Fidelidad y fidedignidad en la relación entre el Cine y la Historia

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Descripción

CINE E HISTORIA(S) Maneras de relatar el pasado con imágenes

Francisco Salvador Ventura (Editor)

Université Paris-Sud Paris, 2015

© De esta edición: Université Paris-Sud Paris, 2015. Correo electrónico: [email protected] www.metakinema.es

Título original: Cine e historia(s). Maneras de relatar el pasado con imágenes Diseño de la cubierta: João Mascarenhas Mateus. Maquetación: Ballenato/A.Vita

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio, ya sea eléctrico, mecánico, óptico o reprográfico, sin permiso previamente expreso del editor.

ISBN: 978-2-9547252-6-0 / EAN 9782954725260 Depôt Légal: 2015, Novembre

Índice Prólogo

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I-Reflexiones sobre el Cine y la Historia Francisco Salvador Ventura Fidelidad y fidedignidad en la relación entre el Cine y la Historia Francisco Frisuelos Krömer Retratos distorsionados: la imprecisión histórica como recurso narrativo Miguel Dávila Vargas-Machuca El cine épico italiano mudo, un temprano espejo de la Historia Antigua Pedro Aguayo de Hoyos Discursividad histórica y cine a través de una visión contextual de: Moi, Pierre Rivière…, de R. Allio (1975) y su relación con M. Foucault Rafael Malpartida Tirado Historias en la Historia: la adaptación de la literatura al cine en Incendies (Wajdi Mouawad/Denis Villeneuve)

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II-Temáticas generales 117 Raúl Sánchez Casado Ritual egipcio y cine: la representación cinematográfica de la práctica cultual del antiguo Egipto

Alberto Prieto Arciniega 133 La Atenas clásica en la pantalla: 300. El origen de un imperio 147 Alejandro Valverde García El lado oscuro de Eros: amor y frustración en Our Last Spring (1959) y The Wastrel (1960) de Michael Cacoyannis Miguel Alfonso Bouhaben 163 Ver o no ver. El dilema moral de la mirada en las representaciones fílmicas del Holocausto 179 Ana Panero Gómez Más allá del erotismo: los guiños culturales en el cine de Alain Robbe-Grillet María Dolores Pérez Murillo 195 La Historia filmada de la represión en el Cono Sur Latinoamericano 211 Gloria de los Ángeles Zarza Rondón Historia y dictadura en América Latina. El fútbol en tiempos del Cóndor: Argentina’78 a través del género documental María Dolores Fuentes Bajo 223 Cine venezolano e Historia Patria Mateo Arias Romero 231 Granada y su historia cinematográfica III-Estudios de filmes concretos 247 Fernando Pérez López Alba de América. El Descubrimiento a través de los ojos de Antonio Domínguez Ortiz Sergio Aguilera Vita 263 Historias fenomenológicas de Tokio 279 José R. Ayaso Memorias judías de Ferrara. Il giardino dei Finzi-Contini (Vittorio de Sica, 1970)

Susana Markendorf La Patagonia revisitada: algunas reflexiones a cuarenta años de su estreno Mónica L. Satarain Piedra Libre: la metáfora del desaparecido en el cine de Leopoldo Torre Nilsson. Una lectura de la historia argentina de la década del setenta Mercedes Iáñez Ortega Cine e historias … para no dormir Manuel España Arjona La picaresca femenina en la TV: producción y recepción en la serie Las pícaras de José Frade João Mascarenhas Mateus y Carlos Vargas El espectáculo de las cenizas: teatros, cine e historia urbana

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IV-Protagonistas históricos Antonio Aguilera Vita Helena de Troya, de Manfred Noa: la Grecia alemana de Winckelmann en los inicios del cine Czestochowa Molina Serrano Sinfonía o rapsodia: historia de una ciudad Jordi Macarro Fernández Alejandro Magno según Robert Rossen Óscar Lapeña Marchena Caligola (1979): Rossellini, Penthouse, Tinto Brass

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Resúmenes

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I-Reflexiones sobre el Cine y la Historia

Fidelidad y fidedignidad en la relación entre el Cine y la Historia Francisco Salvador Ventura Y cuando el oyente crea luego estar viendo lo que se relata y a continuación lo aplauda, entonces sí que se puede dar por totalmente acabada la obra histórica …

(Luciano de Samosata)

Una realidad que a día de hoy no se puede cuestionar concierne a la estrecha conexión de la Historia con el Cine, documentada casi desde los primeros pasos de un cinematógrafo que fue alumbrado en un periodo de hegemonía onmímoda de la Historia dentro de las inquietudes de conocimiento del gran público. Rápidamente se reconoció como medio privilegiado para preservar información de cara a los tiempos venideros, dimensión documental a la que pronto se añadió el descubrimiento de su capacidad de transmitir información del pasado. Así, con el paso de los años el Cine, y más tarde los medios audiovisuales en general, se convirtieron dentro de nuestra cultura en el principal vehículo de narración histórica para la mayor parte de la población (Rosenstone 2014: 48). Nadie duda en la actualidad de esta intensa relación entre el pasado y los más diversos formatos audiovisuales, si bien la unanimidad desaparece a la hora de valorar la cualidad de esta relación. Llama poderosamente la atención comprobar cómo después de constatar esta realidad incontestable, la mayor parte del mundo académico, una abrumadora mayoría del colectivo de los Francisco Salvador Ventura (Ed.): Cine e Historia(s), Université Paris-Sud, Paris, 2015, 17-36.

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historiadores, sigue siendo tan reacia a reconocer la entidad de este canal de transmisión de información sobre el pasado. Mientras tanto, defienden con ardor numantino las posiciones académicas de la Historia frente a las veleidades y pretensiones inconsistentes de productos no merecedores de mayor consideración que la de puro entretenimiento carente del imprescindible rigor. Después de testimoniar este desdén hacia el material fílmico, quizá resulte oportuno hacer una breve revisión a los distintos hitos historiográficos que marcan la milenaria ya historia de la historia, la historiografía, para encontrar respuestas. La intención última no es tanto la de hallar explicaciones a la renuencia académica hacia el cine histórico, cuanto la de determinar cuál sería el lugar donde ubicar los relatos fílmicos sobre el pasado dentro de las grandes preocupaciones sobre las que se ha construido una disciplina académica que se arroga la exclusividad en el tratamiento de los tiempos pretéritos. Por tanto, lo que se pretende ahora es abordar una cuestión puramente historiográfica, es decir, de escritura de la Historia, o lo que es lo mismo emplazar dentro de la historiografía uno de los modos actuales en los que el pasado (res gestae) es transmitido a la amplia nómina de interesados en la narración de él (historia rerum gestarum).

