¿FRAGMENTACIÓN O DIVERSIDAD? A PROPÓSITO DE DIVERSIFICACIÓN POLÍTICA Y RELIGIOSA EN CHIAPAS

May 24, 2017 | Autor: J. Escalona-Victoria | Categoría: Anthropology of Organizations, Political Economy and History, Conflict and Conflict Resolution
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¿FRAGMENTACIÓN O DIVERSIDAD? A PROPÓSITO DE DIVERSIFICACIÓN POLÍTICA Y RELIGIOSA EN CHIAPAS

José Luis Escalona Victoria1 La interpretación corporativa y esencialista del mundo indígena Un proceso de diversificación política y religiosa se ha vivido en los últimos 40 años en el Chiapas rural. Esta diversificación ha llamado la atención de los investigadores en distintos momentos del proceso, en especial la que ocurrió en el mundo rural identificado como indígena. Algunos hechos destacan en este proceso. Por ejemplo, las cifras que muestran que entre la población indígena es en donde se ha producido en mayor proporción la conversión religiosa a iglesias no católicas en todo el país en los últimos 40 años (Rivera et al. 2005); ese hecho estuvo acompañado de múltiples formas de confrontación, y en algunos municipios indígenas llevó a casos de violencia y de expulsión de población. Paralelamente, también se han formado y multiplicado los grupos y asociaciones sociales y políticas en distintos municipios indígenas, lo que ha llevado también a la publicación de distintos estudios sobre organizaciones y movimientos campesinos e indígenas (González 1989; Morquecho 1992; Harvey 1998; Tejera 1997; Escalona 2009a y 2009b), incluso en la última década del siglo pasado, un movimiento guerrillero (el del EZLN) y la amplia gama de organizaciones de apoyo que en su conjunto se les conoce como movimiento zapatista (Estrada 2007; Harvey 1998; Legorreta 1998; Stephen 2003 y 2004; Tello 2000, Van Der Haar 1997 y 2002, Viqueira y Estrada 2010). Muchos de los casos particulares de conflicto y movilización se producen por una combinación cambiante de militancias en distintas 1.

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organizaciones políticas, sociales y religiosas. Al mismo tiempo, estas diversificaciones han sido acompañadas de distintas variaciones en las actividades económicas y en las fuentes de ingreso, como la migración laboral más intensa y de más largo plazo, o la aparición de oficios y negocios previamente inexistentes en las cabeceras de los municipios indígenas, como son herrerías, talleres mecánicos, sastrerías, farmacias, clínicas de odontología, papelerías y cibercafés, hasta tiendas de celulares, de venta de copias de CD de música y películas, estudios de fotografía, entre otros. A inicios del siglo XXI, estas cabeceras municipales indígenas están lejos de ser los “pueblos vacíos” de los que hablaba la literatura antropológica en los años cincuenta del siglo pasado (Aguirre Beltrán 1981 [1953]; Vogt 1966b); tampoco la organización social, política y religiosa contemporánea en este mundo rural indígena de Chiapas podría ser abarcada con los términos usados a mediados del siglo XX, como “sistema de cargos”, “jerarquía religiosa” (Vogt 1966c), “costumbre” o “formas de gobierno indígena” (Aguirre Beltrán 1981 [1953]). Las interpretaciones acerca de los cambios y la diversificación en estos pueblos indígenas son múltiples en la literatura antropológica. Una primera perspectiva es la que argumenta que este cambio representa una amenaza para la propia sociedad indígena, sus tradiciones y su presupuesta unidad cultural. De alguna manera se trata de una literatura que destaca (o exagera) una condición de comunidad cultural e histórica previa, como una condición que es necesario defender y promover, incluso contra las interferencias de nuevas iglesias, organizaciones y nuevos partidos políticos. Al hacer un análisis de los cambios en la región de los Altos de Chiapas, por ejemplo, Evon Vogt, director del proyecto Harvard Chiapas en las tres últimas décadas del siglo pasado, analizó las actividades de un curandero, o ilol, de Zinacantán como un ejemplo concreto de la vitalidad de la cultura indígena y señaló la necesidad de prevenir la amenaza que para estas actividades (y para la cultura indígena en general) representaba la presencia del nuevo catolicismo diocesano (dirigido por el obispo Samuel Ruiz y su teología de preferencia por los pobres), las iglesias no católicas, las instituciones gubernamentales, los turistas y diversos grupos políticos (cfr. Vogt 1979 [1976] –capítulo llamado “Reacciones chauvinistas en el Zinacantán contemporáneo”– y 1982). De alguna manera, esta perspectiva coincide con aquella que ve la condición indígena como fuerza generadora de acción político-religiosa homogénea. La

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certeza de que el compartir una cultura implica esperar un posicionamiento político unitario, se transfiere también al ámbito del deber ser, llevando incluso, en un extremo, a la idea del reconocimiento legal de lo que denominan los usos y costumbres o, en otras argumentaciones culturalistas, a la llamada autonomía.2 Lo que surge es la idea de la existencia (o la necesidad) de formas intrínsecas, unitarias (o colectivas) y exclusivas de hacer política y religión en los pueblos indígenas. Se elabora así una visión que dimensiona de manera especial el carácter colectivo de lo político, subsumiendo en esta imagen (en el caso extremo) las referencias a la porosidad, la diversidad, el conflicto dentro de la misma organización y de la acción colectiva. En resumen: en esta perspectiva se destaca el carácter corporativo como un elemento propio y continuado y, en algunos casos, como pauta esencial de la participación política y la filiación religiosa en el mundo indígena. Efectivamente, hay ciertas formas de acción u organización colectiva (o corporativa) en el mundo indígena que, de muchas formas, han mostrado suficiente consistencia y duración más allá del cambio generacional y de las transformaciones en institucionales. Elementos como la jerarquía político religiosa o sistema de cargos muestran esa vitalidad del corporativismo y su centralidad en diversos aspectos de la vida política y religiosa en las poblaciones indígenas. Sin embargo, el acento puesto en estas instituciones como centro de la acción política y religiosa, con una perspectiva corporativa y esencialista, ha llevado a presentar una imagen superficial y ahistórica del colectivismo en estos pueblos; eso, además, ha tenido consecuencias en el análisis de la diversidad de trayectorias históricas de estas prácticas colectivas en estas poblaciones, de sus transformaciones y de las variadas interpretaciones y los usos que de ellas hace cada generación y cada grupo social. En la crítica de esta visión se pueden encontrar alternativas para el análisis del cambio político y religioso de largo plazo en estas poblaciones indígenas. De alguna forma, el análisis de la acción política en el mundo rural en general (y no sólo lo que pasa en el Chiapas indígena) ha partido 2.

