Ezequiel Gatto - Trabajos de la imaginación. Ensayo sobre dibujos animados.

July 5, 2017 | Autor: Ezequiel Gatto | Categoría: Semiotics, Cartoons, Historia Cultural, Media and Culture
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Descripción

Trabajos de la imaginación Ensayo sobre dibujos animados 1° parte

Ezequiel Gatto1 A los que comentaron mi posteo de facebook dedicados a los dibujos animados. A Jimi, Juan Cruz, Ariana y Esteban, por convertirlo en un programa de radio. Si se buscan, se encuentran.

Dibujo, maestro Reconozcámoslo. Pocas escenas evocan la plenitud como la que tiene a un ser humano de entre tres y diez años acomodado en un sillón, ingiriendo su bebida favorita y mirando un dibujo animado. Su felicidad parece total, su autonomía lo pone al borde de lo angelical. Esa imagen de un Nirvana televisivo fue parida en el s. XX y se prolonga en el XXI. No hace falta más que un cinco por ciento de profetismo en sangre para dilucidar que en muy poco tiempo no quedará ninguna generación que no se haya educado, desde sus primeras focalizaciones escópicas, con dibujos animados. Escribir sobre dibujos animados parece cargar con el signo de la nostalgia. Basta con verbalizar el sintagma para que la memoria viaje a alta velocidad hacia nuestra infancia. Enseguida aparecen los nombres, los personajes, los productores, acompañados de onomatopeyas que, como las de los propios dibujos, indican gustos, aprobaciones y desaprobaciones, sorpresas. Uh! Ja! Noooo!. Podemos dar fe de haber visto dibujos animados, pero ¿qué han hecho los dibujos animados con nosotros? Eso es más difícil de aferrar. Aunque de algo estoy seguro: el dibujo animado es una vivencia infantil y, por ello, exige pensar la eficacia de sus figuras sin caer en una rápida valoración ideológica. Darle el lugar que tienen ciertos ideales y representaciones para la infancia misma y no aplicarle única, ni inmediatamente, el peso de una lectura adulta. Porque, en definitiva, los dibujos animados alimentan, forman, un punto de vista. Como en Tom & Jerry, donde todo pasaba a la altura de las rodillas, allí donde los adultos no llegaban a ver; allí es donde un Scooby, un Bob Esponja, un Bart Simpson, un Zamba significan algo para niños y niñas. Allí tiene lugar la singularidad de un encuentro. En esos niños que les piden que los cuiden, en los que les temen, en los que les rezan para soñar con ellos. Porque el dibujo es un modo de construcción de saber infantil, una zona cultural que requiere permitir la imaginación, el verdadero trabajo infantil. En esa zona, para ganar algo de sensibilidad adulta, hay que dejar hablar a los niños. Sin embargo, delimitado ese terreno, hay otro. El adulto. Tiene con aquél dos puntos de contacto. El primero es biográfico, nadie salta ni saltará nunca la sombra de los dibujos animados que vio y lo formaron. Si el tiempo de la infancia configura en gran medida el modo en que deseamos y actuamos, entonces, como bichos de la modernidad audiovisual, es imposible perder de vista el peso de las animaciones en nuestros imaginarios y deseos. Aunque no los veamos, recorren las filigranas de nuestras ideas y emociones adultas, de nuestros proyectos, de nuestras batallas políticas. El segundo punto de contacto es productivo: los dibujos los hacen adultos, por lo tanto hablan de su mundo, de sus fantasías, sus temores, sus apuestas, sus maneras de amar y odiar. 1

Historiador. Profesor de Teoría Sociológica (UNR, Rosario, Argentina). Doctorando en Ciencias Sociales (UBA). Artículo publicado en julio 2015 en mi columna quincenal en el semanario El Eslabón.

