Ética y tragedia. De la conciencia de lo irremediable a la convicción de lo posible: el caso Antígona

October 7, 2017 | Autor: Ana Laura Santamaría | Categoría: Dramatic Literature, Aesthetics and Ethics
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George Steiner, Antígonas (Barcelona: Gedisa), 179 señala que en Antígona están presentes las cinco principales constantes de conflicto propias de la condición del hombre: el enfrentamiento entre hombres y mujeres; entre la senectud y la juventud; entre la sociedad y el individuo; entre los vivos y los muertos; entre los hombres y Dios (o los dioses). "El conflicto entre Antígona y Creón agrupa estos conceptos en dos bandos: Antígona es mujer, es joven y está comprometida con los muertos y con los dioses, mientras que Creón representa la masculinidad, la madurez y el orden social, su compromiso está con los vivos y desafía a los dioses".
E.R. Doods, Los griegos y lo irracional (Madrid: Alianza, 1997).
Mario Vegetti, La ética de los antiguos (Madrid: Síntesis, 1989), 38.
Doods, Los griegos y lo irracional, 39-59.
Vegetti, La ética de los antiguos, 58-59.
Hacia el siglo V se celebraban en primavera las llamadas "Grandes dionisiacas". Las fiestas duraban varios días y en ellas se representaban tetralogías compuestas por tres tragedias y un drama satírico.
Nietzsche, El orígen de la tragedia (México: Espasa calpe, 1985), 37.
Nietzsche retoma estos conceptos de su maestro Schopenhauer. El "mundo como presentación" es el mundo de las apariencias, en el que los individuos parecen aislados unos de otros, cuando en realidad, en el "mundo de la voluntad" todos son parte de la misma fuerza metafísica.
Nietzsche, El origen de la tragedia, 37.
Lo bueno, lo bello y lo verdadero conforman una unidad indisoluble desde la visión socrático-platónica.
Cabe señalar que esta conclusión se aleja por completo del vitalismo de Nietzsche, para quien las fuerzas irracionales constituyen fortaleza y vitalidad.
Eric Bentley, La vida del drama, (México: Paidós, 1985), 260.
Pierre-Aimé Touchard, cit. en Bentley La vida del drama, 271.
Martha Nussbaum, La fragilidad del bien. Fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega (Madrid: Visor, 1995), 81.
Nusbaum, La fragilidad del bien, 82.
Título del libro de Cioran, En las cimas de la desesperación.
Paul Ricoeur, Finitud y culpabilidad (Madrid: Trotta, 2004), 448.
José Lasso de la Vega, "Prólogo", en Sófocles, Tragedias (Madrid: Gredos) 57.
Albin Leski, La tragedia griega, (Barcelona: El Acantilado, 2001), 188.
George Thomson La filosofía de Esquilo (Madrid: Ayuso,1970), 61 establece un paralelismo entre Pitágoras y Esquilo, por la búsqueda de conciliación; y entre Sófocles y Heráclito, por el énfasis en el conflicto.
La tradición cuenta una anécdota preciosa: dice que mientras Esquilo peleaba en la batalla de Salamina entre los griegos y los Persas, Sófocles cantaba las glorias de la guerra y Eurípides nacía.
Lasso de la Vega, De Sófocles a Brecht, 47.
Lasso de la Vega "Prólogo" en Sófocles Tragedias, 48.
Lesky, La tragedia griega, 48
Cabe señalar aquí que la influencia del exepticismo sofista es notoria. Recordems las tres tesis de Gorgias: 1. Nada existe. 2. Si algo existiera sería imposible conocerlo . 3. Si algo existente pudiese ser conocido sería imposible comunicarlo.
Aristóteles distingue entre dos virtudes intelectuales: sophía y phrónesis. Sophía (sabiduría) es la capacidad de pensar bien sobre la naturaleza del mundo, esto es, sobre lo necesario, lo que no puede ser de otra manera. Phrónèsis (prudencia) es la capacidad para saber cómo y por qué debemos actuar en circunstancias concretas y particulares, es saber moral sobre lo contingente. La phrónesis requiere tiempo y experiencia, por eso se pueden encontrar jóvenes sabios en geometría o navegación, pero difícilmente jóvenes prudentes (Aristóteles, Ética nicomáquea Libro VI).
George Steiner, La muerte de la tragedia (Barcelona: Azul Editorial, 2001 ), 242.
Paul Ricoeur, Sí mismo como otro (México: Siglo XXI, 2006).
Paul Ricoeur, Sí mismo como otro, 92-93.
Luis Rafael Sánchez, La pasión según Antígona Pérez (Puerto Rico: Editorial Cultural, 1996), 28.
Sánchez, La pasión según Antígona Pérez,98.
Sánchez, La pasión según Antígona Pérez, 104.
Sánchez, La pasión según Antígona Pérez,121.

Olga Harmony, "La ley de Creón" en Tramoya No. 66 (Xalapa: Universidad Veracruzana, 2001) 7.
Jean Anouilh, Antígona (Buenos Aires: Losada, 1960) 85.
Harmony, La ley de Creón, 31.
Harmony, La ley de Creón, 41.
Harmony, La ley de Creón, 33.
Harmony, La ley de Creón, 32.

José Watanabe, "Antígona" en Poesía completa (Madrid: Editorial Pre-textos,2008)


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Ética y tragedia.
De la conciencia de lo irremediable a la convicción de lo posible: el caso Antígona
Por Ana Laura Santamaría
Tecnológico de Monterrey, campus Monterrey.


La reflexión filosófica sobre la tragedia ática, un género literario que nació junto con los ideales democráticos de la antigua Atenas, nos lleva al reconocimiento de nuestra fragilidad como seres contingentes y de la fragilidad de nuestra la bondad como seres inherentemente morales. En este sentido, el saber trágico -con su exploración sobre las tensiones entre la libertad y el destino, entre lo humano y lo divino, entre lo racional y lo demencial, entre la autonomía ética y la vulnerabilidad moral-, resulta indispensable para el pensamiento ético contemporáneo.