Hay, sin embargo, otras interpretaciones de la demanda de autonomía en Chiapas, que la definen como una negociación de los pueblos acerca de los términos de la integración o de la articulación con el entorno amplio de instituciones, mercados y movimientos (y no como una defensa a ultranza de una supuesta unidad cultural o social preexistente). Cfr. Gledhill 2004. Disponible en http://jg.socialsciences.manchester.ac.uk/ESRC_Sem_ Gledhill.pdf

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de generalizaciones, construidas desde distintas perspectivas. Por ejemplo, Foster planteaba en su clásico estudio de Tzintzuntzan, que los campesinos eran en muy buena medida conservadores (Foster 1972); esta misma idea subyace a la afirmación de Womack sobre el surgimiento de la rebelión zapatista en Morelos al inicio del siglo XX: se trataba de campesinos que no querían cambiar y por eso hicieron una revolución –no obstante su rica y dinámica historia de Zapata, que muestra una compleja trama de historia agraria, electoral, política y militar implicada en el levantamiento y de la organización política y armada que fue el zapatismo– (Womack 1969). La idea de resistencia aparece como tesis clave en varios de estos textos y es parte de la historia de visiones generalizadoras que los analistas han reproducido en su aproximación a lo político en el mundo rural. Si a esto le agregamos ciertas formas corporativas de organización en el mundo indígena y su vínculo con cosmovisiones ancestrales que perviven (ocultas o de manera abierta), lo que tenemos es una visión esencializadora de la política indígena en una sola matriz. Paralelamente, la idea de que el mundo indígena (así, en singular) representa una realidad aparte de la historia (especial en su contenido, o con un contenido cultural propio formado por algo arcaico, primigenio), ha sido la base fundamental de la construcción de una visión antropológica que se ha insertado en ciertas formas de intervención política pública, de evangelización, de movilización social o incluso de reforma legal en México. Un ejemplo en este sentido es la influencia que ciertas reflexiones antropológicas tuvieron, de manera específica, en la llamada pastoral de los pobres en América Latina, y en especial en la Diócesis de San Cristóbal de Las Casas en el periodo en que fue encabezada por Samuel Ruiz (Morales 2005). Me gustaría plantear algunas cuestiones relacionadas con esta visión corporativa y esencialista (política y religiosa) sobre el mundo rural (que de alguna forma tiene que ver con otra idea: la de fragmentación) a partir de la situación concreta de la diversificación y la movilidad política y religiosa emergentes en Chiapas. Lo interesante es saber si este tipo de formas corporativas de organización a) constituyen la única dimensión de la acción político/religiosa, b) si no son también parte de las formas de mediación con las jerarquías político religiosas más amplias (y no la mejor muestra de una especificidad cultural –cfr. Pitarch 1996; Escalona 2001–); c) si, por lo tanto, no pueden también ser estudiadas como elementos cambiantes y conflictivos

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de la organización, tanto en las poblaciones indígenas como en los vínculos entre estas corporaciones y el ambiente social en el que se desenvuelven (las iglesias, las organizaciones sociales translocales, las instituciones y políticas públicas, los partidos políticos); y d) si no hay también interpretaciones y usos pragmáticos de esas acción y organización corporativas. Es decir, se trata de una vuelta al problema de la visión puramente corporativa sobre el mundo indígena y, sobre todo, si ésta es suficiente para entender las complejidades políticas emergentes. Al mismo tiempo, esta visión corporativa de lo indígena se confronta con otros argumentos, normalmente elaborados por disidentes políticos y religiosos que han experimentado la exclusión de sus pueblos (miembros de estas poblaciones que abandonan o son arrojados de ellas de distintas formas y en diferentes condiciones en cada generación). Una crítica del corporativismo desde la historia social Una perspectiva distinta que me gustaría plantear en este trabajo es aquella que confronta la idea de una unidad político-religiosa intrínseca al mundo indígena, a la vez que profundiza justamente en el análisis social de esa unidad previa desde una visión dinámica y considera además la condición cambiante de la filiación, la acción y la organización (política o religiosa). No se puede negar que en las formas de organización social en las municipalidades y localidades indígenas hay una dinámica corporativa y asociativa, como en todos los contextos de acción colectiva (indígenas y no indígenas: sindicatos, corporaciones empresariales, conventos, hermandades, entre otras). Sin embargo, dando la vuelta a esta mirada, podríamos tomar estos elementos menos como una condición indígena circunscrita a un pasado fundacional y más como un conjunto de resultados (relativamente exitosos o fallidos) de una multiplicidad de fuerzas, expresadas en discursos evangelizadores, de administración colonial, y luego modernizadores, de revolución social, combinados con ideologías nacionalistas y etnicistas, desarrollistas y racionalizadoras, liberales y socialistas, como las que han surgido en México en los dos últimos siglos. Lo que nos queda de entrada es una historia múltiple de conexiones y de intercambios, y por ello de cambios y continuidades, en los que difícilmente caben ideas esencializadoras de lo indígena, ni ideas de unicidad en la acción política. Éste

