Filosofía de la Idiotez

June 19, 2017 | Autor: Diego Llontop | Categoría: Phylosophy of Mind
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Descripción



Savater (2003:22) lo expresa muy bien al afirmar: "En el supermercado de la vida, casi todos los animales parecen ser tecnología de punta, herramientas finísimamente calibradas con el fin de cumplir tal o cual tarea en un determinado nicho ecológico (…) Los seres humanos, por el contrario, son anatómicamente indigentes, padecen un diseño chapucero y carente de adecuación precisa, pero soportan las mudanzas y compensan con su actividad inventiva las limitaciones que les aquejan".

El término "supervivencia del más fuerte" no lo usó Darwin, sino Herbert Spencer, darwinista social cuya idea más notoria recomienda que las culturas más "evolucionadas" rijan sobre las más "retrasadas".

Como se sabe, Kant critica la razón pura estableciendo que el conocimiento del objeto es imposible pues solo conocemos las categorías que nuestra propia conciencia les impone a los objetos. De esta forma existirían dos elementos en el conocimiento: la "cosa para mí" o fenómeno (lo que aparece) y "la cosa en sí" o noúmeno, la cual es incognoscible en su unicidad pues nuestro acercamiento intencional percude de subjetividad la cosa. Este agnosticismo epistemológico da pie luego a Husserl para plantear una salida más optimista frente a esta imposibilidad, vinculando la propia naturaleza de la cosa con la conciencia que la hace visible en primer lugar. Ver a este respecto el texto de García Baró (1999:169) Inmanencia y Trascendencia.

Ortiz (2008:187) hace un recuento de las diferentes teorías en relación con los procesos formativos de la conciencia presentando sintéticamente las propuestas de Freud, Wallon, Gesell y Piaget.

Auguste Comte (1798-1857) divide en tres etapas el desarrollo de la humanidad. El estadio teológico, en el que la mente humana inventa entidades ficticias que le explican los fenómenos naturales; el estadio metafísico, en el cual son las respuestas especulativas o filosóficas las que se plantean como explicaciones y, por último, el estadio científico, en donde el individuo se limita a observar y dar cuenta de lo que existe. (Cfr. Compte, 1984:12)

Marx, en su obra principal, El capital (sección primera, mercancía y dinero), analiza dialécticamente la noción de valor y sus desarrollos en la forma de mercancía y dinero. La conclusión a la que llega es que cualquier producto humano lleva dentro su condición de mercancía, representada por el valor de cambio. El dinero es una consecuencia natural del desarrollo de la producción humana, y refleja ese espíritu de transacción incluida en cualquier producto. El desarrollo del mercado, en su proceso de evolución, incluye la condición por la cual el dinero de medio de cambio se convierte en el producto que se quiere adquirir y, a la larga, dicho elemento, que en un primer momento fue un medio, se convierte en el organizador de nuestra existencia. Nos dice Marx: "El dinero no es solamente un objeto de la pasión de enriquecerse, es su objeto mismo. Esta pasión es esencialmente la auri sacra fames (la maldita sed del oro) (…) En el fondo, lo que resulta un fin en sí mismo es el valor de cambio en cuanto tal y por consiguiente, su aumento". (Marx, 1971: 148)

Para Lucien Seve (1969), antes que el propio Saussure, ya Marx había establecido en la sexta tesis sobre Feuerbach el principio comprensivo sobre la base de la relación ("…la esencia humana es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales"). Para acercarse al tema del estructuralismo, recomendamos la excelente exposición del filósofo peruano Li Carrillo (1986) "El estructuralismo y el pensamiento contemporáneo".

Resulta interesante la polémica entre Vigotsky y Piaget con referencia a la condición supuestamente egocéntrica y autista del lenguaje humano en los primeros meses de vida, tesis que defendió Piaget. Para Vigotsky, la preeminencia de lo social es tan fuerte que incluso el modo de expresión del bebé, en un inicio aparentemente sin sentido y dirección, incluye ya al otro en toda su condición de interacción social. Nos dice Vigotsky (1999:34-35): "La principal función del habla, tanto en niños como en adultos, es la comunicación, el contacto social. El discurso infantil más temprano es, en consecuencia, esencialmente social. Al comienzo es global y multifuncional; después, su función se vuelve diferenciada".

Más adelante, en el texto, Fromm estudia el caso del nazismo como un ejemplo moderno de este intento por escapar a la libertad (esfuerzo inútil, como se mostró tan patéticamente en los juicios posteriores a la guerra, en donde la excusa más común de los militares nazis era la de "seguir órdenes").

Husserl busca criticar este acercamiento galileano en cuanto a su preponderancia actual o monopolio actual de la comprensión, planteando su fenomenología como un posible escape de las limitaciones intrínsecas de este paradigma galileano.

Entendida como aquel razonamiento que establece el valor de las cosas en su utilidad. El valor no está prefigurado en el objeto sino que corresponde con mi propia conveniencia: "Por razón instrumental entiendo el tipo de racionalidad que efectuamos cuando calculamos la aplicación más económica de medios para un determinado fin. Máxima eficiencia, el mejor cálculo costo-beneficio, es la medida del éxito". (Taylor: 2002, 5)

"Creemos que nuestros pensamientos, ideas y sentimientos están "dentro" de nosotros, mientras que los objetos en el mundo a los que se refieren esos estados mentales están "afuera" (…)". (Taylor,1996:127)

Terrible noción en toda su aparente inocencia. Como si el tiempo fuera algo que hay que apurar para que pase de una vez.


Presentación

Quiero felicitar a Diego Llontop por este texto: Filosofía de la Idiotez. En él desfilan autores, argumentos y citas filosóficas que nos van a tratar de probar cómo la idiotez es una característica humana y que sin esta no seríamos tales.

El recorrido del hombre primitivo, hasta el homo sapiens sapiens y, sobre todo, el homo faber, es para Llontop prueba de ese desarrollo social que después documentará mediante autores, citas y referencias, ubicando al hombre en su tránsito por la historia: la diferencia del hombre del Medioevo y el hombre moderno, hasta llegar a la posmodernidad.

Diego logra hacernos entender con la exposición de argumentos, qué es la filosofía de la idiotez y muestra sus conocimientos en filosofía y psicología, lo que le permite abordar los temas con solvencia intelectual.

Nuestro autor lleva un buen tiempo en la enseñanza de la ética y de la psicología, y nos enorgullecemos en presentar este primer texto a un público interesado como a nuestros estudiantes de la universidad.

Avizoramos un futuro brillante al filósofo Diego Llontop Céspedes por los caminos del saber, la docencia y la investigación.


Enrique Espinoza-Benavides Joyo
Coordinador del curso de Ética

La Molina, 17 de julio del 2012
































Prólogo

El texto reflexiona sobre las auténticas bases de la ética, de la conducta moral, tomando como tema sustancial el concepto aristotélico de la individualidad, es decir, el fenómeno de la toma de conciencia personal y fundamento sobre el que el pensamiento occidental ha elaborado perennemente la definición moral del ser humano.

Por una parte, este hecho nos aísla, nos saca de la naturaleza y de la animalidad, - y nos lleva al descubrimiento íntimo y en el mejor sentido de la palabra, egoísta- de que nuestro principal interés somos nosotros mismos.

Esto es la "idiotez" (del griego idiotes, "privado", "uno mismo") para los pensadores griegos; originalmente, el ciudadano que no intervenía en la vida pública.

Junto con el descubrimiento de uno mismo, que es un aspecto positivo de la "idiotez", se da también una idiotez nociva cuando convertimos a los otros en simple interés en el sentido de provecho nuestro en lugar de "buscar en el bien de los demás nuestro propio bien" (Aristóteles, Ética a Nicómaco).

Sobre la base de esta definición clásica, el texto se extiende a través de tres secciones: a) un estudio antropológico/cultural del ser humano, es decir, reflexiones sobre la aparición de la conciencia y nuestra capacidad de decisión; b) un estudio psicológico/neurológico de la estructura de la conducta y de las tensiones dadas entre la inteligencia, el sentimiento, y sobre todo, la voluntad, que es la que determina mejor que las otras instancias lo que es el ser humano; c) una revisión de las etapas de la historia de la cultura europea occidental y de los factores que han ido condicionando la manera de pensar, decidir y actuar, a saber: la metafísica, la invasión de la religiosidad cristiana y la explosión del pensamiento científico y de la filosofía de la subjetividad en el contexto de una sociedad sumergida en las redes económicas del mercado y las relaciones democráticas.

El texto exige en el lector suma atención a los temas de la filosofía especializada y a los autores citados y comentados, material que le da al curso de Ética seriedad y madurez universitaria. No es un texto escolar. Tampoco de consulta superficial. Es una invitación a pensar en los elementos constitutivos de la personalidad humana siguiendo las líneas de la tradición filosófica desde Grecia hasta nuestros días. Tiene que suponer, en muchos casos, la consulta personal del lector a fuentes consignadas, criticadas y aun discutidas en el texto, esperándose así una posición autónoma del lector estudiante. Nombres, fechas, épocas, etc., tendrán que ser aclarados y ampliados en enciclopedias y bancos de datos de la web por estudiantes ajenos a las especialidades de Historia de la Filosofía e Historia de la Ciencia, pero que aspiran a influir como líderes, emprendedores y capacitadores en una sociedad como la peruana: opaca, pobre, esclava, con más sentimientos que razonamientos.

Se trata de un texto que va más allá de la preparación para exámenes académicos convencionales. Motivará la repetida reflexión sobre qué somos como seres libres comprometidos con la libertad de los demás.


Bernardo Regal Alberti
Dr. en Filosofía y profesor del curso de Ética Profesional

La Molina, 19 de julio del 2012









Introducción

Una característica fundamental en el ser humano es su indeterminación. Con este término se quiere decir que el ser humano es libre, sin ninguna particularidad que lo determine hacia cierta dirección, actividad o pensamiento. Su plena libertad determina que sea él mismo quien tenga que conciliar las influencias recibidas desde fuera con sus propias disposiciones, anhelos y expectativas, de forma tal que pueda escribir su propia historia en el mundo. En este sentido, la única determinación del ser humano es su propia indeterminación. Su única posible definición tiene que tratar sobre su inevitable, conflictiva y problemática indefinición.

Esta característica esencial de la humanidad constituye el alimento constante de la utopía. El ser humano puede ser siempre mejor. Existe siempre alguna esperanza. No compartimos lo irremediable de la condición animal, que sí se encuentra determinada biológicamente para comportarse tal como lo hace. Claro que podemos influir en la conducta animal, pero esta influencia tiene que ser ejercida repetitivamente, una y otra vez, en cada individuo, viéndonos imposibilitados de observar un cambio o evolución sostenida y autónoma. Para ellos no hay utopía.

