Exorcismo y martirio de las imágenes. La iconoclastia como violencia corporal (1997)

September 24, 2017 | Autor: Manuel Delgado | Categoría: Anticlericalismo, Iconoclastia, Violencia Religiosa
Share Embed


Descripción

Manuel Delgado, Luces iconoclastas. Anticlericalismo, espacio y poder en la España contemporánea, Ariel, Barcelona, 2001

CAPÍTULO III EXORCISMO Y MARTIRIO DE LAS IMÁGENES

1. ICONODULIA Y EFICACIA SIMBÓLICA

La relación entre anticlericalismo social en España y Reforma nos pone sobre la pista de que la iconoclastia española es, en cierto modo –y sin que la explicación del fenómeno anticlerical pueda, bajo ningún concepto, reducirse a ese factor–, continuadora tardía de una preocupación ontológica sobre la imagen, característica de movimientos protestantes radicales para los que la destrucción de imágenes y lugares de culto era un eslabón insoslayable en el macroproceso histórico que impulsaban, y que no era otro que el que debía conducir a la modernización de la sociedad a través de cambios estratégicos en la cultura. Dicho de otro modo, las masas que quemaban crucífijos, asolaban conventos o defecaban en los cálices en España estaban expresando no sólo una ansiedad política o social, sino también una preocupación semántica, una atención prioritaria sobre el valor de los signos externos y sobre su capacidad de manifestar realidades trascendentes que el pensamiento moderno va a considerar por definición inefables y sólo experimentables en las recién inventadas esferas de la intimidad y la subjetividad. Esta aseveración llevaría pareja la tipificación del movimiento iconoclasta español contemporáneo como un episodio tardío –pero no postrero, como lo demuestra la acción de los protestantismos en América Latina ahora mismo– de la «querella de las imágenes», es decir de la execración contra la idolatría como una perversión que implica el desbordamiento del significante por el significado, una sobrevaloración blasfema de la materia como vehículo de comunicación con lo divino, un sacrilegio que oculta, disimula y, lo que es peor, confisca la presencia de Dios y la sustituye por la del Diablo, puesto que el poder taumatúrgico atribuido por los católicos a las estátuas es de naturaleza maligna. El matiz vuelve a ser importante, en la medida en que aparta –no siempre de forma explícita– los argumentos practicados por el anticlericalismo social de los enunciados por el anticlericalismo político, que hacia derivar sus razones no del rechazo puritano de los símbolos externos, sino del suscitado por la Ilustración, que, como veremos más adelante, no plantea la descalificación de las imágenes en tanto que «ídolos», sino en tanto que «fetiches». Clasificar la iconoclastia española contemporánea como secuencia de la vieja querella de las imágenes lleva a recordar que la cuenca mediterránea lleva siglos siendo uno de los escenarios del combate, con tanta frecuencia furioso, por liberar las costumbres religiosas de lo que era considerado un exceso de dependencia con respecto de los símbolos externos y, más en concreto, de iconos –de eikonos, «imágenes»– sacramentados. La justificación de los ataques contra el culto a los símbolos materiales reposaba en el cargo de haber traicionado la prohibición mosaica de representar lo divino: «No te harás escultura ni imagen alguna, ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo

que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas, ni les darás culto» (Deuteronomio 6 8-9). A su vez, se obedecía el mandato bíblico contra los adoradores de imágenes: «Suprimiréis todos los lugares donde los pueblos que vaís a desalojar han dado culto a sus dioses...; demoleréis sus altares, romperéis sus estelas, romperéis sus cipos, derribaréis las esculturas de sus dioses y suprimiréis su nombre de ese lugar» (Dt 12 2-3). La orden divina aparecía aún más claramente en el Apocalipsis, en el que el exterminio de los falsos cultos figura como el episodio principal del último combate escatológico que todos los milenarismos cristianos imaginaban estar librando: «Pero la Bestia fue capturada, y con ella el falso profeta –el que había realizado al servicio de la Bestia las señales con que seducía a los que habían aceptado la marca de la Bestia y los que adoraban su imagen– los dos fueron arrojados vivos al lago con fuego que arde con azufre. Los demás fueron exterminados con la espada que sale de la boca del que monta el caballo, y todas las aves se hartaron de sus carnes». (Ap. 19 19). La historia de la iconoclastia cristiana en la región euromediterránea había arrancado con las grandes revueltas antidolátricas del Bizancio entre el 726 y el 787, y entre el 815 y el 843. La persecución del culto a las imágenes por León el Isaúrico y los otros emperadores iconoclastas, al igual que ocurrió con la protagonizada por sectas minoasiáticas como los paulicianos en el siglo IX, tuvo probablemente más de contagio de la promovida por la revolución islámica del siglo VII que de vindicación de la iconofobia hebrea. Su incidencia sobre la sacramentalización figurativa se limitará, en el oriente mediterráneo, a las restricciones impuestas sobre el culto a iconos de bulto exento entre los cristianos cismáticos y la hegemonización entre éstos de las imágenes –también virtuosas– pintadas sobre tabla o en relieve. La tibieza islámica en relación con el culto a los símbolos figurativos permitió, igualmente, que los prolongados periodos de dominación árabe u otomana no afectaran la integridad de los iconostasios de las iglesias cristianas arábigas y eurorientales, salvo muy eventuales episodios de violencia iconoclasta. Es cierto que Mahoma dirigió su lucha contra la idolatría árabe preislámica, pero los musulmanes nunca llegaron a renunciar completamente a algunos de los elementos que la habían fundado, como lo demuestra el lugar protagonista que continuó reservándose a la kaaba, el uso de los rosarios o el lugar reservado al culto a los santos, los ángeles o las tumbas. La clave de la actitud mucho más tolerante del Islam respecto de las imágenes hay que buscarla en el status de inocuidad que el Corán (25 3-4) supone a las formas naturalistas y figurativas de culto: «Los idólatras han tomado otros dioses distintos de Él, dioses que no han creado nada, que han sido creados. Que no pueden hacer ningún bien ni ningún mal, que no disponen de la vida, ni de la muerte, ni de la resurección».1 1

La excepción de esa tolerancia la constituiría el wahabismo, que incluyó una furiosa iconoclastia en su programa de acción. Como se sabe el wahabismo es una derivación del hanbalismo, corriente integrista fundada por Ahmad ibn Hanbal en el siglo IX. Entre sus postulados estuvó el del rechazo del kalam o diálogo, que el mutazilismo había tomado prestado del pensamiento helénico y que fundaba la propia teología islámica o 'ilm al-kalam. El hanbalismo, de hecho, condenaba toda teología, puesto que es sacrílego que hablen de Dios a quienes sólo les cabe escuchar y obedecer su Palabra. Esa línea doctrinal tuvo su máxima expresión en la doctrina de Ibn Abd il-Wahhab, el fundador del wahabismo en el siglo XVIII, que llevó a su extremo no sólo el antisacramentismo y anticlericalismo musulmán ortodoxo, sino que representó la más radical intolerancia hacia las formas externas de piedad. Fue el wahabismo la forma de Islam que practicó sistemáticamente la iconoclastia, atacando todos los

No obstante, y sin dejar de considerar todos esos precedentes, la iconoclastia española contemporána guardaría una clara analogía, tanto formal como teórica, con la iconofobia inspirada en las tesis de Bodenstein von Karlstadt, que es asumida como propia por anabaptistas y calvinistas. Las revoluciones puritanas del siglo XVI fueron, en efecto, mucho más lejos en sus planteamientos contra el status de la imagen sagrada que los del antiiconicismo judío, bizantino o musulmán, con el que no sería exacto compararlo, por mucho que se pueda antojar o se reclame a sí mismo como su heredero y comparta con él una confianza absoluta en la Palabra revelada y escrita. De ese contexto surgirán cambios profundos en la justificación dogmática y en la aplicación por la fuerza del principio decalógico de la prohibición de adorar a las imágenes, cambios que, como veremos, serán a su vez consecuencia de una nueva visión, basada en la descalificación rotunda del mundo para servir de vehículo mediador en las relaciones entre el hombre y Dios. Ahora de lo que se trataba explícitamente era de limpiar de sus raíces monumentales unas formas de piedad del todo inaceptables para la propuesta espiritualizadora de la Reforma. La condición intuitiva de los motines iconoclastas medievales es sustituida en ese momento por una base teórica sólida. El primer precedente de iconoclastia intelectualmente organizada a partir de una teoría sobre el culto –la de los lolardos ingleses– se basaba tan solo en la apreciación de Wycliff de que los cristianos podían prescindir de la adoración de las imágenes. Pero ahora la destrucción de iconos estaba dotada de un fundamento intelectual, provisto sobre todo a partir de la publicación en 1522 de las tesis de von Karlstadt, en las que se recordaba que la adoración a las imágenes era contraria al primer mandamiento de la ley mosaíca y se evocaba las palabras de Pablo preveniendo a los cristianos del peligro de mezclarse con los idólatras. Pero se iba mucho más lejos, llevando a sus últimos extremos el principio revolucionario enunciado desde el siglo XIV por Geerte de Groot y la devotio moderna holandesa: Dios es espíritu; por tanto, sólo puede ser adorado espiritualmente. La postura de los iconoclastas puritanos, inspirados en Karlstadt, se sitúo muy lejos de la tibieza de Lutero que, como Mahoma, consideraba inofensivas a las imágenes. Escribe Lutero en su Gran Catecismo: «Los paganos adoraban en sus falsos dioses creaciones de su imaginación y de sus fantasías y confiaban en la pura nada».2 Esta había sido la posición doctrinal de Philipp Melanchthon –muy influenciado en esto, al igual que Erasmo, por iranianos y nicodemitas–, para el que la relación entre significado y significante en las imágenes era en cierto modo neutra. Esta actitud permisiva ante las imágenes, consideradas en tanto que adiáfora, no será muy distinta de la asumida mucho más tarde –vía socianiana y arminiana, a decir de Trevor-Roper–3 por los ilustrados y sus teorías sobre el fetichismo, de las que, a su vez, habrá de beber el anticlericalismo librepensador contemporáneo.

símbolos externos en que se basaba la devoción popular en las zonas bajo su control, todo ese universo ritual que la ambigüedad coránica ante las imágenes había permitido sobrevivir. El wahhabismo prohibió los minaretes de las mezquitas, así como el culto a los santos y a los ángeles, e incluyó episodios de violencia tan notables como la destrucción de la tumba de Mahoma en Medina. 2 Lutero, Grand Catecisme, Junt, París, 1948, p. 80. 3 Trevor-Roper, «Los orígenes religiosos de la Ilustración», en Religión, Reforma y cambio social, pp. 153-188.