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es un planteamiento que Wolf ha propuesto desde su famosa definición de las comunidades corporadas cerradas, concepto que refería a un producto de la historia de colonización, evangelización y explotación (Wolf 2001), es decir, a productos de la historia colonial en Mesoamérica (que, sin embargo, fue convertido en la antropología en un conjunto de “pautas culturales” que alimentaban una idea esencializadora de la cultura indígena). Este mismo planteamiento aparece, como base de la historia social, en una versión más sofisticada en su famoso libro Europa y la gente sin historia, en donde propone, en una revisión global, una perspectiva de conexiones y cambios mundiales (y no de unidades culturales en contacto o, como él la llama, de “bolas de billar” –Wolf 1982–). Roseberry (1989) también nos ha propuesto analizar a los campesinos como parte de la historia social misma de formación del capitalismo, como uno de los productos del proceso de acumulación primitiva de capital, y no como un resabio del pasado precapitalista. ¿Cómo plantear estas reflexiones al respecto de la política en el Chiapas rural? Una manera de hacerlo es preguntar por el carácter contingente y contradictorio de la “unidad” política que estudiamos. Por ejemplo, Wasserstrom y Rus analizaron cómo la forma que asumió la organización del gobierno y de la vida ritual (el llamado sistema de cargos) en Chamula y Zinacantan, pueblos indígenas de Chiapas, se relaciona con cambios en las relaciones entre estos municipios y el contexto social inmediato en el siglo XIX . Se trata de cambios asociados a la expansión de la población sobre las tierras de cultivo de las tierras bajas, a donde se desplazaron muchos cultivadores a fundar nuevos pueblos o la migración de trabajadores a las fincas cafetaleras de otras regiones, con lo que surgieron nuevas fuentes de ingresos para el gasto para las fiestas religiosas (es decir, una redefinición de las formas colectivas de trabajo ritual y su financiamiento); también el retiro de la Iglesia católica del control de las parroquias (Rus y Wasserstrom 1980). La jerarquía cívico religiosa fue más el resultado de una reorganización del trabajo ritual en un momento en el que las antiguas mediaciones con la administración colonial y con la Iglesia habían sido modificadas de manera radical, resultado de la independencia y la política liberal del siglo XIX . Este mismo proceso fue estudiado por Rocío Ortiz (2003) en las historias de varios pueblos del centro de Chiapas en el siglo XIX; ella mostró la diversidad de reacomodos políticos y religiosos de estas poblaciones en el contexto de las luchas entre

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conservadores y liberales y el retiro de la Iglesia de la vida ceremonial y del control de las parroquias. Los llamados sistemas de cargos en las comunidades indígenas, estudiados largamente por la antropología de la segunda mitad del siglo XX, parecían haber adquirido su forma a partir de estas historias de conexiones e intercambios, más que ser sólo expresión de un programa cultural de largo aliento vinculado con las formas de organización, estructura social y prácticas ceremoniales de los mayas del Clásico (cfr. Cancian 1966 [1964]; Vogt 1966a; Vogt 1979 [1976]). También Rus (1994) analiza cómo la llamada “costumbre” en San Juan Chamula del siglo XX fue, en parte, una reorganización de las prácticas rituales de la economía de prestigio previa (que por experiencias históricas cercanas parecían servir al mantenimiento de las fronteras hacia el exterior), para su articulación con las formas corporativas de participación política en las instituciones y en el partido, que se formaban a mediados de ese siglo en México, por lo que acuñó el concepto Comunidad Revolucionaria Institucional. Igualmente, al analizar la historia subsiguiente muestra cómo Chamula está lejos de ser un pueblo tradicionalista que se resiste al cambio, conclusión a la que se puede llegar sólo si se considera el punto de vista de los grupos que controlaban el “sistema de cargos”, pero que contrasta con los que surgían de la diferenciación social creciente y del surgimiento de nuevos liderazgos, nuevos intereses y nuevas alianzas dentro y fuera del municipio (lo que llevaría a una historia de enfrentamientos y expulsiones de población del territorio municipal). Otros estudios nos muestran una forma alternativa de entender el carácter contingente de la organización cívico religiosa unificada, analizando prácticas relativamente novedosas, como son la participación electoral y la presencia de diversos partidos políticos. Sonnleitner y Viqueira, en publicaciones conjuntas o por separado, proponen estudiar la democracia electoral, no como un modelo de participación política “de fuera” o “externo” al mundo indígena, sino como algo que ya es parte de la vida política indígena por lo menos desde hace cuatro décadas (Sonnleitner 2001, 2012; Viqueira y Sonnleitner 2000). En resumen, la historia nos muestra el carácter contingente y cambiante de las corporaciones indígenas, sus cargos o burocracias locales y su articulación con instituciones y procedimientos más amplios. La acción y la organización colectivas (corporativas) surgen como objetos de análisis, antes

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que hechos dados. Éste es el tipo de cuestiones que apliqué a un estudio de la organización en torno al trabajo ritual en dos comunidades tojolabales del municipio de Las Margaritas, en Chiapas, que han vivido décadas de diferenciación y conflicto político religioso. Trabajo ritual y corporaciones en dos comunidades tojolabales Desde finales del siglo XX y hasta el presente he dado seguimiento a la historia contemporánea de la diversificación social, política y religiosa en dos pequeñas comunidades del municipio de Las Margaritas, en Chiapas, México. Se trata de dos localidades vecinas, dos ejidos formados entre los años treinta y cuarenta del siglo XX, de no más de 1 200 habitantes en la actualidad cada uno. Se trata de dos historias contrastantes de cambios de filiación política y religiosa que han llevado a confrontaciones y violencia entre familiares y vecinos. En el caso del ejido Veracruz se llegó a un arreglo de convivencia entre miembros de distintas organizaciones, partidos e iglesias; en el caso del ejido Saltillo, la tolerancia es restringida a ciertas organizaciones políticas, pero no se acepta la conversión religiosa ni el abandono de la “costumbre”. Los dos ejidos fueron formados con la expropiación de tierras a propiedades privadas conocidas como fincas, en una región en la que estas unidades dominaron el paisaje agrario por muchas décadas. La actual población indígena de la región, hablante de tojolabal, una lengua mayanse, es descendiente de los antiguos trabajadores de esas fincas. Todas las comunidades tojolabales actuales son resultado de la reforma agraria del siglo XX. No obstante, la organización local en estos ejidos desde su formación y hasta el presente mantiene ciertas semejanzas con la de los pueblos coloniales de las regiones vecinas, en los Altos de Chiapas al norte y las montañas de Guatemala al sur. Por un lado, en las localidades existe un conjunto de cargos o puestos para la celebración de diversos rituales a lo largo del calendario festivo anual, además de otras relacionadas con eventos no fijos en el calendario. Este conjunto de actividades rituales, o trabajo ritual, implica colaboración de los habitantes de las localidades, ya sea en trabajo, en especie o en dinero. Algunas de esas actividades están organizadas en colaboración con varias

