Extravíos habituales

June 30, 2017 | Autor: Teresa Puppo | Categoría: Narrative, Literatura Uruguaya, Narración Cuentos
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Descripción

Extravíos habituales Teresa Puppo

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EL DESTINO

Estoy en la parada esperando el ómnibus para ir a la Ciudad Vieja. Tengo que estar en Bacacay y Sarandí a las seis, y organicé cuidadosamente mis horarios para llegar en hora. No me gusta llegar tarde. La tuya es una característica típica de personalidades obsesivas, me dijo un amigo que estudia psicología y vive analizando cada pequeñez que digo o acto que hago. Desde ese día atrasé mi reloj para no ser tan puntual, como si eso corrigiera algo, y quedé obsesionada por disimular mi personalidad obsesiva.

Antes de salir, cuando estaba ordenando las hojas sueltas que guardo dentro de la carpeta, encontré un texto impreso a chorro de tinta, en formato A 4, el mismo que habitualmente uso y que, por supuesto, también usa mucha gente. Comencé a leerlo. Esto no es mío, pensé, desorientada, yo no escribí esto. Lo dejé donde estaba, para leerlo en el ómnibus, guardé todo dentro del bolso y salí casi corriendo, apurada porque iba a llegar tarde, sin dejar de preguntarme cómo habría ido a parar ese texto a mi carpeta.

Llega el 116, subo y pago el boleto. A esta hora nunca está demasiado lleno y siempre hay lugar para sentarse. Veo en el fondo un asiento doble desocupado, y me siento. Dejo mi bolso sobre el asiento vacío, a mi lado. Hace mucho frío y los pocos pasajeros que hay están acurrucados, parecen encerrados en sí mismos. Sus cuerpos siguen el movimiento del coche, con un bamboleo monótono. Se oye una música suave, como de sala de espera.

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Extrañada, observo que el coche toma un camino que no es el habitual. Supongo que puede haber alguna manifestación, o que capaz que el tráfico está cortado por alguna otra razón, un choque, quién sabe, ya me ha pasado alguna vez. No le doy mucha importancia, todavía falta para que tenga que bajarme y un desvío no me cambia nada. Supongo que a los demás pasajeros tampoco, puesto que ninguno muestra signos de inquietud. Miro al guarda, es un hombre muy gordo, está sentado con el cuerpo enfrentado al pasillo, en el mismo sentido que los pasajeros que van en el asiento de los bobos. Su bamboleo es de derecha a izquierda, de izquierda a derecha. Tiene la cabeza vuelta hacia el parabrisas del ómnibus, y mira a través del vidrio con un aire indiferente que parece indicar que no hay nada irregular, nada por qué alarmarse. Todavía falta un buen recorrido para llegar a mi destino. Ya retomará el camino, pienso, despreocupada.

Busco en mi bolso la carpeta, la abro, saco el papel que comencé a leer antes de salir y retomo la lectura:

El coche toma por caminos desconocidos... Leo con lentitud, con detenimiento, absorbiendo las palabras, mientras concluyo que, definitivamente, ese texto no es mío. Recomienzo. El coche toma por caminos desconocidos, va a gran velocidad. Parece ir cada vez más rápido. Miro a los demás pasajeros –que no son muchos- pero ninguno demuestra signos de sorpresa. Sus cuerpos se bambolean apenas, acompasando el movimiento del coche, van con las cabezas bajas, un tanto inclinados hacia delante, casi acurrucados. Hace mucho frío. El guarda mira hacia afuera. Es muy gordo y tiene un aspecto distraído. Se escucha el sonido del motor y la música leve que emiten los parlantes de la radio del conductor.

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El ómnibus se mete en un túnel. “No hay túneles en Montevideo, solamente aquel de 8 de octubre, cerca de Tres Cruces, y éste no es el camino, no, definitivamente no es el camino, debo haber tomado un ómnibus equivocado”, pienso, y me levanto, agarrándome con fuerza al pasamanos. La velocidad del coche hace que me sienta insegura, como si me fuera a caer. Me acerco al guarda y le pregunto cuál es el destino del ómnibus. Vuelve la cabeza hacia mí y me mira extrañado. -¿El destino? –me pregunta a su vez, con un tono impaciente. -¿Cómo voy a saber cuál es del destino? -Bueno –le digo un tanto irritada- yo voy a la Ciudad Vieja, y lo que quiero saber es cuál es el destino de la línea, porque me parece que me equivoqué de coche. Lo miro, el movimiento del ómnibus hace que le tiemblen los mofletes y se le forma en la frente una arruga vertical. -Nadie se equivoca, nunca –dice, terminante. Las cosas que se hacen, por algo se hacen, agrega. Y dando por finalizada la conversación dirige nuevamente la vista hacia afuera. La respuesta me desconcierta y sin saber qué hacer, vuelvo a mi asiento. Miro mi reloj “voy a llegar tarde” pienso, un tanto obsesionada, no me gusta llegar tarde. El túnel parece interminable. Y el tráfico se pone más denso, hay muchos omnibuses que nos pasan por la izquierda y por la derecha, con rugidos de motores. Trato de leer los carteles que indican los destinos, esos carteles que siempre llevan los omnibuses al frente, arriba del parabrisas, pero me resulta imposible porque veo poco y no uso lentes porque me incomodan. El coche sigue a gran velocidad, recorriendo ese lugar anónimo, que parece no tener fin. No aguanto más. “Bajo y me tomo un taxi” decido, al borde de la desesperación.

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Me acerco a la puerta de descenso y aprieto el botón para bajar. El guarda me ignora. Obstinada, me quedo parada al lado de la puerta. Al rato se acerca. -No se puede bajar acá –me dice, con un tono paciente, como alguien que se dirige a un niño. No puede bajar hasta que lleguemos. Su actitud es amable, y algo condescendiente. -¿Pero hasta que lleguemos a dónde? –pregunto, cada vez más perturbada. -Al destino, a dónde va a ser... –contesta con voz pausada, modulando las palabras y mirándome como si yo no entendiera lo evidente. -¿Pero entonces cuál es el destino? –le pregunto, casi gritando, ya totalmente alterada. Me mira, mueve la cabeza de un lado a otro. -El destino... –dice, con voz muy baja. El destino...

Levanto la vista del papel, querría seguir leyendo, pero ya me tengo que bajar. No sé bien qué vuelta di, me pasé, estoy llegando al puerto. Toco el timbre de bajada, el ómnibus se detiene con un chirrido de frenos. Me bajo. Tengo que caminar como diez cuadras. Ya son las seis y cinco. Voy a llegar tarde, pienso obsesionada, y apuro el paso.

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ASÍ NOMÁS

Ya estaba harta, realmente harta. Todos los días topándome con la mirada fija, lasciva, los ojos gatunos. Sí, el tipo tenía ojos amarillos. Y oír el siseo cuando pasaba a su lado. Como si ganara algo con sisearme. En esos momentos deseaba ser sorda. Él sabía que yo lo odiaba, y estoy segura de que todo lo hacía para molestarme. Como si disfrutara con mi odio. Yo sé que soy inocente y que lo único que hice fue tratar de ayudarlo, así se lo dije al juez. Pero el juez es un viejo machista, eso es lo que es. Te merecerías lo mismo, pensé cuando vi la expresión de su cara. No me creyó nada. Y el abogado también, todavía lo veo blandiendo la estúpida botella como si fuera una prueba contundente. Otro boludo más. Otro que se merecería un castigo. Pero ellos no me importan, lo que me importa es la verdad. Y que se demuestre.

Me acuerdo de aquel día en el ascensor, subiendo a la oficina, cuando el tipo me refregó en la espalda el sexo erguido con la excusa de que íbamos apretados. Yo hice como si me tropezara y le clavé con toda mi fuerza el taco aguja en el empeine. Él largó un alarido y todos se dieron vuelta a mirarlo. Yo también me di vuelta, no iba a dejar que se diera cuenta de que fue ex profeso, y menos de que me había percatado de su fregoteada. Perdón, le dije, con mi mejor cara de inocente, te lastimé. Y me di vuelta para salir del ascensor porque ya habíamos llegado al piso. Ese día decidí que tenía que hacer algo para pararle el carro definitivamente. Decírselo otra vez no valía la pena, porque él ya lo sabía; la última vez que me había

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invitado a cenar le había dicho que no, que no tenía ganas de cenar con él. Sos tímida, susurró el estúpido mientras cerraba la puerta de mi oficina, qué lindo, me gustan las mujeres tímidas. De ahí en adelante tuve que soportar una rosa blanca diaria sobre mi escritorio. Y yo todos los días la tiraba a la papelera. Después de eso, cada vez que veía una rosa blanca, me acordaba de él y me daban náuseas.

El tipo me perturbó tanto que pensé en matarlo, es cierto, lo pensé un montón de veces, aunque eso no se lo pienso decir al juez, ni que fuera idiota. Pensé en matarlo cada noche que me asomaba a la ventana del apartamento y lo veía dando vueltas por la esquina, hasta que logró que no saliera más al balcón, ni me asomara a las ventanas, es más, un día cerré las persianas y corrí las cortinas, y quedaron así, cerradas, dejándome confinada. Logró que no me entusiasmara salir, porque apenas ponía un pie en la vereda y caminaba unas cuadras, surgía como de la nada y caminaba a mi lado, aunque yo le dijera que quería estar sola. Se obsesionó conmigo sin que yo tuviera nada que ver.

Pobre, pienso ahora, sentada, mirando la pared, en realidad el tipo era un enfermo, tuvo mala suerte en obsesionarse conmigo. Justo conmigo. Capaz que si se hubiera encaprichado con otra mujer, con alguna que se hubiera enamorado de él, nada de esto hubiera pasado. O sí, porque no puedo creer que exista mujer en el mundo capaz de aguantarlo. Pero todo lo relacionado conmigo se habría evitado, y ahora, yo estaría en mi casa planificando mis vacaciones. El abogado, el de él, bueno, el de su familia, dice que todo fue premeditado. Pero no es verdad. Yo no premedito nada, nunca. Tengo ganas de salir y salgo, tengo ganas de comer algo y lo como, eso es lo bueno de vivir sola, siempre actúo por impulsos y nadie

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me dice lo que tengo que hacer; y en realidad la culpa la tuvo él, toda la culpa. Él me impuso una forma de vida que yo no elegí. Por él dejé de sentarme en la terraza, dejé todas mis costumbres. Ya no iba ni al cine, una de mis pasiones, porque el tipo aparecía y se sentaba a mi lado, con un cartón de palomitas de maíz, y encima de tener que aguantarlo susurrándome estupideces, el olor dulzón y repugnante no me dejaba concentrar en la película.

Un domingo de tardecita viché a través de las cortinas para ver si andaba por ahí; en el cine que quedaba a la vuelta de mi casa daban una película que quería ver y estaba harta de mi encierro. Vigilé como una hora y no lo vi en ningún momento, ni a él ni a su sombra, así que decidí salir. Caminé las tres cuadras como una paranoica, mirando para todos lados con miedo de que me siguiera. Por suerte, no apareció. Saqué la entrada y me metí en la sala con rapidez, mirando el piso. Había bastantes lugares libres, y elegí un asiento bien en el medio, como me gusta. Apenas empezaron los cortos, noté que alguien se sentó a mi lado. Di vuelta la cabeza y lo vi, sonriente, ofreciéndome palomitas de maíz. El tipo, en realidad, no era feo: alto, flaco, con una sonrisa que otra persona que no fuera yo podría haber calificado como agradable y simpática. El pelo rubio y los ojos castaños, medio achinados, le daban un aspecto interesante. Por lo menos eso pensaba yo antes de que él empezara a perseguirme. -Gracias, no quiero –le dije, y fijé la vista en la pantalla. El olor de las palomitas me empalagó y su presencia no me dejaba concentrar ni en los cortos. Me cambié de asiento, y me senté entre dos personas, cosa que no hubiera lugar para él, y al ratito escuché una voz que susurraba desde atrás, pegada a mi oreja. -Palomitas para la palomita –dijo, y me alcanzó el cartón.

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-No me gustan –le dije con voz seca y fuerte, casi gritando –ya sabés que no me gustan. Todo el cine empezó a chistar. Me levanté y me fui, furiosa. El tipo me siguió. Ese fue el día. Y no me arrepiento, por lo menos de ahora en adelante no lo voy a ver más. Caminé hacia mi casa a paso rápido, mirando hacia la nada, como si él no existiera. -Qué te pasa, qué hice, por qué te fuiste, estás enojada –no paró de hacerme preguntas y aunque no le contesté, siguió a mi lado hasta llegar a casa. Mi odio y mi impotencia crecían por segundos. -No me invitás a subir –me dijo, inmune a mi maltrato- me encantaría conocer tu casa. Recién ahí se me ocurrió, pero eso no es premeditación. -Bueno –le contesté- pero andá y traé una botella de whisky, que no tengo nada para tomar. Con un ademán le señalé el supermercado de enfrente, que estaba abierto. -Pero yo no tomo whisky –dijo él, como si eso me importara. -Bueno, yo sí –le contesté, tajante- y si vas a conocer mi casa, tenés que tomar whisky, es lo único que permito que se tome en mi casa. Busqué la llave en la cartera. Yo voy subiendo, tocá el timbre cuando llegues. Es el piso cinco –dije, mientras metía la llave en la cerradura. -Ya sé –me contestó- ahora vuelvo. Estúpido, pensé, ya sé que ya sabés. -Y traé whisky escocés, del bueno, ni se te ocurra traerme una porquería agregué y sin esperar una respuesta abrí la puerta y entré al palier. Cuando subí al ascensor, pensé que era una inconciencia dejarlo entrar a casa, que capaz que el tipo era agresivo y violento. Y que mi idea era una locura. En realidad no tenía una idea clara de lo que iba a hacer, solamente había pensado en emborracharlo. Como en las películas, se me ocurrió disolver una píldora de

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dormir en su vaso y eso con el whisky seguro que iba a ser una bomba. Mejor le doy quince píldoras, pensé, eso debe bastar para matar a un elefante. Pero no, no se podía morir en mi casa con una sobredosis de tranquilizantes. Es verdad que pensé que quería matarlo, pero era medio a nivel subconsciente, no tenía una idea elaborada, ni siquiera estaba, digamos, segura de animarme, ni sabía cómo hacerlo. Solamente pensé que si yo me emborrachaba un poco y lo emborrachaba a él bastante, iba a ser más fácil. Lo podría inducir a que se sentara, por ejemplo, en el balcón de la terraza y entonces darle un empujoncito, así, como si estuviera distraída o como si me tropezara con algo.

Bajé del ascensor arrepentida de haberle dicho que subiera. Abrí la puerta del apartamento, entré y la cerré con dos vueltas de llave. Puse la cadena. “No, no lo voy a dejar subir”, decidí, mientras sacaba hielo de la heladera y lo ponía en la hielera. “Qué te va a hacer ese infeliz”, me dije, “basta de paranoias, decidite de una vez: hoy terminás con el problema”. Puse la hielera en una bandeja, dos vasos; con una cuchara aplasté una píldora para dormir (por las dudas, para tener eso a mano) y la dejé bien molida, casi polvillo, y puse ese polvo molido dentro de un pocillo de café que dejé a un costado, sobre la mesada de mármol. Fui hasta el living y abrí todas las persianas, y la puerta que daba al balcón. El aire tibio de la noche entró a la casa, cerrada desde hacía tiempo. Aspiré con deleite el aroma de los jazmines de la enredadera del patio vecino. Puse una mesita en la terraza, y dos sillas enfrentadas, una a cada lado de la mesa, no fuera que al tipo se le ocurriera sentarse a mi lado. Volví a la cocina y llevé la bandeja a la terraza, la dejé sobre la mesita de hierro forjado. Estaba en eso cuando sonó el timbre, la chicharra de la puerta de abajo. Dudé un segundo, pero fui y apreté el botón para abrir sin preguntar quién era. Calculé el

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tiempo que iba a demorar el ascensor (lo tengo más que incorporado), saqué los cerrojos y la cadena y me apoyé contra la pared, al lado de la puerta. Cuando escuché los nudillos golpeando con suavidad la madera de la puerta estiré la mano y abrí, y con un ademán lo invité a pasar, sin una sonrisa. Él me alcanzó la bolsita de nylon blanco del supermercado con la botella adentro.