Zuinglio, en cambio, va a hacer suyas las posturas ultraiconófobas de Karlstadt y sus predicaciones desembocarán en las acciones de violencia popular contra los símbolos católicos en Zurich y en la abolición de las imágenes sagradas en la ciudad. En algunos lugares se impone un proceso de inspiración luterana de supresión lenta de las representaciones susceptibles de promover la idolatria, como en Estrasburgo o Nuremberg. En otros, se impone la violencia de masas contra cruces y estátuas. Es el caso de los seguidores de Thomas Münzer o de Michael Glaismar. Las partidas de campesinos que barrieron Turingia en 1525, destruían sistemáticamente cuanto edificio religioso se cruzaba en su camino. En Wittenberg, en enero de 1522, se va a producir el primer precedente de osmosis entre una iconoclastia legal y una iconoclastia violenta y popular, cuando la orden de quitar las imágenes de los templos deriva en destrucción pública a su salida. Más clarificador todavía resultaría el caso de Basilea, donde las ideas de Karlstadt, enriquecidas por las de Münzer y el también anabaptista Hubmaier, inspirarían el asalto a las iglesias de 1528, en pleno Carnaval, una auténtica toma del poder por los iconoclastas. La eliminación absoluta de la corruptora veneración a las imágenes es requisito indispensable para la restauración de la Ley Divina, una reflexión teórica a la que seguramente no le es ajeno el que los taboritas superaran la templanza husita hacia las imágenes y denunciaran en ellas la presencia de lo demoníaco, señales del reino de opresión que un mandato divino les ordenaba abolir. A lo largo de ese dilatado periodo, la defensa católica ante las acusaciones de idolatría no puede decirse que contribuyera a calmar las cosas, en cuanto al escándalo suscitado por su lealtad a la figuración naturalista de lo divino. La desconfianza mostrada hacia el culto a las imágenes por parte de la patrística latina –Tertuliano o San Agustín, por ejemplo– no impidió el triunfo de las tesis iconódulas de Juan Damasceno en el II Concilio de Nicea, en el siglo VIII. Los argumentos aceptados en favor de la santidad de las imágenes establecía que éstas, en tanto que mediadoras, no eran «adoradas», sino «veneradas».4 El argumento fundamental era que Dios había revocado su propia ley al haber hecho al hombre «a su imagen» (ad imaginem) y semejanza (similitudem), pero sobre todo por haberse encarnado en la figura de su Hijo. Cristo era, en efecto, el eikon de Dios Padre, como lo era también el hombre, cuanto menos antes de la caída, leída ahora teológicamente como una pérdida de ese «parecido» humano con el Creador. Tal estrategía de reconocimiento de la presencia real y concreta de lo imaginado en la imagen, mediante la que se pretendió hacer frente a las acusaciones de idolatría, y que concluía en la afirmación dogmática de que los santos no sólo vivían por sus imágenes sino también en ellas, sancionando teológicamente la confianza en el poder de unos objetos que ya no pretendían representar a las personalidades extrahumanas sino que eran ellas.5 De esta manera, el honor rendido a la imagen transita ha4

M.-F. Auzepy, «L´iconodulie: Défense de l´image ou de la dèvotion de l´image ?», en F. Boefplus y N. Lossy, eds., Nicé I, 787-1987. Douze siècles d´imagerie religieuse, Cerf, París, 1987, pp. 157-164. Sobre la historia de la iconodulia en el mundo antiguo y la Edad Media, cf. M. Barash, Icon. Studies in the History of an Idea, New York University Press, Nueva York/Londres, 1992. 5 Contrástese con la solución que el hinduísmo halló para un dilema parecido, planteado al enfrentar su práctica social con unas fuentes –la religión védica– que había prescindido de imágenes. Dejando de lado iniciativas como las de Kabir en el siglo XV o del sijismo, en la dirección de prescindir de las imágenes y fusionar las personalidades y los cultos de Rama y Alá, la polémica se resolvió estableciendo que las archas o imágenes sagradas, a pesar del trato humanizado que se les daba –eran despertadas, lavadas, vestidas, alimentadas como si el dios estuviera realmente presente en ellas–, consituían simplemente representaciones

cia el prototipo porque lo reconoce de algún modo presente en ella. La imagen recibe una valoración sustitutiva y sustantivizadora, a partir de un vínculo con el fiel que es en cierto alucinatoria, emparentable con la experiencia onírica. Todo ello implicaba una apología del «hacer ver» la palabra divina, condensando en el orden visual la intención proclamada de Dios como Creador a través de la Palabra dada. La escolástica llevará todavía más lejos las razones en favor del culto a las imágenes. Santo Tomás de Aquino, Alberto Magno y Duns Scotto, los grandes teóricos escolásticos de la imagen, no discuten la premisa agustiniana de que la imagen es un signo, es decir una cosa destinada a dar a conocer expresamente a otra que se le parece. Siguiendo las tesis de Hilario de Poitiers, relativas preferentemente a la imagen imperial, la escolástica entiende que el modelo mantiene con su imagen una simulitud única e indescirnible: la imagen es la forma indiferenciada de aquello que reproduce, no en tano que «cosa», sino en tanto que «imagen», es decir por el efecto intelectual y emocional que provocan. A diferencia de las proposiciones, y como ocurre con los sustantivos, la imagen no es verdadera ni falsa: da a ver la cosa directamente, la demuestra, se convierte en su hipóstasis, es decir revela a la experiencia sensible lo que la cosa es en su irrepetibilidad, su estructura, su equivalencia proporcional. Si la iconodulia bizantina había hecho su defensa de la imagen a partir de una valorización de lo material inspirada en la acción de la Gracia, para la defensa escolástica de la imagen, lo sensible es exaltado desde una concepción optimista de la razón natural y su capacidad de abstraer el contenido intelectual del mundo a partir de los datos de los sentidos. Los escolásticos aproximan a la distancia mínima lo sensible y lo inteligible, de tal manera que el fiel establece una contemplación sacramental con la imagen venerada,6 la eficacia simbólica de la cual dependerá de la actitud espiritual del creyente, al igual que ocurre con los sacramentos en general. La fe vivifica la imagen, o, lo que es igual, el valor efectivo de la imagen es una función de su valor afectivo. Es Tomás de Aquino quién, releyendo a Aristóteles, más radicaliza esa permutación fundamental entre la «imagen en sí» y la «imagen en tanto que imagen», puesto que en él deriva en la distinción entre la adoración de la imagen de Cristo y la adoración de la imagen en tanto que Cristo.7 Es la emoción experimentada, la interacción psicológica con la imagen, lo que opera la confusión entre la representación y lo representado, confusión venturosa que Santo Tomás pudo experimentar, él, que tuvo ocasión de dialogar personalmente con un crucifijo, como reconoce en un momento dado de su Comentario de las sentencias. Serán estas las tesis que asumirá para la dogmática eclesial el Concilio de Trento, a lo largo del siglo XVI. Todo este sustrato especulativo implicaba, en la práctica, un desarrolo de la noción teológica de transitus, o pasaje de las cosas visibles a las invisibles, que hacía oficial una extensión al conjunto de los objetos de culto del principio dogmático de la transustanciación de la Hostia en la Eucaristía, proclamado por la Iglesia en el 1215, que las masas cristianas ya habían icónicas de fuerzas espirituales. 6 Tomo la expresión de G.P. Marchal, «Jalons pour una histoire de l´iconoclasme au Moyen Âge», Annales, L/5 (septiembre-octubre 1995), pp. 1135-1156. 7 Cf. J. Wirth, «Structure et fonctions de l´image chez Saint Thomas d´Aquin», en J. Baschet y J.-C. Schmitt, L´Image. Fonctions et usages des images dans l´Occident médieval, Le Léopard d´Or, París, 1996, pp. 39-57.

ampliado abundantemente por su cuenta, a lo largo de toda la Alta Edad Media, al conjunto del culto a las imágenes y reliquias de los santos. A retener cómo la pretendida conversión total en la liturgia eucarística de una sustancia –el pan y el vino– en otra –el Cuerpo y la Sangre de Cristo– fue uno de los motivos que más excitara la abominación de los calvinistas, no sólo hacia los católicos sino incluso en relación con la moderación mostrada por Lutero al respecto, puesto que su idea de consustanciación no negaba la presencia real de Cristo en la Eucaristia, aunque fuera coexistiendo y no suplantando las sustancias empíricas del pan y el vino. Con ello se transgredía bastante más que la prohibición de asignar a las imágenes una función analógico-monumental, ya de por sí instituida en el Libro sagrado: «Pues ¿con quién asemejareís a Dios, qué semejanza le aplicareís» (Is 40 18). Aquellas imágenes pintadas o esculpidas que se llamaba a destruir no se conformaban con figurar los personajes del panteón cristiano, sino que habían sido elevadas a la condición de auténticos objetos poseídos por sus oríginales redividos, o cuanto menos a prolongaciones físicas singularizadas de los propios personajes invisibles a quienes se aludía. Se trataba de verdaderas presencias vivas, y era de tal mérito maravilloso de donde procedía la capacidad para operar portentos que les era supuesta. Las posiciones doctrinales mediante las que los protestantes radicales hacen frente a las posturas iconofílicas del tomismo van a ser trascendentes mucho más allá del ámbito estricto de la teología y van a determinar cambios estratégicos en la percepción del mundo como lenguaje. Partiendo siempre de las premisas de von Karlsdstat, Calvino desarrollará todo lo que Bernard Cottret, analizando el Consensus Tigurinus y la Breve Resolución,8 ha llamado una «revolución semiológica», una relectura ciertamente revolucionaria de términos teológicos fundamentales preexistentes, como «substancia» y «substancial», siempre en relación con el misterio eucarístico. La transubstanciación católica en la misa se transforma, a partir de estos dos textos, en una ceremonia puramente conmemorativa, carente de eficacia por sí misma. En el pan y el vino hay, en efecto, una presencia real, pero no literal, sino espiritual, o, mejor dicho, una presencia ausente, un vacío, una espera. De ahí, Calvino opera una distinción del todo nueva entre los signos y las cosas figuradas. Frente a la identificación proporcional entre representación y cosa representada propia de la escolástica, se pasa, en Calvino, a una distancia ya invencible entre identidad y similitud. El significante evoca el significado, pero no lo suplanta, ni lo metamorfosea. El pan significa el cuerpo de Cristo, pero no es el cuerpo de Cristo, del mismo modo que el Espíritu Santo no es una paloma. Se pasa así de la eucaristía como sacrificio eficaz a la eucaristía como sacrificio simbólico,9 un cambio al que, a la luz de la nueva doctrina de salvación, se ofrece resistencia desde lo que se considera la magia negra de los papistas. La encarnación de Cristo és un episodio único e irrepetible, que sólo se reeditará históricamente en la Parusia, es decir en el Segundo Adviento anunciado en las Escrituras e inminente desde el profetismo de anabaptistas y puritanos. No hay pues repetición infinita del mismo milagro divino con cada rito eucarístico llevado a término sin defecto de forma. Calvino se pregunta si es posible negar que «se trata de 8

