Fortificaciones tardoantiguas y visigodas en el Norte Peninsular (ss. V-VIII)

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Descripción

2014

978-84-941796-7-9

SEPARATA

Colección SIMPOSIA _ 5 Madrid, mayo de 2014

© FORTIFICACIONES EN LA TARDOANTIGÜEDAD: ÉLITES Y ARTICULACIÓN DEL TERRITORIO (SIGLOS V-VIII D. C.). Esta edición es propiedad de EDICIONES DE LA ERGASTULA y no se puede copiar, fotocopiar, reproducir, traducir o convertir a cualquier medio impreso, electrónico o legible por máquina, enteramente o en parte, sin su previo consentimiento. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Todos los derechos reservados. © Edición a cargo de Raúl Catalán Ramos, Patricia Fuentes Melgar y José Carlos Sastre Blanco © de los textos: sus autores. © de las ilustraciones: sus autores. © Ediciones de La Ergástula, S.L. Calle Béjar 13, local 8. 28028 – Madrid www.laergastula.com Diseño y maquetación: La Ergástula I.S.B.N.: 978-84-941796-7-9 Depósito Legal: M-14323-2014 Impresión: Publicep Impreso en España – Printed in Spain.

ÍNDICE Preámbulo Rosario García Rozas ................................................................................................................................ 11

— ARTÍCULOS —

Definindo a Lusitânia pós-imperial. Algumas ideias estruturantes Adriaan de Man ........................................................................................................................................ 13 Early Migration period hillforts in Southern Germany: State of research and interpretation Cristoph Eger ............................................................................................................................................ 21 Ciudades, torres y castella. La defensa de la Vía Augusta Josep María Nolla Bufrau ......................................................................................................................... 43 Aproximación al poblamiento tardoantiguo en Andalucía Julio Miguel Román Punzón y José María Martín Civantos ..................................................................... 57 Fortificaciones del reino de Toledo en el sureste de la Península Ibérica: el ejemplo del Tolmo de Minateda Blanca Gamo Parras .................................................................................................................................. 79 Comparación entre los espacios del Valle del Ebro y La Meseta: La Rioja y Burgos en la Antigüedad Tardía José María Tejado Sebastián ..................................................................................................................... 95 Fortificaciones y periferia en Hispania: el entorno de Soto de Bureba durante la Tardoantigüedad Rosa Sanz Serrano, Ignacio Ruiz Vélez y Hermann Parzinger .................................................................. 121 Aristocracias, élites y desigualdad social en la Primera Edad Media en el País Vasco Juan Antonio Quirós Castillo .................................................................................................................... 143 El territorio de Cea (León) durante la tardorromanidad y la Alta edad Media Margarita Fernández Mier, Carlos Tejerizo García y Patricia Aparicio Martínez ...................................... 159 La frontera suevo-visigoda: ensayo de lectura de un territorio en disputa Enrique Ariño Gil y Pablo C. Díaz .......................................................................................................... 179 Fortificaciones tardoantiguas y visigodas en el Norte Peninsular (ss. V-VIII) José Avelino Gutiérrez González .............................................................................................................. 191 El castillo de Gauzón (Castrillón, Asturias) y la fortificación del paisaje entre la Antigüedad Tardía y la Edad Media Iván Muñiz López y Alejandro García Álvarez-Busto ................................................................................ 215

Asentamientos fortificados altomedievales en la Meseta. Algunas distorsiones historiográficas Alfonso Vigil-Escalera Guirado y Carlos Tejerizo García........................................................................... 229 Castra y elites en el suroeste de la Meseta del Duero post-romana Iñaki Martín Viso ..................................................................................................................................... 247 Dos viviendas del siglo VI sin noticias de élites locales en el Cristo de San Esteban (Muelas del Pan, Zamora) Alonso Domínguez Bolaños y Jaime Nuño González ................................................................................ 275 La muralla tardoantigua de Muelas del Pan (Zamora). Una construcción de urgencia en un tiempo convulso Jaime Nuño González y Alonso Domínguez Bolaños ................................................................................ 297 La gestión en el patrimonio arqueológico de la provincia de Zamora Hortensia Larrén Izquierdo ...................................................................................................................... 329 El poblado fortificado de El Castillón en el contexto del siglo V d.C. José Carlos Sastre Blanco, Patricia Fuentes Melgar, Raúl Catalán Ramos y Óscar Rodríguez Monterrubio .............................................................................. 353

— VARIA —

Fortificaciones romanas en el limes de la Cirenaica Ana de Francisco Heredero ...................................................................................................................... 369 La piel del leopardo: espacios campesinos y espacios de poder en el alto valle del Águeda (Salamanca) Rubén Rubio Díez y Enrique Paniagua Vara ............................................................................................ 383 Castro Valente, una fortificación de control del Río Ulla David Fernández Abella ........................................................................................................................... 393 Paleopatología en la necrópolis del Castillo de Zamora (siglos VI-VIII) Laura García Pérez, M. Barbosa Cachorro, F. de Paz Fernández y J.F. Pastor Vázquez.............................. 399 El castillo de Crestuma (Vila Nova de Gaia, Porto, Portugal) entre la Romanidad tardia y la Edad Media: los retos de un sitio complejo António Manuel S. P. Silva ...................................................................................................................... 405 Sistemas de señales a larga distancia. Estudio de los topónimos ‘faro’, ‘facho’ y ‘meda’ en el noroeste peninsular José Carlos Sánchez Pardo ........................................................................................................................ 417 El Proyecto Maila en el yacimiento romano-tardoantiguo de Los Barruecos (Malpartida de Cáceres) Saúl Martín González, Aníbal González Arintero, Juan José Pulido Royo y Sabah Walid Sbeinati .......... 425

FORTIFICACIONES TARDOANTIGUAS Y VISIGODAS EN EL NORTE PENINSULAR (ss. V-VIII)

JOSE AVELINO GUTIÉRREZ GONZALEZ Universidad de Oviedo

RESUMEN Las fortificaciones de época tardoantigua y visigoda (siglos V a VIII) en la Península Ibérica no han sido estudiadas aun de manera sistemática. Su origen, causas y tipologías, así como su función en la organización, control o defensa de los territorios en que se emplazan, son algunas de las cuestiones pendientes. Desde los últimos tiempos del imperio romano (ss. III-V) se puso en marcha una compleja red de fortificaciones en los territorios provinciales, a causa de la conflictividad social y las necesidades de protección de ciudades, vías y fronteras. A esa red de civitates, oppida, castra, turres y otras construcciones militares se añadieron otras más en el periodo visigodo (ss. VI-VII), tanto por iniciativa estatal como privada, especialmente en sus últimos momentos (c. 650-720). Palabras clave: Fortificaciones, Antigüedad Tardía, visigodos, Hispania. ABSTRACT Late Antique and Visigothic fortifications in the Northern Spain (5th – 8th centuries) have been not studied systematically yet. Their origin causes and types, as well as the function in the organization and defense of their territories are some of the pending subjects. Since the last times of Roman Empire (3th – 5th centuries) the state set a complex net of strongholds, such as civitates, oppida, castra, turres and others, due to social troubles and the need for protection of towns, roads and frontiers. Many similar forts were also built in the Visigothic period (6th – 7th centuries), as by state as by private initiative, especially in the last period (c. 650720). Key words: Fortifications, Late Antiquity, Visigothic, Hispania, Spain

Las fortificaciones en la tardoantigüedad: Élites y articulación del territorio (siglos V-VIII d.C.) 2014 / ISBN 978-84-941796-7-9 / págs. 191 – 214

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JOSE AVELINO GUTIÉRREZ GONZÁLEZ

1. INTRODUCCIÓN1

Problemas de terminología

Las fortificaciones de época tardoantigua y visigoda en la Península Ibérica no han sido estudiadas aun de manera sistemática. No faltan investigaciones monográficas sobre algunos lugares fortificados, estudios regionales sobre el poblamiento de algunas zonas o análisis de ciertos tipos de fortificaciones, aunque no disponemos aun de un cuadro general que explique satisfactoriamente este fenómeno, que es sumamente complejo y heterogéneo. Contamos con estudios de conjunto parciales, sobre algunos tipos de fortificaciones tardoantiguas, como las murallas urbanas tardorromanas y su relación con los cambios políticomilitares, administrativos y fiscales del bajo imperio (ss III-V), la recaudación y circulación de la annona militaris (Balil 1970; Arce 1982; Fernández Ochoa y Morillo 1991, 1992, 2002, 2006), un proceso de cambio en la concepción del control territorial y fiscal por parte del estado, que se prolongó en los tiempos siguientes y que quizás explique el origen y funciones de muchas fortificaciones posteriores, lo cual no se ha valorado aun suficientemente. Las investigaciones sobre las estructuras defensivas posteriores a la desaparición del estado romano, tanto urbanas como rurales - ciudades, castros, castillos, torres y otras - ofrecen un panorama muy dispar en cuanto al grado de conocimiento y la explicación de su significado, con importantes divergencias sobre su propia definición y terminología, categorías o tipologías, adscripción social, contextualización y atribución a políticas estatales o a iniciativas locales, aristocráticas o campesinas, causas o funciones. Aunque se han realizado excavaciones y estudios de mayor o menor entidad en algunos lugares fortificados, la información es muy desigual, a veces procedente de excavaciones antiguas y parciales o de prospecciones y hallazgos descontextualizados, lo que hace difícil valorar en conjunto sus características formales y entender el papel que desempeñaron en la ordenación territorial, la organización socioeconómica o la estructura política de los estados post-romanos.

