¿Existe una literatura mediterránea? Reflexiones desde el pasado hacia el presente

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N. Salvador Miguel “¿Existe una literatura mediterránea? Reflexiones desde el pasado hacia el presente” Este artículo se publicó en El Mediterráneo. Un lugar de encuentros entre culturas, coords. J. Mª García Gómez-Heras y J. Flebes, Yanes, Tenerife-Gran Canaria, 2006, pp. 107-122.

5 ¿EXISTE UNA LITERATURA MEDITERRANE'A? REFLEXIONES DESDE EL PASADO HACIA EL PRESENTE

Nicasio Salvador Miquel Catedrático de Literatura Universidad Complutense de Madrid

5.1. «NIEDITERRANE'O», UN TÉRMINO RESTRINGIDO, IMPRECISO, GENERALIZADOR Y HASTA FALSEADO Evidentemente, basta recurrir a cualquier enciclopedia de andar por casa para enterarse de que el Mediterráneo es un mar continental situado entre Europa, Af'rica y Asia, que, a través del estrecho de Gibraltar, se une en el oeste con el Océano Atlántico, mientras que de manera artificial, por medio del canal de Suez, comunica al este con el Índico. Mas, cuando uno se ve tentado a discurrir sobre el Mediterráneo y se lanza a una primera reflexión sobre el término, bien en su forma sustantiva bien en la adjetiva, acaso de lo primero que toma conciencia es de que el vocablo, a pesar de ser de uso habitual y corriente, conlleva para muchos un significado restringido e impreciso. Así, aunque no dispongo de encuestas amplias y detalladas, en el caso de que las haya, un simple sondeo entre alumnos universitarios me ha permitido comprobar hace poco que el término «Mediterráneo» les sugiere un espacio geográfico en el que apenas se integran otros países que España, Francia, Italia y Grecia, en muy pocos ocasiones Chipre y Malta, y en menos casos aún Argelia, Túnez, Libia, Egipto, Siria o ’lhrquía. El desenlace de la pesquisa resulta inquietante, puesto que implica, sobre todo si las conclusiones pudieran extrapolarse a encuestados de similar nivel, que muchos europeos de cultura media asimilan con el Mediterráneo

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países como España, Francia, Italia o Grecia, bañados también por otros mares u océanos, mientras que dejan fuera otros cuyas costas se abren en exclusiva al mar sobre el que se reflexiona en este encuentro. Por supuesto, esa reducción territorial con que muchos encaran el concepto cabe despacharla pontificando sobre la incuria galopante de los saberes geográficos, agravada en el caso de España por los nefastos planes de enseñanza infantil y secundaria que permiten otorgar carta de igualdad al último e ínfimo riachuelo de la respectiva Comunidad autónoma y al Océano Atlántico, pongo por caso. Pero, sin duda, si no por conocimiento reflexivo, sí por una tradición cultural heredada, los europeos que caen en tal merma conceptual no hacen más que expresar la percepción de la existencia de unas analogías entre un español, un francés, un italiano o un griego frente a los habitantes de otros países como los enumerados en último lugar. Podría pensarse, sin embargo, que con tal respuesta se estuvieran señalando, aunque no provinieran de una cavilación previa, unas diferencias que corresponderían a la distinción entre una cuenca occidental y otra oriental, pero, desde mi forma de ver, muchos quedarían aún más confusos al averiguar que, por caso, Grecia pertenece geográficamente a la zona oriental, pese a que desde la perspectiva cultural se lleva todas las cartas para ser considerada como la cuna de la civilización mediterránea. De esta manera, se aprende también, en una primera aproximación, que la visión territorial y la cultural tampoco tienen por qué coincidir sin más. Las consideraciones precedentes sobre el sustantivo no cambian cuando examinamos el vocablo en su forma adjetiva. Se habla, así, de clima mediterráneo, vegetación mediterránea, dieta mediterránea y otras formulaciones similares, atribuye’ndoles un significado que no sólo pretende remitir a espacios geográficos y culturales muy varios sino que también, con frecuencia, monopoliza una interpretación exclusiva y hasta excluyente. ¿Por qué la moda mediterránea tiene que ser la dictada por los diseñadores de París, Roma, Barcelona o Madrid y no por los grandes costureros de El Cairo o Tel Aviv? ¿Es más moda mediterránea el traje de Saint-Laurent o Ermenegildo Zegna que las ricas chilabas que con tanta elegancia visten altos dignatarios egipcios o jordanos‘? De la imprecisión sólo hay, a veces, un paso a la generalización, pues, por ejemplo, si el concepto de clima mediterráneo —como sinónimo de moderación térmica y exigüidad de precipitaciones, especialmente en verano, con inviernos de temperatura moderada y veranos cálidos- se refiere, en principio, al que se disfruta en las zonas

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ribereñas de este mar, sin tener en cuenta el que se sufre en el interior y en las zonas montañosas de esos mismos países, también se emplea para referirse al clima de las costas californianas de Estados Unidos, las de Chile central, las del sur de Afrrica (Ciudad del Cabo) y las del suroeste de Australia. Una última estación en este camino lingüístico se produce cuando de la imprecisión, restricción o generalización se pasa al fraude conceptual que, no obstante, puede arraigar como noción fijada y admitida con un significado unívoco, por más que en no pocas ocasiones no responda a la estricta realidad. ¿Cómo puede llamarse, sin más, dieta mediterránea a una fórmula de manutención de la que forman parte insustituible productos como el tomate, la patata, la calabaza o la chirimoya, cuyo origen atla’ntico no admite dudas?

