Ética y política: una nueva reconciliación

September 3, 2017 | Autor: Fernando García-Cano | Categoría: Political Philosophy, Virtue Ethics, Practical Ethics
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ÉTICA Y POLÍTICA: UNA NUEVA RECONCILIACIÓN


Antes de desarrollar el tema mostraré con ejemplos y voces cercanos
la pertinencia de la cuestión en el momento actual. En efecto, la cuestión
ética vuelve a ser nuevamente candente para el futuro de los estados
democráticos,[1] tentados de gestionar la política al margen de
convicciones éticas sustantivas, que pudieran entorpecer la convivencia
entre ciudadanos que profesan distintas cosmovisiones.
La pluralidad de la razón conquistada por una determinada
postmodernidad[2] no coincide con la amplitud del cosmos de la razón[3] del
planteamiento clásico, sino que somete la racionalidad a una feria del
relativismo en la que cualquier asomo de una verdad racional aparece como
una pretensión totalitaria.
Lo curioso del proceso es que el relativismo adquiere el presunto
carácter de fundamento de la democracia,[4] destronando al supuesto
fundamentalismo que supondría aceptar algún tipo de fundamentos para la
convivencia en una sociedad democrática que vayan más allá de la
neutralidad de las cosmovisiones, con la aparente afirmación de que todos
los fundamentos valen, con tal de que ninguno se imponga a los demás.
La hipersensibilidad crítica ante cualquier tipo de imposición es un
fruto de la afirmación de la libertad individual, que, considerándose
autofundada, no cae en la cuenta de que ella misma no carece de fundamento
para ser tal. El engaño postmoderno consiste, pues, en ofrecer como
conquista lo que en realidad no es sino un retroceso histórico y cívico,
puesto que la superación del relativismo es el origen del descubrimiento de
la racionalidad misma, no sólo en la historia del pensamiento humano, sino
en la historia de la organización social de la convivencia de los pueblos.
Por ello, resultan síntomas de las patologías que acosan a la democracia
actual los planteamientos de configuración social laicistas que propugnan
la potenciación de un "mínimo común ético constitucionalmente consagrado",
que se identifica con los valores de la igualdad, la libertad, la justicia,
el pluralismo, la dignidad de la persona y los derechos fundamentales, a la
vez que juzgan a los fundamentalismos monoteístas o religiosos como
sembradores de fronteras entre los ciudadanos.[5]
Admitiendo que hay posturas religiosas que caen en el fundamentalismo,
en la medida en que se niegan a razonar sus convicciones a través de la
argumentación racional y pretenden imponerlas hasta a quienes no las
profesan,[6] quebrando el respeto a la libertad religiosa que la dignidad
humana exige, no cabe extender esa generalización a todo tipo de religión
monoteísta, por cuanto -la falacia de considerarlas a todas
fundamentalistas por naturaleza- ignora cómo, de hecho, la tradición
judeocristiana ha sido el suelo nutricio de la democracia moderna, tanto en
América como en el continente europeo.[7]
Esa preocupación por un mínimo ético, por una mínima moral común,
como garantía del funcionamiento del sistema democrático, no deja de
apuntar hacia un feliz punto de coincidencia entre quienes postulan un
espacio de integración social a través de la laicidad del Estado –muchas
veces entendida como abierto laicismo- y quienes sostienen la existencia de
unos fundamentos pre-políticos del orden constitucional.
Resulta, por tanto, una oportunidad para mejorar la democracia el
consenso acerca de la necesidad de una razón pública que debería
articularse no sólo de una manera exclusivamente procedimental
(configuración estándar), sino, más bien, de manera inclusivamente
enriquecida (configuración dialógica). La tarea de configurar la razón
pública no dispensa nunca de tener presentes las convicciones de todos los
ciudadanos, sabiendo que las instituciones políticas no tienen competencia
ni autoridad para determinar ni condicionar las convicciones religiosas y
morales de cada persona, puesto que en una verdadera democracia no son las
instituciones políticas las que configuran esas convicciones personales de
los ciudadanos, sino que ocurre justamente al contrario, que son los
ciudadanos quienes conforman las instituciones políticas, actuando en ellas
según sus propias convicciones morales, de acuerdo con su conciencia.[8]
Se establece así un nuevo maridaje entre la ética y la política,
considerándolas no sólo compatibles, sino inseparables, por el hecho de
comprobar que la convivencia social debe estar sujeta a una racionalidad
compartida, no vaya a ser que la creciente pluralidad de códigos éticos que
sostienen los ciudadanos de las sociedades plurales degenere en la
irracionalidad de un conflicto permanente, que impida la convivencia y la
paz social.
