Fascismo y hombre nuevo (Jesús Casquete, UPV, SIdIF)
Descripción
FASCISMO Y HOMBRE NUEVO
Jesús Casquete Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea y Zentrum für Antisemitismusforschung, Berlín
El totalitarismo en general, y los movimientos fascistas del periodo de
entreguerras en particular, son difícilmente imaginables sin un aditivo peculiar suyo: el culto a los caídos en el altar de la patria. Podían proyectar el culto a individuos agregados (en particular a los caídos en la Gran Guerra), a individuos concretos (por ejemplo a los miembros de las SA Horst Wessel y Hans Maikowski, el legionario rumano Ion Mota o los falangistas José Antonio Primo de Rivera y Matías Montero), o a ambos. Como quiera que sea, la inflación memorística con los “mártires” (porque, salvo contadas excepciones, siempre eran varones) como detonante se antoja un ingrediente consustancial a la praxis fascista. Una adecuada comprensión del fenómeno fascista en la era de la nacionalización de las masas pasa por atender a su cuerpo doctrinal y al conjunto de ideas que sirvió de tracto a movimientos como el fascismo italiano o el nacionalsocialismo alemán, sí, pero también por prestar atención al conjunto de prácticas rituales imprescindibles para producir y reproducir esas comunidades inciviles que fueron los movimientos fascistas. Se trataría, entonces, de combinar el análisis ideológico con el praxiológico, el discurso con la liturgia. El estudio de los héroes-‐mártires caídos en la lucha por la “idea” fascista constituye así una suerte de “categoría-‐probeta” para su estudio; permite acceder a la cosmovisión fascista desde algo que los fascistas hacían con particular querencia. La historia de las ideas, la historia de los movimientos sociales, la historia y sociología de las emociones, la antropología…, son todas ellas parcelas del conocimiento y disciplinas que concurren en el estudio del culto a los muertos para alcanzar una mejor comprensión del experimento totalitario. Hay dos cuestiones que resultan claves en cualquier análisis de la apoteosis fascista de los muertos: el para qué del culto (su funcionalidad) y el cómo de su forja discursiva y social (la mecánica de la confección de un mártir). De la segunda cuestión ya me he ocupado en otros lugares (Casquete, 2009a; 2009b), por lo que aquí trataré de la primera de ellas. Y lo haré centrándome (aunque no solo) en el
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movimiento fascista que me resulta más familiar, el nacionalsocialista, aunque estoy persuadido de que la lógica es similar en otros movimientos fascistas. Tanto si nos referimos a la funcionalidad de la figura del mártir laico para el fascismo como si atendemos a la mecánica de su construcción, conviene efectuar unas breves consideraciones al respecto del origen de los usos, abusos e imposturas de la figura del mártir. No deja de ser paradójico (en particular para el fascismo antisemita por excelencia, el nacionalsocialismo) que el “inventor” del culto a los mártires, quien sentó el patrón, fuese la primera gran religión monoteísta, el judaísmo: el judío vivía rodeado por un mar de enemigos de su fe, por la que estaba dispuesto a sacrificar su vida llegado al punto. Exportado el molde a la religión política nazi, el creyente de primera hora, desde su manifiesta inferioridad numérica (rodeados hasta los estertores de la República de Weimar por un mar de “marxistas”) y ejerciendo el apostolado por difundir su fe (como los “soldados políticos” que eran), está dispuesto a dar su vida por la regeneración de la patria según líneas raciales. Mártir religioso es quien “abraza de obra y palabra la causa de Dios”; mártir nazi sería quien abraza de obra y palabra la causa de Alemania condensado en el programa del NSDAP de febrero de 1920. Con la glorificación debida a los mártires por la palingenesia de Alemania, los nazis cumplían dos objetivos a un tiempo: ad intra reforzar al creyente y a la comunidad por la que se habían sacrificado, y ad extra ganar nuevos prosélitos para su causa. El culto nazi a los mártires por la “idea” bebía, pues, de la experiencia en la construcción de mártires de la Iglesia católica que, a su vez, la adoptó del judaísmo. El estudio de los préstamos del patrón discursivo y de la liturgia cristianos al nazi para construir mártires y perpetuar su memoria en la sociedad son una provechosa línea de investigación que no ha sido lo suficientemente destacada. Retomemos la cuestión que nos ocupa aquí: ¿Cómo se explica la centralidad de los individuos-‐mártires en el fascismo?; ¿qué fines persigue la glorificación sin descanso de quienes “sacrificaron la vida por la patria”?; ¿por qué recuerda a los mártires de forma cíclica sujeta a calendario con fechas marcadas en rojo cada aniversario de su fallecimiento?; ¿por qué cuando un movimiento fascista alcanza el poder se apresura por llenar el callejero de calles, plazas, incluso distritos enteros con sus nombres, se erigen monumentos en su memoria, se sancionan