5.2. SINCRONIA' Y DIACRONIA' Esta pregunta nos conduce al planteamiento de una nueva cuestión, a saber, la inanidad de discurrir sobre el Mediterráneo sin hacer una neta distinción entre sincronía y diacronía. Pues la asimilación que, durante siglos, se ha hecho en Europa de los alimentos citados como si fueran propios permite nominarlos hoy, pese a su origen, como ingredientes de la dieta mediterránea, un concepto, por otra parte, muy reciente y, por tanto, muy posterior al acomodo mediterráneo de tales productos. Con todo, las etiquetas producen identificaciones y, si las identificaciones son vendibles o se consideran como tales, pueden pasar de la inexactitud a una pura falsificación o distorsión que no cabe explanar ya ni siquiera con distingos cronológicos. Así, sin salir del paradigma que nos ocupa, un restaurante madrileño, de cuyo nombre no quiero acordarme, anunciaba en el mes de septiembre de 2004 «sabor mediterráneo» en una carta que contenía, entre otros platos, «salteado de verduras al estilo Thai» y «wok de fideos con verduras al estilo Saigón». De modo similar, más de uno habrá tenido la oportunidad de escuchar una cuña radiofónica puesta en boca de un médico que se titula doctor, aunque probablemente so’lo será licenciado en medicina, en la que, tras recomendar un producto adelgazante, se asegura que su mejor complemento es la dieta mediterránea que, según tal «doctor», consiste en «comer de todo, con los nutrientes apropiados, un poco de ejercicio y dos sobres» del producto que me callo.

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Los ejemplos que he escogido hasta ahora, aunque muestren la exigencia de deslindar no sólo entre distintas zonas del Mediterráneo sino también entre el estudio sincrónico y diacrónico, poseen un valor de actualidad que, en aras de esa distinción entre sincronía y diacronía, conviene rematar con algunas preguntas y reflexiones que vengan desde atra’s. ¿Qué tienen que ver la Atenas de Pericles, la Alejandría helenizada del siglo II, el Nápoles de Alfonso V de Aragón ola Valencia del tiempo de las Germanías con las mismas ciudades de hoy? Es más. ¿tenían algo que ver todas ellas entre sí en el año 687 0 en 1330? Hablar, en efecto, del Mediterráneo o de cualquier fenómeno a él asociado sin las oportunas distinciones cronológicas conduce al fracaso. Pensemos, así, por un momento, en Siria y en Túnez como otros dos botones de muestra. Túnez, aun cuando con una minoría de beréberes nómadas, es hoy un estado con mayoría de población árabe. donde la religión musulmana es oficial. Sin embargo, al noreste dela actual ciudad de Túnez se erigió antiguamente la famosa colonia fenicia de Cartago, aplastada por Roma en la tercera guerra pu'nica (146 a. C.), de la que partió la conquista del Mediterráneo occidental; desde el siglo III, conoció un importante desarrollo del cristianismo y, más tarde, pasó por una dominación vándala y bizantina hasta que, a partir del año 647, cayó en poder de los árabes, sin que los avatares históricos se acabaran aquí. En cuanto a Siria, con un poblamiento actual de mayoría árabe, por más que convivan grupos minoritarios de nómadas y de otros orígenes, la religión mayoritaria es la musulmana, si bien con algunas sectas de alauitas (10%) y drusos (aproximadamente un 3%), más una porción no despreciable de cristianos (9%). Sin embargo, en la antigüedad, fue centro del poder seléucida tras la conquista de Alejandro Magno y, desde el año 64, una de las provincias más relevantes del Imperio romano, tras cuya división quedó en Bizancio, para ser conquistada por los musulmanes el año 663, sin que desee ahora extenderme en los acontecimientos posteriores. Resulta, por tanto, evidente que los países mediterráneos tienen, como cualquier otro, una historia, de modo que los juicios a emitir sobre los mismos han de apoyarse en una

nítida distinción cronológica.