¿Debe ser ese mínimo común ético algo sólo "constitucionalmente
consagrado"? ¿O será necesario redescubrir una fundamentación ontológica de
esos derechos consagrados, para inmunizar su vigencia de hermenéuticas
relativistas? A lo largo de este capítulo se verá cómo el tan deseado
rearme moral de las democracias, como impedido de facto por la razón
pública vigente, se puede ir abriendo paso a través del influjo social de
un nuevo iusnaturalismo, capaz de superar el positivismo jurídico que
reduce la moral al derecho.

1. Revisión del iuspositivismo y fundamentación moral del derecho

Como la política de las democracias contemporáneas se basa en la
dependencia sociológica del resultado de las encuestas permanentes, para
garantizar un ejercicio del poder que no contradiga a la opinión pública
dominante, muchos encuentran justificada la deriva legislativa de algunos
gobiernos occidentales hacia el permisivismo moral, como si los únicos
ciudadanos obligados a ejercer la tolerancia fueran los que tienen
convicciones morales firmes y sustantivas, que sociológicamente serían
minoría.
El equilibrio entre mayorías y minorías sería, por tanto, el que
obligaría a modificar leyes que el consenso social vigente ya no respalda,
así como a introducir novedades legislativas que supuestamente son
reivindicadas por una mayoría social.
Para el planteamiento iuspositivista clásico quedaba descartada toda
posibilidad de crítica ética de las relaciones autoritativo-jurídicas entre
los hombres desde las categorías de la justicia. Se puede considerar que el
positivismo jurídico de la segunda mitad del siglo XIX y del siglo XX
fueron produciendo un progresivo oscurecimiento de la cuestión ética en el
terreno jurídico y político.
Pues bien, el paradigma positivista, que se fue reconvirtiendo
sucesivamente de sociologista en judicialista, y de normativo-estatista en
analítico, llegó a predominar en los ambientes académicos anglosajones
hasta la década de 1970.[9]
Si hubiera que resumir su planteamiento en breves pinceladas bastaría
con enumerar estos tres elementos:
1) Todo el derecho es positivo, o sea creado o aniquilado por actos
humanos.
2) Las normas y valores no son cognoscibles naturalmente por el
entendimiento humano, radicalmente escéptico respecto a los
valores.
3) Se debe dar una tajante separación entre la descripción y la
valoración, o sea entre la ciencia del derecho y la política
jurídica.
Ni siquiera los desastres vividos en las dos guerras mundiales del siglo
XX hicieron posible que el proyecto y programa de Naciones Unidas
consiguiera desarrollar un marco jurídico-positivo del derecho
internacional superador del planteamiento doctrinal y moral del puro
positivismo jurídico de Hans Kelsen.
Aunque ya en los años ´60 algún famoso teórico alemán del derecho, como
Ernst Wolfgang Böckenförde, se preguntaba acerca de los presupuestos
normativos del Estado de derecho, suponiendo que él mismo no podía
garantizarlos, ha tenido que ser el reciente diálogo entre Habermas-
Ratzinger el que en enero de 2004 despierte nuevamente la cuestión de los
presupuestos éticos o pre-políticos del Estado democrático de derecho.[10]
Conviene, sin embargo, no ignorar que en los niveles académicos el
colapso del positivismo jurídico se produjo en la década de los ´70 hasta
el punto de que los propios defensores del mismo, como Norbert Hoester,
llegaran a poder afirmar que "desde hace por lo menos cincuenta años es
casi de buen tono, en la filosofía jurídica alemana, rechazar y hasta
condenar el positivismo jurídico".[11]
Las causas de ese colapso son varias, pero entre ellas están el
recurso por parte de los propios iuspositivistas a una normatividad de
principios transpositivos, considerados intrínsecamente injustos al margen
de su reconocimiento en la legislación positiva, como es el caso de R.
