Fournier, P. y S. Vigliani_2007_Pintura rupestre epiclásica en la región de Tula

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Descripción

ESTUDIOS SOBRE REPRESENTACIONES RUPESTRES EN HIDALGO

Manuel Alberto Morales Damián coordinador

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE HIDALGO Patrimonio Cultural Hidalguense

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE HIDALGO Luis Gil Borja Rector Marco Antonio Alfaro Morales Secretario General Evaristo Luvián Torres Secretario General Administrativo Juan Marcial Guerrero Rosado Coordinador de la División de Extensión Adolfo Pontigo Loyola Director del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades David Lagunas Arias ¡efe del Área Académica de Historia y Antropología Enrique Rivas Panlagua Director de Ediciones y Publicaciones Abel L. Roque López Subdirector de Ediciones y Publicaciones

Este libro fue impreso con recursos del Programa de Mejor amiento del Profesorado (PROMEP) a través del apoyo al proyecto Arte Rupestre en el Estado de Hidalgo. 1a edición: 2007 © Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo Abasólo 600, Pachuca, Hidalgo, México, CP 42000 Correo electrónico: [email protected] Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra sin el consentimiento escrito de la UAEH. ISBN: 970-769-129-8

Indiice Introducción

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Manuel Alberto Morales Damián Pintura rupestre epiclásica en la región de Tula: Una aproximación desde la arqueología del paisaje . . . . 9 Patricia Fournier y Silvina Vigliani Los hñahñu en ias manifestaciones rupestres del Valle del Mezquital

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Aliñe Lara Galicia y Fernando López Aguilar En torno al estilo de las representaciones rupestres de Banzhá y Huiztli-La Mesa

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Manuel Alberto Morales Damián ;

Los petrogiifos de Xihuingo, nuevas ideas para su interpretación

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Sergio Sánchez Vázquez Curriculum Autores

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Pintura rupestre epiclásica en la región de Tula: Una aproximación desde la arqueología del paisaje Patricia Fournier y Silvina Vigliani Posgrado en Arqueología, Escuela Nacional de Antropología e Historia

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Entre los restos materiales legados del pasado, la gráfica rupestre puede considerarse como una evidencia tangible de la expresión simbólica de las sociedades pretéritas y, por tanto, servir como ventana hacia distintos dominios tanto tecnológicos como sociales e ideológicos, lo que incide en que el estudio de esta clase de imaginería se aborde desde muy diversas perspectivas. Hace más de un siglo que las representaciones parietales captaron interés en el viejo mundo y posteriormente en el resto del orbe, de manera que se sometieron a estudios para tratar de comprender su signiñcado. En una primera fase, las investigaciones partieron de la perspectiva de que el arte parietal era el resultado de concepciones mágico-religiosas, de manifestaciones del psiquismo y espiritualidad de los grupos que las produjeron, además de que corbbase en las características técnicas y estilísticas de los elementos plasmados en esos medios pétreos se definieron secuencias y marcos tanto formales como clasificatorios. A partir de mediados del siglo XX, en la descripción de la imaginería se aplicaron enfoques simbólico-estructuralistas para analizar la ritualidad de grupos prehistóricos con una organización social que se catalogó como totémica según oposiciones binarias, en particular lo masculino-femenino, adentro-afuera, luzoscuridad, principalmente; así, se planteó una ontología del arte fundamentada en la dualidad de los principios sexuales para intentar decodificar los ideogramas a manera de un lenguaje. En el marco de la Nueva Arqueología, la principal tendencia fue la aplicación de técnicas de fechamiento para datar las representaciones rupestres así como el establecimiento de taxonomías, con poco interés en los aspectos ideológicos. En el seno del posprocesualismo las vertientes son múltiples, pues incluyen a la arqueología cognitiva, la arqueología del paisaje, los enfoques hermenéuticos, fenomenológicos y de género, con un acento en los procesos de simbolización, el análisis del emplazamiento de los sitios en relación

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con su entorno e incluso con cuerpos celestes, su vinculación con la construcción de la identidad, así como la importancia de la mujer entre las sociedades productoras de representaciones rupestres. En el marco de la arqueología social y las posiciones neomarxistas, el fuerte peso que se otorga a lo económico como causal de esta clase de manifestaciones ha incidido en que lo ideológico-simbólico se haga a un lado en las interpretaciones. Por otra parte, la incorporación en los estudios de un modelo neuropsicológico, ha producido una serie de interpretaciones por demás audaces y de difícil sustentación en materia del arte rupestre, donde son protagonistas chamanes cuyas visiones y percepciones derivadas de estados alterados de consciencia se plasmaron en el arte parietal [cfr.. Bahn, 2002; Casado López, 2005; Criado, 1999; Fournier y Jiménez, 2007; Hays-Gilpin, 2000; Heizer y Bahumof, 1962; Layton, 2000; Lewis-Williams, 2002; Mimen, 1996; Pearson, 2002; Price, 2001; Ramos Muñoz et al, 1999; Renfrew y Scarre, 1998; Tilley, 1991,1999; Viramontes, 1999, 2005; Whitley, 2000]. En estas distintas vertientes y dependiendo de la región o área de estudio así como de aspectos cronoculturales relacionados con los sitios tema de investigación, para la interpretación iconográfica o simbólica de la imaginería parietal ha sido variable el uso de la analogía etnográfica e incluso el apoyo en fuentes documentales como heurísticas, conforme a enfoques históricos directos o comparativos generales [cfr. Fournier y Freeman, 1991], En el caso de México, las formas de aproximación al estudio y comprensión de la gráfica rupestre han sido variadas [cfr. Casado López y Mirambell, 2005; Murray y Valencia, 1996; Murray et al., 2003; Santos y Viñas, 2005; Viramontes y Crespo, 1999] y abarcan muchas de las antes citadas, o se restringen a la mera catalogación de elementos de diseño y al registro de los conjuntos y localidades donde su ubican. De cualquier manera, destaca el hecho de que, bajo la premisa de que independientemente de la temporalidad de las representaciones rupestres la cosmovisión de los pueblos prehispánicos, sobre todo los sedentarios, se fundamenta en parámetros arquetípicos uniformes, a menudo se procede a transpolar los probables significados de símbolos que figuran en códices y otras fuentes etnohistóricas para intentar interpretar los elementos gráficos representados, sin que necesariamente se tome en consideración la filiación biolingüística o étnica de distintos grupos de pasado y sus diferencias con aquellos para los cuales se cuenta con registros pictográficos o documentales del periodo colonial temprano. En términos generales, hasta no hace mucho tiempo el estudio de la imaginería parietal se reducía al análisis de los signos en sí mismos, aislados del contexto de ejecución y participación de las personas que las produjeron y experimentaron. Sin embargo, coincidimos con Bradley cuando hace énfasis en que "la escala más

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apropiada para estudiar el arte rupestre es el paisaje como un todo, dado que será la red más extensa de lugares la que finalmente definirá su carácter especial" [Bradley, 2002: 39]. De igual modo, Conkey [1989] sostiene que más que el contenido del arte en sí mismo, es la relación entre el arte y los contextos de su producción lo que aporta información. Precisamente con base en estos señalamientos, es que abordaremos la problemática de lo rupestre en el marco de la arqueología del paisaje en parte de los territorios del actual estado de Hidalgo, conforme a las líneas argumentativas que desarrollamos en las siguientes secciones.

Las manifestaciones rupestres en la región de Tula Gracias a los trabajos de un amplio número de investigadores [cfr. Fournier, 1993; Fournier y Bolaños, 1999; Fournier et al., 2000; Fournier y Cervantes, 1997,1998; Fournier y Chávez, 2003; Fournier et al, 1996; Hiera, 1994; López Aguilar, 1994; López Aguilar y Fournier, 1989,1991,1992; López Aguilar et al, 1988; Lorenzo, 1992-1993; Morales Damián y Valencia Pulido, 2002; Ochatoma, 1994], en años recientes se han documentado más de un centenar de localidades en las tierras del poniente del estado de Hidalgo donde en múltiples paramentos, abrigos y afloramientos rocosos hay pinturas rupestres y esporádicamente petrograbados, que se caracterizan por representaciones esquemáticas abstractas. En los emplazamientos donde se observan manifestaciones rupestres rara vez hay materiales arqueológicos muebles diagnósticos base para su fechamiento relativo, aunque no siempre se encuentran aislados de asentamientos cuya adscripción temporal se ha determinado, sea a través del análisis tipológico de materiales cerámicos, recuperados en intervenciones de superficie o bien mediante excavaciones caso para el cual llega a contarse además con dataciones de radiocarbono; en consecuencia, a veces esta clase de pinturas puede relacionarse con sitios cuyas secuencias cronoculturales se han establecido aun cuando en la región de estudio suelen ser comunes las localidades que presentan ocupaciones prolongadas o recurrentes con hiatos temporales, lo cual dificulta asociar de manera directa las manifestaciones rupestres con periodos específicos ocupacionales de las comunidades que habitaron en zonas aledañas. Respecto a la región de Tula, que se encuentra en la porción centro-oeste del estado de Hidalgo, abarca alrededor de 1000 km2 conforme a los desarrollos culturales que lograron grupos etnobiológicamente otomíes tal vez a partir del Clásico temprano y, sin duda, durante el Epiclásico desde alrededor de 600 dC [Fournier y Bolaños, 2006; Fournier y Vargas Sanders, 2002]. En esa época se constituyen una serie de unidades sociopolíticas que guardaron cierta indepen-