En las fuentes literarias se mencionan términos como civitates, oppida, castra, castella, burgi, turres o clausurae para referirse a fortificaciones de variado carácter, a veces de manera polisémica y ambigua, no siempre fáciles de identificar con sitios arqueológicos ni de agrupar en categorías diferentes, lo que ha dado lugar a múltiples problemas de identificación e interpretación (Novo 1992; Ib. 1994; Jiménez de Furundarena 1993; Ib. 1994; Ib.1995). Urbes y civitates no suelen plantear problemas, al margen de los cambios funcionales y materiales que las transformaron radicalmente. La mayoría estaban ya protegidas con nuevas murallas e incluso alcanzaron esa categoría antiguos asentamientos no urbanos precisamente al recibir dotación de murallas o sedes episcopales (vid. p. ej. Gurt y Ribera 2005; Ripoll y Gurt 2000, entre otros). En cambio, otros términos como oppidum, castrum o castellum presentan mayores problemas de identificación y correspondencia con estructuras arqueológicas. En general los escritores y legisladores latinos y visigodos conocen la entidad de los sitios que mencionan, a veces de manera precisa y diferenciada, pero en ocasiones el uso y recurso a otras fuentes más antiguas pueden distorsionar la realidad. Sin pretender generalizar, quizás pueda establecerse cierta gradación y jerarquización entre dichos términos. Así, oppidum suele equipararse a una ciudad, un núcleo de población importante o una plaza fuerte amurallada, diferente de vicus, castellum o pagi (Jiménez de Furundarena 1993: 215-221). La legislación romana (Digesto XXXIX, 1, 1, 14) y San Isidoro (Ethym. XV, 2, 5-6) los diferencian de poblados rurales precisamente por sus murallas. La legislación hispana alude a oppida como centros administrativos de civitates y municipios con funciones urbanas, a veces llamados también urbes, como Barcelona, aunque en un nivel inferior a las ciudades principales, como se desprende de la mención de Ausonio a oppida y urbes (Ib.: 221-222). El término castrum, extraño en latín clásico, prolifera en época tardía; San Isidoro (Ethym. XV, 2, 13) lo identifica con oppido en altura: Castrum antiqui dicebant oppido loco altissimo situm, quasi casam altam. En general se le asocia una categoría superior a castellum y vicus, e inferior a urbs (Jiménez de Furundarena 1994:

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Este trabajo ha sido realizado en el marco del proyecto de investigación: De Conventus Asturum a Asturorum Regnum. El territorio de la ciuitas Legione entre época tardoantigua y medieval (Plan Nacional MCINN ref. HAR2011-23106).

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441-454), como se intuye también en la referencia de Hydacio al Couiacense castrum; incluso algunos pudieron desempeñar importantes funciones en la organización territorial y parroquial, como ad sedem Portugalensem in castro nouo…del Parroquial Suevo (David 1947). También aparecen frecuentemente relacionados con guarniciones militares, instaladas en altura para el control de pasos, vados y puertos, como el Castrum Libiae y castrum quod vocatur Clausuras en los pasos pirenaicos en el s VII (Julián de Toledo, Chron. Wamb. Reg. 10-11; Ib.: 449-453), en este caso bien caracterizado arqueológicamente (Castellví 1995; Burch et al 2006), lo cual no implica que bajo esa categoría no encajen diversas entidades arqueológicas. En la alta Edad Media se mantenía aun esa gradación jerárquica de ciuitates... seu castris cum uillis et uiculis suis... (Cr. Alf. III ed Gil et al 1985: 175). Por otro lado, el término castellum parece usarse con varios significados, como un poblado secundario amurallado, un castro menor (S. Isid. Ethym. XV, 2, 13) o un fortín militar para la defensa y el control territorial, así como un fuerte urbano o complementario de otras obras de fortificación, en asedios o limes o diversos tipos de campamentos militares (Jiménez de Furundarena 1995: 129-150). Esa polisemia resulta poco útil para asociarlo a un tipo concreto de fortificaciones documentadas arqueológicamente y tampoco resuelve todos los interrogantes planteados, como ocurre con las referencias de Hydacio a los castella de la plebe e hispani de la Gallaecia en el siglo V. Así autores como Tranoy (1974) asimila castella a “villes fortifiées”, castella tutiora a “places fortes”, el Couiacense castrum a “position fortifiée de Coyance” o Portucale castrum a “camp de Porto”, excluyendo a los asentamientos castreños de estas adscripciones. Para Arce (1982, Ib. 2005) o García Moreno (1991; Ib. 1999), en cambio, los castella pueden tratarse de villae fortificadas, sin excluir la posibilidad de que sean también antiguos castros todavía habitados, como se documenta ampliamente en la Gallaecia. Sin embargo, las torres que presentan algunas villas tardorromanas son en realidad elementos señoriales de representación y prestigio, sin carácter defensivo. Las referencias de Hydacio a los castella tutiora ha servido para atribuir una función de refugio a castros con ocupaciones tardoantiguas (Viladonga, Santa Trega, San Cebrián das Las, etc), a pesar de la debilidad de la

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argumentación, pues los castros con ocupaciones tardías mejor conocidos en el noroeste, como Viladonga, presentan secuencias más dilatadas, entre el s III y el VI (Arias 1993) y una vitalidad y funciones rectoras en el territorio rural que no se compaginan con el carácter de refugios temporales y esporádicos.

Problemas de definición e interpretación: breve revisión historiográfica Otro tipo de cuestiones controvertidas van de la ambigüedad terminológica a la disparidad en las interpretaciones sobre la naturaleza, atribución y funcionalidad de las fortificaciones tardoantiguas y altomedievales. Un ejemplo de esta indefinición puede encontrarse en la explicación de las reocupaciones de los castros de origen protohistórico, habitualmente mediante la construcción de nuevos recintos amurallados, un proceso con semejanzas en otras zonas mediterráneas y continentales, donde han sido más profundamente estudiados. En esas áreas se han establecido algunas clasificaciones tipológicas de los asentamientos fortificados en altura, conjugando características y parámetros materiales con adscripciones sociales, económicas o políticas, en las que se dejan notar diferencias en las premisas teóricas aplicadas, dependiendo del énfasis en las iniciativas de unos u otros agentes, estatales, aristocráticos o comunitarios. Así, en el norte de Italia predominan las adscripciones a los poderes centrales, estatales, con funciones militares y de jerarquización del poblamiento; a grandes rasgos, se han establecido varios de grupos de fortificaciones, denominados “castillos de primera generación” (Brogiolo y Gelichi 1996, Brogiolo y Chavarría 2005), diferenciando entre pequeños lugares fortificados, estrictamente militares, y amplios recintos atribuidos a refugios de comunidades rurales o a la iniciativa del estado, la edilicia residencial aristocrática (incluyendo palacios, iglesias y edificios de prestigio, como en Monte Barro o Castelseprio) y con el papel de centros de poder territorial intermedios entre la ciudad y el campo, función administrativa, fiscal y residencia de autoridades (Brogiolo y Gelichi 1996, Brogiolo y Chavarría 2005). En el sur de la Galia se han apreciado varios grupos: fortalezas militares de control de fronteras y vías

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(como los castra Pirenaica mencionados en las campañas de Wamba en el 672); fortificaciones de dimensiones intermedias, quizás relacionadas con hábitat o con graneros fortificados; asentamientos rurales de altura con defensas, asociados a iniciativas privadas, o grandes aglomerados amurallados, con iglesias y edificios de prestigio y de culto, que indican la presencia de centros de poder (Saint Blaise, Pampelune, Saint Peyre) (Schneider 2004). Su cronología se extiende entre los siglos V al VII, por lo que no pueden reducirse a los procesos de las invasiones, sino que se relacionan con la reorganización del poblamiento y la creación de nuevos centros locales de poder (Schneider 2007). En el caso hispano puede observarse también una heterogénea variedad de sitios fortificados. En el nordeste las excavaciones en lugares como Puig Rom (Palol 2004), Roc d’Enclar (Ruf et al 1996 – 97), Sant Martí d’Empuries (Aquilué 1999) o Sant Juliá de Ramis (Burch et al 2006) evidencian el poder estatal para levantar fortificaciones de control territorial y viario, reforzado por clausurae y fortines de montaña como los de Panissars y Pertús en los pasos pirenaicos orientales (Burch et al 2006; Nolla 2011). En el Valle del Ebro este tipo de fortificaciones son menos conocidas, presentando algunos vacíos; algunos recintos como Ager (Lleida) o las recientes excavaciones en el Castillo de los Monjes (La Rioja) (Tejado 2012) aportan claros indicios sobre la existencia de fortalezas similares a las del valle Duero; otros podrían encontrarse bajo fortificaciones rurales andalusíes (husun). En las periferias montañosas de la submeseta norte se conocen un buen número de poblados amurallados en emplazamientos elevados, desde suaves oteros a altos crestones rocosos, la mayoría con un origen protohistórico y una escasa ocupación romana; tienen una gran extensión y cuentan con potentes estructuras defensivas, aunque se documentan también pequeños castillos y torres (Abásolo 1999; Nuño 1999); algunos han sido parcialmente excavados y datados entre la época tardorromana (siglos IV-V) y el siglo VII. Entre ellos pueden destacarse los de Monte Cildá en Palencia (García Guinea et al 1968 y 1974), Amaya (Quintana 2008), Tedeja (Lecanda 2002; Palomino et al 2012) y La Yecla de Santo Domingo de Silos (Escalona 2002) en Burgos, Los Castellares de Suella-