Alexy.[12] Muchos juristas, como R. Dworkin, pusieron en evidencia el
recurso de los tribunales de justicia a determinadas pautas éticas para
dirimir casos especialmente difíciles, así como la utilización del discurso
sobre los derechos humanos en diferentes derechos nacionales, que ni
siquiera los tenían positivizados como tales.
El influjo del movimiento de rehabilitadores de la razón práctica,
sobre el que da suficiente información el capítulo anterior, fue otro
factor importante a la hora de superar el reduccionismo epistémico al que
obligaba el positivismo jurídico. Esa ampliación del ámbito de la
experiencia al campo de las distintas realidades humanas, estudiadas
mediante una adecuada diversificación de los métodos cognoscitivos, ha sido
el gran avance que se puede atribuir a métodos filosóficos como el
hermenéutico y el fenomenológico, que promueven la adopción de un punto de
vista interno a las distintas prácticas sociales.
Todo ello ha contribuido no sólo a revisar el iuspositivismo
jurídico, sino a rehabilitar la vigencia del iusnaturalismo, por más que en
el ámbito de las discusiones éste sea negado ampliamente todavía. Tal vez,
como afirmó hace unas décadas Spaemann, "la constante disputa en torno a la
cuestión de si es razonable hablar o no de algo así como del derecho
natural, no ha podido cambiar hasta ahora nada del hecho que sirve de base
a la idea misma del derecho natural: los hombres distinguen acciones justas
e injustas. Y el criterio último de esta distinción no es la adecuación de
las acciones a las leyes positivas existentes, pues estos mismos hombres
distinguen también leyes justas e injustas, sentencias justas e injustas".
El caso es que "si no hubiera nada justo por naturaleza, la discusión misma
sobre temas relacionados con la justicia carecería de sentido".[13]
Por eso se percibe en la actualidad, con nuevo vigor, la necesidad de
una fundamentación ontológica del derecho, que en el fondo equivale a un
redescubrimiento de la eticidad del mismo. Sin embargo, el acuerdo en la
necesidad de superar las aporías del iuspositivismo no produce el consenso
en las vías de salida entre los distintos autores, que curiosamente –en su
mayoría- recelan del iusnaturalismo clásico, por cuanto consideran
inaceptable apelar a cualquier tipo de cognitivismo metaético.
Se diría que los intentos de superación del positivismo van en la
línea de un nuevo iusnaturalismo (el caso de Finnis), o en la línea
intermedia entre iusnaturalismo y iuspositivismo (por ejemplo Mac Cormick).
Mientras los primeros son conocidos como los promotores de la Nueva Escuela
de Derecho Natural (G. Grisez, J. Finnis, W. May, J. Boyle, R. P. George,
R. Shaw), los que recorren una presunta vía intermedia son denominados por
Massini[14] los autores transpositivistas contemporáneos (J. Rawls a la
cabeza de ellos).
Entre las convicciones de los primeros, de las que sería un buen
exponente la emblemática obra de Finnis de 1980 en su primera edición
inglesa,[15] hay que situar las siguientes:
1) El carácter terminal de la crisis del positivismo jurídico.
2) La denuncia de la incapacidad manifestada por el positivismo para
dar respuestas satisfactorias a los nuevos problemas eticojurídicos
de la sociedad.
3) La falsedad de pretender extraer los contenidos de la eticidad del
mero procedimiento formal del razonamiento práctico.
4) La debilidad y relatividad de la objetividad deóntica a la que
pretenden llegar los planteamientos constructivistas por vía de
procedimientos, acuerdos o consensos racionales.
Del lado contrario, se situarían las distintas versiones
constructivistas de los transpositivistas contemporáneos, de los que Rawls
sería su mejor exponente, para los cuales:
1) No se puede admitir una concepción esctrictamente cognitivista o
veritativa de la eticidad, a la que Rawls denomina intuicionismo.