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dencia aun cuando estuvieron insertas en el marco global del fenómeno Coyotlatelco, propio de esta amplia área así como del valle de Toluca y la cuenca de México [Fournier, 2006]. Bajo los criterios empleados, la región que aquí nos ocupa rebasa el valle de Tula como convencionalmente se ha considerado y las zonas limítrofes ubicadas al sur de éste [cfr. Mastache 1996], de manera tal que se localiza entre los 99° 12' y 99° 30' de longitud oeste y los 19° 55' y 20° 21' de latitud norte. En términos estrictos, la región de Tula forma parte del Valle del Mezquital y está constituida por una serie de planicies y valles semiáridos o irrigados por ríos y arroyos permanentes o de temporal dentro de la cuenca alta del río Moctezuma, en la región hidrológica del río Panuco, así como lomeríos bajos y serranías cuya historia geológica se vincula con antiguas calderas volcánicas, cuyas cimas alcanzan cerca de 3000 msnm [cfr. Fournier, 2007]. Con base en reconocimientos de superficie en un área de cerca de 400 km2, hemos logrado ubicar cerca de 650 localidades con evidencias ocupacionales que cubren desde el Formativo tardío hasta el periodo independiente, predominando las que datan del Posclásico tardío (Figura la). A pesar de la abundancia relativa de representaciones rupestres en la región de Tula, su significado se presta a diversas interpretaciones y, obviamente, es problemática la asignación de una identidad étnica de los productores de esta clase de elementos de cultura material [cfr. Silver, 1979] además de que hay una amplia variabilidad en su estilo. Un análisis somero de la distribución espacial de los asentamientos en la región de Tula [cfr. Fournier, 2007; Fournier y Chávez, 2003; Hiera, 1994; Mastache, 1996] permite apreciar que predomina una ordenación de múltiples sitios con imaginería parietal en las inmediaciones de los cursos de arroyos y ríos, localizados en valles y planicies con limitado desarrollo longitudinal que están enmarcados por las elevaciones de lomas, serranías y montañas, aunque asimismo hay gráfica rupestre en frentes ubicados en cerros. • Conforme a su ubicación, esta clase de localidades son susceptibles de clasificarse a partir de criterios vinculados con la geoforma y otros rasgos geográficos específicos, que evidencian elecciones conforme a prácticas sociales destinadas a marcar lugares particulares con representaciones gráficas como parte de un proceso conducente a investir el espacio con significados: 1. Emplazamientos de visión, asociados con un cerro o montaña específico, donde se encuentran uno o más paramentos pintados con amplia cuenca visual, tanto desde el territorio como desde el sitio mismo [Martínez García, 1998:550].

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Figura 1. a. Sector centro-norte de la región de Tula donde se muestra la magnitud de las evidencias ócupacionales detectadas (procesamiento digital elaborado por Gabriel Francia), b. El valle de Chapantongo; la zona sombreada corresponde al área del asentamiento epiclásico donde las evidencias en superficie son discontinuas; los puntos al norte marcan la ubicación de algunas de las pintura rupestres (con base en el procesamiento digital elaborado por Gerardo Jiménez), c. Ubicación del abrigo con pinturas de El Tanquillo y del sector cívico-ceremonial de Los Cerritos, demarcado en blanco (a partir de la foto de satélite de Google Earth).

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2. Emplazamientos de culminación, relacionados con puntos elevados de las serranías, de manera que desde el territorio los paramentos son poco observables al quedar disimulados por las lomas y cerros, aun cuando desde el sitio hay una alta visibilidad [ibid.:551]. 3. Emplazamientos ocultos o de movimiento, vinculados con barrancos, ramblas o cañones con paredes verticales de altura moderada bajo las que a menudo corre el cauce de un río o arroyo, donde la visibilidad de las representaciones rupestres es sectorial, lineal o puntual, en el último caso cuando los paramentos con pintura son únicamente perceptibles desde las inmediaciones [ibid.: 552]. 4. Emplazamientos de paso, asociados con estrechos y puertos que fungen como zonas de comunicación entre dos territorios, de manera que la visibilidad de los sitios varía conforme a la topografía del terreno [ídem]. Al respecto, cabe enfatizar que tanto la imaginería ejecutada en los paneles como la misma ubicación de éstos, conformaron un entramado de símbolos acordes con las creencias y la concepción prevaleciente del orden cósmico como un todo [cfr. Ross, 2001:546]. Los significados particulares de las representaciones parietales pueden diferir en función de lo socialmente establecido en ámbitos referidos a la territorialidad, lo lúdico, la narratividad y la religiosidad; en el campo de la ritualidad, pueden vincularse con mitos genésicos y de renovación, númenes, ritos de paso, normas, tabúes, prácticas mánticas y de trasformación, plegarias propiciatorias y marcadores astronómicos, plasmando mensajes cuya percepción debió variar entre distintos grupos en el seno de una misma sociedad, según la posición de los individuos, su edad y su sexo [cfr. Bahn, 2002; Smith y Blundell, 2004; Turpin, 2002]. Las actividades llevadas a cabo en los emplazamientos pudieron celebrarse pública y ostentosamente conforme a la necesidad de crear o reforzar relaciones interpersonales con la participación de segmentos sociales sea por especialización o por género, de interacción al interior de una unidad social, entre varias unidades o bien para conmemorar el tránsito de una etapa a otra en la vida de un individuo o su iniciación e inserción en el mundo, según la relevancia social, económica e ideológica que se le otorgue, por ejemplo, al establecimiento de alianzas entre grupos distintos o a los ritos de paso. Por otra parte, cuando se trata de abrigos, afloramientos o paramentos visibles prácticamente para cualquiera de los integrantes de una unidad social determinada o bien relativamente ocultos pero de fácil acceso, ubicados en las proximidades de los asentamientos donde se desarrollaron actividades residen-

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cíales o de cualquier índole, si bien a menudo se interpreta que las representaciones parietales se vinculan con la ritualidad, su emplazamiento y significados podrían además relacionarse con la conformación de elementos identitarios, el fortalecimiento de nexos intra e intercomurútarios y la diferenciación respecto a otros grupos demarcando territorialidad [Quinlan y Woody, 2003]. Un aspecto adicional que hay que considerar es si la variabilidad en los elementos que se pintaron en la roca responde a diferencias temporales, en la organización social o a cambios sea en la cosmovisión o en los sistemas religiosos, si hay similitudes entre las representaciones que figuran en la imaginería parietal y otros elementos de cultura material que indiquen tradiciones difundidas y, en consecuencia, si puede establecerse que hubo un uso reiterativo de determinados símbolos en distintos medios de expresión, independientemente de que llegue a dilucidarse su significado específico.

La arqueología del paisaje En el mundo occidental, paisaje es un término predominantemente visual que denota algo separado de nosotros mismos. En cambio, en muchas sociedades tradicionales no occidentales no existe tal sentido de alienación con la tierra. Aquí se abordará una perspectiva relacional en donde la experiencia compartida del habitar-en-el-mundo es fundamental para entender el proceso de incorporación del paisaje. Los estudios de paisaje deben ser considerados no como un fin en sí mismo, sino como un medio para entender las prácticas sociales de los sujetos en su propio contexto del habitar. En otras palabras, no se trata de saber cómo los grupos del pasado percibían el paisaje, sino de aproximarnos a los mecanismos inherentes a la creación, reproducción y trasformación del estar-en-el-mundo. En este sentido, el estudio del paisaje puede constituirse en una vía para indagar los modos de socialización y legitimación social que los grupos utilizaban en un tiempo-espacio determinado. Dado que el paisaje es el "mundo tal como lo conocen quienes lo habitan" [Ingold, 2000:193], su estudio debe contemplar los contextos históricos y ontológicos en los que se construyen. El origen del paisaje como concepto es relativamente reciente en tanto que es considerado como una "construcción cultural de la sociedad europea moderna" [Knapp y Ashmore, 1999]. La definición del concepto se va gestando hacia el siglo XVII junto con la idea de contemplar y proviene del arte del paisaje o paisajismo. El observador, al situarse frente a un óleo, por ejemplo, se separaba de la imagen misma a través de la perspectiva. Esta separación entre el sujeto que