“Dejá la botella de whisky sobre la mesita de la terraza y dame la bolsa que la tiro a la basura, sentate ahí y esperame que ya vuelvo.” Le dije todo así, de un chorro, con un tono imperativo; el tipo se humillaba tanto que me volvía realmente sádica.

Al salir de la cocina lo vi sentado donde yo le había ordenado, mirando hacia el cielo. Fui hasta ahí y me senté en la otra silla, sin mirarlo. Puse hielo en los vasos y los llené casi hasta el borde de whisky. Terribles faroles, una grosería. Le alcancé su vaso, agarré el mío, le dije salud y tomé un sorbo que me reconfortó. El primer sorbo es lo mejor. Lo miré y vi que él se llevaba el vaso a la boca y apenas si mojaba los labios. -¿Qué te pasa? –le pregunté, con tono burlón. Sos abstemio o tenés miedo de hacer papelones, dale, tomá un trago como la gente, no me gusta tomar sola. Él me miró, con una expresión extraña y levantó el vaso y tomó un gran trago. Yo noté que lo disfrutaba. Hubo un silencio. -No –me dijo al rato, como si hablara para sí mismo. Soy alcohólico, hace más de dos años que no tomaba alcohol. Y se llevó el vaso a la nariz y aspiró con fruición. Yo me quedé mirándolo, asombrada. -Y entonces –le dije después de otro silencio- dos años, dos años y tomás de nuevo solo porque yo te digo. Mejor dejá el vaso y andate.

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Al decir eso me sentí una samaritana, si el tipo tomaba era porque quería, yo no lo estaba obligando. -Yo haría cualquier cosa que me pidieras –dijo, con un tono meloso y repugnante. Volvió mi odio. -Y bueno, parece que no me escuchaste, dejá el vaso y andate –le contesté, con rabia. Él seguía con el vaso en la mano, mirando el líquido color ámbar. Se lo llevó a la boca y lo vació, dando grandes tragos. No veo que hagas lo que te pido –agregué, con sorna. Él no me contestó, tiró los pequeños trozos de hielo derretido al piso y llenó nuevamente el vaso sin agregarle hielo. -En verdad, esto es lo mejor que me pasa en años –dijo, mirando el vaso. La mirada hacia el vaso se me antojó cariñosa y un poco desesperada. -Bueno, hacé lo que quieras –le contesté- tu vida es tuya. Y me paré contra la baranda a mirar para abajo. Él se levantó y se paró a mi lado. -De verdad querés que me vaya –dijo, con un tono muy bajo. Miraba al cielo, la luna menguante brillaba sobre los edificios de enfrente con una luz azulada. -Sí –le dije, mirándolo fijamente. Enseguida desvié la mirada, él tenía los ojos entrecerrados, como si mirara hacia adentro y los labios apretados le daban una expresión dolorida, angustiosa. -Tenés razón, tengo que irme –agregó después de un silencio, con un tono extraño, como ahogado; levantó el vaso lleno hacia el cielo y después lo puso frente a su

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cara, como si fuera un cáliz, lo sostuvo un rato así, mirándolo y luego tomó todo el contenido del vaso. Los tragos, lentos, estaban cargados de sensualidad. La nuez del cuello subía y bajaba. Después miró el vaso vacío y lo tiró a la calle. No lo tiró con rabia, hacia abajo; lo sostuvo un instante sobre la palma de la mano derecha, mirándolo, y lo tiró hacia arriba, acompañando el vaso con un gesto de la mano, un movimiento como el de un director de orquesta que marca un crescendo. Enseguida se sentó sobre la baranda y saltó al vacío. Así nomás. Me quedé helada. Petrificada. Cuando pude reaccionar miré hacia abajo, el tipo estaba despatarrado sobre la vereda y un charco de sangre formaba una aureola cada vez más grande alrededor de su cabeza. El lugar enseguida se llenó de gente, y una mujer miró para arriba y señaló mi apartamento. Todos miraron hacia mí. Reconocí a la mujer; una flaca antipática, dueña de la fiambrería de enfrente. Esa mujer me odia, desde aquella vez que armé un escándalo cuando fui a devolverle el jamón que le había comprado porque tenía olor a podrido. Cerda. Y encima no me devolvió la plata, me dijo que ese jamón no era de ahí. Nunca más fui a comprar nada.

Después todo fue un vértigo: sirenas, ambulancias, coches de policía, los policías en mi casa haciéndome preguntas estúpidas, mirándome con cara de que yo era una asesina; parece que abajo, en la vereda, alguien dijo que vio cuando yo lo empujé, seguro que fue la fiambrera; el policía llevándome del brazo, esposada, la cara incrédula de la vecina asomada a la puerta entreabierta del apartamento de al lado, el portero en el hall cuchicheando con la chusma del primer piso y los dos mirándome de reojo, el charco de sangre, las caras horrorizadas de la gente en la vereda, muchos ojos mirándome, los murmullos reprobatorios, el viaje en el coche de la policía, la comisaría, la prueba de

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alcoholemia, el juez, el abogado de la familia que me acusa, este cuartito donde me tienen encerrada, las mujeres policías, las mismas preguntas una y otra vez. Estúpidos y estúpidas. Lo hubiera empujado, es cierto, pero no lo empujé, él saltó solo. Creo.

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NOCHE DE INSOMNIO

Me sobresalta un chillido agudo y espeluznante que corta el aire. Es tarde, respiro hondo para no asustarme, y pienso que a esta hora cualquier chillido me parecería espeluznante. Seguro que anda por ahí esa lechuza que aparece algunas noches. Voy hasta la puerta, atisbo a través de los visillos, la calle parece tranquila; no veo un alma por los alrededores. La cuadra está sumida en un silencio casi sepulcral. Salgo al fondo y recorro el jardín, tampoco hay movimientos inusuales. Es una noche hermosa, se ve brillar la luna entre las hojas de la palmera. Entro y vuelvo a la sala. Enciendo la televisión, mirarla me distrae aunque no haya nada que me interese, y especialmente cuando no consigo dormir me ayuda a no pensar. Dejo los faroles exteriores encendidos, por cualquier cosa; en la oscuridad, lo insensato siempre se me revela como posible.

Cuando me mudé, una vecina me contó que en el barrio se decía que la casa estaba habitada por un fantasma. Esta casa. Una fantasma, si es que los fantasmas pertenecen a algún género; y sea como sea, una mujer, una aparición. Contó que muchos la vieron vagar por los jardines durante las noches en las que la luna exhibe, como hoy, su forma de guadaña. También me contó que a la antigua propietaria la mataron aquí y que se sospecha -yo nunca podría asegurarlo, dijo- que alguien la fue envenenando de a poco, debilitándola hasta que un día no pudo salir más. Sus piernas se negaban a sostenerla y con gran esfuerzo apenas andaba por la casa y por el jardín ayudándose con un bastón.

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Mientras vivió venía a diario una chica a cuidarla; hacía los mandados, le preparaba la comida, la aseaba, ordenaba todo este caserón a cambio de unos pocos pesos, y se iba apenas caía el sol, dejándola pronta para pasar la noche. Poco antes de que se fuera esa chica, llegaba otra señora que se quedaba a dormir con ella, que como única remuneración recibía un plato de comida y a veces alguna prenda de ropa en desuso. Como esa señora se iba en las mañanas muy temprano, la vieja se quedaba sola dos o tres horas, todos los días. Las dos mujeres tenían llaves de la casa. Pompi, como le decían a la chica que limpiaba, entró al dormitorio una mañana con la bandeja del desayuno para la vieja, y la encontró tirada en el piso, muerta. La cabeza estaba machacada (durante la corta investigación realizada la policía halló un palote de amasar con restos de sangre seca). Algunos de los golpes se los dieron en el rostro, con saña, y le había quedado un ojo fuera de su órbita y los rasgos deformados. Mi vecina no me dio más detalles. En el barrio todos odiaban a esa vieja, y nunca se supo por qué la mataron, y nadie lo lamentó. Tenía tres sobrinos varones -ella era viuda y sin hijosque venían muy poco a visitarla; algunos opinan que fueron ellos los que le dieron el golpe o los golpes de gracia -seducidos por la herencia, claro- pero pudo haber sido cualquiera, había muchas personas con sobrados motivos para desear su muerte. Algunos dicen que la mujer tenía mucho dinero escondido en algún lugar de la casa, monedas de oro, joyas que habían pertenecido a su familia, platería; y que antes de que muriera el marido –que había muerto de un infarto bastante joven, tendría unos cuarenta años- llevaban una vida de reyes. En cuanto murió la vieja, los sobrinos vendieron la casa, mandaron los muebles y todas sus pertenencias a remate. Todo se vendió. Hasta la alfombra manchada de sangre. El tiempo pasó y nunca más se supo de ellos ni de nada que tuviera relación con el asesinato.

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A “la casa embrujada”, como la llamaban en el barrio, nadie la quiso ocupar, quedó con un estigma, estuvo abandonada durante años y de a poco fue siendo desmantelada por vagabundos hasta que yo la compré. En mis noches de insomnio recuerdo reiteradamente esas fábulas -la vecina relató innúmeras historias, pero como la considero una chismosa incurable no le presté demasiada atención- y con una creciente obsesión me pongo a buscar alguna huella, algún vestigio de la vieja. Una noche me pareció verla, encorvada, vestida de negro, intentando excavar con su bastón cerca del fresno. Me asusté. Cerré las cortinas, me senté frente a la televisión -mi consecuente y contradictorio escape de los espejismos- y evidentemente me dormí: al día siguiente me desperté en el sillón, medio entumecida. Cuando salí al patio me di cuenta de que lo que había admitido como una aparición había sido la sombra de la ropa que colgaba en la cuerda, movida por el viento. Me enojé conmigo misma por creer cualquier absurdo. Por supuesto -y contra toda lógica, obedeciendo un impulso- fui enseguida a la ferretería y compré una pala de cavar y un pico para deshacer terrones. Cavé todo el fin de semana esperando -sin confesármelo- encontrar aunque fuera una moneda de oro, cavé hasta que me salieron ampollas en las manos. No desenterré más que algún ladrillo, una botella de yogurth cascada, unos vidrios rotos y algún hueso de osobuco.

Basta de historias de ultratumba, pienso, e intento concentrarme en la tele. Igual que otras noches, oigo de nuevo el chillido agudo. Doy una ojeada hacia el fondo del jardín y no advierto movimientos extraños, la luz de los faroles ilumina el patio con un resplandor huidizo, me acerco a la puerta ventana y ahí, en medio del patio, contra los helechos, está nuevamente la vieja, encorvada, vestida de negro. Es la vieja. La lechuza

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está parada en una rama del fresno, los ojos abiertos y brillantes. La vieja se acerca a la ventana, rengueando. Se nota que le cuesta moverse, pero logra levantar el bastón y golpear el vidrio; con gestos desgarbados me invita a acercarme. Esta vez la situación no me provoca miedo, tiene un insólito dejo familiar. Sin pensarlo dos veces, imprudente, le saco el cerrojo a la puerta y salgo al patio. Se sienta en una silla de hierro y con un ademán seco me indica otra. Me cuenta, con una voz profunda -una voz equivocada que surge de la noche- la verdadera historia de su vida. Le creo. Todos tenemos nuestros secretos. Es una historia despreciable, y la culpa no la deja descansar en paz. En un extenso monólogo revela sus mezquindades, su avaricia, sus pequeñeces, sus crueldades, sus arrogancias infames, su miseria. Narra sus vicisitudes con el pavor y la certeza de saber que está muerta, de que ya es tarde para cambiar algo. Me asombra su honestidad; tampoco está segura de querer cambiar nada -si no fuera por los remordimientos. Mientras la escucho, me invade la inquietante sensación de estar excediéndome. La miro con atención, escudriñándola. Es tarde. La luna ya se escondió y está empezando a clarear; sin darme tiempo a preguntar nada la vieja se desvanece, confundiéndose con la luz del amanecer que se filtra entre las hojas del fresno e ilumina el patio, dibujando manchas tembleques en el pavimento. Siento un enorme cansancio, como si de pronto muchos años se hubieran agregado a mi vida, y me angustia una turbia añoranza por circunstancias extraviadas. Me levanto, sosteniéndome con el bastón que continúa apoyado en la silla y camino para adentro, rengueando. Me pesan las piernas, me duelen, y no puedo enderezar la espalda. Arrastrando los pies, llego a mi habitación. Quiero dormir. Lo único que quiero es acostarme y dormir. Me quito la pañoleta, el sacón negro, las polleras, los zapatos, las medias negras. Tiro todo en el rincón. Con gran esfuerzo me meto en la cama.

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EL GATITO

Supongo que el gatito cayó desde el muro que separa mi casa de la casa de al lado. Apareció en el patio, hoy temprano. Yo estaba en la cocina poniendo los utensilios en orden. Ya había lavado y guardado la vajilla, y en ese momento afilaba los cuchillos; se le puede llamar manía, o capricho, pero cuando me pongo a cocinar necesito que la cocina esté ordenada, y por supuesto, los cuchillos tienen que estar afilados. Cuando escuché el murmullo, un quejido suave y quedo, eché un vistazo a través de la ventana y lo vi moverse, una cosita de nada, pequeño ovillo peludo escondido entre las macetas de malvones rojos, al lado del parrillero.

Estoy segura de que es hijo de esa enorme gata amarilla de ojos dorados –un hermoso color miel- que anda siempre por las azoteas y los muros de las casas vecinas. Es un lindo gatito, aunque se ve que es muy arisco. Bueno, la madre es una gata callejera. Urbana, y de tan urbana, salvaje.

Todas las primaveras se escuchan los aullidos de las gatas. De gata en celo, dicen. En realidad las pobres gritan de dolor, desesperadas porque el glande del gato se hincha y sus rugosidades ásperas se incrustan en las paredes de la vagina cuando eyacula, y mantienen al macho ahí atrapado un buen rato, hasta que larga todo el semen. Él tironea, tratando de zafar del asunto. Mientras, la gata grita. Cosas de la naturaleza. Se asegura la procreación.

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El gatito es más bien común, tiene la piel rayada gris y blanca. Esos gatos vulgares son los más lindos, parecen tigres grises en miniatura. Habitualmente aparecen unos cuantos gatos por acá, no sé cual de todos será el padre, no he visto ninguno con ese pelo, y eso que es el color más común. Hay uno bien negro, de un negro brillante y otro gris medio flaco, otro barcino todo manchado: gris, blanco, amarillo. Ese es elegante, lustroso. Me encantan los gatos. Puede ser que este gatito se amanse de a poco, si lo hace me lo quedo y lo crío. Hace un rato le alcancé un plato lleno de leche tibia. En cuanto me aproximé se trepó al techo del parrillero dando unos saltitos rápidos y ahí se quedó, como a la defensiva, siguiendo con sus ojos atentos todos mis movimientos. Cada vez que me acercaba se erizaba todo y me mostraba las uñas. Le hablé quedo, con ternura, para que no se sintiera amenazado. No hubo caso. Se mantuvo ahí, arrinconado, contra la chimenea. Debía estar muy asustado. De vez en cuando largaba un aullidito infantil, un sonido quejoso, llamando a la madre. La gata daba vueltas y vueltas sobre el muro, le contestaba con maullidos tiernos, pero no se animaba a bajar. Supuse que mi presencia los intranquilizaba y para no alarmar más a la madre me fui para adentro a terminar de aprontar la cocina. Los miro desde la ventana. Me quedo en silencio, inmóvil tras los visillos. Oigo mi respiración jadeante. Siento un cosquilleo en el bajo vientre. La gata sigue dando vueltas. Si no baja por algo es... está escamada, no confía en la gente. Pero yo sé amansarla. Tengo paciencia, y me gustan los gatos. Me decido. Salgo y coloco el plato con leche en el piso, le agrego un poco de carne cruda. Supongo que la gata se va a tentar, va a bajar a comer y a buscar a su cría. Si no viene, el gatito se va a morir de hambre, ella lo sabe. Sus aullidos son cada vez mas desesperados.