2) Sí se debe defender un fundamento racional de la normatividad
jurídica y de un criterio objetivo de estimación ética que
posibilite "superar" el craso positivismo.
3) La vía para obtener ese fundamento racional es de carácter
constructivista, es decir, los principios ético-jurídicos son
construidos, inventados y consensuados por los sujetos que los
elaboran a través de un determinado procedimiento.
4) La razón práctica no admite contenidos objetivamente dados por una
supuesta naturaleza de las cosas, que obligaría a incurrir en el
cognitivismo que precisamente se trata de evitar.
La comparación crítica de ambos planteamientos, el de los autores
iusnaturalistas, en sentido estricto, y el de los denominados
transpositivistas -que efectivamente no se profesan positivistas en sentido
estricto-, arroja un saldo a favor de los primeros, no sólo por el carácter
concluyente, en mi opinión, de sus críticas al modelo transpositivista,
sino, sobre todo, por su capacidad de ofrecer auténticas soluciones a los
nuevos problemas sociales que han aparecido en el horizonte intelectual
contemporáneo. Por ello abundaré en las dos secciones siguientes del
capítulo en ambos aspectos, para plantear en un tercer momento la relación
entre ley natural y razón pública.

a) Las insuficiencias del procedimentalismo constructivista

Durante los últimos veinte años los autores transpositivistas, que
han elaborado teorías éticas constructivistas en el ámbito anglosajón y
alemán, han tenido como objetivo de sus propuestas criticar la totalidad de
los sistemas éticos objetivos y realistas, entre los que ha ocupado un
puesto de especial importancia el iuspositivismo tomista, profesado por los
promotores de la Nueva Escuela de Derecho natural con más o menos matices
que los diferencian entre ellos.[16]
Según autores como John Rawls, John Mackie, Jeffrey Stout y Ronald
Dworkin, el sistema tomista resultaría inaceptable para la mentalidad
contemporánea, defensora de una noción "fuerte" de autonomía humana,
incompatible con la imposición objetiva, veritativa y "heterónoma" de una
serie de normas morales. El único camino adecuado para sostener una
determinada objetividad de valores es, en opinión de estos autores,
construir e inventar racionalmente esa "objetividad", a partir de supuestos
consensuados procedimentalmente.
La única objetividad admisible, para los autores tanspositivistas, es
aquella que se podría denominar débil, por cuanto es preciso alcanzar un
cierto grado de acuerdo respecto a los principios morales para garantizar
la convivencia pacífica en sociedad, que no sería posible sosteniendo
únicamente la mera elección subjetiva de esas normas de moralidad.
Se plantea así una versión restringida de la objetividad ética,
alcanzable únicamente por la vía de la universalización trascendental o del
consenso entre los miembros de la sociedad. A favor de tal postura, se
añade una evidente sintonía de la misma con la mentalidad media del hombre
actual, reacio para admitir el más mínimo asomo de "heteronomía", y
desconocedor del carácter relativo, nunca absoluto, de su propia autonomía
moral.
La objeción de más peso que hay que hacer al planteamiento
constructivista de estos autores tanspositivistas es que un consenso
procedimental que construye una objetividad débil es incapaz de garantizar
la fuerza deóntica necesaria para que sus preceptos revistan el carácter
absoluto propio de las normas éticas.
Evitando el compromiso que supone admitir normas sin excepción, o la
existencia de bienes humanos básicos, no se incurre en el denostado punto
de vista cognitivista respecto de las realidades eticojurídicas, pero al
precio de lograr tan sólo una seudo-objetividad consensual o
transcendental, que no garantiza las exigencias íntegras de la justicia.
En realidad, el punto de vista constructivista pretende ignorar que
de una serie de premisas que sean meras construcciones formales
(situaciones originales, velos de ignorancia, liberaciones de dominio o
situaciones ideales de diálogo), nunca se podrá extraer como conclusión
ningún tipo de proposición normativa de contenido material, pues lo impiden
las reglas más elementales de la lógica que constatan cómo nunca se puede
llegar a conclusiones que no estén de algún modo ya presentes en las
premisas.[17]
No es, por tanto, la irrepochabilidad de los procedimientos la que
lleva a una legitimidad de los resultados en el terreno de la ética, por
cuanto siempre se parte de unos supuestos que conviene explicitar para no
ignorar que cualquier intento de construcción está ya, a su vez,
configurado de antemano por esos implícitos metalingüísticos del
lenguaje.[18] Pensar lo contrario es condenar el pensamiento humano a un
anticognitivismo forzado, que pretende construir la realidad negando de
antemano su patencia al entendimiento.