La utopía se impregna de esta condición indeterminada del hombre y, por eso, es ella misma indeterminada. La esencia de la utopía radica en su condición de inalcanzable. Es el evento siempre esperado, la meta que nunca se obtiene (pero que guía), la utopía de un mundo mejor. ¿Acaso se puede decir que alguna vez el mundo fue mejor? El mundo siempre fue mundo compartido y, por lo mismo, sujeto a la alteridad. ¿El mundo es mejor? ¿Para quién? El relativismo es tan antiguo como los sofistas griegos y persiste aún en nuestros días.

El reconocimiento del desacuerdo en cuanto a qué idea de mundo queremos no nos debe llevar necesariamente al pesimismo. Consideramos más importante prestarle atención al hecho mismo del desacuerdo. Reconocer que la pluralidad es la condición de existencia en este mundo. No el hombre, sino los hombres, son los que pueblan la Tierra, nos dice Hannah Arendt. El hecho de la pluralidad representa la conflictividad misma del existir humano. Cualquier ser vivo experimenta también la pluralidad de la existencia, pero solo el hombre puedo reconocer al otro como un igual y, por lo mismo, puede reconocerse en el otro. La pluralidad del hombre, en buena cuenta, explica la mayor parte de su existencia. La conciencia es conciencia de algo, y este algo es otro. La otredad es la condición de la existencia humana.

Somos conscientes de nosotros porque somos conscientes de los otros. En otras palabras, sin los otros yo ni siquiera podría existir. Este término, existir, viene del latín ex ("fuera", "exterior") y sistere ("estar en pie"). Existir implica el darse cuenta de que uno existe, es decir, estar fuera de sí. Poder verme desde una perspectiva externa a mí mismo. En este sentido, el ser humano es trascendente en su propia naturaleza. No tiene por qué ser necesariamente intrascendente. Pero parece que esta intrascendencia es la tendencia hacia la cual la sociedad mediática nos empuja constantemente. ¿Qué puede ser más intrascendente que buscar cosas? Y si la sociedad, como a todas luces puede verse, se centra en el consumo como el patrón de bienestar (estar bien), entonces el hecho de buscar constantemente cosas que tener nos podría estar cosificando a nosotros mismos. La pregunta que se puede formular es la siguiente: ¿El hecho de buscar sólo cosas no nos estará convirtiendo en una cosa más entre todas las demás cosas? ¿Esto no implica necesariamente una degradación?

El hecho de la trascendencia nos hace reflexionar sobre el tema del amor. Si el ser humano, por su propia naturaleza, es trascendente, eso significa también que, por su propia naturaleza, está facultado para amar. ¿Es el amor en nuestros días un camino popular? Aquel que quiera hablar sobre el amor debe hacerlo con algún reparo, posiblemente para evitar miradas extrañadas o acusaciones indirectas. Podría ser tildado de romántico o utópico. En buena cuenta, de ingenuo. Parece que este no es un buen momento para el amor. Y, sin embargo, en este país en particular, el catolicismo es la primera religión en términos estadísticos. Lo cual significa que los católicos consecuentes con su credo deberían no solo promover el amor, sino practicarlo. Esa fue la principal enseñanza de Jesucristo. ¿Por qué es tan difícil hacerlo?

Este libro trata, entre otras cosas, de clarificar esa dificultad. En primer lugar, busca entender qué es aquello exclusivo que constituye nuestra humanidad. Contribuir a clarificar la situación humana actual significa, en primer lugar, establecer las distinciones necesarias acerca de qué es lo que se entiende por "humano". La tradición nos ha dejado suficientes ideas como para sintetizar una respuesta en este sentido. Consideramos que si bien el término "humano" es un referente necesario, no tiene tanto potencial explicativo como el término "persona". La raíz etimológica de "humano" viene del latín "humus", que significa "tierra". Este término arrastra la connotación bíblica de "haber sido creados de la tierra". "Persona", por otro lado, viene del primer lenguaje romano, el etrusco, y significa "máscara". Persona era la máscara que utilizaban los actores del teatro para representar las tragedias.

¿Qué podemos aprovechar de este término, persona? En primer lugar, la máscara es un elemento que se usa para estar frente a otro. La noción de máscara pierde todo su sentido sin la connotación de representación. Cuando yo represento, siempre represento frente a otro para el cual la máscara tiene sentido. Volver a presentar. Este es quien soy. Estoy representándome porque busco cumplir con la presencia que tengo de mí mismo. Con mi ex-sistencia. La connotación de falsedad pierde rápidamente su legitimidad pues la máscara que presento es auténtica en la medida en que representa mi propia coherencia, fruto de la síntesis entre mis disposiciones (biológicas y sociales) y mi voluntad libre, aquello que me permite realizarme conscientemente, de acuerdo con mi propia decisión. La máscara valida un sentido particular de la palabra "hipocresía" ya no como simple falsedad, sino como el control de mi propio poder (hipo: menos, cratos: poder). No miento por ser una máscara. Más bien, me controlo a mí mismo, soy capaz de tamizar toda mi potencialidad en pos de una convivencia feliz y libre. Que, a su vez, promueva una mayor libertad a mi alrededor.

Si a esta autonomía plural, a esta unidad complementaria que es la vida humana, le añadimos la libertad como condición de existencia, entonces ya nos acercamos a una idea total de humanidad. Indeterminación y alteridad. Libertad y coexistencia. No hay ningún acuerdo previo, ningún convenio infalible que nos libere de esta doble condición. Ni siquiera la ley. Antes que la ley está mi libertad, el otro, y lo que decido que voy a hacer con esta libertad frente al otro (quien, de acuerdo con lo dicho, no sería otro más que yo mismo o, de forma más precisa, "otro yo").

Esta doble condición de la existencia ha acompañado al hombre desde que es hombre. Sin embargo, en el transcurso de la historia, los grados de libertad han ido cambiando de acuerdo con las condiciones sociohistóricas. Podemos decir que, en un primer momento, la libertad hace su aparición principalmente como fenómeno humanizante. Sin embargo, esta aparición ocurre en medio de una existencia precaria en donde el logro fundamental seguía siendo la sobrevivencia. Si bien la libertad como capacidad de decisión consciente y prospectiva era ya una realidad, esta a su vez tenía que enfrentarse a un entorno todavía fuera del control del hombre en ciernes. Básicamente seguíamos expuestos a las contingencias de un mundo que recién estábamos comprendiendo.

Con el transcurrir del tiempo y el desarrollo adaptativo de la especie, logramos cada vez un mayor control. El paulatino desarrollo del lenguaje hace posibles las articulaciones narrativas, las cuales constituyen el primer esfuerzo de explicación y control. Son las explicaciones míticas características de las primeras sociedades arcaicas. La elaboración del mito provee de una cierta estabilidad y coherencia al mundo que ya no es más un factor amenazante e impredecible. Es más, la mitología no solo provee de una explicación sino, en muchos casos, ofrece una posibilidad de influir sobre el devenir, ser un actor en el control de las fuerzas sobrenaturales que actúan sobre el hombre.

En este sentido, el pensamiento mágico mítico característico de la época antigua podría ser entendido como un avance de la libertad hacia el control de lo sobrenatural, además de ofrecer un horizonte de sentido que brinda estabilidad. Sin embargo, este momento de la historia, si bien representa un avance de la libertad por lo ya expuesto, no termina de despegar pues el orden mítico implica indirectamente un sometimiento colectivo al credo impuesto por la jerarquía sacerdotal. Además, es este un momento en el cual todavía no podemos hablar con tanta soltura de un libre albedrío pues las estructuras mentales antiguas aún no se habían desvinculado de su entorno, como lo hacemos los modernos. El ser humano se consideraba parte del todo y por lo mismo, estaba dispuesto a someterse como un actor más dentro de un orden de cosas que no dependían de él. Es así que su libertad se encuentra limitada institucionalmente, al mismo tiempo que internamente, por la disposición a sentirse perteneciente a un orden de cosas que lo trascendía. Una "sagrada cadena del ser", en palabras de Charles Taylor.

La modernidad irrumpe en la historia del hombre y, en su proceso, lleva la libertad a un límite que representa un problema significativo por una serie de motivos. La libertad que experimentamos en la actualidad es la versión más extrema de aquello que empezó como el simple percatamiento, la sencilla perspectiva de futuro. Los avances científicos y tecnológicos han reducido de tamaño el planeta. Tal como lo reconoce Arendt, no hay rincón del mundo que nos sea negado o prohibido, y podemos alcanzarlo en cuestión de horas. Podríamos calcular su sorpresa al percatarse de que en nuestros días ni siquiera tenemos que viajar para conocer un sitio pues toda la información que necesitamos se encuentra a libre disposición en Internet. Existe, además, un programa omnipresente que nos permite sobrevolar cualquier parte del planeta con un simple "click". Nunca como ahora hemos llegado a tener tanto control sobre el entorno. El grado de modificación que ejercemos sobre el planeta evidencia que ya no estamos sujetos a sus contingencias sino al revés: ahora es el planeta el que se debe cuidar de nosotros. Y vaya que somos una especie amenazante.

Además de la capacidad de maniobra, ahora ya no estamos sujetos a creencias colectivas articuladoras. Decidimos qué creencia es la que nos va a articular, pero hacemos esto por propia convicción. Ya no hallamos nuestra posición entre los demás seres, sino que decidimos la posición. El giro que se ha producido en nuestros tiempos es un giro desde el reconocimiento natural al descreimiento y el escepticismo. Tal como lo reconoce Charles Taylor, si bien hoy hemos ganado más libertad, hemos perdido en el proceso horizontes comunes de sentido. No es que no existan convicciones articuladas en una historia coherente. Convicciones que reclaman auténticamente un espacio válido en el mundo. Pero el hecho concreto es que somos libres de decidir nuestra ubicación. Es más, nos vemos obligados a decidirla. Ya no nos encontramos "naturalmente" ubicados en un mundo estable y ordenado. Más que encontrar un mundo ordenado, el hombre se ha transformado en el "ordenador del mundo".

Mucho de esta situación, como veremos en lo que sigue, se explica por los avances científicos y por las modificaciones históricas en las mentalidades, las cuales son, entre otras, transformaciones de la interpretación tanto filosófica como religiosa del mundo. Lo que tratamos de mostrar en el presente texto es que hoy se evidencia en las personas una profundización de la desvinculación. El aislamiento en el que nos encontramos se refleja en la ausencia de una concepción comunitaria. Pareciera que el "yo" ha pasado a tomar el lugar de la comunión. La última crisis mundial es una muestra de hasta qué punto puede llegar el individualismo humano. La carencia de conciencia política no es lo único. Esta carencia, a su vez, asume el rostro de una repulsa muy activa frente a cualquier cosa que suene a política, y no solo proviene de los jóvenes. Podemos verlo también en muchos adultos desencantados. El hecho interesante es que esta repulsa no se explica solamente por el pobre desempeño de nuestros políticos, sino que se encuentra arraigada en una suerte de estructura mental inherente que responde a cierta pauta histórico-evolutiva. En otras palabras, tanto el problema como su posible mejora descansan sobre aquello que nos hace ser humanos. Algo como la idiotez. Que nos acompaña desde la génesis del hombre y que debe ser esta misma, en su aspecto de voluntad libre, o libertad voluntariosa, la depositaria de la responsabilidad transformadora.