El objetivo de este ensayo es explorar la forma en que se vincula la experiencia trágica con la experiencia ética a través de conceptos como: phrónesis, hybris, katarsis, éleos, phóbos y hamartía, y la forma en que estos conceptos se han transformado en las rescrituras contemporáneas de los mitos trágicos. Estos conceptos constituyeron una paideia para el ciudadano griego y pueden seguir alimentando la reflexión ética de nuestros días al constituir una reflexión sobre nuestra fragilidad racional y moral en medio de un mundo altamente desacralizado y tecnológico. Esta reflexión implica la consideración de un logos poético y mítico que permite re-pensar los alcances de la razón moral y, a partir de la conciencia de nuestra posibilidad innegable de equivocarnos, de hacer el mal, de actuar inhumanamente aun en contra de nuestras propias intenciones, formular una ética que trascienda la normatividad prohibitiva para convertirse en una ética compasiva y solidaria.
Entre el corpus de textos trágicos que nos legaron Esquilo, Sófocles y Eurípides, he decidido seleccionar Antígona para proponer una reflexión entre ética y tragedia, por dos razones: a) porque representa un nivel máximo de tensión entre los conceptos que definen la condición humana, y b) porque, tal vez debido al motivo anterior, es una de las tragedias más veces reescrita a lo largo de la historia de la literatura dramática.
Así, el presente ensayo consta de tres partes: 1) una exploración sobre la forma en que la ética puede nutrirse de las reflexiones que se derivan de la tragedia clásica; 2) una revisión de Antígona de Sófocles desde la perspectiva de la fragilidad y la recomendación de la prudencia; y 3) una contrastación con algunas de las rescrituras que este mito ha tenido en América Latina.
Con este trabajo pretendo realizar una contribución modesta dentro del ámbito que vincula a la literatura con la filosofía moral, un terreno infinitamente rico en posibilidades de exploración.
Ética y tragedia
De la timé homérica a la sophrosyne trágica.
E. R. Doods denomina "cultura de la vergüenza" al conjunto de valores del mundo heroico expresados en los dos grandes poemas atribuidos a Homero: La Ilíada y la Odisea. El héroe homérico es una figura perfecta y ejemplar que impresiona e invita a la emulación y cuya motivación social radica en evadir la vergüenza de perder su honor. Tiene un estatus de noble, pero este estatus debe ser continuamente legitimado por sus méritos, y estos sólo se logran en combate. De esta forma, al héroe homérico se le considera virtuoso, aunque se comporte arbitrario y violento, siempre que sea un gran guerrero. La virtud fundamental es la de hacer prevalecer la propia valentía por encima de la de los enemigos y rivales.
Las hazañas heroicas producen respeto y timé (honor) entre súbditos y enemigos, pues, desde la lógica heroica, no hay nada más ofensivo que perder el honor propio. Y sólo se puede afirmar la propia virtud violentando la timé ajena, de manera que la afirmación de sí mismo requiere de la negación del otro. La dinámica de la virtud del combate y el honor, que no admite la idea de respeto fundado en la igualdad, exige siempre la restitución de la timé perdida a riesgo de caer en la vergüenza social. Así, la vergüenza, la venganza y la ira, son el motor principal de la acción: "Canta, ¡Oh! diosa la cólera de Aquiles…," comienza el más célebre poema homérico.
Sin embargo, la propia Ilíada refleja ya un problema fundamental para las nacientes polis. Y es que a pesar de los valores que exaltan la individualidad, el pueblo griego tendrá que enfrentar una empresa colectiva. Mario Vegetti destaca un hecho altamente significativo: a pesar de que Agamenón ha robado a Aquiles su esclava Briseida, violentando su timé y avergonzándolo, Aquiles y Agamenón tendrán que luchar juntos a las puertas de Troya. El ejército griego tendrá que enfrentar una empresa colectiva y debido a la duración de tal empresa tendrá que convivir como una naciente polis. Sin embargo, no existen todavía ni estructuras de organización de poder, ni formas de mediación político-legal, ni presupuesto alguno para una concepción moral que permita la colaboración basada en valores comunes.
Cabe señalar que si bien Homero sitúa la historia en la época micénica, unos cuatro siglos antes de la época en que está escribiendo, es decir en el siglo XII a. de C., mejor conocida por "Edad Oscura", de alguna manera los problemas que refleja son los de su tiempo, el siglo VIII a. de C., donde ante la desaparición de la figura del Ánax, —antiguo rey con atribuciones divinas y cuya competencia comprendía todos los ámbitos de la sociedad micénica: la economía, la guerra y la religión—, hay un vacío de poder Así que, desaparecido el Ánax, el problema a resolver es cómo una vida en común puede apoyarse en elementos dispares y cómo fundamentar la vida en común. La crisis que expresa la "sociedad homérica" inducirá una reflexión sobre el poder y sus componentes, la cual se reflejará en una nueva concepción religiosa que hará que Zeus deje de ser el rey de la sociedad heroica para transformarse en un principio de justicia cósmica. Con esta transformación, la cultura de la vergüenza se convertirá en lo que E.R. Doods denomina como cultura de la culpa, que implica una seria consideración de la sophrosine, comúnmente traducida como templanza. Los excesos, producto del orgullo, se verán ahora como viciosos y dignos de castigo. Mario Vegetti considera que la metamorfosis de Zeus en señor de la justicia recorrerá un largo camino que va desde la Odisea —donde el mayor mérito del héroe ya no es el combate sino la astucia—, hasta los poemas de Hesíodo, quien establece en el siglo VII a. de C. que la Díkè (justicia) es hija de Zeus y, a partir de entonces, éste será considerado como un padre justo, mientras que Díkè y sus "treinta mil demonios" serán vistos como guardianes de la justicia que vigilan a los hombres. Zeus y Díkè transformarán la hybris (orgullo) humana, antes inocente y virtuosa, en motivo de culpa y expiación.
Con Zeus, y su hija como garantía, había que proceder a la conformación de un orden legal que garantizara la distribución del poder y resolviera los conflictos con base en la interiorización de valores comunes, donde el viejo "yo" combativo se transformaría en un "nosotros" cooperativo y comunitario.
La tragedia surge entonces en un nuevo contexto que privilegia la deliberación, la templanza y el sentido de colectividad, y donde cualquier acto que conduzca a una gloria puramente privada es rechazado por la ciudad.
Así, en contraste con la antigua hybris del guerrero que luchaba por la restitución o el engrandecimiento de su honor y con la hybris del rico y del vengador, se perfila el ideal del justo término medio, de la proporción, el autocontrol y la templanza, es decir: la sophrosyne. Para la tragedia griega, sobre todo la sofóclea, la hybris es un sentimiento imperdonable. Todo aquel que se jacta de bastarse a sí mismo (Axay, Creón, Edipo, incluso, paradójicamente la misma Antígona) tiene un desenlace catastrófico.
