para que, justamente, pueda formular su verdad y proponerla como regla y norma de la práctica gubernamental»41. En este sentido se puede leer la mano invisible de Smith y 40 Brunner y Peña. El conflicto de las universidades. Páginas 40 y 41. 41 Foucault. Seguridad, Territorio y Población. Página 46.
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su transformación de los intereses individuales en intereses públicos, como también los mecanismos naturales que forman los buenos precios, defendi- dos por los fisiócratas. Estos supuestos básicos, junto a la asignación del valor mismo de los bienes, son garantizados por el gobierno del libre mercado. A esto, claro, se le suele llamar mercado autorregulado;; en otras palabras, una supuesta necesidad de respetar los mecanismos intrínsecos del mercado que por generación espontánea recala en el bien público (y por ello tanto Foucault como Agamben no dejaron de observar aquí los residuos del dogma de la Divina Providencia). Con su genealogía del (neo)liberalismo, sin embargo, Foucault ha demostrado que esta autorregulación del mercado resulta un eufemismo para nombrar la consolidación del gobierno de los intereses económicos y el hecho de que la diferencia entre el mercado global actual y el del siglo XVIII no pasa por sus extensiones, sino por la función diferente que esos mercados ocupan respecto a la soberanía. El surgimiento de la economía política significó la consolidación moderna del doble paradigma político de la soberanía y el gobierno. Este nuevo marco implica la redirección del poder soberano a los sujetos de derecho, mientras que la sociedad civil no es más que el sostén –en un gesto lockeano– del correcto gobierno del homo 190
oeconomicus. Tal emplazamiento gubernamental consiste en una administración económica de las poblaciones que abandona los procedimientos imperantes hasta el siglo XVII. A partir de esto se puede diferenciar también el liberalismo dieciochesco de la reconfiguración neoliberal del gobierno durante el siglo XX, donde la cuestión fundamental ya no es el laissez-faire del Estado hacia el mercado, para convertirse en un principio activo de formalización de la competencia, aunque también de formalización del propio Estado y su legitimidad. Los principios formales de una economía de mercado se vuelven entonces el índice de un arte general para gobernar la sociedad. En ese sentido, si la Escuela de Friburgo tuvo su oportunidad de poner en práctica dicho principio de formalización en el llamado milagro económico alemán, podríamos decir que la Escuela de Chicago tuvo la suya en el llamado milagro económico chileno. 12 Los teóricos de la economía política clásica redujeron la oikonomia de los bienes al análisis del producto del trabajo humano. Esto se aprecia con claridad en Smith cuando define la economía a partir de los 191
productos intercambiados en el mercado. También en Ricardo, para quien los bienes son tales si están dotados de utilidad y de una doble fuente de valor: su escasez y la cantidad necesaria de trabajo para su producción. Incluso Marx se decanta por relegar la problematización de la noción de bienes (Güter) en pos de la de mercancía (Ware), aunque reconoce que, como valor de uso, el cuerpo de la mercancía es un bien42. Mucho tiempo después reaparece la noción de bien en la reflexión gubernamental, justamente en la primera mitad del siglo XX, cuando la economía clásica es reformulada por la escuela keynesiana y la tradición del liberalismo es resignificada por la escuela austriaca y la escuela de Friburgo. Aquí tenemos por un lado el desarrollo de la economía de bienestar y el New Deal, que apuestan por una política fiscal fuerte y por el incremento del gasto público;; en palabras de Keynes, que apuntan a«construir una organización social que sea lo más eficiente posible sin contrariar nuestra idea de un modo de vida satisfactorio»43. Desde la otra palestra, en cambio, el neoliberalismo se opone a la intervención y expansión del Estado en forma de planificación central de la economía con 42 Karl Marx. El capital. Tomo I, Volumen I. México DF: Siglo XXI, 2005. Página 44. 43 John Maynard Keynes. «El fin del laissez-faire». Confe- rencia pronunciada en Oxford el año 1924. En http://www. eumed.net/cursecon/textos/keynes/final.htm
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vistas al objetivo vago y abstracto del bien común o el bienestar general. En 1944 Friedrich von Hayek plasma esa posición en The road to serfdom, donde sostiene que los diversos «sistemas colectivistas» (comunismo, socialismo y fascismo) coinciden en su conflicto con la autonomía individual al pretender organizar toda la sociedad en vistas a un fin unitario, pese a la imposibilidad de medir una escala de valores que comprenda a cada individuo o trazar una jerarquía de fines general, y que por eso tienden al totalitarismo44. Para desgracia del welfare state, esa visión del intervencionismo estatal acabó por imponerse en el último medio siglo, reconfigurando el capitalismo ya no como un estado de bienestar general, una sociedad de masas o una sociedad mercantil, sino como una sociedad constituida bajo la forma empresa y, de acuerdo con Foucault, con leyes y un llamado Estado de derecho que «formalizan la acción del gobierno como un prestador de reglas para un juego económico cuyos únicos participantes, y cuyos únicos agentes reales, tienen que ser los individuos o, digamos, si lo pre- fieren, las empresas»45. El gobierno pone el marco institucional para el juego económico sin intervenir en su fin;; sólo define cuáles son las condiciones 44 Friedrich von Hayek. Camino de servidumbre. Madrid: Alianza, 2007. Páginas 88 a 92. 45 Foucault. Seguridad, Territorio y Población. Página 209.