Quisiéramos que este libro sea una invitación a pensar. Hemos querido proveer un análisis multidisciplinario de la situación que representa nuestra modernidad. Agradecemos a la Universidad San Ignacio de Loyola por permitirnos exponer hoy este breve texto, que busca contribuir a sentar las bases de una reflexión ética realista pero, a su vez, optimista y esperanzadora.


Lima; setiembre de 2012











Filosofía de la Idiotez


Por tradición, e incluso por imperativo legal,
todos los ciudadanos griegos de pleno derecho
participaban en los asuntos de interés de la comunidad
que afectasen a la polis. Por tanto, todos eran políticos
en cuanto que ciudadanos. Un griego que se ocupara
solo de sus negocios y asuntos privados era calificado
de idiotes ("hombre privado", "particular", de idios: "uno mismo")

Gregorio Doval, Palabras con Historia


I. Antropología de la Idiotez

Los animales no son idiotas. Que no destruyan su entorno buscando nuevas comodidades es un poderoso indicador que nos invita a pensar de este modo. Los animales no reflexionan. Son ciegos ante su propio reflejo. Son puro ser. Plenamente inocentes.

Los animales no sufren. No son conscientes de su propio dolor. De plano tomamos distancia de aquellas voces airadas (aunque justas) que reclaman por los derechos del toro, por evitar su "sufrimiento" durante la corrida, pues dichos animales no sufren. Solo les duele. Que es muy diferente. Mientras nosotros, los humanos, somos especialistas del sufrimiento.

Muchos encuentran un secreto placer (el psicoanálisis lo llama "ganancia secundaria") en el sufrimiento. El gran psicólogo Dostoievski lo representa muy bien cuando habla del quejido como una suerte de celebración. El que se queja celebra, en primer lugar, la convicción de que ese dolor es pasajero y, en segundo lugar, que cuenta con el recurso del prójimo para ser asistido en su dolor. El quejido tiene dirección y cierta esperanza. Tiene perspectiva de futuro.

Es mucho lo que podemos aprender de los animales. Estar en el momento, por ejemplo. Otro talentoso psicólogo (diríamos más de humanos que de perros), César Millán (2009:133), lo expresa diáfanamente:

"Los humanos contamos con la bendición y la maldición de la imaginación, que nos permite elevarnos a las cimas de la ciencia, el arte, la literatura y la filosofía, pero que también puede llevarnos a todo tipo de rincones oscuros y terribles de nuestra mente".


La imaginación es producto de la idiotez, y no es algo con lo que cuenta el animal. Muchas veces (sino todas) el sufrimiento se produce a raíz de este adelantarse al hecho (o atrasarse). En otras palabras, contamos con la capacidad de "escapar" del momento. Complacernos con los recuerdos o angustiarnos ante la contingencia futura. Torturarnos con el pasado o encontrar una fuente de esperanza en el hecho de que el futuro puede ser diferente y que tenemos posibilidades de cambiarlo. Si bien pareciera que el pasado, al ser hecho pasado, no depende de nuestra creatividad imaginativa, es todo lo contrario. El pasado lo iluminamos nosotros. No es un hecho neutro sino más bien, lleno de valoraciones, de ubicaciones que lo transforman. Dependiendo del momento que vivamos en el presente, el pasado adquiere nueva fisonomía.

En ocasiones nos falta esa habilidad para escapar por un momento de la imaginación y poder vivir el momento. En contraste, la condición natural del animal es vivir en el momento. Su éxito, su supervivencia, depende de qué tan efectiva sea su absoluta conexión con el medio que lo rodea. En el animal, esta condición no es virtud. El animal está condicionado, es decir, no puede hacer otra cosa más que eso: estar en el momento. La adaptación del animal a su medio es la muestra más patente de la distancia que nos separa de ellos y evidencia, por contraste, nuestra permanente desadaptación. No solo las notables características físicas del animal, tan conectadas con su medio. También el comportamiento, en su mayoría definido por esta infalible herramienta de supervivencia de la cual nosotros carecemos: el instinto.

Todo aquello, la inmediatez relativa con el ambiente, la determinación instintiva tan exitosa para la supervivencia, no aplica más cuando surge el humano:


"La historia del hombre empezó cuando la herencia genética y el comportamiento que esta herencia determinaba, único mecanismo de supervivencia hasta el momento, fue roto por la aparición de la elección consciente". (Roberts, 1997:2)


La elección nos separa del resto de manadas. Con la elección, la manada humana se convierte en cultura y el hombre se diferencia del animal. Y, sin embargo, ¿no somos animales? ¿Formamos los humanos el cuarto reino de la naturaleza? ¿Somos ángeles caídos? o, más bien, ¿monos erguidos? Muchos darwinistas políticos defienden la segunda opción. Podemos imaginar una idea que descanse sobre esta verdad científica y que proponga una prolongación de dicha verdad al comportamiento humano, pero consideramos que dicha prolongación es equívoca, aunque, para dichos darwinistas, conveniente. La selección natural como dinámica de la naturaleza se encarga de "seleccionar" las mutaciones más exitosas y permitir que estas se reproduzcan, lo cual garantiza la adaptación y la supervivencia de la especie en el futuro. Curiosamente, el humano, a diferencia del animal, cuenta con códigos comunes que defienden a los más débiles de los más fuertes, con lo cual la ley del darwinismo social se topa de cabeza contra la ley constitucional, producción consciente del hombre. El artificio de la ley y la igualdad como ideal muy lejano del deseo por resaltar la animalidad humana creando un determinismo del abuso, por decirlo de algún modo.

¿Se puede decir que el hombre es natural? Por supuesto, como se puede decir tantas cosas más. Pero recomendamos ser cautos. Quizá sería más propio decir que el hombre es naturalmente artificial. O (con mucha más frecuencia en nuestros días) artificialmente natural. La artificialidad está en nuestra naturaleza tanto o más que la textura de nuestra piel o la consistencia de nuestros huesos. La mano humana es una clara muestra de lo que decimos. No tiene mucho de especial; ni tan fuerte como la garra de un tigre, ni tan aerodinámica como la mano extendida de un murciélago, ni tan hidrodinámica como la aleta de un delfín. Pero lo que le falta de especialización le sobra en articulación. Miles de configuraciones diferentes. El artefacto más útil. Artefacto que creó todos los demás artefactos.


Y la cultura no es más que el mayor artefacto humano. Si no nos alejamos del primer sentido de "Arte" como producción, sentido griego tan bien explicado por Aristóteles, entonces el término encaja perfectamente.

Un estudiante dio una vez una solución muy ingeniosa a una cuestión aparentemente complicada.

- ¿Qué es cultura?
- Todo lo que no es natura.

En efecto. Y todo lo que no es natura, pues no queda otra que sea producción humana, arte humano.

El ser humano es un animal que produce. Pero ningún animal produce; entonces, no tiene sentido seguirle diciendo animal al humano. Aunque lo sea en cuanto a la línea mamífera, en cuanto a la bioquímica de su cuerpo. No lo es en cuanto a la amplitud de su libertad consciente (y su conciencia libre), productiva.

¿Qué entendemos por producción? Producir es generar algo fuera de uno mismo. Pero ese algo que genero, para ser considerado producción, necesita tener, digámoslo así, autonomía óntica. Lo que el animal "produce" (los nidos de las aves, los panales de las abejas) no es más que una prolongación inconsciente de él mismo. El producto depende del animal como una extensión inmediata. Automáticamente próxima. El animal no es consciente de lo que genera; se encuentra frente a su producto como una entidad sin valoración posible y, por lo tanto, sin valor. Este objeto se siente con todos los sentidos posibles, pero se halla tan próximo al animal, que no es capaz de ser autónomo y permanecer. Dura solo lo que dura su proximidad utilitaria.

Es absolutamente sorprendente el grado de precisión, exactitud milimétrica, la complejidad de algunas de las construcciones animales. Desde la perfección geométrica en las ventanas hexagonales de un panal de abejas hasta el perfecto entramado que logran las aves al construir sus nidos. Todos estos son portentos dignos de admiración. Y, sin embargo, son efímeros pues solo se replican en la permanente secuencia de la propia actividad animal. Día tras día, siglo tras siglo, el producto no varía, no presenta modificaciones ni mejoras. Esto no es necesario pues, como ya vimos, al ser el animal uno con su ambiente, mientras no cambien las condiciones no se modifica la obra y se mantiene perfectamente funcional, útil a la necesidad de supervivencia. Pero a la vez próxima, diríamos aún, atrapada dentro de la unidad del cuerpo animal, como mera extensión.

En contraste, la producción humana escapa de los límites del propio cuerpo. Es, diríamos, extracorporal. No es mera extensión sino producción autónoma, separada ya por el abismo de la conciencia, que todo lo divide.

Sartre descubre que, al contraponerse a sí misma (al ser consciente de ella misma), la conciencia ya no puede ser enteramente ella: "Impedida por este no o nada de ser completamente ella, es el ser roto por la nada (…)" (Brugger, 2000:234). El surgimiento de la conciencia es la fractura entre el ser humano y la realidad externa. Ese abismo o zona mediadora filtra (y, por lo mismo, separa) todo lo que nos rodea. Se quiebra la unidad que, en contraste, experimenta el animal, y surge la perspectiva del futuro o, lo que es lo mismo, el ámbito de la decisión.

Esta fractura es producida por la producción. La perspectiva de futuro surge cuando nuestro primer antepasado crea, inventa algo que lo trasciende. Es la primera piedra de nuestra artificialidad. La semilla de la computadora, del acelerador de partículas. Del lápiz. El lenguaje debe haber experimentado un impulso enorme en su desarrollo cuando se da la primera creación humana. A pesar de no tener un nombre para el objeto, el nombre ya reside en esa primera creación, aunque no de forma manifiesta. Pero la separación del humano con respecto a su obra le da a esta la autonomía óntica de la cual hablábamos hace un momento. La obra ya no necesita del humano para ser. Es en sí misma, y en su estructura se esconde todo el proceso creador. Aquello que lo hizo ser. Algunos años después, las instrucciones para producir el objeto serán impresas en la pared de una caverna, luego en papel y, más recientemente, en la estructura incomprensible de los circuitos y los microchips.