Apolo y Dionisos: la desesperación que canta
Nietzsche nos recuerda que un aspecto fundamental que se produjo en el tránsito de la "sociedad homérica" a la época clásica, es el culto a Dionisos. Las celebraciones en honor de Dionisos tenían un carácter catártico y están asociadas con el surgimiento de la tragedia.
Si bien Dionisos no es un personaje relevante dentro de las tragedias de las que tenemos noticia, su espíritu es una de las fuentes que nutre lo trágico. Para Nietzsche, la tragedia representa la síntesis de dos potencias antagónicas, de dos mundos estéticos diferentes: el espíritu apolíneo y el espíritu dionisiaco.
Apolo es el dios de la luz y de la forma, es "la apariencia radiante, la divinidad de la luz". Tiene bajo su advocación todas las artes y el deporte. Es el dios del mundo como representación, es decir, del principium individuationis, y está ligado con una ética de la medida y la proporción.
Como divinidad ética (Apolo) exige de los suyos la medida, y para poder conservarla, el conocimiento de sí mismo. Por lo que a la exigencia estética de belleza viene a sumarse la disciplina de Conócete a ti mismo y Nada en demasía. Por esto, el descuido y la exageración serían los demonios hostiles de la esfera apolínea".
En Apolo quedan unidas las virtudes de la belleza y las de la sabiduría. Apolo es pues el dios de la estética de la proporción y de la ética de la medida. El culto a Apolo se refleja en el espíritu olímpico. Lo que exhiben los atletas es la capacidad humana de vencer, mediante un ejercicio metódico y una severa disciplina, a esos factores de la vida humana que son el destino y el azar.
En contraste, Dionisos es el dios de la alegría, el que dispensa todos los bienes y el libertador; pero es también el temible, el dios desorbitado que devora la carne cruda y descuartiza a los hombres. Dionisos representa lo terrible, el misterio, la fatalidad y el vacío que yace en el fondo de las cosas. Es la fuerza amorfa de la vida y de la muerte. Es por tanto la disolución de la individualidad y de la forma.
Dionisos significa el que se muestra o aparece, a diferencia de otras deidades, con él no hay un sacerdote intermediario que lo revele al profano. El dios se revela por sí mismo al orgiasta, a quien sobreviene el éxtasis, ese literal estar fuera de sí en que se pierden los límites de distinción entre lo humano, lo infrahumano y lo sobrehumano.
La regulación del culto resultó inevitable, su institucionalización hizo que el culto perdiera sus rasgos más desmesurados hasta convertirse en un festival periódico organizado por la polis, pero nunca perdió su carácter netamente popular. Así surgieron las famosas fiestas dionisiacas, donde se originó el teatro.
Dionisos queda instituido así como el dios del teatro, no porque los dramas representados tengan un tema dionisíaco -con excepción de Las Bacantes de Eurípides-, sino porque es el dios de la máscara, el dios de la alteridad y el entusiasmo, el de la farsa y la fiesta, el de la dependencia y la fragilidad humanas.
Dionisos parece exigir del hombre el reconocimiento de su fallida condición, lo hace sentirse otra vez envuelto en la necesidad. La exaltación dionisiaca es mística, oscura, depende del más allá y es transitoria. Su fuerza radica en la conciencia de ser seres desvalidos y en la aceptación de una fuerza superior irracional y poderosa.
Lo que Dionisos enseña es que la autosuficiencia apolínea era una ilusión. Juntas, las dos divinidades corrigen la hybris humana, promoviendo la auto-conciencia. El saber de sí mismo también es una luz y es, en este sentido, apolíneo, pero implica la sombra dionisiaca. Así, la síntesis apolíneo-dionisiaca que representa la tragedia contiene la fuerza incomprensible y caótica que late tras la plasticidad formal del espectáculo. Y el espíritu trágico, al poner énfasis en los límites de la aspiración a la autonomía racional a través del reconocimiento de ese ámbito misterioso e inaccesible a la razón humana -ámbito que produce la sensación de estar "a merced de..."- genera una corrección del orgullo y de la soberbia. Como dice Bentley: "Si bien la actitud trágica no es de ningún modo hostil a la razón, sí es hostil hacia ese racionalismo que pretende convencer a los hombres de que nada hay de misterioso en el mundo".
Este reconocimiento del misterio, de la oscuridad, de la vulnerabilidad y la fragilidad humanas constituye la esencia de la tragedia. Pierre-Aimé Touchard la denomina canto de desesperación. La definición implica una exquisita paradoja, dado que la desesperación no canta. "Cuando un hombre desesperado empieza a cantar, quiere decir que ya ha trascendido la desesperación. Su canto constituye la trascendencia". Decir que la tragedia canta es decir que ordena, armoniza, ilumina. Así, con todo su caudal de oscuridad y misterio, la tragedia es luz en su forma.
La enseñanza trágica y la experiencia estética
Tanto para Schopenhauer como para Nietzsche, y en general para la interpretación romántica, la tragedia parece revelar una innegable verdad, aunque el contenido de esta verdad no sea el mismo para los distintos autores. Desde la interpretación especulativa realizada por el romanticismo alemán (Schiller, Schelling, Holderlin, Hegel) la tragedia conlleva una comprensión no intelectual como visión de lo suprasensible, es decir como revelación del absoluto. Esta sería una vertiente positiva, afirmativa, en el sentido de que lo que la tragedia revela sería la dignidad humana para enfrentar la experiencia del dolor provocado por un embate de fuerzas que están fuera de nuestro control, sean estas externas (dioses, destino), o internas (pasiones desaforadas).
En sentido opuesto, para Schopenhauer y Nietzsche, la tragedia revela una verdad que no es afirmativa, sino que cuestiona toda moralidad tradicional. Para Schopenhauer la tragedia es la representación del calabozo que es el mundo —donde todo es dolor y sufrimiento inmerecido— y a través de la compasión llegamos a una conclusión aún más trágica y sin embargo liberadora: que detrás de los muros del calabozo no hay nada. Por tanto no queda más remedio que abandonar toda esperanza. Nietzsche, por su parte, establece que la tragedia es expresión de una verdad, de una verdad que rechaza el falso atavío de la realidad del hombre civilizado al poner en evidencia la lucha de las fuerzas que mueven al mundo.