Gramáticas de lo animado Como cualquier otro artefacto cultural, los dibujos tienen una historia imposible de trazar aquí en detalles y minucias. Armo, pues, una cronología precaria que se conecta con mi experiencia generacional. En un primer grupo estarían los dibujos de hostilidad media a baja: Tom & Jerry, El Correcaminos, Los autos locos, La Pantera Rosa, Los Supersónicos, Los Pitufos, Don Gato y su Pandilla, Jem, Los Osos Gummi y toda la saga de Disney (Mickey, Donald, Pluto, Goofy, y sus descendencias). Su procedencia era norteamericana y europea y se forjaron en temáticas urbanas, con alguna que otra alusión a la carrera espacial. ¿Qué pasaba con la hostilidad en estos dibujos? Tomo a mi favorito: Los Pitufos, basado en una viñeta belga y producidos en Estados Unidos por Hanna Barbera. La primera vez que leí el Manifiesto Comunista fue mirando Los Pitufos. ¿Por qué? Porque, siguiendo a Marx, lo que había era un comunismo más bien primitivo. Una comunidad muy poco diferenciada cuyo destino era repetirse, que carecía de lazos con otras comunidades, que no experimentaba contradicciones de clase y que desplegaba una división funcional del trabajo. Tenia un rasgo quizá moderno: cada uno de sus habitantes era la expresión de un talento. Y si, como decía Marx, el comunismo es la posibilidad de que todos podamos crear y desplegar un talento, entonces Los Pitufos encarnaban una versión, aunque excesivamente individualizada, de los talentos compartidos. Hasta ahí, todo bastante bien. Pero había rasgos que teñían al dibujo de ambivalencia: el rival de Los Pitufos se llamaba Gargamel: era un brujo de aspecto judío con un gato que refrendaba la procedencia: Azrael; por si no bastara con su peligrosa presencia, Gargamel crea a Pitufina, una pitufa artificial, con el objetivo de introducir un conflicto por la vía amorosa en una comunidad, hasta entonces, célibe. El comunismo primitivo va quedando de lado y lo que emerge es un dibujo donde las representaciones de la amenaza son un judío y una mujer. Así, uno podría leer a Los Pitufos en clave no de comunidad de talentosos sino en una, mucho más complicada, donde resuena una parte trágica de la historia europea. En un segundo grupo se ubicarían los de hostilidad alta: Mazinger Z, Transformers, He-Man, She-Ra, Centuriones, Halcones Galácticos, Thundercats, G.I. Joe, Rambo. Incrementado un poco los estímulos visuales y el tempo de las acciones respecto a los dibujos anteriores, con estas animaciones hicieron su ingreso las imágenes de la robótica, las tecnologías de la comunicación, el mundo cyborg, los mundos fantásticos y mitológicos, el espacio sideral y las formaciones militarizadas. Y un nuevo protagonista en la producción: Japón. Todos ellos trajeron algo que renovó el panorama: una fascinante vitalidad bélica. Lejos quedaron los entornos, rurales o urbanos pero siempre acotados, donde se producía la repetición de un conflicto. Ahora, munidos de tecnologías, cuarteles generales y comunicaciones a distancia, los dibujos se ponían en posición de combate. El rasgo los diferenció de los anteriores: blandían armas de guerra de todo tipo (desde espadas a ametralladoras de neutrones), alternaban enfrentamientos cuerpo a cuerpo con escenas de campos de batalla, llevaban a cabo destrucciones masivas. Todo en el marco de disputas territoriales complejas. Y de transmutaciones como la de Mumm-Ra, logrando que los antiguos espíritus del mal transformaran su cuerpo momificado y decadente en El Inmortal.