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otras localidades, como las romerías o peregrinaciones que se celebran a distintos puntos de la geografía sagrada regional. Así, el trabajo ritual incluye esas grandes peregrinaciones, las fiestas patronales o del santoral de cada comunidad y días especiales de celebración, como los de muertos o la Semana Santa. Además, en esas fiestas o de manera independiente se producen también otras celebraciones relacionadas con curaciones o protecciones en las casas, en la construcción de una nueva casa, en los campos de siembra, en caso de nacimiento o de muerte, en caso de enfermedad, o en acuerdos de matrimonio. Ahora incluso muchos elementos del trabajo ritual se trasladan a celebraciones como las graduaciones escolares, las visitas de funcionarios de gobierno o de las iglesias o la inauguración de obras públicas. La formación de los ejidos influyó en el desarrollo de las formas de colaboración en el trabajo ritual, en tanto que las cargas fueron distribuidas entre las familias de ejidatarios. Por ejemplo, en las peregrinaciones la participación (en representación de la comunidad) se distribuye de manera rotativa entre algunas familias de los ejidos (“cuadrillas” o grupos de cuatro familias). Igualmente, el ejido tuvo una importante influencia en la formación de cargos locales para otro tipo de trabajo cooperativo o corporativo en las localidades relacionado, no sólo con la administración de la tierra, sino con otros aspectos de la vida cotidiana. A diferencia de algunos municipios tzotziles y tzeltales del centro de Chiapas, o de los pueblos de las montañas de Guatemala, en Las Margaritas no hay una imbricación entre la organización civil y la administración municipal. La organización civil está asentada en el ejido. Junto con el agente municipal, la única instancia local de administración municipal, las autoridades ejidales participan en muchos aspectos de la organización y el mantenimiento del orden, atendiendo las disputas que se producen entre vecinos en diversos asuntos, desde daños a los huertos o sembradíos por los animales de los vecinos, la aceptación de acuerdos de matrimonio (en especial cuando involucran a jóvenes de otros poblados), hasta conflictos por acusaciones de envidia o brujería. También se les pide intervenir en la decisión sobre obras públicas o programas de gobierno, en cuanto les compete por el manejo de recursos o de tierras para la obra en cuestión. Sin embargo, para ello integran no sólo a las familias de ejidatarios (una categoría que refiere a los miembros reconocidos oficialmente del ejido o sus representantes), sino también a los “avecindados” (que viven en el

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ejido con su familia, hijos de ejidatarios en su mayoría, pero no tienen formalmente una parcela ejidal). Además, en tanto existe una parcela de escuela y otra de mujeres, el ejido (la asamblea de los ejidatarios y sus autoridades) tiene influencia en distintos aspectos de la organización de la vida escolar o de los programas públicos para las mujeres. El conjunto de cargos o puestos “de la localidad” ha surgido paulatinamente como una expresión de la organización del trabajo colectivo, religioso y civil. Pero al mismo tiempo, este conjunto de puestos es resultado de las conexiones entre este trabajo y otras jerarquías de autoridad y prestigio (de poder). Así, la presencia del sacerdote católico o de otros funcionarios de la jerarquía eclesiástica consagra distintos momentos del trabajo ritual y crea la conexión entre las dos burocracias, la local y la translocal. Igualmente, los cargos civiles son parte de la burocracia local y de la burocracia translocal, engarzadas con instancias como la Secretaría de la Reforma Agraria, las de Desarrollo o las de Salud y Educación, y diferentes partidos políticos también. Uno de los problemas de la mirada antropológica en torno a esta organización local es que en general se le considera como algo específico y contrapuesto a las grandes burocracias o instituciones “externas”. En cambio, lo que se propone en una perspectiva que se enfoca en las conexiones, es que se trata del engranaje de múltiples dinámicas burocráticas, ámbitos o engranes que se incluyen y se influyen mutuamente, aunque de manera desigual. Visto desde la localidad, y con una mirada corporativa, este conjunto de cargos y puestos y el proceso general de trabajo ritual (religioso y civil) han producido la ilusión antropológica de la existencia de un sistema propio, o de una forma de organización “interna”, que obedece a reglas y decisiones que corresponden sólo a la “comunidad” (otro componente de las representaciones sociopolíticas de lo indígena en México). En cambio, desde una perspectiva relacional e histórica, los llamados cargos son expresiones de la articulación de mediaciones y de negociaciones entre lo local y lo translocal (Escalona 2001); son parte del engranaje burocrático que inserta (de manera desigual, incoherente, negociada y de múltiples significados) las grandes visiones de las organizaciones eclesiástica, nacional, estatal, económica, con los diversos ámbitos de interpretación y operación de estas visiones, llegando hasta la vida cotidiana de cada miembro de estas organizaciones. A la ilusión habría que agregarle la idea de unidad, que es, a su vez, al parecer, un efecto del momento histórico en que se hacían los análisis y 132

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de las visiones que acompañaban a los investigadores (la visión, digamos, de comunidad como unidad corporada). No es casual que esta visión de lo indígena se haya articulado con tanta fuerza en un momento en el que se forjaba la nación como una nación mestiza, con un componente indígena que debía contener muchos aspectos míticos de la misma nación y ser además su “alteridad”. Igualmente, no sólo se trataba de crear una imagen del otro como otro corporativo, sino que se promovía en el ámbito nacional la forja de una unidad política, con un partido único y un conjunto de corporaciones como sus componentes. En resumen, la antropología tendió a analizar estas formas de organización como si fueran expresión de lo indígena, de la unidad de lo indígena y de las formas corporativas (comunitarias) de organización (como en los trabajos de Vogt ya referidos, que toman la idea de la comunidad corporada como pauta cultural, y no como un producto de la historia colonial, como en Wolf). La corporación se sostenía en una historia de continuidad en un territorio y en una administración de asuntos comunes, o se atribuía intrínsecamente a las nuevas localidades (como los tojolabales) por el hecho de ser indígenas. Por supuesto, si esta unidad burocrática local, el llamado sistema de cargos, se quiebra por la acción de múltiples fuerzas, la reacción fue un llamado a la preservación y la defensa de la tradición. En contraste, se podría postular que la corporación es un efecto burocrático, es el resultado de múltiples y cambiantes formas de intervención (religiosa y política) en estas poblaciones que insisten en generar una unidad, desde las antiguas repúblicas de indios o las visiones utópicas de comunidad de los dominicos o los jesuitas, hasta la imagen contemporánea del campesino ejidatario. Revisemos algunos aspectos de la diferenciación y el conflicto en estas localidades para completar la revisión crítica del corporativismo esencialista. Diferenciación y conflicto emergentes El surgimiento del conflicto entonces también podría ser analizado como un procesamiento local de las múltiples diferencias que se producen en la vida social, política y religiosa (en un contexto nacional en el que se transita de

