¿Existe tensión entre la democracia y el nacionalismo?

June 8, 2017 | Autor: Manuel Toscano | Categoría: Nationalism, Democracy, Pluralism
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¿Existe tensión entre la democracia y el nacionalismo? Manuel Toscano Méndez

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¿Existe tensión entre nacionalismo y democracia? Quizá deberíamos empezar por hacernos la pregunta. Los críticos del nacionalismo, desde luego, han puesto especial énfasis en la existencia de esa tensión, denunciando que el nacionalismo es incompatible con la democracia. Y la historia parece ofrecerles un amplio respaldo, pues no pocos de los peores acontecimientos del siglo pasado, de las dos guerras mundiales a la violencia interétnica en la antigua Yugoslavia, han dado una pésima reputación al nacionalismo, asociándolo con toda clase de injusticias y atrocidades. Pero tal posición ha sido puesta en cuestión por quienes consideran que es injusto extender esas acusaciones a todo nacionalismo y sus simpatizantes alegan la existencia de discursos y políticas nacionalistas que se desarrollan dentro de los cauces y requisitos democráticos.

©RÍTICA ❙ Nº 961 ❙ Mayo-Junio 2009

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Profesor Titular de Filosofía Moral y Política Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Málaga

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ecientemente destacados filósofos políticos (Kymlicka, Miller o Tamir) han defendido en términos teóricos la posibilidad de un nacionalismo liberal, lo que significa perfectamente compatible con la democracia liberal. En cualquier caso, la discusión intensa, a menudo agria, entre defensores y detractores pone de relieve la importancia del asunto en cuestión: el juicio sobre el nacionalismo, si sus fines y prácticas son legítimos o justos, depende de cómo consideremos su relación con la democracia.

Ideario nacionalista

Para abordarla con alguna solvencia es conveniente clarificar los términos de la cuestión. El nacionalismo presenta la mayor complicación a tal efecto, pues no resulta fácil de definir y un buen número de estudiosos en la literatura reciente renuncian a la tarea. Aquí no me referiré a las políticas y causas nacionalistas, tan diver-

opinión sas como sus circunstancias, sino que trataré de delimitar lo que me parece el corazón de la doctrina política nacionalista, en un inevitable ejercicio de abstracción en aras de la claridad que requiere la discusión teórica. Creo que Elie Kedourie ha expuesto ese núcleo de forma certera cuando considera que el nacionalista sostiene: 1) que la humanidad se divide naturalmente en naciones; 2) que las naciones son comunidades territoriales separadas y distintas, reconocibles por ciertas características que las hacen únicas; y 3) que el autogobierno o la autodeterminación nacional es la condición de la legitimidad política. De acuerdo con lo cual, el nacionalismo no consiste en una querencia de lo propio, en el amor por nuestra tierra, costumbres o paisanos, como a veces se entiende; es algo más elaborado, pues representa toda una visión del mundo social sobre la que descansa un principio político acerca de qué formas de organización política son legítimas. Justamente en torno al principio nacionalista de legitimidad, al que antaño se aludía como “principio de las nacionalidades” y hoy se presenta como “derecho a la autodeterminación” de pueblos o naciones, se entretejen las equívocas relaciones del nacionalismo con la democracia. Según el ideario nacionalista, los hombres se agrupan en pueblos o naciones y, dado que las naciones son aquellas comunidades necesarias o fundamentales en torno a las que se organiza la vida colectiva de los seres humanos, las fronteras políticas deben reconocer y ser congruentes con esas realidades nacionales. Como explicó Gellner con su acostumbrada ironía, el nacionalista considera que el Estado y la nación están hechos el uno para el otro, resultando algo incompleto, fallido o perverso cuando falta esa congruencia. El equívoco con la democracia empieza en este punto, pues los nacionalistas no sólo arropan su ideario en la retórica democrática, sino que lo presentan como una exigencia democrática. Un ilustre liberal como John Stuart Mill defendió en esos términos el principio de las nacionalidades cuando explicó que existe una razón prima facie para reunir a todos los miembros de una nación bajo el mismo gobierno y que éste sea un gobierno exclusivo de la nación; pues esto equivale a decir –añade–

que “la cuestión del gobierno debería ser decidida por los propios gobernados”1. Pero, ¿la democracia no es precisamente eso, que los gobernados decidan sobre su gobierno y sus gobernantes? En cualquier definición, el ideal democrático sostiene que la soberanía reside en el pueblo, al que corresponde el poder último de decisión sobre los aspectos fundamentales del orden político, bien directamente o por medio de representantes elegidos. Por tanto, cuando el nacionalista atribuye la soberanía al pueblo o nación, o declara que toda nación tiene derecho al autogobierno, esto es, a decidir sobre su destino y sus fronteras, no parece haber nada incompatible con la democracia; al contrario, parece reafirmarla expresamente.

¿Qué entendemos por pueblo o nación?

A nadie se le escapa que, lejos de ser una cuestión puramente teórica, tiene una vertiente política bien clara. Pues esa es la línea de argumentación que siguen quienes defienden hoy, en Cataluña o el País Vasco, el llamado “derecho a decidir”, la nueva envoltura del principio de autodeterminación nacional: que cada nación tiene derecho a decidir sobre su futuro, su marco político y sus fronteras sería una demanda democrática elemental, a la que nadie podría oponerse sin contravenir la misma idea de democracia. El nudo del problema está en lo que entendemos por “pueblo” o “nación”. En la teoría democrática, el pueblo o la nación no designan otra cosa que el conjunto de los ciudadanos, sin más. Históricamente, con ellos se pretendía representar el orden político y social de manera igualitaria por oposición a

El ideal democrático sostiene que la soberanía reside en el pueblo, al que corresponde el poder último de decisión sobre los aspectos fundamentales del orden político, bien directamente o por medio de representantes elegidos.