Esta primera división entre el humano y las cosas, la única que puede explicar realmente nuestra humanidad, es concretamente la alienación que nos define. Este extrañamiento de las cosas, alejamiento humanizante, es paradójicamente el medio que posibilita nuestro acercamiento. La promesa husserliana de "regresar a las cosas mismas" es un intento por utilizar el puente como si fuera el objeto al que se quiere llegar. Sin embargo, este filósofo fue lo suficientemente cuidadoso como para plantear que la cosa no es nada sin una conciencia de la cosa (o "intencionalidad"); por lo tanto, salva de este modo las apariencias frente a la omnipresente crítica kantiana de la cosa en sí.

La alienación que produce el trabajo moderno, denunciada por Marx en sus manuscritos económico-filosóficos de 1844, consiste fundamentalmente en el hecho de que el producto del trabajo le es ajeno al trabajador y solo sirve para aumentar la riqueza del empleador. Marx denuncia este hecho claramente en su sentido de explotación, y su propuesta, cargada del romanticismo de su pensamiento temprano, es acabar con esta alienación. Lo que quisiéramos establecer acá, apoyándonos en la idea marxista, es que ya el hecho de que el hombre trabaje, o en otras palabras, produzca algo, implica una alienación ontológica que es justamente aquello que lo hace hombre. Si bien el problema del trabajo como producto ajeno al trabajador puede ser resuelto prácticamente, la condición por la cual el ser humano es extraño (alien) a sí mismo es inevitable. El encargado de resolverlo no es un proyecto político, un manual de instrucciones, una determinada filosofía de vida, sino cada uno de nosotros en el despliegue libre de nuestras vidas en el tiempo.

A este problema fundamental se refiere Sartre cuando descubre fenomenológicamente la esencia humana en la libertad. Su conocida frase: "En el humano, la existencia precede a la esencia", significa que este primero existe y, luego, establece su principio rector, a diferencia de las cosas y los animales. La esencia es un término filosófico que significa aquello que hace que una cosa sea lo que es. En las cosas que producimos, la esencia antecede a la existencia, es decir, la presencia real del objeto. Por ejemplo, para construir un martillo, la idea de lo que este será, su función principal, está establecida previamente a la existencia del objeto.


Antes de que el martillo sea construido, la idea de la función que cumplirá, todos los detalles que ayudarán a que esa función sea cumplida, preexisten al objeto. Lo mismo podríamos decir de una casa, en los planos del arquitecto o diseñador. En general, todas las cosas que producimos cuentan con un plan que las determina con anterioridad y establece cuál será su función. Para los animales, la explicación es la misma, con la obvia atingencia de que nosotros no los creamos. Sin embargo, la esencia del animal se encuentra en su gran mayoría, preestablecida. Un perro será un perro y un gato será un gato. Cuando están domesticados, lo que vaya a ser de ellos no depende de ellos mismos, sino de los dueños, quienes les enseñarán a actuar de acuerdo con sus propios deseos. En nuestra compañía, el instinto de los animales puede ser moderado, pero la decisión de esa moderación corre por cuenta del humano y no del animal, que reacciona en base a la programación instintiva de su especie.

Nos dice Sarte (1999:31)

"¿Qué significa aquí que la existencia precede a la esencia? Significa que el hombre empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo, y que después se define. El hombre (…) si no es definible, es porque empieza por no ser nada. Sólo será después y será tal como se haya hecho (…) El hombre no es otra cosa que lo que él se hace".


La división que se gesta a partir de la producción consciente establece el espacio de la libertad como una condición irrenunciable de nuestra existencia. Para Sartre, estamos condenados a ser libres pues, al tener la habilidad innata de decidir, siempre lo vamos a tener que hacer, incluso así no queramos. Se abre, en consecuencia, el ámbito de nuestra propia conflictividad existencial.

La génesis productiva de la conciencia y, por tanto, de la condición humana, genera de esta forma un componente fundamental que determina nuestra existencia: la voluntad. La voluntad implica una noción de valor, una nueva actitud frente a la cosa, imbuida de un elemento acerca del futuro, acerca de la utilidad que la cosa tiene y tendrá para nosotros.



II. Psicología de la Idiotez

Esta noción de valor, como factor exclusivamente humano, se encuentra inicialmente en las reflexiones platónicas. Específicamente, en su alegoría del carro alado (Fedro, 246 d), en donde describe los tipos de alma. Así vemos que la existencia humana se podría comparar al conductor de un carruaje con dos caballos. Uno de los caballos es dócil y se deja llevar con facilidad, mientras que el otro se muestra como ingobernable y testarudo. El conductor es aquel que tiene que encargarse de manejar este conflictivo carruaje, aprovechando la buena disposición del primero y enfrentándose a la rebeldía del segundo. Tenemos así, en esta reflexión platónica, tres tipos de alma que vendrían a ser: la inteligencia, la emoción y la voluntad. La voluntad sería el conductor que debe manejar los impulsos de la emoción y los recursos de la inteligencia.

Esta concepción del alma humana se repetirá luego en la teoría freudiana, en su conocida psicodinámica del ello, el yo y el superyó. En el desarrollo formativo de la personalidad, el ello sería el factor inicial y preeminente cuya naturaleza consiste en la satisfacción de las pulsiones instintivas y que se encuentra regido por el principio de placer. El yo, la parte consciente de nuestra personalidad en contacto con el mundo exterior y regido por el principio de realidad y, por último, el superyó o la internalización de los valores éticos y morales. Podríamos equiparar así la parte emocional con el ello, la parte intelectual con el yo y la parte volitiva con el superyó.

Esta tripartición de la personalidad humana ha sido una constante en la historia del pensamiento psicológico. Así como Platón y Freud, muchos otros autores se han guiado por este enfoque, que ha mostrado ser la representación más fiel de aquello que tiene a bien llamarse: estructura psicológica humana. Consideramos que esta perspectiva se ha confirmado en la experiencia y observación atenta del ámbito de la acción humana, sus manifestaciones y productos.

Si bien las ideas sobre estos tres componentes ya se habían planteado hace muchos años, la neurología moderna los ha confirmado anatómicamente.


Tenemos así que el sistema de la personalidad corresponde a tres componentes o áreas cerebrales (Ortiz, 2008:92). Un sistema afectivo-emotivo (emociones) correspondiente a la neocorteza paralímbica; un sistema cognitivo productivo (intelecto) correspondiente a la corteza parietotemporooccipital en el hemisferio izquierdo y, por último, un sistema conativo-volitivo (voluntad) correspondiente a la neocorteza prefrontal dorsolateral en el cerebro. La neocorteza (o neocortex) es una estructura cerebral exclusivamente humana, diferente a la estructura cerebral del resto de mamíferos. Estas estructuras funcionales han podido ser aisladas y comprendidas principalmente como consecuencia del análisis de lesiones en el cerebro. El caso de Phineas Gage es bastante conocido. Un obrero del siglo XIX que sufre un accidente en el cual su cráneo es atravesado por una barreta de acero por la parte prefrontal del cerebro. El obrero sobrevivió; sin embargo, luego del accidente se produjeron cambios en su personalidad que tenían que ver con su motivación: poca voluntad para el trabajo, indiferencia y desinterés. Por otro lado, las áreas del hemisferio izquierdo que se relacionan con las funciones productivo- intelectuales corresponden a dos elementos en relación con el lenguaje: el área de Broca, responsable de la expresión lingüística, y el área de Wernicke, que cumple la función de comprensión lingüística. A partir de los hallazgos de estos científicos, el hemisferio izquierdo es asociado con habilidades intelectuales o lógicas.

Para Ortiz, el componente que nos diferencia de los animales es el componente volitivo. Esto significaría que compartimos con ellos, tanto anatómica como funcionalmente, los aspectos emotivos e intelectuales, siendo lo único que nos diferencia el componente volitivo o la estructura de nuestras finalidades; la fuerza que nos mueve a decidir, preferir y actuar. De forma similar a la división de Comte, establece tres estadios en el desarrollo de la humanidad. Un estadio religioso correspondiente con la sociedad primitiva y principalmente emotivo. Un estadio filosófico correspondiente con la sociedad antigua y principalmente intelectual. Y por último, un estadio económico correspondiente con la sociedad moderna y principalmente valorativo (o volitivo).



Esta división resulta sugerente entendiendo la concordancia entre la etapa y el espíritu que domina dicha etapa. Valdría aclarar que Ortiz se refiere a lo imperante en cada época sin querer decir que en cada una de las etapas no estén presentes los tres componentes con diferentes grados de importancia. Así equipara históricamente el desarrollo de la humanidad con el desarrollo individual de cada ser humano. Tanto para él como para Freud, la primera etapa del desarrollo humano se encuentra dominada por el factor emotivo, que se encuentra definido por nuestro temperamento. En este momento, lo que resulta ser más importante son los sentimientos de seguridad, la vinculación afectiva que establecemos con los padres, principalmente con la madre. Con la niñez gana importancia el aspecto intelectual, produciéndose una disparada en el desarrollo de nuestras habilidades comprensivas. Es la etapa en la que Piaget nos habla del momento de las operaciones lógico-formales, en donde se establecen las capacidades intelectuales de la adultez. Por último, con nuestro ingreso al sistema de intercambio económico, gana preeminencia el componente volitivo de la personalidad. Se estructura el carácter sobre la base del temperamento. No es que solo en esta etapa se produzcan las decisiones; sin embargo, el sistema social es el que promueve en el adolescente el gradual uso independiente de su voluntad, por ejemplo, con el ingreso al sistema de las relaciones económicas en el primer empleo y, antes que eso, su ingreso a la posibilidad del trabajo con la elección de carrera una vez terminada la formación escolar.

Lo sugerente de la propuesta, referida al ámbito del desarrollo humano en general, radica en la concordancia de cada estadio histórico con la necesidad formulada para cada etapa. Sabemos que las etapas más arcaicas de la humanidad se caracterizan por haber sido teocracias en donde la voluntad del dios era aquello que guiaba el universo y el accionar de cada uno de los individuos. Fueron etapas plenamente emotivas; diríamos incluso, tomándonos ciertas licencias, etapas de amor, en su aspecto fundamental de entrega a un ideal que va más allá de los propios límites como individuo. Luego, con el surgimiento de la reflexión independiente (Sócrates principalmente) se produce la actitud analítica que, si bien sigue creyendo, busca un fundamento racional para dicha creencia o, en su defecto, hace uso de la razón para descartar esos aspectos mágicos que no escapan del ámbito del misterio o de la fe. Podríamos incluir en esta etapa tanto la filosofía como la ciencia, pues ambas cumplen con esta intención de analizar racionalmente las condiciones de existencia humana. A partir del desarrollo global de los mercados, los canales de comercio y lo que implica dicho proceso en cuanto a la influencia que cada individuo sufre, hablamos de un estadio económico que vendría a ser la etapa que vivimos hoy, fundamentalmente (algunos dirían salvajemente) económica.