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un sistema de partido único a la competencia política más amplia, a la diversidad y la libertad religiosa, con un impulso histórico de largo aliento hacia un Estado laico). En las localidades de Las Margaritas que he estudiado, se puede ver este proceso en distintos casos contrastantes. Por un lado, en el ejido Veracruz hubo un conjunto de divisiones y cambios de filiación política, que llevaron a un grupo amplio de jóvenes de los años ochenta (ahora la generación de mayor influencia política en el municipio) a cuestionarlo, a buscar tierras para sí mismos más allá de los mecanismos de herencia (o de compra disfrazada de herencia) o del matrimonio. Muchos empezaron a militar en organizaciones que prometían tierra (como la CIOAC, Lucha Campesina y, más tarde, el neozapatismo) vía ocupaciones de terrenos nacionales en el bosque tropical (terrenos nacionales en la selva lacandona), o invasiones de ranchos cercanos (los restos de las antiguas fincas). Ello los llevó a alejarse del ejido, de las autoridades ejidales, de la CNC y del PRI. Al mismo tiempo, en esa misma generación se produjo un alejamiento del trabajo ritual, que implica inversión en trabajo, tiempo y dinero, hacia la celebración de imágenes católicas y otros objetos sagrados (cuevas, manantiales, montañas). Algunos jóvenes adultos empezaron a orientar esos esfuerzos hacia otras formas de colaboración en el trabajo ritual, promovidas por líderes de otras iglesias que habían iniciado el trabajo proselitista desde los años cincuenta en la cabecera municipal (Las Margaritas, en especial los miembros de una iglesia presbiteriana) y en algunos poblados (el ejido tojolabal Plan de Ayala, por ejemplo); también estaban los que habían aprendido la palabra en estancias como trabajadores en localidades de la selva (en donde se habían formado diversos asentamientos con migrantes de distintas partes del país, algunos de ellos feligreses de iglesias no católicas) o en las fincas cafetaleras del Soconusco (como sucedió con el iniciador de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en el ejido Veracruz). Eso significaba negociar localmente los términos de la colaboración en el trabajo ritual, así como la redistribución del prestigio que el liderazgo religioso implicaba. En los años ochenta, entonces, esta diferenciación surge como una apertura a múltiples conexiones burocráticas (con organizaciones, partidos e iglesias), lo que llevó a disputas por la fuerza de trabajo ritual (religioso y civil) y por el prestigio y la autoridad a ellos asociados. En el ejido Veracruz se dieron las más serias confrontaciones en 1985, con una expulsión de conversos acusados de, además de ser priistas, por parte

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de militantes jóvenes de la CIOAC, vinculados con el PSUM, haber organizado la invasión de un predio de la antigua finca San Mateo (de donde habían salido los peones y las tierras para fundar Veracruz en los años treinta). El enfrentamiento llevó a la intervención del gobierno estatal, tanto de la policía como de autoridades de diversas secretarías. Además de la captura y el encarcelamiento de algunos líderes (de los jóvenes que estaban en contra del PRI), de la destrucción de bienes que hizo el grupo de jóvenes contra los “priistas”, de algunos golpeados de todos los bandos y de amenazas y burlas de unos hacia otros durante varios años, el conflicto desembocó finalmente, en 1992, en acuerdos de tolerancia mutua. En la actualidad, el poblado mantiene el ejido y sus cargos de colaboración en el trabajo ritual; pero también hay cinco iglesias, varios grupos pertenecientes a distintas uniones de ejidos regionales, militantes de por lo menos dos partidos (que cambian de adscripción con relativa facilidad cuando hay elecciones). Se puede decir que la pérdida de la unidad (la fragmentación) se ha producido en este pueblo de manera explícita en este periodo, de 1985 en adelante; sin embargo, eso no necesariamente ha significado un cambio lineal ni homogéneo, ni la destrucción de las formas corporativas de organización en el trabajo ritual. Uno de los acuerdos clave en este caso fue la renuncia explícita que los no-católicos firmaron a los lugares y objetos sagrados (el templo, los tambores, las flautas, las banderas, las imágenes de los santos), que ahora serían administrados por la corporación de la costumbre. Ahora cada grupo mantiene su templo, reúne a sus feligreses y hace su propia corporación para el trabajo ritual, con sus jerarquías de cargos y líderes. En cambio, una historia semejante en el ejido vecino llevó a un resultado totalmente distinto. Los jóvenes también se fueron organizando, empujados por fuerzas muy semejantes (búsqueda de tierras y otros recursos, competencia por autoridad y prestigio). Algunos de ellos incluso llegaron a involucrarse en el movimiento zapatista, mientras que otros permanecieron en organizaciones independientes que se aliaron al zapatismo sólo de manera estratégica y coyuntural. No obstante, compartían ambas organizaciones algunas estrategias: se alejaron del PRI y acordaron seguir con la costumbre y no aceptar a las nuevas iglesias. La diversificación fue entonces parcialmente orientada hacia un ámbito de la organización corporativa, permitiendo la aparición de distintas asociaciones o de grupos ligados a uniones regionales, con

