Ezequiel Gatto - La bolsa y la vida. Apuntes sobre el sentido del dinero.

June 19, 2017 | Autor: Ezequiel Gatto | Categoría: Cultural Studies, Sociology of Money, Estudios Culturales, Dinero
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Descripción

La bolsa y la vida. Por Ezequiel Gatto1

No te compraste un departamento. Gastaste 3 millones de dólares. Don DeLillo, Cosmópolis

Buena parte de la historia del dinero se escribe con sangre. Por eso hay algo en mí que lo odia; por eso necesito pensarlo. No desde la economía en sentido estricto, que a veces no lo considera, en otras lo supone y en otras más lo caracteriza exclusivamente por sus funciones técnicas (medio de pago, de cambio, lubricante económico, índice de una variedad de procesos económicos, etc), sino desde su modo singular de relacionarse con la producción de sentidos. ¿Qué hace el dinero con y en nuestras formas de pensar? ¿Con nuestra sensibilidad, nuestras percepciones? Le pregunto al economista Lavi Abraham y me contesta con una autocrítica profesional sorprendente: “Miramos lo que hace y no lo que es. Es difícil para los académicos pensar el dinero. La mayoría de los modelos actuales piensa una economía en la cual el dinero está ausente, piensan desde una economía de trueque. Una economía en la cual no hay dinero o sólo cumple una función de medio, pero nunca se le otorga una función en sí mismo. Todo esto viene del siglo XIX”. Interesante, pienso: en la más monetizada de las civilizaciones jamás existentes, el dinero brilla por su ausencia analítica. No es este el lugar para resolver ese escollo pero se pueden esbozar algunas ideas sobre ese personaje tan misterioso como central en la novela cotidiana de nuestras vidas. Y de muchas pasadas y futuras. El desmaterialismo histórico La existencia, generación y búsqueda de dinero no es la existencia, generación y búsqueda de cualquier riqueza. Es, por ejemplo, de un tipo distinto al “ganado” (nótese este participio pasado funcionando como sustantivo) tal como se lo criaba e intercambiaba miles de años atrás y muy diferente al atesoramiento, esa acumulación de objetos de valor de todo tipo (desde bandejas de oro hasta propiedades inmobiliarias) propia del modo noble de riqueza. A diferencia de ellos, el dinero concreta una operación distintiva: es un vector de desmaterialización. Aquel equivalente general del que habló Marx, gracias al cual todas las mercancías encuentran el modo de ser medibles y comparables, es también la forma en que se desmaterializan. Visto así, el dinero sería el modo inaugural, el primer software, de una impresora 3d. 1 Publicado en el semanario El Eslabón, n° 221 (14 de noviembre de 2015), Rosario, Argentina.

El proceso, que ha sido paulatino, lo incluye como objeto: el propio dinero se ha ido desmaterializando. En un principio las monedas valían no sólo por lo que decían (nominal) sino por aquello de que estaban hechas (plata, oro, cobre, arcilla). Con el tiempo, la dimensión material del dinero fue perdiendo entidad como componente de su valor, primero distanciándose bajo la forma del papel-billete, luego, hacia los años cuarentas del siglo XX, incorporando las tarjetas de crédito y, en las últimas décadas, entrando en una nueva dimensión: el código binario y la digitalización. Lejos han quedado las arquitecturas de la acumulación y las imágenes de ricos nadando en oro. El Cajero Automático (introducido por primera vez en 1967 en Estados Unidos) y el mucho más joven Home Banking son las expresiones cotidianas de ese dinero desmaterializado. En 2010, en Alemania llegaron a experimentar con la posibilidad de pagar a partir de las huellas dactilares, apoyando el pulgar en un lector que conectaba datos biométricos con cuentas bancarias sobre las que se operaban los débitos. Operaciones como el home banking y el pago dactilar revelan algo muy propio de nuestro mundo: no todo el dinero que circula está impreso; más bien lo contrario: sólo en una medida absolutamente necesaria, el dinero es traducido a la lengua del papel y la tinta. Esa desmaterialización, significativa de por sí, ha acarreado una consecuencia importante que engloba y excede la función de fluidificación, aceleración y diseminación de los intercambios comerciales. Hoy hablamos del dinero como, literalmente, un encadenante, un fijador social. Y estamos en lo cierto. Pero su historia muestra que también fue un mecanismo de ampliación de los intercambios, redefiniendo el comercio geográficamente más limitado que permitía el trueque. Fue el lanzamiento de una nueva forma del nomadismo. Ese efecto liberador se afincó en ser una especie de poderosísimo aleph. Tan poderoso que ni siquiera fue necesario que proyectara imagen alguna. Hace una década, Mastercard lo resumió diciendo que, teniendo una tarjeta, uno tenía “El mundo entero en sus manos”. Sin especificar, sin inventariar, el dinero aparece como una promesa, como una potencialidad, como la no-cosa capaz de volverse cualquier cosa. De hecho, en esa no proyección de imágenes determinadas radicó, y sigue radicando, uno de sus máximos poderes de configuración social. Traducido a la lengua del filósofo Martín Hopenhayn, “el dinero es deseo social indeterminado”; es un signo seductor. ¿Hago siempre lo que quiero? Pero esa indeterminación que el dinero promete (en su posesión) encierra una trampa o un límite. Cual mandato divino, parece decir: “Gracias a Mí, podrás tener lo que quieras… Con la condición de que lo que quieras sólo lo puedas tener gracias a mí”. El Dios dinero tampoco juega a los dados: lo que aparecía como potencia e indefinición revela su cualidad constrictiva. La ampliación de posibilidades se resuelve en una absoluta determinación del acceso: el dinero amplía (tendencialmente, al infinito) lo que uno puede tener pero sólo a condición de reducir