5.3. ¿EXISTE UNA CULTURA MEDITERRANE,A? Preguntarse si existe una cultura mediterránea obliga a recordar que en el concepto de «cultura» se encierran aspectos que atañen a grupos de individuos que comparten una visión del mundo, unos princiv 110

pios religiosos y unas formas de Vida que se mantienen a través del tiempo, aunque con adaptaciones y cambios, si bien en el terreno histórico, «la más inmediata acepción es la de lo que puede definirse como el mundo de la intelectualidad, el de la ciencia y el del saber, y por extensión el del arte y la creación» (M-a I. del Val Valdivieso). En este sentido, interrogarse por la cultura mediterránea (o por otra cualquiera) obligaría a reflexionar sobre pintura, escultura, arquitectura, artes plásticas, danza, filosofía y cine tanto en el momento actual como en el devenir histórico de cada una de esas materias (es decir, el examen sincro’nico y diacrónico del que antes hablábamos). Confesare’ que tengo presentes estas reflexiones, en las que no puedo profundizar, si bien espero aclararlas con tres ejemplos muy concretos. Recordare’, en primer lugar, que, como madrileño, he paseado centenares de veces por ese Paseo del Prado donde irremisiblemente se tropieza uno con dos fuentes dedicadas a Cibeles y Neptuno. La primera es la gran diosa de Frigia, llamada con frecuencia la Madre de los dioses o la Gran Madre, con poder sobre la Naturaleza, cuyo conocimiento, aunque su culto proviniera de Asia Menor, se expandió por el Mediterráneo a través de los griegos y romanos. Neptuno, por su parte, es la divinidad romana que se identificó con Poseidón, dios del elemento húmedo, y fue también con la expansión romana como se propagó su imagen por otros lugares, sin que en este momento sea necesario recordar que ambos dioses aparecen representados en esculturas y cuadros de autores, tiempos y lugares muy diversos. Aducire’, en segundo término, que estoy expresándome en una lengua derivada del latín, es decir, en un idioma que, originado en el Lacio, se extendió por el Mediterráneo y algunos otros lugares colonizados por Roma, se convirtió en el idioma común de esas zonas y, siglos después, al tiempo que se conservaba como la lengua común de la cultura y de los intelectuales europeos, se fragmento” en las lenguas roma’nicas, cuya procedencia remonta, por tanto, al Mediterráneo. Indicare’, en tercer lugar, que, si el origen de las lenguas roma’nicas resulta bien conocido, lo es menos que existen vocablos usados en la vida cotidiana que, aun cuando en ocasiones se habían incorporado ya previamente al latín clásico o medieval, en otras, sobre todo en el campo de las ciencias puras y aplicadas, son neologismos, es decir, palabras que construimos hoy tomando esa lengua o la griega como base. Vamos, cuando niños, a un liceo (aunque hoy haya prevalecido el término «instituto»); nos fiamos o no de los pedagogos (que han sustituido, o están en camino de hacerlo, a los más tradicionales maestros y profe-

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sores); estudiamos filosofía o filología; vamos al psicólogo, al psiquiatra o al otorrinolaringo’logo. En ocasiones, incluso, algunos de esos grecismos se han convertido en términos o frases lexicalizadas, de cuyo origen se ha perdido la conciencia. Así, a veces, ante un cúmulo de situaciones negativas afirmamos que parece haberse abierto la caja de Pandora; pensamos que cada cual tiene su talón de Aquiles; seguimos recordando como caballos de Troya a los enemigos infiltrados clandestinamente; consideramos, con razón o sin ella, que la suegra es una arpía; o tememos que el jefe llegue a la oficina hecho un basilisco. Estas y otras expresiones, repetidas en contextos muy variados, resultan inteligibles para el hablante sin necesidad de invocar sus señas de identidad en la tradición home'rica, en la mitología griega o en la tradición animalística grecolatina. Nos quedan, por tanto, unas marcas culturales mediterráneas que revelan una tradición cultural común y que permanecen Vivas porque Grecia y Roma expandieron su civilización por el Mediterráneo, aunque esas huellas se encuentren, en ciertos casos, tan ocultas que pocos sean competentes para detectarlas. Pues, si cualquier hablante puede entender las locuciones que acabo de citar, ¿cuántos, al tachar de efímero su placer preferido, podrían explicar que ese adjetivo «efímero» se relaciona con un insecto (efeme’ra), del que hablan Aristóteles y Eliano, para informar de que nace y muere en el día? Ahora bien, los ejemplos que he enumerado cabe adaptarlos, mutatis mutandis, a lo que puede experimentar en nuestros días un francés, un italiano o un griego, pero de ninguna manera serían asimilables por un tunecino o un sirio de hoy, aunque sí por un tunecino o un sirio del siglo III, cuyos territorios estaban en la misma honda de civilización que los otros. En Túnez, en efecto, perduran acueductos, anfiteatros y huellas diversas de Roma en Cartago (termas de Antonino Pío, muro de las ánforas), Gigthis, Dugga, Sbeitla, Baqah, mientras que Siria, que llegó a influir en el arte cristiano a comienzos del siglo IV, exhibe orgullosa las ruinas de Baalbek y Palmira. Pero un tunecino o un sirio del año 2004 ha perdido esos referentes culturales, como han perdido la mitología griega o las lenguas neolatinas que les quedan muy lejos. Tras estas precisiones, cabe asentar que, desde un punto de vista histórico, el Mediterráneo ha sido la cuna de la civilización europea, que en determinados casos ha impuesto unos moldes comunes o muy semejantes, en cuanto a que durante siglos fue una vía de comunicación necesaria entre los países ribereños, cuyos habitantes emprendieron con frecuencia empresas marítimas, a través de las Cuales expan-