De la invención de la Historia La paternidad de la Historia corresponde a los griegos antiguos en su pionera pugna entre el mito y la razón, que en época clásica inclinó definitivamente la balanza del lado racional. Más concretamente cupo a un personaje del siglo V a.C., Heródoto, el honor de ser reconocido en tiempos posteriores como progenitor del género literario que desplazó a la épica como modo de narrar los acontecimientos del pasado. No hay duda respecto de su carácter literario y así la calificaba Luciano de Samosata en el siglo II: “Pero tú sabes, sin duda, querido amigo, tan bien como yo, que la historia no es una de las cosas fáciles de manejar, ni de las que pueden componerse con negligencia, sino que necesita, como lo que más en literatura, mucha meditación, si se intenta componer, como dice Tucídides, un bien para siempre” (Cómo debe escribirse la historia, 5). Sin embargo, desde el principio hay una característica que diferencia la Historia de otras prácticas literarias, la necesidad de una labor de investigación previa. La meta perseguida por Heródoto con su relato era transmitir hacia adelante los hechos dignos de ser recordados, entendiendo que son resultado de conflictos en los que existe más de una casuística a considerar. Y para conseguirlo

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resulta fundamental la consideración de que su relato debía de ser fruto no de la inspiración poética, sino de la indagación previa. Tal disposición se muestra en el vocablo griego elegido para titular su obra, ἱστορία, que significa conocimiento resultado de una búsqueda anterior, es decir investigación: “Ésta es la exposición del resultado de las investigaciones de Heródoto de Halicarnaso para evitar que, con el tiempo, los hechos humanos queden en el olvido y que las notables y singulares empresas realizadas, respectivamente, por griegos y bárbaros -y, en especial, el motivo de su mutuo enfrentamiento- queden sin realce” (Historia I, 1). Éste es el origen del que surgió el término historia, que en adelante y con variaciones según las épocas pasó a denominar las narraciones sobre el pasado. Pronto surgieron preguntas sobre las cualidades del material disponible. Para conducirse en ese proceso previo de información era necesario disponer de un método que asegurase la calidad de los datos recopilados, porque todo no era válido, debían de ser obtenidos de primera mano y, en caso contario, de fuentes muy fiables. Así se expresaba unos años después el griego Tucídides, considerado segundo padre de la Historia y modelo de historiador en la Antigüedad y para importantes importantes autores posteriores, en el inicio de su Historia de la Guerra del Peloponeso: “Y en cuanto a los hechos acaecidos en el curso de la guerra, he considerado que no era conveniente relatarlos a partir de la primera información que caía en mis manos, ni como a mí me parecía, sino escribiendo sobre aquellos que yo mismo he presenciado o que, cuando otros me han informado, he investigado caso por caso, con toda la exactitud posible” (I, 22, 2). Una vez recopilados de manera fiable los datos con los que elaborar el relato, se procedía a escribirlo y, de nuevo, se hacía imprescindible el empleo de un método, porque aquél no podía ser fruto de una ordenación casual o caprichosa. Aquí es donde entraba el concurso de la retórica, técnica con la que se organizaban en el mundo antiguo las ideas a exponer, con sus partes claramente diferenciadas: elocutio, inuentio, dispositio, memoria y pronuntiatio. Entre ellas resultaba de vital importancia para la práctica de la Historia la inuentio, concepto que no se puede traducir directamente en nuestra lengua por el de invención, si bien procede de él. El término tiene su origen en el verbo inuenire, que significa descubrir, encontrar después de una búsqueda y como fruto de la reflexión. Sería algo así como hallar una explicación, pero haciendo uso de una creatividad informada. He aquí la presencia de un elemento muy vinculado a la persona del historiador, a su “imaginación”, porque de su criterio para elaborar los distintos datos resultaría una reconstrucción y por ello una interpretación del

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pasado. O dicho de otro modo y haciendo uso del término antiguo, el historiador antiguo procedería a “inventarse” el discurso sobre los hechos, a “inventarse” la Historia. Prueba manifiesta de ello era la inserción en los relatos históricos antiguos de discursos pronunciados por algunos de los protagonistas, o la incorporación de reflexiones del propio historiador a través de alguno de los personajes, como en el caso de un Tácito muy crítico con la política de su tiempo, que hace decir sobre los romanos a un líder británico, y por ende “bárbaro”, palabras como éstas: “Si el enemigo es rico, se muestran codiciosos; si es pobre, despóticos; ni el Oriente ni el Occidente han conseguido saciarlos; son los únicos que codician con igual ansia las riquezas y la pobreza. A robar, asesinar y asaltar llaman con falso nombre imperio, y paz al sembrar la desolación” (Agricola 30-32). La práctica de la escritura de la Historia no era un ejercicio puramente intelectual o estético, sino que tenía siempre una utilidad manifiesta. La Historia servía como orientadora eficaz para la vida, o dicho en palabras de Cicerón se erigía como una auténtica magistra uitae (maestra para la vida). Ya se podía pensar que su objetivo fuera orientar a los políticos en la práctica de sus cometidos, o también que abasteciera de ejemplos dignos de imitación a quienes quisieren estar informados, etc.; lo que estaba fuera de toda duda es que debía de cumplir una función referencial práctica. Así lo expresa Polibio en sus Historias: “Prácticamente todos los autores, al principio y al final, nos proponen tal apología; aseguran que del aprendizaje de la historia resultan la formación y la preparación para una actividad política; afirman también que la rememoración de las peripecias ajenas es la más clarividente y la única maestra que nos capacita para soportar con entereza los cambios de la fortuna” (I, 1, 2). Así pues, la Historia como vehículo para conocimiento del pasado existía ya desde el tiempo de la Grecia Clásica, en concreto desde el siglo V a.C., y, por todo lo expuesto, su desarrollo en el mundo antiguo la puede caracterizar sin duda como una práctica literaria, que dispone de un método aquilatado para la elaboración de sus relatos, que aparece marcada, además, por un claro sesgo autorial en relación con la persona que la escribe, y que, en último término, no tiene dudas acerca de su dimensión instructiva.