Sea el aprendizaje "afirmativo" o "negativo", ambas posturas coinciden en señalar que se trata de un saber que trasciende los aspectos meramente intelectuales, una comprensión que se da a través del phatos trágico. Como afirma Martha Nussbaum, los poetas "no nos ofrecen sólo una vía alternativa hacia un conocimiento contemplativo o platónico sino que proponen un saber que excede las posibilidades del solo intelecto".
Es verdad que las obras trágicas ponen ante nuestra mirada la sabiduría práctica y la responsabilidad ética de un ser mortal, contingente. Pero ese ser no es puro intelecto ni pura voluntad. Nussbaum lo describe así:
Contemplamos a la razón y al sentimiento actuando juntos, de manera que cuesta distinguirlos […] Asistimos además a una adhesión recíproca de iluminación entre pasiones y pensamientos: vemos sentimientos despertados por la memoria y la deliberación y aprendizajes producidos por el pathos.
Por lo tanto, los poetas trágicos no dan soluciones prácticas, sino que describen el conflicto y reconocen que carece de salida. En este sentido, lo máximo que puede hacer el agente es mantenerse en su sufrimiento —la expresión natural de su bondad de carácter— sin sofocarlo desde un erróneo optimismo. Y, ante ello, lo mejor que nosotros podemos hacer por él como espectadores es respetar la gravedad de su situación, respetar las reacciones indicativas de su bondad y pensar que su caso desvela una posibilidad de la vida humana en general.
En suma, lo que la tragedia hace es llevarnos a las fronteras, a los límites, es la conciencia de la paradoja, de la ironía y del misterio: no la sumisión al sinsentido, no la renuncia a la razón, sino el estremecimiento estético de quien canta aún en las "cimas de la desesperación". La tragedia es la afirmación de nuestra condición humana capaz de generar la palabra poética aun en medio del silencio y de la muerte.
Por lo tanto, re-pensar hoy la tragedia no es entregarnos al pesimismo sino asumir la ironía, abrir espacios para una racionalidad más consciente de sus propios límites, en la que pueda generarse una ética que reconoce los límites de su autonomía. El mito trágico, como señala Ricoeur, "es el depositario de lo Ineluctable implicado en el ejercicio mismo de la libertad".
La Antígona de Sófocles y el desgarramiento entre lo humano y lo divino
Los historiadores coinciden en señalar el 442 a. de C., como el año del estreno de Antígona. En ese entonces, Atenas se encontraba en un período de transición entre los vestigios de una sociedad mítica y el establecimiento del estado democrático. Veinte años atrás, Pericles había tomado las riendas del gobierno e instaurado una democracia radical, mientras que el Areópago, como asamblea aristocrática que regulaba la actividad de los magistrados, había perdido toda su influencia y tenía a su cargo sólo labores ceremoniales.
Pero los nuevos tiempos democráticos no se establecieron sin ciertas dosis de angustia e incertidumbre. Como señala Albin Lasky, "la consolidación del estado democrático va acompañada de angustia, y la tragedia, en lugar de limitarse a legitimar el nuevo orden, lo problematiza asumiendo esa angustia".
Sófocles, quien ocupara importantes puestos políticos dentro de la administración de Pericles, estaba involucrado en la construcción de un nuevo hombre para los nuevos tiempos. Este hombre nuevo está desgarrado internamente. Se sabe poseedor de un alma racional, capaz de construir una sociedad armónica y, al mismo tiempo, se sabe atado a poderes irracionales que se le manifiestan como un destino cruel e incomprensible. En las tragedias de Sófocles se experimenta una vivencia de desgarramiento entre lo humano y lo divino que no se había visto en el teatro anterior y que hace conducir la acción dramática hasta el paroxismo del dolor.
Si en Esquilo (525 – 456 a. de C.) había un sentido de conciliación de contrarios: hombres y dioses, libertad y destino; en Sófocles (496 – 406 a. de C.) el centro de interés se desplaza al conflicto visto como irreconciliable; mientras que en la obra del más joven de los tres poetas trágicos, Eurípides (480 – 406 a. de C.), la relación entre el hombre y los dioses tomará un nuevo giro: el hombre deberá vivir por cuenta propia. Eurípides no necesitará a los dioses para crear sus tragedias, le bastan los hombres, y particularmente las mujeres, con toda la fuerza de sus pasiones.
En cambio, en Sófocles la relación entre el hombre y lo divino no es de consonancia, pero tampoco advierte un alejamiento total entre ambas dimensiones a la manera de Eurípides. Sófocles representa la dolorosa conciencia de que el vínculo que une lo divino y lo humano se ha fracturado irremediablemente; que el ser humano ha sido abandonado por los dioses, pero que, al mismo tiempo, no se puede afirmar sin ellos, porque sabe que a fin de cuentas es nada sin los dioses. Esta "excentricidad" de lo humano con respecto a lo divino provoca en el héroe sofocleo un terrible sufrimiento y una desconfianza en su capacidad de razonar.
Sófocles refleja así la crisis del espíritu griego en la que hay una persistencia de lo antiguo con una germinación de algo nuevo. En su momento, el repertorio de creencias está en crisis. Y, como explica Lasso de la Vega: "mientras dura el tránsito, mientras (el hombre griego) vive en dos creencias situado en un umbral que es a la vez entrada y salida, su desarraigo de lo divino es un desarraigo íntimo, el de poder o no poder el hombre hacer sin el dios, el de no tener en lo divino el asidero que tuvo".
Efectivamente, ahora el orden de lo humano no puede fundarse en el orden divino, no sólo porque los designios de los dioses son incomprensibles e inalcanzables para la razón humana —situación que explora ya la tragedia de Esquilo—, sino porque la ley de los hombres (nomos) ya no es hija de Dikè, es decir, ya no está dictada desde el orden divino, sino producto de una decisión humana, que por humana puede ser arbitraria. Éste será justamente el tema central de Antígona.
Sófocles, por tanto, fundamenta la situación trágica en una base mucho más radical que Esquilo: la soledad existencial propia de la condición humana: Lasso de la Vega lo explica de la siguiente manera: "La fuerza incomparable de la tragedia sofoclea, reside en la figura aislada, en el dolor que descarga sobre la figura del protagonista, dolor absoluto y sin salida."