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de explotación de los recursos existentes. Los sujetos pueden ser concebidos de esta manera como unidades empresas y sus relaciones con los medios que los rodean pasan exclusivamente por el hecho de considerar que son bienes económicos a administrar. Así, como sentencia la praxeología de Ludwig von Mises, «sólo los bienes económicos constituyen el fundamento de la acción»46. 13 A la pregunta de qué es un bien pocos han respon- dido con la suspicacia del griego Jenofonte en su Oikonomikos: llamamos bienes –señala– únicamente a las cosas que nos son provechosas, que son aquellas que sabemos usar. Así, «una flauta será Bien para el que sepa tañerla con perfección, pero para el que no sepa equivale lo mismo que a una piedra despreciable, a no ser que la venda»;; aunque, a su vez, «ni los dineros son Bienes si no se sabe hacer uso de ellos»47. Esta definición considera los bienes como singularidades irreductibles, puesto que no hay una esencia de los bienes más que la derivación 46 Ludwig von Mises. La acción humana. Tratado de economía. Madrid: Unión Editorial, 1986. Página 155. 47 Jenofonte. La economía y los medios de aumentar las rentas públicas de Atenas. Madrid: Benito Cano, 1886. Páginas 7 y 8.
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contingencial de su uso;; es decir, la variación de su buen uso. En ese sentido –y nos alejamos ahora de Jenofonte–, no hay un telos en las cosas que las consagre como bienes en sí mismas, no hay un provecho más allá del que las cosas otorgan en su uso, ni una necesidad real de ellas que no responda igualmente a este último. Así pensamos que un bien no puede definirse por ningún objeto que pre- exista a la relación en que se da su uso. Por otra parte, Agamben nos ha mostrado que entre usar y profanar hay un vínculo particular, pues la res sacrae romana se refería a las cosas restringidas a fines sagrados o religiosos, y por eso separadas del resto. De este modo, si «consagrar (sacrare) era el término que designaba la salida de las cosas de la esfera del derecho humano, profanar significaba por el contrario restituirlos al libre uso de los hombres»48. Agamben nos recuerda igualmente que religio no es lo que congrega lo divino y lo humano sino lo que se encarga de mantenerlos distantes, de modo que si consideramos el capitalismo como religión (Benjamin) lo que se observa es un persistente y heterogéneo proceso de separación de objetos, lugares, actividades y cuerpos, que tiende a la generación de un Improfanable absoluto y continuo donde el uso duradero se vuelve imposible. 48 Giorgio Agamben. Profanaciones. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2005. Página 97.