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dían costumbres, formas legislativas y huellas culturales. Pero, a mi juicio, cuando ha prevalecido un cierto grado de unidad cultural en la zona mediterránea se ha debido a su imposición por «agentes humanos», lo que en la Antigüedad coincide fundamentalmente con el Imperio Romano, ya que ni siquiera en los tiempos antiguos el Mediterráneo tuvo la misma influencia en la evolución de los pueblos que bañaba, pues, como ha recordado hace poco S. ben Amí, su impacto «fue extraordinariamente marginal en el desarrollo de la sociedad hebrea bíblica», mientras que en la cultura y la religión del antiguo Egipto el Nilo tuvo una importancia muy superior a la del Mediterráneo. Por otro lado, las invasiones árabes desde el siglo VII y el poderío otomano desde el siglo XV contribuyeron a una ruptura de los patrones generales, originando unas culturas mediterráneas diversas, a pesar de la unidad con que muchos han querido estudiar esa zona desde el siglo XVIII y desde el Romanticismo, de manera que es en la cuenca occidental donde se han preservado, a lo largo del tiempo, unas raíces comunes, aunque no uniformes, que afectan a las creencias, a la legislación y al cultivo de ciertos productos que, pese a su origen mediterráneo, se han convertido en sinónimos de civilización y cultura europea. Mas, tras la conquista del Atlántico esos valores se han extendido a las dos Américas y, en buena parte, a Australia y Nueva Zelanda, por lo que hoy hablar de una civilización occidental incluye también espacios y modalidades que poco tienen que ver con lo que sucedía cinco, diez o

quince siglos atrás.

5.4. ¿EXISTE UNA LITERAT URA MEDITERRANIEA? Si, a nuestro juicio, difícilmente puede hablarse de la existencia actual de una cultura mediterránea única, imposible resulta pensar en una literatura a la que calificar de «mediterránea», opinión que no me parece revelar de entrada un juicio personal, pues, para poner un paradigma cuantitativo, de las 776 entradas sobre el Mediterráneo que recoge la base de datos de las bibliotecas de la Universidad Complutense ninguna remite a «literatura mediterránea». Pero la deducción puede y debe apuntalarse más en serio si recordamos que una literatura es, ante todo, un hecho de lenguaje y en los países mediterráneos no sólo se hablan lenguas diferentes sino que además remontan a troncos originarios distintos. Acaso, si buscáramos a toda costa una especificidad mediterránea, podríamos acudir a los marineros que, en los últimos

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siglos medievales, rondando de puerto en puerto, se entenderían en una lengua de Koiné que se especificaría, sobre todo, en el léxico y que es la que, según algunos investigadores, reflejan algunos escritos de Cristóbal Colón. Mas, en cualquier caso, esa hipotética forma de expre— sión no respondería a un sistema y, por tanto, ni siquiera cabría calificarla como lengua sino como una jerga, siempre personal y limitada, que sólo facilitaría la comprensión de asuntos propios del oficio. Así las cosas, sólo en la época en que los países mediterráneos estuvieron integrados en la unidad política representada por el Imperio Romano se produjo, aunque con variantes locales, una unidad lingüística que es la que permite incluir en la historia de la literatura latina, en distintos momentos, a hispanos, como Marcial o Séneca; a un galo, como Ausonio; o a un originario de Alejandría, como Claudio Claudiano. Ahora, sin embargo, conviene preguntarse si esa literatura latina, con manifiestas huellas griegas, cuya unidad se basó en el empleo de una lengua común, reflejó de alguna manera, características, formas métricas, temas o motivos derivados de la conexión de sus pueblos con el Mediterráneo. Con este planteamiento, la respuesta debe ser más matizada, ya que, en distintos momentos, ese mar ha marcado argumentalmente algunas obras de esas literaturas, como cabe mostrar con no pocos ejemplos, entre los que he seleccionado dos muy separados por el tiempo, el género y la calidad: el primero, es la Odisea de Homero, un poema épico escrito en el siglo IX antes de Cristo y reconocido como una de las más sobresalientes creaciones de la literatura universal; el segundo, es un libro de viajes redactado retrospectivamente entre 1453 y 1457 por un hidalgo sevillano, llamado Pero Tafur, rotulado Andanzas e viajes de Pero Tafur por diversas partes del mundo avidos. Diez años después de caer Troya en poder de los griegos, transcurre el argumento de la Odisea, en la que Homero cuenta el retorno de Odiseo (en latín, Ulises) desde el sitio de Troya hasta su casa de Itaca y la venganza que toma contra los pretendientes de su esposa Penélope, la cual, confiando en el regreso del marido y rehuyendo un nuevo matrimonio, recurre al ardid de rechazar a sus cortejadores aduciendo que, antes de aceptar a uno de ellos, debe tejer un velo para su suegro Alertes; mas, cada noche, desteje secretamente lo que ha trenzado alo largo del día. Al descubrirse el secreto, su hijo Telémaco sale en busca de su padre, sumido en múltiples avatares que le impiden el regreso, hasta que, al fin, lo consigue bajo el disfraz de un mendigo; entonces, tras matar a los pretendientes y hacer ahorcar a las esclavas desleales,