Habíamos dicho que la voluntad es aquello que nos caracteriza, incluso más que el intelecto. A primera vista, uno estaría invitado a reconocer la inteligencia como el principal factor diferenciador entre humanos y el resto de especies. Sin embargo, es la voluntad aquello que nos diferencia y de lo cual carecen nuestros hermanos del reino animal. Hemos dicho también que cada etapa de desarrollo no anula a la otra sino, más bien, se constituye como base sobre la cual la secuencia de las etapas es posible. Esto es correcto y se evidencia cuando profundizamos en la génesis del valor.

Para empezar, diremos que lo que nos hizo ser lo que somos es, desde cierto punto de vista, la economía. ¿En qué sentido? En el sentido de valor. La primera valoración, responsable por el surgimiento de la conciencia, es aquella que se da cuando el humano en ciernes produce algo que lo trasciende, que se mantendrá como una existencia autónoma, independiente ya de su propio hacedor. En la separación que se produce entre el humano (sujeto) y el producto (objeto) no solo se dibuja el ámbito de la decisión y la libertad, sino también, y al mismo tiempo, el ámbito de la valoración como añadido del objeto. El precio ya se encuentra, en potencia, en la primera invención humana.

Esta valoración atraviesa todos los ámbitos de reflexión humana. La valoración de los objetos. La valoración de su condición en el mundo. Sobre los componentes afectivos animales de nuestra constitución, sobre las carencias y la sensación del desgarramiento, del sinsentido, surge Dios como garante de nuestro destino.


Surge luego la ciencia, como valoración experimental del mundo, y todos los valiosos recursos que dicha ciencia ofrece para el mantenimiento y desarrollo de la vida. Surge, hasta el momento, la soberanía del dinero como valor de todos los valores. Como la medida de todas las cosas.

El valor, asimismo, asume su condición determinante en lo que respecta a la imagen que nos formamos de nosotros mismos, así como la imagen que nos formamos de los otros. Esta primera evolución del valor se expresa dentro del ámbito en el cual nos movemos, y este es un entorno principalmente social. De esta manera, nuestro desarrollo como personas parte desde la matriz social y dialoga permanentemente con esta durante el transcurso de nuestras vidas.

En este sentido, si bien hemos realizado una reflexión sobre los aspectos que pueden explicar la naturaleza humana, todavía no nos referimos al elemento faltante para dibujar un cuadro completo sobre los determinantes de nuestra condición. Ese aspecto faltante se encuentra representado por los otros.

Si bien el sentido se inicia con una obra individual, en el caso visto, la producción de un objeto, este solo asume todo su poder creador de humanidad cuando se convierte en una noción compartida.

Así pues, adoptamos en este caso la visión que se popularizara en las ciencias sociales con la lingüística de Saussure, el estructuralismo, que establece la relación como aquel elemento explicativo de la propia naturaleza del objeto.

Para el caso de la lingüística, el hallazgo más notable consistió en descubrir, por ejemplo, que cada letra encuentra su sentido en la relación de diferencia que tiene con otras letras. Este esquema explicativo sirve para desentrañar la naturaleza de cualquier objeto con respecto a la relación que establece con otro. De esta forma, la naturaleza o explicación del lápiz se encuentra en la relación que establece con una superficie sobre la cual se puede imprimir el dibujo.


En el caso de los "objetos humanos", las relaciones que nos determinan como individuos, que nos dan nuestra esencia o sentido, son relaciones sociales.

Lev Vigotsky, psicólogo ruso de inicios del siglo XX, elaboró sus ideas en torno a la idea matriz por la cual la naturaleza humana se encuentra determinada por relaciones sociales. En su intento por explicitar el proceso de vinculación entre el sistema social y el individuo nos dice:

"(…) El elemento individual se constituye, como elemento derivado, sobre la base del componente social y según su modelo exacto (…) Somos conscientes de nosotros porque somos conscientes de los otros; y de modo análogo, somos conscientes de los otros porque en nuestra relación con nosotros mismos somos iguales que los otros en su relación con nosotros". (Citado por Riviere (1987:125)


Para Vigotsky, la dirección del desarrollo del pensamiento humano no iría desde lo individual a lo social, sino desde lo social a lo individual. Si bien nuestro desarrollo físico en su mayor parte se encuentra prefigurado en el código genético, nuestro desarrollo humano surge desde, como lo llama Savater, el magma social que nos forja. El desarrollo de nuestra conciencia es producto del careo entre nuestra individualidad y este sistema social que nos dicta las pautas posibles de actividad.

Para graficar cómo se da el proceso de internalización de los contenidos sociales en el propio individuo, Vigotsky plantea el ejemplo del niño que quiere alcanzar su juguete. Como se encuentra en su cuna, no logra alcanzarlo. Sin embargo, toda su actividad física se encuentra orientada hacia el juguete: pegado a un extremo de la cuna y con el brazo totalmente extendido en un esfuerzo concreto por tratar de asirlo. Vemos que en este estadio aún preconsciente de desarrollo, el recién nacido se encuentra en una relación directa con su entorno, aún no mediada por los contenidos simbólicos que le serán transmitidos a lo largo de su desarrollo social. En un siguiente momento, al escuchar los quejidos del pequeño, la madre entra a la habitación y, al ver el intento de su hijo, procede a alcanzarle el juguete. Podemos imaginar cómo la situación puede repetirse algunas veces más hasta que el pequeño llegue a internalizar la relación de tal modo que su intento ya no se dirija al juguete sino a la madre que, presurosa, corre a asistirlo. Piensa Vigotsky que en ese momento es cuando el proceso de internalización de los contenidos sociales se produce. El movimiento de intentar asir el objeto, de este modo, se convierte en el acto de señalarlo. Acto cuya carga simbólica incluye ahora definitivamente a la madre, a ese otro significativo que inicialmente representa la alteridad característica de nuestra conciencia plenamente desarrollada.

El desarrollo de nuestra propia individualidad psíquica se enfrenta de este modo al otro y, así, surge la conciencia como producto social. El mismo Freud lo reconoce cuando postula el complejo de Edipo como factor resolutivo de nuestra individualidad: el niño en sus primeros meses de desarrollo se encuentra vinculado a la madre de tal forma que piensa que ella y él son uno solo. Esta relación, según Freud, contiene una fuerte carga libidinal que determina que el niño experimente a su madre como su propiedad. Pero en un punto del desarrollo aparece la figura del padre, hecho que cierra el triángulo edípico. El inicialmente omnipotente niño se percata de sus limitadas capacidades para competir con el padre y, así, inicia la internalización de las prohibiciones sociales, lo cual estructura su conciencia. Para Freud, en consecuencia, se produce, si se nos permite el término, un "choque social" en donde las propias posibilidades de desarrollo dependen de las relaciones tempranas que el recién nacido establece con los otros.

En este sentido, hablar de una psicología social es una redundancia. Desde nuestro punto de vista, no hay psicología que no sea social. Los problemas mentales, trastornos de personalidad, conflictos psíquicos y demás dificultades catalogadas por las disciplinas que se encargan de la salud mental no son más que dificultades que tenemos con nosotros mismos y, por lo tanto, con los otros. En buena cuenta, son problemas de idiotez.





III. Historia de la Idiotez

Para Erick Fromm, la historia del hombre se inicia cuando su existencia se distingue del resto de cosas a través de la autoconciencia o, en otras palabras, al percatarse de que es distinto al resto de cosas.

Considera que si bien este fue el logro divisorio que inicia la historia de la humanidad, permaneció oscuro por largos periodos de tiempo: "…mientras [el hombre] tenía conciencia de sí mismo, si bien parcialmente, como de una entidad distinta, no dejaba al propio tiempo de sentirse parte del mundo circundante". (Fromm, 1963:50)

Esto mismo es a lo que hace referencia Charles Taylor cuando habla de la "gran cadena del ser":

"Las personas solían verse a sí mismas como parte de un orden más amplio. En algunos casos, este era un orden cósmico, una "gran cadena del Ser", en la cual los humanos encontraban su lugar entre ángeles, cuerpos celestiales y nuestras compañeras, las criaturas terrestres (…) las personas eran ubicadas frecuentemente en un lugar determinado, un rol y una ubicación de la cual era prácticamente impensable desviarse". (Taylor, 2002:3)


Si bien la conciencia en un primer momento significó división, esta división no se expresaba, en un periodo inicial de desarrollo histórico, como una separación subjetiva del entorno. Por el contrario, a través de esa misma conciencia, el humano actualizaba su conexión con el mundo y su sentido de pertenencia a algo que lo trascendía.

Podríamos catalogar este momento inicial del desarrollo cognoscitivo como una época religiosa. Si bien es problemático, y hasta cierto punto equívoco, establecer categorizaciones globales para momentos históricos determinados, teniendo en cuenta que muchas veces las corrientes históricas se superponen en el devenir, el hecho de llamar religiosa a esta época clarifica una serie de aspectos. El más interesante tiene que ver con esta sólida confianza en formar parte de algo que está más allá de la propia individualidad.

Más temprano en el texto habíamos llamado a estas etapas religiosas, etapas de amor, en el sentido de abandono a una vivencia que trascendía los límites del individuo. Que lo hacía compartir la existencia en medio de un orden que le confería sentido y estabilidad a la vida. Este antiguo orden, en nuestros días, parece perdido.

Se puede decir que, a lo largo de la Edad Media, lo imperante fue esta actitud aristotélica de entender que cada cosa tiene su ubicación en el mundo. Recordemos que, en parte, dicha ideología sirvió para mantener el orden estamental típico del feudalismo. La ideología se reflejaba en el orden social imperante, y la humanidad de esa época tenía una clara idea de lo que se esperaba de ella, a qué cosa podía apuntar, cuáles eran los límites y el orden bajo el cual su propia existencia era posible.

Nos dice Fromm (1963:68):

"Lo que caracteriza a la sociedad medieval, en contraste con la moderna, es la ausencia de libertad individual. Todos, durante el periodo más primitivo, se hallaban encadenados a una determinada función dentro del orden social (…) Pero, aún cuando una persona no estuviera libre en el sentido moderno, no se hallaba ni sola ni aislada. Al poseer desde su nacimiento un lugar inmutable y fuera de toda discusión (…) el hombre se hallaba arraigado en un todo estructurado y, de este modo, la vida poseía una significación que no dejaba ni lugar ni necesidad para la duda".


Esta situación, según el autor, se modifica drásticamente con el desarrollo del capitalismo y el mercado en el siguiente periodo histórico: la modernidad. La quiebra simbólica del castillo feudal, con el paulatino desarrollo de la ciudad como eje comercial, da pie al surgimiento de una nueva clase social: la burguesía, junto con una nueva clase de valores que ya no tenían que ver con qué tan bien se cumplía el rol que a cada quien le tocaba sino, más bien, con qué tanto conseguía uno en la vida. La fama asoma como un valor; la necesidad de riqueza se oficializa. Los antiguos órdenes se ven mermados. La individualidad inicia dolorosamente el camino hacia su apogeo moderno.