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distintos proyectos y diversas formas de acción política regional. Sin embargo, no se dio la misma aceptación de la diferencia religiosa. Los conversos que a escondidas empezaron a asistir a otros templos, fuera de la localidad, fueron expulsados del poblado paulatinamente. Los primeros recibieron ayuda en otras comunidades donde ya había grupos de no católicos. Pero finalmente la intervención del gobierno llevó a una “solución” estratégica: la formación de un asentamiento anexo; es decir, la relocalización de los conversos en un área dentro del ejido, pero fuera del asentamiento original. En el ejido Saltillo se creó un anexo, llamado Chakalá, donde en diversas oleadas (entre 1991 y el presente) se han ido asentando familias de conversos a iglesias no católicas, sobre todo presbiterianas, hasta formar un asentamiento casi tan grande como el original en la actualidad. Todavía muy recientemente, en 2011, hubo una nueva asamblea en la que se lanzó una amenaza a 12 jóvenes para que dejaran de asistir al culto en otros pueblos o, si no, los expulsarían. Debido a ese conato de conflicto y por la intervención de autoridades estatales, se ha llegado a un acuerdo de tolerancia, de dejar “libre” la religión y de permitir la construcción de templos, siempre y cuando sea en terrenos particulares. Pero aún no ha aparecido ningún templo y los conversos siguen participando y colaborando en el trabajo ritual de los católicos de la costumbre. Las historias de estos dos pueblos son ejemplares en el proceso. En general, el municipio ha visto estos casos multiplicados en casi cada localidad, y poco a poco son menos las comunidades en las que no hay un templo no católico. En muchas localidades se han formado anexos, con los conversos a iglesias no católicas. Al mismo tiempo, la fractura de las organizaciones sociales en la región, en especial las campesinas, ha llevado a una competencia más acentuada entre líderes y organizaciones por recursos públicos y por los cargos en el municipio. De hecho, desde los ochenta los partidos identificados como de izquierda han tenido una influencia muy importante en el municipio. El PRD gobernó ahí durante la primera década del siglo XXI. Ahora, tras nuevas alianzas entre organizaciones, a veces entre las que otrora estuvieron confrontadas, los resultados favorecieron al partido Verde. Curiosamente, y para reflexionar sobre las conexiones entre lo local y lo traslocal, este espectro de partidos es el que ha gobernado el estado en estos mismos periodos. La cuestión es que no todas las historias de diferenciación son iguales, no todas ellas llevan a situaciones de fragmentación, ruptura o desaparición

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del corporativismo en sus formas previas. Tampoco se podría pensar en preservar una forma específica de unidad que se produjo en ciertas condiciones históricas, tanto en el ámbito local como en el contexto político más amplio. Lo que nos muestra esta historia es que la diversificación creciente tiene resultados disímiles, y en este caso llevó incluso a la formación de actores políticos con una presencia regional tan importante como para quitar al PRI del gobierno municipal (y de la diputación local y federal), o como el caso del propio EZLN. Más que fracturas o resistencias, lo que hay es una amplia gama de estrategias de reorganización, de asociación y de movilización, además de muchas formas de actualizar y renovar las anteriores corporaciones político religiosas. Cambio y continuidad. De cultura a lenguajes del poder Adicionalmente, frente a la visión corporativa y esencialista se puede destacar otra perspectiva que cuestiona la idea de rupturas o cambios radicales. Algunos investigadores argumentan que no obstante la diversificación y el conflicto que acompañó al cambio de filiaciones políticas y religiosas, hay muchas continuidades culturales escondidas en el proceso, que sólo pueden ser identificadas con un acercamiento más cuidadoso al mundo indígena contemporáneo. Por ejemplo, Fernández argumenta que a pesar del enfrentamiento, la violencia y el exilio que acompañaron al conflicto religioso en Chamula (uno de los municipios con más casos de expulsiones), entre los expulsados que ahora habitan en barrios periféricos de San Cristóbal de las Casas, las razones del distanciamiento parecen más bien dar continuidad a un sentido ontológico inscrito en la cultura indígena: el estar espantados en el mundo. Es decir, el alejamiento/exilio del pueblo (que es entendido como distanciamiento de la envidia de los vecinos, origen de malestares, enfermedades e infortunios), no significó un cambio cultural radical, sino la actualización de un elemento ontológico crítico de la cultura indígena (Fernández 1992). Pitarch, por su parte, argumenta que la conversión religiosa no necesariamente debe ser leída como una modificación de la cultura indígena, por razones digamos sociológicas, sino que puede ser entendida también como una experiencia producida desde la propia cultura indígena. Dice Pitarch

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(2004) que la conversión, en las conversaciones con los indígenas es descrita como parte de una preocupación por los cuerpos (la salud, la muerte, el alcoholismo, el trato con familiares, vecinos y amigos) y no por las almas; eso es extensión, de algún modo, de una forma histórica de largo plazo de entender la filiación a una Iglesia, así como de las formas contemporáneas de interpretar la fidelidad religiosa, tan endeble. Es decir, más que una ruptura, el cambio de religión es una experiencia o una exploración dentro de una misma cultura centrada en el cuerpo, su fabricación y su protección. Como consecuencia, el cambio de filiación no significa una ruptura cultural ni un distanciamiento de las formas de filiación político religiosa. Desde otra perspectiva, se podría pensar que las lógicas corporativas se reproducen en los nuevos grupos e iglesias, justamente porque es parte de los efectos burocráticos que son propuestos por las jerarquías burocráticas emergentes. Los modelos de las organizaciones sociales, los partidos, las iglesias, las organizaciones no gubernamentales, los programas públicos e incluso el movimiento guerrillero del EZLN producen la movilización y el manejo de recursos comunes con una serie de mecanismos que implican el agrupamiento, la afiliación conforme ciertas condiciones y categorías (indígenas, campesinos, ejidatarios, mujeres, jóvenes) y su organización en torno a jerarquías de autoridad. No obstante, también hay formas no corporativas, por ejemplo, en el discurso electoral (que pone acento en los ciudadanos como individuos con derechos políticos per se), la formación escolar profesional y el título individual, la titularidad de terrenos por la vía de Procede, por ejemplo. No se trata de una confrontación, entonces, de modelos o interpretaciones culturales “internos/externos”, “propios/ajenos”, o “tradicionales/ modernos”; por el contrario, se trata de formas de organización y acción simultáneos, que han estado presentes en estas corporaciones que llamamos pueblos indígenas, por mucho tiempo. Así, en el ejido está la visión corporativa en la administración de la tierra y sus recursos en general y, al mismo tiempo, la administración individual de las parcelas, como fuente de bienes y como patrimonio familiar. Igualmente, en el trabajo ritual está la colaboración corporativa en las celebraciones cíclicas, al mismo tiempo que la competencia individual por autoridad y prestigio, así como el uso de las formas rituales para protección contra la brujería o la envidia. De hecho, las formas corporativas y no corporativas de organización coexisten