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se produce su reconocimiento por Penélope. No interesa aquí entrar en otros detalles, porque lo que importa resaltar es que la vuelta de Ulises se produce en un accidentado periplo marítimo a través del Mediterráneo, de manera que el mare nostrum adquiere, así, en el poema un

protagonismo destacado. Aunque escrito entre 1453 y 1457, impresionado por la caída de Constantinopla que había Visitado, Pero Tafur cuenta en su libro el Viaje que, con un evidente propósito comercial, había realizado, entre el otoño de 1436 y la primavera de 1439, por Italia, parte de Oriente, zonas del Imperio alemán y ciudades limítrofes. El relato, que empieza con el embarque en Sanlúcar de Barrameda y termina en Cagliari, tras anunciar que regresa a España, transcurre en parte por el Mediterráneo, pero además, según F. López Estrada, sin duda el mejor conocedor de la obra, se escribió porque la caída de Constantinopla obligó a replantear «la política internacional del Mediterráneo», cuyas redes comerciales e’l había utilizado. Ambos libros, en definitiva, aun cuando tan alejados en todos los aspectos, habrían tenido un desarrollo argumental diferente si no hubieran coincidido en considerar el Mediterráneo como el espacio central de la acción del protagonista. Asimismo, desde otra perspectiva, mientras en los lugares donde se perdió la tradición de las letras grecolatinas las respectivas literaturas han seguido caminos propios, en los países donde esa tradición ha pervivido ——vale decir, Grecia y aquéllos que se expresan en lenguas románicas- ha habido distintos momentos en los que se ha buscado retornar con decisión a las fuentes de la Antigüedad clásica. Así se explica el humanismo que se desarrolla, a partir de Italia, desde mediados del siglo XIV y, como su consecuencia inmediata, el Renacimiento europeo del siglo XVI que, contagiando incluso a países de otras tradiciones como por ejemplo Inglaterra, recrea como uno de los grandes motivos poéticos, junto al amor y la Naturaleza, la mitología que se mantuvo como tema recurrente mucho después, como cabe comprobar en el aún sugerente libro de J. Ma- de Cossío, Fábulas mitológicas en España (1954). Más cercano a nosotros, ese renacer de la literatura clásica se plantea en el siglo XVIII con el Neoclasicismo, cuando Boileau en Francia y Luzán en España bombardean a los escritores con sus preceptivas, planteando una renovación estética que consiste en retomar las huellas grecolatinas, para devolver a las letras la claridad y el orden que, según ellos, habían perdido. Así, Luzán, en su Poética o reglas de

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la poesía en general y de sus principales especies (1737, primera edición; 1789, segunda edición), aparte de arremeter contra las creaciones barrocas, sobre todo el teatro, insiste en la necesidad de seguir las reglas de Aristóteles y Horacio, ya que corresponden a «la autoridad más venerable de los hombres más sabios y afamados en esta materia». En ese ambiente, en los colegios y seminarios se enseñaban principios retóricos esencialmente clásicos, como la Poética de Aristóteles y la Epístola a los Pisones de Horacio; la cátedra de crítica literaria, establecida por Carlos III en los Reales Estudios de San Isidro, en 1770, concentraba sus explicaciones en los períodos clásico y preclásico; y se multiplicaban las traducciones y comentarios de autores grecolatinos. Así, Estala publicó Oedipus tyranus de Sófocles (1793) y Plutus de Aristófanes (1794); J ose’ Goya y Muniaín editó una versión de la Poética de Aristóteles (1798); Manuel Pérez Valderra'bano y el P. Basilio de Santiago hicieron sendas traducciones del Tratado de lo sublime, de Longino (1770 y 1782); y el impresor Sancha reeditó la Poética de Aristóteles de Alonso Ordóñez das Seixas, con notas de Heinsius y Batteux, y la Nueva idea de la tragedia antigua de José Antonio Gonzal'ez de Salas. Incluso el rebrote del influjo clásico propició que se hicieran corrientes de nuevo las denominaciones geográficas que Cicerón y algunos teóricos latinos habían empleado para clasificar los diferentes estilos (lacónico, ático, rodio, asiático). Todos estos ejemplos precedentes tratan de señalar que en ciertos países mediterráneos lo que ha perdurado durante siglos, propiciandose incluso su revitalización en varios momentos, es la común herencia de la literatura grecolatina que permite, del mismo modo que reconocer las estatuas mitológ'icas del madrileño Paseo del Prado, revivir ideas, tradiciones, motivos y mitos que constituyen la base de no pocas obras. Así, aunque desde el Romanticismo los ecos de la literatura clásica parezcan aminorados, la historia de Ulises, por no salirnos de un paradigma sobre el que hemos construido uno de los sillares de nuestro razonamiento anterior, además del argumento central, ha dejado en el imaginario y la tradición de Occidente otros muchos ecos. Puede empezarse, así, por la lengua, ya que «escuchar cantos de sirena» equivale a dejarse embaucar por palabras que, bajo su tentadora y halagadora dulzura, pretenden provocar un maligno engaño, según se nos cuenta por primera vez en la Odisea, donde se resalta el dominio irresistible con que tales canciones encandilaban a los navegantes, hasta el punto de que Ulises, al tropezarse con esas ninfas en su ruta marina, hubo de