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cabras, Tañine, Los Castejones de Calatañazor en Soria (Taracena 1941; vid. dudas sobre su adscripción en Fuentes 1988), Navasangil (Caballero y Peñas 2012), Yecla de Yeltes y Las Merchanas en Salamanca (Maluquer de Motes 1968), El Cristo de San Esteban de Muelas del Pan (Domínguez y Nuño 1997) o El Castillón de Santa Eulalia de Tábara (Sastre y Catalán 2012), entre otros menos estudiados. En el noroeste son bien conocidos los castros de Viladonga, San Cibrián das Las, Santa Tecla o Penadominga, entre otros con reocupaciones tardoantiguas (v.g. Arias 1993; 1996; López Quiroga 2004; Sánchez Pardo 2012). Sin embargo, existen importantes divergencias en la explicación de su origen, adscripción y funcionalidad, derivadas tanto del estado incipiente de las investigaciones como de la disparidad de criterios en su definición, paradigmas de interpretación y atribución en términos sociales, políticos y económicos. Por una parte, las deficiencias del registro arqueológico (procedente de hallazgos causales, contextos imprecisos, prospecciones superficiales o excavaciones antiguas que no tenían como fin primordial el análisis histórico de esta época sino de las precedentes romanas y prerromanas), han motivado una gran disparidad en los intentos de explicar las reocupaciones de los castros del noroeste y la meseta. Desde las primeras observaciones estas se han entendido como pervivencias habitacionales (Acuña y Arias 1983: 263), reutilizaciones marginales (Maya, 1983; Ib.1989: 129-136) o refugios temporales ante invasiones e inestabilidad social al final del Imperio (Maya 1983; Ib.1989; Avello 1983; Novo 1992); la teoría del pretendido limes romano frente a los pueblos del norte, en la que se aludía a algunas fortificaciones (Blázquez 1980; Barbero y Vigil 1974) ha sido ya absolutamente descartada, tanto por las diferencias en cronologías y distribución de los sitios, como por la inexistencia de las razones pretendidas (Arce 1982; Fuentes 1988; Ib. 1989, entre otros). También ha sido frecuente la identificación de Viladonga y otros castros galaicos con reocupación desde época tardorromana, con los castella tutiora a los que se refiere el obispo Hydacio como refugios de la población hispanorromana ante las penetraciones germánicas del siglo V (p.ej. Avello 1983; Novo 1992). Sin embargo, la dilatada habitación del lugar

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(desde el siglo III hasta el VI) muestra signos de estabilidad, más que de inestabilidad, debiendo buscarse su explicación en la asociación espacial y la relación socioeconómica con los detentadores de las villae del entorno, así como con el territorio de Lucus, más que con causas bélicas episódicas (Arias 1993, Ib. 1996, Arias y Cavada 1977-78). En esta línea, otras explicaciones se centraron en la estructura social y económica, relacionando las reocupaciones con los cambios en las tendencias del poblamiento rural y la explotación de recursos ganaderos en áreas periféricas y montañosas cantábricas (Gutiérrez 2002a; Ib. 2002b; López Quiroga 2004; Ariño 2006). Una interpretación diferente atribuye las fortificaciones tardoantiguas a centros de poder y residencias fortificadas de las nuevas élites locales post-romanas, en sus tensiones con el poder central así como con un importante papel en la jerarquización territorial del poblamiento rural (v.g. Martín Viso 2000; Menéndez Bueyes 2001; Escalona 2002; Castellanos y Martín Viso 2005). Otros estudios muestran la variedad de ocupaciones: continuidad habitacional y usos productivos desde los siglos IV al VI; funciones militares en los siglos VI y VII, actuando como centros jerarquizadores del poblamiento rural en un escalón intermedio entre las civitates, los vici y las villae; refugios locales desde mediados del siglo VII (López Quiroga 2004: 259-286), o, por el contrario, oppida y grandes recintos amurallados como Santa Tegra o San Cibrián das Las, así como castros ligados al patrimonio de poderes locales entre los siglos VII y IX (Sánchez Pardo 2012). El carácter militar tanto de los grandes recintos amurallados como de otros asentamientos menores, con funciones de vigilancia, control y defensa de vías, pasos fluviales y montañosos, ha sido destacado frecuentemente, basándose en sus emplazamientos dominantes y con amplia visibilidad, los potentes amurallamientos o los hallazgos de armas y objetos de época tardorromana y visigoda, poniéndolos en relación con diferentes circunstancias conflictivas entre los siglos V y VII, como las invasiones germánicas, la creación de fronteras entre suevos y visigodos o fortines y acantonamientos en el norte peninsular (García Guinea et al 1968; Ib. 1974; Maluquer de Motes 1968; Balil 1970; Palol 1977; Domínguez y Nuño 1997; Nuño y Domínguez 2002; Abásolo 1999, etc). Más recientemente

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se ha destacado también el papel de centros de control político-militar del estado visigodo (Gonzalo 2006; Chavarría 2007; 2013; Tejado 2012; Gutiérrez 2011) así como su función fiscal, evidenciada en la importante cantidad de pizarras con registros de pagos de impuestos en especie, aparecidas en los castros de la periferia occidental del valle del Duero (Díaz y Martín Viso 2011; Martín Viso 2013). Por tanto, las motivaciones militares han constituido siempre el paradigma interpretativo dominante, aunque con oscilaciones en las explicaciones concretas (invasiones, refugios, fronteras, acuartelamientos…); en los últimos tiempos han sido revaloradas, apoyadas en un renovado panorama arqueológico y en consonancia con nuevas teorías y reinterpretaciones sobre las sociedades y estados germánicos, incluido el visigodo. Estas últimas líneas interpretativas no focalizan su atención únicamente en los episodios bélicos del final del estado romano, sino que integran la compleja casuística concurrente tanto en las fortificaciones como en el resto de asentamientos, urbanos y rurales. Así, el mismo concepto militar se diversifica en múltiples funciones que es necesario explicar en cada caso concreto: desde el acuartelamiento de tropas, de manera temporal o permanente, en función de un enfrentamiento aislado o una confrontación mayor, fronteriza o interestatal; el control de la red viaria, pasos fluviales, puertos costeros o de montaña; la centralización y protección de la recaudación fiscal, monetaria o en especie; el papel jerárquico de lugar central o intermedio entre las ciudades y el campo en la administración territorial; la residencia fortificada y militarizada de comunidades rurales, señores locales o alta aristocracia, así como destacamentos de tropas del estado tardorromano y visigodo contra los levantamientos, rebeliones e insumisiones de aquellos, hasta la protección de ciudades y sedes episcopales, son algunas de las funciones militares que pudieron asumir – incluso varias de ellas simultáneamente – las fortificaciones desde época romana hasta la Edad Media. Esto puede explicar la variedad y diversidad de emplazamientos, tamaño y superficie, monumentalidad de las estructuras constructivas - defensivas y residenciales - extensión y tipo de viviendas, almacenes y otras dependencias, así como la aparición o no de armamento, vajilla, toréutica u objetos exógenos, de importación o locales; si bien, al tiempo, puede

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complicar la atribución de un sitio fortificado a una única función excluyente - militar, productiva, fiscal, residencial o territorial – puesto que bien pudieron concurrir varias de ellas en un mismo lugar, desde las ciudades a los castros y castillos ampliamente distribuidos por todos los territorios de los estados tardoantiguos y altomedievales europeos. Por consiguiente, las teorías sobre los orígenes, funciones y adscripción social de las fortificaciones tardoantiguas y altomedievales han ido encontrando una casuística más compleja y heterogénea, no siempre apoyadas en evidencias arqueológicas claras y seguras, pero con el valor de introducir nuevos parámetros de observación, como la integración en la estructura territorial, la relación con la distribución del resto de formas de poblamiento, ciudades y asentamientos rurales, o la atención a indicadores de tipo social, económico o político. Sin embargo, ante la desigual base empírica, los intentos para explicar el fenómeno de los asentamientos fortificados en altura se han sustentado, a menudo de manera un tanto forzada, en modelos teóricos o paradigmas al uso, confeccionados para zonas, lugares, cronologías o contextos muy diferentes. Así, la atribución de su iniciativa ha basculado sucesivamente, adscribiéndolos a grupos gentilicios, comunidades campesinas, poderes locales, supralocales, bárbaros o estatales, encuadrándolos en teorías preestablecidas y frecuentemente generalizando en exceso (vid. una crítica en Chavarría 2013). Además, al pretender encontrar paradigmas, se han encuadrado bajo un mismo concepto estructuras fortificadas muy diferentes; quizás se han infravalorado a veces los parámetros formales o atributos de los datos arqueológicos, como situación, asentamiento, tamaño, forma, planta, técnicas de construcción de murallas, fosos y estructuras habitacionales, así como el conjunto instrumental (armamento, objetos de prestigio, vajilla cerámica importada, etc), es decir, la base empírica que debe sustentar cualquier intento de clasificación formal sobre la que formular una ordenación funcional y una atribución social. Entre los lugares conocidos hay grandes diferencias estructurales y materiales como para atribuirlos a una única causa, iniciativa o función. Con toda seguridad existió una diferenciación mayor en cuanto a momentos y contextos, usos y funciones, agentes y grupos sociales, cuestiones claves que desde el registro

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arqueológico aun no se han resuelto de manera suficiente. Ahora bien, llegar a discernir con precisión esas atribuciones no resulta fácil, como prueba la disparidad de criterios e interpretaciones para los mismos sitios. A diferencia del precario conocimiento general cuando se realizaron las primeras excavaciones y estudios, el corpus se ha incrementado notablemente en las últimas décadas; las publicaciones de excavaciones, estudios y revisiones de lugares señeros como Puig Rom, Sant Julià de Ramis, Recópolis, El Tolmo de Minateda, el Cerro del Castillo en Bernardos, Navasangil, Las Merchanas, Monte Cildá, Tedeja, Castroventosa, Villadonga, Muelas del Pan, El Castillón de Santa Eulalia de Tábara o el Peñón de Raíces, entre otros (vid. p.ej. a este propósito la reciente miscelánea editada por Quirós y Tejado en 2012), están ofreciendo nuevos elementos de valoración y constituyen una base empírica renovada para comenzar a establecer líneas interpretativas más sólidas que las tradicionales. Entre otros aspectos, permiten conocer mejor no sólo las secuencias de ocupación y construcción de las defensas, sino también la organización interna de los asentamientos. Los estudios territoriales realizados en un buen número de áreas microrregionales del norte peninsular permiten también considerar la relación de los centros fortificados con la estructura poblacional de su entorno. Con todo, son aun múltiples los interrogantes sobre las causas y origen, la diacronía y sincronía entre ellas y el resto de estructuras poblacionales de cada periodo; las tipologías morfológicas y funcionales; la iniciativa y promoción de los poderes centrales o locales; la relación con los contextos políticos, militares y económicos, así como el papel que desempeñan en la organización, control o defensa de los territorios en que se asientan.