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observa y el objeto que es contemplado, implicaba en sí misma un divorcio entre cultura y naturaleza [Thomas, 2001]. De acuerdo con Julián Thomas [2001, 2004], él conocimiento que se obtiene a partir de lo que se ve es considerado como la reconstrucción o representación de una realidad externa que se produce dentro de la mente. Consecuentemente, la observación tiene el estatus de mediar entre el mundo interno y el externo y, por tanto, entre mente y materialidad. Sin embargo, esta separación entre mente y materia, naturaleza y cultura, sujeto y objeto, es una característica muy propia del dualismo ontológico y cartesiano que caracteriza, al pensamiento occidental. Es por ello que cuando tratamos con sociedades tradicionales como las precolombinas, tenemos que evitar trasladar a ellas las categorías conceptuales propias de nuestra sociedad dado que unas y otras se construyen en relación a paradigmas y a ontologías diferentes. Por ello es útil tener presente algunos aspectos básicos que definen la forma de estar-en-el-mundo. En la sociedad occidental y moderna, por ejemplo, tendemos a conceptuar nuestra posición en el mundo en términos de dos parámetros: el espacio y el tiempo. Tanto uno como otro se conciben como separados de nosotros mismos y por tanto pueden ser medidos, cuantificados y finalmente controlados. Al espacio lo representamos por medio de un mapa y le damos una orientación a través de coordenadas tridimensionales. Este tipo de representación describe ideológicamente el espacio como algo natural, universal, neutro y objetivo. De modo similar, concebimos al tiempo como algo abstracto, ordenado en segmentos iguales y separados conceptualmente del espacio. Esto implica que puede ser medido y manipulado para planificar el futuro [Shanks y Tilley, 1987; Bradley, 1991]. En sociedades tradicionales no occidentales, no existe una separación arbitraria entre el tiempo y el espacio porque ni tiempo ni espacio son abstractos, sino que están fusionados en la experiencia compartida del habitar. Heidegger [1971] propone un modelo topológico para pensar en la relación entre las personas y el paisaje como una forma de estar-en-el-mundo. Partiendo de ello, deberíamos considerar al tiempo y al espacio como conceptualizaciones sociales que resultan de la experiencia compartida y que son el medio para que ellas le den sentido. El espacio se percibe como conformado por topos o puntos [cfr. Ingold, 2000; Thomas, 2006] que, lejos de ser neutros o desprovistos de valor, existen en la medida en que son significados. Esta visión topológica se construye a partir de representaciones colectivas cuyo sentido depende del fenómeno percibido y de las asociaciones contextúales del mundo físico concreto. De igual modo, el tiempo humano es parte y resultado de la experiencia, es decir, se construye a partir de muchos momentos recurrentes, marcados por las estaciones, las migraciones, las

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mareas, los vientos, los ciclos de la luna, la salida y puesta del sol, entre otros, a los que el grupo social les da sentido. Partiendo de estas consideraciones se propone hablar de paisaje desde la perspectiva del habitar, es decir desde la experiencia compartida y desde la relacionalidad. Thomas [2001:172] sostiene que el mundo en el que nos encontramos es un horizonte de inteligibilidad, un background relacional que provee el contexto para hacer comprensible la experiencia. La condición de estar-en-el-mundo no significa entonces estar físicamente contenido dentro de una entidad mayor, sino que implica un proceso relacional de incorporación continua. En este sentido, el paisaje se constituye en el dominio familiar de nuestro habitar, y por tanto "está con nosotros, no contra nosotros. A través de la experiencia del habitar, el paisaje se convierte en parte de nosotros y nosotros en parte de él" [Ingold, 2000:191]. En el paisaje, cada componente envuelve dentro de su esencia la totalidad de sus relaciones. La perspectiva del habitar lleva implícito el enfoque relacional, el cual permite pensar en las relaciones de las personas entre sí y con el espacio, que difiere de la noción abstracta y descontextualizada que caracteriza al pensamiento occidental. A diferencia de éste, el modelo relacional no contrapone la tierra a los habitantes como extremos de un eje que separa lo animado de lo inanimado. Por el contrario, dicho enfoque sostiene que la vida no es una propiedad interna de las personas y las cosas, sino que es inmanente a las relaciones entre ellas [ibid.:l49]. Al partir de un enfoque relacional es interesante notar cómo difiere la noción de persona —y por tanto la construcción y negociación de las identidades— en las sociedades tradicionales no occidentales respecto a nuestra conceptualización. En aquéllas la noción de persona está lejos de ser concebida como la de un sujeto individualizado, conciente de sí mismo y auto-contenido como se le considera en occidente. Por el contrario, la idea de persona para las sociedades tradicionales es aquélla que se construye a partir de la totalidad de sus relaciones. De este modo, la tensión se centra no tanto en los individuos y en los objetos como constituyentes del mundo, sino en las relaciones entre ellos. Estas relaciones refieren a las que se establecen tanto entre diferentes personas, entre personas y grupos, y entre diferentes grupos, como las que se dan entre la vida y la muerte, y entre personas y objetos1 [Gillespie, 2001; Jones, 2005].

1 Respecto a la ontología otomí, por ejemplo, el cosmos se concibe como una entidad, que es a la vez sustancia y corporalidad, denominada simhoi. Según esta concepción, para los otomíes no existe una verdadera frontera entre las personas y el cosmos. El simhoi tiene una dimensión cósmica y al mismo tiempo está en cada persona, en tanto que cada persona posee parte de su sustancia [Galinier, 2005:83].

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Desde \ noción del habitar y la perspectiva relacional implícita en ella, podemos considerar al paisaje como la totalidad de las experiencias humanas compartidas del mundo físico concreto [Stanislaw Iwaniszewski, comunicación personal, 2006]. En este sentido, la experiencia diferencial del paisaje es un medio sumamente importante de socialización. La memoria, el movimiento y la rutina de la vida diaria en un paisaje crean sentidos particulares acerca de la noción de persona, del mismo modo que generan ideas determinadas acerca de cómo debe comportarse el sujeto en ciertos contextos. De este modo, las experiencias compartidas del habitar llevan consigo la negociación continua de las relaciones sociales y las identidades. Tanto el concepto de habitus de Bourdíeu como el de hi'büar de Heidegger ponen el acento en la experiencia incorporada del mundo en la que no existe el salto cartesiano entre cuerpo y mente, cultura y naturaleza [Thomas et al., 2001]. Desde esta perspectiva, es posible ver al paisaje como un proceso vivo que hace y es hecho por quienes lo habitan. En este sentido, paisaje es un concepto analítico que describe la experiencia culturalmente estructurada de habitar-en-el-mundo. Dado que el paisaje se va produciendo de manera recursiva y dinámica a través de la experiencia del habitar, debe ser considerado como algo heterogéneo e imbuido de diferentes conceptos, valores y percepciones. Asimismo, y en tanto producto de la experiencia de vivir-en-él, el paisaje está lleno de historia, leyendas, conocimientos y poder que ayudan a estructurar las actividades y a organizar las relaciones [Anschuetz et al., 2001]. En otras palabras, el paisaje no es algo neutro ni vacío de sentidos, por el contrario, refiere a una red de lugares sumamente compleja y multi-componente (multi-layered) [Bender 1993]. Esta conceptualización permite analizar el paisaje en términos históricos, políticos y fenomenológicos. Así, por ejemplo, el paisaje puede funcionar como un recurso político susceptible de ser manipulado y dirigido hacia la formación de una ideología particular. La construcción simbólica del espacio suele estar muchas veces ligada con las imágenes prototípicas del cuerpo humano, empleando a éste como modelo de representación espacial a partir del cual se estructuran las habitaciones y los asentamientos. Esto convierte al cuerpo humano en punto de referencia clave para la construcción de conceptos espaciales que organizan, ordenan y estructuran el espacio habitado, incluyendo el modelo del cosmos [Iwanizsewski 20002001]. Ahora bien, distintos rasgos del entorno (la cima de una montaña, un manantial, una roca conspicua) tienen el potencial de percibirse y convertirse en significantes. Ya sea por sus cualidades físicas o materiales como por sus semejanzas o diferencias con el cuerpo humano, presentan un aspecto que permite considerarlos como evocadores. En este sentido, se trata de un proceso relacional

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y de incorporación continua de las personas y su entorno físico-material que crea vínculos, conexiones y sensaciones duraderas y tangibles que son apropiadas y utilizadas en las relaciones con los demás. Este enlace constituye una lógica de correspondencias simbólicas que tiene la potencialidad de objetivar la estructura del tiempo-espacio en la medida en que refieren a las experiencias de varios sujetos o las describen [ídem]. Thomas [2001:173] define al paisaje como una red de lugares relacionados que gradualmente se van revelando a través de las actividades y de las interacciones cotidianas de los sujetos, a través de la cercanía y afinidad que las personas van desarrollando por los lugares, y a través de eventos, festividades, calamidades y sorpresas que marcan a otros puntos como lugares que serán recordados o incorporados en sus historias. En consecuencia, los lugares2 no son entidades vacías, es decir, no son bloques de tierra a los que se les agregó un significado simbólico, ni son 'recortes' de una totalidad. El carácter de cada lugar viene de las historias, de la estructura y de las relaciones que allí se tejen, ya que desde el contexto reiacional que entrelaza a las personas con el mundo en sus prácticas cotidianas cada lugar traza su propio sentido [Auge, 2000; Ingold, 2000]. De acuerdo con Auge [2000:58], un lugar es ''principio de sentido para aquellos que lo habitan". De este modo, la posibilidad de interpretar un lugar no sólo construye sino que reafirma las identidades de los actores sociales. La materialidad del entorno físico permite fijar los conocimientos y las identidades al hacerlos "objetivos", esto es, los externaliza y por tanto los representa y simboliza [Iwanizsewski 2000-2001]. Conocer el significado de los lugares, o más bien controlar o limitar el acceso a ese conocimiento, es una forma de manipular el paisaje como un recurso político. Estas acciones, sean coercitivas o indiferentes, utilizan el rol socializante que tiene la experiencia corporal en la formación del paisaje [Parker Pearson y Richards, 1994]. Todo orden social, conforme a lo que desarrolla Bourdieu, saca partido sistemáticamente de la disposición del cuerpo, es decir que determinada disposición corporal puede funcionar como depósito de pensamientos diferidos que se pondrán poner en marcha sólo con volver a colocar el cuerpo en una de esas disposiciones que provocan determinados estados de ánimo. En este sentido, es de destacar la importancia de la puesta en escena en las ceremonias públicas en donde no sólo se busca una buena representación, sino también hay una intención de "ordenar los pensamientos En el contexto de la arqueología del paisaje preferimos hablar de "lugar" más que de "sitio" dado que este último refiere a una dimensión actual, descriptiva y arbitraria del espacio. 2