(tendencialmente, a uno) el modo de tenerlo. En otros términos, tener dinero permite hacer cosas (como, por supuesto, no tenerlo las impide) bajo la premisa de que esa potencia, por grande que fuera, no puede ser más que la potencia que permite el dinero. Amplía o reduce las posibilidades de la vida en el mismo momento en que las traduce a todas a sí mismo. El efecto social es considerable, básicamente porque el dinero no es un mero medio, un instrumento, sino una experiencia. Todos conocemos gente monetariamente poderosa y subjetivamente impotente, gente que pone en evidencia, con su propia vida, que se puede ser alguien poco ocurrente salvo para ganar dinero, que se puede habitar una subjetividad que solo tramite su potencia a través del dinero y que, despojado de eso, desaparezca toda posibilidad de creación. Un tipo tal de experiencia que aquella idea de Marx en el Manifiesto Comunista, según la cual la burguesía “echó por encima del santo temor de Dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y la tímida melancolía del buen burgués, el jarro de agua helada de sus cálculos egoístas”, podría no ser tan precisa puesto que ¿alguien puede dudar, al día de hoy, de la existencia de un ardor propio y excluyente del hacer dinero? ¿alguien podría desconocer que el egoísmo, mediado por el dinero, toma la forma de una entrega, de una devoción? Por eso, la consecuencia de la experiencia del dinero es mucho más vasta que la que Marx (y luego Weber y luego tantos otros) entendía como una consolidación social del cálculo: la potencia del dinero, su gesto estético, está en sustraer la fuerza a los encuentros (con las cosas, las personas, los lugares) para convertirla en una fuerza circulatoria, como la de la sangre o el tránsito urbano. Por eso, quizá, se llame “flujo” al movimiento de dinero. Por eso, también, el historiador Ignacio Lewkowciz decía del dinero que “mata las significaciones”. No siempre es inútil matar una significación pero no parece deseable vivir siendo el sicario de todos los sentidos. Esa es la vida del cínico y no es descabellado ligar este aspecto del dinero con una de las líneas maestras del ánimo y la retórica de nuestro tiempo. Como si el dinero fuera una manera de hablar. ¿Cómo evitar dar y sufrir esa muerte? ¿Cómo dejar de hablar y ser hablados por la lengua del dinero? Menudo dilema que no resolveré con una nota. Pero a modo de antilápida escribiría una hermosa frase de Toni Negri: “El comunismo es un intercambio entre inconmensurables”. Esas palabras me interesan porque proponen asumir que el intercambio entre los seres humanos se debilita en la traducción a un equivalente, en la construcción de biografías como diarios contables. Lo que damos y lo que recibimos, lo que creamos es imposible de ser medido. Los encuentros no tienen medida. Por eso los problemas que arrastra el dinero son más que asuntos técnicos o políticos en un sentido sencillo; tan profundos y arborescentes como los del deseo, las capacidades de creación, las formas de la intimidad y del conocimiento. Es frente a ellos que la breve definición de Negri asume un valor ético y aparece como una idea potente para cuidar las posibilidades de los intercambios. En su célebre El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde escribió que “un cínico conoce

el precio de todo y el valor de nada”. La idea se acomoda bien en la intersección entre la desmaterialización, la mediación universal y el asesinato de las significaciones: es justo allí donde el cinismo (ese afecto tan democráticamente repartido) se vuelve la lingua franca de un mundo que ha hecho del infinito, una cifra.

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