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rehuir el peligro de muerte que conllevaba acercarse a ellas, siguiendo los consejos de Circe, para lo que obturo’ «con masa de cera melosa» los oídos de sus acompañantes, quienes, a su vez, tuvieron que atarlo al mástil «de manos y pies» para que el héroe pudiera escucharlas sin peligro. Ahora bien, aunque Homero no aporta una descripción física de las sirenas, en Grecia y Roma, con matices de mayor o menor interés que no alteraban lo esencial del diseño, se impuso una forma híbrida que las pintaba como mujer de cintura para arriba; y, como un ave, el resto del cuerpo. Actualmente, sin embargo, tanto las representaciones artísticas como las literarias suelen coincidir, según he estudiado hace bien poco (2004), en presentar una caracterización de las sirenas cuya parte superior es de mujer y la inferior de pescado, de lo que la primera muestra se halla en el Liber monstruorum de diversis generibus (fines del siglo VII o principios del siguiente), pero que no se convierte en la más corriente hasta el segundo cuarto del siglo XII. Claro está que esta variante en el diseño de las sirenas nos muestra cómo un motivo literario puede pervivir y revivir en un proceso ininterrumpido sin necesidad de permanecer como inmutable sino adoptando cambios y modificaciones de muy variado calado que pueden llegar a «profanizar» el mito, para decirlo con la formulación de L. Gil, y convertirlo en simple literatura. Mas, al igual que se transforma un mito, se altera un argumento literario, como prueban, por lo que a la historia de Ulises atañe, autores tan diferentes como Joyce, Anouilh, Gide, Cocteau, Camus, Rilke, Pound, Giraudoux y tantos más, o como se comprueba en las variantes que, al ocuparse de la leyenda trágica de Atreo, introducen escritores como Robinson Jeffers, O’Neill o Elliot, de acuerdo con un estudio reciente de L. A. Lázaro Lafuente (1992). Incluso tal recreación cabe comprobarla limitada a motivos concretos de una historia, entre los cuales, volviendo a Ulises, uno de las más reiterados ha sido el de Penélope. Hace unos años, en efecto (1992), G. Yélamos Redondo indago’ el tratamiento que recibe ese personaje en La tejedora de sueños, de Buero Vallejo; Las mocedades de Ulises, de Alívaro Cunqueiro; El retorno de Ulises, de Gonzalo Torrente Ballester; y ¿Por qué corres, Ulises?, de Antonio Gala. Sus conclusiones remachan las diferencias interpretativas, al subrayar que Buero y Torrente desmitifican y transforman a Penélope, en sentido contrario al original, por cuanto la pintan rompiendo su fidelidad; que Cunqueiro diseña a la mujer consumida por un desamor dentro de una fabulacio'n independiente muy típica de sus novelas, según he estudiado yo mismo al indagar sobre la tradición