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y sugerir los sentimientos a través de la ordenación rigurosa de las prácticas, la disposición regulada de los cuerpos y [...] la expresión corporal del afecto" [Bourdieu 1991:118]. En este sentido, por ejemplo, se ha considerado a la arquitectura como una tecnología de construcción del paisaje que, mediante dispositivos artificiales, controla e impone la pauta de percepción del entorno por parte de los individuos que la usan [Criado, 1999]. Sin embargo, no son sólo los "dispositivos artificiales" los elementos que construyen el paisaje y dirigen la percepción del entorno. Al respecto, basta recurrir a las fuentes etnohistóricas para observar la existencia de grupos cuyos rituales calendáricos y elementos cosmológicos estructuran, organizan e informan acerca de su paisaje y su historia [cfr. Iwanizsewski, 2000-2001]. Ahora bien, la posibilidad de acceder físicamente a un lugar y moverse libremente en él no implica necesariamente acceder al conocimiento particular que ahí pueda estar inmerso. Por ejemplo, el libre acceso a un lugar sin tener conocimiento de su sentido ritual equivale a tener un acceso limitado a ese lugar. Así, por ejemplo, el significado de los motivos pintados sobre una pared rocosa no será comprendido por aquellos que no pertenezcan al grupo o estrato social que los produjo. El hecho de tener que aprender el código para poder luego comprender el significado es un rasgo característico de cualquier sistema de comunicación en donde el acceso a la información es restringido [Ross y Davidson, 2006].

Prácticas sociales y ritualidad del paisaje Parte fundamental y constitutiva del habitar son las prácticas sociales o actividades, es decir cualquier operación práctica llevada a cabo por las personas como parte de su vida cotidiana. Cada actividad toma sentido a partir de su posición dentro del conjunto de tareas y por tanto existen no sólo como actividades en sí mismas sino como interactividad [Ingold, 2000]. El conjunto de prácticas sociales genera ritmos que son inherentes a la experiencia del habitar y por tanto a la conformación del paisaje. De acuerdo con Ingold [ídem], los ritmos de las actividades humanas resuenan con los ritmos de plantas y animales, con los ciclos del día y la noche, las estaciones, los vientos, la lluvia, entre otros, y confluyen en lo que el autor denomina la temporalidad del paisaje. Finalmente, es la sociedad la que ordena temporalmente los eventos a través de la recurrencia periódica de rituales, festividades y ceremonias públicas que no hacen más que separar un presente de otro. Al actuar como marcadores temporales estas actividades están tan integradas al paisaje como lo está cualquier marcador físico del espacio [Ingold, 2000:196].

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Como toda práctica social, el ritual es dinámico, se trasforma incorporando nuevas experiencias y adaptando la tradición a las condiciones actuales de existencia de los grupos. Aunque el ritual por definición es repetitivo y formalizado, reproduce la cultura al incorporar los nuevos elementos que se van generando. Así, las trasformaciones de cada momento histórico hacen de los rituales fenómenos actuales que resignifican el pasado incorporando elementos del presente. Tanto Víctor Turner como Mary Douglas sostienen que la estructura social es parte de la estructura ritual. Para Turner [1984], el ritual es una conducta formal prescrita relacionada con la creencia en seres o fuerzas místicas. Considera a las celebraciones del ritual como fases de amplios procesos sociales cuyo alcance y complejidad se relacionan proporcionalmente al tamaño y al grado de diferenciación de los grupos. En este sentido, hay rituales que se sitúan en relación a las instituciones reguladoras que corrigen las desviaciones de la conducta prescrita por la costumbre, y otro tipo de rituales previenen los conflictos, caso de los rituales periódicos y los que se celebran en función de las crisis vitales. Mary Douglas [1978] considera que el ritual constituye esencialmente una forma de comunicación, y por tanto refiere a un tipo de código restricto: generalmente está codificado, cada elemento se organiza de acuerdo con categorías previamente establecidas y sintácticamente es accesible a todos los miembros de la comunidad. No obstante, cada sector social tiene un tipo de habla lingüísticamente diferente que encierra distintos códigos restrictos. En este sentido, señala Douglas [ídem], la organización social produce simbolismos particulares. Respecto a la arqueología, Conkey [1985] ha intentado abordar el estudio de la práctica ritual desde su aspecto comunicativo. En este sentido, sostiene que la posibilidad de identificar una práctica de este tipo dependerá del contexto particular de los materiales y de sus propiedades estructurales. De este modo, la existencia tanto de sistemas formalizados y recurrentes involucrados tanto en la creación de formas materiales como de contextos formalizados y repetidos implicados en el uso de esas formas materiales, suelen ser rasgos característicos de la comunicación ritual. De acuerdo con lo anteriormente expuesto, si los paisajes son producto de las experiencias de vivir-en-él, y si parte fundamental del habitar son las prácticas sociales, entonces los rituales, en tanto prácticas sociales, son también constitutivos de aquéllos y no sólo su resultado. Esto implica que las prácticas no pueden ser explicadas como el producto de las condiciones materiales en el sentido tradicional de causa y efecto, es decir que las estructuras determinen o restrinjan ciertas prácticas. Por el contrario, debemos ver a las prácticas como estructuradas por los recursos culturales que son tanto el medio como su resultado. En este

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sentido/ los paisajes y las prácticas tienen la misma epistemología y el mismo estatus ontológico [Vigliani, 2006]. Así, si hablamos de prácticas rituales, nos referimos a acciones estereotipadas y repetitivas que representan el orden socialmente prescrito por el cual las comunidades definen, legitiman y sostienen su estar-en-el-mundo. Esto implica considerar forzosamente el aspecto comunicativo tanto en la ritualidad como en la conformación de los paisajes. Si bien los procesos de reproducción social se dan en los distintos campos de la vida cotidiana, consideramos que es en el contexto de la práctica ritual donde más se revelan los discursos relativos a la negociación y legitimación de las identidades del grupo y de las relaciones sociales [ídem]. En este sentido, y en la medida que las identidades son reproducidas a través del ritual, la gráfica rupestre se presenta como un indicador potencial de esa clase de mecanismos sociales [ídem; Quinlan y Woody, 2003]. Hay que considerar, además, que los contextos rituales son lugares de mediación en donde los elementos opuestos y complementarios (lo habitado-lo inhabitado, humano-espíritus, visible-invisible) se separan y al mismo tiempo se unen; constituyen puntos centrales en la producción de significados, en donde las fuerzas invisibles se manifiestan en el mundo visible [Mather, 2003:28-29]. Para abordar el estudio de la conducta ritual es necesario considerar las intenciones del productor, por ejemplo, de determinado pictograma o de un conjunto en donde se aglutinan varias representaciones gráficas, la imagen misma y el mensaje recibido por los observadores, ya que sólo a partir de esta visión tripartita es posible aproximarse a la gráfica rupestre, no como arte en sí mismo, sino como una relación comunicativa entre el realizador y el observador [Ross y Davidson, 2006]. Si consideramos que la práctica de pintar ciertos motivos sobre una roca en un lugar determinado tenía una intención comunicativa, cabría preguntarse entonces hacia quién estaba dirigido y, por tanto, cuál era el tipo de relación que estaba potencialmente en negociación [Quinlan y Woody, 2003]. La presencia de sitios con arte rupestre cerca o en las márgenes de asentamientos permanentes abre la posibilidad de que aquéllos pudieran ser visitados por un amplio sector de la sociedad en el curso de sus actividades cotidianas. De acuerdo con Quinlan y Woody [op. di.], la relación de la gráfica rupestre con el espacio cotidiano (especialmente sedentario) sugeriría una ritualidad más cercana a la negociación y reproducción de las relaciones sociales que a la comunicación con el mundo sobrenatural a la manera de los cazadores recolectores [ibid.:375]. En otra palabras, la cercanía o asociación de sitios con imaginería parietal a asentamientos sedentarios indicaría no sólo que podían ser fácilmente