B. Cottret, «Pour une sémiotique de la Réforme: Le Consensus Tigurinus (1549) et la Brève résolution... (1555) de Calvin», Annales, XXXIX/2 (marzo-abril 1989), pp. 265-285. 9 Cf. O. Herrenschmidt, «Sacrificio simbólico o sacrificio eficaz», en M. Izard y P. Smith, eds., La función simbólica, Júcar, Gijón, 1989, pp. 185-204.

un culto supersticioso que los hombres se postren de rodillas ante el pan y adoren en él a Cristo», y lo hace esgrimiendo la prohibición al respecto el canon 20 del Concilio Niceno. Ante lo poderoso de los argumentos teológicos y doctrinales de Calvino contra la eficacia simbólica de la comunión, calificada en algún caso de invento diabólico, los católicos oponen en Trento la búsqueda en cierto modo desesperada de referentes doctrinales sólidos que refuerzen el principio de la materialización de Cristo en las especies eucarísticas.10 Con Calvino, el pan y el vino son significantes corruptibles –signos, testimonios, memoria, figuras, palabras visibles– que oscuramente remiten a un significado absoluto y eterno inalcanzable para el hombre: la Palabra, la gracia espiritual que alimenta y confirma la fe, las promesas de Dios. El insalvable alejamiento entre significado y significante reproduce en su inmensidad, en el sistema teológico calvinista, la que separa a los humanos de un Dios trascendente hasta lo inconcebible. Se confirma con ello la apreciación de Cassirer de que «la prohibición de la idolatría forma la frontera divisoria entre las consciencias mística y profética. Lo que distingue la conciencia monoteísta es que para ella la fuera animadora, la fuerza espiritual de la imagen está como apagada; que todo significado o significación se retira en ella a otra esfera puramente espiritual, de modo que el ser de la imagen sólo deja atrás el sustrato material vacío».11 La convicción de que existía una esencia objetiva y eficiente en los signos es precisamente lo que caracteriza ese universo «mítico» y «mágico» que caracteriza, para los protestantes, el catolicismo, y es su desactivación en lo que consiste el proceso de secularización. El famoso «desencantamiento del mundo» weberiano, es, para los puritanos, ante todo una colosal operación de exorcismo sobre el mundo. La materia ya no será más –o al menos ese era el propósito de la iconoclastia reformada– el instrumento de una coacción demoniaca de las consciencias. La revolución semiológica de Calvino no es otra que aquella que, ubicándola un siglo más tarde, en torno a la gramática de Port Royal, Foucault había designado como la binarización del regimen de los signos,12 una dualización que inhibía la mucho más compleja concepción medieval y renacentista de las relaciones entre modelo y representación, basada en el extraordinario poder del pensamiento analógico. A su vez, es preciso apuntar que este enfoque semiologizante, que permite singularizar la iconofobia modernizante de otras modalides de iconofilia, ya había sido anticipado en esbozo por Johan Huizinga en El otoño de la Edad Media, una obra que, en 1930, ya establecía que el diferencial entre el sistema de mundo medieval y el moderno se planteaba a partir de una ruptura con el pensamiento simbólico por parte del a partir de entonces hegemónico pensamiento genético-causal. El pensamiento simbólico «no busca la unión entre dos cosas, recorriendo las escondidas sinuosidades de su conexión causal, sino que la encuentra súbitamente, por medio de un salto, no como una unión entre causa y efecto, sino como una unión de sentido y finalidad».13 Ello a la manera de lo que Lévy-Bruhl había creído el presupuesto esencial del animismo primitivo: la indistinción entre la identidad del objeto y la del sujeto. El mérito de 10

Las discusiones en torno al mysterium fide en Trento aparecen resumidas en H. Jedin, Historia del Concilio de Trento, Universidad de Navarra, Pamplona, 1975, tomo III, pp. 59-85. 11 E. Cassirer, Esencia y efecto del concepto de símbolo, FCE, México DF, 1989 [1956], p. 175. 12 M. Foucault, «La representación duplicada», en Las palabras y las cosas, Planeta-Agostini, Barcelona, 1984, pp. 69-73. 13 J. Huizinga, El otoño de la Edad Media, Alianza, Madrid, 1990 [1930], p. 289.

Huizinga estuvo sin dudarlo en su capacidad de percibir cómo fue en el campo de los símbolos naturales y de sus límites en orden a investir lo perceptible de la grandeza de Dios, dónde realmente se produjo el tránsito de la Edad Media a la modernidad.

2. DEL CUERPO AL ICONO.

Las implicaciones de la estatuación católica de determinados objetos de culto eran de la máxima seriedad. Usando la tipología de Peirce tendríamos que las imágenes veneradas llevarían a sus límites la iconicidad de ciertos representámenes, es decir la capacidad de un signo icónico de denotar su objeto en virtud de caracteres que le son propios. Las imágenes católicas no se conforman con constiuirse en referencia de una existencia real sino que incorporan dicha existencia, de manera que en relación con su Referente se puede decir que no son como él sino que son él mismo. Ese principio al que obedece le permite a Peirce distinguir entre hipoiconos –diagramas, imágenes y metáforas– e iconos, es decir entre los signos icónicos que para sustituir a su Referente requieren de un sustantivo y los que prescinden de él.14 No son diagramas, por descontado, ya que no representan relaciones, pero tampoco imágenes, puesto que desbordan ampliamente una voluntad de mímesis, esto es de pensar en su significación en términos de su origen, como la repetición de aquello que ésta inaugura. Ni tampoco son propiamente metáforas, porque no se proponen representar el caracter representativo del Objeto mediante un paralelismo con alguna otra cosa. La imagen portentosa de los católicos respondería entonces a una radicalización de lo que Peirce llama el precepto de explicación en los signos icónicos,15 que es el que permite concebir a estos en tanto que emanaciones de su Objeto, pero no únicamente en tanto que depositarios de su aspecto externo o species, sino de su propia esencia trascendente: no es la forma lo que ha encontrado su materia, sino la cosa en sí; el signo no representa, sino que más bien ejecuta lo que significa. El razonamiento es coherente con el punto de vista escolástico relativo a la diferencia entre imago y vestigium, lo que no deja de ser resultado, a su vez, de la conocida admiración de Peirce por Duns Scotto. La cuestión se plantea entonces así: «Se desvanece la distinción entre el original y la copia y, por un momento, se convierte en pura ensoñación... En ese momento estamos contemplando un icono».16 A partir de ese tipo de criterios analíticos se han propuesto dicotomías que reproducen la oposición entre el ser como y el ser, y de ahí, por ejemplo, la distinción entre metáfora y sacramento o entre metáfora y metáfora sagrada en Bateson.17 Si sustituimos el registro semiótico-pragmático por cualquiera de los provistos desde la semiología inaugurada por Saussure, el campo afectado sería 14

Ch. S. Peirce, Un hombre, un signo, Crítica, Barcelona, 1988, p. 114-148. Ch. S. Peirce, La ciencia de la semiótica, Nueva Visión , Buenos Aires, 1974, p. 24. 16 Citado por Zulaika, Violencia vasca, p. 322. 17 Cf. G. Bateson y M.C. Bateson, El termor de los ángeles. Epistemología de lo sagrado, Gedisa, Barcelona, 1989, pp. 29-64. 15

el de las relaciones entre significado y significante que permiten conformarse a los signos. La imagen religiosa objeto de culto por parte de los cristianos no reformados trascendería las fronteras de lo que se da en llamar la significación intencional, en la medida en que deja atrás su estatuto analógico fundamental, o, lo que es lo mismo, la indispensable motivación metafórica que reclama el principio de similitud que en teoría debería cumplir. Su lugar no se encontraría en el plano de lo paradigmático o metafórico sino de lo sintagmático o metonímico. No sustituye un individuo semiológico por otro al que equivale, sino que, literalmente, lo realiza, a la manera como hacía el habla con la lengua según Saussure,18 estableciendo una variante radical de homologación o analogía entre dos magnitudes, así confundidas. Sería asimismo una expresión extrema de manifestación de lo inmanente o implícito en el lenguaje,19 en que se anula la distancia entre los pares que la semiosis o la producción de sentido asocian: significado/significante, concepto/imagen, contenido/expresión, fin/medio. Se trata también de una formulación expeditiva de lo que luego Benveniste presentó como sustantivación o proceso de correlación –no ontológica por supuesto, sino predicativa– entre el estar y el ser, o entre existencia y esencia. 20 Es este tipo de perspectivas el que ha permitido a los teólogos contemporáneos sustituir la antigua noción dogmática de transustanciación por la de transignificación. También hay que hacer notar lo que la vivificación de las imágenes convendría a aquéllos que han reconocido lo que podríamos llamar una dimensión metafísica del signo. Los herederos franceses de Heidegger –Lacan, Foucault, Derrida, el último Barthes– encontrarían en las manifestaciones icónicas de este tipo una posibilidad en que verificar su esperanza de hallar en los signos alguna revelación del Ser, o una presencia casi hierofánica de la esencia de la representación, o sencillamente alguna Verdad..., o acaso tan sólo algo de natural, algo que participe de las dimensiones de la autenticidad, de lo vivido, de lo motivado, algo que permita redimir la arbitrariedad a que la semiología de Saussure condenaba al signo. No hay que pensar más que en la manera como las cualidades portentosas del imaginario físico de los católicos no harían sino confirmar las intuiciones de un Paul Ricoeur, sobre todo porque ilustran a la perfección el título mismo de una de sus obras más famosas: La metáfora viva. Toda la reflexión ricoeuriana a propósito de la fusión entre el sentido y lo sensible o sobre la dimensión material de la metáfora, encontraría en este aspecto de la religiosidad popular de signo católico una exaltación poco menos que insuperable.21 Si nos retrotrajésemos a las fuentes durkheimnianas de Saussure nos encontraríamos con la teoría de la magía de Henri Hubert y Marcel Mauss, al tiempo que con la justificación de las acusaciones protestantes contra los católicos como practicantes de la nigromancia, ya que a esa forma absoluta de producción de sentido le correspondería la confusión entre cosa y representación que los teóricos de L'Année sociologique asignaban al mago. La magia, en efecto, realizaba la plenitud del principio de simpatía y «sólo podía concebirse uniendo las representaciones concretas a las representaciones abstractas».22 18

F. de Saussure, Curs de lingüística general, Empúries, Barcelona, 1991, p. 27. L. Hjelsmslev, Prolegómenos a una teoría general del lenguaje, Gredos, Madrid, 1971, pp. 73-90. 20 E. Benveniste, Problèmes de lingüistique générale, Gallimard, Paris, 1966. 21 Ver sobre todo el capítulo «El trabajo de la semejanza», en P. Ricoeur, La metáfora viva, Europa, Barcelona, 1980, pp. 237-292. 22 Hubert y Mauss, «Esbozo de una teoría...», p. 99. 19