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las desigualdades estamentales del Antiguo Régimen: se trata de un cuerpo político formado por ciudadanos dotados con iguales derechos civiles y políticos y que se rigen por las mismas leyes, en cuya elaboración (y, en general, en el proceso político de deliberación y decisión sobre los asuntos colectivos) todos pueden participar en pie de igualdad. La nación de los nacionalistas es otra cosa, pues responde a lo que Greenfeld ha denominado la “concepción particularista”. En ella lo que importa es el carácter único de un pueblo y, por tanto, sus señas de identidad, los rasgos o circunstancias que lo singularizan, diferenciándolo de los demás como una comunidad aparte. En su versión étnica, se trataría de comunidades humanas unidas por la sangre, la lengua y la tierra, es decir, por (el mito de) una ascendencia común, lo que entraña un criterio racial, la posesión de una lengua y un territorio ancestral. Por razones obvias, esa versión es incompatible con la democracia y está ampliamente desacreditada hoy, al menos en el debate teórico. Pero la vieja idea romántica del Volkgeist o del carácter nacional reaparece hoy como identidad cultural y la nación se presenta como una comunidad de cultura, entendida ésta como una forma de vida colectiva que abarca las diferentes prácticas y creencias por las que se distingue un pueblo. Cada pueblo tiene su cultura y la cultura es lo que identifica a un pueblo y lo separa de otros. El contraste no puede ser más claro en

cuanto a la concepción del pueblo: mientras la democracia destaca la igualdad de derechos de los ciudadanos, el nacionalismo pone el énfasis en la cultura y la identidad compartidas. Quienes defienden la posibilidad de un nacionalismo liberal o democrático nos invitan a contemplar esa diferencia de énfasis como una relación de complementariedad y no de oposición. El nacionalismo identificaría y delimitaría la comunidad social y políticamente relevante; la democracia, por su parte, nos diría cómo hay que distribuir el poder en el interior de esa comunidad y organizar sus instituciones políticas de modo que los ciudadanos puedan participar en el gobierno de los asuntos colectivos.

Una sociedad es pluralista

Sin embargo, las cosas no son tan claras. De entrada, la tendencia de los discursos nacionalistas a reificar la nación como una suerte de realidad trascendente, que perdura a lo largo de la historia y a la que confieren personalidad moral, debería alertarnos por el potencial autoritario que encierra: hemos visto repetidamente cómo una vanguardia se erige en portavoz e intérprete de esa realidad superior, cuya preservación y florecimiento justifica el sacrificio de los intereses y derechos de las personas reales, sean o no miembros de la nación. Pero el problema va más allá del abuso de metáforas organicistas y de una metafísica colectivista. Está en que el

opinión proyecto nacionalista tiene como misión la defensa de la nación y sus intereses, el primero de los cuales es ser reconocida como una comunidad separada y distinta, lo que requiere la promoción de sus señas de identidad y la movilización de sus miembros en torno a ellas. Algo que no casa bien con el objetivo más modesto de una democracia constitucional, que consiste en asegurar los derechos de los ciudadanos y garantizar el marco político para una convivencia en libertad, de modo que estos puedan perseguir sus múltiples fines y desarrollar su concepción de la vida buena. Todo podría ser más fácil si la humanidad se pareciera al modo en que los nacionalistas representan la vida social: repartida en bloques internamente homogéneos y claramente delimitados unos de otros como en un cuadro de Modigliani, según la afortunada imagen de Gellner; y si los seres humanos se adscribieran de forma inequívoca a cada uno de esos bloques. Pero las sociedades humanas no son así. Si en un momento histórico dado -digamos entre la segunda mitad del siglo XIX y la del XX- algunas pudieron acercarse imperfectamente a ese cuadro por la ac-

ción de los Estados y la competencia entre ellos, el pluralismo creciente de las sociedades modernas nos aleja irremisiblemente de él. Por eso, en el contexto de sociedades pluralistas como las nuestras, surge inevitablemente la tensión entre nacionalismo y democracia. La raíz de esa tensión está en que el proyecto político nacionalista necesita ahormar la realidad social, confusa y abigarrada, de acuerdo con su visión idealizada y homogénea de la comunidad nacional y utiliza para ello todos los recursos a su disposición, entre los cuales el más importante sin duda es el poder coactivo del Estado. Y, en el mejor de los casos, sólo puede contemplar el pluralismo como un obstáculo en el camino de la construcción nacional. © * Este trabajo ha sido realizado durante una estancia de investigación en el Centre de recherche en éthique de la Université de Montreal (Créum) y quiero agradecer a su director, Daniel Weinstock, y al coordinador, Martin Blanchard, por su hospitalidad en un entorno tan estimulante como agradable. 1 Mill también sostiene la tesis según la cual las instituciones democráticas (representativas en su terminología) sólo son posibles o funcionan adecuadamente en un contexto nacional. Muchos de los defensores actuales del nacionalismo liberal suscriben esta tesis, pero por obvias razones de espacio no puedo discutirlas aquí.

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