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visitados por gran parte de la sociedad a lo largo de su rutina diaria, sino que serían lugares incorporados a la ritualidad de gran parte de la comunidad. Por el contrario, los lugares ubicados en lugares remotos o de difí :il acceso y por tanto fuera del área de movilidad cotidiana no estarían inmersos en la vida ritual de la comunidad entera [ídem]. En este sentido existe una asociación potencial entre el arte rupestre y el ritual diseñado para negociar las relaciones sociales, ya que éstos se convierten en contextos ideales para negociar diferentes modos de legitimación social y por tanto, indirectamente, diferentes identidades sociales [ibid.:377]. Ahora bien, como señalamos más arriba, el hecho de que cierto lugar que se eligiera para plasmar pinturas fuera relativamente accesible en el marco de las actividades cotidianas, no implica que el acceso al significado de las mismas haya sido compartido por toda la comunidad. El acceso a este conocimiento pudo estar restringido por el tipo de imaginería utilizado como vehículo de comunicación. Una de estas formas es la que comúnmente se define como imaginería abstracta [Quinlan y Woody 2003]. Dado que el simbolismo es muchas veces objeto de un conocimiento especial, el control de ese conocimiento puede ser una fuente potencial de poder. De este modo, la gráfica rupestre es un recurso simbólico poderoso en tanto que a través de las prácticas rituales performativas3 se constituye en una vía potencial para comunicar y sostener discursos particulares relacionados, por ejemplo, con la negociación y legitimación social. En este contexto cabría preguntarse qué ocurre cuando encontramos el mismo tipo de imaginería —y deberíamos decir también el mismo estilo de diseño— plasmada en otro tipo de soporte como es una vasija cerámica. En torno a esta temática, cabe señalar que un estilo es un aspecto de la variabilidad en la cultura material, está determinado por aspectos socioeconómicos y técnicos, es una vía para el intercambio de información por tratarse de una expresión simbólica, y es parte de los elementos identitarios y exclusivos de grupos particulares, o bien de distintos grupos que interactúan [cfr. Renfrew y Bahn, 2000]. En relación con el estudio de la gráfica rupestre, el estilo refiere a la convergencia cronológica, formal y temática en la forma en que se representan determinados elementos, de manera tal que el estilo implica no sólo la forma específica en que algo se elabora en un momento determinado sino, además, el número limitado de temas que se plasman y la manera característica en que se representan las imágenes [Moro Abadía y González Morales, 2007:115]. Los eventos performativos (de performance) intervienen activamente en el proceso social y tienden a posicionarse en lo liminal respecto a la vida cotidiana [Turner, 1992].

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Paisaje y cosmovisión otomíes Como se mencionó previamente, la región de Tula ha sido asiento del grupo biolingüístico otomí al menos desde 600 dC. En torno a las concepciones religiosas más importantes y que son identificatorias de las particularidades cosmovisionales de los otomíes conforme a las fuentes etnohistóricas, las deidades primordiales en su panteón eran el Padre Viejo (dios del fuego) también identificado como Otonteuctli (dios de los muertos) y la Madre Vieja (diosa telúrica y de la luna), ambos formando la pareja divina progenitura de la humanidad; además rendían culto al dios del agua (Muy'e), al numen del viento (Eday-Ndáhi, equivalente a Ehecatl entre los mexica) y a Yocippa, aparentemente análogo a Mixcoatl o Xipe Totee [Acuña, 1987; Carrasco, 1987; Garibay, 1996]. La luna era diosa no sólo de la tierra y del agua, sino el principio activador de los ciclos naturales y de la fertilidad misma [Acuña, 1987; Soustelle, 1993]. Según estudios etnográficos y de fuentes documentales, la diosa selenita se asocia con Khwa, el conejo representado en las manchas del astro nocturno, divinidad lunar vinculada con la fertilidad y el pulque en su acepción de Yo Khwa o Dos Conejo. La luna llena se denomina taskhwa zana, luna del gran conejo o pie podrido, nombre genérico de las divinidades ancestrales, además de que existe homofonía con kwa, el fin del ciclo lunar con el cuarto menguante, mismo que hace referencia al término y al pie de la luna, que corresponde al miembro viril o gran pie podrido, es decir taskwa [Carrasco, 1987; Galinier, 1990]. Cabe destacar que en épocas recientes la deidad lunar y telúrica de los otomíes también era conocida como "Señor del mundo" y se identificaba con la luna llena o de cuarto menguante [Galinier, 1990:531-536, 539]; la concepción otomí acerca del "pie amputado" se relaciona, asimismo, con conceptos de fertilidad lunar y telúrica al igual que con escenas de creación [Galinier, 1987:437], además de que la designación de Yo Khwa, el dios otomí del pulque [Carrasco, 1987:150], hace también referencia a hueso-pies o dos pie-conejo. Respecto a los desarrollos epiclásicos en la región de Tula, que según nuestras investigaciones abarcan de 600 a 850 d.C con base en fechamientos de radiocarbono, fueron el resultado de la reestructuración del poder en los valles centrales de Mesoamérica a raíz del colapso teotihuacano, surgiendo tradiciones homologas a las del Valle de Toluca y la cuenca de México. Para esta época, en la región de estudio hay asentamientos relativamente extensos como Tula Chico, La Mesa, El Xithi, Los Chimalli-El Águila y Chapantongo, entre otros, siendo notoria una tendencia hacia la nucleación. Resaltan las persistencias en el ámbito ritual pues hay representaciones de deidades comunes en Teotihuacan —por

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ejemplo, el dios del fuego y Tláloc—, además de que continúan pautas estilísticas arquitectónicas del Clásico, caso de variantes en el uso del talud-tablero en construcciones cívicas de élite y ceremoniales [Fournier y Bolaños, 2006]. El asentamiento epiclásico de Chapantongo, que es el mejor documentado hasta ahora en la región de Tula, se emplaza en un valle de dimensiones reducidas a menos de 25 km al noroeste de Tula. Las evidencias arqueológicas cubren cerca de 2.5 km2 y respecto a los elementos arquitectónicos se han definido mediante reconocimientos de superficie y excavaciones diez conjuntos (Figura le), dispuestos en función de nivelaciones logradas con la construcción de grandes plataformas [ídem]. Este valle está delimitado al oeste por las estribaciones de la caldera volcánica de El Hualtepec, al sur por la sierra de Macuá, al este por la sierra de Xithí y al norte por lomeríos que lo separan del valle del Alfajayucan, es decir de las planicies semiáridas del Valle del Mezquital. Una parte sustancial del asentamiento se encuentra sobre una loma baja de pendiente suave de toba volcánica con afloramientos de basalto, que limita tanto al oeste como al norte por la cañada del río El Tanquillo y al este por el arroyo El Marqués, corrientes que generan terrenos aluviales adecuados para la agricultura [Chávez, 2006; Fournier y Cervantes, 1998]. "Los Cerritos", que se ubica en la porción noreste de la loma y delimita en la sección poniente con uno de los frentes del cañón del río, corresponde al sector cívico-ceremonial donde se concentran los edificios de mayor monumentalidad que consisten en basamentos piramidales y una plaza hundida, mientras que en la porción austral del asentamiento hay zonas residenciales y agrícolas que para la sección suroeste están en las proximidades del cauce citado; cabe señalar que en ese sector hay evidencias ocupacionales tanto del Posclásico temprano como del tardío que corresponden al parecer a caseríos de limitada extensión, lo cual también ocurre hacia el septentrión del sitio epiclásico cruzando El Tanquillo y al oriente del arroyo El Marqués (Figura le). En otra parte hemos detallado las características arquitectónicas de los conjuntos residenciales [Fournier y Bolaños 2006] y aspectos particulares de las prácticas funerarias, para las que destaca en el caso de los entierros primarios la posición común de los individuos en decúbito lateral flexionado, con un claro direccionamiento del rostro de los cadáveres hacia el poniente y esporádicamente al oriente, puntos en los que se colocaban las ofrendas frente al torso o próximas al cráneo consistentes en una o más yasijas de la fase Sinana de la región de Tula [Fournier, 2007; Fournier y Bolaños, 2006; Fournier y Vargas Sanders, 2002]. Cabe además enfatizar que gracias a la extracción del ADN de los restos óseos de más de 20 individuos de ambos sexos fue posible determinar que biológicamente

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se trataba de una misma población, correspondiendo a otomíes según comparaciones con muestras de sangre de habitantes contemporáneos del norte del Valle del Mezquital [Fournier y Vargas Sanders, 2002]. Para asentamientos como el que aquí nos ocupa, hay que considerar que la disposición de los elementos edificados que modifican el entorno natural y este mismo, se relaciona estrechamente con la manera en que los integrantes de una misma comunidad y según su posición social actúan y piensan en términos cognitivos y simbólicos, al estar en el mundo, puesto que al transitar dentro, fuera y alrededor de los edificios de manera constante, cíclica o en momentos definidos, la arquitectura y el medio natural provocan un profundo impacto sobre la forma en que la persona se percibe a sí misma como miembro del grupo y posicionada en un espacio dado [cfr. Kristan Graham, 1999]. La constitución de formas organizativas sociales que permiten que los habitantes de una comunidad dada actúen bajo parámetros definidos según las normas imperantes y la cosmovisión, se manifiesta materialmente de muchas maneras. Una de éstas y de relevancia en lo que refiere al entorno construido y al apropiado, es decir al espacio social, es la disposición y orientación de las estructuras. Difícilmente quienes no comparten en lo general una cosmovisión determinada pueden tomar como referencia los mismos marcadores en el horizonte, según eventos astronómicos que sirven de guía para establecer la disposición espacial de edificios y otros emplazamientos de relevancia en un centro poblacional [cfr. Chávez, 2006] como parte de la construcción del paisaje. En el México antiguo, los astros se consideraron divinidades ancestrales y genésicas, progenituras de la humanidad [Miller y Taube, 1993]. El curso de distintos cuerpos celestes al atravesar el firmamento sirvió de fundamento para definir los hábitos de los númenes cósmicos y para que las personas entraran en contacto con ellos para buscar favores que propiciaran el resultado de las contiendas bélicas, las cosechas y otros aspectos de la vida cotidiana [cfr. Aveni, 2003:150]. Uno de los aspectos medulares de la cosmovisión de las sociedades mesoamericanas se centró en el sol, la luna y otros cuerpos celestes, lo cual se aplica al caso de los otomíes según mencionamos líneas arriba; la observación de esos cuerpos, sus aparentes movimientos periódicos y la medición del tiempo con base en conocimientos astronómicos fue de relevancia pata definir no sólo los calendarios rituales y agrícolas sino además las orientaciones de muchos de los elementos edificados y de los asentamientos en general. Así, las trazas y disposiciones son acordes con la posición de los cuerpos celestes en el horizonte en determinadas fechas, incorporándose en los sistemas ideológico-religiosos complejos y que se asocian con la apropiación del paisaje.