El carozo del asunto A pesar de esa maraña de diferencias, algo aproximaba a Pitufo Gruñón a Panthro: compartían unos tonos y un hilo narrativo que giraba en torno al antagonismo y la rivalidad administrados bajo diversas dosis de agresiones y heroísmos. Eran dramas, o mitologías, de un tipo particular: enfrentamientos entre el Bien y el Mal, donde la violencia no era aniquiladora, donde nadie era mostrado muriendo. Buenas y malas noticias dadas todas a la vez: el Bien vencía y no moría; el Mal, aún perdiendo, tampoco desaparecía. Dos absolutos con existencias parciales y constantes: representar las violencias sin representar la muerte parece haber sido el rasgo común de los dibujos que vimos los nacidos y criados en las últimas décadas del s.XX. Buscando diferenciarse, Peter Greenaway definía su cine diciendo que era como si el Pato Donald, en lugar de golpearse y pasar a la escena siguiente ileso, quedara internado seis meses con un trauma del que no podría recuperarse jamás. La imagen es muy certera: sus joyas (Z00 y El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, por ejemplo) lo confirman, pero Greenaway recurre, innecesariamente, a la refutación de uno de los núcleos de la eficacia de los dibujos animados mencionados: la repetición de la agresión y el conflicto. Ese juego de la violencia, de escenificarla una y otra vez, de hacerla aparecer intensamente, incluso brutal, pero sin consecuencias letales. Muerto el Correcaminos, se acababa el Coyote. Y nadie quería eso, salvo un empresario japonés que, en 2008, pagó una fortuna para que le hicieran un capítulo donde el ave terminaba asada, y los guionistas de Family Guy, que en 2011, armaron la historia de un Coyote deprimido luego de haber cazado y comido a su clásico adversario. Más allá de estos asesinos simbólicos, lo que experimentábamos era la proyección de una hostilidad que implicaba la no destrucción del otro. Como en ese capítulo de He Man en el que Eternia era invadido por unos malvados extraeternianos y Skeletor le planteaba una alianza al Príncipe Adams. El hombre celeste era muy claro: “Si nos invaden, perdemos los dos”. Sobre el final del capítulo, una vez expulsados los extranjeros, Skeletor, por supuesto, quebraba la promesa y atacaba a He-Man. La historia retomaba su cauce de adversarios solidarios. Así pasaron las mañanas y las tardes de millones de seres humanos entre mediados de los sesentas y mediados de los noventas. Los que vinieron luego no se quedaron sin raciones de hostilidad repetida: Caballeros del Zodíaco, X-Men, Tiburones del asfalto. Pero, entre bolas de fuego, corridas y persecuciones, nacieron brotes diferentes que, con el tiempo, crecerían fuertes y sanos. Socavaron las bases de sus antepasados, los suplantaron con nuevos personajes, tramas y poéticas. Cambió la hostilidad, cambiaron los estados de ánimo, cambió la relación espectador-programa. En Dragon Ball Z se contabilizan más de 600.000 muertes; Los Simpsons se convertían en reyes, los Looney Tunes se volvían ácidos. Ren & Stimpy también, aunque en otro sentido. Poco después, nacían criaturas de elevada ternura, con nombres como Rugrats y Backyardigans. Se abría una nueva fase en la historia de los dibujos animados cuyos rasgos veremos la semana próxima. Por este mismo canal.