b) Las ventajas sociales de un nuevo iusnaturalismo

Ante quien pudiera recelar de la propuesta de abrir cauce a un nuevo
iusnaturalismo, por cuanto el mismo nombre le sugiriera la vuelta a
planteamientos supuestamente superados, no habría mejor manera de mostrar
la conveniencia del intento que razonando las ventajas sociales que de ello
se seguirían.
Es indudable que una afirmación teórica sobre el valor de
determinados principios es un cierto círculo vicioso, en cuanto que sólo
desde su interior se comprueba la validez de los mismos. Pero existen dos
principios metafísicos, uno teórico y otro práctico, denominados primeros
principios justamente porque no admiten posible demostración, ya que son
evidentes por sí mismos.
Si el principio de no contradicción es la garantía del recto pensar para
todo sujeto inteligente, incluído quien se empeñe en negarlo, como mostró
magistralmente Aristóteles en su Metafísica, no es menos verdadero el
primer principio práctico de la ley natural, que garantiza el recto actuar,
incluso para quien se empeñe en no admitirlo.
Entre ambos primeros principios, de la razón especulativa y de la razón
práctica respectivamente, existe un cierto paralelismo mostrado por el
Aquinate, precisamente por revestir ambos el carácter de juicios evidentes
por sí mismos. Si el primer principio especulativo se sigue de la
aprehensión del ente como lo que es y de su oposición a lo que no es,
pudiendo formularse como "el ente no es el no ente", siguiendo a Leo
Elders,[19] igualmente el primer principio práctico surge de que lo primero
aprehendido por la razón práctica es el bien, ya que la razón es práctica
en la medida en que se ordena a la operación, encaminada hacia un fin que
tiene razón de bien.
Al formular ese principio como "el bien ha de perseguirse y el mal ha de
evitarse" ("bonum est prosequendum et faciendum et malum vitandum") se está
indicando la estructura conforme a la cual se compondrán los restantes
preceptos de orden práctico, que irán concretando a los determinados
ámbitos la exigencia fundamental de la razón práctica.
Para determinar los distintos bienes humanos la razón práctica ha de
ayudarse de las inclinaciones naturales radicadas en la persona, sin las
cuales no podría determinar el contenido de las normas éticas en la medida
en que son conocidas como buenas, ni formularlas a través de proposiciones
normativas vinculantes.
Como sostiene J. De Finance,[20] sólo a través de la mediación de la
razón que juzgando lo vincula al absoluto, el valor vinculado a los fines
de las tendencias naturales puede presentarse como valor moral, que exige
un respeto incondicionado y soberano. Por ello la regla próxima de la
moralidad es la razón recta, que expresa respecto de un bien concreto el
principio primero de la praxis humana.
Pues bien, este primer principio práctico es el fundamento último y
universal de toda la razonabilidad práctica, particularmente de la ética,
que sin este principio se vería privada de su radical practicidad. Se
podría decir, con C. I. Massini, que -mal que les pese a todos sus
impugnadores más recientes como D. J. O´Connor, R. M. Hare, J. L. Mackie o
P.H. Nowell-Smith- "la ética ha de ser objetiva o no ser propiamente ética,
y en la fundamentación de esta objetividad juega un papel insustituible el
primer principio práctico, que es como la estructura radical de todo orden
que cumpla con las exigencias de una racionalidad abierta y
consecuente".[21]
En las modernas teorías de la justicia,[22] el carácter de virtud que
la define en el planteamiento clásico está prácticamente desaparecido,
precisamente por el intento de construir una teoría de la justicia que sea
política, no metafísica.[23] Pero esa disociación entre un planteamiento
metafísico y el derecho no es más que la triste herencia del positivismo
jurídico que los mismos autores denominados transpositivistas tratan de
superar, como se ha visto en el apartado anterior.