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Así podemos entender el consumo de las mercancías y la sociedad del espectáculo. Y sin embargo, remata Agamben, siguen existiendo formas capaces de profanación, pues ésta no restaura un uso natural o preexistente a lo consagrado sino que lo desactiva para abrirlo a un nuevo uso49. El uso de los bienes al que nosotros nos referimos, no obstante, podría ser considerado en una dimensión muy diferente: si asumimos que los bienes no se convierten en tales más que al momento mismo en que son bien usados, el desacuerdo a propósito de ese momento nos lleva inmediatamente a la emergencia de la política, sobre todo cuando el uso de los bienes es por definición colectivo. De la misma manera, ese uso de los bienes nos remite a nuestra condición social pues, al decir de Aristóteles, es lo propio de esta condición «el sentido del bien y del mal, de lo justo y lo injusto», cuando «la participación comunitaria de estas cosas constituye la casa y la ciudad»50. Valga entonces para la composición social de los bienes como tales lo que Jacques Rancière señala sobre la justicia: «sólo comienza donde el quid es lo que los ciudadanos poseen en común y donde éstos se interesan en la manera que son repartidas las formas de ejercicio y control del ejercicio de ese poder común»51. Lo 49 Ibid. Páginas 111 y 112. 50 Aristóteles. La Política. Página 1253a 51 Jacques Rancière. El desacuerdo. Política y Filosofía. Buenos
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característico de la democracia –mejor dicho, de la política– es justamente el cuestionamiento constante de eso que se posee en común y, con ello, de los bienes sociales;; esa problematización es el conflicto sobre su uso, e implica entonces la reconfiguración de los bienes mismos. Las clasificaciones de los bienes en públicos o privados –y su asimetría– se corresponden de este modo con las tecnologías y los discursos que despliega la gubernamentalidad por su entramado económico-institucional, cuya distribución jerárquica y sistemas de legitimación, así como su mantenimiento en orden, pueden identificarse con aquello que Rancière propone llamar «policía»52, y que entra en conflicto con la política. De tal manera, los bienes existen como tales no en la competencia de intereses individuales por bienes económicos o en la divergencia de opiniones respecto al bien público, sino en el dissensus como conflicto sobre la configuración misma de los bienes, sobre las formas de su uso. Parafraseando a Rancière, este conflicto no es sino la manifestación de una parte de los que tienen parte en el uso de los bienes y, por lo tanto, en su composición misma. Ellos son expresión de la cuenta errónea de las apelaciones al bien común del poder soberano, de aquello que excede a la demostración de la igualdad del Aires: Nueva Visión, 1996. Página 17. 52 Ibid. Página 43.
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gobierno. La irrupción de aquella parte de los que no tienen parte en el fundamento de la proporción del cuerpo político soberano o en la organización de los órganos gubernamentales es, finalmente, la expresión de la política. Y si soberanía y gobierno buscan –cada uno por su lado– consagrar el bien, ya sea como estipulación del bien común o como regulación de los bienes individuales, la profanación del uso resulta insuficiente porque no se presenta más que como un movimiento casi dialéctico en el mundo de lo sagrado. Por el contrario, la irrupción de la política y su composición del bien como uso es posible «simplemente porque ningún orden social se funda en la naturaleza» y «ninguna ley divina ordena las sociedades humanas»53. Glosa En un breve texto de Jaime Guzmán y Hernán Larraín publicado en 1981, que versaba sobre la promulgación de la Ley de Universidades, aprobada ese mismo año por la dictadura militar, se estipulaba lo siguiente: «En general, todas las resoluciones de bien común requieren de una autoridad inde- pendiente que las adopte, y ello se presenta como tanto más imperioso cuanto más honda sea la 53 Ibid. Página 31.
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transformación que desea impulsarse en cualquier ámbito de la vida nacional»54. Sin duda, la alusión al bien común adoptado por una autoridad puede ser interpretada como un respaldo al ejercicio soberano del estado de excepción, tal como lo planteara Carl Schmitt, más aun si se considera la conocida afición de Guzmán por el jurista alemán. Desde esa perspectiva y sus posibles derivaciones se ha leído también el Golpe de Estado en Chile. Incluso aquellas voces que reclaman hoy el ejercicio de la soberanía popular son deudoras de este paradigma teológico- político, al no lograr comprender que la operación jugada por la dictadura apuntó más bien a aquella «honda transformación» impulsada en el «ámbito de la vida nacional» que a un despojo de la soberanía del pueblo. De hecho, la vuelta a la democracia no se tradujo ni en el retorno del poder soberano al pueblo –o a cualquier otro soberano– ni en la vuelta de la política. La «honda transformación» de la dictadura fue entonces la instalación de los principios formales de la gubernamentalidad actual. Si el movimiento estudiantil ha sido la manifestación de la política, no se debe entonces al reclamo de soberanía que ha lanzado –en cualquier caso ese reclamo es un efecto secundario de su manifestación–, sino al desplazamiento que provoca el hecho mismo 54 Jaime Guzmán y Hernán Larraín, «Debate sobre nueva le- gislación universitaria» en Realidad 22, 1981. Página 20.
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de manifestarse en contra de la administración gubernamental de los bienes, introduciendo el conflicto en el órganum de la distribución y la legitimidad del gobierno: el mercado. El cuestionamiento que los estudiantes han expresado sobre la propia condición de la educación como un bien ha remecido entonces la hechura económica del cuerpo nacional, su vital constitución. Por eso el movimiento ha sido considerado como una amenaza a erradicar por todos los medios. Sin embargo, por más que la reconfiguración de los bienes sea sopesada con el reacomodamiento del orden gubernamental, la música de su desajuste sonará de nuevo, como la de una flauta que se tañe a la perfección. Berlín, noviembre de 2011
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