Es más, Hubert y Mauss podrían haber estado pensando en la iconofilia católica cuando establecían que el arte de los magos «consigue reemplazar la realidad por las imágenes».23 Damos así, al final del trayecto emprendido por Mauss, con Lévi-Strauss y lo que estableciera a propósito de la eficacia simbólica, un conjunto de operaciones cuya tarea reside en provocar una homologación tal entre un tema mítico y un tema fisiológico que, al cristalizar, logre abolir en el espíritu «la distinción que los separa y volver imposible la indiferenciación de sus atributos respectivos.»24 Fijar la atención en la consideración que el culto a las imágenes merecía por parte de los cristianos de obediencia romana –al igual que ocurría con buen número de iconos en las liturgías populares del cristianismo ortodoxo oriental– no podía sino darle la razón a quienes les reprochaban haberse entregado a la adoración idólatra de lo concreto. El propio lenguaje explícito que empleaban delataba a las claras que los cristianos de Roma eran –según sus detractores– víctimas de un grave y pecaminoso malentendido que indistinguía las copias y los modelos, que afectaba fatalmente a las imágenes católicas y que por tal motivo las hacía objetivo prioritario de la labor purificadora de los reformadores. Así, por ejemplo, en catalán las imágenes son sants cosos –«santos cuerpos»– , al igual que en castellano santo, virgen, santocristo o cristo tienen un doble valor semántico para designar tanto al personaje como su estatua o dibujo, a partir de la premisa de que éstos últimos constituyen una vera icona, es decir un retrato auténtico al que en muchos casos no cabe atribuir una factura artística o artesanal, sino una producción directamente sobrenatural, como lo prueban las condiciones tantas veces prodigiosas de su entrega o invención. Es ese mismo principio lógico de intercambiabilidad entre representación y representado lo que hacia comprensible la cantidad de casos registrados por la tradición en que las imágenes brindaban signos somáticos de ser en realidad entidades dotadas de vida y susceptibles por ello de experimentar goces y sufrimientos. La propia Hostia consagrada podía brindar ella misma evidencias literales de su transustanciación, como lo demostrarían los testimonios que afirman haberla visto sangrar milagrosamente. La Edad Media es pródiga en historias sobre estatuas de Cristo crucificado que mueven los ojos, que inclinan o giran la cabeza, que sangran, etc. Las hagiografías de San Benardo, San Francisco, Santa Clara o Santa Catalina están llenas de este tipo de incidentes milagrosos. Incluso corrientes definidas como heréticas, fueron capaces de conducir a sus extremos esa misma convicción de que las imágenes del culto tenían virtudes mediúmicas. Es el caso del catarismo, con sus cruces antropomórficas y sus Cristos Vivientes. Los portentos pueden producirse en la soledad del éxtasis místico, pero también ante un nutrido público congregado en una iglesia, en una procesión o en una peregrinación. Como consecuencia de este tipo de leyendas, desde el siglo XIV y hasta el XVI se consagran en toda Europa buen número de cristos trucados, que pueden mover las piernas, los brazos o la cabeza. A algunos se les dota de mecanismos que producen la impresión de que están llorando o sangrando. A partir del inicio del culto a la Pasión que se extiende por España a partir del siglo XVI y principio del XVII, las imágenes crucificadas a las que se ha visto exudar sudor, sangre o lágrimas de verdad se multiplican. W.A. Christian ha atendido esa cuarentena de casos que 23 24

Ibidem, p. 148. Lévi-Strauss, «La eficacia simbólica», p. 217.

fueron dados como auténticos por la Iglesia en España entre 1590 y 1763.25 El arte de los siglos XVI y XVII recoge buen número de ejemplos de obras que representan a santos siendo abrazados por Cristos que descienden de la cruz: la Visión de San Francisco, de Murillo; el Cristo abrazado a San Bernard o, de Francisco Ribalta, o la sorprendente Visión de San Bernardo, de Alonso Cano, que muestra al santo recibiendo a una buena distancia un chorro de leche que surge del pecho de una imagen de la Virgen. Un elemento comparten todas esas situaciones: la virtualidad de la imagen sagrada es resultado directo del orden ritual en que se encuentra inscrita. La eficacia simbólica es, así pues, eficacia ritual. La persistencia de este tipo de percepciones en la práctica religiosa popular se constata en los numerosos gozos del siglo pasado centrados en episodios portentosos de crucifijos, santos o vírgenes que sangran por sus llagas, lloran o sudan sangre, demostrando la recurrencia de percepciones a propósito de la condición viviente de las representaciones sagradas. Piénsese también, por ejemplo, en la relación de crucifijos venerados en pleno siglo XX en las iglesias barcelonesas que ofrece Joan Amades, entre los que podemos encontrar santoscristos que sangran, que hablan, que se contraen o que se inclinan.26 De tal preocupación por encontrar la vida sagrada que se oculta en el interior de las imágenes –cuya intensificación le corresponde plenamente a la estética del Barroco– tenemos ejemplos relativamente cercanos como el de la película Marcelino, pan y vino, basada en la novela homónima de Sánchez Silva y que gira toda ella en torno a un santocristo que conversa con un niño. Por otra parte la somatización de lo sagrado puede afectar simpáticamente incluso al propio espectador, en aquellas oportunidades en que su propio cuerpo mima, en el éxtasis místico, elementos al mismo tiempo iconográficos y personales de la Pasión, que podían ir de desvanecimientos a la aparición de estigmas. En cuanto a las representaciones públicas de los padecimientos de Cristo –pasiones, viacrucis, procesiones, autos sacramentales, la propia misa– funcionan a la manera de mecanismos que permiten establecer y/o recargar el poder de las imágenes que los presiden, en tanto son acontecimientos dramáticos que se presentan como la fuente de poder de un cuerpo real implicito en los cuerpos de madera o de yeso. Es esa renovación teatral lo que les permite a las imágenes transitar del parecer al ser.27 En cierto modo las puestas en escena de la experiencia mística han sido, tanto vividas en privado como dramatizadas en público, reverberancias de la propia iconografía sagrada, como si la comunicación con lo divino consistiera en dejarse poseer de forma plena por la materialización de lo divino en sus imágenes. No podía ser de otro modo, puesto que la imagen sagrada es, de un modo u otro, consecuencia directa de una intervención sobrenatural. No se olvide que, al principio del culto cristiano a las imágenes, éstas son consideradas obra personal de santos o incluso auténticos autorretratos de la Virgen y de Cristo. A partir del siglo II se extiende la leyenda de que las primeras imágenes de María son obra de San Lucas. La virtud taumatúrgica de los grandes iconos de la Virgen que se exhiben en Bizancio es la conscuencia de haber sido de origen divino. Hay 25

W.A. Christian, «Francisco Martínez quiere ser santero. Nueva imágenes milagrosas y su control en la España del siglo XVIII», El Folk-lore andaluz, 4 (1989), pp. 103-115. 26 J. Amades, Costumari català. El curs de l´any, Salvat, Barcelona, 1983, t. III, pp. 562-564. 27 D. de Courcelles, «Du paraître a l´être», en Les histoires des saints, la prière et la mort en Catalogne, Publications de la Sorbonne, París, 1990, pp. 33-35.

imágenes de Jesucristo que se atribuyen a su Madre y desde el siglo VI comienzan a difundirse por toda Europa retratos aquiropitas de Cristo, es decir lienzos supuestamente pintados por él mismo.28 Luego, la relación entre aparición sobrenatural e invención de imágenes hará también elocuente el isomorfismo entre representación y representado, entre presencia figurada y presencia real. Casi siempre, y desde la Edad Media, las imágenes encontradas lo son inmediatamente después de una aparición sobrenatural que anuncia el inminente hallazgo, como un requisito que advierte que el objeto que va a ser descubierto no es un mero trozo de piedra o de madera.29 A su vez, las apariciones milagrosas de Santos, de la Virgen o del propio Cristo han sido hasta hoy, en todos los casos, apariciones de imágenes que cobraban vida, es decir animaciones de los personajes del sistema de representación católico. El tratamiento personal y no menos ambivalente que reciben todavía ahora mismo ciertas imágenes de la Virgen María en la religiosidad popular católica ha sido remarcado tanto para hacer el elogio de la humanización de los objetos de la piedad extraoficial como para censurar el desmesurado sensualismo y la escasa espiritualidad de los cultos no reformados o simplemente no controlados desde la jerarquía eclesial.30 Cabe subrayar esto último, puesto que la generalización a todas las imágenes y reliquias del principio lógico de la transustanciación eucarística, hacía que éstas escapasen del control de una Iglesia que las concibió en su día como instrumentos al servicio de la pedagogía de sus intereses. La relación directa que podía sostenerse con lo invisible, a partir de las cualidades sensibles atribuídas a las imágenes y las reliquias, permitían a los fieles aprovechar en su favor el poder atribuido al santo, sin tener que pasar por el papel mediador que se autoarrogaba el clero.31

28

Cf. A. Grabar, La iconoclastia bizantina, Akal, Madrid, 1998, cap. II, pp. 24-55. Honorio Velasco ha estudiado la persistencia de este tipo de leyendas de hallazgo y/u otorgamiento sobrenatural de imágenes sagradas, que permiten inaugurar iglesias y santuarios, a su vez marcadores territoriales que se constituyen en centros y redefinen espacios. Cf. «Las leyendas de hallazgo y de apariciones de imágenes. Un replanteamiento de la religiosidad popular como religiosidad local», en Álvarez Santaló, Buxó y Rodríguez Becerra, eds., La religiosidad popular, vol. II, pp. 401-411, y «La apropiación de los símbolos sagrados. Historias y leyendas de imágenes y santuarios (siglos XVXVIII)», Revista de Antropología Social, 5 (1996), pp. 83-114. 30 Cf., para el caso catalán, D. Blanc y M. Albert-Llorca, L´imagerie catalane. Lectures et rituels, Garae Hesiode, Carcasonne, 1988. 31 Todas estas ideas relativas a la condición mediadora de la imagen o, más allá, a su naturaleza epifánica no deberían en modo alguno considerarse como una mera reminiscencia de concepciones «medievales» sobre la imagen que habrían conseguido sobrevivir en la mentalidad religiosa popular. Por un lado tenemos los casos de animación de imágenes religiosas que continuan produciéndose hasta ahora mismo, como cuando a principios de febrero de 1995 la prensa publicaba la noticia de que una estatua de la Virgen que había en casa de un obrero de Civitavecchia, en Italia, ha llorado varias veces lágrimas de sangre. Pero se trata sobre todo de constatar que el imaginario contemporáneo no ha dejado de dar muestras –profanas, es cierto– de la vigencia de esa misma confusión entre presencia y representación. Poca diferencia hay entre la teorías de San Bernado o Santo Tomás sobre la imagen y lo que Diderot y Stendhal llamaron mucho después «ilusión artística». La creación literaria no ha hecho sino brindar ejemplos de esa misma predisposición intelectual a confundir la representación con lo representado. El popular cuento Pinocho, no sería sino una de tantas ejemplificaciones de ello, como lo serían también «El hundimiendo de la casa Usher», de Edgar Allan Poe, o El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde. En el cine, y dejando de lado las numerosas ilustraciones provistas por el género de terror, podemos descubrir muestras bellísimas de la vigencia de ese principio. Evóquense ese ramillete de obras maestras cuyo argumento se basa en las relaciones ambiguas que ciertos personajes masculinos mantienen con retratos de mujer: Rebeca (Alfred Hitchcock, 1939), La mujer del cuadro (Fritz Lang, 1940), Laura (Otto Preminger, 1944) o Jenny (William Dieterle, 1948). 29