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Según señala Iwaniszewski [2000-2001] el horizonte observado y percibido por las sociedades que se asentaron en diversos emplazamientos desde donde podían visualizar distintos elementos prominentes en su entorno, próximos o relativamente lejanos, fue la base para el establecimiento de un lenguaje metafórico referido al paisaje como una construcción cultural, en particular en lo relativo al simbolismo de lo significativo en la astronomía y en los calendarios. A lo largo del año, varían las posiciones donde puede verse que sale el sol o se pone, o sea que cambian en la línea del horizonte y determinados rasgos observables en éste, caso de sierras, montañas o cerros, que son marcadores de las posiciones solares o lunares en días específicos que culturalmente son significativos, por ejemplo solsticios o equinoccios. El solsticio de verano así como el de invierno, que ocurren alrededor del 21 de junio y el 22 de diciembre en el hemisferio occidental, implican aspectos asociados -al igual que los equinoccios- con la duración del día según la inclinación del eje de rotación de la Tierra en relación con la eclíptica, es decir la recta normal al plano de la órbita terrestre. Tanto los solsticios como los equinoccios denotan el cambio de una estación a otra y, en el caso de los primeros, los rayos del sol caen perpendicularmente al Trópico de Cáncer en el del estío y en el invernal al de Capricornio, fechas de los días más largo del año y más corto respectivamente [Ridpath, 1998]. Las salidas y puestas continuas del sol sirven para marcar el tiempo y su posición sobre o en rasgos específicos del horizonte, permiten según las características de los sistemas cosmovisionales y cognitivos en una sociedad dada definir divisiones y subdivisiones del calendario que se asocian con prácticas sociales particulares, de manera que simbolizan el inicio y el fin de éstas, caso de los solsticios y equinoccios [Iwaniszewski, 2000-2001]. Respecto al asentamiento epiclásico de Chapantongo, un aspecto que reviste particular importancia es su coherencia organizativa espacial, dado que se han definido tres orientaciones distintas de los edificios, tanto para los visibles en superficie como para aquellos soterrados descubiertos mediante excavaciones arqueológicas. Las diferencias en sus orientaciones son mínimas, dado que oscilan entre los 22° y 25° respecto al norte magnético, de acuerdo con las investigaciones arqueoastronómicas de Stanislaw Iwaniszewski. Tomando como visuales cimas de la sierra de Xithí que constituyeron durante el Epiclásico marcadores de horizonte, es clara la importancia del solsticio de verano en el direccionamiento tanto de los edificios como de los enterramientos y, al menos en una de las estructuras, la orientación de los paramentos es de naturaleza lunar, cuerpo celeste que entre los otomíes fue el de mayor impor, $

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tancia como divinidad [cfr. Fournier y Vargas, 2002; Stanislaw Iwaniszewski, comunicación personal, 2006]. Cabe destacar que los detallados estudios de Iwaniszewski en los diferentes conjuntos arquitectónicos no arrojaron datos que permitan sustentar que hubiera orientaciones venusinas por lo que, en consecuencia, se carece de evidencias de que en el lugar y en esa época fuera de relevancia el culto a Quetzalcoatl, a diferencia de las propuestas para asentamientos del epiclásico ubicados en otras regiones mesoamericanas [Ringle et al., 1998]. En las comunidades epiclásicas de la región de Tula, los calendarios rituales debieron ser densos y si bien pudieron inscribirse en un sistema ritual que prevaleciera en las regiones donde los desarrollos sociales se vincularan con la esfera general Coyotlatelco en los valles centrales, sería factible que en cada comunidad existieran formas originales de la ritualidad así como orientaciones específicas en relación con el paisaje y la vida cotidiana de las personas pertenecientes a distintos estratos sociales. Conforme a los calendarios rituales que pudieran haberse constituido, en la celebración de festividades dedicadas a númenes particulares se habrían desplegado elementos simbólicos específicos según las advocaciones de las deidades con formas y símbolos alusivos, que otorgarían sentido a las prácticas cotidianas. En caso de cultos potencialmente comunales que en Mesoamérica suelen ser aquéllos vinculados con ciclos agrícolas, el conjunto de individuos integrantes de cada comunidad habría mantenido lazos simbólicos con dioses o diosas determinados; si se tratara de deidades de un panteón compartido por varias comunidades, entre éstas se habrían creado redes simbólicas base para la legitimación de relaciones que aglutinaran en el ámbito regional a los residentes de los distintos asentamientos Cabe destacar que a través de análisis simbólicos centrados en las prácticas funerarias, se cuenta con evidencias del culto lunar en ofrendas dedicadas a la deidad selenita. En el sector cívico-ceremonial de "Los Cerritos", que se encuentra en la zona más alta de la loma donde se emplaza Chapantongo en su porción septentrional, destaca en particular que en una plaza, donde se construyó un edificio cuya fachada muestra talud-friso con sillares finamente labrados (Figura 2a), al oriente de éste se colocó bajo los pisos de ese espacio un altar con los cráneos de doce individuos, cuatro de los cuales se asocian con pies articulados que representan la decapitación metafórica y el desmembramiento de individuos, cuyos cuerpos se encontraban en estado de descomposición dado que no existen huellas de corte. En el altar el cráneo central, único femenino, marca la posición de la luna en el solsticio de verano así como

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Figura 2. a. Basamento con fachada en el estilo de talud-friso y ubicación del Altar de los Cráneos (reconstrucción elaborada por José Calderón), b. Pintura rupestre de El Tanquillo (foto de Patricia Fournier, dibujo adaptado de Hiera 1994). c. Entierro y vasija ofrendada del tipo Clara Luz Negro Esgrafiado (foto de Patricia Fournier, dibujos de Roberto Santos).

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eclipses lunares ocurridos entre el siglo VII y el VIII dC, conforme a análisis arqueoastronómicos [cfr. Fournier y Vargas Sanders, 2002]. Empleando como base inferencial los estudios de la cosmovisión de los otomíes serranos [Galinier, 1990], los elementos y la disposición del altar refieren a taskhwa zana, la luna del gran conejo podrido, y a taskwa, el cuarto menguante selenita o del gran pie podrido. El altar fue cubierto y reabierto en cuatro momentos asociados con ciclos rituales. Destaca el hecho de que su ubicación fue marcada en la superficie al posicionar en su extremo sureste una laja y sobre ésta un pesado bloque de toba de forma circular, en un área por la cual debieron transitar las personas rutinariamente. Así, el tiempo-espacio osciló entre lo ceremonial performativo y las prácticas de la cotidianidad para los integrantes de la comunidad, al parecer de la élite, que residían en esta zona y le rendían pleitesía al numen selenita, aunque pudieron no existir restricciones para el acceso a esta plaza; lo mismo debió ocurrir con los conjuntos donde se encuentran basamentos piramidales, abiertos al común de la gente cuando se diera curso a escenificaciones rituales vinculadas o no con la luna.

Gráfica rupestre otomí En la región de estudio, las pictografías suelen ser de color blanco, rojo o esporádicamente negro y muchos de los elementos iconográficos guardan semejanzas estilísticas con los comunes entre los mexica durante el Posclásico tardío. Los motivos discernibles de naturaleza abstracta y esquemática se ejecutaron con trazos de finos a gruesos y se encuentran separados o combinados [cfr. Ochatoma, 1994], con el predominio de escenas de caza, probables contiendas bélicas y danzas, donde los antropomorfos a veces tienen marcado el miembro viril y llegan a sostener sea lanzas, macanas, atlatl, probables sonajas o escudos, además de que ocasionalmente hay representaciones teriantrópicas. Respecto a los zoomorfos, son frecuentes cérvidos tanto machos como hembras, bóvidos, tlacuaches, conejos, monos, aves, tortugas, lagartijas y serpientes ocasionalmente emplumadas; otros elementos recurrentes son los escudos o chimalli como único elemento así como, en baja proporción, basamentos piramidales, juegos de pelota y representaciones de calli. Entre los diseños complejos, hay representaciones de ceremonias como la de Xocotl Huetzi [ibid.: 113-115], ritual relacionado con los primeros frutos agrícolas cuando llegaba a su fin la estación de lluvias (Figura 3a), dedicado a Xiuhtecutli bajo la advocación de Otontecuhtli, deidad del fuego de particular relevancia en

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Figura 3. a. Pintura rupestre con la representación de la ceremonia de Xocotl Huetzi. b. Conjunto 1 de Chapantongo. c. Conjunto 2 de Chapantongo. d. Conjunto de El Tanquillo [adaptados de Hiera, 1994].