¿Fortificaciones públicas o privadas? ¿Quién y para qué las construyó? Una de las cuestiones más discutidas, precisamente por su importancia para comprender el origen y funcionalidad de estas estructuras, es la identificación de sus promotores, a quién correspondió la iniciativa, decisión y causas de su construcción. Sin duda esta es la cues-

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tión crucial, no siempre evidente ni fácilmente deducible de los elementos materiales. A pesar de la insuficiencia del registro arqueológico, en cuanto a elementos que ayuden a precisar la cronología, carácter, morfología y agentes que levantaron esas fortificaciones, parece claro que no se trata de un grupo homogéneo en características materiales y quizás tampoco en funciones; posiblemente se deban a diferentes momentos y circunstancias, tuvieron variadas funciones (militares, residenciales, fiscales…), incluso de manera concurrente, y fueron ocupados por diferentes grupos sociales, como tropas, aristocracia o comunidades campesinas, desde época tardorromana y visigoda, y a ello se deban las diferencias morfológicas. También hay que tener en cuenta que no solo podemos estar ante fortificaciones de grupos sociales diferentes, sino que en un mismo lugar, ya sea un gran poblado amurallado o una pequeña instalación, pudieron coexistir diferentes estamentos sociales (aristocracia, militares, clérigos, campesinos y siervos), cada uno de los cuales habrá generado un registro arqueológico diferente. Eso explicaría no solo unas estructuras diferenciadas (palacios, iglesias, viviendas, almacenes) que aun no conocemos adecuadamente, sino también los hallazgos de armas y objetos de prestigio, junto a instrumental agrícola y otros materiales más sencillos, como se documenta en Puig Rom, La Yecla de Silos o Muelas del Pan entre otros. A partir de los análisis tipológicos pueden diferenciarse parámetros materiales entre unos y otros tipos de fortificaciones que proporcionen información sobre los promotores y las funciones, a quién corresponde la iniciativa en la construcción, cómo sirve a la dominación y control de un territorio o de unos grupos sociales sobre otros. Indicadores y atributos como la situación, emplazamientos, materiales y técnicas constructivas, plantas, formas, superficie y tamaño, estructuras defensivas, habitacionales o productivas (silos, almacenes, fraguas, lagares, etc), proporcionan información para intentar adscripciones o atribuciones sociales, políticas, militares y económicas diferenciadas, vías para identificar a sus protagonistas (el estado romano, suevo o visigodo, la aristocracia, otros poderes locales, comunidades campesinas…). A partir de las diferencias morfológicas podemos encontrar gradaciones y jerarquizaciones entre unas y otras obras, desde las grandes obras estatales en ciudades y

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grandes recintos con murallas de cubos, o con estructuras relativamente estandarizadas, como el empleo de sillería, morteros o revocos; parámetros que indican la participación de cuadrillas, talleres especializados, o incluso de constructores militares (como en las murallas urbanas tardorromanas o las de ciudades visigodas), a los recintos amurallados de diferentes tamaños y superficies, construidos de manera más simple e irregular, con mamposterías bastas, en seco. La complejidad tipológica seguramente esté indicando una variedad de causas, situaciones y funciones, pero el registro arqueológico puede ayudar a explicarlas y entenderlas. Es muy posible que las interpretaciones enunciadas (iniciativas estatales, señoriales o campesinas, puestos militares o de refugio, etc) sean válidas y no entren en contradicción, si podemos llegar a establecer seriaciones diferenciadas y no pretendemos encuadrarlas en una única explicación excluyente. La información arqueológica es aun incompleta e insuficiente para proponer teorías, modelos o paradigmas válidos para todos los casos, máxime contando con la variedad de situaciones locales y regionales, las cambiantes formas y funciones por las que pasaron muchas de las fortificaciones o las dificultades para relacionarlas con los agentes y poderes que las levantaron. No obstante, y aun contando con las limitaciones actuales en el conocimiento, las líneas que siguen no pretenden más que una primera aproximación o ensayo clasificatorio de lugares fortificados, jerarquizados a partir de algunas características materiales como morfología, superficie y tamaño, técnicas constructivas y elementos defensivos o habitacionales.

2. FORTIFICACIONES TARDOANTIGUAS: UNA TENTATIVA DE GRADACIÓN TIPOLÓGICA, ADSCRIPCIÓN SOCIAL Y JERARQUIZACIÓN TERRITORIAL Civitates, oppida, castra, castella, burgi, turres et clausurae son algunos de los principales tipos de lugares fortificados mencionados en los textos coetáneos, a partir de los cuales puede percibirse una gradación jerárquica, aunque no siempre resulta sencillo identificarlos en el registro arqueológico ni establecer su complejidad funcional (fig. 1). Es obvio que una ciudad fortificada es muy diferente de un castro o un

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Figura 1. Fortificaciones hispanovisigodas mencionadas en el texto (A. Gutiérrez). 1- Lucus Augusti, Lugo. 2- Aquae Flaviae (Chaves, Portugal). 3- Bracara Augusta (Braga, Portugal). 4- Viseu (Portugal). 5Aeminium (Coimbra, Portugal). 6-Conimbriga (Condeixa-a-Velha, Portugal). 7- Civitas Igaeditanorum (Idanha-a-Velha, Portugal). 8- Calabria (Almeida, Portugal). 9- Bergidum- Castro Ventosa (Cacabelos, León). 10- Asturica Augusta, Astorga. 11- Legio, León. 12- Gijón. 13- Curiel (Peñaferruz, Gijón). 14- Gauzón (Raíces, Asturias). 15- La Carisa (Lena, Asturias). 16La Mesa (Somiedo, Asturias). 17- El Escudo (Cantabria). 18- Saldaña (Palencia) (Villasabariego, León). 19- Norba Caesarina, Cáceres. 20- Emerita Augusta, Mérida. 21- Ebora (Évora, Portugal). 22- Capera (Caparra, Cáceres). 23- Caurium (Coria, Cáceres). 24- Auca (Oca, Burgos). 25- Cauca (Coca, Segovia). 26- Abula, Ávila. 27-Amaya (Burgos). 28- Cildá (Palencia). 29- Bernardos (Segovia). 30- Tedeja (Trespaderne, Burgos). 31- Monte Rodiles (Villaviciosa, Asturias). 32- Muelas del Pan, Zamora. 33- Castillón de Sta. Eulalia de Tábara, Zamora. 34- Merchanas (Lumbrales, Salamanca). 35- Yecla de Yeltes (Salamanca). 36- Suellacabras (Soria). 37- Navasangil (Villaviciosa, Ávila). 38- Tiermes (Soria). 39- Viladonga (Lugo). 40-Uxama (Osma, Soria). 41- Veleia (Iruña, Álava). 42- Contrebia Leukade (Inestrillas, La Rioja). 43- Castillo de los Monjes (La Rioja). 44- Caesaraugusta, Zaragoza. 45- Oligicus, Olite (Navarra). 46-Barcino, Barcelona. 47- Gerunda Gerona. 48- Recopolis (Zorita de los Canes, Guadalajara). 49- Toletum, Toledo. 50- Castulo (Linares, Jaén). 51- Cartagena (Murcia) (Valencia). 52-Valencia la Vella, Ribaroja (Valencia). 53- Corduba, Córdoba. 54-Valentia, Valencia. 55- Begastrum (Cehegín, Murcia). 56-Eio-Tolmo de Minateda (Hellín, Albacete). 57- Puig Rom (Rosas, Gerona). 58- Sant Julià de Ramis (Gerona). 59- Roc d’Enclar (Andorra). 60- Les Cluses (Francia). 61- Arteketa- col de Ibañeta (Roncesvalles, Navarra-Pirineos Atlánticos Francia).

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pequeño castillo y que sin duda desempeñaron funciones muy diferentes, aunque en los textos ambos tipos aparecen a veces denominados bajo un mismo término, como castra; resulta complicado adscribir estructuras arqueológicas fortificadas a los oppida, castra o castella mencionados en las fuentes a veces de manera ambigua y polisémica. Aunque en principio pudiera pensarse que esa triple enumeración tuviera una correspondencia con grandes, medianos y pequeños recintos amurallados en altura, la realidad es más compleja, tanto en el registro arqueológico como en el textual; algunos oppida llegan a ser equiparados con civitates, sobre todo si han alcanzado el grado de sede episcopal (como Amaya, Auca, Eio…) o han adquirido una extensión y unos rasgos urbanísticos que los equiparan a los centros urbanos tardoantiguos, diferentes ya de las ciudades clásicas, aunque a veces son denominados también castra; es posible que unas y otras denominaciones pretendan destacar una de sus funciones rectoras (administrativa o militar) en lugares centrales que concentraron varias de ellas.