La fusión de niveles entre la representación y la cosa representada hacía esperable que las actuaciones contra las imágenes pudieran ser imaginadas como actuaciones que no eran propiamente iconofóbicas, sino que tendría mucho más que ver con esa variante de profanación que tiene como objeto los cuerpos físicos y que es el martirio, lo que era absolutamente consecuente con la calidad que los objetos de agresión merecían en tanto que personas físicas, y no cosas. La imaginación religiosa prerreformada atribuía a los agresores de imágenes operaciones de mímesis radical equivalentes a aquellas que las cosas a las que se destinaba la acción violenta desplegaban. Mucho antes de que se les rindiese culto en los santuarios, la creencia ampliamente aceptada a lo largo de la Edad Media de que la cruz era un arma eficaz contra las epidemias de peste negra tenía su origen en la leyenda de la tortura por los judios de Beirut del siglo VIII de un crucifijo, que habría vertido sangre auténtica durante el suplicio. Hay que remarcar que esta historía mereció una enorme popularidad en Cataluña, sobre todo a partir de la acusación que recayó sobre los judios por la peste del 1384, lo que se ha entendido como la causa de que la devoción por los santocristos apareciese allí con precocidad en el siglo XVI. En esta misma línea, el azotamiento de crucifijos fue una de las inculpaciones más frecuentes dirigidas contra los falsos conversos y contra los herejes a lo largo de varios siglos. Wiliam A. Christian ofrece la lista de una treintena de procesos abiertos por la Inquisición por profanaciones de imágenes sólo en la provincia de Cuenca durante los siglo XVI y XVII, en las que el tipo de acción dirigida contra los crucifijos ya denota esta consideración que merecían en tanto que protagonistas de una auténtica pasión: reciben tiros, son apuñalados, le son amputados miembros, son lapidados, flagelados, etc.32 Esa paradoja de los iconoclastas, que se comportaban de hecho reconociendo el valor transmutado de las imágenes agredidas, ya fue notada por Gregory y Mary Catherine Bateson: «Al recorrer Inglaterra, las tropas de Cromwell iban rompiendo las narices, las cabezas y hasta los órganos sexuales de las estatuas que encontraban en las iglesias, impulsados por un fervor religioso, al tiempo que simultáneamente mostraban su total incomprensión de lo que es lo metafórico sagrado... No hay duda alguna de que las tropas de Cromwell estaban haciendo su propia poesía (horrible) con sus actos de vandalismo al destrozar los metafóricos órganos genitales como si éstos fueran reales».33 Gregory Bateson y su hija hubieran debido apreciar que el signo de esa valoración sacramental era inverso para católicos y para puritanos. Para los cristianos no reformados las imágenes agredidas eran lo que representaban ser, en cambio para los reformadores continuaban siendo, pero no lo que pretendían sus veneradores sino potencias demoniacas. La acción contra las imágenes era del mismo orden que Denis Crouzet apreciaba con respecto la dirigida por los hugonotes contra los cuerpos físicos de sus enemigos realistas,34 incluidos en el sistema de representación puritano como objetos de posesión por Satán. Su violencia contra las imágenes de la Virgen, de los santos o contra los crucifijos pertenecía, así pues, al campo del exorcismo. No era sacrílega, sino que –todo lo contrario– vengaba un ultraje cometido contra la necesaria invisibilidad de lo sagrado, por quienes estaban disuadidos de ser los

32

W.A. Christian, Religiosidad local en la España de Felipe -II, Nerea, Madrid, 1991, pp. 229-233. Bateson y Bateson, El temor de los ángeles, p. 42. 34 Crouzet, op. cit., vol. I, cap. V. 33

únicos cuerpos materiales a los que Dios había decidido poseer a través del don de su gracia. Al caso de los puritanos radicales y al de nuestros anticlericales violentos se le podría aplicar, en gran medida, lo apreciado por David Freedberg en relación con la iconoclastia bizantina: «La mayoría de las pruebas de los argumentos iconoclastas proceden de los defensores de las imágenes. La defensa de la veneración de imágenes encierra todos los elementos que pretende destruir».35 En efecto, puritanos y católicos coincidían en reconocer en las imágenes no un objeto, sino un sujeto, y un sujeto sobrehumano. La diferencia estribaba en qué sujeto era ese cuya presencia notaban. si divino o demoniaco. Los anabaptistas y los calvinistas creían que era puro sacrilegio hacer que lo concreto se presumiera soporte para la manifestación de lo divino. Pero eso no quiere decir que no estuviera disuadidos también de que un mundo corruptible estuviera en condiciones de servir de instrumento ocasional para un poder sobrenatural. En ese sentido, para los puritanos, los adoradores de imágenes no estaban dirigiéndose a meras estatuas vacías, sino a cuerpos materiales afectados de una presencia diabólica. Si el ser humano adoraba a los ídolos era porque su sed de trascendencia, apartado de la revelación por la ignorancia o por la maldad de algunos –los sacerdotes católicos, por ejemplo–, era saciada por un falso dios que había ocupado el lugar del verdadero. Todos los humanos habían tenido –siempre, en todas partes– un lugar vacante en su espíritu para Dios. Si ese lugar no podía ser habitado por Él, podía serlo por demonios impostores que, aprovechándose de la nostalgia de lo divino, empleaban la materia para practicar con ella formas abyectas de ventrilocuía. Las imágenes, los crucifijos, los relicarios no siempre erán meros trozos de yeso o de madera. Podían llorar, inclinarse, hablar, sangrar, actuar sobre el mundo, ejercer un poder, pero esa vitalidad que los humanos podían eventualmente tomar por divinoa era en realidad diabólica. Es ese argumento, implícita o explícitamente enunciado, lo que hace de la iconoclastia de principios de la Era Moderna un movimento anti-idolátrico, tanto si se da en Suiza o en Holanda de la mano de los revolucionarios calvinistas, en Bohemia con los campesinos seguidores de Tomás Münzer, o en Perú a cargo de los religiosos encargados de combatir el cultos a las huacas de los indios, todos ellos extirpadores de ídolos y demoledores de templos, combatientes contra la presencia de Satanás en la tierra. Unos quisieron suprimir toda mediación de lo material, otros se limitaron a sustituir las imágenes de los falsos dioses por imágenes de lo auténticamente divino –Cristo, María, los santos–, pero todos entendían que la idolatría era el reverso oscuro e inaceptable de la latria, su inversión satánica. Tanto los católicos como los calvinistas y anabaptistas percibían una cierta equivalencia entre imágenes temáticamente cristianas e ídolos. Para los fieles a la Iglesia de Roma, las primeras eran verdaderas y deben ser veneradas y los segundos falsos, y por ello son adorados. Imágenes e ídolos, no obstante, comparten unas mismas competencias didácticas, mnemotéticas y afectivas, y, por tanto, unas mismas cualidades operacionales y taumatúrgicas. Para los reformadores radicales las imágenes –todas– eran tratadas como ídolos, en el sentido que las Sagradas Escríturas emplean para referirse a los objetos de culto a erradicar por la malignidad que encierran. Así lo expresaba claramente el texto bíblico en aquellos párrafos en que era denunciada la 35

D. Freedberg, El poder de las imágenes, Cátedra, Madrid, 1992, p. 441.

condición satánica de las instancias con las que el diálogo con los iconos establecía comunicación, lo que sucedía tanto en el propio Deuterenomio – «Sacrifican a los demonios, no a Dios» (32 17)–, como en el Nuevo Testamento y en voz de Pablo: «Pero lo que inmolan los gentiles, ¡lo inmolan a los demonios, no a Dios» (1 Carta a los Corintios 10 20). Esa es la diferencia entre combatir la idolatría y combatir el fetichismo, que es el término que, a partir del siglo XVIII, se empleará sistemáticamente por la Ilustración para referirse al culto a las imágenes, tanto si se da entre los católicos europeos como si hace referencia a la religiosidad de los pueblos tenidos por atrasados del resto del mundo. La idolatría es una religiosidad desviada, caída, degradación de la «verdadera religión» aprovechada por el Demonio para infiltrarse entre los humanos y hacerse adorar por ellos. «La idolatria es la civilización más el diablo, o la civilización sin el verdadero Dios pero con el culto a las imágenes».36 El fetichismo, es, en cambio, y siguiendo la definición de De Brosses, «un culto directo, inmediatamente rendido a objetos, plantas o animales», una creencia estúpida, infantil, que indica que sus practicantes se encuentran en un escalón evolutivo inferior. Como se ha mencionado más atrás, la crítica ilustrada –y, luego, la librepensadora– contra la Iglesia católica y sus cultos será de esa segunda naturaleza, es decir antifetichista, poniendo el acento en la condición «atrasada» y primitivizante del catolicismo popular. El anticlericalismo positivista y burgués empleaba en su discurso toda la munición «científica» que le prestaba la antropología evolucionista, que «demostraba» cómo los sacramentos y las fiestas católicas no eran sino supervivencias de cultos paganos y pruebas de inmadurez civilizatoria. De ahí la reiterada acusación, planteada desde el anticlericalismo «culto», de que la Iglesia había hecho que en materia religiosa España fuera, como Valle Inclán hacía decir a Max Estrella en Luces de Bohemia, «una tribu del Centro de África», en la que, por decirlo ahora como Gerald Brenan, «los curas y frailes se convierten en una especie de brujos africanos».37 En cambio, el anticlericalismo de masas, con su fuerte contenido iconoclasta, demostró que, sin dejar de racionalizar sus acciones en clave anti-fetichista, se conducía como parte de una cruzada a muerte contra la idolatría. Los ejemplos de ello son numerosos. Llama la atención que en el completo resumen de martirilogios de Montero Moreno, el capítulo dedicado a los actos iconoclastas en sí se titule nada más y nada menos que «El martirio de las cosas».38 Los testimonios que se brindan en ese apartado abundan en lo atinado de la percepción que el mencionado título sugiere, que es la de que los objetos sagrados no fueron destruidos, sino atormentados y, finalmente, asesinados. En el pueblo abulense de Herradón de Pinares, uno de los asaltantes a la iglesia parroquial espetó al sagrario diciéndole: «Ríndete. Hace tiempo que tenía ganas de vengarme de tí».39 Es enorme la cantidad de imágenes sagradas que son fusiladas, ahogadas, colgadas del cuello, apuñaladas, apaleadas, enterradas, despedazadas a hachazos, torturadas... En la crónica de las agresiones iconoclastas en la provincia de Toledo se 36

Bernard y Gruzinski, De l´idolâtrie, p. 214. Brenan, op. cit., p. 34, nota 3. 38 A. Montero Moreno, Historia de la persecución religiosa en España, 1936-1939, BAC, Barcelona, 1961, pp. 627-653. 39 Ibidem, p. 631. 37

remarca como las imágenes son arrastradas por caballerías y apaleadas en el trayecto, como se les arrancan los ojos, como se las descuartiza y sus pedazos colgados por las paredes...40 En el martirologio de la provincia de Cuenca se narran multitud de ejemplos de cómo, en el verano del 36, a las imágenes se las trataba con «forma teológica» y «orden litúrgico»: «….con hachas, las astillaban, les cortaban las cabezas y con ellas jugaban a la pelota, les rompían los brazos y las piernas, o las ataban con cuerdas y las llevaban por las calles ; o las “fusilaban”, tirándoles con escopetas y pistolas...».41 Un libro de fotografías sobre los destrozos iconoclastas, publicado al poco de acabar la guerra civil, se tituló Via Crucis del Señor por tierras de España, para indicar que el maltrato de las imágenes lo había sufrido no éstas sino, literalemente y no en sentido figurado, lo que representaban.