De la fidelidad en la academización de la Historia Un segundo natalicio de la Historia está vinculado directamente con el mundo contemporáneo, hundiendo sus raíces en el siglo XVIII para

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triunfar clamorosamente en el siglo XIX, el Siglo de la Historia. Desde entonces hasta ahora, ha permanecido instalada en nuestro universo cultural como materia imprescindible en la formación de toda persona instruida, sobre todo en la educación primaria y secundaria, y como disciplina humanística incontestable dentro del panorama académico universitario, donde ha adquirido un alto grado de profesionalización. Si nos introducimos en terrenos historiográficos propiamente dichos, se percibe la tendencia a marcar una clara línea divisoria a propósito de la manera de tratar el pasado en un momento determinado. La demarcación se traza precisamente con el inicio del mundo contemporáneo, al observar con frecuencia la Antigüedad desde la atalaya de un rigor metodológico privativo de estos tiempos. Se afirma la carencia o labilidad del proceder de los historiadores antiguos, como consecuencia de tener ambiciones propias de los literatos y de emplear recursos demasiado condicionados por la retórica. Partiendo de esta nítida distinción entre una Historia elaborada por los antiguos y una Historia según los patrones modernos, se intentará en adelante exponer unas breves consideraciones precisamente sobre las diferencias, o similitudes, entre ambas. Asunto vital en la distancia con la que la historiografía moderna se presenta y se define frente al mundo antiguo es el rechazo al componente literario de la Historia. Las pretensiones literarias son algo que no debe adulterar la labor de un historiador ocupado únicamente en la narración de la verdad, algo que por otra parte no se puede olvidar que también perseguían los historiadores serios en la Antigüedad. Pero dirijamos nuestra atención precisamente hacia uno de los historiadores británicos más influyentes en la posterior escuela británica del siglo XIX, Edward Gibbon. Y observemos si se advierten ecos literarios en su forma de informar sobre el rey de los hunos Atila, una de las figuras retratadas en su obra cumbre Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano: “Las artes religiosas de Atila estaban adaptadas con habilidad al carácter de su época y país. Era bastante natural que los escitas adoraran, con peculiar devoción, al dios de la guerra, pero como eran incapaces de concebir una idea abstracta o una representación corporal, adoraban a su divinidad tutelar bajo el símbolo de una cimitarra de hierro. Uno de los pastores de los hunos se percató de que una vaquilla que estaba pastando se había herido en la pata y siguió con curiosidad el rastro de la sangre, hasta que descubrió, entre la espesa hierba, la punta de una espada antigua, que extrajo del suelo y la presentó a Atila. Este príncipe magnánimo, o más bien astuto, aceptó con piadosa gratitud este fervor celestial y, como poseedor legítimo de la espada de Marte, reclamaba su divino e

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irrevocable derecho al dominio sobre la Tierra” (Capítulo XXXIV1). Al modo incontestablemente personal y literario que se aprecia en tantos libros de Historia de la época, se añade el vital maridaje entre el Romanticismo, movimiento cultural por excelencia de la primera mitad del siglo XIX con importantes ecos en el resto de la centuria, y la Historia, cuando los escritores románticos miraban de forma constante hacia el pasado para ambientar sus motivos narrativos. La intensa experiencia emocional de este movimiento se hibridó con distintas manifestaciones literarias y artísticas, de manera que la recreación del pasado, con tintes no precisamente científicos, estaba presente en las más diversas creaciones de este siglo, incrementando exponencialmente el público interesado por la Historia. No hay más que ver la gran producción de novela histórica y las altas cotas de virtuosismo alcanzadas en creaciones como las de la Ópera, identificada por Wagner como la obra de arte total. Un testimonio claro de la dimensión literaria de la Historia, anecdótico quizá pero muy elocuente sin duda, resulta de un reconocimiento cosechado por uno de los grandes e incuestionados historiadores del momento, uno de los baluartes del historicismo alemán, Theodor Mommsen, cuya obra Historia de Roma escrita a mediados del siglo XIX le hizo merecedor del Premio Nobel de Literatura en 1902. En una nada original actitud de superioridad intelectual al mirar hacia tiempos anteriores, se tenía la conciencia entre los historiadores de esta época de estar viviendo una auténtica “revolución copernicana” en la forma de tratar con el pasado, algo que parece en cierta medida sobrecualificado. La clave de este convencimiento se encuentra en la consideración de que se debía trabajar sólo con las fuentes primarias y relegar a objetos bajo sospecha a las secundarias. La nueva Historia se elevaba sobre la autoconvicción de desenvolverse dentro de los presupuestos de la objetividad, imitando el modus operandi de la ciencia, algo que finalmente no pasa de ser también un discurso retórico. Leopold von Ranke está considerado el progenitor de esta Historia no sólo en Alemania, sino que su influencia se extiendió a numerosos historiadores de otros países. En su primer libro Historias de los pueblos romanos y germánicos de 1494 a 1514, una obra escrita en 1824 cuando contaba sólo con veintinueve años, se expresaba en los siguientes términos: “Esta obra busca entender todos los eventos relacionados con la historia de los naciones romanas y germánicas como una unidad. La Historia ha asumido la tarea de juzgar el pasado y de instruir el presente para beneficio de los tiempos futuros.  1  Entre los distintos epígrafes de este capítulo, el texto pertenece al titulado “Figura y carácter de Atila. Descubrimiento de la espada de Marte”.

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A tan altos objetivos de trabajo la presente obra no presume llegar: busca solamente mostrar lo que realmente sucedió [wie es eigentlich gewesen]” (Prólogo a la primera edición)2. Estas palabras finales, wie es eigentlich gewesen, se han convertido en lapidarias y son citadas con una profusión inversamente proporcional a las ediciones en otras lenguas de la obra que contiene una cita de tal repercusión historiográfica. Así pues, Ranke proclamaba desde el inicio de su obra que su objetivo era ocuparse de las cosas con asepsia absoluta, tal y como sucedieron. Su carrera académica fue dilatada y su magisterio se extendió a alumnos de Alemania y a extranjeros que acudían a seguir sus seminarios. Casi paralelamente a la trayectoria vital y académica de Ranke, se fue produciendo durante el siglo XIX una auténtica profesionalización de la actividad de historiador, convirtiéndose la práctica antaño ejercida por políticos, monjes o humanistas en una actividad remunerada y desarrollada en las universidades, los archivos o las bibliotecas. Quien aspirase a devenir profesional en este campo estaba obligado a conocer el consenso establecido sobre la escritura de la Historia. Consistía en una labor concienzuda de acumulación de resultados fruto de una infatigable laboriosidad, siempre dominada por la objetividad. Vital para la profesión resultaba conocer los protocolos eruditos que garantizaban una fidelidad a las fuentes, consagrada como el lema rector de una Historia que aspiraba a su evaluación como científica. Sin embargo, el panorama no era tan sencillo, ni tan simple y, por supuesto, tan objetivo como se presentaba, en tanto que mediado por múltiples variables en un terreno atravesado por innegables vectores individuales y, sobre todo, ideológicos, muy en consonancia con los componentes políticos del momento. La asepsia postulada desde las universidades alemanes por Ranke y otros destacados historiadores estaba profundamente mediatizada por un componente político reconociblemente contemporáneo. Y se trata de un ingrediente nacional que se extendió por toda Europa con claras conexiones con el Romanticismo y que con facilidad adquirió tintes nacionalistas. No era extraño entre los autores germanos que abogar por la exhaustividad en la erudición conviviera con la creencia en entidades espirituales únicas identificadas con los estados, convertidos a la postre en los auténticos protagonistas de la Historia. No lejos de estas posiciones se encontraban los historiadores ingleses que ofrecían en sus relatos históricos un marcado protagonismo del parlamentarismo local, en una visión con un nítido sentido pragmático, como es el caso del  2  Traducción del inglés del autor de este trabajo.