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el panteón otomí asociado con la puesta del sol.4 Cabe destacar que hay diseños que se han interpretado como representaciones del sol, la luna y el agua [ídem], así corno elementos geométricos que podrían guardar cierta relación con la greca escalonada o xicalcoHuhqui.5 En el caso particular del asentamiento epiclásico de Chapantongo, a diferencia de otras localidades coetáneas de la región de Tula para las que se carece de datos acerca de la existencia de pinturas rupestres en sus inmediaciones, las estrategias aplicadas en campo para los reconocimientos con cubrimiento total en superficie nos permitieron ubicar varios conjuntos parietales con imaginería, de manera que se cuenta con información adecuada para llevar a cabo un estudio integral del uso del espacio y, sobre todo, de la construcción social y apropiación del paisaje en Chapantongo tomando en cuenta que las lógicas simbólicas y la ritualidad son las propias de los otomíes. Tres series de pinturas se encuentran en frentes basálticos localizados a lo largo del cauce del río El Tanquillo (Figura le), zona carente de otras modificaciones culturales o de evidencias arquitectónicas. Conforme a la iconografía que se observa en algunos de los elementos de dos de los conjuntos rupestres que se encuentran al norte de "Los Cerritos" [cfr. Hiera, 1994:194-196] en la margen izquierda del río, es probable que éstos daten del Posclásico tardío, época en que la región de estudio formó parte de las provincias tributarias del estado mexica y quedó bajo su sujeción [Fournier, 2007]. Algunas de las representaciones (Figuras 3b y 3c) son semejantes a las que aparecen en el Códice de Huichapan [1992], el Mendoza [Paso y Troncoso, 1980] y en la pintura incorporada a la Relación Geográfica de Atengo de 1569 [Acuña, 1985:37-38] que refiere a esa localidad y a la de Mixquiahuala, zonas que forman parte de la región de Tula. En esta festividad equinoccial de "la caída de los frutos", de los muertos, se cortaba un tronco símbolo del nexo entre el cielo y la tierra, que se adornaba con gran gala y en su parte superior se colocaba una figura del numen a veces con forma de ave hecha de amaranto (tzoalli), misma que los hombres que danzaban en torno del palo trataban de bajar. En los bailes los movimientos serpentiformes simulaban la copulación, se trataba de Otontecuhtli u Ocotecuhtli así como de Quetzalcoatl, con el fuego que descendía del cielo y con la estrella vespertina que al desaparecer en el horizonte penetraba en la diosa de la tierra para fecundarla [Graulich, 1989]. 5 Este motivo se ha vinculado con la serpiente, presenta una base de silueta triangular en donde hay una abertura y en uno de sus lados se encuentra una diagonal escalonada que se prolonga en espiral; el elemento triangular representaría las nubes o la montaña con una cueva debajo de donde sale el viento, de manera que se ha llegado a interpretar como un símbolo del torbellino unido al rayo, o sea la nube de viento y fuego de la tempestad [cfr. Ortiz, 1947:237]. Esta clase de greca puede conformarse en una banda horizontal o vertical que repite el mismo motivo en posición inversa, que podría relacionarse con el caracol cortado o "joyel del viento", emblema de Quetzalcoatl en su advocación de Ehecatl, dios del viento [Ángulo, 2001:7,10]. 4

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La tercera serie de pinturas se localiza en las proximidades del sector residencial j que se encuentra al suroeste del asentamiento epiclásico junto al cauce de El Tanquillo en su margen derecha, de manera que para acceder al frente basáltico con las manifestaciones rupestres se requiere cruzar el río en una de las zonas donde se ensancha y en la actualidad tiene mayor profundidad en temporada de lluvias, pues las aguas alcanzan cerca de 1 m sobre el lecho rocoso. Las pinturas están delimitadas en tres áreas en la parte media baja de ese frente que abarca aproximadamente 400 m de extensión, cuya altura fluctúa de alrededor de 3 hasta 6 metros. De sur a norte, en el primer conjunto (Figura 3d) los elementos están trazados con pintura blanca, de un grosor aproximado de 2 cm. El primer diseño se ubica a una altura de más de 4 m del desplante del paramento rocoso y mide aproximadamente 45 x 30 cm. Representa a un antropomorfo de pie con el brazo izquierdo extendido en actitud de persecución de un venado. En el frente lateral hay dos elementos pintados en blanco, el de la izquierda con líneas delgadas que irradian desde un centro no discernible junto al cual, a la derecha, hay un elemento circular. El segundo conjunto está aproximadamente a 100 m al noroeste del anterior en un frente rocoso lateral orientado hacia el este, donde con pigmento blanco se pintó un antropomorfo de aproximadamente 45 cm de alto por 30 cm de ancho en actitud de movimiento o danza sosteniendo un objeto redondo que podría corresponder a un tambor (Figura 3d). A un metro de distancia se ubica el tercer conjunto y consta de dos secciones. En la primera los elementos muestran un alto grado de deterioro y se aprecia lo que podría ser una escena de caza con antropomorfos, zoomorfos incluyendo a un venado y otros elementos, predominando el color blanco aunque se observan algunos trazos en rojo (Figura 3d}. La segunda sección (Figura Ib), que con fines de ulteriores referencias denominaremos El Tanquillo, está a la derecha de la anterior y en la zona de inflexión de uno de los meandros del cauce. Se localiza en un abrigo de cerca de 5 m de largo con una profundidad de alrededor de 3.5 m y una altura máxima de 5 m, cuyo paramento vertical está orientado casi hacia el este. Se observan dos paneles pintados en blanco, el primero de 51 cm de alto por 55 cm de ancho que consta de dos bandas dobles horizontales constituidas por tres grecas cada una, que en la franja inferior tiene volutas rectilíneas ascendentes intercalando las más bajas con doble giro y las que se encuentran arriba con un giro; en la superior los roleos son descendentes y al menos en el superior derecho el giro es doble sin que se aprecie con claridad de qué tipo es en las dos grecas a la izquierda del anterior. El segundo panel se encuentra en la parte inferior izquierda del primero y mide

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35 cm de altura por 27 cm de ancho, y aunque guarda ciertas semejanzas con el anterior en la concepción geométrica general hay una mayor irregularidad en la ejecución de los trazos. Este bloque pictórico es semejante a un "laberinto" [Ballereau, 1988] y está conformado por dos bandas verticales cada una con cuatro grecas con un giro único, separadas por una franja igualmente vertical o "entrada"; las volutas rectilíneas ubicadas en la sección baja son descendentes, las que aparecen arriba de éstas son ascendentes, repitiéndose este mismo ordenamiento en la porción superior, siempre con roleos de un solo giro. En este conjunto se observan superposiciones de diseños más simples que rompen con la armonía de los carruchos con grecas, con representaciones de zoomorfos y un probable antropomorfo incompleto, además de otros elementos no identificables, en su mayoría de color rojo. Nos interesa detallar aspectos del conjunto gráfico rupestre de El Tanquillo, ya que en el primer bloque de grecas hay elementos que guardan fuertes similitudes con los diseños esgrafiados que presenta una vasija (Figura 2c) de la fase epiclásica Sinana [Fournier, 2007], que constituía el ajuar funerario de una mujer joven (con una estatura de 1.53 m) quien fue enterrada en las proximidades de otros cuatro individuos (dos mujeres y dos hombres, todos adultos jóvenes). Los enterramientos, cubiertos por un relleno de piedras y un piso de lodo, se distribuyen en un espacio abierto que corresponde a una plaza de reducidas dimensiones en el sector cívico-ceremonial de "Los Cerritos", en la misma área donde a pocos metros de distancia al sureste se ubica el Altar de los Cráneos al que anteriormente hicimos alusión [Fournier y Bolaños, 2006], es decir, en la zona donde hay claras evidencias de actividades rituales vinculadas con el numen lunar. La vasija, del tipo Clara Luz Negro Esgrafiado, presenta dos series de elementos decorativos dentro de rectángulos en cuya porción central hay dos bandas horizontales con grecas enmarcadas por diseños de "tablero de ajedrez" [cfr. Rattray, 1966:159]. En uno de estos rectángulos las bandas superpuestas constan de volutas ascendentes con doble giro al igual que en el otro rectángulo en la porción baja, además de que hay una tercera greca de la misma forma en la parte superior izquierda, todas idénticas a las de la sección inferior del conjunto pictórico de El Tanquillo; llama la atención que en el último rectángulo citado en la banda superior se observan a la derecha dos volutas ascendentes que giran en la misma dirección, hacia el centro, discrepancia en la estructura geométrica general que podría implicar que quien decoró la vasija desconocía el significado de los símbolos o bien optó por llenar el espacio de la superficie, tal vez por un error de ejecución, rompiendo con la armonía de la concepción plasmada en el otro rectángulo.