El sufrimiento de Ayax, quien se suicida enloquecido; de Heracles, a quien su esposa mata accidentalmente provocándole terribles dolores; de Edipo Rey, sacándose los ojos tras saber de su incesto y parricidio; de Creón, perdiéndose a sí mismo; y de Antígona, enterrada viva, no constituyen un trámite intermediario entre el sufrimiento presente y el gozo futuro, como en Esquilo (o, siglos después, como en algún dramaturgo cristiano: Calderón de la Barca), no es "una prima que garantiza un seguro de eterna bienaventuranza". El sufrimiento de los personajes de Sófocles es, además de inevitable, estéril y sin salida.
El hecho de que el héroe trágico experimente un dolor tan absoluto es la condición para que tome conciencia de su ser verdadero. En medio de las apariencias que engañan y de las pasiones que ciegan, sólo el dolor tiene una consistencia de verdad que proviene de la revelación de la propia identidad. Aunque no lo quieran: Edipo es el que ha matado a su padre y se ha acostado con su madre, Creón es el gobernante que ha actuado con soberbia y se ha equivocado, Deyanira es la asesina de su esposo. Así, el héroe sufre un dolor sin consuelo que tiene la virtud de revelarle su verdadera imagen, su yo más profundo y genuino. Una vez que sabe quién es, el héroe no puede, no sabe, no quiere transigir. La consecuencia de su intransigencia es su soledad, el aislamiento total, la muerte (Antígona) o la condena a permanecer errante (curiosamente ni Edipo ni Creón encuentran la muerte, que sería a fin de cuentas una forma de liberación, sino que su mayor condena es permanecer con vida).
En la obra de Sófocles, el problema de lo trágico es un problema de conocimiento, o, dicho de otra forma, de ignorancia, pero no entendida como ausencia de conocimiento, sino como conocimiento ilusorio, de una apariencia que entra en tensión con la verdad. Es un problema de hamartia. El héroe cree saber, de ahí la ironía; Edipo, Creón, Deyanira, creen saber, y acaba por revelárseles una verdad del todo contraria a sus creencias. Es justo este límite de la razón, o mejor dicho, esta conciencia sobre los límites del conocimiento y del hacer humano, uno de los temas centrales de la reflexión ética implícita en las tragedias de Sófocles.
De tal forma que el héroe sofocleo no sólo experimenta el desarraigo de los dioses, de quienes se ha enajenado, sino de su propia conciencia que lo hace caer en un conocimiento ilusorio y le revela la verdad cuando ya es demasiado tarde, cuando no queda más salida que la muerte o el derrumbe total.
Lo que Sófocles problematiza, expresando los dilemas de su tiempo, es el deseo de los hombres de fundamentar sus acciones al margen de los dioses, pero se encuentran con que su propia razón —insuficiente, limitada y contradictoria— no les alcanza para basar en ella su capacidad de elegir y actuar. La humanización de la justicia y la desacralización del orden público conllevan el riesgo del error, de la crueldad y de la barbarie.
Esto tiene serias implicaciones de orden político, pues la ley escrita ya no puede verse como la transcripción de un orden divino, debido a que hay una separación irrevocable entre la dimensión política y la dimensión sacra. Estamos frente a un proceso de secularización de la política, y la Antígona de Sófocles será precisamente la encargada de problematizar este proceso, advertir sobre sus consecuencias y recomendar la única virtud viable ante la amenaza de la catástrofe: la phrónesis.
Desfondado el orden cívico, con los hombres exiliados de los dioses, sujetos a sus pasiones (expuestos por tanto a la hybris) y engañados por una racionalidad insuficiente, la barbarie aparecerá en el corazón de la civilización con toda contundencia. Si bien la barbarie es la materia de que se alimenta la tragedia, y ya está presente en Esquilo, será Sófocles quien la presente en su descarnada y dolorosa desnudez.
Recordemos brevemente el argumento: tras la guerra contra Tebas, los hijos de Edipo se han dado muerte mutuamente, Eteocles defendía a la ciudad, Polinices la atacaba. Creón, tío de ambos, ha decretado rendir honras fúnebres a Eteocles y dejar insepulto el cadáver de Polinices. Antígona decide enterrar el cuerpo de su hermano desafiando el decreto de Creón. El gobernante manda enterrar viva a Antígona a pesar de las advertencias sobre lo inadecuado de su postura, tanto en términos políticos como divinos. Ante los malos augurios que le presenta el vidente Tiresias, Creón cambia de parecer, pero ya es muy tarde, Antígona se ha ahorcado; Hemón, hijo de él y prometido de Antígona, se ha suicidado tras intentar atacar a su padre, y Eurídice, su esposa, al enterarse de la muerte de su hijo, también se quita la vida.
Se confrontan así dos valores de la civilización: los derechos de la familia por un lado, y las leyes de la ciudad, por el otro; el enfrentamiento es tan absoluto que termina por cuestionar la propia naturaleza del orden social.
Creón encarna el racionalismo secular de lo que algunos críticos han dado en llamar la "ilustración sofista", esto es la fe exclusiva en la razón humana al margen de la verdad y de las fuerzas divinas. Creón no apela a los dioses olímpicos para legitimar sus decisiones, sino a la conveniencia de la ciudad y a su propia autoridad.
Religión y política son dos principios civilizatorios, sin embargo, la consecuencia de su enfrentamiento será la intromisión de lo bárbaro, la inversión del "orden" entre vivos y muertos: el cadáver de Polinices yace insepulto, mientras que Antígona es enterrada viva.
Así, la obra puede leerse como el reflejo oscuro y caótico de la hybris (soberbia) humana, que tiene su sede en la radiante imagen de su inteligencia y capacidad para controlar la naturaleza y crear civilización, pero que resulta insuficiente cuando deja de acompañarse por la phrónesis. Estamos entonces frente a una racionalidad escindida: por un lado, hay una razón instrumental que domina la naturaleza y promueve la civilización, pero que puede ser motivo de orgullo desmedido; y por otro, una razón prudencial, consciente de los límites de la naturaleza humana, sabedora de su propia fragilidad y humilde ante los mandatos de lo incomprensible. La tragedia de Antígona problematiza la primera y recomienda la segunda.
Antígona en América Latina: del mito tebano a la convicción política
Como hemos visto hasta ahora, para los griegos la tragedia corregía la soberbia humana, la terrible hybris que hacía que los hombres se pensaran independientes de los dioses; a través de la compasión y del terror, los griegos promovieron la cohesión de la polis, exaltando la capacidad de identificar como propio el sufrimiento del otro, y exaltando la templanza y la prudencia frente a lo incognoscible e irreparable.