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lugares de memoria, se bautizan batallones de unidades paramilitares en su honor, luego divisiones militares, buques de guerra, etc.? En el proyecto organicista que vehicula todo fascismo, los héroes-‐mártires son presentados como la prefiguración del “hombre nuevo” a alcanzar en un futuro imaginado mediante las leyes de la ingeniería social, esto es, erradicando de su jardín soñado a los elementos superfluos. Al hablar de un hombre nuevo, me refiero a un ser acomodado a su condición de pieza de un engranaje más elevado que ha renunciado a un proyecto de vida autónomo, vale decir, derivado de su propia concepción de la felicidad. El “individuo-‐como-‐proceso” que puja por labrarse de forma artesana una biografía a su medida en un campo específico de posibilidades y constreñimientos está fuera de lugar en el marco categorial fascista. En los movimientos de esa naturaleza todo lo que sea resistirse a un modo de vida impuesto desde fuera por el filósofo-‐rey de turno (Führer, Duce, Conducator, Caudillo), así como por los movimientos bajo su dominio, es asimilado a egoísmo y desafección, a “judaísmo” en la parla nazi. De ahí que el servicio, la camaradería y el sacrificio por la causa más noble de la patria, como los vividos en las trincheras durante la I Guerra Mundial, fuesen elevados por los fascismos a la categoría de rasgo definitorio del hombre nuevo a alcanzar. Se trata, en cualquier caso, de un individuo que ha renunciado de grado a su individualidad en aras de un proyecto de regeneración nacional de una patria mancillada tras interiorizar con éxito la idea de que (tal y como concluía el programa del NSDAP) “el interés general precede al interés individual”, o esa otra según la cual “tú no eres nada; tu patria lo es todo”. De ahí que el enemigo a batir sea la “idea de la persona ilimitada” (Rosenberg, 1937: 27). El líder del fascismo italiano no se apartó un milímetro de este esquema, y escribió: “El fascismo parte de la premisa de que la sociedad es el fin, y el individuo un medio, y que la función de la sociedad consiste en obligar a los individuos a convertirse en un instrumento de los fines sociales” (Mussolini, citado en Kracauer, 2013: 48). El ser humano es imperfecto en el sentido de que está sujeto a una pulsión transgresora por salirse del dibujo (o mejor, por su menor carga cromática, de la línea) social grabado en el futuro-‐presente; tal es el diagnóstico fascista. Pero hay remedio, hay esperanza en el proyecto fascista: el ser humano también es maleable, es decir, susceptible de ser reconducido y ajustado al patrón totalitario.
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Frente al hecho del pluralismo social y político, dato intrínseco a toda sociedad moderna, los fascismos pujan por fraguar una comunidad, una gran familia en la que todos sus integrantes (una vez trazado el perímetro del "dentro/fuera") sean como hermanos entre sí. Es lo que los nazis recogieron bajo la rúbrica de Volksgemeinschaft o “comunidad nacional”. La propaganda, la educación formal y la socialización informal a través de organizaciones secundarias (de jóvenes, de mujeres, de estudiantes, etc.) fueron los mecanismos para alcanzar tal fin. Y, en caso de que no se alcanzasen los fines deseados, entonces el aparato represivo del Estado acudía al rescate. En la cosmovisión totalitaria, decía, el ser humano es dúctil como la cera, y sus máximos dirigentes los encargados últimos de la misión histórica de la forja del hombre nuevo. No es casualidad que los líderes de los principales movimientos fascistas se contemplaran a sí mismos como artistas comisionados por la providencia para labrar al ser humano y forjar “puelos”. Según confesión efectuada a Emil Ludwig, periodista alemán de origen judío cuyos libros ardieron al acceder los nazis al poder, Mussolini estuvo profundamente influido por la figura de su padre, herrero de profesión, de quien extrajo una inclinación: "El martillo y el fuego me hicieron adquirir pasión por la materia que uno dobla con su voluntad" (2011 [1939]: 72). Las analogías entre el estadista y el artista que aspira a "dominar a la multitud" (Ibíd.: 86) son algo más que un recurso retórico del Duce. En 1917 escribió: "el pueblo italiano es ahora el yacimiento de un mineral precioso. Aún es posible una obra de arte. Necesita de un gobierno. Un hombre. Un hombre capaz de combinar el delicado toque del artista con el puño de hierro del guerrero" (en Todorov, 2009: 53). En la inauguración de una exposición en 1922 Mussolini afirmó "hablar como artista entre los artistas, pues la política trabaja sobre todo el más difícil y el más duro de los materiales, el hombre" (en Michaud, 2009: 14). Para entonces ya se había hecho acreedor entre su hueste del título de "escultor de la nación italiana", al tiempo que se presentaba a sí mismo como su creación más excelsa (Ibíd.: 14; Todorov, 2009: 54). Tuvo un destello de lucidez en 1943, bien que parcial y en cualquier caso tardío, cuando reconoció el fracaso de su empeño y lo atribuyó a la baja calidad de la materia prima con la que estaba trabajando, italianos indignos de su Italia: "Aquí es donde se hace evidente que los defectos hereditarios de la raza no eran solubles en 20 años". Claro que la