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y se influyen mutuamente, en un ambiente en el que hay múltiples incertidumbres y amenazas. No se trata entonces sólo de un conjunto de formas repetidas, sino de ciertas fórmulas estratégicas de acción. En ese sentido, no es extraño que en el contexto de los discursos sobre democracia, desarrollo, salvación o, incluso, de autonomía o revolución que se producen entre los líderes y funcionarios más permanentes de las organizaciones o burocracias translocales de distintos ámbitos y con diversos alcances, se produzcan también otras formas de representar las exigencias de la organización, de la disputa por recursos y de la orientación de las fuerzas presentes (es decir, otros lenguajes de poder, más accesibles a la población en general). Por ejemplo, en ese contexto las relaciones con los funcionarios de menor rango son entendidas y representadas a partir de los modelos de las relaciones de amistad, de intercambio o de sacrificio que también se emplean en otros contextos de interacción cara a cara, o de robo, engaño o miedo, según se quiera explicar la experiencia. El hecho de que, por ejemplo, el nuevo gobernador de Chiapas (Manuel Velasco) visite el pueblo de Oxchuc (un pueblo tzeltal de los Altos de Chiapas) y no sólo sea vestido a la usanza de las autoridades locales, sino que sea transportado en andas por el pueblo, como se hace con autoridades locales y con imágenes sagradas, es una forma de insertar las relaciones burocráticas en lenguajes que permiten entender el contenido de poder y autoridad, además de sus riesgos. En tanto que estos lenguajes han permitido entender y actuar frente a hechos como la muerte, la mala cosecha o las viejas relaciones con el poder (incluso en sus formas más abstractas como en las figuras de “Dios” o “El gobierno”), también son aplicables a las nuevas incertidumbres generadas por la diversificación y la transformación de las burocracias, su multiplicación y su penetración en nuevos ámbitos. Un ejemplo servirá para ilustrar este punto. En un estudio que publiqué sobre los lenguajes de poder en la región tojolabal, puse el ejemplo de la imagen del Cristo de las Tres Caídas que está colgada en una capilla de una vieja finca, a la que acuden en marzo en peregrinación personas de muchas localidades de la región, incluidas muchas poblaciones tojolabales. Por un lado, se le reconoce un poder especial, curativo, de protección contra ataques y para la fertilidad de humanos, animales y plantas. Se hacen “cuadrillas” rotativas (como en el trabajo agrícola o el trabajo político –una marcha o un mitin–) para representar a la comunidad

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en la peregrinación, y se colabora con músicos y rezadores en una amplia jerarquía burocrática regional. Una persona mayor, ya fallecida, me contó hace más de diez años una historia que me hizo pensar en la forma en que esta celebración del poder del Cristo se utilizaba para entender también la lucha agraria. Según esta versión, el Cristo se apareció como hombre, predicó en los pueblos la liberación (en tiempos de las fincas y los primeros ejidos), fue golpeado por los capataces de un patrón y luego apareció como la imagen de la capilla (Escalona 2009). Recientemente, en una nueva visita, hablé con un hombre que me contó que el Cristo es curativo porque originalmente el fundador de la finca era un curandero muy bueno; pero explicó que era muy poderoso incluso ahora, pues los actuales dueños tienen muy buenos trabajos en la ciudad y uno de ellos incluso llegó a ser diputado. Así, podemos ver que los cambios y continuidades en interpretaciones y juegos de lenguaje han acompañado la historia social general con sus formas corporativas e individuales de acción y movilización, complementarias y contradictorias. Estos cambios y continuidades en los lenguajes se producen sin tampoco dar por resultado una historia lineal, ni hacia el desplazamiento de una supuesta cultura original ni hacia la resistencia a ultranza. Las nuevas relaciones emergen de manera desigual y no sin dificultades, manteniendo y actualizando formas de entender y explicar el mundo, sus contradicciones y sus incertidumbres, agregando nuevas metáforas y alegorías en el lenguaje. Historia, lenguajes y pragmaticidad Esta mirada puesta en la historia social, la contingencia y la diversidad de la organización y la formación de jerarquías burocráticas, la diversidad de lenguajes para entender y negociar el poder, también nos plantea otros retos, en especial el de la diversidad y la contradicción del llamado “movimiento social”. Me gustaría abordar este problema planteando una pregunta: ¿Por qué hablamos de fragmentación y no de diferenciación, de diversidad, de heterogeneidad o de “democracia”? Quizás una forma convencional de entender la participación política en términos de partido u organización política en una noción más amplia sea el “hecho” de la unidad, en el sentido de una unicidad de posicionamiento, una homogeneidad de intereses, o, incluso, en

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algunas formas de acción colectiva atribuidas a ciertas unidades étnicas o religiosas, en términos de cultura, de sentidos compartidos del mundo, algo casi intrínseco e inconsciente. Las ideas de “movimiento” o de “resistencia” no están exentas de estas interpretaciones. Es decir, consideramos que ciertos conjuntos de acción política (como acción colectiva dirigida a algún objetivo público) implican una forma de representación colectiva o de conciencia común. Si partimos de esta idea, la división política supone un producto de imposición casi perversa y sólo puede ser entendida como fragmentación (como cuando se rompe una pieza de cristal). Una forma alternativa de entender esta emergencia de la diversidad (dentro del mundo indígena) es reorientar el enfoque hacia las formas de pragmaticidad de la acción colectiva. Esto implica hacer un cuestionamiento de las identidades unitarias del propio movimiento, construidas por los voceros o promotores de una organización, Iglesia, secta, grupo o partido, y desplazar la atención hacia los distintos intereses y las distintas interpretaciones que hay en la acción política colectiva. De hecho, se podría plantear que antes que ser una unidad de entendimientos, de objetivos o de circunstancias lo que lleva a la acción colectiva (una especie de sujeto político o histórico en sí, constituido por una condición que determina en última instancia), esta acción es el resultado de diversas apuestas o de intereses sobre ciertos objetivos comunes, de la movilización de alianzas y liderazgos de distinto tipo, de estrategias de presión y de movilización, y de la suma de muy variadas interpretaciones de las relaciones de poder y de las formas de actuar en ese contexto (de trabajo político, en suma). Algunos ejemplos de ello están también en estudios recientes de la política en Chiapas, en aquellos que ponen atención en la mutua influencia entre, por un lado, la dinámica misma de la organización y la acción colectiva y la confrontación con las instituciones o configuraciones contingentes de poder y, por el otro lado, la dimensión múltiple de formación de intereses más inmediatos, anclados en aspiraciones a la tierra o al gobierno municipal, por ejemplo (Agudo 2008, 2009; Estrada 2007, 2012; Escalona 2008 y 2009b; Toledo 2002). Éste es el tipo de análisis que propongo realizar en la historia de la formación de la CIOAC y su participación política en el municipio de Las Margaritas, Chiapas (Escalona 2007), o los análisis hechos por varios autores en torno a la forma pragmática en que los habitantes de diversos poblados