3. CULTO Y DESTRUCCIÓN DEL SANT CRIST DE PIERA (JULIO, 1936).

La población de Piera, en la comarca barcelonesa de L'Anoia, con algo más de cinco mil habitantes en la actualidad, observa por el santocristo que se venera en la iglesia archiprestal de Santa María –una construcción consagrada en el 1260, en la que se mezclan elementos románicos y góticos, situada en la perifería del pueblo, cerca del castillo– un respeto cercano a la unanimidad, al margen –como suele ocurrir con las advocaciones locales– de las convicciones religiosas de cada cual. Se entiende que, de algún modo, el Sant Crist representa el nexo común a todos los pierenses y concreta lo que les hace sentir una comunidad con tradición y personalidad propia. Cada 28 de abril un gran número de vecinos, muchos más de los que acuden habitualmente a los oficios ordinarios, llena a rebosar el templo para rendir homenaje a quien, desde el siglo XVII y con San Bonifacio, es copratrón del pueblo. La leyenda quiere que el culto al Sant Crist se inicie en un momento no determinado del siglo XIII, cuando, en tiempos de una desoladora sequía, un peregrino llamó a la puerta de una masía de Santa Creu de Creixà –cerca del caserio de La Floresta, a unos 12 kilómetros del nucleo de Piera, pero dentro de su extenso término municipal–, para pedir algo qué comer. La masadera, una tal Maria Lleopart, tuvo que responderle que, por culpa de la falta de lluvia que la comarca sufría, se encontraba en una situación tan precaria como la suya. El forastero –que finalmente resultó ser un ángel– le rogó que fuera a la artesa para confirmar si en efecto no tenía nada que ofrecerle, haciéndole saber a la mujer que si se sacaba el Santo Cristo Crucificado que encontrarían escondido en el Hospital de Sant Francesc, que por aquel entonces se levantaba en Piera, la lluvia volvería a beneficiar a las gentes del pueblo. Cuando la payesa regresó de comprobar que, efectivamente, había pan en el horno, el visitante había desaparecido. La mujer comunicó la noticia a las autoridades, que ordenaron buscar la imagen anunciada de inmediato. Una vez hallada en 40

J.F. Rivera, La persecución religiosa en la Diócesis de Toledo (1936-1939), Toledo, 1945; citada en Revuelta González, op. cit., pp. 146-149. 41 S. Cirac Estopañán, Martirologio de Cuenca, Caja Provincial de Caridad, Barcelona, 1947, pp. 632633.

el lugar prometido, fue paseada en procesión por las calles, lo que propició la tan perentoria agua del cielo. Desde entonces, el Sant Crist ha salido de su ubicación en Santa Maria para hacerle recorrer las calles y plazas de Piera en tiempo de sequía, invocando así su virtud propiciatoria de la lluvia. Esta historia milagrosa justifica la condición protectora de los intereses y del bienestar de la comunidad que le es atribuida al Sant Crist. Los gozos en su honor así lo explicitan, cuando, luego del relato de los hechos prodigiosos que rodearon el descubrimiento de la imagen santa, concluyen:

Per l'Imatge sacrosanta que eixa Vila de Piera en tot temps ama i venera amb fe i devoció tanta, no la tracteu amb rigor, deu-li pluja en sequedat.42

O bien:

Vetlleu per la nostra vila contra pedregada i llamp. Com plantat en mig del camp, sou un arbre que s'enfila cel amunt, noble brancatge de la divina saó.43

Desde el punto de vista histórico, parece poco probable de la veneración al Sant Crist de Piera fuese muy anterior al siglo XVII. La capilla en que fue entronizado en la iglesia parroquial data del 1630, la cofradía consagrada a su advocación se fundó en el año 1662, el patronazgo el Sant Crist se decidió en el 1688 y la primera vez que se sacó la imagen en petición de agua está registrada en el 1691.44 Estas apreciaciones coincidirían con lo que nos han enseñado estudios generales como los de William A. Christian sobre la difusión de los cultos locales a santocristos en España, a partir de poco antes de la Reforma, y su auge durante el Barroco, por mucho que la factura de las figuras pudiera ser cronológicamente anterior.45 42

«Por la Imagen sacrosanta / que esta Villa de Piera / a toda hora ama y venera / con tanta fe y devoción, / no la trateis con vigor, / debedle la lluvía en sequía». Novena en obsequi a la devotíssima i prodigiosa Sagrada Imatge del Sant Crist de Piera, Foment de Pietat Catalana, Barcelona, 1928. 43 «Velad por nuestra villa / contra pedrisco y rayo. / Como plantado en medio del campo, / sois un árbol que se remonta / cielo arriba, noble ramaje / de la divina sazón». Goigs a la llaor del Sant Crist de Piera que es venera en el cambril de l´església arxispretal, Bas d´Igualada, Igualada, 1959. 44 A. Escuder, «5é. Aniversari de la Imatge del Sant Crist de Piera», en 1941-1991. Lé Aniversari de la Benedicció de la Nova Imatge, Ajuntament de Piera, Piera, 1991, p. 3. 45 Una magnífica visión en panorámica sobre la evolución del culto a las imágenes, primero de santos, luego de María y de Cristo, puede encontrarse en W.A. Christian, «De los santos a María: Paronama de

La imagen que es hoy objeto de veneración por los pierenses en el camarín de Santa Maria no es, pero, el original. La actual, costeada por suscripción popular, es una obra reciente de los hermanos Oslé Saenz de Medrano y fue instalada en el transcurso de una ceremonia popular de desagravio la noche del 27 al 28 de abril de 1941. La genuina estatua del Sant Crist de Piera, una espléndida pieza gótica probablemente del siglo X, había resultado destruida en los primeros momentos de la última guerra civil, representando quizás una de las pérdidas patrimoniales más gravés que produjo el estallido iconoclasta de 1936 en la comarca. El Padre Andreu de Palma describía así la agresión «en dos tiempos», por así decirlo, de que fue objeto la imagen: una primera, de la que salió indemne, por parte de las «turbas» y otra segunda como consecuencia de haber sido descubierta en su escondite:

Las hordas marxistas se habían conjurado contra el Santo Cristo de Piera: y el dulce atractivo de las multitudes, iba a ser blanco de sus siniestros propósitos. La turba profanadora entró en el sagrado templo y se dirigió al Camaril del Santo Cristo. Un clamor unánime entre ellos, profirió la sacrílega blasfemia: «No queremos que reines sobre nosotros». Y el Cristo fue destronado, arrancado del Camaril y quemado en el centro de su misma Capilla. El Cristo prodigioso resistió la acción del fuego, mientras el templo parroquial era profanado y destruido. Algunos devotos pierenses escondieron, más tarde, la imagen ilesa en el huerto de la Rectoría. Pero, descubierto el hecho por el murmurio de los indiscretos, al siguiente dia 22, volvieron los esbirros insaciables en sus iras y desenterrada la imagen fue sacada y arrastrada hacia la Plaza llamada de las «Monges», donde profanada por segunda vez, le prendieron fuego, custodiándola hasta su total aniquilamiento.46

Las versiones más consensuadas matizan, pero, esta narración y no le asignan a un tumulto descontrolado la primera incursión destructora. Las informaciones disponibles apuntan a que los autores del ataque fueron cenetistas procedentes de Martorell, con lo que nos encontraríamos con una de aquellas típicas actuaciones sacrílegas ejecutadas por elementos exteriores a la comunidad, que le ahorraban a los comités locales el peligro de ver deteriorada su autoridad por una actuación en exceso protagonista en el aniquilamiento de lugares u objetos devocionales de sus propios vecinos. Conviene hacer notar que Martorell es la ciudad importante más cercana a Piera –a unos 12 kilómetros–, aunque las relaciones más intensas a todos los niveles se producen con la capital de la comarca, Igualada, prácticamente a más del doble de distancia que Martorell –29 kilómetros–, o incluso con Vilafranca del Penedès. Los informantes de Piera me confesaban que con Martorell había existido siempre una relación de cierta antipatía y que, a pesar de estar mucho mejor comunicada con Piera que Igualada, el pueblo había estado siempre de espaldas a aquella ciudad, perteneciente a la comarca del Baix Llobregat. No he encontrado ninlas devociones a santuarios españoles desde el principio de la Edad Media hasta nuestros días», en C. Lisón Tolosana, ed., Temas de antropología española, Akal, Madrid, 1976, pp. 49-105. 46 A. de Palma, Notas históricas de Santa María de Piera, Pere Bas, Igualada, 1941, p. 61.