El héroe trágico es siempre un desamparado, un desarraigado, un ser que se enfrenta, casi siempre en soledad, al destino inexorable, al sufrimiento, al error, a la ironía. Los dioses le son hostiles y la Fortuna, la terrible Tické, le vuelve la espalda a cada paso. No hay espacio para la esperanza ni para la resignación, apenas para la conciencia de la precariedad humana.
Ahora viene la pregunta: ¿es posible en el s. XXI, tras siglos de culpa y redención cristiana, tras el humanismo renacentista - que dio origen a la tragedia isabelina-, tras las promesas fallidas del racionalismo y la Ilustración, tras el enaltecimiento de la autosuficiencia y el culto al individualismo, tras la modernidad y su desencanto, seguir escribiendo tragedias? Nuestro desacralizado mundo pos e hiper moderno se sabe ya huérfano de dioses y no se resigna ante la crueldad del "destino". George Steiner, en La muerte de la tragedia lo señala radicalmente: "Cada vez que los dioses muertos han sido convocados ante las candilejas modernas, han traído consigo el olor de la putrefacción".
Por eso en el siglo XX el destino toma nuevas configuraciones. En Europa el destino asume el rostro de la guerra. Así, nos encontramos con dos re-escrituras paradigmáticas de Antígona: la de Jean Anouilh, de 1944, durante la ocupación alemana -en la que el autor francés identifica subrepticiamente a la hija de Edipo con el movimiento de Resistencia para llegar a la conclusión de que su desafío al poder es tan absurdo como estéril, en un tono de radical pesimismo existencial-; y la Bertold Brecht, de 1945, en la que el dramaturgo alemán retoma la traducción de Hölderlin para realizar una abierta declaración a favor de la paz, donde Polinices no es un invasor sino un pacifista que se negó a ir a la guerra.
En América Latina, las rescrituras trágicas de Antígona llegan a los escenarios tamizadas tanto por Brecht como por Anouilh. La tragedia se torna teatro épico, teatro documental. El coro crea distancia, a veces complicidad, las obras enfatizan su carácter representacional, juegan con la teatralidad, rompen la linealidad de la acción, la fragmentan, los personajes dialogan directamente con el público y el coro reaparece disfrazado de periodistas o de una clase social particular. Tragedia alejada de Aristóteles y convertida en denuncia social.
En América Latina, tal vez ninguna otra tragedia se ha rescrito tantas veces como Antígona, su voz ha denunciado los abusos del poder. Se ha hecho eco de los torturados, de los desaparecidos, de los indígenas, de los sublevados.
Las Antígonas de las que aquí hablaré: La pasión según Antígona Pérez de Luis Rafael Sánchez; La ley de Creón, de Olga Harmony; y Usted está aquí, de Bárbara Colio, desde distintos lenguajes teatrales, expresan con claridad lo que podríamos denominar como una ética de la convicción. He seleccionado estas tres obras entre el universo que conforman las rescrituras de Antígona en América Latina debido a que han sido escitas en tres momentos paradigmáticos para nuestro país: 1968, año del movimiento estudiantil y de la terrible represión del gobierno de Díaz Ordaz; 1984, año del levantamiento zapatista, y 2009 punto álgido de la violencia producida por la llamada "Guerra del Narco". Así las obras están distanciadas por periodos de alrededor de 20 años, que marcan una forma distinta de comprender las relaciones de poder. Cabe señalar que aunque la primera, Antígona Pérez no fue escrita en nuestro país, sino en Puerto Rico, la problemática de los gobiernos autoritarios y dictatoriales que la obra refleja fue una característica que sufrió una buena parte no sólo de Latino América sino del mundo occidental. Además, estas tres obras expresan la fuerza de una convicción irrenunciable desde tres frentes diferentes La pasión de Antígona aborda el terreno de los excesos de la represión política, La ley de Creón expresa los abusos de la desigualdad económica; y Usted está aquí nos enfrenta con el muro de la corrupción del poder judicial y la extrema crueldad de los llamados "poderes fácticos". Estas tres perspectivas, a pesar de su distancia en el tiempo, nos dan un mosaico multidimensional de los retos del mundo contemporáneo.
Según el filósofo francés Paul Ricoeur la convicción es el antecedente de la disidencia, por tanto es la expresión más contundente de la indignación que precede e impulsa toda prefiguración utópica. No hay imaginación de un mundo posible sin el rechazo de una realidad intolerable. Ricoeur en Sí mismo como otro explica que la convicción surge tras una experiencia de crisis, de desajuste, de des-ubicación. Tras esta experiencia de estar a la intemperie y de experimentar la propia errancia, viene entonces la experiencia de lo intolerable, es decir, el punto límite del aguante. A partir de este momento extremo lo intolerable genera una reubicación en el mundo y otorga un nuevo lugar desde donde enfrentar la confusión y la pérdida. Lo intolerable revierte la crisis con su vacío de sentido, para convertirse en adhesión y compromiso con aquello que sostiene nuestra confrontación con él:
En la convicción, yo me arriesgo y yo me someto. Yo elijo, pero me digo: no puedo hacer otra cosa. Yo tomo posición, tomo partido y así reconozco lo que más grande que yo, más durable que yo, más digno que yo, me constituye en deudor insolvente. La convicción es la réplica a la crisis: mi puesto me es asignado, la jerarquización de preferencias me obliga, lo intolerable me transforma de cobarde o de espectador desinteresado, en hombre de convicción que descubre creando y crea descubriendo.
Por tanto, la convicción permite la imaginación y la construcción de la utopía a través de la negación. El compromiso no parte entonces de una adhesión abstracta a un orden determinado, sino de la confrontación en la crisis con la experiencia concreta de lo inaceptable, de lo intolerable, es decir, aquello más allá de lo cual la experiencia de ser persona se disolvería. La Antígona de Sófocles se vislumbra como un arquetipo de la convicción, de la experimentación de lo intolerable que la conduce a reubicar su identidad. Así, la convicción, según explica Ricoeur, no es una propiedad de la persona, sino un criterio de ella; es decir, una condición de posibilidad de ser persona. Ese criterio significa que no tengo otra manera de discernir un orden de valores capaz de requerirme, sin identificarme con una causa que me supera. En esta dialéctica de autoafirmación y sometimiento a una causa, las Antígonas latinoamericanas se juegan la vida. Veamos cómo:
En el convulso y emblemático año de 1968, el autor portorriqueño Luis Rafael Sánchez escribe La pasión según Antígona Pérez, una contundente condena a la figura del dictador latinoamericano. Antígona es aquí una estudiante de Historia que participa en un atentado contra el tirano Creón Molina y roba y entierra los cadáveres de sus camaradas fusilados. Encarcelada y torturada, Antígona cuenta, desde la oscuridad de su celda, su historia; una historia que nada tiene que ver con las versiones oficiales de la prensa amarillista. En este sentido, la pasión de esta Antígona se establece como un ejercicio de memoria frente a la falsedad y manipulación de los medios.