2° Parte Los dibujos desanimados

Que Los Simpsons hayan hecho su aparición como tira en 1989 debería incluirse entre los grandes hechos del año, junto a la caída del Muro de Berlín. De hecho, no debería sorprender (o sí) que entre el ruido de los ladrillos, los anuncios de la unificación y un pasaje global de pantalla hacia lógicas financieras del capital globalizado, haya amanecido un dibujo animado fantásticamente realista, con problemas de niños y adultos y una carga de cinismo e ironía de la que el humor norteamericano es un gran maestro. Tal fue la potencia de este amarillo (tan distitnto a otros) que logró adquirir una hiperrealidad que dotó a sus personajes de una consistencia casi mayor a la de las personas de carne y hueso. Si, como dice el especialista Juan Pablo Gonella, “los dibujos animados son nuestra forma del mito”, entonces Los Simpsons son, de todos ellos, el mito que supo correr los bordes de eso que se llama realidad. No hace falta que alguien se disfrace de Homero (como sucede, por ejemplo, con los personajes de Disney en DisneyWorld) para considerar la humanidad de Homero. Es suficiente con pronunciar una de sus frases o recordar algún capítulo. Además de lograr ese efecto de proximidad, Los Simpsons regaron sus guiones con citas, intertextualidades y guiños a la cultura universal. Con esos recursos, convirtieron a los relatos históricos en una fuente de narraciones seductoras para niños y adultos, un aspecto que ayuda a entender su influencia transgeneracional. La operación en sí misma no era nueva. Lo nuevo fue que, infiltrando el virus de la ironía, evitaban, desconocían o se despreocupaban por el flanco pedagógico. Nunca jamás fueron Los Simpsons un dibujo educativo: hermosa paradoja para una tira a través de la cual al menos dos generaciones han accedido a contenidos de conocimiento histórico y cultural. Líderes políticos, estrellas de la música, escenas de cine, fragmentos de literatura, fotografías emblemáticas. Ha pasado de todo por Springfield. Caminando siempre por la ruta del drama, el absurdo, la bizarreada y la risa sardónica, produciendo una masa de simpsonólogos que compiten, por erudición y memoria detallística, con los más grandes exégetas de los textos bíblicos y marxianos. Sobre ese esquema se montaron los que vinieron luego, como Family Guy y South Park, para subir las apuestas del sarcasmo hasta niveles inéditos. Así, los dibujos tomaron la forma de escenas familiares donde los personajes viven en una especie de permanente-estar-juntos-en-estado-de-bardo. Extrañas formas del afecto que acabaron produciendo dibujos desanimados. Flashéandola Pero esos componentes sarcásticos no agotaron su existencia dibujada en aquellas formas familiares que destilaban un aire de estabilidad. Porque, ciertamente, si bien no eran los cohesionados Pitufos ni los cálidos Osos Gummy, Los Simpsons, South Park y Los Reyes de la Colina, a pesar de todo, seguían pagando impuestos, podían desayunar juntos o considerar la posibilidad de una solidaridad familiar ante conflictos exógenos. Pero junto a ellos, o más bien alrededor, creció una población de seres mutantes, un poco idos. “Ren & Stimpy”, “La vaca y el pollito”, “Bob Esponja”, incluso “ Pinky y Cerebro” parecían salir de una enorme pileta de LSD conectada a Cartoon Network y Nickelodeon. Esa población psicodélica continua en aumento con “El último show”, “Phineas & Pherb” o “Una tarde de aventuras”. Y en esa atmósfera de alucinante todos mantienen relaciones de antagonismo en las que hay algo de Tom & Jerry pero desplazado: la persecución infinita no se da en el nivel de los cuerpos, o no principalmente, sino en el de las palabras.

Chicanas, latigazos verbales, frases crueles e hirientes duelen más que los golpes. Fue a base de esos dibujos que el freakismo se apoderó de la gramática animada. “Solito en el mundo vive el pobre CatDog” decía la letra de la banda de sonido de aquel dibujo donde el personaje era a la vez dos personajes, un perro y un gato unidos por sus caderas. Solito, sí, pero dos: doblemente sustraído de lo social, por la vía de la soledad, por la vía de la anomalía. Dibujos como ése convirtieron las tardes de niños y niñas en un desfile freaky que no se parecía tanto a los fenómenos y monstruos corporales que desfilaban bajo en los viejos circos como a seres anti o asociales, poco deseosos de integrase, y que producían un valor, un disfrute y una estetización de su posición. Piensen en Johnny Bravo. Allí, le freak, c'est chic. Con ellos, en ellos, los grande combates en la Tierra, las colisiones en los rincones del espacio sideral, los intentos de roedoricidio debajo de las mesas de una casa en New York se volvieron innecesarios. No hacía falta tener buen estado físico ni disponer de alta tecnología o evocaciones mitológicas. Toda esa agresividad fue reemplazada por una violencia verbal cuya eficacia para el entretenimiento se aloja en la mezcla de desazón social e inventiva para el maltrato interpresonal. Si los antiguos dibujos reponían una y otra vez un conflicto solemne y siempre, en apariencia, decisivo, estos lo presentan en términos de un encuentro sarcástico con el otro. Ternura y laburo En otra provincia del continente animado, las cosas se ven muy diferentes. Es la zona donde desde hace tiempo viven los Ositos Cariñosos, Frutillitas y Los Pequeños Pony, pioneros en el reino de la ternura. Tiempo después, cuando se instalaron los Backyardigans y Mickey Mouse asentó su casa allí, quedó claro que la ternura también está sujeta a variaciones históricas y culturales. Y que si uno ve cómo opera la violencia en la infancia actual hasta pueda encontrarse con una paradoja, hecha de dibujos pacíficos y niños violentos o, por lo menos, desbocados. El psicoanalista/dibujante Juan Cruz Catena cree que “para cuidar, hay dibujos que eliminan el registro de la agresividad. La consecuencia es que dejan a los chicos librados a la violencia real”. No hay nada que idealizar, porque otras épocas tuvieron otras torpezas y problemas, pero si constatar que lo que Catena dice comprueba la hipótesis de que un dibujo no violento no necesariamente produce un niño tranquilo. Estos dibujos, destinados más bien a niños pequeños, incluyen aspectos estéticos diferentes a los que vimos hasta ahora. En principio, su velocidad no es biónica. Ni siquiera kilométrica. Más bien van al ritmo que permite el tranco de un infante. Sobre esa lentitud construyen un relato que se vale de un recurso poco explorado por otros dibujos: el diálogo con el espectador. Te miran a los ojos, te hacen comentarios y preguntas, comparten sospechas y alegrías. El viejo voyeurismo deja lugar a un simulacro de interacción que hace pensar que las productoras de dibujos han interpretado ciertos cambios sociales y culturales y apuestan, en la dura carrera de capturar la atención de los niños, a hablarles directamente. La seducción por la vía del feedback. En estos dibujos, las figuras del antagonista y la agresión desparecen o se subordinan a un discurso mayor, que bien podríamos llamar “de resolución de problemas”. Una gotera, un animalito atrapado, un bebé enfermo, un cultivo, la salud. La trama narrativa se sostiene en conflictos funcionales que insumen una inventiva propia, de ingeniero, handyman o habitante ocurrente de una casa. Desaparece la agresión

