Flor Del Desierto. Contra la Mutilación Genital - Waris Dirie

July 26, 2017 | Autor: J. Vázquez Pérez | Categoría: Social and Cultural Anthropology, Female Genital Mutilation
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Descripción

Flor Del Desierto. Contra la Mutilación Genital - Waris Dirie La circuncisión femenina, o mutilación genital femenina (MGF), expresión más precisa que se usa actualmente, predomina en veintiocho países de África. La ONU calcula que a unos ciento treinta millones de niñas y mujeres se les ha practicado la MGF. Cada año, al menos dos millones —es decir, seis mil cada día— corren el riesgo de ser las próximas víctimas. La operación suele hacerla, en circunstancias primitivas, una partera o una mujer de una aldea. No usan anestesia. Cortan a la niña con cualquier instrumento que tengan a mano: cuchillas de afeitar, cuchillos, tijeras, trozos de vidrio, piedras afiladas y, en algunas regiones, los dientes. El alcance de la operación cambia según la situación geográfica y las prácticas culturales. El daño mínimo consiste en cortar la capucha del clítoris, lo que impedirá que la chica disfrute toda la vida del sexo. Al otro lado del espectro está la infibulación, a la que someten al ochenta por ciento de las mujeres somalíes, la versión padecida por mí. Las consecuencias de la infibulación incluyen el shock, la infección, el daño a la uretra y al ano, la formación de cicatrices, el tétanos, infecciones de la vejiga, septicemia, el VIH y la hepatitis B. Las complicaciones a largo plazo incluyen infecciones crónicas y recurrentes de la vejiga y la pelvis que pueden provocar la esterilidad, quistes y abscesos en torno a la vulva, neuromas dolorosos, crecientes dificultades para orinar, dismenorrea, la acumulación de sangre menstrual en el abdomen, la frigidez, la depresión y la muerte. Debido a que critico la práctica de la mutilación genital femenina, muchas personas creen que no aprecio mi cultura, pero se equivocan. Cada día doy gracias a Dios por ser africana. Cada día. Me siento muy orgullosa de ser somalí, orgullosa de mi país. Supongo que otras culturas lo considerarían un modo de pensar muy africano..., ese orgullo por nada, arrogancia dirían algunos. Aparte de lo de la ablación, no cambiaría mi crianza por la de nadie. Aquí, en Nueva York, donde todos hablan de valores familiares, he visto muy poco estos valores; no veo que las familias se reúnan como lo hacíamos nosotros, cantando, batiendo palmas, riendo. Aquí las personas no están conectadas unas con otras; no existe un sentido de pertenencia a una comunidad. Otra ventaja de criarse en África es que una se siente parte de la naturaleza, de la vida en estado puro. Yo conocía la vida, no me protegían de ella, y era la vida real, no un sustituto artificial en el que, como en la televisión, veo a otras gentes vivir. Desde un principio poseía el instinto de supervivencia; aprendí a sentir alegría y pena al mismo tiempo; aprendí que la dicha no está en lo que posees, porque nunca tuve nada y era dichosa. La época que más valoro de mi vida es aquella en que mi familia y yo estábamos todos juntos. Pienso en las noches en que nos sentábamos en torno a la hoguera, después de cenar, y nos reíamos de todo, por poco importante que fuera. Y cuando llegaban las lluvias y la vida renacía lo celebrábamos. Cuando me crié en Somalia, apreciábamos las cosas sencillas de la vida. Celebrábamos la lluvia porque significaba que tendríamos agua. ¿A quién le preocupa el agua en Nueva York? Aquí la dejas correr mientras haces otra cosa en la cocina: cuando la necesitas, la tienes; sólo con abrir el grifo, ¡bum!, sale. Cuando no tienes algo, entonces lo valoras, y como no teníamos nada, lo apreciábamos todo. Conseguir comida suponía una lucha diaria para mi familia. Comprar un costal de arroz significaba una gran ocasión. En Estados Unidos, sin embargo, cualquiera que venga de una nación del Tercer Mundo se queda pasmado al ver la cantidad y la variedad de alimentos. Sin embargo —qué triste, ¿no?—, muchos norteamericanos lo que no quieren es comer. En un lado del mundo nos cuesta mucho alimentar a los nuestros, y en el otro lado hay gente que paga por perder peso. Cuando veo en la tele los anuncios de programas de pérdida de peso grito: ¿Quieres perder peso? ¡Vete a África! ¿Qué te parece? ¿Qué tal si pierdes peso mientras ayudas a otra gente? ¿Se te ha ocurrido alguna vez? Te sentirás bien y diferente. Lograrás dos cosas importantes a la vez. Te lo prometo:

cuando regreses habrás aprendido mucho. Tendrás la mente mucho más despejada que cuando te marchaste. Hoy valoro las cosas más sencillas. Cada día conozco a personas que tienen una casa o un apartamento muy bonito —o varias casas o apartamentos bonitos—, coches, barcos, joyas..., pero sólo piensan en adquirir más, como si con lo siguiente que compraran pudieran adquirir también felicidad y paz mental. Sin embargo, no necesito un anillo de diamantes para sentirme dichosa. La gente me dice: «¡Oh! Eso es fácil de decir ahora que puedes comprarte cualquier cosa que quieras». Pero no quiero nada. Lo más valioso de la vida —aparte de la vida misma— es la salud. Pero la gente echa a perder su salud irritándose y preocupándose con minucias. «Ya llegó la factura, y otra factura, y las facturas llegan de todas direcciones y, ¿ay, cómo voy a pagarlas todas?» Estados Unidos es el país más rico del mundo y, sin embargo, todos se sienten pobres. Más que la falta de dinero, lo que la gente lamenta es la falta de tiempo. Nadie tiene tiempo. Nada de tiempo. «¡Quítate de mi camino, hombre, que tengo prisa!» Las calles están repletas de gentes que corren de aquí para allá, yendo detrás de quién sabe qué. De veras que me alegro de haber experimentado ambos estilos de vida, el sencillo y el rápido. Pero si no me hubiese criado en África, no sé si hubiese aprendido a disfrutar de la vida con sencillez. Mi infancia en Somalia ha formado mi personalidad y me ha impedido tomar en serio asuntos triviales como el éxito y la fama que parecen obsesionar a tantas personas. —¿Qué se siente al ser famosa? —me preguntan con frecuencia. Y yo sólo me río. ¿Qué quiere decir famosa? Ni siquiera lo sé. Sólo sé que mi modo de pensar es africano y que eso nunca cambiará. Una de las grandes ventajas de vivir en Occidente es la paz, y no estoy segura de cuántas personas se dan cuenta de que es una auténtica bendición. Es cierto que hay crímenes, pero no son lo mismo que encontrarte en medio de una guerra. Agradezco el refugio y la oportunidad de criar a mi bebé en un lugar seguro, porque en Somalia ha habido luchas constantes desde que los rebeldes derrocaron a Siad Barre en 1991. Desde entonces, tribus rivales han luchado por el control y nadie sabe cuántas personas han muerto en la contienda. Mogadiscio, la hermosa ciudad de edificios blancos que construyeron los colonizadores italianos, ha sido destruida. Casi todos los edificios han quedado marcados — bombardeados o llenos de agujeros causados por balas— por siete años de guerra continúa. Ya no hay nada que se parezca mínimamente al orden, ni gobierno, ni policía, ni escuelas. Me deprime saber que mi familia no se ha salvado de estas luchas. Mi tío Wolde'ab, el hermano de mi madre que era tan divertido y que se parecía tanto a mamá, murió en Mogadiscio: se hallaba junto a una ventana cuando el edificio entero recibió una ducha de disparos y una bala traspasó la ventana y lo mató. Ahora hasta los nómadas se ven afectados por la guerra. Cuando vi a mi hermanito Ali en Etiopía supe que también había recibido un disparo y que se salvó de la muerte por los pelos. Iba solo, con sus camellos, cuando unos cazadores furtivos le tendieron una emboscada y le dispararon en el brazo. Cayó al suelo y fingió estar muerto. Los cazadores se largaron con todo su rebaño. Cuando vi a mi madre en Etiopía me contó que se había visto atrapada en un fuego cruzado y todavía tenía una bala en el pecho. Mi hermana la había trasladado al hospital en Saudi, pero le dijeron que era demasiado mayor para operarla. Sin embargo, cuando la vi, parecía tan fuerte como un camello. Era mamá, resistente como siempre, y contaba chistes sobre el disparo que había recibido. Le pregunté si todavía tenía la bala encajada. —Sí, sí, está allí. No me importa. Puede que la haya derretido ya. Las tradiciones tribales, como la mutilación genital femenina, son producto del ego, de la mezquindad y de la agresividad de los hombres. Siento decirlo, pero es cierto. Ambas cosas tienen su raíz en la obsesión de los hombres por su territorio —sus posesiones— y las mujeres entran en esta categoría, tanto cultural como legalmente. Quizá si les cortáramos los cojones mi país se

convertiría en un paraíso; los hombres se calmarían y se mostrarían más sensibles al mundo. Sin el impulso constante de la testosterona no habría guerra, ni muertes, ni robos, ni violaciones. Y si les cortáramos las partes pudendas y los soltáramos para que se desangraran o sobrevivieran, acaso entenderían por primera vez lo que les están haciendo a sus mujeres. Mi propósito es ayudar a las mujeres de África. Quiero ver cómo se vuelven más fuertes, y la MGF las debilita emocional y físicamente. Puesto que las mujeres forman la columna vertebral de África, y realizan casi todo el trabajo, me gusta imaginar cuánto podrían lograr si no las mutilaran de niñas. Pese a la rabia que me provoca lo que se me hizo, no culpo a mis padres. Quiero a mi madre y a mi padre. Mi madre no podía opinar en lo referente a mi circuncisión porque como mujer no tiene derecho a tomar decisiones. Sólo hacía lo que le habían hecho a ella y a su madre y a la madre de ésta. Mi padre ignoraba completamente el sufrimiento que me infligía; sabía que en nuestra sociedad somalí, si quería que su hija se casara, debían circuncidarla; de lo contrario, ningún hombre la aceptaría. Mis padres fueron ambos víctimas de cómo se criaron, de prácticas culturales que no han cambiado en miles de años. Pero, igual que ahora sabemos que podemos prevenir enfermedades y muertes con las vacunas, también sabemos que las mujeres no son animales en celo y que su lealtad debe ganarse mediante la confianza y el afecto en lugar de con rituales bárbaros. Ha llegado el momento de descartar las viejas costumbres que provocan sufrimiento. Creo que Dios creó un cuerpo perfecto cuando nací. El hombre me lo robó, me quitó mi poder y me dejó tullida. Me robó mi feminidad. Si Dios no quería que tuviéramos estas partes, ¿para qué crearlas? Sólo rezo por que algún día ninguna mujer tenga que experimentar este dolor, que se convierta en cosa del pasado; que algún día pueda oír: —¿Te has enterado? Se ha prohibido la mutilación genital femenina en Somalia. Y luego en otro país, y en otro, hasta que el mundo sea seguro para todas las mujeres. Será un día de pura dicha y para eso voy a trabajar. Y llegará… In 'shallah, Dios mediante.

En: Flor Del Desierto. La Ablación Genital Femenina y La Lucha Frente A Las Tradiciones Tribales

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