Como en el texto de Anouilh, la "pequeña rebelde" dice "no" al orden impuesto sobre el silencio y el miedo. Y, pese a los ruegos de su madre y las amenazas de Creón y de la esposa de éste, Inés -terrible evocación de Lady Macbeth, que presiona a su marido para que asesine a la joven-, Antígona Pérez no puede renunciar "a las convicciones que respaldan sus actos."Antígona Pérez no se resigna, no se conforma y no transige con la injusticia porque se considera la encarnación de un ideal: la libertad. Al finalizar su diálogo con Creón, la protagonista señala:
ANTÍGONA: Hay una noche en que también los tiranos agonizan. Espera esa noche en tu calendario; vendrá esa noche Creón Generalísimo cuando todo Molina descubra que ningún pueblo es de ningún hombre, que ningún hombre es de ningún hombre, que cada quien es de su libertad.
La Antígona de Luis Rafael Sánchez está completamente sola; la iglesia y los medios son cómplices del poder, su madre no la comprende y el hombre al que ama, Fernando, -a diferencia del Hemón de Sófocles que la acompaña hasta la muerte-, la ha traicionado: se ha comprometido con la mejor amiga de Antígona, ha transigido con el poderoso, y, peor aún, se ha convertido en su carcelero. Ella es la única capaz de rebelarse, la única capaz de "un acto radical de conciencia", la única verdaderamente libre, aunque esté confinada y ultrajada en su prisión:
ANTÍGONA: Hasta la esclavitud tiene sus defensores. Hasta la ruin hipoteca de la conciencia. Hasta el juego imposible de ser libre sin serlo. De ahí que la definición absoluta se persiga, se procese, se niegue… La salvación no estará en quedarse tranquilos, satisfechos, indiferentes, sino en cuestionar una, dos, muchas veces, si de alguna manera nos están echando de nosotros mismos. También yo comenzaré a gritar: América, no cedas: América, no sufras; América, no pierdas; América, no mueras; América prosigue; América, despierta… .
Así, la protagonista representa la encarnación de la utopía de la libertad en la América Latina de los años 60, capaz de sobrevivir a su propia muerte física, a su propia "pasión".
Antígona [dice la propia protagonista] es otro nombre para la idea viva, obsesionante, eterna de la libertad. Y las ideas no sucumben a una balacera ni retroceden desorientadas por el fuego de un cañón amaestrado. No recortan su existencia porque un tirano inútil decrete pomposamente su desaparición.
Casi 20 años después de la aparición de Antígona Pérez, en 1984 (año del levantamiento zapatista en Chiapas) la escritora y crítica teatral mexicana Olga Harmony, escribe La ley de Creón. La acción está situada en una hacienda mexicana en los albores de la Revolución de 1910. Antígona, aquí llamada Cristina, ha interrumpido los preparativos de su boda porque su tío, un poderoso hacendado, en complicidad con el ejército federal, disparó contra una rebelión indígena y el cadáver de Lorenzo, amigo de la infancia de Cristina, quedó expuesto en la tierra como una trampa para atrapar a los cabecillas de la rebelión cuando acudan a enterrarlo.
"¿Por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?... ¿Por qué esto. Dios Santo? ¿Por qué? ¿Por qué dispararon, Nana?" son las primeras palabras que pronuncia Cristina. La protagonista de La ley de Creón, como la Antígona de Anouilh, tiene una Nana, e iniciará la primera escena en un diálogo íntimo con quien la ha cuidado desde niña; pero, a diferencia de la protagonista del autor francés, que no quiere comprender: ("Comprenderé cuando sea vieja. Si llego a vieja. Ahora no"), la Cristina de Harmony, antes que nada quiere comprender, quiere comprender por qué dispararon contra su amigo Lorenzo, por qué dejaron su cuerpo expuesto, por qué se han rebelado los indígenas, por qué hay tanto resentimiento, por qué el cura del pueblo toma partido por los ricos y no por los pobres. La obra es en realidad la historia de una toma de conciencia y su consiguiente acto de rebeldía. Poco a poco, Cristina irá comprendiendo y descubrirá que "los ricos lo son a expensas de los pobres", que sus privilegios son frivolidades frente al sufrimiento de los desposeídos. Ya en el segundo acto es capaz de este acto de contrición:
CRISTINA: ¡Hay tanto de que deba acusarme! Sí, me acuso: he sido indiferente y egoísta ante el dolor de mis semejantes. He vivido con frivolidad, ocupada en fruslerías, mientras que a mi alrededor la miseria mataba niños, secaba senos, destruía vidas. ¡Y todavía me creía buena!
Esta "revelación" que la lleva reconfigurar su identidad la obliga a tomar partido. Cristina, experimenta el límite de lo tolerable y a partir de ahí establece sus "nuevas fidelidades", fidelidades que trascienden su dimensión espacio-temporal.
CRISTINA: Estoy sola; ya no tengo amigos. ¡Pero qué digo! Tengo muchos, aunque no los conozca a todos. Soy amiga de todos aquellos que me antecedieron en el sacrificio, de todos los que vislumbran un mundo mejor y aún de aquellos que, sin esperanza, han sufrido en sus vidas la marca de todas las injusticias. No puedo flaquear; no estoy sola.

De esta manera, Cristina toma dimensiones heroicas abiertas por la convicción. No puede aceptar transigir con la injusticia como su hermana Isabel. En un interesante giro al hipotexto de Sófocles su deseo va mucho más allá del entierro de un cadáver, ella se ha adherido a la causa de los desposeídos:
CRISTINA: Que entierren o no a Lorenzo, es ahora un hecho secundario. Lo importante es no contemplar con los brazos cruzados toda la injusticia que padece la gente.
De manera muy significativa, el enfrentamiento central de la obra no se da entre Cristina y su tío (Antígona y Creón), sino entre Cristina y el Cura, a quien la joven reprocha su complicidad con el poder y su abandono de la causa de los desposeídos.