A nivel de movimientos históricos surgen las oposiciones reformistas de Lutero y Calvino.
Es conocida la oposición del primero a la burocracia eclesiástica; por ejemplo, el tema de las indulgencias. Lo que Lutero efectúa, sin darse cuenta, es un pilar del giro moderno hacia el individuo a través de la recuperación de la autonomía en la relación con Dios. Esto significa que ya no se necesita un ente mediador que sirva de intermediario entre uno y lo divino, sino depende de cada quien el hecho de realizar ese contacto. A través del reformismo luterano se efectúa uno de los grandes giros hacia el subjetivismo moderno, desvinculado ya de pautas generales de sentido. La relación con Dios ya no depende de una pauta común sino de uno mismo.

En su sentido original, Lutero no bregaba por una autonomía humana; simplemente reaccionaba, como representante de la clase burguesa en desarrollo, a la imposición eclesiástica representante del antiguo orden económicamente hegemónico. Nos dice Fromm:

"(…) Lutero, si bien libertaba al pueblo de la autoridad de la iglesia, lo obligaba a someterse a una autoridad mucho más tiránica, la de un Dios que exigía como condición esencial de salvación la completa sumisión del hombre y el aniquilamiento de su personalidad individual". (Ibid: 112)


La intención de Lutero era sujetar aún más al hombre a una dependencia absoluta con Dios; sin embargo, su reforma fue una manera de facilitar la desvinculación con ese Dios a través de la paulatina independización del hombre moderno con respecto a cualquier creencia.

El efecto que produjo la reforma de Calvino fue similar. Pero estuvo orientado, más bien, a la independencia económica y a la búsqueda del éxito económico como factor de alabanza a Dios.

El desarrollo del sistema capitalista encontró en Calvino un catalizador ideal, al generar una convicción religiosa en la cual el empeño personal, el logro de riqueza, era la mejor forma de alabanza divina.

"(…) En el calvinismo, este significado del esfuerzo formaba parte de la doctrina religiosa (…) se atribuyó cada vez más importancia al esfuerzo dedicado a la propia ocupación y a sus resultados, es decir, al éxito o al fracaso en los negocios. El éxito llegó a ser el signo de la gracia divina; el fracaso, el de la condenación". (Ibid: 124)
El reformismo de Calvino sirvió como palanca determinante para la explosión del desarrollo capitalista en los albores de la modernidad. Una lectura un tanto más acorde con la interpretación que busca este texto es identificar a Calvino como otro exponente crucial del giro hacia el individualismo moderno, en el cual no se entiende la actividad económica individual como una pieza en un orden más amplio donde cada quien cumple su rol sino, más bien, significa la posibilidad individual de generar una riqueza propia que sirva como alabanza a Dios. Mi salvación depende exclusivamente de mi propio éxito económico.

Fromm señala cómo el trabajo, en periodos históricos previos, siempre había sido entendido más o menos como una carga. Una carga de la que uno se podía librar si tenía el dinero para delegar esa función a los esclavos. En la Grecia clásica, el trabajo era visto como una indignidad. Los aristócratas no trabajaban y eso les daba la opción de dedicar su tiempo al estudio. El término griego "esjolé", que significa ocio, es la raíz de la palabra escuela. Justamente porque los ociosos eran aquellos que podían darse el lujo de estudiar. (Platón, por ejemplo). El sentido semítico del trabajo es de castigo; la consecuencia de nuestra caída en desgracia por desobedecer el mandato de no comer del árbol del conocimiento. Con la reforma calvinista, el trabajo se convierte en la manera de alabar a Dios. Indirectamente refuerza la autonomía moderna, en el sentido de depender de una actividad privada (propia) para alabar a Dios y, de esta manera, conseguir la salvación.

Para Fromm, la reforma del luteranismo y el calvinismo son factores de influencia que terminan de generar la desvinculación con lazos originales característicos del hombre moderno. Max Weber (1984) estudió principalmente la influencia del calvinismo para explicar cómo es que el capitalismo encuentra en este espíritu protestante un factor importante de desarrollo. Fromm se centra más en la influencia que tiene el reformismo religioso en el desarrollo de la libertad humana. Su diagnóstico no es alentador.

Fromm entiende que las reformas, si bien inspiran y refuerzan el sentimiento de libertad, ahondan a su vez la desesperanza y la angustia por no tener el hombre una base sólida o un sistema de creencias que articule un terreno estable donde pisar. Un horizonte fijo donde ubicarse.

El hombre moderno, una vez derrumbadas las fuerzas cohesivas de la autoridad social institucionalizada, se siente perdido y busca escapar de su libertad a través de la creencia en dogmas absolutistas que lo liberen de esta carga.

Entendemos que las reformas religiosas lideradas por Lutero y Calvino tuvieron una enorme influencia dada la expansión que el poder eclesiástico había logrado a lo largo de la Edad Media. La sociedad occidental vivía sus vidas, en gran parte, sustentada por el sentimiento de confianza que emanaba de los estatutos institucionales eclesiásticos, regidores de una determinada forma de vivir y de creer. Con la quiebra de esos estatutos se profundiza la desvinculación.

Paralelamente al espíritu reformista en la religión se gestaba en la sociedad occidental una nueva manera de ver el mundo, influido en gran parte por las ideas científicas de Galileo y por las reflexiones filosóficas de Descartes. El primero, considerado padre de la ciencia moderna, inicia el giro matematizante de la investigación astronómica (y científica en general), mientras que el segundo oficializa el individualismo filosófico. Ambas perspectivas teóricas comparten con el reformismo religioso un mismo espíritu de independización y, por lo tanto, explican la profundización desvinculante moderna, característica de la idiotez. Pasaremos a analizar el significado de ambas.

Los científicos del siglo XVI en general se encontraban en una situación difícil por la presión y el control que ejercía la Iglesia sobre el conocimiento. Casos emblemáticos como el de Giordano Bruno (quemado vivo por la Santa Inquisición) dan cuenta de una actitud eclesiástica en la cual se reclamaba subordinación de los investigadores a la causa teológica. Se reprimía y amenazaba a cualquiera que osara poner en discusión los preceptos heredados de la institucionalización cognoscitiva, sedimento principalmente aristotélico durante la mayor parte de la Edad Media tardía. Giordano Bruno enfrentó la consecuencia de mantenerse firme en sus hallazgos científicos. Tanto Copérnico como Galileo y el propio Descartes sufrieron cada uno, en su momento, una forma de esta "santa persecución".

Copérnico fue uno de los primeros en desafiar los dogma religiosos con sus hallazgos científicos. Su modelo heliocéntrico fue un colosal golpe a la teoría geocéntrica que había sido esgrimida por más de un milenio, de origen aristotélico. Los primeros grandes remezones a las convicciones religiosas vinieron de la astronomía, con el desplazamiento de los grandes centros de sentido, representados por las creencias dogmáticas de la filosofía heredada. El desplazar a la Tierra del centro del universo indirectamente desplazaba al hombre de ese mismo centro, lo cual era un tremendo golpe a la antes sólida creencia de ser los "favoritos de Dios". El remitirnos a una segundona periferia en el universo discrepaba drásticamente de las convicciones heredadas del Medioevo, que nos garantizaban un rol protagónico en la obra divina. Es así como los primeros atisbos de la ciencia moderna representan, aparte de una seria amenaza a las verdades religiosas, un importante coadyuvante a la desvinculación y ausencia de sentido de la sociedad moderna.

Galileo recoge el valor de la investigación copernicana (su defensa del heliocentrismo le significó la persecución eclesial). Pero el valor radical de su reflexión se centra en la oficialización de la actitud matematizante de la ciencia con respecto al estudio de la realidad:

Nos dice Galileo en El Ensayador:

"La filosofía está escrita en ese grandísimo libro que tenemos abierto ante los ojos (…) quiero decir, el universo, pero no se puede entender si antes no se aprende a entender la lengua, a entender los caracteres en los que está escrito. Está escrito en lengua matemática y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es imposible entender una palabra; sin ellos es como girar vanamente en un oscuro laberinto". (1984:61)


Edmund Husserl (1984:30-31) busca ubicar la relevancia de este suceso ("La matematización galileana de la naturaleza") en su libro sobre la crisis de las ciencias europeas.

"(…) en esta praxis matemática alcanzamos (…) "la exactitud" pues para las formas ideales surge la posibilidad de definirlas en su identidad absoluta, de conocerlas como sustratos de cualidades absolutamente idénticas y definibles de una manera metódica y unívoca (…) se presentó también la posibilidad de generar constructivamente y de un modo unívoco, mediante un método apriorístico sistemático aplicable a todo, absolutamente todas las formas concebibles".


Si bien el complejo lenguaje que utiliza Husserl -muestra del rigor con que respeta su método filosófico- puede complicar la comprensión de la idea, consideramos que refleja bien la relevancia y el significado de la obra de Galileo.

En primer lugar, nos habla de una actitud cognoscitiva nueva. Una exactitud que nunca antes se había producido en la historia del conocimiento. Esta exactitud radica en la posibilidad de representar cualquier fenómeno a través de entidades unívocas, fórmulas matemáticas, que nos permiten establecer un método riguroso y exacto para representar cualquier posible realidad física. Este método es considerado por Husserl como apriorístico ya que se solventa en la misma estructura de la abstracción matemática y ya no necesita de la contrastación empírica con la realidad para ser. Al ser este método matemático de carácter universal, es capaz de representar "absolutamente todas las formas concebibles". Se convierte en un "índice matemático de la realidad".

Si bien Husserl ilumina este episodio con la intención de distinguir el método galileano (no otro que el método de la ciencia actual) como un acercamiento con un determinado desarrollo histórico y, por ende, con una determinada relatividad con respecto a cualquier otro acercamiento cognoscitivo, por lo mismo no presta atención al significado que dicho avance tiene para la realidad del hombre moderno. El significado que el éxito recién estrenado de la ciencia galileana iba a tener para la existencia humana.

La novedad de la propuesta es determinante. Si bien ya Platón había sugerido la relevancia de la geometría para el estudio de las formas (en su academia se podía leer a la entrada: "No entra el que no sabe geometría"), su enfoque no pasaba de ser una reflexión cuyo objetivo era la pureza del conocimiento inmaterial, la reflexión dialéctica como logro de la verdad radicada en la idea en sí misma, ubicada en el mundo de las ideas.


Galileo ofrece una posibilidad esencialmente diferente: el logro de la exactitud como una opción de predicción y control efectivo de la realidad, fruto de la exactitud de la matemática como recurso para interpretar cualquier hecho.