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reconocido Thomas Macauley. Es la época de la consolidación de las historias nacionales, algo que en principio sitúa en cuarentena la pretendida y exhibida objetividad del método científico de la Historia. Buscando un ejemplo exterior al solar europeo se puede mencionar al historiador estadounidense Frederick J. Turner quien a finales del siglo XIX escribía su La frontera en la historia americana, donde se refería a la particular historia de su país subrayando el protagonismo esencial de la frontera: “La peculiaridad de las instituciones americanas radica en el hecho de que se han visto obligadas a adaptarse a los cambios de un pueblo en expansión, a los cambios que lleva consigo cruzar un continente, conquistar tierras salvajes y pasar en cada zona de ese proceso de unas condiciones económicas y políticas primitivas a las complejidades de la vida cotidiana […] El desarrollo social americano ha estado recomenzando continuamente en la frontera. Ese renacimiento perenne, esa fluidez de la vida americana, esa expansión hacia el Oeste con sus nuevas oportunidades y su contacto continuo con la simplicidad de la sociedad primitiva, proporcionan las fuerzas que dominan el carácter americano. El verdadero punto de vista en la historia de esta nación no es la costa atlántica, sino el Gran Oeste” (Capítulo I). Ya en la Antigüedad se hacía hincapié en la dimensión utilitaria de la Historia. Ciertamente debía de mantener determinadas formas acordes con un relato literario, pero su destino último, como se ha indicado, era servir para la formación de quienes se quisieran dedicar a la política y ofrecer modelos morales a generaciones futuras. Tal función práctica se documenta igualmente en la Historia que se presenta como nueva, es decir científica, en el mundo contemporáneo. A la búsqueda del pretendido rigor metodológico no se escapaba la importancia de la Historia dentro de los debates políticos del momento en cada una de las naciones que se afirmaron durante la centuria, ni se ocultaba su transcendencia en la formación de los jóvenes para unos estados que habían asumido la educación como una tarea propia. Los historiadores contribuyeron con sus obras a los debates políticos del momento, como se puede comprobar entre muchos de los historiadores alemanes, ingleses o franceses. Algo que, por otra parte, no puede extrañar, porque, como sostenían ya los historiadores antiguos, la potencialidad de la Historia como magistra uitae es una realidad absolutamente indisociable de su dimensión contemporánea, que responde a los intereses y a los condicionantes propios del mundo en el que los historiadores ejercen su labor. Tal posición ha sido subrayada recientemente por un historiador cuya obra se desarrolla en la primera mitad ya del siglo XX, Benedetto Croce, cuando ha defendido que

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toda historia es necesariamente historia contemporánea. En uno de sus libros, La historia como hazaña de la libertad de 1942, se refería a la cuestión en estos términos: “Los requerimientos prácticos que laten bajo cada juicio histórico, dan a toda la historia carácter de historia contemporánea por lejanos en el tiempo que puedan parecer los hechos por ella referidos; la historia, en realidad, está en relación con las necesidades actuales y la situación presente en que vibran aquellos hechos” (Parte Primera, II). En suma, se puede afirmar que el retrato de la Historia en el siglo XIX se correspondía con el de una disciplina académica profesional e instalada en las universidades, sustentada sobre la fidelidad a las fuentes, testimonios incontestables de un pasado que se reconstruía tal como fue. Se distinguía del perfil que se asociaba con el de la Antigüedad, periodo en el que no se practicaron los patrones científicos de la recién consolidada disciplina, por su excesiva vinculación con lo literario y lo retórico. Sin embargo, el panorama no era tan uniforme, ni las novedades eran tan radicales como se presumían. De hecho, entre los relatos históricos contemporáneos no hay que rebuscar demasiado para distinguir la componente literaria, ni para apreciar “inexactitudes” en la reconstrucción exacta del pasado, ni para identificar componentes políticos contemporáneos en la visión de otros tiempos, ni por supuesto para erradicar la función ejemplificadora de las narraciones históricas. Por lo tanto, la asepsia científica pregonada a los cuatro vientos no era tan absoluta, como no lo eran tampoco los abismos en la comparación con los historiadores antiguos.

De cuatro películas históricas inventadas En ese marco historiográfico de finales del siglo XIX, tanto en su dimensión académica como en su vertiente de protagonismo en las distintas manifestaciones culturales, irrumpió el Cine como un recién nacido destinado a tener una vigorosa vida en la centuria siguiente, que se ha prolongado sin discusión tras el cambio de milenio. El Cine ha venido teniendo desde sus inicios una relación privilegiada con el pasado y ha ido incorporando distintos formatos para cultivar en los espectadores su interés por las épocas anteriores, para lo que ha contado con el innegable componente de fascinación que las imágenes pueden aportar al revivirlas. Avanzando más allá del indiscutible poder documental reconocido desde los primeros tiempos para retratar las realidades circundantes, haremos una escueta prospección sobre