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Por fin, la gata se resuelve, y con precaución, sin apuro, baja al patio. Espero un momento, controlando las ansias y me acerco con lentitud, intento no realizar movimientos bruscos. Se queda inmóvil y me mira, recelosa. Trato de interesarla hablándole suavemente. Le siseo –no sé por qué el siseo atrae a los gatos, pero los atrae-, le siseo mientras le muestro la comida, de a poco se vuelve más confiada. Está alerta, me estudia; no es regalada, esta gata. Apoyo la tabla con la carne sobre la mesada del parrillero. Agarro un pedazo y lo tiro cerca de ella. Se aproxima, lo olfatea. Se lo come. Sube al techo del parrillero y se frota contra el pequeño, que ahora ya maúlla sin inquietud. Le ofrezco más carne. La gata baja hasta la mesada de un salto elegante, elástico y sinuoso, se arquea, yergue la cola gris y blanca con un meneo ondulado y da unos pasos lentos, ronronea amigable y come el bocado que le alcanzo. Los dientes afilados brillan, muy blancos. Pongo más carne sobre la tabla, y siempre hablándole, con un tono bajo, tranquilizante, se los ofrezco. Cuando se aproxima un poco, extiendo la mano con lentitud y le acaricio el lomo, sin dejar de hablar. El ronroneo se vuelve más sonoro. La gata se estira. Ya más segura, se acerca e inclina la cabeza para comer, sin prestarme más atención. Con un movimiento rápido, bajo la mano derecha que mantiene el cuchillo apretado y en alto. El cuchillo se hunde en su cuello sin dificultad, lo atraviesa y la deja clavada en la tabla. No llega ni a maullar. Los ojos dorados me miran. La degüello con celeridad, la desangro, le quito el pellejo. La desmiembro prolijamente. Muslos, paletas, costillitas con lomo. Descarto el resto en una bolsa. Con la manga del brazo derecho, enjugo mi frente sudorosa. El traqueteo me dio calor. Dos zanahorias y dos cebollas en juliana, un puerro y dos dientes de ajo bien picaditos. Panceta. Aceite de oliva, laurel, tomillo. Doro la carne y salto las verduras. Cubro todo con caldo y lo dejo hervir a fuego muy lento, para que la carne se enternezca.

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Dejo una lata de arvejas abierta para agregar al final, sería mejor si tuviera frescas, pero no tengo. El gatito está a mi lado, tomando la leche.

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MUJER DE ROJO

Las campanas de la iglesia sonaban como suenan siempre, pero en ese momento me pareció que el sonido hablaba. Que me hablaba. Es difícil de explicar. Escuché un mensaje en ese redoblar, un mensaje imposible de traducir en palabras, algo que interpreté como una advertencia. No sé si fue una premonición y hasta ahora me lo pregunto, y a veces pienso que el sonido de las campanas convocó fuerzas desconocidas para que las cosas sucedieran como sucedieron. Encima, esa mañana mi cabeza retumbaba. La noche anterior había tomado vino, y siempre que tomo vino me despierto con dolor de cabeza, un dolor punzante en las sienes y entre los ojos. Cuando abrí los postigos, la luz del sol me encandiló y las campanadas se escucharon con más fuerza; eso me acentuó el dolor. Cerré los ojos instintivamente al ver la luz. Luego los abrí despacito tratando de que las pestañas se unieran y formaran una suerte de velo o sombrilla, para atenuar el reflejo. Fue ahí que la vi. Entre pestañas. La mujer estaba de espaldas a mí, sentada al cordón de la vereda, justo frente a mi ventana; llorando e hipando. La ventana de mi casa es de esas muy altas, como las que tienen todas las casas de Montevideo construidas en esa época. Una especie de balconcito se asoma hacia la calle, con piso de mármol blanco y una reja de hierro forjado que forma círculos y espirales. Supongo que la mujer escuchó el ruido de los postigos abriéndose (o también puede haber sido casualidad), pero en ese instante se dio vuelta y me miró, sin dejar de llorar. Era de complexión pequeña, y tenía puesto un vestido rojo, de fiesta, sutilmente bordado en el

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escote. El pelo castaño, largo y enmarañado, le daba un aire algo desprolijo, que no coincidía con su atuendo, impecable y de buena calidad. Las campanas seguían doblando, y la mujer no dejaba de mirarme, sin parar de llorar. Me dio no sé qué cerrar la ventana y darle la espalda, así que le pregunté qué le pasaba, si podía ayudarla. Ella, al contrario de lo que yo esperaba, empezó a sollozar con más fuerza y a temblar, hipando espasmódicamente. Tenía los ojos hinchados e irritados y el rimmel negro corrido hacia los cachetes. Susurró algo que no entendí.

-Qué –le pregunté- no te escuché. Vení, entrá, que te preparo un café. Ella no se movió, y me dieron ganas de cerrar la ventana y no darle más bola, pero algo más fuerte que yo me obligó a quedarme ahí parada. -Ñuelo –dijo, sin dejar de suspirar. Algo así me había sonado el susurro anterior; nesuñuelo. Aunque me pareció insólito, pensé que quería un buñuelo. Al fin entendí que había querido decir tenés un pañuelo. -Pará que busco unos pañuelos- le dije, y cerré la ventana. Saqué un paquete de pañuelos descartables de mi bolso y fui hasta la puerta. Abrí y asomé la cabeza. Yo todavía estaba sin vestirme, en piyama. Un piyama azul con bordes blancos, muy sobrio.

Ella seguía mirando hacia la ventana y pareció sorprenderse cuando me vio en la puerta, abrió mucho los ojos y dejó de llorar. Tenía unos lindos ojos grises, que se veían lindos a pesar de la hinchazón y del maquillaje corrido. Me miró de una forma extraña, ladeando la cabeza hacia la izquierda, y sonrió, como si me conociera. Qué tipa más rara, me dije, por qué siempre me da por meterme en lo que no me importa. Pero ya estaba ahí y

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la mujer se estaba parando y no le iba a cerrar la puerta en la cara. Sentí una vaga sensación de déjà vu, como si estuviera haciendo algo mal, algo que no debía hacer. Me ericé toda, se me puso la piel de gallina, y junto con un estremecimiento, me recorrió la piel una sensación desagradable. Ella caminó hacia mí con pasos inseguros, como si le costara mantener el equilibrio. Tenía unos zapatos divinos. Me fijé, porque siempre me fijo en los zapatos de las mujeres, es una especie de manía. Eran rojos, con un taco muy alto que salía como del medio del talón, y una punta muy fina y alargada, bordada igual que el escote del vestido. Qué lindos zapatos de bruja, pensé, y claro, con esos tacos tiene que ser imposible caminar derecha. El vestido le llegaba a los tobillos y resaltaba esa maravilla de zapatos.

Cuando llegó hasta la puerta, me pidió permiso y entró. Caminó hacia el living con paso firme y seguro, taconeando sobre las baldosas. Cuando estaba erguida, no parecía tan delgada ni tan pequeña, era casi de mi altura. Dio la vuelta por el corredor y abrió la puerta del baño; yo fui atrás de ella, intrigada porque parecía conocer la casa. Me miró. Vas a hacer el café, indicó en un tono que sonó como una orden. Me pareció bastante insolente. Enarcó las cejas y me miró de arriba abajo. Después, se metió en el baño sin pedir permiso; ya salgo, dijo, y cerró la puerta tras ella. Yo esperé un rato en el living, hasta que escuché el ruido de la ducha y el grito; me traés una toalla. Bastante desconcertada fui hasta el placard del corredor, saqué una toalla limpia y la llevé hasta el baño. -Te la dejo acá –dije, golpeando apenas la puerta y me fui a la cocina a preparar café. Cada vez entendía menos, pero se me ocurrió que cuando la mujer saliera del baño y nos sentáramos a tomar el café, iba a surgir una explicación coherente. Capaz que la conozco de algún lado y no me acuerdo, pensé. Eso me pasa muy seguido, no reconozco a

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la gente. Escuché un buen rato más el ruido de la ducha, después la puerta que se entreabrió con un chirrido que taladró mis oídos. Seguro que la mujer estaba agarrando la toalla. Escuché de nuevo el chirrido, que me pareció insoportable, y el ruido de la puerta al volver a cerrarse.

Tengo que ponerle aceite a los goznes, pensé. Me vino una especie de compulsión por comprar el aceite y ponerle a los goznes. -Ya vengo, voy a comprar aceite para los goznes –le grité a través de la puertate dejé café sobre la mesa, hay unas galletitas en la lata. -Tere –dijo a modo de contestación- perdoná que te joda tanto, pero no encuentro el secador. La voz tenía un tono seguro, y hasta alegre. Me pareció reconocer algo, en el tono de la voz, o en la forma de hablar. Era una voz agradable, clara, sonora. -Está ahí, en el placard del baño, en el segundo estante –le grité a través de la puerta. Esta mina sabe mi nombre, seguro que debo conocerla, por qué seré tan distraída, pensé, recriminándome. Fui hasta el cuarto, agarré el monedero y las llaves y salí rumbo a la ferretería. La ferretería es bien cerca de casa, queda a unas pocas cuadras. Caminé ensimismada, intentando recordar quién era esa mujer, cada vez más segura de conocerla.

-Buen día- le dije al dependiente cuando me atendió- no me daría una latita de esas de aceite para los goznes de las puertas. El tipo me miró con cara rara, supongo que porque yo, en el apuro, salí así nomás, de piyama y chancletas. Desubicado, pensé, qué le importa si estoy de piyama o de lo que sea. Casi lo reto, pero me aguanté y me callé la boca. Hace tiempo que aprendí que es mejor no discutir con la gente. Hay que aguantar a

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la gente como es, y no pretender que todos reaccionen de la forma correcta. Ni pretender educarlos, porque se ofenden. La gente a veces es rara, y reacciona de forma rara. Una tiene que guardar su lugar, y no rebajarse en seguir discusiones inútiles.

-Son cien pesos- dijo, después de darme el aceite. Saqué el único billete que había en el monedero, le pagué y me fui.

Caminé despacio hacia casa, el dolor de cabeza había desaparecido con todo el asunto de la mujer del vestido rojo, y sentí el aroma a pan recién salido del horno que manaba de la panadería y el estómago me envió un gruñidito. Tenía hambre, todavía no había desayunado. Aunque me había quedado sin plata, entré a la panadería. Conozco desde siempre al panadero, por lo tanto no me pareció desubicado preguntarle si me fiaba una flauta; le dije que me había quedado sin plata y que después se la alcanzaba.

-Dale una flauta a la mujer -le dijo a la chica que estaba atrás del mostrador, en un tono condescendiente, y entrecerró los ojos y levantó una ceja, con una media sonrisa en su cara regordeta. Y a éste que bicho lo picó, pensé. -Gracias -le dije, con un tono serio, sin sonreír siquiera para que notara mi ofensa, y me fui, ignorando su tono ofensivo y con la cabeza bien alta. Caminé despacio; el aroma del pan calentito era una delicia, y sin poder evitarlo, arranqué un trozo de pan con los dedos y seguí mi camino, masticando con placer bajo el sol tibio que se filtraba a través de las ramas de los plátanos. Cuando llegué a casa me había comido la flauta entera. Bueno, ahora me tomo un café y veo qué le pasa a la loca ésta, decidí mientras sacaba la llave del bolsillo del monedero y la ponía en la cerradura. Traté de dar vuelta la llave, pero se trancó, no pude sacarla ni abrir la puerta.

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No poder abrir la puerta me puso de terrible malhumor, sobre todo pensando que la loca estaba ahí, sola. Toqué el timbre. Esa mujer tiene que haber terminado de bañarse, pensé, mirando el tarro de aceite para los goznes que llevaba en la mano. Me fijé asombrada en mis uñas sucias y desprolijas. Tengo que ir hoy mismo a la manicura, decidí. Esperé un ratito, para no ser grosera, pero no apareció nadie. Toqué otro timbre, largo e insistente.

-Qué pasa, tanto apuro –escuché al rato la voz de la mujer al otro lado de la puerta. -Soy yo, se me trancó la llave, dale, abrime, que ya traje el aceite para los goznes –le dije a la mirilla de la puerta. Se abrió la puerta apenas y apareció la cara de la mujer, que ahora, en vez de usar su vestido rojo, estaba de azul: tenía puesto mi piyama azul y mis chancletas blancas, las nuevas. Se notaba que estaba arreglándose para salir; se había pintado los ojos, seguramente con mi maquillaje, se había peinado con mi secador y mis cepillos. Y además olía a mi perfume. -Qué dice, no entiendo –me dijo la muy zorra, y me miró con cara de desconcierto. Disculpe, pero me tengo que vestir para ir a trabajar, se me hace tarde – agregó con voz impaciente y un tono altanero, e hizo un movimiento como para cerrar la puerta. Me enceguecí, esta chiflada se desubicó, pensé, mientras puse un pie entre la puerta y la pared, evitando que me dejara afuera y después pateé la puerta y empujé a la loca para adentro. Tás de viva, rayada, empecé a gritar, totalmente fuera de mí- salí de mi casa y no vuelvas nunca más. Y sacate ya mismo mi ropa, bruja, o te retuerzo el pescuezo. No sé cómo me contuve, quería pegarle, abofetearla. Temblaba de furia. En eso apareció un tipo

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que yo nunca había visto, alto, morocho. Tenía puesto un traje gris muy elegante, y una corbata de seda rayada, azul y gris. Le expresión de su rostro era de extrañeza. -Que pasa, amor –dijo, mirando a la intrusa con cara de interrogación. -No sé –contestó amor, corriendo a su lado- esta mujer me empujó, se metió a la fuerza en casa y dice cualquier cosa, hasta me amenazó. -Te vas de acá o llamo a la policía –me dijo el tipo, con voz cortante. Lo miré, sin poder creer que todo eso me estaba pasando a mí. El hombre tenía el ceño fruncido y la boca con los labios apretados. -Los que se van son ustedes, esta es mi casa, y yo soy la que va a llamar a la policía –grité, furiosa. Di unos pasos hacia el living, con toda la intención de llamar por teléfono a la policía. El tipo me siguió y me agarró de un brazo y sin decir palabra me llevó hasta la puerta casi en el aire y me sacó para afuera, sin que yo pudiera hacer nada más que gritar y patearlo. Claro, él tenía mucha más fuerza. Me dejó en la vereda y me cerró la puerta en la cara. Logré arañarle la mano.

Fui a la comisaría y le conté todo lo que había pasado a un policía que me atendió después de hacerme esperar un buen rato. Conté todo lo que había pasado en voz bien alta, casi gritando, para que los que estaban por ahí supieran. Estaba desaforada, lo cual, dada la situación, era bien comprensible. Los infelices no hicieron más que reírse. El policía me dijo que no podía hacer nada. Yo estaba furiosa, faltaba más. Cómo alguien puede pensar que si entran unos intrusos a su casa la policía no puede hacer nada. Entonces para qué sirve la policía. Eso se lo dije a los gritos, lo reconozco, pero no era para menos. Y les grité unas cuantas cosas más. Al rato me dijeron que me fuera, así, sin más explicaciones, y se pusieron intolerantes cuando intenté quedarme e insistir. Dijeron que si seguía gritando e insultándolos me iban a encerrar.