Dado que en la matemática encuentro un índice de la realidad, al leer de ese libro puedo interpretar efectivamente los movimientos de los astros, las mareas, el desplazamiento de cualquier objeto, calcular trayectorias, predecir efectos.

La cautela con la que Galileo procede no oculta, entre líneas, la enorme confianza que le tiene a su nueva descubierta actitud. Y la tiene porque ha demostrado su utilidad. Consideramos que este carácter instrumental incipiente representado por el nuevo método galileano tiene una relevancia fundamental para la razón instrumental que vivimos en nuestros tiempos, así como la desacralización de los órdenes universales y autónomos, herencia del Medioevo.

La contribución galileana es un factor más para entender el autocentramiento moderno, liberado ya de cualquier pauta universal o absoluta que funcione como factor orientador. El mundo se convierte en un mecanismo, y la matemática se constituye como el instrumento para desentrañar el secreto del mecanismo. Para penetrar en la naturaleza, antes sagrada, de lo existente.

Con la irrupción de la ciencia moderna (galileana) se inicia la preponderancia de la perspectiva determinista, antagonista de la teleología aristotélica, la cual fue su precedente cognoscitivo.

Como se sabe, Aristóteles explicaba los fenómenos en base a cuatro causas. Su ciencia correspondía al dominio de las determinaciones de cualquier objeto de estudio con base en estas causas explicativas: material, formal, final y eficiente. Por ejemplo, la causa final, o entelequia, explicaba cuál era el fin natural del objeto, es decir, aquello a lo cual el objeto tendía por naturaleza.


En la tablilla o pergamino existía escritura (a pesar de que nada estuviera escrito todavía) pero, como la entelequia del pergamino era la escritura, esta ya se encontraba en el pergamino, solo que en potencia. Cuando se escribía sobre el pergamino, lo que se hacía en concreto era actualizar la escritura que ya estaba potencialmente ahí. Asimismo, los objetos soltados desde cierta altura se dirigen hacia la tierra porque están hechos de tierra; por lo tanto, tienden hacia su propia materia. El fuego, al estar hecho de aire, se dirige hacia el aire, su sustrato constitutivo.

Este finalismo aristotélico se abandona completamente con el surgimiento y paulatino desarrollo de la ciencia moderna bajo sus lineamientos originalmente galileanos. La única causa aristotélica con la que se queda la nueva ciencia es la eficiente, es decir, la que se sostiene sobre la relación causa-efecto.

A partir de Galileo, los fenómenos se entienden exclusivamente como una consecuencia mecánica de algún otro efecto mecánico. El mecanicismo como pauta explicativa inicia su preponderancia en la historia. La realidad se deja de entender como si tuviese finalidades intrínsecas o esenciales. El mismo concepto de "esencia" pierde cualquier viso de respetabilidad científica pues no es capaz de explicar nada. Es simple especulación filosófica. No "ciencia".

Descartes, hijo de su tiempo, forma también parte de este optimismo por las matemáticas. Sus reglas para la dirección del espíritu significan el esfuerzo por hacer de las matemáticas un instrumento total de conocimiento. Nos dice en ese texto: "(…) la aritmética y la geometría son mucho más ciertas que las demás ciencias. Su objeto es tan claro y tan sencillo que no es necesario hacer ninguna suposición que la experiencia pueda poner en duda (...)". (1992:97-98). Su esfuerzo, no obstante, se detiene en la parte en que iba a desarrollar la explicación de lo humano con base en este paradigma matemático. Su libro nunca se terminó de escribir.

Pero Descartes no solo es relevante como parte de esta irrupción matematizante de la ciencia moderna sino, y fundamentalmente, por la perspectiva de primera persona que inicia con su filosofía.

Este espíritu se puede distinguir ya desde las primeras líneas de su obra fundamental, el Discurso del Método: "(…) Mi propósito, pues, no es el de enseñar aquí el método que cada cual ha de seguir para dirigir bien su razón, sino solo exponer el modo como yo he procurado conducir la mía (…)". (1992:4)

Los familiarizados con el libro pueden leer entre líneas la fina ironía que exuda esta afirmación. Posiblemente Descartes se haya visto en la necesidad de protegerse, con esta clase de recursos, de la atenta vigilia a la que lo tenía sometido la iglesia. Posiblemente no le convenía sonar tan determinante. Pero es prácticamente imposible que se le haya escapado la relevancia de su obra, al punto de llevarlo a decir que su propuesta es una más, como lo puede ser cualquier otra.

El Discurso del Método es un texto coloquial, por momentos autobiográfico, por momentos anecdótico. Ya este estilo de escritura muestra claramente la atmósfera de la nueva filosofía. Nos cuenta Descartes cómo había sido formado en la tradición escolástica, teniendo como autoridad incuestionable la del Filósofo (Aristóteles). Sin embargo, ninguno de los preceptos aprendidos lo habían convencido de adoptar como un todo las visiones filosóficas ajenas. "(…) si bien contienen (…) muchos, muy buenos y verdaderos preceptos, hay, sin embargo, mezclados con ellos tantos otros nocivos o superfluos, que separarlos es casi tan difícil como sacar una Diana o una Minerva de un bloque de mármol sin desbastar". (Ibid: 10). Esta constatación lo lleva a postular como primera regla de su método: "(…) no admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese con evidencia que lo es (…)". (Ibid.). Esta primera regla conduce su pensamiento hacia el primer descubrimiento certero que puede ofrecer su método: "Cógito, ergo Sum" (Pienso, luego existo).

La duda metódica cartesiana quiere partir desde el principio. Y entiende que el principio es la existencia. En consecuencia, la pregunta que debe formularse el filósofo es sobre esa existencia. ¿Puedo estar seguro de que existo? La respuesta cartesiana es afirmativa. Sí se puede decir con certeza que uno existe desde el momento en que cuento con la evidencia de que puedo pensar. El mismo hecho de preguntarme por la existencia es la prueba de que en verdad existo. Independientemente de cuál sea la naturaleza de esa existencia ("real", en el sentido que pueda ser entendido el término; "falsa", creada por algún ser malévolo) nunca podré dudar del hecho de existir en la medida en que tengo la evidencia clara y distinta de que soy algo, pues pienso. ¿Y qué soy yo? se preguntará luego el filósofo. Pues, algo que piensa. Una cosa pensante.

La relevancia que tiene la reflexión cartesiana para entender la irrupción de la mentalidad moderna es enorme. Significa el novedoso intento por fundamentar la existencia desde una perspectiva individual, alejada ya de cualquier criterio de autoridad (Aristóteles). El mensaje cartesiano es claro: No necesitas seguir la pauta de una tradición filosófica determinada para comprender adecuadamente la realidad, sino que puedes realizar el esfuerzo por ti mismo, desde tu interioridad y capacidad propia.

Con Descartes se oficializa el funcionamiento del pronombre "Yo". No en su sentido factual, como en el caso de utilizar el pronombre para hacer referencia a "mí mismo" (Yo pienso, Yo corro), pero sí en el sentido de instaurar la subjetividad como pauta de conocimiento y, a la par, reforzar el subjetivismo moderno que se había visto influenciado, como ya vimos, por las reformas sociales, entre las cuales podemos incluir las reformas religiosas, y por la explosión de la ciencia moderna de la mano de Galileo.

"Ser racional significa ahora algo distinto de estar en sintonía con dicho orden [El orden del Bien platónico que preside el orden cósmico]. La opción cartesiana es percibir la racionalidad, o la facultad de pensamiento, como la capacidad que poseemos para construir órdenes que satisfagan los parámetros exigidos por el conocimiento o la comprensión de la certeza". (Taylor, 1996:162)


Descartes representa para Taylor "la razón desvinculada". Desligada ya de pautas generales o universales de significación. No hay un sistema teórico que ate la interpretación cartesiana más allá del propio sujeto o "cosa pensante" que razona. La perspectiva de la subjetividad en su forma inicial (aunque determinante). El subjetivismo moderno es una forma sedimentada inercialmente de la subjetividad cartesiana.

Pero este descubrimiento filosófico no es tan novedoso como se podría pensar. Ya antes, Agustín de Hiponaen el siglo IV d.C, había encontrado en la exploración interior un recurso para encontrar la verdad de Dios: "No vayas afuera, vuelve a ti mismo, la verdad habita en el interior del hombre", nos dice el santo eclesiástico. En el siglo XVI, esta línea es recuperada por Descartes, pero con unas condiciones históricas completamente diferentes, preparado ya el terreno para un gran cambio de perspectiva, completamente sincronizado con el desarrollo social en sus aspectos determinantes (económicos, religiosos, científicos).

Esta suerte de traslape en la historia del pensamiento no es poco común. Desde su surgimiento en Grecia, la Filosofía se caracteriza por la independencia esencial de su ejercicio con respecto a precondiciones impuestas. En cierto sentido, la Filosofía nace enfrentada a las interpretaciones absolutas ofrecidas por el mundo de la antigüedad. Esta posición cognoscitiva privilegiada del filósofo lo ha hecho en ocasiones dar grandes saltos históricos que la misma historia luego se encargaría de validar. En cierto sentido, la filosofía que nace en Atenas, de la mano de Sócrates, es una primera fisura en la interpretación mágico religiosa que se imponía en la antigüedad, que se impuso a lo largo de la Edad Media y que, finalmente, se agota con el surgimiento de la modernidad. La autonomía cartesiana halla su precedente en la autonomía socrática, cuya apoteosis se efectúa en su juicio y posterior condena. Ambas posiciones parten de la nueva perspectiva de la Filosofía como oficio de reflexión, lo que no es más que la conciencia humana tomando conciencia de su potencialidad, de su idiotez.

El hecho de que la actitud socrática no se haya dirigido hacia una consecuente evolución se explica por la preponderancia eclesiástica a lo largo de la Edad Media. Esa primera fisura filosófica se detuvo debido a la recuperación dogmatizante del poder eclesiástico (oficializado en Roma por Constantino) y a la utilización del pensamiento como un reforzador del dogma cristiano. Aristóteles se convertirá en el guardián del credo, y la gran noche de la historia prolongará su velo por siglos.

En buena cuenta, con Descartes se oficializa la perspectiva de primera persona en la historia del pensamiento. Yo soy el que pienso;, por lo tanto, yo soy el que me doy cuenta de que existo. Esta orientación asume todo su poder de la mano de los cambios modernos que ya antes habíamos mencionado, cambios que representan la irrupción de la subjetividad humana con su consecuente pérdida de sentido, pero, paradójicamente, y al mismo tiempo, la ampliación magnífica del ámbito de nuestra libertad.


Tanto las modificaciones históricas efectuadas por los movimientos protestantes de Lutero y Calvino, como la nueva ciencia de Galileo y el individualismo filosófico de Descartes, explican en parte la irrupción del sinsentido moderno. La profundización en nosotros mismos tan característica de nuestro tiempo.