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distintas fórmulas empleadas para reconstruir en la pantalla distintas épocas del pasado, de manera que ilustren modos distintos de escribir Historia con imágenes. Para ello se han elegido cuatro filmes de ficción que, si bien tratan de otros tiempos, no tienen en absoluto la pretensión de elaborar narraciones sobre el pasado con fidelidad a las fuentes, siguiendo los protocolos de la Historia definida a partir del siglo XIX. Con los patrones académicos homologados ninguna de ellas podría ser evaluada como película fiel a un periodo histórico. Tampoco lo pretenden por otra parte. Sin embargo, en diversa medida, son hitos incontestables del cine histórico e incluso en algún caso de la cinematografía mundial. Los filmes seleccionados son: El nombre de la rosa (The Name of the Rose, J. J. Annaud, 1986), Simón del desierto (L. Buñuel, 1964), La kermesse heroica (La kermesse héroïque, J. Feyder, 1935) y Gladiator (R. Scott, 2000). Más bien, todas ellas responden a un acercamiento a distintos periodos históricos, que ordenados cronológicamente corresponden a la Roma antigua, el primer cristianismo, el ambiente monástico medieval y el siglo XVII en Europa; y se levantan en distinta medida sobre pilares creativos, de manera que si se han de calificar brevemente, y de acuerdo con la línea discursiva que a continuación se seguirá, debería hablarse de una novela histórica, de una biografía surrealista, de una comedia ficticia y, por último, de un espectáculo postmoderno. Cuando se piensa en la reconstrucción en imágenes del ambiente de un monasterio medieval, aparece sin duda la adaptación fílmica de la célebre novela de Umberto Eco El nombre de la rosa, publicada en 1980. Precisamente las altas cotas de éxito conseguidas por esta obra animaron al director Jean Jacques Annaud a emprender una arriesgada y laboriosa filmación. El punto de partida es pues un relato ficticio, fruto de la creación literaria de uno de los intelectuales más reconocidos e influyentes de las últimas décadas, y recientemente desaparecido. Por esa razón, no se puede decir que, a pesar de proceder la idea original de una obra literaria, el autor sea precisamente una persona con deficiente formación e información sobre el Medievo. Así pues, desde la posición sólida que ofrece el elevado grado de conocimiento acerca de esa época se reconstruye el ambiente de una abadía como una especie de microcosmos con aspiraciones de trasunto de las realidades existentes en el mundo medieval. La película tuvo que afrontar el habitual desafío en las adaptaciones fílmicas de ajustar la complejidad de la obra literaria original al formato temporal de los filmes y al lenguaje de las imágenes, problema especialmente difícil en este caso. Pero para ello el equipo contó con una

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contribución privilegiada, la del prestigioso historiador medievalista Jacques Le Goff, miembro destacado junto con George Duby de la tercera generación de Annales, “la cui funzione probabilmente è andata ben oltre quella di una semplice verifica a posteriori dei dati cui la vicenda allude”3 (Attolini 1993: 214). La trama se desarrolla en torno a la investigación de una serie de misteriosos asesinatos en una abadía del norte de Italia, en la que vive una comunidad de monjes de distintas procedencias europeas. El monasterio sirve de marco dentro del que reproducir la vida de un recinto monástico y los ritmos diarios de sus moradores, sus relaciones con la población circundante, las luchas eclesiásticas internas de diferentes órdenes religiosas, las disputas sobre los límites del conocimiento, la centralidad simbólica de la biblioteca en un monasterio benedictino, etc. Todo ello además está plagado de alusiones a pensadores de distintos periodos: antiguos como Aristóteles, medievales como Tomás de Aquino o Guillermo de Ockham y contemporáneos como Ludwig Wittgenstein. Podría afirmarse que se trata de una excursión, o incursión, respondiendo a los parámetros creativos de una obra literaria, en los ámbitos de la cotidianidad de un monasterio benedictino italiano, y por extensión europeo del siglo XIV; y una presentación de las tensiones latentes o expresas entre las órdenes monásticas pujantes del momento: benedictinos, franciscanos y dominicos. Y habría que decir que no sólo salva con brillantez el habitual y desfavorable parangón con la novela original, sino que también, y sobre todo en la línea de este trabajo, consigue elaborar un muy acertado, eficiente y reconocido discurso fílmico sobre la época bajomedieval, todo sobre una base literaria tras la que se descubre un abigarrado trasfondo de erudición. Fijemos ahora nuestra atención sobre la insistencia de la historiografía de todos los tiempos en el imprescindible trabajo con las fuentes de información originales. Cierto es que los antiguos griegos dejaron ya claro que el relato de los historiadores no podía ser fruto ni de la improvisación, ni de la tendenciosidad, y debía perseguir ante todo la búsqueda de la verdad. Eso no implica que se pueda obtener al final de manera incontestable. De todos modos, resulta claro que el método aplicado por el historiador debe sustentarse en un conocimiento de primera mano de toda la información relativa al asunto tratado. Para ilustrar este procedimiento en la cinematografía la película elegida es Simón del desierto, del año 1964 y que pasa por ser una de las más originales entre la filmografía de Luis Buñuel. En principio, tiene el gran  3 “cuya función va probablemente mucho más allá que la de una simple comprobación a posteriori de los datos a los que se alude en la trama” (trad. del autor).

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mérito de haber sido el único film dedicado al mundo paleocristiano oriental hasta fechas recientes, en las que esa época ha sido tratada en el film de Alejandro Amenábar Ágora (2009), película en la que la supervisión histórica por especialistas ha sido uno de sus puntales básicos. Desde el primer momento, Buñuel mencionó expresamente en unas declaraciones que no pretendía elaborar una biografía sobre el personaje de Simeón el Estilita, precursor de este singular modo de eremitismo en la Siria del siglo V, sino una visión personal sobre un personaje ficticio al que denominó con el nombre que figura como título del film (Sánchez Vidal 1984: 283-284). Cuando se dispuso a realizar una película sobre este personaje ampliamente admirado desde su juventud, el director español emprendió un trabajo sistemático de documentación que llevó a cabo en bibliotecas neoyorquinas. Allí tuvo ocasión de manejar las principales fuentes antiguas sobre Simeón, recogidas en las dos obras consideradas canónicas sobre el paleocristianismo sirio: el Festugière y el Delehaye4. Luego la premisa de la sistemática información previa se comprueba como paso indispensable antes de la elaboración del guión. Asunto distinto sería el posterior proceso de trabajo con ese material. No se puede pretender que un creador de las características de Buñuel se atuviera a los cánones estrictos del método histórico académico consensuado. El progenitor del Surrealismo en el Cine habría de tratar el personaje con elementos reconociblemente personales, algo que no implica que lo ahí representado sea fruto imprevisible de la invención, sino de la invención. La limitación de la vida del eremita a un solo periodo, los enfrentamientos constantes con un diablo encarnado en la figura femenina, las alusiones a las disputas heréticas de la época, la relación con el cercano monasterio a quien servía de ejemplo, etc., son las cuestiones que permitieron a un director muy bien informado sobre las controversias doctrinales del cristianismo antiguo reconstruir con libertad creativa el ambiente monástico de los primeros siglos, un tema del que el Cine no se había ocupado con anterioridad. Así pues, tras una intensa labor de documentación, compuso Buñuel un discurso fílmico sobre los aspectos del personaje y de la época que más le interesaron e intentó mostrar en imágenes la admiración que le despertaban tipos como el de Simeón el Estilita, eso sí en un modo reconociblemente buñueliano.  4  DELEHAYE H., Les saints stylites, Subsidia Hagiographica 14, Société des Bollandistes, Bruxelles, 1923 y FESTUGIÈRE A. J., Antioche païenne et chrétienne, Éditions E. de Boccard, Paris, 1959.

