Ezequiel Gatto - Protestónica 1. Historia de una rave sindical.

September 20, 2017 | Autor: Ezequiel Gatto | Categoría: Music and Politics, Rave Culture, Labor Activism, Sindicalismo, Música Social Y Política
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Descripción

Protestónica. Historia de una rave sindical en Rosario.
Capítulo 1 (de 2): Salir de boxes

¿Qué es esto?
Un día de mediados de 2005, Carla, saliendo de la capacitación, bastante
inquieta, se sorprendió pensando que nunca había imaginado que su
conocimiento del inglés terminaría siendo usado para eso. Como si aquel
precepto, tan familiar, de estudiar una lengua para el "día de mañana"
hubiera encontrado su realización. El "día de mañana" era éste, en el que
su inglés le iba a servir para eso.
Eso era Apex. Una empresa, compuesta por capitales chilenos, argentinos y
canadienses, de servicios de call center que había aterrizado en Rosario
poco tiempo antes. Como las otras participantes del rubro, estaba
dispuesta a aprovechar el combo devaluación poscrisis 2001 - bajos salarios
- buen nivel educativo - exacción impositiva para instalar un call dedicado
a gestionar cuentas extranjeras. La mayoría de sus seiscientos empelados
rosarinos estaba afectada a Tracfone, una compañía de telefonía celular
prepaga de Estados Unidos. En definitiva, entrar a Apex era entrar a
trabajar en un offshoring montado para absorber malestar de usuario.
Otro día de mediados de 2005, Matías, saliendo de su sexta jornada de
trabajo en las oficinas de Mitre y San Lorenzo, tuvo una leve sensación de
vértigo al vislumbrar que sus días consistirían en dialogar con gente
enojada caminando por las calles de Houston, Texas, sentada en la puerta de
su casa en Albany, Georgia, viajando en auto desde Chicago, Illinois a
Bloomington, Indiana. Iba a tener, primero, que sortear el ataque xenófobo
que ya se estaba volviendo una suerte de ritual horrible e inextirpable de
las llamadas y, luego, explicarle al enervado o enervada cómo usar un
teléfono hecho de minerales extraídos en Andalgalá, Argentina, de silicona
elaborada en Bruselas, Bélgica, de tecnologías de la información
desarrolladas en Osaka, Japón, de lenguajes de programación inventados en
San Francisco, Estados Unidos y cuyo ensamblaje final se realizaba en Shen
Zhen, China.
Todo tan global que, días más tarde, Aníbal, sentado en la vereda, fumando
un cigarrillo en la media hora de descanso, imaginaba el asunto como una
inmensa cinta de montaje que atravesaba mares, montañas, valles y lagunas y
convertía al mundo en una gigantesca unidad de producción, circulación y
consumo. En ese mapamundi ellos ocupaban un pequeñísimo puntito en un
pequeño punto que, a su vez, ocupaba un pedacito de una ciudad
latinoamericana.
Ese pequeño punto, Apex, se reveló enseguida como una mezcla de estéticas y
retóricas de viaje de estudios y boliche con prácticas y actitudes de campo
de concentración. El espacio individual de trabajo era un lugar reducido,
un box (es decir, una caja) donde había una computadora, auriculares y
micrófono. Una vez sentado, el Colo veía como cada trabajador se aislaba
del resto, lo cual dificultaba las relaciones con los compañeros. La
palabra y el cuerpo quedaban encajados. La palabra: incrustada y sometida a
una serie de reglas, métricas y tutoriales que indicaban qué decir y
cuándo. Un call center, pensaba César, es el imperio del dictado: es,
literalmente, una dictadura.
Los días traían cada vez más y más llamadas, cada vez más agotadoras. Entre
una y otra, apenas el momento para respirar y volver a hundirse. Veinte
segundos, con suerte. Ni tiempo para moverse. Tan repetitivas y seguidas
que al Gallego le parecían ser una sola y larguísima llamada que atravesaba
el día, los días, la vida. Algunos parecían no perturbarse, otros, en
cambio, al borde del colapso; muchos enojados, otros muchos cínicos. Y
varios empezaban a modular, con cierto espanto, una pregunta: ¿qué es esto?