IV. A modo de conclusión

¿Qué es la idiotez?

Quisiéramos entenderla como la condición de la existencia humana.

Si bien esta idiotez se ha profundizado en nuestra época moderna como consecuencia, en parte, de los eventos antes reseñados, existió desde un inicio en aquello que es exclusivamente nuestro y que, por lo mismo, nos hace ser lo que somos.

La idiotez se inicia como posibilidad semántica en el idioma griego, pero en este texto nos quisimos ocupar, más bien, de su posibilidad ontológica. La posibilidad que el término nos da para entender qué es aquello que nos determina. Qué nos hace "ser".

El "egoísmo" de su sentido primigenio se queda corto cuando sólo se refiere a lo peyorativo. Tomémoslo más bien por el lado del "Ego". De ese Yo con mayúscula que nos permite reconocernos en el espejo, así como reconocernos en el espejo que los otros representan para nosotros. Ese yo que se articula inmediatamente después de la primera gran separación. La fractura del hombre consigo mismo. La nada y el vacío que en un primer momento histórico nos hace escapar articulando nuestra vida con lo trascendente, pero de lo cual hoy ya no podemos escapar con tanta facilidad pues ha desaparecido esa articulación "natural" con lo Otro (Dios, la Comunidad, la Verdad, la Patria y un largo etcétera).

Siempre nos resultó oscuro el concepto de "posmodernidad". En su semántica aparenta ser un concepto que representa la superación de una determinada época. Este hace referencia concretamente al fin de los sistemas globales de creencias (sean estos filosóficos o de otro tipo) para pasar a una etapa en que la reflexión ha abandonado el anhelo de una explicación totalizadora de lo real. Los pensadores posmodernos abdican de la totalidad para centrarse en regiones específicas de significación.

Consideramos que muy lejos de ser esta una evidencia de que la modernidad es una época superada, es una evidencia de que somos más modernos que antes. Que incluso se nos podría catalogar como "supermodernos". Esto se ve con mayor claridad cuando nos percatamos de hasta qué punto todos seguimos siendo hijos de Descartes. Somos sujetos y, también, individualistas. En este sentido, quizá "supermodernidad" sea un término más feliz para caracterizar nuestra época.

La idiotez, fenómeno llevado al paroxismo en nuestros tiempos de Facebook y Twitter, es una condición no necesariamente peyorativa de nuestra realidad. Pero necesaria y esencial, no obstante.

Fue, en su raíz, un término peyorativo utilizado por los griegos para catalogar a aquellos que renunciaban a su condición de seres políticos, de ser uno entre varios (poli), o, mejor dicho, ser uno gracias a los varios (como lo pensara Vigotsky). Pero, al mismo tiempo que la idiotez implica separación, esta alteridad lo es solo en la medida en que nuestra individualidad es posible gracias a lo que no es individualidad, es decir, lo Otro (incluidos Los Otros). Si bien no podemos salir de la idiotez, pues está en nuestra propia constitución, podemos intentar ser menos idiotas.

Desde una perspectiva optimista, e independientemente de que la idiotez sea también un asunto de grado (en esta, como en cualquier otra época), la idiotez implica la posibilidad esencialmente humana de poder volver la mirada hacia mí mismo y esto, al mismo tiempo, implica la posibilidad que tengo de asumir mi responsabilidad, de hacerme cargo de mí mismo (como diría Sartre). Asumir mi libertad como irrenunciable y empezar a resolver el gran problema que significa esta (el único y verdadero gran problema).

Savater lo expresa muy bien en el capítulo sexto de la popular obra de ética que le dedica a su hijo Amador.

El autor nos habla de diversos tipos de imbéciles, siendo lo que caracteriza la imbecilidad aquella invalidez moral (imbécil significa "sin báculo") del que no tiene suficiente ánimo para tomar sus propias decisiones y se apoya en cosas ajenas o en voluntades externas para hacerlo. En báculos o muletas que lo eximen de tomar sus propias decisiones. Savater propone un verdadero y auténtico egoísmo, consistente en preocuparse realmente por conseguir lo mejor para uno mismo. Y eso que es lo mejor no puede sostenerse sobre una voluntad ajena a nuestro verdadero deseo ni sobre la desgracia ajena que, a la larga, nos haría desgraciados a nosotros mismos:

"¿Quién es el verdadero egoísta? Es decir: ¿Quién puede ser egoísta sin ser imbécil?: el que quiere lo mejor para sí mismo. Y ¿Qué es lo mejor? Pues eso que hemos llamado buena vida (…) Solo deberíamos llamar egoísta consecuente al que sabe de verdad lo que le conviene para vivir bien y se esfuerza por conseguirlo (…)". [Sin hacer daño a otros, añadimos]. (Savater, 2002:98-99)


La búsqueda del otro en nuestros tiempos es, en no pocas ocasiones, una búsqueda instrumental de validación personal. No es el reconocimiento del otro como igual ni el percatamiento de que es gracias a la existencia del otro que yo puedo encontrar mi propio sentido. Más bien, es la forma en que cosifico al otro como medio para conseguir mis propios fines. Esto se puede expresar en un continuo que va de menos a más daño ajeno. Desde la en apariencia inocua variante de buscar a los otros para subir mis bonos en el reconocimiento público, hasta la opción más nociva de pararme sobre los demás sin que me importe que se puedan ver afectados. En ambos casos no veo a los demás como fines en sí mismos sino como instrumentos, medios que sirven a un egoísmo visto en el mal sentido. A una idiotez nociva.

Entender el amor como un sentimiento expresa notoriamente esta actitud.

Cuando defino el amor como un sentimiento, esto quiere decir que el amor es algo que yo siento; en otras palabras, es algo que tengo. Se encuentra dentro de mis límites como persona individual.

Pero el amor es trascendencia. Si no lo fuera, no sería amor.

La visión imperante desde Descartes es que tenemos cosas: conocimiento, sentimientos, ideas. La interioridad cartesiana a la que hiciéramos referencia en la sección previa implicaba una ruptura con órdenes trascendentes previos en los cuales el sujeto era efectivamente sujeto. Es decir, estaba realmente sujeto a órdenes que lo superaban, que estaban fuera de su dominio y bajo los cuales su vida encontraba un sentido estable.

El sujeto moderno es más bien "subjeto", en la acepción de subjetivo, es decir, Mis ideas, convicciones, creencias y proyectos no trascienden los límites de Mi subjetividad. La modernidad determina a los sujetos como, más que en ninguna otra época, sujetos a sí mismos. Es en este sentido que el amor no escapa de esa concepción subjetivista.

Pero entender el amor como sentimiento es una confusión y, por lo mismo, una desnaturalización del hecho de amar.

"Los sentimientos acompañan al hecho metafísico y metapsíquico del amor, pero no lo constituyen (…) A los sentimientos se los "tiene"; el amor es un hecho que "se produce". Los sentimientos habitan en el hombre, pero el hombre habita en su amor. No hay en esto metáfora, es la realidad (…) el amor está entre el Yo y el Tú". (Buber, 1969:19)


Los angloparlantes tienen un término más feliz que el castellano "enamorarse". Ellos dicen "Fall in love", "Caer en amor". Esta semántica expresa mucho mejor el fenómeno. Cuando uno cae en amor, este lo tiene a uno en vez de que uno lo tenga a él. La trascendencia implica salir de mí mismo. El amor es trascendencia. Estar enamorado es, en efecto, estar fuera de sí.

En el amor estoy interesado en el otro. Pero este interés moderno ha perdido la significación etimológica del término (su sentido originario y original). Interés viene del latín inter esse, es decir, aquello que está entre varios, que pone en relación a varios. Decir hoy en día que alguien es un interesado es hablar mal de él, cuando debería ser totalmente lo opuesto. Justamente porque busco mi interés es que buscó amar o, en el sentido más general, relacionarme con las personas. Lo hago por interés auténtico. Un interés que, en esencia, no es únicamente mío.


El interés del amor o la amistad es aquel al que hace referencia Aristóteles (libre en su pensamiento de "subjetivismo filosófico") cuando nos dice:

"(…) y los amigos desean al bien de los que aman por sí mismos, no en virtud de una afección, sino de un modo de ser, y al amar a un amigo aman su propio bien, pues el bueno, al hacerse amigo, llega a ser un bien para su amigo (…)". (Aristóteles, 1998:332)


En otras palabras, cuando amo, amo el bien del otro como si fuera el mío propio. Pero este es, en efecto, mi bien, pues la relación de amor que tenemos no se ubica dentro de mí mismo, sino que nos ubica a ambos como trascendiendo fuera de nuestros propios límites, el interés es compartido. El bien del otro es mi propio bien. En esa relación habita el amor.

Si bien la idiotez excesiva implica un aislamiento y la dificultad para trascender de nosotros mismos, este hecho no implica necesariamente que seamos hoy más autónomos. Como lo demostrara Sartre en el siglo pasado y lo reforzara Fromm al hablarnos del miedo que le tenemos, la libertad a la cual nos arroja nuestra época moderna nos empuja a escapar de este compromiso inevitable de encargarnos de nosotros mismos, disipándonos con la enorme cantidad de recursos que nos ofrece el mercado (ese gran inventor de necesidades). Podemos escapar de varias maneras. Escaparnos en la rutina de trabajo, escaparnos en nuestros "pasatiempos", escaparnos adquiriendo cosas (sean estas materiales o no). Escaparnos en la ebriedad, en la inconsciencia, en la distracción, en la desatención. Escaparnos en la maldad o en el credo ciego disfrazado de bondad. Escaparnos en los demás, no como una manera de trascender interesadamente, sino como una forma de "intrascender" desinteresadamente. En fin, muchas formas que responden a una sola necesidad.

La idiotez en sus versiones extremas es un mal endémico. Y, sin embargo, es nuestra esencia como seres conscientes y libres. La Filosofía de la Idiotez nos permite desentrañar el rol determinante de la idiotez con respecto al hombre, su psique y su historia. Quizá nos permita articular una visión optimista sobre cómo podría ser el futuro, si es que esta es capaz de limitarse a sí misma.






Preguntas

1. En tus palabras, ¿qué entiende el autor por "Idiotez"?

2. En tus palabras ¿qué entiende el autor por Filosofía de la Idiotez?

3. ¿Cuál es el rol de la producción en el surgimiento de la conciencia?

4. ¿Cuál es la diferencia entre los humanos y los animales?

5. Explica cómo es que la voluntad nos distancia más de los animales que la inteligencia.

6. ¿Cómo influye la reforma de Lutero en la idiotización?

7. ¿Cómo influye la reforma de Calvino en la idiotización?

8. ¿Cómo influye la ciencia galileana en la idiotización?

9. ¿Cómo influye la filosofía cartesiana en la idiotización?

10. ¿Cuál es la relación entre amor e idiotez?








































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