Murallas urbanas y aglomeraciones fortificadas: Civitates y oppida Primer periodo (ss. III-V). Es evidente que la identificación de los agentes y protagonistas de la construcción es más evidente en unos casos que en otros. Así, no resulta difícil atribuir al estado romano del bajo imperio la iniciativa de la construcción de una importante red de amurallamientos urbanos en las principales ciudades provinciales a partir de la segunda mitad del siglo III. A pesar de la heterogeneidad y variantes locales es posible percibir patrones comunes: espesos muros con múltiples cubos de flanqueo a cortas distancias y dotados de elementos de tiro en los cuerpos más altos, así como puertas flanqueadas por torres (Fernández Ochoa y Morillo 1991; Ib. 1992; Ib. 2006). Las características técnicas de esos recintos amurallados permiten incluso percibir la participación del ejército: patrones y módulos geométricos comunes en el diseño de anchuras de muros y puertas, diámetros e intervalos de cubos; otras características comunes, como la reutilización de material constructivo y funerario (sillares, columnas, aras, cipos o cupae) indican además, el desmantelamiento de edifi-

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cios monumentales, viviendas urbanas y necrópolis, lo que a su vez muestra un desinterés por los edificios de prestigio clásicos y una serie de cambios en la inversión de recursos municipales. La generalización de este proceso al conjunto de las provincias occidentales (Italia, Galia, Britania e Hispania) muestra que no se trata de iniciativas aisladas, amenazas fronterizas o conflictos localizados, al menos a una sola de esas causas, sino de una tendencia común al imperio. Entre las propuestas más habituales y aceptadas actualmente para explicar estos amurallamientos se encuentran los cambios en los conceptos urbanísticos y la dignificación del estatus urbano mediante la monumentalización de las murallas, el aumento de la conflictividad y la participación ciudadana en la defensa ante los cambios en el ejército, así como la creación de una red de recaudación fiscal y protección de la circulación de la annona militaris (Fernández Ochoa y Morillo 2002, Ib. 2006). Con estas características comunes se habían levantado murallas en las principales cabeceras urbanas peninsulares, especialmente concentradas en el norte y las vías annonarias, junto a capitales provinciales y municipales e incluso antiguos campamentos militares (Legio) y otros aglomerados secundarios que no contaban anteriormente con estatus urbano (Gijón, Bergidum-Castroventosa) y que adquieren entonces una categoría similar en la administración territorial bajoimperial. Ejemplos de esta “primera generación” de ciudades amuralladas son Lucus Augusti, Asturica Augusta, Legio, Bergidum, Bracara Augusta, Aquae Flaviae, Aeminium, Conimbriga, Norba Caesarina, Emerita Augusta, Caurium, Capera, Ebora, Civitas Igaeditanorum, Castulo, Saguntum, Illici, Cauca, Abula, Tiermes, Uxama, Veleia, Contrebia Leukade, Caesaraugusta, Barcino o Gerunda (Fernández Ochoa y Morillo 1991; Ib. 1992). A lo largo del siglo V se constatan en esos recintos urbanos reparaciones y reformas como cierre de vanos en puertas bíforas, refuerzos de muros y añadidos en torres, reparaciones de calles, etc. (p.ej. en Legio, Lucus, Asturica, Gijón, Barcino, Tarraco,…). Se trata de obras menores, más descuidadas e improvisadas, tendentes a reducir los espacios dobles en las puertas para permitir una defensa ciudadana con menos efectivos militares; seguramente son obras realizadas ya con los propios recursos y efectivos de cada municipio, en

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Figura 2. Recopolis. Muralla y torre cuadrangular con mortero y revocos (A. Gutiérrez).

una época de desestructuración de la administración imperial y el ejército. En consonancia con este proceso debe encuadrarse también la erección de otros centros fortificados menores, oppida, castra y castella de nueva planta por todo el territorio peninsular, como en otras provincias imperiales (vid. infra). Segundo periodo (ss. VI-VII). Entre mediados del siglo VI e inicios del VII fueron promovidas nuevas fundaciones urbanas visigodas, que se sumaron a las tardorromanas, como Recopolis, (Olmo 2008), Ologicus-Olite, Auca-Villafranca de Montes de Oca y Amaya en el norte (Quintana 2008), Begastrum- Cehegín (González Blanco 2007) y Eio-Tolmo de Minateda (Gutiérrez Lloret y Abad 2002), en el sureste, que llegaron a adquirir categoría urbana gracias a la construcción de monumentales recintos amurallados y dotación de sede episcopal, que las asimila a ciudades anteriores, además de una cierta ordenación urbanística (Tolmo y Begastri); aunque no se conocen los rasgos urbanísticos de Amaya o Auca, su gran superficie (32 ha en Amaya), el obispado, el amurallamiento y los sucesos históricos avalan su importancia. En los nuevos programas urbanísticos del estado visigodo se incluye también la dotación de nuevas murallas o reparaciones en las existentes, como parte de importantes reordenaciones en Toletum, Corduba,

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Valentia, Barcino, Emerita y otras (Olmo 2010; García Moreno 1999; García Moreno y Rascón 1999). Además de las funciones militares, la expansión del dominio y consolidación del estado visigodo viene ahora acompañada de una importante reordenación administrativa y fiscal con la instauración de autoridades, sedes episcopales y cecas en los centros urbanos. Además de cambios en los conceptos urbanísticos, destaca el emplazamiento en altura, desde los altozanos de Recópolis u Olite a los altos cerros donde se asientan Amaya, Begastri o El Tolmo, dominando un amplio territorio y la red viaria de zonas periféricas conflictivas. Sobresalen, entre las más conocidas y monumentales, como corresponde a obras no solo defensivas sino propagandísticas, las de Recópolis (fig. 2), Olite, Begastri y El Tolmo, que siguen patrones semejantes a las murallas tardorromanas de cubos: potentes recintos con torres cuadrangulares, puertas flanqueadas por torres, con pasos más estrechos que aquellas, fábricas de sillería y mamposterías regulares, empleo de morteros y revocos de cal, o sistemas de tiro en los cuerpos altos, visibles en Olite aunque de datación insegura (Fig. 3). Más difícil es detectar y fechar las obras y reparaciones posteriores en los recintos amurallados tardorromanos, que sin embargo debieron producirse a juzgar tanto por algunas noticias literarias como por

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algunas semejanzas con las fábricas realizadas por el estado visigodo en las murallas de Recópolis y Olite. Ejemplo de algunas de esas reparaciones pueden ser las documentadas en Mérida, Lisboa, Braga, Conimbriga, León o la Cartagena bizantina.

Aglomerados urbanos menores: oppida y grandes castra con murallas de cubos A las ciudades de origen romano y las fundaciones visigodas se sumaron otros núcleos fortificados con cierto estatus urbano e incluso a veces sede episcopal, cecas o edificios de culto, rasgos compartidos con ciudades tardoantiguas aunque con un carácter diferente, de prevalencia militar. En las fuentes literarias (Hydacio, Blicaro, San Isidoro…) son denominadas civitas, oppida o en ocasiones castra (Jiménez de Furundarena, 1993), sin duda por su carácter fortificado, emplazamiento en altura, algún tipo de urbanismo, presencia de edificios episcopales y otras prerrogativas (como cecas). Pueden calificarse como ciudades de segunda categoría o núcleos urbanos intermedios, cabeceras comarcales de territorios y municipios secundarios, destinados sin duda a consolidar la estructura militar, administrativa, fiscal y religiosa del estado tardorromano (siglo V) y visigodo (siglos VI y VII) en zonas periféricas (Jiménez de Furundarena, 1993; Olmo 2010). Como tales pueden calificarse los casos de Bergidum (Castro Ventosa) (fig. 4), Monte Cildá, Bernardos, y quizás Tedeja, entre otros peor conocidos como Auca (Villafranca de Montes de Oca), Calabria, Viseu (Ruiz Gutiérrez, 1993, Gonzalo 2006, Lecanda 2002). En época tardorromana estarían ya fortificados aglomerados como Bergidum (Castroventosa), Bernardos, Cildá o Tedeja, importantes centros rectores en el poblamiento rural aunque con un papel inferior al de las ciudades, deducible de una menor dotación urbanística monumental y una superficie cercada menor, entre las 10 ha (Cildá, Bergidum) y las 5 ha de Bernardos; solamente Tedeja, con 2 ha, tiene una extensión inferior, aunque se asemeja a los anteriores en el emplazamiento en altura y un similar sistema defensivo; el desconocimiento de la organización interna no permite avanzar más en su definición. Destaca en todos ellos la dotación de potentes mura

Figura 3. Olite. Muralla tardoantigua con fábricas de sillería almohadillada, mampostería y restos de cuerpos altos (A. Gutiérrez).

llas de cubos, con intervalos, materiales, técnicas y patrones constructivos semejantes a los de los recintos urbanos, especialmente la repetición con cierta regularidad de cubos de flanqueo semicirculares (Bergidum, Tedeja, Bernardos) o cuadrangulares (Cildá), lo que permite atribuir las obras a la iniciativa estatal a través del ejército o de las autoridades municipales. Los materiales arqueológicos asociados indican un momento constructivo entre el siglo IV avanzado y la primera mitad del siglo V. En todos ellos se constatan además fases de reparación, refuerzos y añadidos posteriores, entre los siglos VI y VII (García Guinea et al 1968; Ib. 1974; Ruiz 1993; Lecanda 2002; Palomino et al 2012; Gonzalo 2006: 28-32), lo que indica una preocupación estatal visigoda por el mantenimiento de estas plazas, aunque no sepamos si a cargo del ejército, autoridades públicas o tropas privadas de