CRISTINA:…Ya no creo, padre, ya no puedo apoyarme en él (Dios) y por eso estoy tan sola y desdichada. Querría llenar su vacío con el amor a la gente, pero tampoco sé amarla puesto que no puedo luchar por ella (paráfrasis de la célebre frase de Antígona: yo no vine a compartir el odio sino el amor)
CURA: Deliras. No sabes lo suficiente y te confundes.
CRISTINA: Usted sabe mucho. Usted ha sido ungido como su representante y se ha negado a intervenir frente a la injusticia. Usted no se confunde, padre, pero tampoco hace lo que debiera.
Así, si la Antígona de Sófocles era una defensora de la tradición religiosa, la Cristina de Harmony desafiará a la autoridad eclesiástica en función de sus valores.
En otro giro interesante de la versión sofóclea, aquí, Cristina morirá de un balazo del ejército al intentar advertir a los rebeldes que no se acerquen a enterrar el cadáver de Lorenzo porque es una trampa; su prometido, quien también se ha solidarizado con la causa y ha enfrentado el poder de su propio padre, caerá abatido cerca de ella por un segundo disparo.
Cristina es, como lo dice su nombre, la voz de la verdadera buena cristiana, consciente de que sus privilegios son resultado de la desdicha ajena, solidaria con la causa de los desposeídos, de los "sin rostro". Aquí no vemos su "pasión", ni su tortura, sino su toma de consciencia y la aceptación de su "culpa" y la construcción de una nueva identidad que la ubique en el mundo.
En una de las versiones más más reciente de la tragedia, Antígona se llama Ana, es una maestra jubilada de primaria y busca el cadáver de su hijo secuestrado. La dramaturga mexicana Bárbara Colio nos dice en su texto Usted está aquí, escrito en 2009, que Tebas está aquí, porque la corrupción está aquí, porque el poder se ha llenado de inmundicia aquí, porque es aquí donde la legalidad ha sido secuestrada, donde reina la impunidad, donde las instituciones protegen a los criminales, pero también es aquí donde una madre, con su frágil presencia, desafía el orden criminal y encuentra a los secuestradores para entregarlos a la justicia, sólo para que unos minutos más tarde sean liberados impunemente. Es aquí, en cualquier ciudad de México y de América Latina, donde la injusticia es imposible.
Basada en una historia real, que sin duda se replica innumerables veces, la autora construye una tragedia contemporánea en la que el espectador se sabe partícipe. Porque es aquí donde los pájaros se han ido huyendo de la podredumbre, aquí donde se construyen centros comerciales como si fueran templos y donde los medios, cada vez con mayor frecuencia, se hacen cómplices del silencio y la impunidad. La causa de Ana no es la de América, ni la de los indígenas, sino la causa individual y entrañablemente humana de una madre en búsca de su hijo, en un contexto en el que cualquiera puede ser la próxima víctima, incluso los actores que representan el drama, pues éste es súbitamente interrumpido por la temida llamada de un celular que, en un juego metateatral, avisa al actor que su hija ha sido secuestrada. Con esta ruptura el espectador toma conciencia de que el "aquí" de la ficción, es el "aquí" de la realidad, porque es aquí donde estamos todos los mexicanos y muchos latinoamericanos sobreviviendo a nuestra tragedia, mientras las balas nos rozan los oídos en espera de no ser nosotros su siguiente blanco.
Pero esta tragedia de hoy, ésta que cada vez sentimos más cercana, no es inevitable, no es, como las de Sófocles, producto de la voluntad de unos dioses locos o malvados, esta tragedia no es hija de Tiké, sino hija de la corrupción, de la desigualdad, de la impunidad.
Usted esta aquí, La ley de Creón y la pasión según Antígona Pérez son tres tragedias modernas, separadas entre sí por más o menos veinte años, y, aunque obedecen a contextos diferentes, sus tres protagonistas comparten la soledad y la convicción, son tres mujeres hundidas en el anonimato, rebasadas por una sociedad indiferente. La primera se enfrenta a la dictadura política y su ideal es el de la libertad de expresión; la segunda se enfrenta a la desigualdad económica y el olvido de los indígenas y su ideal es el de la justicia económica; y la tercera se enfrenta a la corrupción y barbarie de los poderes fáticos y su ideal es el de la justicia. Las tres pierden su lucha, sin embargo, están muy lejos de las víctimas del melodrama, porque las tres toman el destino en sus manos y se enfrentan, desde su fragilidad, al poder que ha institucionalizado, de una u otra manera, la crueldad.
Aunque hay otras Antígonas en nuestra América como por ejemplo, Antígona Velez, de Leopoldo Marechal (1951), Pedreira das almas de Jorge Andrade (1958) y Antigona furiosa de Griselda Gambaro (1986). No quisiera cerrar esta reflexión sin recordar el bello poema dramático de José Watanabe que resume el sentido de la convicción y la posibilidad de la utopía, pero abierta ahora no por Antígona, sino por Ismene, la hermana que calló ante el poder, la que transigió por miedo ante la injusticia. En el texto del poeta peruano Ismene es la narradora de la historia y quien culmina el entierro iniciado por Antígona, ella se nos revela así en su dualidad: la heredera de la causa y la guardiana de la memoria:
NARRADORA: Las muertes vienen a mí
no para que haga oficio de contar desgracias ajenas.
Vienen a mí, y tan vivamente porque son mi propia
desgracia:
yo soy la hermana que fue maniatada por el miedo.

En tu elevado reino
pídele a Polinices que me perdone la tarea que no hice a
tiempo
Porque me acobardó el ceño del poder, y dile
que ya tengo castigo grande:
el recordar cada día tu gesto
que me tortura
y me avergüenza.

Antígona es el arquetipo de la rebeldía y la fidelidad a una causa, el arquetipo de la convicción de que a través de la negación del presente es posible imaginar un futuro diferente; pero su valentía tan inquebrantable y radical nos la hace admirable y lejana. Ismene, por el contrario, se parece más a la mayoría de nosotros, sabe que lo que ocurre no es correcto, pero calla su indignación, acepta con su silencio y se acomoda para sobrevivir. Sin embargo, la vergüenza de la Ismene de Watanabe es el principio de una nueva convicción, una convicción que implica la necesidad de una redefinición personal para sobrevivir con dignidad en el presente
BIBLIOGRAFÍA

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