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responsabilidad del fracaso recaía en exclusiva sobre las espaldas de sus súbditos: "Miguel Ángel necesitaba mármol para hacer estatuas. Si hubiese dispuesto únicamente de arcilla, no habría pasado de ser un alfarero" (en Gentile, 2009: 168). No se le ocurrió pensar en lo demente de sus axiomas por intentar trabajar la arcilla como si fuera mármol... El caso alemán no difiere en lo sustancial de lo apuntado para Mussolini. Sabido es que Hitler albergó aspiraciones artísticas, de pintor. Sin embargo, el líder nazi que más trazas dejó de las analogías entre la misión del líder totalitario y la labor del artista es Goebbels. En su novela publicada en 1929 y titulada Michael, el protagonista homónimo (en realidad trasunto de sí mismo) se expresa en los siguientes términos: "El hombre de Estado también es un artista. Para él, el pueblo no es otra cosa que la piedra para el escultor [...] El sentido más profundo de la política verdadera ha consistido siempre en hacer de la masa un pueblo, y del pueblo un Estado" (Goebbels, 1929: 21). Un mes escaso después de ser nombrado ministro de propaganda en marzo de 1933, apareció publicada una carta suya en un periódico dirigida al director de orquesta Wilhelm Furtwängler donde insistía en la misma idea: "nosotros, que proyectamos la política alemana, nos sentimos como artistas que tienen encomendada la misión llena de responsabilidad de configurar una imagen firme del pueblo a partir de la materia prima de la masa" (Vossische Zeitung, 11-‐IV-‐1933). Primero como movimiento y, a partir de 1933, como régimen, el nacionalsocialismo colocó en el centro de sus prácticas el culto a los mártires caídos por la palingenesia de la nación. Para los nazis, los mártires eran viva expresión de las virtudes y valores que querían ver impresos en el hombre del futuro: sacrificio, desinterés, honor, valor, lealtad, camaradería. Eran los mejores, el espejo en el que se tenían que mirar los alemanes para que el Reich llegase a los 1000 años de vida. Hitler sentó en Mein Kampf de forma meridianamente clara el principio de desigualdad que atravesaba la cosmovisión nazi. Escribió: “De la misma forma que valoro de forma diferente a los pueblos según su pertenencia racial, también valoro de forma diferente a los individuos en el seno de una comunidad nacional. La constatación de que un pueblo no es igual a otro sirve también para los individuos dentro de una comunidad nacional” (1943[1925/27]: 491). Los mejores entre los mejores eran aquellos que entregaban su vida por la
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causa patria, según el cómputo nazi 411 hasta finales de 1938.1 No es casualidad, entonces, que Hitler dedicase su libro a los 16 “testigos de sangre” abatidos por la policía en Múnich el 9 de noviembre de 1923 “en la fe sincera en la resurrección de su pueblo” durante el ensayo insurreccional por él liderado. Nótese el vocabulario impregnado de conceptos religiosos: testigos de sangre, fe, resurrección. Tampoco es azaroso que la página 2 del primer volumen, de 1925, Hitler se refiera a Leo Schlageter como un ejemplo de “martirio alemán”. Schlageter fue un antiguo Freikorp implicado en labores de sabotaje contra las fuerzas de ocupación francesas de la cuenca del Ruhr para hacer efectivas las indemnizaciones recogidas en el Tratado de Versalles; fue condenado a muerte y ejecutado en 1923. Cerrando el círculo, Hitler puso punto final al segundo volumen de Mein Kampf con un nuevo recuerdo a los mártires de Múnich, quienes en “plena consciencia sacrificaron todo por nosotros”. El pasaje lleva el expresivo sobretítulo de “Nuestros muertos como recordatorios del deber”. Una vez alcanzado el poder, el 9 de noviembre se convirtió en la jornada más solemne del calendario festivo nacionalsocialista (Vondung, 2013: 69). Entre principio y fin del libro, en sus casi 800 abigarradas páginas, no cesan las apelaciones a los alemanes para que procedan a todos los sacrificios imaginables, vida incluida, en la misión de redimir y regenerar la patria alemana. Cierto que no todos los alemanes tuvieron la paciencia y la dedicación necesarias para acercarse a la “biblia nazi”, pese a que se inundó el mercado con un total de 12 millones de ejemplares hasta 1945; igual de cierto que el engranaje nazi pergeñó otros medios más subliminales para insuflar su ideario a la población. Mediante las canciones y los himnos, por ejemplo. El hecho de que millones de niños y niñas alemanes entre los 10 y 18 años que engrosaron las filas de las Juventudes Hitlerianas (5,4 millones en diciembre de 1936) recitasen el himno que acababa con la frase “nuestra bandera es más que la muerte” contribuye a explicar el desastre al que se vio abocado el mundo a partir de 1939. La mayor parte de las canciones que coreaban los miembros de las JH hablaban de la patria, el deber, el honor, el suelo y la sangre y, sobre todo, de la lucha y la muerte (Kater, 2004: 33). 1 Bundesarchiv Berlin, NS 1/395, “Ehrenliste der Ermordeten der Bewegung”. La cifra de mártires
hay que tomarla con muchas reservas, porque no todos los incluidos en ella fueron víctimas de altercados de naturaleza política, sino que los nazis le daban a posteriori ese sesgo para su uso en la contienda propagandística.