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Los desgraciados no pensaban moverse y no querían hacer nada, de eso me di cuenta. A mi pesar, me fui.

Y ahora estoy acá, sentada en el cordón de la vereda, frente a mi casa, mirando el tarro de aceite para los goznes y no puedo aguantar el llanto. No sé a dónde ir. Las lágrimas surgen de a poco, resbalan por las mejillas, las humedecen y algunas se desvían por las comisuras de los labios hacia la boca. Paso la lengua por los labios para sentir el sabor salado. Sorbo los mocos con fuerza y con el borde del vestido refriego mi nariz para limpiar lo que queda; no quiero que me cuelguen mocos. Dejo que fluya el llanto con sollozos, temblores e hipos. Necesito un pañuelo.

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HORA DE LA SIESTA

Montevideo es un horno en verano. El calor es sofocante. Mi frente está empapada, tengo la piel pegajosa. Apenas llego a casa me saco la ropa, camino desnuda hasta el baño, me meto en la ducha y abro y cierro las canillas hasta dejar que el agua salga tibia, luego dejo que corra un buen rato por mi cuerpo, que me empape la cabeza (nunca fría porque es seguro que al rato siento más calor), la dejo correr hasta que me sacude un escalofrío, cierro la canilla y salgo del duchero. Sin secarme me pongo un vestido suelto y fresco. Me desplomo en el sillón hamaca del patio, debajo del techo protector de la glicina, miro hacia arriba: veo el verde intenso del follaje recortado de pequeños pedazos de cielo celeste. Las hormigas recorren las ramas y las hojas repitiendo sin dudar un camino que aparentan reconocer, como si no se dieran cuenta del calor, de este calor que abomba. No me explico cómo la glicina sigue llena de hojas con la cantidad de hormigas que la podan día y noche. Este es mi lugar preferido. Bajo la glicina. Desde fines de setiembre, cuando se llena de brotes que atraen a los gorriones. Cuando los veo los espanto, si se comen los brotes voy a tener menos flores. Siempre pienso en hacer un espantapájaros y colocarlo en setiembre atado a la glicina, pero nunca lo hago. También me recuesto bajo ese techo -lila en octubre- cuando florece. Sus racimos delicados cuelgan, perfumados, esplendorosos... es más agradable, en octubre todavía está fresco y de las flores emana un aroma envolvente. Seductor. En invierno la glicina no es linda, pero no se da cuenta; aguarda sin prisa la primavera, seca y retorcida, puro esqueleto, y deja pasar el sol entre las ramas de savia dormida. Está bien. La glicina se merece un descanso. Y el patio un poco de sol en invierno. 31

A las ratas también les gusta la glicina. La usan para acercarse a la cocina, huelen comida, supongo. En verano no se ven ratas en mi patio porque ya murieron todas, envenenadas. Todos los años pongo veneno cuando comienza la primavera, que es cuando se reproducen y andan más hambrientas, hurgando por todos lados; el hambre las vuelve audaces. Se devoran el cebo que coloco en lugares estratégicos con voracidad. A los cuatro o cinco días de comer veneno empiezan a aparecer medio atontadas, por los rincones del patio. La mayor parte de las veces tengo que darles un palazo para rematarlas. Esta primavera maté así a doce ratas. Pero grandes había solo tres, el resto eran pichones. Capaz que otras murieron en la casa de algún vecino. No lo sé. El veneno las deshidrata y les provoca hemorragias. Una de ellas estuvo desesperada por un poco de agua. Una mañana, cuando fui a lavar ropa a la pileta encontré la canilla toda enchastrada de sangre. La rata seguramente se había estirado -no imagino cómo, pero ellas son ágiles y elásticas como gimnastas- hasta la canilla que goteaba. A esa la encontré ya muerta, atrás de una maceta. La reconocí por la boca ensangrentada.

Inhalo el aire caliente, el día está pesado y húmedo. Este enero está insoportable, para hoy anunciaron treinta y ocho grados. Voy a buscar el ventilador. Lo enchufo en la cocina y lo pongo en tres, dirigido hacia la hamaca. Ahora sí, me recuesto nuevamente. El único problema de la glicina es que crece y crece, es imposible de sosegar. Es una planta invasiva, me advirtió el tipo del vivero cuando la compré. No me importó, siempre me encantaron las flores de las glicinas. Y el aroma. Yo misma la planté. Hace diez años. Hay que vivir podándola, aunque es cierto que las hormigas y las lagartas ayudan. Pero igual larga esas guías que se trepan por todos lados. Y son esas las que hay que podar. Ayer corté unas cuantas, pero no hacía tanto calor. Algunas ya estaban enredadas en el balcón de hierro del patio. Había una que se había introducido por la 32

ventana de hierro de la cocina, la que siempre dejo abierta. Estaba trenzándose en la jaula vacía -al pobre canario se lo comió una rata aquella noche que me olvidé de entrarlo, de él quedaron solo unas plumas amarillas que guardo en un florero de recuerdo- esa jaula que nunca me decido a tirar. Otra guía había trepado muy alto entrelazándose con la hiedra, subía por el muro y desaparecía en el patio de la casa de al lado. Empecé a tirar de ella y arranqué como diez metros de guía. Tuve que hacer fuerza, bastante fuerza. Esas ramas crecen independientes y fuertes y se niegan a abandonar el nuevo territorio que conquistan así nomás. El aire que sopla el ventilador simula una brisa fresca. Es tan grato. Cierro los ojos. El calor me adormece. Una rama de la glicina, esa que ayer no conseguí cortar por más fuerza que hice, me roza la frente. El aire la mueve, y trae consigo el aroma del romero, de los jazmines. La tengo que cortar, ya está muy larga. Mañana, pienso. Mañana la corto, ahora tengo sueño. Me hace cosquillas en la nariz, en las orejas. Me abraza. Como un amante. La dejo, imagino que me acaricia. ¿Sentirá, la glicina? Llega hasta mis pies, los circunda, la siento crecer, engrosarse lentamente, el abrazo se vuelve más y más fuerte, estoy rodeada por la guía que ya es del grosor de una rama, me sofoco, me cuesta respirar ¿es el calor? Trato de incorporarme, zafar del envoltorio marrón verdoso y no puedo; le grito, le grito a la glicina, pero la rama sigue adelante, resuelta; sigue su trayecto prefijado, sinuosa, y firme, y sin intimidarse. Ya no puedo mover los brazos ni las piernas; el brotecito suave enlaza mi garganta dando dos, tres, cuatro vueltas, se ensancha y aprieta, finalmente.

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LA VIEJA CLORINDA

Terminé el plato de buseca espesa y concentrada, pasé un trozo de pan sobre la salsa brillante de grasa que quedó en el fondo del plato, me lo metí en la boca y mastiqué con deleite: estaba crocante y húmedo a la vez. Dejé todo desordenado sobre la mesa de la cocina y todavía masticando salí hacia la casa de la vieja Clorinda. Caminé apurada, con las llaves tintineando en la mano derecha. Tenía que darle de comer a los gatos y ya eran casi las dos de la tarde, los pobres debían estar famélicos; el día anterior no había tenido tiempo de ir hasta ahí, se me había hecho muy tarde y desistí; me dio miedo entrar de noche a la casa oscura y llena de gatos. No se me ocurrió que la vieja podría haber vuelto, suponía que iba a demorar un día más. La vieja siempre había tenido el mismo aspecto abandonado; el pelo de un color gris amarillento, largo, recogido en un moño medio desecho y desprolijo, la ropa arrugada y manchada. Vivía sola a la vuelta de mi casa. Su casa, invariablemente, había estado muy descuidada, llena de manchas de humedad. Era una casa chiquita y sucia, como la vieja; con olor a moho y a pichí de gato. La vieja adoraba a los gatos. Alimentaba a unos quince gatos que andaban por todos los rincones, se le trepaban a la falda, dormían sobre la cama, los sillones, hasta arriba de las mesas. La vieja, gato que veía suelto, gato que recogía. Una vez por mes, se iba por dos o tres días a visitar a unos parientes que vivían en Durazno, y me dejaba unas llaves de su casa, para que fuera a darle de comer a los gatos. Nunca me negué, ella supondría que me gustaban los gatos. Apenas abrí la puerta la vi, tirada boca arriba en medio del estar, descalza, vestida solamente con un camisón rotoso, rasgado y descosido; un camisón de un blanco grisáceo, revenido, aunque lo que más llamaba la atención eran las manchas de sangre. Fue horrible 34

verla así, tan lastimada, como si alguien la hubiera rasgado con saña, el pelo gris revuelto, y pegoteado con sangre seca, la cara y los brazos desgarrados, los ojos celestes muy abiertos mirando al vacío y la boca sin dientes torcida en una mueca. Me dio miedo. Pánico, más bien. Por un instante me quedé paralizada, el corazón me latió con fuerza y sentí las palmas de las manos frías y húmedas. Con un gesto automático llevé las manos a la cara, me cubrí la boca y la nariz sin dejar de mirarla. El olor de la habitación era desagradable e intenso. Sentí subir una arcada desde el estómago y salí corriendo hacia el baño; por suerte llegué a tiempo para vomitar dentro del water y no enchastré más la casa. Vomité todo el guiso que acababa de comer y hasta bilis amarilla. Miré con asco unos pedazos de chorizo que flotaban en la taza. Aunque no vomitaba más, las arcadas me seguían sacudiendo y sentía en la boca el sabor acre. Me quedé temblando y jadeando un rato, con las manos apoyadas sobre la pared y la cabeza gacha hasta sentir que se me pasaban las náuseas, que la respiración volvía a la normalidad. Apreté el botón de la cisterna y fui a enjuagarme a la pileta. Sobre el estante del botiquín, inmersos en un vaso de agua me sonrieron los dientes de la vieja. Me dio un escalofrío. Me lavé la cara rápido, hice un buche y escupí, y respiré hondo. Con esfuerzo conseguí calmarme, salí del baño y recorrí la casa. Había sangre por todos lados, hasta en la cocina. Parecía como si la vieja se hubiera arrastrado por toda la casa antes de morir. La puerta que daba al patiecito estaba abierta, pero no me llamó la atención; ella siempre la dejaba abierta para que los gatos entraran o salieran a su antojo. Me pareció raro no ver a algún gato rondando por la vuelta. Pero se sabe cómo son los gatos. De fidelidad, nada. Se deben haber dado cuenta que la vieja no los iba a alimentar más, y se las tomaron, así como así. En ese momento escuché un maullido suave, cariñoso.

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Ves, me dije, recriminándome, tanto criticás a los gatos y ahí vuelve uno a visitar a la vieja. Salí de la cocina y caminé temblequeando por el corredor angosto hasta la mesita donde estaba el teléfono, levanté el tubo y llamé a la policía; con voz trémula y entrecortada expliqué lo que pude; apenas me salían las palabras. No fui muy clara. La mujer que me atendió me dijo que me tranquilizara, que iban a mandar unos agentes lo más pronto posible, y me pidió que los esperara. Corté, me asomé al estar y vi al gato que caminaba alrededor de la vieja, maullando; era el marrón atigrado, un gato enorme y lindo, de ojos amarillentos. Era el último gato que había recogido la vieja. Ella lo adoraba, era el que más mimaba. Me dio lástima, me pareció que se daba cuenta de que la vieja estaba muerta. -Miss, miss –susurré- qué amoroso gatito. Volví a la cocina, fui hasta la heladera y saqué la jarra de leche, llevé un plato al estar y lo puse en el piso. -Miss, miss, Bombón- repetí. Así se llamaba el gato, porque es marrón achocolatado y me hace acordar a un bombón por lo dulce que es, me había dicho la vieja unos días antes. -Bombón, Bombón, mirá lo que te traje –continué, con tono cariñoso y vertí leche hasta el borde del plato. Bueno, el tal Bombón ni bola le dio a la leche. La miró con asco, y a mí, con desprecio. Por lo menos eso me pareció. -Bombón, te jodiste –le dije, ofendida- si no querés leche tendrás que buscar tu comida en otra parte. El gato se erizó y me mostró los dientes, haciendo ese ruido típico que hacen los gatos cuando ven a un perro. Como un jjjshshhhhhhiiii. Me dieron ganas de darle un escobazo, y estaba a punto de ir a buscar la escoba, cuando sonó el timbre. Fui a abrir: eran dos policías. Los hice pasar; los hombres husmearon por todos lados y me preguntaron de todo, yo les conté lo que sabía sobre la 36

vieja. Bombón nos siguió por toda la casa, con la cola bien levantada y el andar elegante. A veces ronroneaba y se frotaba contra las piernas de los policías, o contra las mías. Cuando terminaron de recorrer todos los rincones de la casa me tomaron los datos y dijeron que iban a mandar a la policía técnica lo antes posible; me preguntaron si podía esperar a que llegara: yo tenía las llaves de la casa, había encontrado el cuerpo y sin duda iban a querer interrogarme. Yo quería irme de ahí, estaba asqueada. Se los dije. Igual me pidieron que esperara ahí. Les pregunté qué pensaban, quién podía lastimar así a una pobre vieja. Me contestaron que quién sabe, que capaz que la vieja tenía algún dinero escondido, o que había cobrado la jubilación y la habían seguido hasta la casa, que eso pasaba bastante seguido, que la gente está cada vez más agresiva. Me dijeron con un tono serio que me iba a llegar una citación, que necesitaban hacerme unas preguntas y se fueron. Deduje, algo irritada, que debían tenerme dentro de la lista de sospechosos. Estaba segura de que uno de ellos me había mirado de forma rara sin ningún disimulo. Y acá estoy, con terribles ganas de irme, sentada sobre un silloncito (antes de sentarme lo cubrí con una sábana limpia, porque además de tener olor a gato, a pichí de gato, estaba sucio de sangre). Ya hace rato que espero, de verdad no sé qué se creen, como si una no tuviera nada más que hacer que sentarse a esperarlos. Pero no me animo a irme, capaz que lo toman como que quise huir, o algo así. Con la gente, nunca se sabe. En cuanto los policías se fueron prendí la tele y puse cualquier cosa para distraerme, para no tener que mirar todo el tiempo a la pobre vieja. De cualquier forma, no me concentro en la tele y por el rabillo del ojo veo al gato que se refriega contra la vieja y la lame. Le lame la cara, la carne lastimada. Maúlla y después ronronea. Lo miro enternecida. “Por lo menos, alguien quería de veras a esta vieja”, pienso. Bombón se sienta con gesto altivo frente a la vieja; las orejas erguidas, el cuello alto y una mirada de párpados entrecerrados, la mira 37

un rato y me parece que no parpadea. Luego se yergue, se despereza y se acerca a la vieja, estira una mano hacia la cara ensangrentada como para acariciarla, pero en vez de acariciarla le da un zarpazo en el cuello; y con un gesto juguetón, sin violencia, le arranca un pedazo y juega con el trozo de carne, lo desgarra, lo mordisquea y se lo traga, así nomás. Me levanto, espantada, retrocedo y grito. El alarido suena fuerte y agudo. El gato se agazapa y salta sobre mí sin darme tiempo a nada. El impacto me hace trastabillar. Me araña la garganta y me muerde. El hijo de puta sabe bien dónde morder. “Mierda, cómo duele”, pienso, mientras manoteo en el aire tratando de sacármelo de encima. Pero el gato es fuerte y rápido, y siento las uñas clavadas en mi brazo. Me tropiezo con algo y me caigo al piso con el gato prendido a mi cuerpo, estoy en el piso y él sigue arañando y mordiendo, aullando, gruñendo furioso. Las uñas afiladas penetran profundas, en décimas de segundo está sobre mi cara, sobre mi vientre, otra vez en el cuello, rasgando; me retuerzo y doy vueltas, enloquecida. Me paro con esfuerzo, pongo los brazos sobre la cabeza para protegerme y trato de correr, pero salta otra vez sobre mí, es pesado y me desequilibra y vuelvo a caer. De rodillas, sigo tratando inútilmente de esquivar las uñas, de taparme los ojos; eso, que no me arañe los ojos. De pronto se aleja de un salto y me deja así, sentada a medias sobre los talones, con los brazos en cruz sobre la cara. Jadeante, lo busco con la mirada. Está inmóvil, atento, con el cuerpo pronto para saltar. Respiro con dificultad, me siento sin fuerzas. Los brazos me pesan, caen, flojos, a mis costados. Mareada y sacudida por los sollozos siento que mi cuerpo se desliza y cae; y lo siento cuerpo ajeno, cuerpo forastero. Me arrollo, temblando, y me envuelvo en mí misma, abrazo mis piernas doloridas y hundo mi barbilla en el hueco del esternón, la frente apretada contra las rodillas. Miro hacia la derecha y me enfrento a los ojos opacos de la vieja. Veo que Bombón camina con lentitud alrededor mío, va y viene, ronronea. Se frota contra mis piernas. Llevo 38

de forma automática una mano hasta la garganta, me duele; los dedos se impregnan de algo tibio y pegajoso. Me incorporo con dificultad, apoyo la mano derecha en el piso y con gran esfuerzo me levanto a medias, trato de arrastrarme hacia la puerta. El brazo sobre el que estoy apoyada cede, y caigo, blanda, boca abajo. Oigo el ruido seco que hace la frente al golpear contra el piso de baldosas, la cabeza rebota y vuelve a caer, se tuerce apenas y la mejilla se aplasta contra el suelo húmedo con un sonido a cachetada. No logro levantar la cabeza; la mejilla descansa sobre el charco de sangre que crece, rojo, viscoso. Tengo los ojos abiertos, y veo a Bombón que lame la sangre, mi sangre, con aspecto dócil y displicente. Se para, arquea el lomo con un movimiento sinuoso y sensual y luego se acerca con pasos lentos, se refriega mimoso contra mi pierna. El ronroneo es manso y acariciante. Me siento en paz, como si flotara sobre una nube suave.