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señores locales, en cualquier caso seguramente vinculados al poder central y con un importante papel rector en sus territorios; a favor de este argumento habla la semejanza de los patrones constructivos (murallas de cubos), el emplazamiento dominante sobre sus entornos, bien organizados y poblados con asentamientos rurales, iglesias y monasterios, así como la aparición de materiales de prestigio y cerámicas importadas, indicadores del mantenimiento de la red comercial; incluso la existencia de cecas en Bergidum y Mave, próxima esta a Cildá. La dispersión por zonas periféricas con escasa densidad urbana anterior parece indicar también que debieron formar parte del mismo sistema de articulación territorial y control viario que las ciudades bajoimperiales, completando el papel de lugares centrales en su entorno rural, incluyendo funciones militares, administrativas y fiscales. El papel jerárquico en el entorno está bien documentado en el caso del Bergidum visigodo; lo mismo cabe deducir de Cildá, Bernardos y Tedeja, centros eminentes en un entorno de asentamientos agrarios, monasterios e iglesias de época visigoda. Además de compartir las características técnicas de las murallas urbanas, los emplazamientos en altura, la amplia visibilidad y dominio visual del entorno, vías y pasos de montaña, estos sitios fortificados comparten también los rasgos que se aprecian en otros castra menores que proliferan a partir del siglo V, a los que quizás sirvieron de modelo.

Castra y castella Otros muchos emplazamientos fortificados van siendo conocidos en la península cuando se abordan estudios territoriales en escalas comarcales o regionales, donde se localizan fortificaciones de altura junto a otros asentamientos rurales en llanura, construcciones religiosas y funerarias (vid. p. ej.: López Quiroga 2004 para Galicia; Gutiérrez 2010a para Asturias; Muñoz et al 2009 para Cantabria; Ariño 2006; Morín de Pablos 2006; Blanco et al 2009 y Chavarría 2007; Ib, 2007 para el valle del Duero, entre otros). Estas fortificaciones de altura presentan una gran heterogeneidad en tamaño, características del asentamiento, morfología de sus defensas y de sus estructuras habitacionales, lo que impide establecer claramen-

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te su funcionalidad e iniciativa, aunque es posible ver algunos rasgos comunes entre ellas y los anteriores núcleos urbanos secundarios fortificados. Diversos autores han esbozado diferencias morfológicas y funcionales entre estos tipos de asentamientos, diferenciando entre grandes poblados de altura y castillos roqueros de vigilancia (Abásolo 1999), lugares de residencia aristocrática, castros militares y poblados castreños de comunidades campesinas (Escalona 2002; Gutiérrez 2002b; Chavarría 2007). En líneas generales se ha establecido una gradación entre grandes asentamientos rurales amurallados (como Merchanas, La Nuez de Abajo, Tañine, Suellacabras, Yecla de Yeltes, Valencia la Vella, Santa Tegra o San Cibrián das Las), atribuidos a la ocupación defensiva o estratégica de época tardorromana y visigoda (como Amaya, Cildá, Bernardos o Tedeja); castra militares (como (Tedeja, Sant Julià de Ramis o Puig Rom, si bien éste con un importante contingente civil); pequeños castillos roqueros o atalayas de vigilancia (Tudanca, Siero, Ordejón) (Nuño 1999; Abásolo 1999: 92-95 para el norte de Burgos); o asentamientos aristocráticos en altura (p. ej.: Yecla de Santo Domingo de Silos) (Escalona 2002 para la zona burgalesa; Blanco et al 2009 para la zona meridional del valle del Duero). Han sido denominados también oppida, castra o castella, de manera indiferenciada; sin embargo es posible establecer una gradación jerárquica en función de su tamaño, tipo de amurallamiento, estructuras y materiales, no solo por una cuestión de terminología sino también como una vía para intentar diferenciar su función y atribución sociopolítica. Todos ellos comparten algunas características con los núcleos fortificados mayores y preeminentes en la jerarquización territorial (civitates y oppida), como el emplazamiento en altura, el amplio dominio del entorno rural y la red viaria, e incluso a veces la existencia de edificios y materiales de prestigio, incluyendo armamento militar. Sin embargo, podrían situarse en una categoría inferior a la de los anteriores, a juzgar no solo por el menor tamaño sino también por otros rasgos no presentes en estos, como las murallas de cubos, ladotación de obispados o de cecas (con la excepción de Puig Rom-Roses). Con toda seguridad formaban escalones administrativos intermedios entre las ciudades y los asentamientos rurales, comple mentarios en las funciones militares y fiscales.

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Figura 4. Planta de los castros de Castroventosa, Las Merchanas, Calatañazor, Yecla de Yeltes y Suellacabras (Domínguez y Nuño 1997).

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Figura 5. Las Merchanas. Puerta del castro reformada en época tardoantigua: estrechamiento de opus quadratum (A. Gutiérrez).

Así, es posible diferenciar un heterogéneo repertorio de fortificaciones rurales menores, de tamaño medio, entre 2 y 5 ha (castra) o pequeño, de menos de 1 ha (castella), pequeños fortines (burgi) y torres de vigilancia y comunicaciones (turres, turris speculatoria, turris farator) distribuidos por todo el territorio hispano desde los últimos tiempos imperiales e iniciando una tendencia que se extenderá en época visigoda. En un primer periodo (siglo V, con algunos antecedentes en el IV) se datan los castra y castella de Mue-las del Pan, Castillón de Tábara, Las Merchanas, Navasangil, La Yecla de Silos o Sant Julià de Ramis, coetáneos de los oppida de Bernardos, Bergidum, Cildá o Tedeja. La mayoría continúa funcionando hasta el siglo VII, con un cierto auge y expansión en época visigoda, en que aparecen nuevas fortificaciones tanto urbanas (Recópolis, El Tolmo, Begastrum, Olite) como rurales (Puig Rom, Valencia la Vella). Por sus características, pueden considerarse castra de tamaño medio (entre 2 y 5 ha aproximadamente), aunque no toda la superficie esté ocupada y habitada, sitios como Yecla de Yeltes (5,3 ha), Valencia la Vella (4 ha), Monte Rodiles (unas 4 ha), Muelas del Pan (4 ha), Las Merchanas (3,3 ha), Castillón de Tábara (3 ha), Navasangil (1,6 ha), Suellacabras (1,6 ha) (fig. 4 y 5. Domínguez y Nuño 1997; Gutiérrez 2002b; Ib. 2010b; Ib. 2011), todos los cuales reúnen algunas

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características comunes: enclavados en cerros o mesetas con gran visibilidad sobre su entorno, con grandes recintos amurallados realizados con bloques irregulares en seco y toscas hiladas, sin cubos o torres, aunque a veces con entradas casi monumentales (Merchanas, Yecla de Yeltes, de origen protohistórico con reformas tardorromanas), fosos, varios recintos y otros dispositivos defensivos, como zonas escarpadas que sustituyen a murallas (Muelas, Tábara, Merchanas, Suellacabras). Su emplazamiento en altura y recintos amurallados pueden ser comparables con algunos de los oppida y grandes castra mencionados (Begastrum, Tolmo, Castro Ventosa, Amaya, Monte Cildá, Bernardos, Tedeja), con la diferencia de una peor ejecución, ausencia de cubos, técnicas constructivas sin morteros de cal ni revocos, y trazados irregulares adaptados a la crestas rocosas; tampoco se conocen en ellos sedes episcopales, cecas u otros elementos indicadores de alto estatus político-administrativo. Más probable es que se trate de castra militares, con pequeñas guarniciones, a juzgar por rasgos comunes como la localización táctica sobre vías, pasos, collados, rías y costa; el asentamiento encaramado en lugares abruptos, alejados de zonas óptimas agrarias; o el armamento de los siglos VI-VII hallado en algunos de ellos como Yecla de Silos, Muelas del Pan (lanzas, hachas, cuchillos, puntas de flecha…) además de otras

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herramientas agrícolas y artesanales (azadas, azuelas, hoces, podaderas…), estructuras como horrea o almacenes con grandes contenedores (v.g. Muelas del Pan, Castillón de Tábara) y silos de almacenamiento de cereal, que podrían indicar que se trata de establecimientos fiscales estatales, para recolección y protección de la annona militaris u otras exacciones tributarias tardorromanas y visigodas. La mayoría de esas características son compartidas también por otras fortificaciones de menor tamaño (menos de 1 ha), calificadas como castella militares, tales como Sant Julià de Ramis (fig. 6) y las Clausurae del Pertús (Cluses del Castell dels Moros y la Clusa Alta, fig. 8) (Castellví 1995; Burch et al 2006), Puig Rom (Palol, 2004), Roc d’ Enclar (Ruf et al 1996 97), el Castillo de los Monjes (Tejado 2012), La Yecla de Santo Domingo de Silos; Saldaña, Tudanca, Siero, Tañine, etc., siguiendo tradiciones poliorcéticas romanas desde época republicana (v.g. Brotóns y Murcia 2008). En estos casos, las estructuras suelen ser más complejas y elaboradas, incorporando técnicas como el opus caementicium, opus vittatum, opus spicatum, revocos, torres rectangulares (Puig Rom, Sant Julià de Ramis) y puertas monumentales, edificios de prestigio al interior, incluyendo lugares de culto (Sant Julià de Ramis y quizás Navansangil) y espacios funerarios (Yecla de Silos, Las Merchanas), edificios residenciales y fiscales, como los almacenes annorarios de Sant Julià de Ramis, las viviendas y silos domésticos del Puig Rom, además de armamento y herramientas, objetos de prestigio e importación (cerámicas, ánforas, vidrios, metalistería). Excavaciones como las de Sant Julià de Ramis o el Castillo de los Monjes inciden en ese papel militar de control estatal de la red viaria y protección annoraria desde época tardorromana (Sant Julià de Ramis, Clausurae y turris de Panisseres, en los pasos pirenaicos), así como de implantación del estado visigodo en territorios periféricos o conflictivos, frente a poderes locales y levantamientos (Castillo de los Monjes y otros castella y turres del alto Iregua (Tejado 2012), a los que se pueden sumar otros más en los pasos montañosos del norte peninsular. Por otro lado, las excavaciones en Sant Julià de Ramis, Muelas del Pan y Castillón de Tábara muestran amplios espacios de almacenamiento fiscal, indicando que constituirían centros de colección de productos agrarios, por parte