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indígenas participaron en el zapatismo (Estrada y Viqueira 2010). Agudo nos habla, por ejemplo, de la forma en que una organización local en El Limar, de un barrio de esta población chol del norte de Chiapas, en el municipio de Tila, tomó el zapatismo y una identidad “apolítica” alternativamente como bandera para el arreglo de disputas por tierras con los vecinos (Agudo 2009). Además, está el registro que se hace no sólo de la manipulación de identidades y filiaciones políticas y religiosas, sino también de las dobles o múltiples filiaciones. En cuanto a la religión, Rus hace un análisis de la forma en que los grupos identificados como evangélicos en Chamula, estigmatizados como quebrantadores de la costumbre, se fueron convirtiendo paulatinamente en un conjunto de organizaciones y de fuerzas políticas fundamentales en la transformación de la competencia política en Chamula y en el estado de Chiapas. Se trata de entrecruzamiento del desarrollo de intereses económicos y políticos con ciertas formas de identificación política y religiosa, lo que hace que el conflicto no pueda ser sólo dimensionado como una confrontación de dos visiones o doctrinas religiosas (Rus 2009). En general, aunque la dinámica de las colectividades, las organizaciones y la acción colectiva explica muchas de las historias de la formación de las instituciones políticas (como el llamado sistema de cargos) y la división (a veces entendida como fragmentación de esas contingencias históricas), un análisis de la contingencia histórica de estas instituciones y de su agotamiento histórico nos lleva a plantearnos problemas que tienen que ver con el pragmaticidad y el desarrollo de intereses, y a luchas más concretas enlazadas con las llamadas luchas “campesinas”, “indígenas”, “agrarias” etcétera.3 ¿Fragmentación o diversidad? Más que un concepto, fragmentación es una metáfora. Recuerda la idea de una pieza de material rompible, cerámica o cristal, que se estrella en muchos pedazos. Parece entonces, trasladado al análisis, como si algo previamente existente se hubiera roto. Pero eso pasa en la historia, las “cosas” se deshacen, 3.

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Un ejemplo interesante de cómo abordar estos niveles de análisis nos lo ofrece Orin Starn, en su estudio de las rondas campesinas en el Perú.

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se rompen, y son remplazadas por otras, o por los fragmentos vueltos a colocar en combinaciones nuevas. Frente a esto que se llama fragmentación de la unidad política y religiosa en los pueblos indígenas, hay entonces varias posiciones. Algunas implican la colocación de ese objeto en una especie de museo imaginario, la ubicación de esa pieza en un lugar de protección contra el ambiente, en un intento de defenderla de cualquier posibilidad de estallamiento o fractura, de su propia fragmentación. Eso ha pasado con el mundo indígena en muchos momentos, colocado aparte, sacando a estas poblaciones de la historia social llena de fracturas y confrontaciones, de la multiplicidad de interpretaciones y de la pragmaticidad de la acción. Es el complemento lógico de la acción misma de construir una historia nacional, con un componente mítico en su supuesto origen, o una acción paralela a la de construir una narrativa histórica e identitaria a través de un museo, transfiriendo objetos del mundo social vivo a un ambiente en el que éstos no cambian y se vuelven símbolos de algo más permanente. Es quitar a las personas y los objetos del pragmatismo y la historia social (con toda la destrucción productiva que conlleva esa historia –Harvey 1990 –), con el fin de que el otro los observe, catalogue y proteja, como piezas de cristal centrales del imaginario sociopolítico (un observador que muchas veces es un descendiente de tránsfugas o exiliados de las corporaciones indígenas y no indígenas del pasado). No es extraño que la historia reciente de esas corporaciones tenga muchos elementos de la formación de un régimen de partido único, con una amplia base social conformada por agrupamientos derivados de la composición social emergente de la llamada revolución mexicana (en sindicatos de obreros, ferrocarrileros, mineros, telefonistas, maestros) o de la reordenación mítica de la nación (campesinos, indígenas). Pero más interesante resulta que los intelectuales contemporáneos sean tan receptivos a esta mitología al contemplar la diversificación política y religiosa contemporánea, en tanto participan de una disputa por la nación y el estado en su conjunto: paradójico cuando significa una apertura del debate y las opciones políticas y, al mismo tiempo, en algunos casos, una visión aún corporativa y estática del mundo indígena. Es necesario observar las configuraciones políticas, ya como instituciones establecidas, ya como organizaciones o movilizaciones, no como objetos finitos y terminados (disponibles para exhibición en museo), sino como productos contingentes de la historia social y de la acción humana. Lo que

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surge es menos una preocupación por la disolución o fragmentación política, y más un interés por la dinámica o las fuerzas de transformación política y por la emergencia, siempre renovada, de diferenciaciones. Para ello es necesario un análisis de la política que se enfoque en las diversas dimensiones de la acción colectiva, en su diversidad de intereses, interpretaciones y prácticas (de poder incluso), que muchas veces explican su capacidad de movilización y también sus fracasos, en vez de quedarnos con la visión lineal y unidireccional del discurso identitario de los movimientos mismos, de sus líderes o voceros, pues eso puede llevar a nuevas visiones corporativas, teleológicas y esencialistas de la acción, en especial en el caso de la política en el contexto indígena.

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