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Un viaje en el tiempo nos conduce hacia el Flandes de comienzos del siglo XVII, contexto histórico en el que se desenvuelve un film clásico del cine francés de los años treinta, La kermesse heroica, del director de origen belga Jacques Feyder. Se trata de una película ambientada en 1616 con personajes ficticios y algunos de ellos tomados de épocas cercanas en el tiempo como el Duque de Olivares. La historia gira en torno a la llegada de tropas españolas a la ciudad de Boom con la intención de detenerse al final del día y pernoctar. La actitud pasiva y podría decirse poco valerosa de la población fue considerada una crítica a la adoptada en la aún reciente I Guerra Mundial, algo que con motivo de su estreno dio lugar a disturbios en varias ciudades belgas. En cualquier caso, el director pretendía matizar la interpretación extendida de una España potencia invasora y despiadada en Flandes durante la época moderna. Con estos términos lo manifestó el propio director en unas declaraciones: “Intentaba explicar a un público que no recordaba bien su historia, que Felipe el Hermoso nació en Brujas y que Carlos V nació en Gante. Que Felipe II se refería a los belgas como a mis compatriotas, que los reyes de España no eran los que se habían anexionado Bélgica, sino que eran los soberanos belgas los que, contrariamente, se habían anexionado España, ya que un día se habían encontrado España y las Américas entre la herencia de sus esposas ...” (Monterde 2001: 170). La película, por tanto, es un caso manifiesto de film de ficción, fruto exclusivo de la iniciativa creativa de un cineasta, algo que por ello no es necesariamente sinónimo de descuido, ni de desinformación. Al contrario, el cuidado en la factura por la ambientación es extremo, experimentando con facilidad el espectador la sensación de hallarse en una ciudad flamenca de la época y de deambular por sus calles o encontrarse en sus estancias junto a los personajes. La excelente ambientación y el cuidado vestuario resultan de la inspiración en la pintura flamenca de la época, pródiga en motivos paisajísticos urbanos y extraurbanos, en escenas populares pobladas de multitud de individuos y en retratos de personajes destacados del momento, todos ellos caracterizados por un acentuado detallismo. Es más, en la propia trama del film desempeña un papel importante un pintor de nombre Johan Brueghel, en el que se quieren condensar los perfiles y trabajos de los pintores del momento, encargado de realizar un retrato de la corporación municipal de Boom. Pero además, esta película del año 1935 huye de los estereotipos imperantes en el cine histórico del momento, marcado por la espectacularidad y el colosalismo, por el protagonismo de una gran figura individual, o por la centralidad de las batallas y las guerras, motivos estos, por otra parte, identificables

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en varias formas de escribir Historia. Lejos de ello, la sublimación de episodios significativos de la época deja paso a un interés por lo cotidiano y lo coral, una especie de historia de la vida cotidiana avant la lettre, poniendo también el acento de manera premonitoria en mensajes con un alto contenido pacifista y feminista. Incluso en el tratamiento de las relaciones sexuales se adelanta a su tiempo, mostrando una nítida dimensión lúdica, más allá de los estereotipos predominantes en el momento. El visionado de este film, sorprendentemente actual en multitud de aspectos, facilita al espectador la posibilidad directa de dirigirse a la vida rutinaria de una pequeña ciudad flamenca de esta época, alterada por una circunstancia extraordinaria que sirve como vehículo de reflexión para revisar unos cuantos tópicos historiográficos como el de la Leyenda Negra. Y todo ello es fruto de la labor de un director creativo que pretende revisar la narración establecida de un periodo histórico a partir de un relato de “ficción”, pero no por ello indocumentado. Una muestra más reciente del cine histórico, y presente por su enorme éxito en el imaginario actual, es la película de Ridley Scott Gladiator, que acaparó un gran número de premios y fue la segunda película más taquillera del año 20005. Es precisamente el año que está a caballo entre los dos milenios el momento del estreno de este hito del cine mundial, responsable además de la renovada atracción por el cine histórico ambientado en la Antigüedad. En este film se narra la historia de un personaje ficticio, Máximo, cuyos ecos lejanos dentro del ámbito histórico anglosajón se pueden buscar en el general romano de origen hispano Máximo, quien tras varias victorias se proclamó emperador en la segunda mitad del siglo IV. Pero más allá de este personaje, aparecen como co-protagonistas de la película los dos últimos emperadores romanos de la dinastía antonina, Marco Aurelio y Cómodo. La trama del film gira en torno a la venganza épica del excelente general romano Máximo, cuyo destino aciago le conduce de la posición privilegiada de candidato elegido para detentar el mayor poder en Roma a la desgracia-fortuna de salvar la vida in extremis y convertirse en el gladiador más querido por la plebe romana, algo que le permite finalmente acabar con la vida en el Coliseo del responsable de sus desgracias, el ahora emperador Cómodo. La película tenía todos los ingredientes para obtener el éxito a la postre cosechado, pues como buena heredera del cine de romanos resulta ser un gran espectáculo histórico, acrecentado por el poderoso  5 https://es.wikipedia.org/wiki/Anexo:Pel%C3%ADculas_con_mayores_ recaudaciones_(2000).