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UN ACTO COTIDIANO

La estancia era grande, y la casa estaba alejada de los galpones, de los bretes, los tubos, los cepos, los baños para animales. Ni a Edith - mi compañera inseparable de los días tediosos de las vacaciones- ni a mí nos estaba permitido acercarnos a los galpones si no íbamos acompañadas por algún mayor; era una zona reservada a los hombres, a trabajos que suponíamos brutales, y que, por prohibida, nos despertaba una curiosidad morbosa. Algunas veces nos habíamos atrevido a acercarnos, escapándonos de las miradas vigilantes, a la hora de la siesta. Nos deslizábamos sigilosas hasta algún rincón desde donde se veía el interior de los galpones y esperábamos, casi sin respirar, que apareciera algo, no sabíamos qué. Lo excitante era desobedecer y también, de alguna forma, el vértigo que nos provocaba la posibilidad de ser descubiertas. Ese año, las vacaciones fueron lluviosas. Cuando dejaba de caer agua, el sol se asomaba unos instantes entre las nubes, y enseguida se nublaba de nuevo. La lluvia nos tenía atrapadas dentro de la casa, aburridas de jugar a las cartas, de hacer castillos de naipes, inventar carreras de cascarudos. En cuanto alguien pronosticó buen tiempo para el día siguiente, hicimos planes. El objetivo; recoger huevos de ñandú para llevar a Montevideo. Planificamos la excursión cuidando todos los detalles. Fijamos la salida de madrugada, apenas amaneciera teníamos que estar de pie. Después del desayuno saldríamos hacia la curva que formaba el arroyo junto al bajo, a la derecha de los sauces, hacia el lugar donde días pasados unos baqueanos habían avistado el nido de ñandúes; ya se había sabido de una manada que andaba por esa zona. Llegar al monte nos iba a llevar una hora de caminata, y no sabíamos bien lo que demoraríamos en descubrir el nido. Huevos, sacaríamos

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dos o tres, la idea era no deshacer el nido. Decidimos llevar con nosotras a las dos perras cimarronas. Su compañía nos daba seguridad, y supongo que Edith sentía, como yo, un miedo no confeso a la manada. Nos fuimos a dormir temprano, enseguida de cenar. Apenas llegué a mi habitación me metí en la cama, me arropé y cerré los ojos. Me costó dormirme. A la mañana siguiente, cuando escuché la voz de Edith, ya estaba despierta. Dale, se hace tarde. Enseguida sentí el sacudón en el hombro. Me levanté de un salto, me vestí y desayunamos juntas en la cocina, sentadas a la mesa cerca del fogón. Tomamos casi sin respirar el café con leche espumoso, caliente. Cuando terminamos, nos pusimos los abrigos y salimos rumbo al monte. Ya estaba clareando, el cielo tenía un color celeste muy pálido, medio grisáceo, algo lila y rosado hacia el este. Edith se colgó del hombro la bolsa para cargar los huevos que le dio doña Eva antes de despedirnos desde la puerta de la cocina. A ver si no vuelven con la bolsa vacía, muchachas, nos dijo, con una sonrisa. Nos fuimos alejando, calladas, a paso rápido, el pasto estaba húmedo de rocío y las botas enseguida quedaron empapadas. Caminamos rodeando los galpones hacia el bajo. El monte seguía cubierto por la cerrazón, las nubes que no querían levantar rodeaban los árboles, y formaban una niebla baja y espesa que se aferraba a las copas.

Antes de enfilar hacia el arroyo, al pasar al costado del carneadero, vimos acercarse a un peón que empujaba una carretilla; dentro de la carretilla una oveja se bamboleaba, tenía las patas maneadas con tientos y la cabeza golpeaba contra el fierro oxidado con un ritmo monótono que se mezclaba con el chirriar desacorde de la rueda. El corazón me latió muy fuerte.

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El hombre era corpulento, llevaba una camisa de lana muy usada, raída en los codos, y unas bombachas de un negro desteñido metidas dentro de las botas de goma. Un sombrero de ala ancha, también negro, le escondía los ojos. Levantó la cabeza y nos miró de reojo. Buen día, dijimos al unísono. Él masculló un nndíiia, arrastrando la i que sonó como un mugido, gutural, con un tono serio y bajo, y siguió su camino sin prestarnos más atención. Sin recapacitar, caminamos tras él y nos acercamos a una estructura de madera que parecía un sube y baja pero sin asientos. Bajó un extremo con una mano y enganchó ahí una pata del animal, enseguida agarró la otra punta, la bajó sin esfuerzo y se apoyó, empujando contra el suelo. Se agachó y trabó el palo con un alambre grueso, con forma de gancho. En un abrir y cerrar de ojos la oveja quedó con la cabeza colgando a la altura de mi cabeza; los ojos negros, grandes y brillantes no parpadeaban. No tiene miedo porque no sabe, pensé. Edith y yo estábamos muy cerca una de la otra, casi rozándonos, inmóviles y expectantes. Me adelanté. Quería ver. Ver cómo se moría. Yo, como la oveja, tampoco sabía, y tampoco tenía miedo. Miré la mano curtida, gruesa, que se acercó sin dudar a la cintura y agarró el mango del facón que sobresalía de la faja negra -brilló al sol la hoja lustrosa y afilada- y con un ademán breve y certero atravesó el cuello de la oveja justo atrás de la garganta; el chorro de sangre le salpicó las botas y formó un charco rojo que se volvía cada vez más espeso. Los perros se acercaron, chapotearon en la sangre y lamieron del charco. El animal intentaba respirar, el esfuerzo se convirtió en un ronquido afónico que parecía interminable, hasta que la oveja se sacudió en un último temblor. Me recorrió el cuerpo un escalofrío. No pude sentir más que vacío. Ni pena, ni asco, ni miedo. El hombre hizo un prolijo corte vertical sobre el pellejo, de la barbilla a la punta de la cola, y recortó cuidadosamente alrededor de las orejas, del hocico, del contorno 42

de los ojos, del culo y de las pezuñas, y acabó con cuatro cortes rectos a lo largo de las patas. Empujando con el puño cerrado, separaba el pellejo del resto de la oveja, en algunas zonas le costaba más y se ayudaba con el mango o con el filo del cuchillo. Los movimientos eran seguros y rápidos. El hombre trabajaba callado, concentrado, sin ninguna expresión en el rostro enjuto. Cuando terminó, extendió el cuero con la lana enchastrada de sangre y de barro sobre unos palos, la lana hacia abajo, y el otro lado del cuero, blancuzco y sanguinolento, quedó expuesto al sol, húmedo y brillante. Luego abrió al animal, lo dividió de arriba a abajo. Sin vacilar, con movimientos rutinarios de la mano y del cuchillo, retiró prolijamente los órganos internos, que cayeron juntos sobre la tierra, con un ruido a líquido gorgoteante; humeaban por el frío. Las tripas se desparramaron infladas, sin recipiente que las contuviera. Se sentía un fuerte olor a suarda, a sangre, a barro, a orina, a excrementos. Los perros se acercaron, tironeaban de lo que podían alcanzar, y gruñían, peleando todos por el mismo botín. El hombre trató de ahuyentarlos sin éxito, y sin preocuparse más siguió con su trabajo; separó la cabeza del cuerpo inerte y la dejó a un costado. La oveja. Que ya era remembranza de oveja. El cuerpo abierto y destripado, colgando del gancho con el cuello trunco, era solamente carne. Carne colgando como en la carnicería. Como si nunca hubiera sido oveja. Si no hubiera sido por la cabeza, que seguía ahí. Sola. Despellejada. Con los ojos más redondos y asombrados. Cuando el hombre finalizó la faena, se puso a silbar mientras limpiaba y ordenaba; dejó todo pronto para repetir su trabajo al día siguiente. Para él, fue un acto cotidiano. Para mí, que no sentí lastima por la oveja, fue una mezcla de asombro y pavor ante la ejecución indiferente, ante una sucesión de hechos que se convirtieron en un vértigo de imágenes superpuestas, suspendidas en un solo y único momento, como si todo se hubiera 43

detenido en ese instante incomprensible. Al mirarlo, sentí que de alguna manera ese hombre detentaba, a mis ojos, un poder desmesurado, como si se hubiera adueñado de la eternidad. Edith me apuró, teníamos que irnos. Caminamos hacia el bajo sin hablar. La neblina ya había levantado y el sol estaba bastante alto. Se oyó el grito lejano de unos teros. Unas águilas planearon, elegantes, sobre el monte. El campo estaba salpicado de macachines rosados y amarillos, cortamos algunos y les mordimos el tallo. Tenían gusto ácido.

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RITUALES

Adoro volver a mi casa en las tardecitas de invierno, encender la estufa de leña y sentarme a escuchar el crepitar del fuego y a mirar las llamas. Y no hacer nada nada más. Al entrar, recojo cuidadosamente todos los folletos y revistas de los distintos comercios anunciando ofertas que han metido bajo mi puerta, y sin leerlos los coloco en una pila ordenada frente a la estufa; la enciendo, y cuando las llamas flamean voy cortando, sin apuro, tira tras tira y los dejo arder. Al quemarse, la tinta -supongogenera unos hermosos colores que van de los verdes a los azules intensos, los violáceos. Cuando no tengo folletos compro revistas: Gente, Noticias, Hola, ese tipo de revistas con mucho color. Los diarios no sirven, ya probé. Las llamas se quedan del color ordinario, anaranjadas, amarillentas. Este ritual -el de mirar el fuego- lo cumplo siempre que puedo, es casi una terapia. No es manía, ni obsesión. Más tarde, cuando siento hambre, me preparo algo de cenar, lleno una bolsa de agua con agua casi hirviendo y la dejo dentro de la cama para que las sábanas se vayan caldeando. Después de comer me pongo el piyama que con anticipación extendí sobre el radiador del dormitorio -me da frío ponerme el piyama si no está calentito-, me meto en la cama y me duermo, arropada. Al día siguiente me levanto temprano como siempre y me voy a la oficina. Hoy, volvía a casa en el ómnibus repleto pensando solamente en sentarme frente a la estufa, estaba desesperada por sentarme a no hacer nada, a mirar el fuego; pero sucedió un imprevisto. Me había olvidado que no quedaba leña, y ya era tarde para llamar a la barraca y pedir que trajeran más.

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Me alteré, porque después de un día difícil lo único que quería era prender el fuego y quemar papelitos. Lo intenté de todos modos, y me puse a quemar todo lo que se podía quemar; comencé con las cucharas de madera de la cocina, aunque me repetía que luego no iba a poder cocinar. Trataba de tranquilizarme pero no conseguía detener la ansiedad. Quemé las escobas, que dejaron en la habitación un olor a plástico repugnante, luego traje los palotes de amasar, la ensaladera de madera tallada que compré en Brasil en el último viaje, las esculturitas africanas que cargó la tía para mí mientras duró la excursión que la paseó sin descanso por varios países de varios continentes -me lo echa en cara cada vez que voy a visitarla- todo lo iba metiendo en la estufa en una especie de arrebato apasionado. Algunos objetos ardían rápidamente y se consumían sin dejar siquiera brasas, y a otros les costaba encenderse como si fueran leña verde y para mejor, mojada. En esa vorágine quemé aquella sillita hamaca medio desarmada que estaba guardando para llevar a reparar que me regaló la abuela hace unos años, los libracos encuadernados en cuero que heredé del tío, fotografías viejas, las paneras de mimbre, cajitas de madera, los individuales de pajita, los mangos de los cuchillos, todo lo que me parecía inflamable, pero que no fuera de plástico -me bastó con la experiencia con la escoba. Descolgué los cuadros de las paredes y los fui metiendo en la estufa, enseguida me asqueó el olor que despedían, así que con ayuda de un destornillador medio torcido -única herramienta que poseo- les arranqué los marcos y quemaba solamente la madera. La cama es de hierro y no hubiera podido desarmarla, las sillas del comedor también. Intenté sacar las puertas hasta quedar agotada, pero fue imposible, los

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goznes parecían soldados. Con la mesa ni me metí, no iba a lograr desarmarla y no quería frustrarme nuevamente. No poder con las puertas había sido suficiente como fracaso. Cada frustración me incitaba a buscar algo más para quemar, y ya no encontraba nada apropiado. Empecé con los repasadores pero enseguida me di cuenta de que la tela ahumaba y no se encendía. En ese momento recordé que tenía un bidón de querosén guardado en la cocina. Lo arrastré hasta el living. Amontoné libros, alfombras, canastos, cortinas, manteles, toallas, sábanas, almohadas, almohadones y mantas, ropa, zapatos. Dejé poca cosa: lo imprescindible para poder ir a trabajar, para dormir sin frío y también para bañarme; algunas prendas de vestir, dos mantas para la cama, dos juegos de sábanas, dos toallas. Cuando me pareció que ya había amontonado todo lo inflamable, me detuve. Las gotas de sudor resbalaban por mi cuello, y se deslizaban a lo largo de mi cuerpo, humedeciendo mi ropa. Me senté en el piso, jadeando. Respiré profundo cuatro o cinco veces, hasta que logré serenarme. Luego, controlando mi ansiedad, con toda la lentitud que fui capaz de mantener, quemé la punta de una media y la apagué, apretando la tela entre el pulgar y el índice, soportando el ardor. La prendí nuevamente, y disfruté cada paso, prolongando el placer. No consumaba el deseo. Todo el resto lo fui empapando con querosén y quemándolo con deleite. Estuve la noche entera así. Miraba como todo ardía con un gozo indescriptible. Se me hace agua la boca solo de acordarme. El querosén, al igual que la tinta -supongo- le daba a las llamas el mismo color verdeazulado. Ahora estoy ahorrando para hacer una estufa más grande. Quiero nuevas experiencias, estoy excitada. Ya me dieron el presupuesto. Cuando llegue el verano

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comienzo con la obra. Me dijo el albañil que es mejor trabajar en verano porque llueve menos. La boca va a tener tres metros de altura. Cuatro de ancho. Compré seis sillas vienesas de madera clara, un saco de piel en la feria. Conseguí una hermosa biblioteca de madera, antigua, giratoria -inglesa, me dijo el del anticuario-, una bicoca. Por suerte puedo pagar con tarjeta. Me quedo extasiada en las vidrieras de las mueblerías, de los bazares, de las casas de decoración. Ah, y en un remate también compré un juego de dormitorio Luis XVI: cómoda con seis cajones, dos mesitas de luz, tocador con espejo y sillita, la cama imponente.