gún testimonio que pueda brindar una total garantía de que el origen de los autores de la profanación fuesen realmente de Martorell, y todos los informantes dan por sentada esta procedencia aduciendo que era «lo que siempre se había dicho». Algo parecido podría establecerse respecto de la culpabilización de los anarcosindicalistas. La predominancia de la pequeña propiedad agrícola en la vida económica de los pierenses había determinado, en la época, la ausencia de una tradición obrerista importante, así como un dominio en el plano sindical de la Unió de Rabassaires, lo que convertía a la CNT/FAI en una forma de alteridad política, asociada además al carácter étnicamente foráneo percibido en la inmensa mayoría de sus militantes, entre los que los castellanoparlantes eran constatados como mayoría.47 Eso explicaría la brutalidad de la acción, de la que en un momento dado un testigo de los acontecimientos me dijo textualmente que «no podía haber sido obra de catalanes». Todo en su conjunto, así pues, parece colocar el relato de los hechos al servicio del subrayamiento de la naturaleza ajena de la identidad local, étnica, ideológica y de clase de los autores del sacrilegio contra el Sant Crist. En cualquier caso es obvio que la atribución de los estragos a personas forasteras fue con frecuencia una excusa para escabullirse de una probable impresión negativa de los vecinos, y que fueron miembros de la propia comunidad los que en no pocas ocasiones se hicieron cargo de forma más o menos solapada de la dirección de los ataques o, cuanto menos, quienes indicaron objetivos y, con frecuencia, escondrijos. Fue este el caso de Piera, donde una de las versiones más aceptadas entre los sobrevivientes actuales de aquellos hechos indica que fueron tres vecinos del mismo pueblo quienes denunciaron dónde había sido ocultada la imagen del Sant Crist, luego del primer intento fallido de eliminación. Algunas informaciones insisten en que la delación fue la consecuencia de presiones recibidas, pero otras –las mayoritarias– insisten en el carácter voluntario de la traición y que fueron los propios delatores quienes, en una segunda y definitiva agresión, asumieron el protagonismo. De uno de estos individuos se dice que tuvo el cuidado de destrozar a martillazos la cabeza del Sant Crist, con tal de garantizar que no volvería a «escapar» de su destino fatal. Una vez descubierta, la imagen fue trasladada hasta la plaza conocida entonces como de Les Monges, frente el convento de la Divina Pastora, unos trescientos metros más abajo de Santa María y en el barrio del Raval, seguramente para asegurar un máximo de espectacularización pública de la agresión y obedeciendo a aquel mismo imperativo ritualista que inspiró tantas de las profanaciones producidas en aquellos momentos en todo el país. El lugar donde se llevó a cabo el sacrilegio es, todavía hoy, la Plaça del Sant Crist, y está presidida por una gran cruz blanca que recuerda unos acontecimientos que nadie duda en considerar funestos para la historia de Piera. Deberíamos detenernos en el papel que juegan los forasteros en la narración de la profanación del Sant Crist. Llama la atención como la circunstancia dramática de la ocultación y posterior descubrimiento de la imagen funciona, en términos estructurales, como una reproducción invertida de la leyenda de su 47

Cuestión ésta recurrente en ciertos testimonios cualificados de los desmanes iconoclastas. En Vic, Antoni Bassas i Cuní, vió llegar, la mañana del 21 de julio, «camiones llenos de gente, todos armados y la mayoría mal vestidos, castellanos y de un aspecto muy poco agradable» (La guerra civil a Vic. Dietari 1936-1939, Eumo, Vic, 1991, p. 33 ; el subrayado es mío).

invención. Instalando las secuencias en paralelo, la relación de oposición quedaría del siguiente modo.

LA VISITA

Maria Lleopart recibe la visita de un fo- Un pelotón de cenetistas de Martorell rastero, ángel enviado del cielo para llega al pueblo para romper la paz y la proteger al pueblo. convivencia de los vecinos.

Como puede verse, el elemento común de esta primera secuencia es la irrupción de personajes extraños al pueblo. En cambio el signo que correspondería asignarle se invierte: es benigno en un caso y maléfico en el otro. EL MENSAJE El llegado informa a una mujer de la Los llegados son informados de la ubiubicación de la imagen. cación de la imagen por tres hombres.

Lo que se transforma aquí es la dirección de las informaciones: un forastero benefactor comunica un mensaje valioso a una quintera que viene a encarnar a toda la comunidad y a sus intereses. El reverso de la escena consiste en que unos malos pierenses traicionan a la colectividad trasmitiéndole un mensaje igualmente precioso a visitantes nocivos. Que la oposición remarque el género y el número de informantes e informados no deja de ser un dato de interés: el singular y femenino son remarcados como signos positivos, el plural y el masculino como negativos.

EL DESCUBRIMIENTO

La imagen es hallada. Es paseada por La imagen es hallada. Es paseada con el pueblo para exaltarla. Acaba la se- escarnio por el pueblo y destruída. Se quía y el pueblo recupera la inicia la guerra civil y, con ella, una éprosperidad. poca oscura.

El descubrimiento de la cruz tiene también, como acabamos de ver, un desenlace reversible. En un caso el santocristo recibe el homenaje del pueblo, y, a cambio, la lluvia vuelve a beneficiar a los pierenses. En su contrario, la imagen es descubierta igualmente, pero para ser aniquilada. La consecuencia es también simétricamente contraria, de manera que el pueblo deberá afrontar

el periodo mas desgraciado de toda su historia. Obsérvese como la operación inversora se produce también en el hecho mismo de sacar la imagen y desplazarla por el pueblo. En efecto, las procesiones en rogativa para obtener la lluvia constituían momentos excepcionales de la vida de la población y eran la única oportunidad en que la imagen salía de su camarín. De hecho, la última vez que vió la luz del sol con esta finalidad propiciatoria fue en el 1924. La siguiente fue en julio de 1936 y para ser destrozada. Las consecuencias simbólicas fueron, obviamente, tan antagónicas como el trato que la imagen recibiera, y funcionaron, acaso, como una suerte de contrapartida negativa con que el Sant Crist castigaba sobrenaturalmente la pasividad de los pierenses, que no hicieron nada para impedir su profanación. Esa misma condición simbólicamente elocuente de lo que podríamos llamar «segundo encuentro» de la imagen puede tener connotaciones portentosas si quién la halla es un devoto. En Sant Esteve de Cervelló –cerca de Barcelona–, la víspera de Todos los Santos de 1936, un vecino se vió sorprendido por una luz repentina le iluninó «como si fuera de día», procedente de un valle cercano. Al día siguiente, impulsado por una intuición, aquel hombre fue a remover los escombros de la destruida capilla de la Virgen del Remei, encontrando entre ellos la imagen que allí se había venerado. Al día siguiente regresó al mismo lugar y dió con la imagen del Niño que acompañaba la de la Virgen. De regreso, el vecino tiene experiencias extrañas, percibe señales y se pierde varias veces, hasta que en una de sus desorientaciones da también con el vestido de la Virgen 48 De la destrucción por el fuego de la imagen pudieron salvarse algunos elementos. Uno de los tres clavos de la cruz fue rescatado del fuego e incorporado más tarde a la nueva figura. A la derecha del camarín actual se exhibe, dentro de una vitrina empotrada, la reliquia de la Mà Conservada –la «Mano Conservada»–, el otro de los restos de la figura original que pudo ser retirado a tiempo de las llamas por algún vecino y al que se rinde un culto especial. La iglesia de Santa Maria fue incendiada completamente y su mobilario quemado en una hoguera en la placita que se extiende ante el mismo templo. El ya mencionado convento de la Divina Pastora no fue atacado en los momentos iniciales, aunque tiempo después se hizo explotar una bomba de mano en el interior. Se destruyeron igualmente los archivos y la biblioteca parroquiales, aunque se recuperó intacto El llibre d'or del Sant Crist, en que se recoge la historia de la imagen y de la cofradía a ella consagrada. Los miembros del clero que se encontraban en Piera –las monjas del convento, y dos vicarios y el rector de Santa María– fueron protegidos por el propio Comité y no sufrieron daño personal. La persecución contra el clero fue comparativamente ténue en todo el Arciprestazgo de Piera, y «sólo» se asesinó a tres de sus 24 párrocos.49 Durante la guerra se produjo otro episodio iconoclasta, consistente en la destrucción por manos anónimas de todas las cruces del cementerio. Estos de Piera no fueron los únicos hechos de violencia sacrílega que conoció L'Anoia en los momentos iniciales de la guerra civil de 1936-1939. Numerosos edificios religiosos de la comarca fueron destruidos por el fuego, sus imágenes agredidas en todo tipo de puestas en escena y se ha establecido en 19 el total de sacerdotes o religiosos muertos en la comarca en aquellos mo48

J. Armengol, Notes històriques sobre l´ermita de la Mare de Déu del Remei del «Mas-Vila» de la Parròquia de St. Esteve de Cervelló, Imprenta Comas, Barcelona, 1948, pp. 30-32. 49 J. Sanabre, Martirologio de la Iglesia en la diócesis de Barcelona durante la persecución religiosa, Librería Religiosa, Barcelona, 1943, pp. 77-78.

mentos. Merece la pena atender a la situación producida en la capital comarcal, Igualada, sobre todo por lo que hace a la misteriosa suerte corrida por el santocristo gótico –siglo XIII– que constituía el elemento más preciado del culto local y al que se atribuye una hemorragia portentosa en el siglo XVIII.50 A pesar de que, tras duras negociaciones entre las autoridades municipales y los sindicatos, se consiguió salvar el magnífico retablo barroco de la iglesia de Santa María en que se encontraba el Sant Crist de Igualada desapareció para siempre luego de haber sido también delatado su escondite, lo que pone en paralelo su avatar con el de Piera.51 En los casos de los Sants Cristos de Piera e Igualada nos encontraríamos una vez más con actuaciones violentas que tienen como destinatario no tanto una representación como un sujeto, es decir a la manera de un suplicio personal o un martirio.52 El martirio responde a una lógica del cuerpo vencido, sufriente, mortificado, trozeado que es central en todas las variantes del cristianismo, en el judaísmo y en el Islam y que insiste en la destrucción o el daño enfático de la carne. Se trata, en todos los casos, de proyectar hasta sus últimas consecuencias los principios lógicos del ascetismo, que establecen una relación proporcional entre los sufrimientos del cuerpo y la adquisición de méritos para la salvación. La destrucción protocolizada y minuciosa del cuerpo puede llevarse a cabo siguiendo distintas pautas y empleando un compendio restringido de técnicas e instrumentos –fuego, descuartizamiento, hierros al vivo, tenazas, aseatamiento, etc.–. En el caso del cristianismo el modelo lo presta el padecimiento, la agonía y la muerte del hijo de Dios, es decir la Imitatio Christi. En el cristianismo no reformado y popular, el referente se adopta de la devoción al cuerpo sufriente de Cristo que se evoca en la Eucaristía y que se exhibe literalmente en las imágenes de los sagrados corazones y en los crucifijos y, por extensión, en la iconografía relativa a los tormentos y amputaciones a que sometidos los santos y las santas: Santa Dorotea, Santa Lucía, Santa Águeda, San Sebastián, San Andrés, etc. Así, a la manera de los relatos martiriológicos, se relata cómo el Sant Crist de Piera es detenido en una primera instancia, escapa a su ejecución, encuentra refugio, es delatado por unos traidores, de nuevo apresado, víctima de todo tipo ultrajes, torturado y, por último, asesinado, con un episodio añadido en que sus despojos son profanados. No puede extrañar que los ejecutores –educados en una práctica sacramentalizadora de las imágenes– aceptasen el principio de equivalencia entre imagen y modelo. El Cristo de Piera fue tratado como correspondería a un dios impostor hecho hombre –y no estatua–, y de acuerdo con las referencias dramatúrgicas con las que se contaba, es decir las del mito de la aventura pasional de Cristo o con las que nutrían las hagiografías martiriales. O, dicho de otro, modo, al Sant Crist de Piera le fue aplicada una gestualidad de la violencia contra el cuerpo abundantemente utilizada por la propia retórica sacral en que los agresores habían sido entrenados por la cultura, y a la manera como fueron martirizados y ejecutados cientos de sacerdotes 50