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concurso de los medios técnicos actuales, que permiten reconstruir dimensiones colosales y multiplicar los espacios y los figurantes sin necesidad de los ingentes recursos económicos de épocas anteriores. A ello habría que añadir la utilización siempre oportuna de la love story entre el protagonista y la hija y hermana de emperadores Lucila. La lucha titánica del protagonista-héroe por conseguir sus objetivos, con el añadido de su actividad como gladiador y de su desafío al poder establecido, añade ingredientes atrayentes a la historia. El film está igualmente plagado de citas al género cinematográfico conocido como peplum, en concreto a películas como el Espartaco de Stanley Kubrick o series como Yo, Claudio, por citar algunas evidentes. Innegables ingredientes contemporáneos en la factura del film lo emplazan cerca de la sensibilidad del público de nuestro tiempo, tales como la comunicación telepática entre miembros de una familia, ciertas prácticas de religiosidad privada, el tratamiento normalizado de variantes sexuales, etc. Mucho se ha opinado y escrito sobre esta película6, que ha sido bastante criticada dentro de los ámbitos académicos, por inexactitudes que se subrayan con el dedo acusador al desaparecer el Estrecho de Gibraltar o al hacer un uso anacrónico de la disputa entre República o Imperio, entre otras cuestiones. Sin embargo, el principal valor de este film de Scott ha sido precisamente el de re-situar en el centro de la gran pantalla el interés por el mundo de la Antigüedad, algo documentado desde los primeros pasos del balbuciente Cine y que se ha fortalecido desde la gesta de este generalgladiador. Ya en el mundo antiguo se afirmaba el papel esencial de la Historia como vehículo ejemplar, tanto para ejercitar la política como para abastecer de patrones morales. Porque la Historia no se concebía si no se transmitía y, por ende, era útil. Este objetivo se documenta a mayor escala con el reconocimiento general hacia la Historia en amplias facetas de la creación artística del siglo XIX. Pues precisamente en esa misma línea se inscribe la gran acogida que Gladiator ha encontrado entre el público, porque ha conseguido hilvanar los ingredientes del mundo antiguo, para, a través de su adecuación al lenguaje de inicios del Tercer Milenio, llegar a los lugares más recónditos del planeta y a muchas personas en principio no interesadas y apenas informadas sobre el Imperio Romano. Eso es una forma importante y muy útil de transmitir el conocimiento sobre el pasado. Los cuatro filmes repasados son otras tantas formas de aproximación hacia etapas no precisamente cercanas, que han sido planteados y  6  Entre la amplia literatura al respecto destaca un compendio de contribuciones estudiando distintos aspectos relacionados con el film (Winkler 2009).

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desarrollados con recursos y soluciones diversas. Todas ellas responden a una amplia labor de recopilación de material previo, de manera que las elecciones finales tomadas por el director y su equipo no son en absoluto fruto de la improvisación, sino de una opción consciente. Por esa razón, no deben ser despachadas con el simplista descrédito de su falta de fidelidad histórica, puesto que no pretenden atenerse a los protocolos de la disciplina académica llamada Historia. Ahora bien, eso no es óbice para que se permitan una relación directa con el pasado mediante la determinada ambición de reconstruirlo aunando al mismo tiempo la erudición de la documentación previa y el necesario atractivo para un público amplio. Y es necesario concluir, a juzgar por los resultados obtenidos, que han llegado a buen puerto, puesto cada una de ellas ha conseguido convertirse en referencia dentro de la nómina de películas que tratan sobre el pasado.

De la fidedignidad en la transmisión de la Historia En el repaso que se ha realizado a propósito de los motivos principales de reflexión y praxis en el ejercicio de la historiografía se ha podido comprobar cómo fueron elementos sustentantes de la escritura de la Historia para sus fundadores no sólo su cualidad de obra literaria, sino también el rigor con las fuentes de información, así como el imprescindible elemento de “invención” en la redacción y, por supuesto, su dimensión práctica final. La visión de la cientifización de la Historia a partir del siglo XIX, sustentada en una metodología que garantizaba la veracidad del relato histórico a partir de la fidelidad a las fuentes de información, se puede afirmar que en último término sería una visión sobredimensionada y por tanto retórica de la propia disciplina. Como no podría ser de otra forma, la escritura de la Historia en la Modernidad es heredera de la práctica historiográfica del mundo antiguo y no es tan distante de ella como se presume. No es difícil identificar componentes literarios, metodologías sistemáticas, elementos interpretativos-imaginativos y variables presentistas en los relatos históricos durante los dos últimos siglos. Por tanto, la pretendida barrera insalvable entre la Historia-Literatura antigua y la Historia-Ciencia contemporánea no es tal, ambas participan de más elementos comunes de los que se pueden sospechar en principio. Su ligazón de parentesco no se alcanza a disimular, puesto que la naturaleza común del código genético compartido aflora por todos los costados. Y en medio de esa intensa relación hace su aparición el Cine, o lo que es lo mismo la potencialidad de narrar las historias con imágenes.

Fidelidad y fidedignidad en la relación entre el Cine y la Historia

Si uno se remonta a los tiempos pre-historiográficos se observa cómo también existía interés por el conocimiento del pasado y los relatos se elaboraban y transmitían por vía oral. La palabra era el vehículo empleado para dar a conocer las narraciones y explicaciones sobre lo anterior. Después, el desplazamiento del mito a un segundo término coincidió con el inicio de los relatos históricos escritos, sujetos a una serie de patrones repetidos con modificaciones de mayor o menor calado, hasta que se codificó la práctica historiográfica científica en el siglo XIX. El más reciente salto cualitativo en la forma de narrar el pasado tiene que ver con el nuevo medio fílmico, con la posibilidad de contar la Historia con imágenes. Rober Rosenstone ha parangonado el actual desafío de la historia visual a la historia escrita, con el que se produjo en la antigua Grecia entre la cultura oral y la escrita (Rosenstone 1997: 41). Siendo muy sugerente esta comparación, quizá no se trate exactamente de un desplazamiento de una por parte de la otra, sino de la aparición de un nuevo medio que no tiene por qué llevar aparejada la relegación o la anulación del anterior, sino solamente, y eso es mucho, una forma distinta, y también pertinente, de relacionarse con el pasado. Y en esa misma línea el prestigioso historiador de los últimos tiempos Hayden White ha acuñado un término para denominar esta potencialidad de la imagen para relatar la Historia, el concepto de historiofotía, o lo que es lo mismo “la representación de la historia y nuestro pensamiento sobre la misma mediante imágenes” (1988). Entre las diferencias más perceptibles en el modo de narrar la Historia por el Cine se encuentran algunas tan definitivas como la necesidad del concurso de la invención para poder articular los discursos fílmicos, amén de recursos retóricos tan antiguos como la metáfora, la metonimia o la sinécdoque, entre otros. Los personajes inventados son también de gran utilidad para enhebrar las historias y que sean más aceptables para el público, sin por ello perder rigor en los temas objeto de tratamiento. Los recursos empleados son más amplios que los que un escrito puede ofrecer, tales como el sonido, la ambientación, el vestuario, la luz, la propia actuación, etc. Todo ello conforma la munición con la que los historiadores académicos entran con desigual empeño a desacreditar las películas históricas por lo que ellos califican como crasas inexactitudes cronológicas, como gratuitas introducciones de elementos, como injustificados anacronismos o simplemente como intolerables errores. Detrás de ello se oculta además de un indisimulado desdén hacia lo cinematográfico, al que no se concede mayor categoría que la de material de entretenimiento, un reproche a la temeraria intromisión dentro del terreno de tratamiento del pasado considerado como un espacio reservado sólo a la disciplina académica.