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medieval en sus narraciones (1996); y que Gala ve en Penélope la seguridad, inmovilidad y comodidad que la esposa representa para el protagonista frente a la frescura y vitalidad inseguras de Nausícaa. Esta transformación de los mitos nos muestra la capacidad de recreación perenne y la vitalidad de algunos asuntos, cuya vigencia sen’a imposible, con todo, sin la referencia a unas coordenadas culturales e históricas, ya que cada una de esas ficciones se pone en marcha como consecuencia de historias anteriores, fundiendo su raíz en la literatura, en cuanto que es el recuerdo de un argumento anterior el que sirve como punto de partida para otra narración independiente. Así, en su recreación pueden llegar a perder el valor pasado para adquirir otro en la smcronía de cada obra y así se convierten, como he denominado las obras de Cunqueiro basadas en textos medievales, en obras de evocación literaria, lo que les confiere un carácter culturalista que resulta un aspecto de sumo interés, ya que ocasiona, en mi sentir, tres niveles de recepción. En un primer plano, sin duda el más extendido, se situaría la recepción del lector común que, desconocedor de la evocación literaria y cultural, lee estos textos (o presencia su representación) como un producto de imaginación sin ningún nexo cultural. En un segundo plano, se situaría el lector que, poseyendo ciertas referencias culturales, conoce y hasta ha leído algún dato o alguno de los libros de los que parten los autores contemporáneos. Este lector (o espectador) puede descubrir que las obras citadas son ficciones independientes, pero es incapaz de establecer distinciones que vayan más allá. Por último —un tercer plano—, está el receptor de alto nivel cultural, quien posee unas claves previas que le permitirán establecer una serie de asociaciones, empezando por la de considerar estos textos como una readaptación de una historia de la Grecia clásica. Dejemos, sin embargo, estas consideraciones que desde Grecia y Roma nos han conducido hasta la literatura de nuestro tiempo para meditar sobre un paradigma muy diferente, cuyo origen se sitúa el 30 de marzo de 1492, cuando los Reyes Católicos firman el decreto de expulsión de los judíos, quienes comienzan a salir de sus reinos unos meses después. Exiliados de Sefarad, como en la tradición judía se denominaba a la península Ibérica al menos desde el siglo VIII, algunos se establecieron a lo largo del tiempo en Francia, Italia, Inglaterra y Países Bajos, llegando a perder el uso de su lengua. En cuanto a los restantes, unos cuantos se aposentaron durante unos pocos años en Portugal, unos 40.000 se asentaron en Marruecos, único lugar del norte de Afirica que escapaba en aquellos momentos al

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influjo del Imperio Turco, en el cual se instaló la mayoría, es decir, en una zona que «se extendía entonces prácticamente por toda la ribera sur y oriental del Mediterráneo y por gran parte de los Balcanes. Le pertenecían, entre otros territorios, las actuales Turquía europea y asiática, Grecia, Albania, Yugoslavia, Bulgaria y parte de Rumania y Hungría; en los años siguientes a la llegada de los sefardíes se incorporaron Palestina, Egipto y diversas islas del Mediterráneo; además, eran estados vasallos Argelia, Túnez y Trípoli» (P. Díaz Mas). En suma, el establecimiento de los sefardíes se realizó fundamentalmente en el Mediterráneo, conservando en su nombre un valor locativo, como judío de origen español (o mediterráneo) en oposición a «askhenazi» (judío de origen centroeuropeo u oriental). Los más de estos desterrados, que durante la Edad Media se habían dado el nombre de sefardíes, conservaron y transmitieron a sus descendientes, así como a otros judíos que se asimilaron a ellos, unos rasgos culturales hispánicos y, muy en concreto, una lengua que era, en esencia, el castellano con peculiaridades que dependían de la zona peninsular en que habían habitado, del momento de su salida (ya que algunos habían empezado a hacerlo desde los programs de 1391) y de los ecos del hebreo en aspectos fo’nicos, sinta’cticos (la figura etimológica de origen intensivo, por ejemplo) y léxicos que incluso dejaron unas

pocas huellas en castellano (como «malsín»). Aunque no podemos entrar en detalles y precisiones (distintas etapas en que se dividió esa diáspora, diferencias entre los diversos asentamientos, etcétera), lo que importa resaltar ahora es que estos deportados, aun con las variedades que tenía su lengua en la Península, van a conservarla durante siglos, especialmente en Marruecos y en las zonas del Imperio turco, con una cierta unidad, en cuanto permitía una inteleccio’n común, asociada como una modalidad lingüística del español (o, si se quiere, variedad o dialecto) que se ha calificado, al igual que a sus hablantes, de «sefardí», aunque también se la ha llamado ladino, judezno, espanyol, espanyolico, spanyolith y romance español, mientras se buscaban nombres para las variantes geográficas, de modo que la hablada en Marruecos se ha denominado «haketía». Mas, a causa de la connotación geográfica de «sefardí», la mayoría de los estudiosos se inclina por preferir «judeo-español», si bien R. Lapesa defiende el nombre de ladino para el «lenguaje artificioso» empleado en textos literarios tras la expulsión, como la Biblia de Constantinopla (1547), en caracteres hebreos, ola de Ferrara (1553), en alfabeto latino. De todas las maneras, y marbetes aparte, esa lengua, pese a las varie-