Cf. M. Térmens i Graells, Revolució i guerra civil a Igualada (1936-1939), Ajuntament d´Igualada/Publicacions de l´Abadia de Montserrat, Barcelona, 1991. 51 Cf. A. Jorba i Soler, Agonia d´una ciutat. Crònica dels fets més importants ocorreguts a Igualada en el període 1936-1939, Imprenta Codorniu, Igualda, 1982. 52 Cf. J.-P. Albert, «Le corps défait. De quelques manières pieuses de se couper en morceaux», Terrain, 18 (marzo 1992), pp. 33-45. Sobre la lógica martirial en general, cf. J. Marx, ed., Sainteté et martyre dans les religions du livre, Editions de l´Université de Bruxelles, Bruselas, 1989.

en aquellos mismos momentos. Todas las referencias a la destrucción del Sant Crist no hacen sino abundar, una y otra vez, en la evidencia de que aquello que se escenificó aquel verano de 1936 con extrema virtualidad, no era otra cosa que una passió, es decir una versión sobremanera realista de aquel mismo tipo de drama litúrgico tradicional que por Cuaresma se pone en escena en buen número de poblaciones catalanas, algunas tan cercanas a Piera como Esparreguera. Es más, el propio discurso martiriológico le asigna a los cenetistas de Martorell idéntico papel dramático que en las teatralizaciones de los sufrimientos y muerte de Cristo asumen los judios o Judas, como villanos de la obra. La narración que nos dejó el P. Andreu de Palma lo reconoce sin ambajes: «El esbirro, apostrofaba al Santo Cristo, de la misma manera que el pueblo deicidia se mofara un día del Mártir del Gólgota: “¡Eh, tú que tienes tanto poder, veas de demostrar ahora tu poderío”».53 En un librito en que un vecino de Piera evocaba las viejas costumbres perdidas del pueblo, este paralelo tampoco tiene el mínimo escrúpulo en ser reconocido. Refiriéndose a las celebraciones de Semana Santa, se dice: «Unos Judas, con locura sacrílega de condenados y entre la conmoción de todo el pueblo al ver la hoguera, quisieron hacer trizas el ánima piadosa y buena de los pierenses, pero en vano. La protección paternal y amorosa del Sant Crist nunca faltará».54 En otro lugar se puede leer:

Al fondo de la iglesia se instalaban los misterios del Santo Sepulcro, Jesús de Nazaret, La Dolorosa, y los Judíos o, mejor dicho, el Azotamiento. Este misterio de los judíos era el más admirado; la imagen de Jesús, atado a la columna, con cara completamente lastimosa, el cuerpo yagado y sangrante, con los judíos, feroces, azotando a Jesús...; se trataba de los judíos que a lo largo del año podían verse en la sacristía del Sant Crist y que no había fiel que, al entrar en la sacristía, no contemplase estremecido. Pues ahora, por Jueves Santo, se hacían más antipáticos, crueles y malvados..., eran una especie de bolcheviques de nuestro tiempo.55

Por descontado que los propios fieles continuaron aceptando la misma lógica adecuada a una pasión personal y le aplicaron a los restos conservados una tecnología no menos martirial que la empleada para someterle a tormento. La veneración de una reliquia –es decir, de aquello que los diccionarios establecen que es «lo que queda del cuerpo de lo santos, de los personajes sagrados» (Larousse)– conservada del Sant Crist, exhibida al lado de la figura sucedánea, lo confirma de una manera inequívoca, como ocurre con otra reliquia parecida: la de una de las manos del milagroso Sant Crist de Salomò, salvada de su quema en el campo de fútbol de aquella ciudad del Tarraconès, aquel mismo verano de 1936. El ajuste de cuentas con que concluye la historia de la destrucciónmartirio del Sant Crist de Piera es también revelador. La resolución de la historia del asesinato de la imagen y el ultraje cometido contra sus despojos fue, 53

Palma, op. cit, p. 61. Anónimo, Pierenques, texto manuscrito, Piera, 1947, p. 16. 55 .Ibidem, p. 29. 54

como correspondía a la propia dimensión de la víctima en tanto que sujeto sagrado lesionado y no como objeto, también la de la venganza. En efecto, uno de los tres malvados a los que la comunidad atribuye la responsabilidad de haber desvelado el escondite de la imagen, «al intentar violar cierto oratorio cayó mortalmente herido, con las balas de su propia arma, al arremeter con la culata del fusil contra las puertas de aquella capilla».56 Algunos testimonios aseguran que los otros dos sufrieron un destino no menos horrible. Uno de ellos perdió la vida durante la guerra y del otro, aquél al que se culpa de haber destrozado a golpes de martillo la cabeza del santocristo, se dice que murió al acabar la contienda víctima de un dolorosísimo tumor celebral. Pruebas, en definitiva, de que la agresión contra la imagen funciona a la manera de una invocación negativa, de la que la competencia simbólica de ésta garantiza en todos los casos una respuesta adecuada al sentido de su interpelación violenta. La producción de acontecimientos vengativos a cargo del Sant Crist de Piera no constituía, en cualquier caso, un fenómeno inédito. Como en tantos otros casos, venía a confirmarse que un poder sobrenatural protegía la imagen venerada y que una especie de maldición fatal acechaba a quienes osasen atentar contra ella. La población ya había experimentado esta virtud que su santocristo tenía no sólo de defenderse él mismo de los profanadores, sino a toda la comunidad de sus enemigos. Una mañana de 1713 se descubrió un intento frustrado de robo en la iglesia parroquial del que, más tarde, un condenado a muerte se hizo responsable. Refiriéndose a su declaración y a las circunstancias que impidieron el delito, uno de los cronistas de la vida religiosa de Piera narra: ... Él, como otros sus compañeros, habian tenido el sacrilego empeño de robar las riquezas del Templo, pero al querer cargar con ellas encontrándose en presencia de la Majestuosa Imagen se les presentó un personaje lleno de magestad con semblante terrible cuya presencia les aterró obligandoles á huir con fuga precipitada no solo de la Iglesia, y Villa sino aun de todo el dilatado termino de Piera, y quantas veces se decantaban á mirar dicha Villa, otras tantas les parecia ver aquel formidable rostro: Qualquiera que conociere este prodigio debe confensar que el lugar donde se adora la Imagen milagrosa es especialmente destinado á la Gloria del Señor: pues así sabe castigar á los que temerarios intentan injuriarle.57 Por otro lado, la lógica con que el santocristo castigaba las ofensas sacrílegas contra su integridad es, invertida, la misma que operaba con sus actuaciones prodigiosas, repitiéndose el principio de trastocamiento que ya contemplábamos en los dos relatos de la invención de la imagen escondida. La mecánica punitiva es, como veíamos, la misma que afectó al pueblo en su totalidad como consecuencia de no haber impedido la profanación del Sant Crist y que volvía del revés las ventajas que, en forma de lluvia, obtenía por su fidelidad. Más en concreto todavía, el inventario de milagros que la tradición asigna al Sant Crist recoge intervenciones salvadoras en premio a la fe demostrada que se situan simétricamente al lado contrario de los castigos deparados a sus ultrajadores posteriores. El 27 de abril de 1712, vigilia de la fiesta consagrada 56

Palma, op. cit., p. 61. Anónimo, Compendio histórico y manual de la muy portentosa Sagrada Imagen del Santo Christo de Piera, Ignacio Abadal impresor, Manresa, 1820, p. 36-37. 57

al Sant Crist, una bala disparada accidentalmente en el curso de un desfile militar atravesó la cabeza de un vecino del pueblo, que, herido de muerte, invocó el poder de la imagen, obteniendo por ello una milagrosa curación. Es decir exactamente el reverso dramático de la muerte accidental de uno de los profanadores de la capilla de Santa María en el verano de 1936. Los ejemplos de este tipo de permutaciones son frecuentes en los «martirologios de cosas» de la Guerra Civil. Según uno de ellos, en Cañada de la Juncosa, en la profanación de la ermita de Jesús Nazareno, uno de los profanadores, que había hecho «actos deshonestos a la imagen de Jesús Nazareno, murió en el frente, ametrallado en sus partes». En esa misma población un vecino disparó contra la imagen de San Antón que se alojaba en la iglesia parroquial, dándole al cerdito con que se representa al santo a sus pies. «Al volver dicho individuo a su casa, se encontró que estaba ahogándose su cerdo, de un mal repentino e ignorado». Durante mucho tiempo, aquella persona afirmaba que oía gruñir por las noches a su gorrino muerto.58 En Menorca, una mujer se paseó por las calles con una hostia consgrada adherida con saliva en su frente. Al cabo de un año, moría de una tuberculosis meníngea que le ocasionaba terribles dolores de cabeza. En la parroquia de San Antonio, en el propio Madrid, unos milicianos le arrancaron la cabeza al santo titular y jugaron con ella al fútbol. Al terminar el «partido», uno de ello se sentó a comer apoyándose el fúsil en el pecho. Un tiro accidental le voló los sesos.59 Ya se ha aludido a como, en Salomò, el veneradísimo Sant Crist fue quemado públicamente en el campo de fútbol. Durante la guerra, aquel espacio sirvió para sembrar trigo. En el punto exacto donde se había destruido la sagrada imagen los habitantes de Salomò pudieron ver cómo crecían las espigas mucho más que en resto del campo. Lo hacían, además, conformando una cruz.60 He ahí la matriz conceptual de la iconofobia anticlerical en la España contemporánea. Para sus agresores el Sant Crist de Piera y las imágenes veneradas en general venían a expresar, en la línea de la impugnación puritana de la representación sacramentada, los límites perversos del lenguaje analógico, un lenguaje cuya energía no se negaba, pero de la que se delataba su condición de instrumento diabólico. Era esa malignidad intrínseca de la representación la que convertía a las imágenes sagradas españolas en deudoras del destino terrible que les fue deparado en el verano de 1936. Desativando violentamente la capacidad de los símbolos sensibles para actuar sobre el mundo, se creía propiciar el advenimiento de una nueva relación con lo sagrado. En ella el ser humano podría desoir los murmullos del mundo y quedarse a solas consigo mismo, en silencio, para encontrar en su conciencia el único lugar legítimo en que experimentar lo inefable. El tiempo no habría de tardar en poner de manifiesto hasta qué punto el pensamiento simbólico no estaba dispuesto a replegarse tan temprano, y cómo sabría encontrar esos refugios desde los hoy continua desplegando su antigua y secreta eficacia.

58

J. Pérez de Urbel, Los mártires de la Iglesia, Editorial AHR, Barcelona, 1956, pp. 197-198. Montero Moreno, Historia de la persecución..., pp. 645 y 649. 60 S. Nonell i Bru, Màrtirs del Penedès, Gea, Barcelona, 1984, pp. 54-55. 59

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.