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de guarniciones militares entre los siglos V y VII (con dos fases sucesivas en Muelas y Ramis, fig. 7) (Nuño y Domínguez 2002; Burch et al 2006). Refuerza también esa atribución de recaudación fiscal la notable concentración de pizarras de contabilidad de pagos en especie (ganado y cereal) en algunos castros del occidente de la Meseta (Lerilla, Salvatierra, Navasangil), que se atribuye a la acción recaudatoria por parte de poderosos locales en nombre del estado visigodo (Díaz y Martín Viso 2011). Igualmente podrían incidir en las funciones fiscales el cuantioso número de castros en todo el noroeste con hallazgos de tesaurizaciones de monedas de los siglos III a V. Habitualmente se han atribuido a ocultaciones (Arias y Cavada 1977-78) relacionadas con invasiones germánicas y conflictos sociales; sin embargo pueden asociarse más bien a la reorganización de la fiscalidad bajoimperial, sin estar relacionados necesariamente con hechos violentos, lo que vendría corroborado por la diferente seriación cronológica de las ocultaciones (Fernández Manzano y Sáez 1982). Por otra parte, las reocupaciones de algunos castros antiguos del norte y noroeste se han puesto también en relación con comunidades campesinas que buscan asentamientos propicios para prácticas agrarias diferentes a las de época romana, como la ganadería extensiva y el aprovechamiento de recursos forestales (vid. estudios bioarqueológicos en Ariño 2006 o Blanco et al 2009). La ausencia en estos castros de estructuras y dotaciones poliorcéticas así como elementos muebles suntuosos, podría indicar una cierta autonomía de poderes externos en la gestión económica (vid. p. ej. Gutiérrez 2002b, López Quiroga 2004, para el noroeste; Martín Viso 2000; Escalona 2002 para el Duero; Gutiérrez Lloret 1996 para el sureste). En anteriores trabajos (Gutiérrez 2002b) distinguíamos entre grandes recintos amurallados militares, estatales (Castroventosa, Bernardos, Monte Cildá…) y pequeños castros campesinos en la zonta cantábrica asturleonesa; sin embargo tal hipótesis sobre la autonomía campesina, no tiene fácil comprobación arqueológica ni es aplicable a todos los lugares propuestos entonces. Esta atribución ha sido corregida cuando la documentación arqueológica ha ido mostrando evidencias de la presencia y acción militar, estatal y señorial. Aun así, puede mantenerse para algunos asentamientos en los que no se detectan

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Figura 6. Sant Julià de Ramis. Planta del castellum (Burch et al 2006).

indicios o parámetros militares o aristocráticos, en tanto no se disponga de nuevos datos; sería el caso de los pequeños castros de las montañas cantábricas (como Cospedal, La Valcueva, Mallo, San Emiliano, Valdoré), así como otros más en el noroeste (López Quiroga 2004), en los que solo se aprecian reutilizaciones de las antiguas estructuras amuralladas y habitacionales sin grandes esfuerzos de inversión y cuyos hallazgos se reducen, por ahora, a un repertorio material sumamente sencillo. Aunque vamos disponiendo cada vez de más pruebas de la acción del poder central o local en los territorios peninsulares, es muy posible que su acción no alcance de igual manera a algunas zonas periféricas, montañosas y alejadas de los centros de poder o, al menos, no se detecte en el registro arqueológico, lo que no debe entenderse nece-

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Figura 7. Sant Julià de Ramis. Restitución del castellum en la fase I (a) y II (b). (Burch et al 2006).

sariamente como una situación de independencia política, jurídica o económica.

Turres y pequeños castella o burgi Otras fortificaciones igualmente asentadas en alturas con amplio control del entorno, vías, pasos montañosos o zonas costeras, dotadas también con murallas deben situarse en un rango inferior a los castra y castella, por su menor tamaño (unos 30 x 30 metros de lado o aun menos) y equipamiento. Podrían identificarse con burgi y turres (los más pequeños y en los que sólo constan un pequeño recinto o torre en la cima de un cerro o altura destacada sobre el entorno), destinados a albergar pequeñas guarniciones de vigi-

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lancia viaria, control militar o fiscal, sistemas de alerta y comunicaciones (Abásolo 1999 para ejemplos del norte del Duero; Nuño 1999; Marcos y Mantecón 2012 para Cantabria; Gutiérrez 2010a para Asturias; Arias 1996 y López Quiroga 2004 para Galicia; Tejado 2012 en el Iregua riojano; Burch et al 2006 sobre los pasos pirenaicos, etc). En algunos casos una turris fue el origen de un castellum más amplio, como Panisseres, Sant Juliá de Ramis (Burch et al 2006) o Tedeja. La cronología y materiales de la mayoría (en Cantabria, Asturias, Burgos, Gerona…) apuntan hacia un momento tardorromano, donde estaría presente aun el aparato militar central en la vigilancia viaria; en otros casos, algunos indicios parecen apuntar hacia un origen posterior (siglos VI-VIII), seguramente como puntos de vigilancia complementarios de los castros y oppida. En los últimos tiempos del reino visigodo se documentan ya algunos castillos, de tradición anterior, pero quizás ya de carácter privado, levantados por la aristocracia local, como residencia o como alojamiento de sus pequeñas guarniciones de dominio territorial, bien integrados en el aparato estatal visigodo o frente a él. En este sentido, resulta interesante señalar que algunos de ellos, como los castillos de Curiel o Gauzón, en Asturias, tenidos por castillos construidos en tiempos altomedievales, están ofreciendo materiales y dataciones de los siglos VII y VIII, lo que indicaría la creación de espacios dominados por los señores locales en momentos previos a la época de la monarquía asturiana (Gutiérrez 2010b; Muñiz y García 2010).

Clausuras, fortines y defensas lineales Desde época tardorromana se documentan fortines y defensas lineales, clausurae y claustra, en pasos por puertos y desfiladeros de montaña pirenaicos, alpinos, orientales o norteafricanos. Consisten en fortines o torres de vigilancia (clausurae, burgi, oxuroma, custodes) así como defensas lineales de varias centenas de metros, compuestas por muros, terraplenes y fosos (murus, uallum, claustra, fossatum, bracchium...) interceptando el paso por las vías de montaña (Napoli y Rebuffat 1993; Whittaker, 1989). Se mencionan ya en el siglo V en los Alpes (Próspero de Aquitania, Epit. Chr. I) y los Pirineos, donde los honoriaci franquearon el paso a los

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germanos en 409 (Orosio, Hist. adv. pag., VII, 40, 6-9; en Grosse ed. 1947, 30). El Imperio bizantino dispuso igualmente fortines (oxuroma) y defensas lineales (diateixisma) en sus fronteras apeninas, ilíricas, sirias y norteafricanas de los siglos VI y VII (Procopio, De edificis; Cassiodoro, Epist. II, 5; Cód. Justiniano 1, 314; Pringle, 1981; Brogiolo y Gelichi, 1996; Rebuffat, 2000). El reino visigodo disponía de fortines similares en los pasos pirenaicos orientales: …castrum quod uocatur Clausuras (Hist. Wambae, 11, Grosse ed. 1947, 330), bien documentados arqueológicamente en la turris de Panissars y las clausurae de Perthus o Portús, dos castella o fortines a ambos lados de la vía Augusta, que también podía clausurarse con una puerta fortificada (Castellví 1995: 81-104; Burch et al 2006: 151165) (fig. 8 y 9). También se han localizado en los pirineos occidentales, sobre la vía de Burdeos a Astorga entre Saint-Jean-le-Vieux y Roncesvalles por los puertos de Cize e Ibañeta, en Arteketa-Campaita, consistente en una muralla de piedra y un parapeto de tierra (Tobie 1997: 134-136). El hallazgo de armas (hachas franciscas, puntas de lanza, jabalina), fíbulas cruciformes y otras piezas de tipo germánico (Ib.: 130) prueba la importancia estratégica del control de los pasos de montaña mediante clausurae y burgi por el ejército romano ya desde comienzos del siglo V, política mantenida en las expediciones visigodas contra los vascos y la aristocracia rebelde (Suintila en 621, Wamba en 672, Rodrigo en 711) hasta las campañas musulmanas del 732 o de Carlomagno en el 778, constatadas con el hallazgo de varios dirhams de finales del siglo VIII en las inmediaciones (Ib.: 134136). En los pasos del pirineo central, Roc d’Enclar en el desfiladero de Andorra, cumpliría similares funciones (Ruf et al 1996-1997). Similares defensas lineales con murallas de piedra de varios centenares de metros y fosos, dispuestas transversalmente a caminos antiguos, se han identificado también en varios puertos de las montañas cantábricas. En los puertos de La Carisa, La Mesa (fig. 10) y El Escudo se construyeron muros de unos 500 m de longitud en el primero y 120 m en el segundo, compuestos por una muralla (de 5 ó 6 m de anchura) y un escarpe o foso, completados con una torre en el extremo occidental del Homón de Faro (vía de La Carisa), que se interponen transversalmente en cami-

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Figura 8. Les Cluses. Planta de los fortines de las Clausurae pirenaicas sobre la via Augusta (Burch et al 2006).