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Sus campamentos venían presididos por el eslogan: “Hemos nacido para morir por Alemania” (Michaud, 2009: 247). Hay múltiples indicadores de la centralidad que ocuparon los mártires en los discursos y en los rituales nacionalsocialistas. Cada muerte de un miembro de las SA, de las SS o de las Juventudes Hitlerianas en circunstancias violentas vino seguida de una detallada cobertura en la prensa afín local y en el órgano del partido, el Völkischer Beobachter; las unidades de asalto de las SA fueron rebautizadas sistemáticamente con el nombre de sus integrantes fallecidos mediante órdenes firmadas por Hitler; la política de memoria nazi incorporó celebraciones con motivo de los aniversarios de la muerte de sus miembros, a veces incluso de los aniversarios de su nacimiento; el callejero se pobló de calles y plazas con sus nombres; el Führer dictó una disposición en 1935 para conceder un “sueldo de honor” a hijos, esposas y padres de los nazis caídos, sueldo que en años posteriores hizo extensivo a aquellos heridos graves del movimiento incapacitados de forma permanente para la actividad laboral; etc. Para concluir. Tras la glorificación nazi (y fascista) de sus mártires se escondía una intención pedagógica: la de elevarlos a modelos de lo más selecto de la nación y, así, servir de espejo en el que todo integrante sincero de la comunidad nacional en proceso de construcción podía contemplarse. En momentos de zozobra o de duda bastaba con escrutar su ejemplo. Convenientemente agitadas las emociones de la población por su líder carismático, por Hitler (o el dictador de turno), los caídos proporcionaban aquí y ahora el proyecto de hombre a forjar en el futuro soñado; eran el modelo para la imitatio heroica. En este sentido, el nacionalsocialismo (y el fascismo en general, en la medida que el culto a los mártires, de forma más o menos rudimentaria o sofisticada, sea una práctica suya) impulsó una “política del ejemplo”, preñada, eso sí, del uso de la mentira con fines políticos. Pero los usos políticos de la mentira por los fascismos es un tema para otra ocasión... Referencias citadas -‐
Casquete, Jesús. 2009a. “‘Sobre tumbas, pero avanzamos.’ El troquel martirial en el nacionalsocialismo”, en: J. Casquete y R. Cruz (eds.), Políticas de la muerte. Madrid: La Catarata, pp. 171-‐213.
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Casquete, Jesús. 2009a. “Martyr Construction and the Politics of Death in National Socialism”, Totalitarian Movements and Political Religions 10, 3-‐4, pp. 265-‐283. Gentile, Emilio. 2009. La Grande Italia. The Myth of the Nation in the 20th Century. Madison, Wisconsin: The University of Wisconsin Press. Goebbels, Joseph. 1929. Michael. Ein deutsches Schicksal in Tagebuchblättern. Múnich: Eher. Hitler, Adolf. 1943 [1925/27]. Mein Kampf. Múnich: Eher. Kater, Michael H. 2004. Hitler Youth. New Haven: Harvard University Press. Kracauer, Siegfried. 2013. Totalitäre Propaganda. Berlín: Suhrkamp. Ludwig, Emil. 2011 [1939]. Tres dictadores: Hitler, Mussolini y Stalin. Barcelona: El Acantilado. Michaud, Éric. 2009. La estética nazi. Un arte de la eternidad. Buenos Aires: Adriana Hidalgo. Rosenberg, Alfred. 1937. Wesen, Grundsätze und Ziele der Nationalsozialistischen Deutschen Arbeiterpartei. Das Programm der Bewegung. Múnich: Eher. Todorov, Tzvetan. 2009. "Vanguardias y totalitarismo", Revista Anthropos 222: 46-‐61. Vondung, Klaus. 2013. Deutsche Wege zur Erlösung. Formen des Religiösen im Nationalsozialismus. Múnich: Fink.
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