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Entre la cerámica de tradición Coyotlatelco de la cuenca de México y de la región de Tula así como la coetánea del sur de Querétaro, incluyendo cajetes del tipo Coyotlatelco Rojo sobre Café de Chapantongo, son relativamente comunes los diseños con grecas incluso del tipo de las escalonadas que se interpretan como xicalcoliuhqui [cfr. Acosta, s/f; Avilez y Solar, 2006; Cobean, 1990; Fournier, 2007; Fournier y Cervantes, 1998; Garnio et al., 1921; Nalda, 1991; Noguera, 1935; Pina Chan, 1967; Rattray, 1966; Saint Charles y Enríquez. 2006]. Sin embargo, no parece ser frecuente la combinación y estructura geométrica de grecas ascendentes y descendentes como las de la pintura rupestre de El Tanquillo y la vasija Clara Luz Negro Esgrafiado citada, que deben remitir a alguna clase de código y simbolismo de cierta relevancia en la cosmovisión de los otomíes que formaron parte de la comunidad epiclásica de Chapantongo, en particular en relación con el ámbito de las prácticas rituales incluyendo las funerarias. Resalta que en los soportes de la vasija haya evidencias de desgaste, lo cual apunta a que el objeto se usó en determinados contextos de la vida cotidiana antes de depositarse como ofrenda mortuoria, es decir que previo a su incorporación al ajuar de la joven mujer los iconos debieron ser visibles para una o más personas aunque no necesariamente intelegibles para cualquiera. Además, si bien el lugar donde se ejecutaron las pinturas rupestres de El Tanquillo es de fácil acceso, por su ubicación pudo estar relativamente oculto por la vegetación y se requería cruzar el cauce, en un espacio que podemos denominar liminal al quedar separado de las zonas de residencia y tránsito continuo; este aspecto podría implicar que la comprensión del significado de estas peculiares grecas pudo haber estado restringida tanto por el lugar donde se pintaron como por el uso de imaginería abstracta. Consideraciones finales Los estudios del arte rupestre han estado generalmente centrados en el desciframiento e interpretación del simbolismo de las figuras sin considerar el contexto de producción en cuanto a práctica social propiamente dicha. Es decir, se estudia el 'registro' —en este caso las pinturas— como producto final de una acción, pero se deja de lado toda posible comprensión acerca de la práctica social que lo produjo, los actores sociales involucrados, los medios de ejecución y su contexto histórico. Sin embargo, en toda práctica ritual lo esencial es la acción performativa, es decir el acto mismo de pintar, más que el producto final. Es por eso que si hablamos de práctica ritual debemos salir de la imagen misma y situarnos en el

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contexto de producción. Cabe aclarar que aquí contexto no refiere a la asociación espacial de los elementos —o contexto arqueológico— sino al contexto histórico, social y finalmente ontológico en el que se producen determinadas prácticas sociales. Es por eso que dentro de un contexto de producción podemos hablar de "lugar" como aquella dimensión espacio-temporal cuyo sentido viene dado por las relaciones sociales que allí se tejen, su historia y su estructura. Esto nos lleva a considerar necesariamente al paisaje, en los términos en los que fue definido previamente, como marco de análisis apropiado para intentar comprender el "registro" que hoy observamos no sólo como resultado de un habitar sino también como un medio por el cual se fue constituyendo el paisaje. Las experiencias compartidas del habitar permiten entonces crear los contextos necesarios para la negociación de las relaciones sociales y es allí donde ciertos lugares se constituyen en medios sumamente importantes de socialización. Asimismo, y dado que los paisajes se van produciendo a través de la experiencia del habitar, pueden coexistir múltiples niveles de percepción y evocación que hacen de los paisajes dimensiones multi-componentes heterogéneas. En este ensayo nos hemos centrado en dos contextos diferentes de la ritualidad del epiclásico: uno correspondiente a prácticas públicas, formalmente institucionalizadas y asociadas con el culto lunar otomí, y otro referido a ámbitos particulares y menos institucionalizados como la práctica de pintar un frente rocoso en las márgenes del asentamiento y para el cual no podemos asignar sin reservas una interpretación categórica. Ambos lugares constituyen historias y estructuras diferentes relativas a las relaciones sociales de la población otomí del epiclásico en la región de Tula. Se trata de formas diferentes de comunicación ritual asociadas a simbolismos particulares que coexisten y se intercalan entre sí, y que por tanto integran diferentes niveles de un paisaje socialmehte construido. En el sector de "Los Cerritos", la disposición y orientación de las estructuras tienen relación con la posición de los cuerpos celestes en el horizonte en determinadas fechas del año y por tanto con el sistema ideológico y cosmológico, el cual a su vez se reproduce y reafirma en la materialidad del paisaje. En este sentido, el rol socializante de la experiencia corporal, a través de las relaciones que se tejen en un lugar dado, permite la reproducción, negociación y/o legitimación de la organización social y de las identidades. En Chapantongo el solsticio de verano habría sido de suma importancia en la orientación de los edificios y de los enterramientos, y al menos una estructura presenta orientación lunar. Asimismo, en el Altar de los Cráneos que está en "Los Cerritos", el único cráneo femenino se posicionó en el centro y marca la posición de la luna en el solsticio de verano así

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como eclipses lunares en el horizonte apropiado del paisaje de las cimas de la sierra de Xithi. De este modo, tanto la espacialidad como la temporalidad están fusionados en la experiencia compartida del habitar. Si consideramos que entre 600 y 850 dC los procesos sociales en la región de estudio resultaban de la reestructuración del poder en la escala regional y que además se percibe una clara tendencia hacia la nucleación en gran parte de los asentamientos, es posible pensar que los mecanismos de negociación y legitimación de las relaciones sociales estuvieran a la orden del día. En este sentido, las prácticas rituales formalmente institucionalizadas podían fungir como contextos apropiados para la puesta en práctica de dichos mecanismos sociales en tanto que permiten reafirmar una noción particular de estar-en-el-mundo. Por otra parte, los lugares marcados por la pintura rupestre de El Tanquillo y ubicados en las márgenes del asentamiento, sugieren un sentido de apropiación del espacio, de comunicación ritual y de experiencia corporal que se hacía y reproducía de manera diferencial a los sentidos que se tejían en el sector central de Chapantongo. En particular destacamos la representación de las grecas como contemporáneas a la ocupación del epiclásico por las fuertes similitudes que guardan con las representadas en una vasija hallada como ajuar funerario en un entierro femenino ubicado en "Los Cerritos". Las grecas fueron realizadas sobre un respaldo rocoso y evidencian al menos dos eventos de producción.6 El espacio circundante es de dimensiones relativamente reducidas lo que indicaría que los presentes no serían muy numerosos durante cualquier evento que ahí se llevara a cabo, además de que la visibilidad de la gráfica rupestre debió ser puntual. La ubicación geográfica del lugar, a orillas del río El Tanquillo y relativamente oculto, no parece presentar a nuestros ojos ninguna particularidad llamativa del entorno físico que pudiera explicar la razón de su elección. Por otro lado, sabemos que la representación de grecas es relativamente frecuente en la cerámica contemporánea aunque, como se mencionó más arriba, existen ciertas variantes y no han podido equipararse a las que aquí nos ocupan (tanto las pintadas en el respaldo como las represenEn este sentido, no respondería a la definición de ritual en tanto acción repetitiva y formalizada. No obstante, debemos considerar la recurrencia de la práctica pictórica a lo largo del mismo soporte en diferentes momentos de la ocupación del área, imaginería que presenta en algunos casos sobreposiciones. De este modo, las trasformaciones que se dan en la gráfica rupestre como recurso cultural en la medida que el campo es reproducido, estarían marcando cambios y resignificaciones respecto de las relaciones sociales que allí se tejen [Vigliani, 2006]. La dinámica de estos cambios y la escala en la que se dan sugieren la participación de estratos sociales con una posición de menor jerarquía de aquellos comprometidos en el sector de Los Cerritos. 6

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tadas en la vasija). Por tanto, si bien no podemos saber lo que representan las imágenes, podemos pensar en un código de comunicación particular, posiblemente restringido a cierto sector de la sociedad. De este modo, la posibilidad de interpretar el lugar en su tiempo-espacio dado se constituye, a través de un recurso simbólico poderoso como la gráfica rupestre, en un mecanismo por el cual se reafirman o negocian las identidades de los actores involucrados. Estos mecanismos se dan en contextos y a escalas diferentes con respecto a los que se reproducen de manera más formalizada en el sector cívico-ceremonial del asentamiento. En este sentido, la experiencia diferencial del paisaje es un medio sumamente importante de socialización en donde la memoria y el movimiento corporal crean sentidos particulares acerca de la noción de persona, de las relaciones so| ciales y de las identidades. Portal motivo, consideramos que más que descifra \l significado de una imagen debemos aspirar a entenderla dentro del contexto .3 de una práctica social. ;|: Así y aunque con cautela pues se requiere información adicional que podrían | aportar futuros estudios en el campo de la ritualidad de las poblaciones epiI clásicas de la región de Tula, sugerimos que las grecas ejecutadas en la vasija colocada como ofrenda junto al cadáver de la mujer, la plaza donde fue enterrada en las proximidades del Altar de los Cráneos donde hay una fuerte carga simbólica lunar, y la liminaridad del conjunto rupestre de El Tanquillo, al otro lado del cauce del río, podrían vincularse con la constitución de determinadas formas identitarias sectoriales o comunales e incluso con formas del ejercicio del poder simbólico en el seno de la comunidad, direccionadas al culto al astro nocturno: fuerzas cósmicas en torno a lo femenino, la tierra, el agua y la fertilidad pudieron ser ejes de las lógicas simbólicas y de los significados de los elementos plasmados en medios diferentes, segmentos de un intrincado todo, partes de un laberíntico rompecabezas de la materialidad de la cosmovisión otomí epiclásica en Chapantongo. Aunque es drástico afirmar que buscar hoy día el significado de una pintura rupestre o de un elemento de diseño en una vasija que data de hace cientos de años es ridículo, y que no podemos aspirar a aproximarnos a las ideas de los productores de esas representaciones [cfr. Michel Lorblanchet apud. Bahn, 2002:91], de cualquier manera consideramos que más que intentar descifrar el significado de una imagen es mejor contextualizar las prácticas performativas como actos comunicativos y sociales a partir del marco de la arqueología del paisaje.

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