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dades, servía de entendimiento entre todos y su pujanza hizo que se impusiera no sólo entre los judíos procedentes de Castilla y Aragón sino también entre los originarios de Portugal y, «lo que resulta más sorprendente, entre los judíos griegos, italianos y centroeuropeos que vivían en las zonas de asentamiento (fundamentalmente en Oriente) y que acabaron por abandonar el griego, el italiano y el yidis para hablar español» (Díaz Mas). Pero lo realmente sustancial, desde las preocupaciones que suscita este Curso, es que las mencionadas circunstancias lingüísticas y geográficas, que empezaron a cambiar en el siglo XX, propiciaron la existencia durante siglos de una literatura que acaso sea la única a la que cabe llamar con propiedad mediterránea, ya que empleaba una misma lengua, a veces también llamada levantina, que era una lengua de koiné. En efecto, con base en esa unidad lingüística, las comunidades sefardíes desarrollaron, por una parte, una labor de conservación y transmisión de una parte de la literatura castellana, singularmente del romancero, algunas de cuyas versiones han resultado de valor crucial para el estudio de este género poético. Pero asimismo los sefardíes desplegaron una actividad literaria propia que cabe sintetizar en tres grandes vertientes: unos géneros de origen judeo-español, presentes en traducciones y comentarios de la Biblia, así como una literatura rabínica, centrada en la liturgia y el ritual; unos géneros de origen hispánico, que comprenden refranes, cuentos populares y romances; y un género que mezcla ambas tradiciones, cuyo mayor auge se produjo en Turquía y Marruecos: a saber, poemas estróficos de carácter culto, que acogen variada temática judía, son cantables y se conocen con el nombre de coplas. Asimismo, desde el siglo XIX se empezaron a cultivar géneros como el periodismo, la novela y el teatro. En la difusión de esa literatura colaboraron circunstancias como la intercomunicación entre las c0munidades exiliadas; las relaciones que mantuvieron en los siglos XVI y XVII con España a través de los conversos; y las publicaciones que se difundían por el mundo sefardí desde Salónica, Constantinopla, Esmirna y otros lugares. Al desintegrarse el Imperio turco, se produjo una amplia dispersión delas comunidades sefardíes, acentuada tras las dos guerras mundiales, y, como consecuencia, los grandes núcleos de población sefardí se concentran hoy en Estados Unidos, Hispanoamérica e Israel, zonas donde ya siglos antes se habían instalado algunos. También, como resultado de esta segunda diáspora, la lengua ha sufrido un proceso de fragmentación cada vez más acentuado, lo que explica actualmente las diferencias fone’ticas entre el judeo-español de

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Oriente (Sarajevo, Bucarest, Salónica) o el de Nueva York, por ejemplo. No obstante, la lengua ha seguido conservando una cierta unidad; y, según un reciente artículo de síntesis de M. Gutiérrez Muñón (2002), «parece que el núcleo básico fundamentalmente castellano está complementado en un 20% por el francés (ejerció en esto gran influencia la creación de la Agencia Israelita Universal), 15% por el turco, 4% por el hebreo, 1% por el griego, además de influencias lógicas del leonés, aragonés, catalán, etc». El número de hablantes, sin embargo, ha descendido de modo progresivo, lo que no puede extrañar en una lengua cuyo referente esencial es el familiar y que ha de vivir en una situación de diglosia. Así, según V. Sephiha, en 1986, de los 300.000 judíos de origen sefardí establecidos en Israel sólo 100.000 conservaban el judeo-español, lo que equivalía al 1,67% de la población, mientras que el mismo estudioso cifraba en unos 300.000 ó 400.000 los hablantes totales de esa lengua. Así las cosas, no es de extrañar el pesimismo con que investigadores muy variados ven el futuro de una lengua que, aun cuando sigue produciendo algunas creaciones literarias, casi ha desaparecido entre las comunidades marroquíes tras la colonización española; se ha asimilado en Hispanoamérica al español normativo; pierde a marchas forzadas sus rasgos originarios en Estados Unidos; y en el mismo Israel se encuentra amenazada por la uniformación lingüística del neo-hebreo. No obstante, en Israel, donde un sefardí como Yitzah Navon llegó a la Presidencia de la República, existe aún un interés por su preservación, visible en la creación de una Autoridad Nacional para la cultura ladina, así como la pervivencia de organizaciones, publicaciones y emisoras de radio en judeo-español.

5.5. CONCLUSIONES A la hora de resumir las reflexiones que preceden, varias conclusiones parecen imponerse. En primer lugar, no parece que pueda hoy creerse en una cultura mediterránea como sinónimo de una cultura unitaria y, mucho menos, uniformada; sólo en la época del Imperio romano se produjeron las condiciones necesarias para el desarrollo de un acervo común. A grandes rasgos, con todo, cabría distinguir una cultura mediterránea oriental y otra occidental, que se identifica con la europea, pero, al no ser equivalentes los espacios geográficos y los culturales, habría que integrar en la segunda a Israel y, en algunos aspectos, a Turquía; y, desde luego, se incluirían en ese grupo varios países trasatla'nticos como una consecuencia más de la globalización. 121

En segundo lugar, la inexistencia de una lengua mediterránea impide hablar de una literatura mediterránea, si bien en la historia europea el judeo-español ha sido una lengua de koiné, en la que se ha escrito una literatura muy minoritaria, pero común a muchos pueblos mediterráneos, en los cuales se ha preservado también secularmente la tradición de las letras grecolatinas que, en unos u otros aspectos, siguen sirviendo como un nexo colectivo de la identidad europea.

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