Guirnaldas multicolores y cartelitos escritos a mano con fibras decoraban
las oficinas. Gerentes y supervisores (por lo general, trabajadores
ascendidos) entraban saludando a todos, repartiendo gestos de complicidad.
Una escenografía alegre en la que había que pedir permiso para levantarse,
donde se veía mal ir al baño demasiado seguido, donde las conversaciones
estaban siendo grabadas y hablar con los compañeros era reprendido por los
superiores con una sonrisa y una palmadita, casi en chiste. Esos mismos
superiores invitaban a sus subordinados a que organizaran cenas por fuera
del horario de trabajo, los motivaban para presentar sus bandas en los
recitales que armaban, les prometían pico libre en la fiesta de la empresa.
Qué fantástica esta fiesta
Fue, justamente, a comienzos de 2006, en una fiesta de la empresa, cuando
empezó a cambiar el escenario, demostrando que lo maravilloso de la
historia es que los efectos de las decisiones siempre se desvían de lo que
se espera cuando se las toma. Si no sabían esto, los ejecutivos de Apex lo
aprendieron unos días después de la fiesta que armaron en un boliche en la
Florida. Porque fue entonces, en un marco imaginado para la integración y
el olvido de la cotidianeidad, donde varios trabajadores se pusieron a
charlar de lo mal que la estaban pasando, de la necesidad de hacer algo.
Pero qué.
Si un rasgo define el primer momento de ciertas acciones políticas es su
capacidad de hacer visible el sufrimiento. Como en esos viejos teatros con
poleas y rotores, un mecanismo colectivo se pone en marcha y, entonces, lo
que estaba iluminado va quedando a oscuras y lo que estaba a oscuras se
ilumina. Y lo que se vio, esa noche de pico libre, era que la situación
estaba bien lejos de la comunidad de amigos que Apex decía ofrecer.
En el principio, la resistencia fue clandestina. Por cada despido Apex
recibía dinero de Tracfone, cuyo monto resultaba, por razones de cotización
cambiaria, mayor al que pagaba en concepto de indemnización. De esa manera,
una de las pocas barreras que inhiben el impulso empresario al despido de
revoltosos no tenía fuerza. Apex ganaba dinero hasta cuando despedía.
Resistir y organizarse era, por lo tanto, una tarea necesariamente
silenciosa, delicada, casi íntima. Reuniones secretas, desobediencias poco
visibles, boicots y sabotajes, charlas mano a mano con los compañeros
marcaron los movimientos de los hartos, que cada vez eran más.
Con la chispa activista se multiplicó la información y su circulación
dentro y fuera de la empresa: testimonios duros, preocupantes. A los
sueldos de mierda, la falta de respeto por los feriados, domingos y el no
pago de las horas extras se sumaban rasgos bien propios de un call center:
gente que se levantaba de su lugar de trabajo gritando y arrancándose los
pelos, chicas y chicos llorando en el baño, en cuclillas, sin hacer mucho
ruido, un gabinete psicológico que se dedicaba a desmentir padecimientos y
a culpar a los trabajadores, cuerpos plagados de dolores de garganta,
afonías y terribles contracturas, aparatos psíquicos escudados detrás de
licencias psiquiátricas. Mientras tanto, de arriba llovían despidos y
aprietes hechos con sonrisas aprendidas en cursos de PNL y del incipiente
coaching ontológico que los nuevos empresarios comenzaban a consumir cada
vez más.
No mucho tiempo después se planteó el dilema de institucionalizar la lucha;
con él, llegaron las conversaciones, nada fáciles, con el sindicato de
Empleados de Comercio de Rosario para organizar las elecciones y armar un
cuerpo de delegados. Los fueros sindicales permitían movimientos en la
superficie y la acción del sindicato frente a ciertos problemas pero, como
su revés, forzaban un amoldamiento de la resistencia a los canales
habituales, tantas veces ineficaces, de la acción sindical. Con reparos,
las elecciones se hicieron y, a principios de 2006, se conformó un cuerpo
de ocho delegados. La posibilidad de demandarle a la empresa cristalizó en
un par de ítems que tenían al tiempo como botín preciado: que hubiera un
minuto entre llamada y llamada y que la salida al baño no se descontara,
como se hacía, del tiempo de descanso (que era de media hora para una
jornada laboral de siete). El ideal empresario de la ausencia de tiempo
muerto, que ya venía recibiendo golpes clandestinos, comenzó a recibirlos
también a plena luz del día.
Algunos de los delegados (Carla, Mati, el Colo, César) iniciaron una
experiencia política que, durante varios meses, corrió en paralelo a la
estricta vida sindical de la empresa pero que, no obstante, tenía por
objetivo enriquecerla: se reunían semanalmente con un colectivo de
investigación llamado Universidad Experimental. Los encuentros funcionaban
como lugar de análisis, más general y menos urgente, de los problemas que
atravesaban. Ahí nacieron algunas ideas: la retaguardia como lugar de
creación de nuevas relaciones y de descanso del combate abierto con la
empresa; la importancia y el uso político del tiempo libre, el pasaje de la
clandestinidad a la visibilidad, la estrategia empresarial de quemar
trabajadores y reemplazarlos. Esas charlas, de un modo u otro, precipitaron
en estrategias y tácticas. La nueva visibilidad y cierta protección a
consecuencia de ser delegados, conectada con el intento de hacer algo
distinto y la confluencia de personas procedentes de experiencias diversas
(de trabajo, artísticas, de teorización) abrió un panorama posible de
novedades activistas.
En agosto de 2006, Apex decidió despedir a Giorgina Lo Giudici. Podría
haber sido una más pero no. El hecho se convirtió en una ocasión para que
esas confluencias, búsquedas y nuevas formas de lucha encontraran expresión
en una acción pública. Porque fue entonces cuando se organizó la primer
rave de música electrónica por motivos sindicales en Rosario. Se llamó
"Protestónica".

destacados:
.Ese pequeño punto, Apex, se reveló enseguida como una mezcla de estéticas
y retóricas de viaje de estudios y boliche con prácticas y actitudes de
campo de concentración.
.Resistir y organizarse era, por lo tanto, una tarea necesariamente
silenciosa, delicada, casi íntima. Reuniones secretas, desobediencias poco
visibles, boicots y sabotajes, charlas mano a mano con los compañeros
marcaron los movimientos de los hartos, que cada vez eran más.
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