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El arma fundamental para la minusvaloración del Cine Histórico tiene que ver con la ausencia de fidelidad histórica en lo tratado. Ya se ha señalado cómo este concepto se levanta sobre la escrupulosidad científica que se viene defendiendo a partir del siglo XIX como seña de identidad de la profesión de historiador. Tal característica forma parte del convencimiento de que la veracidad del relato histórico es conferida por la utilización fiel de las fuentes. La sistemática remisión a ellas garantiza la verdad de lo narrado. Sin embargo, la realidad dista bastante de ello no sólo porque las mismas fuentes no son un trasunto inmediato de la verdad de lo ocurrido, sino porque además también los antiguos perseguían por diferentes vías una reconstrucción de la realidad. Y se ha señalado también cómo el uniforme panorama cientifista que se supone viene imperando durante los dos últimos siglos en relación con la Historia, presenta grietas por muchos de sus costados. Incluso se ha podido constatar cómo las principales preocupaciones de la historiografía desde sus orígenes se pueden encontrar también dentro de la historiografía en imágenes, o, dicho en términos de White, dentro de la historiofotía. Por lo que se viene exponiendo se plantea la conveniencia de proponer un parámetro novedoso para definir esta potencialidad de la escritura histórica fílmica, lejos de los utilizados por una Historia escrita con los que no acaba de encajar. En un primer momento, se podría hacer uso del concepto aristotélico de la verosimilitud, según el cual sería pertinente considerar como buenos filmes históricos aquellos que reconstruyeran el pasado de una forma creíble. Sin embargo, resulta insuficiente esa propuesta, porque las necesidades de una práctica historiográfica en imágenes requieren de protocolos más elaborados que la comprobación del grado de correspondencia con la realidad. Se ha expuesto que para hacer Historia es imprescindible una labor previa y sistemática de información sobre el tema a tratar, que debe combinarse a continuación con unos patrones narrativos determinados, contar con la capacidad interpretativa que debe adornar a todo historiador (en el fondo un creador de narraciones sobre el pasado), sin perder de vista su ambición de llegar a un público amplio. En ese contexto parece oportuno proponer una nueva categoría, que podría denominarse fidedignidad. El término no existe como tal, aunque sí la cualidad de ser fidedigno, tomada directamente del latín: fides (fe) y dignus (digno). Por ello, se entiende todo aquello que es “digno de crédito”, por tanto aquello que con motivo de una labor sistemática de indagación previa merece ser creído. Para conseguirlo, pueden entrar en concurso los cuatro elementos con los que se viene tratando desde el inicio: la literatura, la metodología, la imaginación y la proyección

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posterior. La aplicación de esa categoría permitiría sin problemas analizar la cualidad histórica de los filmes sobre el pasado, sin los condicionantes y limitaciones de la historiografía decimonónica y contemplando, al mismo tiempo, los pilares teóricos sobre los que ha girado la práctica historiográfica desde los inicios. Un buen film histórico sería aquel que consiga ser fidedigno, con todo lo que eso comporta. Las reflexiones historiográficas de las últimas décadas han ido alejando el horizonte en otros tiempos asumido de la existencia de la verdad histórica y los métodos infalibles para conseguirla. Existirían por tanto vías distintas para relacionarse con el pasado que no quedaría como territorio privativo de los historiadores profesionales. Las suyas están presididas por una voluntad firme y profesional de fidelidad a las fuentes, aunque el concepto en los últimos tiempos se está viendo sujeto a profundas reflexiones. Las vías de la cinematografía están regidas por la fidedignidad al pasado, concepto este que sería un heredero legítimo de los temas de reflexión ya milenarios dentro de la práctica historiográfica. En una reflexión de Luciano de Samosta, un erudito y cosmopolita griego en época romana, se alude precisamente a la forma de escribir Historia en la que premonitoriamente se alude a la necesidad de ser “visionada” para que la historia esté acabada: “Una cosa parecida es también la tarea del historiador: ordenar con belleza los acontecimientos y exponerlos con la mayor claridad posible. Y cuando el oyente crea luego estar viendo lo que se relata y a continuación lo aplauda, entonces sí que se puede dar por totalmente acabada la obra histórica de nuestro Fidias, que ha conseguido su propia alabanza” (Cómo debe escribirse … 51).

Historiografía CROCE B., La historia como hazaña de la libertad, Fondo de Cultura Económica, México, 1971 (trad. de E. Díez-Canedo). GIBBON E., Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, Atalanta, Girona, 2012 (trad. de J. Sánchez de León Menduiña). HERÓDOTO, Historia, Biblioteca Básica Gredos, Madrid, 2001 (trad. de C. Schrader). LUCIANO DE SAMOSATA, Cómo debe escribirse la historia, en Luciano de Samosata, Obras III, Biblioteca Básica Gredos, Madrid, 2002 (trad. de J. Zaragoza Botella). POLIBIO, Historias, Biblioteca Básica Gredos, Madrid, 2000 (trad. de M. Balasch Recort). RANKE L. V., The Secret of World History: Selected Writings on the Art and Science of History, Fordham University Press, New York, 1981 (trad. y ed. de Roger Wines).

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Resúmenes de contenido

Fidelidad y fidedignidad en la relación entre el Cine y la Historia Fidelity and Reliability in the Relationship between Film and History Francisco Salvador Ventura (Universidad de Granada) Palabras clave. Cine Histórico, Historiografía, Historiofotía. Keywords. Historic Film, Historiography, Historiophoty. Resumen. La posición habitual de los historiadores sobre la representación del pasado en el Cine es muy crítica. Se entiende que la Historia considerada como una disciplina científica desde el siglo XIX está caracterizada por un rigor fruto de la metodología sistemática empleada en sus estudios, del que el cine histórico carece por definición. Sin embargo, si se realiza una reflexión historiográfica que parta desde la Grecia Antigua, época en la que nació la Historia, se aprecia que las inquietudes, la metodología, los recursos y la finalidad propios de entonces no han cambiado tanto como se pretende a lo largo de los siglos y, sobre todo, no están tan lejos de los que se encuentran detrás de las representaciones fílmicas del pasado, aunque en vez de trabajar con palabras el vehículo empleado sean las imágenes. Abstract. Historians have traditionally been highly critical of cinematic representations of the past. It is claimed that history, considered to be a scientific discipline since the nineteenth century, is characterised by a rigour defined by the systematic methodology employed in its study, a rigour that historical cinema lacks by definition. Nevertheless, if one carries out a historiographical reflection that takes ancient Greece as its starting point and the epoch in which history as a discipline was born, it would be appreciated that the concerns, methodology, resources and objectives of that time have not been altered over the centuries to the extent that is generally assumed and that, in fact, they are not far removed from cinematic representations of the past, albeit working with words rather than images. 17-36

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