Figura 9. Les Cluses. Restitución de los fortines de las Clausurae pirenaicas sobre la via Augusta (Burch et al 2006).

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Figura 10. Muralla y foso de la defensa lineal de El Muru en la vía de la Mesa (Asturias). (A. Gutiérrez).

nos que discurren por encima de los 1600 m (Camino, Viniegra y Estrada 2010). Además de las barreras lineales podrían considerarse también clausuras algunos castra y turres emplazados sobre desfiladeros y angosturas de otros pasos montañosos norteños, como en Los Barrios de Luna (León) hacia los puertos de Ventana y La Mesa, con hallazgos de armamento tardorromano (Gutiérrez 1995; Ib. 2011), el recinto amurallado de Tedeja sobre el desfiladero de la Horadada (Lecanda 2002), el de Pancorvo en el desfiladero homónimo o el Castillo de los Monjes y otras turres del alto Iregua (Tejado 2012). Las dataciones absolutas sitúan las defensas lineales cantábricas a comienzos del siglo VIII, relacionadas, por tanto, con el cierre de las vías militares a la conquista islámica (Camino, Viniegra y Estrada 2010). La reiteración de clausuras en pasos de montaña cantábricos y pirenaicos, construidas con técnicas y emplazamientos muy semejantes, muestra un proceso común de defensa, quizás planificada por un poder central más que de forma aislada e independiente por comunidades y señores locales. La semejanza, en cuanto a planteamiento táctico, de las clausuras cantábricas y pirenaicas con otras romanas y bizantinas en zonas alpinas, ilíricas, dacias y orientales indica más bien una ordenación estatal que iniciativas locales autónomas, llevada a cabo frente a otro poder militar fuerte, procedente del sur y ante el cual resultaría mejor cerrar los pasos de montaña que presentar

batalla en campo abierto. La resistencia ante la conquista islámica en ambas zonas de las montañas cantábricas y pirenaicas está igualmente constatada en fuentes escritas cristianas y musulmanas, tanto en los primeros años de la conquista (c. 714-722) como en las sucesivas campañas de castigo y de intentos de sumisión (c. 760-795). Sin embargo, no parece que tales obras pudieran ser levantadas por el propio ejército visigodo ante la invasión musulmana, precisamente en su momento más crítico, derrotado, dividido y teniendo que atender a rebeliones internas. Más bien cabe pensar que la construcción y defensa de las barreras y clausuras fuera encomendada a los poderosos locales de los respectivos territorios. Bajo la dirección táctica de los estrategas militares centrales - lo que explica las similitudes tácticas y técnicas entre unas y otras - los trabajos, intendencia y defensa pudieron correr a cargo de las élites territoriales, quienes contarían con una capacidad de exigencia de prestaciones laborales y militares entre la población suficiente para atender las necesidades de cada clausura.

CONCLUSIONES Ante el amplio repertorio de sitios fortificados de época tardoantigua, pueden realizarse varias observaciones de conjunto. Por una parte, la diversidad de lugares fortificados, tanto urbanos como rurales; por otra, la amplia

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cronología del proceso, que se inicia en los últimos tiempos del imperio romano, anticipando formas y funciones de las fortificaciones altomedievales. A partir de criterios como el tamaño y la superficie, los elementos y técnicas de construcción de las murallas, la existencia de edificios de prestigio, obispado y cecas, o los instrumentos militares y domésticos (armamento, objetos de clase aristocrática, vajilla importada…) puede establecerse una jerarquización y gradación tipológica, funcional, política y social de los emplazamientos fortificados, intentando asignarles alguna de las categorías conocidas por las fuentes escritas. Así, en época tardorromana y visigoda la ordenación territorial presenta una compleja jerarquización, al frente de la cual están las civitates, generalmente con sede episcopal, y los oppida, nuevos núcleos urbanos en los que destaca su carácter fortificado y militar, aunque algunos alcanzaron rasgos urbanos y obispados. Su papel en la organización y jerarquización territorial aún no está bien definido, aunque es seguro que constituían los núcleos centrales de los territorios rurales, en los cuales se distribuían fundos de monasterios, villas, aldeas, granjas, cabañas y otros tipos de poblados campesinos no fortificados. En una escala inferior estarían los castra y castella, con distintos significados en las fuentes literarias y difícil correspondencia arqueológica, desde grandes aglomerados y poblados amurallados, castra, a sitios fortificados menores, como castella, burgi y turres, con funciones eminentemente militares y de vigilancia viaria. Un primer impulso (o “primera generación” en la terminología adaptada de Italia) está constituido por la construcción de potentes recintos amurallados en las ciudades y principales núcleos intermedios, oppida, que comienza entre finales del siglo III e inicios del IV, debido a los cambios en la organización defensiva, protección de vías y recaudación fiscal. En la primera mitad del siglo V repuntan las necesidades defensivas, forzando nuevos amurallamientos urbanos y una red de castra y castella para asegurar la defensa de los territorios y la recaudación fiscal. El origen y las causas de la proliferación de estos sitios fortificados están asociados a los cambios políticos, militares, sociales y económicos que se producen a partir de mediados del siglo III y se agudizan en el V. Entre ellos, la reorganización del ejército, el sistema de recaudación fiscal, el papel administrativo de

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las ciudades en su territorio o las relaciones de poder entre el estado, las autoridades municipales o la nueva aristocracia son algunos de los factores concatenados que contribuyen a una completa transformación y ordenación del territorio. La amenaza exterior y la conflictividad interna, así como los problemas para el mantenimiento del ejército, la deserción y progresiva “barbarización” de las tropas hasta la desaparición de las legiones y la privatización de la defensa deben contarse entre las causas de esos cambios. Las autoridades municipales debieron asumir la protección de las ciudades, iniciando la construcción de potentes cinturones amurallados. La protección de la recaudación y circulación tributaria necesitó una red viaria bien asegurada con fortificaciones rurales y nuevos lugares centrales interurbanos; oppida, castra, castella, burgi y turres pasaron a dominar el paisaje y jerarquizar la ordenación territorial. El estado visigodo continuó esa misma política de defensa territorial y protección fiscal entre mediados del siglo VI e inicios del siglo VIII aumentando incluso las fortificaciones tanto de carácter urbano como militar en los territorios conflictivos; la implantación del dominio visigodo y la reorganización administrativa y fiscal se apoyó en una extensa red de oppida, castra y castella, una nueva oleada (o “segunda generación”) de fortificaciones que sirvieron no sólo como guarniciones militares sino como centros administrativos intermedios entre las ciudades y el campo, asegurando las vías, zonas conflictivas, periféricas o fronterizas. Incluso las nuevas fundaciones urbanas visigodas adquirieron esa forma de oppida en altura; los conceptos, espacios y funciones de la ciudad clásica ya habían cambiado, y los nuevos, como la organización episcopal, se realizaron al cobijo de la protección defensiva, proporcionada por la altura y las murallas. Al mismo tiempo, la transferencia de competencias del estado y el ejército a las ciudades y autoridades provinciales favoreció la emergencia de poderes locales, no solo de entre la clase política senatorial y municipal sino también de entre grandes propietarios fundiarios, la jerarquía episcopal o la aristocracia militar germánica. En los momentos más críticos para el estado tardorromano y visigodo, la debilidad de la autoridad central generó el ascenso y aspiraciones de esas nuevas aristocracias, siempre basculantes entre la colaboración política, militar y fiscal con el poder

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central, y la insumisión y rebelión, desde sus territorios y sus plazas fuertes. Junto a la privatización de las funciones y competencias estatales en el ejercicio del poder, tanto en la administración territorial como en la recaudación fiscal, que fue pasando del tributo estatal a la renta señorial, también los castillos y otras fortificaciones territoriales se fueron convirtiendo en instrumentos de coerción y dominación aristocrática sobre la población rural, en nombre del estado o en el suyo propio. A las funciones militares y defensivas, los nuevos lugares centrales fortificados (oppida, castra y castella) fueron sumando también funciones administrativas y fiscales bajo el control de los poderosos locales. En época imperial romana era impensable la existencia de fortificaciones que no fueran estatales; el ejército construía y estaba al mando de oppida, castella, castra, clausurae, burgi y turres, distribuidas tanto en las fronteras como en la red viaria, pasos de montaña o zonas conflictivas, que proliferaron desde el siglo V en adelante. Sin embargo, a partir de los siglos VI y VII surgen dudas sobre la atribución de esas obras de fortificación a iniciativas de las autoridades estatales o a la aristocracia regional, ya fuera en representación o delegación estatal o a título propio; incluso en áreas periféricas podrían atribuirse a otros poderes locales o a las propias comunidades campesinas, con independencia de que existiera en su seno algún tipo de jerarquías internas. El paso de fortificaciones estatales, públicas, a los castillos privados, señoriales, se produjo definitivamente con la desaparición del estado visigodo. Los castillos que habían servido para dominar y articular los territorios estatales participaron entonces en su desarticulación. Los poderosos locales asumieron el dominio de los castillos heredados de la administración pública o construyeron otros, desde donde ejercerían su poder político, militar y económico sobre comunidades y territorios. La reorganización del poder central en los nuevos reinos medievales debería afrontar o asumir el poder de esos señores de castillos.

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