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NATALIA, MI PRIMA

Pobre Natalia, qué muerte horrible. Dicen que no sufrió, que murió al instante. Se me eriza la piel solo de imaginarlo, pero no puedo dejar de pensar en el accidente, en Natalia destrozada. Natalia y yo éramos primas, y fuimos como hermanas hasta que se fue con su madre a vivir a Paso Hondo. Por aquella época tendríamos nueve años. Un día, su madre anunció que había pedido el traslado en la oficina de Correos donde trabajaba. Me voy, quiero aire puro, aire de campo, cuentan que fue su decisión inapelable. A la semana ya se habían ido. Sin despedidas, como si se mudaran de barrio. El día antes de que se fueran y como testimonio de fidelidad mutua, Nati y yo nos hicimos hermanas de sangre. Fue en el baldío, a la vuelta de mi casa. Saqué del bolsillo el alfiler de gancho que había escondido un rato antes, lo abrí y lo agarré con firmeza. Cada una exhibió sin dudar el pulgar de su mano izquierda, de la mano del corazón. Pinché sin lástima. Apenas brotaron las gotas rojas, los unimos con fuerza, nos declararnos solemnemente hermanas y después juramos –besando los índices cruzados- ayudarnos siempre. Cuando me enteré de su muerte hacía mucho que no la veía, desde la mudanza. Sí, había pasado mucho tiempo, casi diez años. Lo poco que recordaba de ella era la sonrisa de dientes separados, una carita de niña traviesa, rulos cobrizos y pecas sobre la nariz. Y que jugábamos a las muñecas. Y que era mi hermana, por elección. Cuando escuché el timbre del teléfono yo acababa de volver del liceo, muerta de hambre, y estaba sacando la manteca de la heladera. Levanté el tubo mientras intentaba

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tragar la media rodaja de pan que me había llevado a la boca, y dije algo que sonó como hommmla…. -Soy la Juanita, de Paso Hondo –me contestó una voz chillona, a los gritos. Soy compañera de trabajo de la Ébola- continuó, sin bajar el tono y sin darme tiempo a preguntar nada. -Señora, la Ébola me pidió que llamara a ese número y que le informara de la muerte de su hija, la pobrecita finada Natalia. Mientras yo trataba de recomponerme y razonar lo que había escuchado seguían resonando los gritos de la mujer; “¡Hola, está ahí, hola, hola!”. -Sí, la oigo –pude pronunciar finalmente con una voz que me sonó lejana. Me contó con un tono apurado y sin pausas lo del camión, lo del cuerpo destrozado, y no paraba de repetir “pobrecita”, “angelito de Dios”. Dijo que la enterraban al día siguiente, a las seis de la tarde. En cuanto hubo un espacio de silencio y pude hablar, le dije gracias, y corté. Me senté en el piso, al lado del teléfono, y me quedé mirando al vacío hasta que llegó mamá. Le conté de la llamada, del accidente y ella me abrazó fuerte. Le pedí, llorando, que me llevara a Paso Hondo. Mamá me dijo que era un disparate salir así, a lo loco, faltar a clase, y que lo cierto era que ya no podíamos hacer nada. Aunque sabía que tenía razón no podía creer que no fuera al entierro de Nati, de la hija de su hermano. Se lo dije. -Tú sabés que lo siento mucho por Natalia –me contestó, seria- pero Ébola… Ébola está loca. -Necesito ir –dije con voz temblorosa, aguantando las lágrimas como pude. Me acompañó hasta la Terminal y me sacó un pasaje de ida y vuelta en el único ómnibus que iba a Paso Hondo. Una línea, una vez por día. -Volvés mañana, después del entierro –me dijo, mirándome con fijeza. -Sí, mami –le aseguré y le di un beso- No te preocupes, voy a estar bien.

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-En cuanto vuelva a casa llamo a Ébola para darle el pésame y le aviso que saliste para allá –continuó con tono inquieto. Y si Ébola… -dejó la frase trunca y sacudió apenas la cabeza. Subí al ómnibus, me senté contra la ventanilla y cuando el coche arrancó le hice adiós con la mano. No pude dormir, apenas dormité, con sobresaltos, de a ratos. Los pensamientos se amontonaban en mi cerebro, se mezclaban, se superponían; todo me parecía una pesadilla. Nati tenía mi edad, diecisiete años. Nadie se muere a esta edad, pensé, obcecada. Con la vista perdida en la oscuridad de la noche recordé uno a uno nuestros juegos cuando éramos niñas. La payana, las muñecas, el ring-raje, los intentos de patinar, los dibujitos en la tele. De a ratos cerraba los ojos e intentaba dormir, y algún ronquido que provenía del fondo del ómnibus me desvelaba y me hacía fijar de nuevo los ojos en la lejanía. El hilo de luna menguante se proyectaba, brillante, sobre algunas superficies de agua quieta, y se descubrían en la neblina nocturna los reflejos de luces amarillentas cuando nos acercábamos a algún pueblo. Al atravesar algún arroyo, en los bajos, la humedad del agua formaba una cerrazón que semejaba humo espeso descansando sobre las copas de los árboles del monte. Los pocos vehículos con los que nos cruzamos iluminaban de pronto la ruta con haces de luz, pasaban al lado del ómnibus con una rapidez que me parecía vertiginosa y enseguida todo se ennegrecía más que antes. Pasaba un rato para que los ojos se acostumbraran de nuevo a la oscuridad hasta que volvía a divisar las sombras que dibujaban en la inmensidad del campo formas siniestras. Cuando bajé del coche en Paso Hondo estaba agotada, después de ocho horas largas de viaje. Paso Hondo es un pueblito ignorado, rodeado de naranjales, y cuando bajé del ómnibus el aire de la madrugada parecía teñido de un tono azulado. El pasto estaba cubierto por gotas de rocío que resplandecían al reflejar la luz fría del sol naciente. Ébola no fue a esperarme. Pregunté en la agencia cómo hacía para llegar a la sala velatoria y la

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chica que atendía me miró sin disimular la curiosidad y enseguida me señaló el camino, preguntándome sin ambages si iba al velorio de Natalia. Me quedé mirándola asombrada y sin contestarle me encaminé hacia la dirección que me había indicado con la mochila a cuestas. En el velorio había poca gente. Ébola estaba peleada con toda la familia. Ni siquiera sus hermanos se habían molestado en acompañarla. De Ébola se decían muchas cosas, pero más que las cosas que se decían eran las que se intuían o se suponían, a causa de los silencios cortados cuando sonaba, en voz baja y contenida, su nombre en una reunión familiar. Parecía que hubiera cometido pecados inconfesables; pero como a mí siempre me había tratado bien, yo le tenía cariño. Los domingos, cuando todavía vivían en Montevideo, Ébola nos llevaba a Nati y a mí al parque y nos compraba algodón de azúcar… rosado, amarillo, verde agua. Lo comíamos encaramadas a los caballos coloridos que subían y bajaban mientras giraba la calesita. En un rincón, al lado del cajón cerrado, una amiga de Natalia lloraba sin ruido; de a ratos, un leve temblor sacudía su cuerpo. Era menuda y tenía el pelo castaño, muy corto; los ojos y la nariz hinchados y colorados de tanto llorar. Unos compañeros de trabajo de Ébola pasaron por la funeraria, la saludaron y le dieron el pésame. La profesora de Idioma Español también. Y otros profesores. Y la Directora del liceo. Y algunos padres de compañeros de Natalia. Don Ubaldo, el almacenero. “La acompaño en sentimiento”. “Qué desgracia más grande”. “Que Dios la guarde”. “Tan joven, una niña, la pobrecita”. “Que Dios la tenga en su Gloria”. Murmullos, labios apretados, rostros compungidos. Después de dar el pésame daban alguna vuelta, miraban hacia abajo o de reojo hacia el cajón, se persignaban, incómodos, y enseguida se iban. Las paredes de la sala velatoria –era la única funeraria del pueblo- tenían manchas de humedad, y la sala estaba arreglada con poco cuidado; unos mantelitos blancos

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de plástico imitando puntillas adornaban unas mesas de madera ordinaria de aspecto deslucido. Sobre los mantelitos, sostenidas dentro de unos candelabros de yeso dorado con forma de angelotes, ardían tres velas blancas. El ataúd estaba cerrado y habían colocado encima un ramo de rosas artificiales, también blancas. Llevé un ramo de margaritas que corté del jardín de Ébola cuando salí para la funeraria, y las coloqué con cuidado a los pies del cajón. No había más flores. Supuse que Ébola debía estar demasiado impactada para fijarse en los detalles. Sola, y ocuparse de todo. Me dio rabia la actitud de mi familia, pensé que mi madre era muy egoísta; y que la familia de mi padre, los hermanos de Ébola y mis primos, eran peores. El entierro fue triste y solitario, estábamos Ébola, y yo, y el enterrador, porque ni la amiga de Nati quiso ir. Cuando se fue el enterrador nos quedamos las dos un rato mirando el panteón sin hablar. Después nos fuimos para la casa de la tía. Ébola tenía las facciones duras, las mandíbulas marcadas y estaba muy demacrada. No la vi llorar en ningún momento. Me impresionó su fortaleza, aunque me dio pena. Estuvimos un buen rato sentadas a la mesa de la cocina, en silencio. De pronto me pidió, como rogando, que me quedara unos días con ella, dijo que tenía miedo de sentirse muy sola. Llamé a mamá y le avisé que me quedaba unos días a acompañarla. Se enojó y me dijo que me fuera de inmediato para Montevideo, le dije que sí, para no discutir, pero me quedé. Ya me aguantaría el reto al volver a casa.

Mientras cenábamos, Ébola me contó que cuando el camión la había atropellado, Natalia acababa de salir del liceo y había pasado por el almacén a comprar naranjas. Que estaba volviendo para casa. Que el camionero había dicho que cuando la vio intentó esquivarla, pero no pudo. Con la maniobra el camión se había salido de la ruta, arrasando con el alambrado, y arrastrando junto con él el cuerpo varios metros por el pedregullo y por

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el pasto. La bolsa con las naranjas había volado hasta un pajonal. Más tarde, Ébola recogió la bolsa y luego guardó las naranjas dentro de un canasto, como un recuerdo. Señaló hacia el canasto, que estaba sobre la estufa a leña. Las miré y quedé paralizada. No sé, pensé en Natalia, destrozada, y en las naranjas intactas.

Nos fuimos a dormir temprano. Ébola me instaló en el cuarto de Nati; en la casa no había más dormitorios. Estuvo muy atenta, me puso sábanas limpias y aromatizó la habitación con perfume a jazmín: “Para que puedas dormir bien”, me dijo, mientras me daba un beso en la frente. Igual dormí intranquila, tuve pesadillas. Soñé con Natalia, que en lugar de ojos tenía naranjas, y en un momento Ébola le sacaba un ojo-naranja y se veía el hueco rosado y sanguinolento. Ébola pelaba la naranja y la comía con deleite. Me desperté en la mitad de la noche llorando, angustiada. Después me dormí otra vez pero con sobresaltos, despertándome a cada rato. Al día siguiente, a las nueve de la mañana, Ébola fue a trabajar. No había aceptado la licencia que le habían ofrecido. Es peor quedarse en casa, m’hijita, qué voy a hacer acá todito el día sola… pensar y pensar… y pensar mucho no es bueno. Me dijo que no podía volver a la hora del almuerzo, que tenía que hacer unos mandados y que llegaría a eso de las ocho, para cenar conmigo. Me quedé sola en la casa. Me levanté tarde, con la cabeza pesada de dormir mal y poco. Después de almorzar, me senté al sol. Estaba medio adormecida, cuando apareció Carolina, la amiga de Nati que había estado en el velorio. Vestida con jeans y una camiseta blanca, parecía un chico. Se sentó a mi lado en silencio. Al rato me dijo, con una voz que era casi un susurro, que creía que Natalia, antes del accidente, estaba pasando un mal momento. Por más que le pregunté, no supo explicarme nada demasiado concreto. Ella pensaba que Natalia estaba muy sola y que parecía deprimida. Carolina se sentía culpable, se le ocurría que podría haberla

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ayudado. La abracé. Su expresión era de una gran angustia y enseguida comenzó a llorar. Traté de consolarla, le dije que los accidentes no se pueden prever, que son cosas del destino, inevitables. Levantó la cabeza y me miró. Tenía los ojos hinchados y colorados. Se sonó la nariz, y me preguntó si de veras yo creía que el destino no se puede cambiar. Yo no estaba muy segura, pero para tranquilizarla le dije que sí, que estaba convencida que el destino no se cambia. Que nacemos con el destino marcado. Cuando el sol comenzó a bajar y el cielo a volverse rosado, se despidió, me dio un beso y se fue cabizbaja. Me quedé sola. El crepúsculo, en ese momento, le daba al cielo un color celeste alilado que se convertía en anaranjado pálido y luego en rojo sobre el horizonte. Me dieron ganas de caminar, el aire estaba cálido, muy agradable. Y tenía tiempo de dar una vuelta antes de que volviera Ébola. Cerré la puerta, atravesé el terreno y salí a la ruta sin rumbo fijo, caminando por el borde. Es una ruta solitaria, angosta, de pedregullo, que une Paso Hondo con otros pueblitos de la zona. Caminé distraída, un buen rato, mirando los colores cambiantes del cielo. Sobre un cerro oscuro brilló una estrella junto a la luna menguante. Aspiré el aroma intenso que provenía de un monte de naranjos en flor. Miré hacia la derecha y vi el muro blanco del cementerio. Había caminado hasta ahí sin darme cuenta. Estaba oscureciendo y la luna iluminaba apenas el campo y el cementerio con una luz violácea. Empujé la verja de hierro. Los goznes herrumbrados rechinaron. Fui sorteando los panteones hasta llegar al lugar donde recordaba que habíamos dejado el cuerpo de Natalia. Me senté en un banco de cemento y respiré hondo. -Nati, Nati –murmuré, con lágrimas en los ojos. Oí algo que me pareció un quejido y miré alrededor, sin reconocer de donde provenía. Se apagó el sonido monótono de los grillos. Un silencio rotundo cubrió el cementerio. Empecé a temblar aunque la noche

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estaba cálida y un escalofrío me recorrió el cuerpo. No seas boba, dije en voz alta, hablando conmigo misma. Me tranquilizó un poco escuchar mi voz clara en el silencio de la noche. -Nati, Nati –repetí, balbuceante. Miré en derredor, anhelando que apareciera Natalia y que todo hubiera sido un error espantoso. Me quedé inmóvil y se me erizó la piel. Sentí una opresión en la cabeza, la garganta, los ojos, y la sensación bajó a la boca, me estrujó la lengua y se metió por la garganta. Me recorrió todo el cuerpo. Me latieron las sienes y oí ecos insoportables que parecían provenir de mi cerebro. El sonido del corazón bombeando con fuerza, el extraño silbido de mi respiración cada vez más agitada, quejidos y llantos, gritos, alaridos, la voz de mi madre enojada exigiéndome que vuelva, crujidos, el viento quejándose entre las cinacinas, el chillido de un búho. Sin poder evitarlo, sin razonar ni reflexionar sobre lo absurdo de la situación, salí corriendo, tropezando con los panteones, con las cruces, pisoteando los macizos de flores cultivadas con cariño. El sonido áspero del roce de mis botines sobre el pedregullo se superpuso a los demás ruidos, que resonaban como un eco en mis oídos. Llegué a la ruta y seguí corriendo sin parar, presa de un miedo irracional, hasta llegar a la casa de Ébola. Cuando entré al patio iluminado me tranquilicé un poco, me toqué los brazos, me pellizqué, me esforcé en tomar conciencia de la realidad, y pensé que había entrado en pánico como si hubiera sido una niña. Sonreí, dije ne-na-bo-ba en voz alta, aunque sentía que algo extraño continuaba pulsando en mi cerebro. No le di importancia y entré a la casa jadeando, deseando que Ébola ya hubiera llegado. Ébola estaba sentada a la mesa, con la barbilla apoyada sobre las manos. Me miró de reojo. Los ojos negros, chiquitos, tenían una expresión malévola. Asombrada, me pareció percibir un odio contenido en la mirada.