interpersonajes y todos funcionan bajo una combinación de banda de amigos y equipo de trabajo, una descripción que vale para La casa de Mickey Mouse tanto como para Minimalitos. Los dibujos rotan su sentido hacia el cuidado y la educación, abandonan la zona del relato de aventuras para adentrarse en los manuales de instrucciones. Se vuelven, así, tutoriales. Parafraseando al filósofo Paolo Virno, en esos dibujos, como en la existencia social, la vida es puesta a trabajar. Una de las consecuencias de esta novedad es la de destituir las formas clásicas del heroísmo: si hay algo que el héroe no haría jamás es preguntarle a otros qué hacer. Sabe resolver el problema sin preguntarle a nadie. La forma que toma el dibujo educativo es, pues, eliminar la figura del héroe y armar otro tipo de relación, de mayor complicidad y asociacionismo, diferente al comunismo de los Pitufos, que era algo que le pasaba a ellos. Quizá la mayor excepción a esta regla sea un producto nacional, “Las asombrosas aventuras de Zamba”. Al niño Zamba le interesa la historia argentina. Más precisamente, la historia política argentina. La historia de los grandes hombres y mujeres y de los acontecimientos memorables en relación a la soberanía. En una suerte de revisionismo que no se expresa sólo metodológica sino también biográficamente, el niño formoseño -uno de esos “olvidados de la patria”- pasa del silencio a las preguntas, ocupando así el centro de una escena que, no obstante, lo tiene más de espectador de lujo que de protagonista activo. En ese sentido, por trama, Zamba representa un acercamiento clásico a la historiografía y el dibujo educativo, al tiempo que su enlace con una historia argentina poblada de patriotas y minorías produce una alquimia perfecta entre un prócer y un superhéroe. ¿De qué nos dibujamos? Como dije en la primera entrega, la experiencia infantil del dibujo es absolutamente singular. Mientras parece fácil ver al dibujo en la vida ajena, en los niños y niñas a los que escuchamos y vemos hablar y comportarse como algún personaje favorito, lo cierto es que el acontecimiento y sus sentidos van más allá de lo que podamos decir. Hay algo de esas vidas alucinadas que es intransmisible. Tan complejo como eso es ver y escuchar los dibujos en nosotros mismos, en nuestras actitudes, valores, formas de imaginar el futuro, el amor, la felicidad, el conflicto. De esa experiencia de rememoración y autoanálisis, ¿qué dirá, dentro de dos décadas, un niño que acaba de cumplir cinco años?

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