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-¿Dónde estabas? –me preguntó con brusquedad, con una voz seca y dura, sin saludarme. Nunca me había hablado de esa forma. -Por ahí, salí a caminar –le contesté, evasiva. Traté de no jadear. -Estoy re cansada, tía –agregué. Empecé a temblar sin poder controlarme. Las rodillas, la mandíbula, todo mi cuerpo temblaba sin que pudiera evitarlo. Ella se paró y me sacudió de un brazo con violencia. -¡Te conozco bien, zorra! ¡Estás mintiendo! –gritó. El sonido de su voz era brusco y destemplado. Levantó la mano derecha y me golpeó con fuerza en la mejilla. En vez de enfrentarla me agaché y me acuclillé, con la mejilla ardiendo. Me sentía como si fuera una niña, una niña indefensa. Ébola, tan delgada y de apariencia frágil, demostró tener una fuerza que yo nunca hubiera sospechado. Me levantó de un brazo, lo apretó con los dedos finos y largos que parecían haberse convertido en ganchos y me arrastró hasta el dormitorio de Nati. Abrió la puerta y me empujó hacia adentro. La cerró de un golpe seco y escuché el ruido del cerrojo. “Estúpida”, masculló. “Chiquilina estúpida”. Me tiré sobre la cama, vestida. Lloré y lloré sin parar hasta que me quedé dormida. Me desperté a medianoche, con ganas de hacer pis, con hambre y con frío. Me había dormido sin taparme. Me levanté en la oscuridad y fui tanteando la pared hasta encontrar la puerta. Intenté mover el pestillo, y enseguida me acordé de que Ébola me había dejado encerrada. Empecé a dar saltitos, las ganas de hacer pis eran cada vez más urgentes. Golpeé la puerta con los nudillos, y grité “Ébola, abrime, quiero ir al baño”. No tuve respuesta. Grité más fuerte y moví el pestillo agitándolo de arriba a abajo. Fue inútil. Ébola no apareció. La vejiga me dolía. Intenté aguantar, salté, me pellizqué el brazo, puse las dos manos entre las piernas y apreté hacia arriba con fuerza mientras contraía los músculos,

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en un intento desesperado por impedir la salida del pichí. Imposible aguantarlo. De pronto, fue como si hubieran abierto una canilla. Sentí el líquido tibio correr a lo largo de mis piernas, que salía sin que yo pudiera impedirlo. Retiré las manos mojadas con rapidez y abrí las piernas para no empapar la ropa. Dejé salir el chorro con una mezcla de placer y humillación. Me quedé un rato parada con las piernas abiertas. Mis pies estaban dentro del charco de pis, que se iba enfriando. La puerta se abrió con violencia. Sin ningún aviso o ruido previo. Parpadeé, encandilada por la luz. -¡Otra vez, estúpida! –gritó Ébola- ¡Otra vez te hiciste encima, cerda meona! La miré, asombrada. El rostro de Ébola estaba deformado por el gesto de rabia. Mientras gritaba, la boca abierta mostraba las encías pálidas y sin dientes. Tenía los cachetes muy colorados y le cruzaban la frente unas líneas verticales, profundas, desde la base de la nariz aguileña hacia el nacimiento del cabello. Le temblaban las aletas de la nariz. Estaba fuera de sí. Sentí un golpe seco en las piernas, como un correazo. Y a ese le siguieron más. Me quedé paralizada del dolor y del miedo. Me agaché y de forma instintiva me cubrí la cabeza con los brazos. Ébola me golpeaba sin parar una y otra vez, en la espalda, sobre los brazos, donde caía el cinturón. Y gritaba, me insultaba. Yo lloraba, asustada, y retuve solo fragmentos de frases sueltas: chiquilina de mierda, te voy a llevar a dormir con los chanchos, una hija meona. El resto de las frases las ahogaron mis sollozos y mis alaridos. Gimiendo, le supliqué, le pedí por favor que no me pegara más. Le juré, le prometí que nunca más me iba a hacer pis. No sé si se cansó o le di lástima pero en un momento dejó de azotarme. Dijo “infeliz de mierda” con tono de desprecio y enseguida escuché un portazo y el ruido del cerrojo. Intenté en vano controlar mi jadeo entrecortado y tembloroso.

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No me animaba a moverme, tenía miedo de que siguiera allí. Abrí los ojos y di vuelta la cabeza. Apenas, lo suficiente como para vichar por encima del hombro. Con cautela recorrí con los ojos todos los rincones. Estaba sola en la habitación. Me acerqué a la cama gateando. Me dolía todo el cuerpo. Apoyé la frente sobre el colchón y me quedé así, inmóvil, y sin darme cuenta empecé a sollozar. Hasta que escuché el chillido. -¡Nataaaaaaalia! ¡Si te escucho llorar te zurro de nuevo! –. Un golpe fuerte retumbó en la puerta, como si le hubiera dado una patada. Enmudecí, aterrada. -¡A ver si me dejás dormir aunque sea diez minutos! –el último grito sonó más apagado, parecía venir de lejos, desde su cuarto. Me miré los brazos, estaban cubiertos de magulladuras rojas, algunas con sangre. Hice un esfuerzo y me paré, me desvestí en silencio, me puse ropa interior seca y el camisón. Me metí en la cama y me arropé bien. Sentí sed y me ardía la garganta áspera pero ni se me ocurrió pedir agua. Como también tenía hambre traté de pensar en una comida rica para generar saliva. Cuando junté bastante saliva, la tragué. Eso me calmó, se me pasó la sensación de la garganta. También sorbí algunas lágrimas que me seguían brotando de los ojos. Y los mocos. Me despertó la luz del sol que entraba por la ventana y proyectaba el dibujo de las rejas sobre el piso de cemento. La puerta del cuarto estaba abierta. Ella siempre la dejaba abierta de mañana, cuando se iba a trabajar, para que limpiara la casa antes de irme al liceo. Me incorporé y aguanté un quejido, por las dudas. Me dolía todo el cuerpo. Hice un esfuerzo y me paré, tenía que apurarme para lavarme y limpiar todo antes de que llegara mamá. Debo tener olor a pichí, pensé, como siempre. Fui al baño y me enjuagué como pude en la ducha. Sin jabón: ella escondía todos los jabones para que yo no los usara.

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Cuando dejes de mearte encima, te voy a dejar bañarte y lavarte la ropa. Mientras tanto, ni lo sueñes, me decía, no pienso gastar agua y jabón en una cerda meona. Ordené el baño y lo sequé para que no se notara que me había lavado. Me sequé rápido con una toallita que guardaba escondida en el fondo del ropero. Me puse una bombacha amarillenta y hedionda, la pollera manchada, una camisa de manga larga para cubrir los moretones, los zapatos revenidos. Cuando mamá entró, yo estaba sentada en mi cuarto, pronta para ir al liceo. -¿No te measte más? -–preguntó, mirándome con los ojos fruncidos, enarcando las cejas, con expresión de suspicacia. Miré hacia el piso. -No, no, te juro que nunca más me hago pis –le contesté casi en un susurro, sin levantar la vista. -Callate la boca, chiquilina estúpida –dijo- eso ya lo escuché alguna vez. Ahí tenés pan y café –agregó- comé algo y largate, que no sepa que llegás tarde. Encima, vagabunda. Cuando vuelvas del liceo pasá por el almacén y traé naranjas. Un kilo. Decile al Ubaldo que lo anote, que después le pago. Vamos, movete, apestosa. Tomé el café rápido y me fui comiendo el pan. Cuando llegué al liceo, me paré como siempre bajo el árbol, el olmo que está a media cuadra del portón de entrada. Apoyados contra el muro, o sentados en la vereda, mis compañeros charlaban y se reían. Sonó el timbre y entraron; fui atrás de ellos. Caminamos por el corredor hasta el salón. Ya dentro del salón me fui a mi lugar, al último banco, bien al fondo. Unos cuantos se quedaron parados, y se escuchó el alboroto de las conversaciones hasta que apareció en la puerta la profesora de Idioma Español. En cuanto la profesora entró al salón, los que aún no se habían sentado fueron en silencio a sus lugares y todos nos quedamos parados al lado de los pupitres y dijimos a coro, buenos días, profesora. Ella contestó, buenos días, y nos sentamos en

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silencio. Se oía sólo el crujido de la madera, de veintitrés cuadernos abriéndose o cerrándose, de veintitrés mochilas que golpeaban contra algo, el entrechocar de lápices, sacapuntas, biromes. La profesora comenzó a dictar unas frases. Yo escribí todo, hasta que me distraje. Trataba de atender, pero las palabras me parecían huecas, sin sentido, no captaba el significado, como si fueran sólo sonidos sin coherencia. Aburrida, empecé a hacer unos dibujitos en el cuaderno. Dibujé una mujer desnuda y le clavé cuchillos por todo el cuerpo. Los ojos redondos, muy abiertos. Unas tetas grandes, como dos u juntas (UU) y un puntito abajo de cada una. Estaba concentrada en lo que hacía cuando oí la voz fuerte y autoritaria de la profesora. -Natalia –mi nombre quedó flotando en un silencio denso. Levanté la vista. Toda la clase se había dado vuelta y mis compañeros me miraban sonriendo. Noté algunas miradas burlonas. Escuché una risita reprimida. Natalia, te dije que me trajeras el cuaderno –continuó con tono impaciente. Miré para el piso, aguanté el cosquilleo desagradable en la panza; una especie de vértigo me impedía moverme y no sabía qué hacer. No quería ir. Sentí la humedad en la palma de las manos. -No –dije sin pensarlo, mirando con fijeza mis zapatos sucios. -¿Cómo-que-nooo? –preguntó con tono de asombro y voz atildada. -Es e-viden-te que Natalia está buscando una sus-pen-sión –continuó con lentitud, mirando hacia mis compañeros, modulando las palabras de forma exagerada. Se irguió en la silla, sacudió la cabeza como si le hubiera dado una convulsión, con los ojos muy abiertos y las cejas arqueadas. Dejó la boca abierta unos segundos. -Natalia, venga acá y traiga su cuaderno. De inmediato –continuó, con un tono amenazador.

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Me imaginé entregándole a mamá una suspensión. Suspiré, y sin levantar la vista me levanté. Me temblaban las piernas. Agarré el cuaderno y caminé insegura hacia el frente del salón. Oía los murmullos y las risas contenidas a mi paso, y algún comentario dicho en voz baja, qué asco, tá pior que nunca. Por el rabillo del ojo vi a Carolina que se tiró para atrás y se tapó la nariz y la boca con una mano. El tiempo que demoré en recorrer los veinte pasos que me separaban del escritorio de la profesora me pareció interminable. Arrastraba los pies, como si mis piernas pesaran toneladas. Sentí todas las miradas fijas en mí, en mi fealdad, en mi ropa sucia y manchada, en mis zapatos deformes y deslucidos. Sentí que mi olor me rodeaba como un aura casi tangible. Cuando llegué a la tarima sobre la que estaba el escritorio, subí los dos escalones. Extendí el brazo derecho y le alcancé el cuaderno abierto. Ella lo tomó y lo miró con la cabeza ladeada y enseguida esbozó una semisonrisa que le estiraba la boca hacia la izquierda. Levantó la vista y me miró de arriba a abajo. Luego me miró directamente a los ojos, con fijeza. El segundo que le sostuve la mirada me bastó para reconocer y comprender el desprecio. Y aceptarlo. Miré de nuevo hacia abajo, hacia mis zapatos mugrientos. -Estás suspendida –dijo.- Pasá por la dirección, llevale el cuaderno al director y te vas a tu casa. Vamos a tener que citar a tu mamá. En el salón se hizo un silencio impenetrable. Nadie se rió. Caminé hasta mi banco mirando al piso. Seguro que me puse colorada, sentía un calor ardiente en mis mejillas. Agarré mis cuadernos y me fui. No pasé por la dirección, caminé hacia mi casa. Al pasar frente al almacén me acordé de las naranjas. Las compré. Seguí mi camino con la cabeza llena de excusas para contarle a mamá, pensando en cómo hacer para que no se enterara que no atendía en clase, para que no le mostraran mis dibujos sucios, para que no supiera que me habían suspendido. Hubiera hecho cualquier cosa por olvidar los ojos de la profesora, las risas de mis compañeros, las caras de asco, los gritos de mamá.

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Por ser otra. Más buena. Más linda. Más limpia. Me iba a pegar, ya sabía. Pero no era eso lo que me importaba. No quería ser una asquerosa, fea y sucia meona. Escuché el ruido de un motor y miré hacia adelante. Vi venir un camión. Muy grande. Era muy raro ver camiones por esa ruta. Atrás del camión se levantaba una nube espesa de polvo blancuzco. Pensé que mi padre había sido tan grande y tan fuerte como ese camión. Sentí sus mimos, sus manos grandotas y ásperas acariciando mis mejillas. Escuché, como si fuera un eco, su voz ronca, mi niña linda. Cuando estuvo cerca, muy cerca, corrí hacia él. Quería abrazarlo.

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UN SONIDO AFÓNICO

En un momento estuve segura que mi amiga María, la que vive acá a la vuelta, se había rayado. Sí, que se había rayado, que había pirado, que se le había aflojado un tornillo, que se le había ido la cabeza quién sabe a dónde. Desde que la conozco, hace unos diez años, no dejé de considerarla muy sensata, seria, cumplidora, puntual. Es licenciada en administración, trabaja en un banco, tiene buena presencia, es atractiva, se viste bien, vive en Pocitos en un lindo apartamento de un edificio bien ubicado, tiene un auto último modelo –no es un auto super caro, pero es un buen auto, con aire acondicionado. Todos los años hace un viajecito durante su licencia; Cancún, Isla Margarita, Miami, Las Vegas, fue a Europa, y últimamente recorrió el mundo en un crucero espectacular, de lujo, y conoció lugares paradisíacos. O sea, más que una mujer normal, es una mujer exitosa. Y es amable, simpática y cariñosa. Es mi amiga. Hace unos días, unos quince o veinte días, nos cruzamos en la puerta de entrada del edificio donde yo vivo. Iba –para lo formal que es ella- bastante desaliñada, unos jeans gastados con agujeros, una camiseta roja, estirada, que recalcaba los pezones erguidos, evidenciando la ausencia del sostén. El pelo rubio y lacio –que siempre provocó mi envidia- estaba sujeto con una vincha roja que le cubría parte de la frente. Llevaba un bolso grande, hermoso, con flores bordadas, rojas, verdes, amarillas y blancas. “Aire hippie”, pensé, extrañada. Fue la primera vez que noté que se comportaba de forma rara. Nos saludamos como siempre, y de pronto soltó una risita aguda. Jijijiiiiiii. La miré asombrada, ella

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desvió la mirada, abrió el bolso, miró para adentro y murmuró algo. Ese algo sonó como un murmullo, pero un murmullo forzado, ahogado; como pasa en las películas del oeste americano cuando le tapan la boca a alguien con un pañuelo, o con una cinta adhesiva por el estilo de la cinta pato. No se dio cuenta de que yo me había quedado mirándola boquiabierta. Enseguida me recuperé y seguí mi camino como si nada, cerré la boca e intenté no volver la cabeza para mirar a ver qué hacía, eso me parecía una actitud de una grosería inaceptable. Esa noche la llamé por teléfono y la invité a que fuéramos juntas a tomar una cerveza a la Rambla. Me atendió con mucha amabilidad pero enseguida empezó a tartamudear y me dijo que pensándolo bien, no iba a poder ir, que lo lamentaba mucho, pero que estaba super ocupada, que tenía visitas. Se escuchaban ruidos de fondo, como si hubiera un montón de niños chillando. Ella emitió un sonido afónico, que creo quiso ser una risa, algo así como “beeeahhhggh...”, y dijo, “disculpame, ahhhhora estoy muy ocupada”, y colgó. Ese ahhhhhora sonó con jota, como un jadeo, ajjjjhhhhhhhora. Me corrió un cosquilleo por los brazos. A los dos días volvimos a encontrarnos, esta vez en la panadería. Estaba radiante, se le notaba. Tenía una sonrisa plácida dibujada en el rostro, los ojos brillantes como si tuviera lágrimas. Irradia felicidad, pensé, muerta de celos; tiene todo, todo lo que se necesita para vivir y encima, por lo visto, anda con un novio nuevo. La vida no es bella ni justa, concluí, enojada. Hola María -saludé. Me miró. Los párpados le tapaban la mitad de los ojos, y tenía una semisonrisa estampada en la boca; parecía drogada, o sonámbula, “nunca lo hubiera pensado, María usa drogas”, admití, desconcertada. Sin contestar mi saludo, cerró los ojos, me dio la espalda y fue hasta la vidriera que da a la calle, y se puso a hacer dibujitos en el vidrio con el dedo índice.

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-Dieciocho- dijo la chica que despachaba y miró a los clientes que esperábamos de este lado del mostrador. Ella levantó la mano enseguida, sacudiendo el papelito con el número. -¡Yo! –dijo. -Dame tres polvorones, cuatro bolas de fraile, tres magdalenas de dulce de leche, seis cañones de pan con grasa. Le entregaron la bolsa de papel marrón, pagó, se dio vuelta, me miró sonriente, dijo “cómo andás, Tere, tanto tiempo” y siguió caminando hacia la puerta. Cuando me recuperé y pude murmurar “bien, ¿y vos?”, ella ya estaba en la vereda. Me saludó con la mano, y otra sonrisa. Después de vivir esas situaciones me quedé preocupada, decidí que tenía que ayudarla, y no sabía si la gente de su entorno más íntimo se había percatado de su cambio de personalidad. No sabía con quién hablar, pensé que tenía que ser alguien que la conociera bien, alguien de su confianza. Con la mamá de María, imposible; no tenía con ella una buena relación, siempre me pareció una vieja castradora, que vivía acosándola, la llamaba el celular tres o cuatro veces por día, la trataba como si tuviera 15 años. No tenía hermanas ni hermanos, y conocía solamente de vista alguna de sus compañeras de trabajo. Resolví que tenía que encarar esto sola. Tenía que plantearle a María lo que pensaba, y tener con ella una charla tranquila, de amiga a amiga. Esperé unos días y la llamé por teléfono a las diez de la mañana, más o menos la hora en que usualmente se levanta los sábados. Le dije que iba a ir a verla, que tenía un regalo para ella. -¡Qué lindo! -Me contestó con voz somnolienta- me encantan los regalos.

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Le dije que si no le molestaba, si no estaba ocupada, me daba una escapada hasta su casa en ese momento, que más tarde tenía que salir. No tuvo inconveniente, es más, aparentemente la propuesta le alegró, su voz sonó vivaz a través del teléfono. -Claro, Tere, qué buena idea; hace días que tengo ganas de verte. Sin demora, salí de casa, después de haber observado cambios tan radicales en su comportamiento no quería que tuviera la oportunidad de arrepentirse. Pasé por la bombonería de abajo de casa, compré una bolsa de natillas de chocolate; en la esquina había un puesto con flores y elegí unos jazmines. Caminé, disfrutando del aire fresco y del sol de la mañana, hacia el edificio donde vive María. La primavera, imparable, se anunciaba en los brotes hinchados de algunas ramas todavía sin hojas, que parecían a punto de reventar. Al llegar, apreté el botón del timbre del séptimo piso y la voz de María, con el consabido dejo metálico a través del portero eléctrico, me invitó a subir. Entré al ascensor sin haber decidido aún cómo encarar el tema. “Desde hace un tiempo te noto rara, cómo te sentís”, no, así no; “me gustaría que confiaras en mí y me dejaras ayudarte”, tampoco; “nadie te dijo que últimamente estás actuando de forma extraña”; “nunca se te ocurrió consultar con un psicólogo para analizar tu comportamiento”, no, no. Todo muy forzado. Mientras pensaba en eso, llegué al piso siete. Bajé del ascensor, María estaba en la puerta de su apartamento, esperándome, sonriente. Entramos. En ese momento pensé que yo era una exagerada, que ella podía haber tenido unos días complicados, que las personas reaccionamos todas de distinta forma. Todo estaba como siempre, decorado con un gusto muy clásico; limpio, perfumado y prolijo. El sol entraba por la ventana que da al balcón, que estaba abierta, y las cortinas blancas se movían con el viento. Nos sentamos en unos sillones de la terraza. -Qué lindo verte -dijo María- hace tiempo que quiero charlar contigo.

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-Yo también –le dije- desde hace un tiempo que te veo muy bien, alegre, con aspecto feliz. Quería decírtelo-. Sonreí, la frase me había salido de forma espontánea y sin duda ese era el mejor camino para empezar a hablar. -Siiiiiiii... –dijo, pensativa, con el aire de quien va a revelar algo. Y sonrió, le volvió ese brillo especial a los ojos. -¡Dale! Contame... seguro que estás con novio nuevo, no podés disimular –dije, soltando una carcajada. -Está bien... pero no le comentes a nadie, ¿me prometés? -¡Claro! -le aseguré– Somos amigas, ¿o no? Bajó la voz, y me contó. Me dijo que hacía un tiempo que había conocido unos seres raros, que al principio se había asustado, que después había pensado que se estaba volviendo loca, que tenía alucinaciones. Que eran unos seres fantásticos, que “venían de otra galaxia”. Me pidió que no lo repitiera, porque tiene miedo que la gente le diga que está loca. Que después que pasó un tiempo, se dio cuenta de que todo era real. “Igual sé que no puedo contárselo a nadie”, dijo. “Creo que la única persona que conozco a quien le puedo contar es a vos. Sé que vas a creerme.” En fin. Me contó que hay uno que le encanta; dice que es verde, muy, pero muy bajito, talla mini, y de ojos negros. Se llama Mario. En realidad, ella le dice Mario, porque cuando él le dijo el nombre le sonó algo así como Aioo. Y no le quiso decir Aioo, le sonaba raro, aunque para mí Aioo es un lindo nombre. Más lindo que Mario, en realidad, que es el masculino de María y me hace acordar a la virgen; y probablemente por eso, por llamarse María, se le ocurrió decirle Mario. María se llama María, pero de virgen no tiene nada.

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María dice que Aioo, o Mario, o como se llame, aparece junto con cuatro amigos en su ventana, todos los días, a la hora en que se pone el sol. Que todos ellos vinieron a éste planeta buscando marihuana, y que después que estuvieron acá un tiempo, decidieron quedarse. Justo cayeron en Montevideo, y justo en la ventana de ella. Parece que es más fácil conseguir marihuana acá que en su planeta, donde no crece ni un pasto verde. Allá los pastos son rojos y verdes son ellos. En general la transportan desde otros planetas más cercanos para ellos, pero aparentemente, las plantas de cannabis sativa, en esos planetas, habrían comenzado un proceso de extinción. Y también me contó que está re enamorada de Mario. Y viceversa.

La verdad es que no le creí nada de lo que estaba contando; mientras María hablaba pensé que yo había estado en lo cierto al creer estaba pasando por una etapa delirante. Me fui, convencida de su chifladura. Le había dicho que tenía que irme temprano, así que no tuve más remedio que cortar la conversación y volver a casa. Volví con la sensación de no tener nada claro. Me quedé con un montón de preguntas para hacerle, y no se me ocurría como volver a sacar el tema, para calcular el grado de delirio de mi amiga, y qué riesgos podía correr, y cómo podría hacer para ayudarla.

Al día siguiente, antes de que yo hubiera decidido qué hacer para ayudarla, me llamó María para invitarme a que conociera a Mario. Fijamos una cita para ese mismo día. De tardecita, claro, a la hora en que supuestamente tenían que llegar los pequeños seres. Averigüé el número de teléfono de un psiquiatra que me recomendaron y reservé una hora para la semana siguiente. Le pedí a la asistente que me atendió que me explicara qué hacer en un caso de urgencia, de delirio agudo. Me dijo en caso de

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urgencia, fuera a la emergencia. Lista, la asistente, pensé, enojada. A eso de las cinco me fui para lo de María, con el número de la emergencia guardado en mi celular. Nos sentamos en el estar, sobre la alfombra, recostadas contra almohadones, con los ventanales abiertos, frente a la terraza. Yo analizaba en silencio cada cosa que decía María, intentando evaluar el grado de sensatez. María parecía tranquila, y no habló de los seres raros. Me calmé, pensé que todo había sido un chiste, que me lo había tomado en serio, qué tonta; y nos quedamos charlando, disfrutando del aire fresco, de la hora mágica, de los colores del cielo que se volvió amarillento, anaranjado, y luego rojizo. Cuando el sol era un punto en el horizonte, aparecieron las cinco miniaturas. Me pegué terrible susto, en serio. Por un momento no pude creer en lo que veía. Aparecieron de pronto, en la terraza, como de la nada, pero no porque vuelen: después supe que se mueven con el pensamiento. Anulan las cargas negativas y positivas de los átomos que los componen y se rehacen cargándolos de nuevo en el lugar que quieran. Es fácil decirlo, pero más adelante intenté moverme de esa forma unas cuantas veces y nunca me salió.

Los minis eran idénticos. Pero idénticos, idénticos. María hizo para mí unos gestos, me pareció que me presentaba, o más bien, que me los presentaba. Mario, dijo, señalando a uno de ellos. Nadie dijo nada, pero entendí que me habían saludado. También sentí una buena energía, me cayeron bien. María fue a la cocina a buscar hierba para armar unos porros, no quería quedarme sola con ellos, no sabía de qué podría hablar, así que corrí atrás de ella. Desde la sala de estar llegaban unos murmullos como del Pato Donald, mezclados con una especie de chillidos infantiles.

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Me senté a la mesa de la cocina frente a ella. Le dije que Mario-Aioo me había parecido amable, pero que no podía decir que me fuera lindo, y mucho menos, atractivo. María me dijo que sabe que exteriormente me va a parecer feo, que para mí debe ser feo, y que ella está enamorada de su energía, que no es linda ni fea, que tengo que dejar de pensar con esa simpleza. Me habló con cierto tono de superioridad que me resultó un tanto molesto, pero no me fui porque mi curiosidad era mayor que mi molestia. -María, pero... es taaaaaaan chiquititito –le dije, asombrada- y... ¿aquello? Me daba no sé qué hacerle preguntas tan íntimas, pero mi curiosidad le ganaba al no sé qué. -¿Aquello qué? –me preguntó, con cara de abombada, como si no me entendiera. -Bueno, María, el sexxxo –le dije, remarcando la equis. -¿Qué pasa con el sexxxxxxxxxxxo? -No seas boluda –me contestó- todo es pensamiento, energía, el sexo también. Tengo unos orgasmos espectaculares, solo con mirarlo y conectarme a su energía. Yo hablaba en un tono bajo, apenas susurrando, no quería que los Aioos escucharan la conversación, me parecía absolutamente inadecuado. Iban a pensar que éramos muy primitivas. María me contestaba con su tono de voz normal y yo le hacía señas con las manos abiertas frente a mi boca, subiéndolas y bajándolas para que bajara la voz, mientras ella me miraba de reojo sin hacerme caso.

Volvimos al living; estaban los cinco sentados en el piso, con las piernitas cruzadas. Nos sentamos entre ellos, cerrando un círculo. María se sentó frente a AiooMario. Pensé que estando parada, Aioo debía llegarle a la rodilla, quizás un poco más arriba. Me dio la sensación de estar en una rueda con niños de dos o tres años. Al mirarlos con atención, me pregunté por qué a María le habría atraído en especial Aioo,

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si todos eran iguales. Una cresta roja y gelatinosa les comenzaba en la frente, entre los ojos y recorría el cráneo y terminaba en la base de la espalda. Los cinco pares de ojos negros y saltones eran igualmente brillantes, del mismo tamaño. Si tenían aparato genital no pude saber porque tenían sobre el cuerpo una especie de malla que dejaba pasar los brazos, las piernas, la cabeza y la cresta. La malla era de un material desconocido para mí, brillante, y también verde, escamoso. También, pensé, podía no ser una malla, y que fuera la piel así, con escamas. Pero bulto ahí, no, seguro que no tenían.

Dejé de observarlos para evitar que se sintieran incómodos, quería comportarme con urbanidad. Buenos modales. Agarré el porro prolijamente armado por María y lo encendí. Con el rabillo del ojo vi que María estaba mirando fijo a Aioo y Aioo a ella. Ella puso los ojos en blanco, jadeó un poco y después dijo “aaaaaaaahhhh...”.

Desvié la vista. La situación me pareció penosa, eso de ver a mi amiga en pleno orgasmo me pareció fuera de lugar. Aparte de eso, no me pareció un orgasmo taaaan espectacular. Para pensar en otra cosa, o por hacer algo, aspiré una pitada y le pasé el cigarro al que estaba a mi izquierda. Él lo agarró encantado y dio una pitada muy larga, y lo pasó a otro Aioo, siempre a la izquierda, empezando una ronda. Después de la tercera vuelta me sentí más relajada y los Aioos me parecieron menos enanos, menos verdes, menos feos.

-Lo que pasa es que no necesitamos genitales –me dijo sin ambages uno de los Aioos, pero no el Aioo de María.

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El Aioo que hablaba estaba sentado frente a mí y me miraba fijamente. Yo me quise morir de vergüenza, enseguida me di cuenta de que había leído mis pensamientos y que se había dado cuenta de mi minuciosa inspección ocular. -No te preocupes –dijo enseguida. En realidad, decir, no decía; no emitía ningún sonido, solo me miraba con los ojos negros, redondos, saltones, que me parecían cada vez más grandes; y aunque no dijera nada yo escuchaba con claridad sus pensamientos. Me quedé mirándolo hipnotizada, sin poder apartar la vista de sus ojos, que se ponían más y más brillantes, más y más saltones, más y más negros. Entré en sus ojos y estoy segura de que llegué a otras galaxias. A varias. Estuve ahí siglos, lo juro. Jadeé un poco y al rato escuché el “aaaaaahhhhhhh...” que partió de mi garganta, un sonido un tanto afónico que me obligó a apretar los párpados, abrir la boca y retorcerla en una mueca de placer. Sí, fue el mejor orgasmo de mi vida.

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ÏNDICE

1

Viaje de ida ………………………………………… 2

2

Así nomás……………………………………………6

3

Noche de insomnio………………………………….15

4

El gatito……………………………………………..19

5

Mujer de rojo………………………………………..23

6

Hora de la siesta…………………………………….31

7

La vieja Clorinda…………………………………...34

8

Un acto cotidiano…………………………………...40

9

Rituales ……………………………………………..45

10

Natalia, mi prima ………………………………...…49

11

Un sonido afónico…………………………………...64

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