Por descontado que hay que explicar cómo la "juridicidad" del derecho
natural no es otra que la juridicidad de lo justo por naturaleza, que se
asienta en la ley natural, que también cuenta con una positividad o
promulgación distinta y semejante, a la vez, a la de las leyes positivas.
Pero se debe advertir que si "se tiende a calificar como "derecho natural"
todo aquello que desborda elocuentemente los rígidos márgenes de la "ley
positiva, el peligro es que esto lleve a plantear como realidades dispares
lo que son fundamentaciones diversas de una realidad única",[24] en alusión
al viejo dualismo iusnaturalismo-positivismo.
Y es que todo derecho implica una fundamentación ética, de manera que
incluso los intentos de llegar a fundamentar convencional o
procedimentalmente los valores éticos fundamentales de la vida jurídica no
pueden ocultar que convención y procedimiento remiten a su vez a valores
éticos previos.[25] Por tanto, no es que haya que interpretar la evidente
crisis del positivismo, de manera simplista, como la confirmación
alternativa de un irresistible renacer del iusnaturalismo, sino que más
bien se hace ineludible replantear el iusnaturalismo como teoría, para que
luche por hacer valer sus razones en el obligado campo previo de todo
proceso jurídico, que no es otro que el debate cultural y político.
Esa es la arena pública en la que se deben mostrar las ventajas de un
planteamiento sobre otro, porque a la larga no cabe ampararse en la
posesión de un supuesto conocimiento de la realidad objetiva para imponerlo
de manera autoritaria como verdad en la vida social práctica. Eso sería no
sólo atropellar los mecanismos políticos propios del juego democrático,
sino incurrir en una suerte de fundamentalismo al uso, justamente
denunciado como "el peligro del fanatismo o fundamentalismo de quienes, en
nombre de una ideología con pretensiones de científica o religiosa, creen
que pueden imponer a los demás hombres su concepción de la verdad y del
bien".[26]
La necesidad de reproponer una instancia de fundamentación y crítica de
las estructuras jurídicas, avalada por la necesaria solidez argumentativa y
por una suficiente fuerza racional, es la tarea que debe acometer el nuevo
iusnaturalismo para poder afrontar los nuevos problemas que se plantean a
la sociedad contemporánea en un triple frente:
1) Al nivel de una justificación racional de los derechos humanos,
dado que la existencia y validez de ciertos derechos, cuyo título
radica en la sola hominidad de sus sujetos, remite necesariamente a
una instancia de apelación y fundamentación transpositiva y
deónticamente fuerte.
2) Al nivel de las exigencias de una ética ambiental surgida por la
acuciante crisis ecológica, sólo superable si se admite la existencia
de un orden en la naturaleza, independiente de la razón y el querer
humanos, que posee un cierto valor normativo para el hombre.
3) Al nivel de los desafíos de la biotecnología y la biomedicina, que
reclaman una normatividad de carácter ético, basada en la aceptación
de un cierto orden objetivo en la naturaleza que condiciona la
normatividad del obrar humano en el ámbito de lo que ya se denomina
bioderecho.[27]
En opinión de Massini,[28] sólo la rica tradición de la teoría realista
del derecho natural puede dar una respuesta adecuada, plausible y eficaz a
estos nuevos problemas que plantea la sociedad posindustrial y postmoderna.
Ni los iusnaturalismos integristas, que rechazan las aportaciones de la
filosofía y de la metodología moderna y contemporánea, aferrándose a un
tomismo más ideológico que real, ni las teorías iusnaturalistas
progresistas, que pretenden adoptar una teoría "minimalista" del derecho
natural, son los caminos acertados para propiciar un nuevo iusnaturalismo
capaz de brindar a la sociedad las soluciones que el positivismo jurídico
no le ofrece.
Ese nuevo iusnaturalismo[29] es deudor de los trabajos de Georges
Kalinowski, Sergio Cotta o Francesco D´Agostino, así como de los autores
anglosajones agrupados en la llamada Nueva Escuela de Derecho Natural.[30]
En España merecen una atención especial las trayectorias de J. Hervada o A.
Ollero,[31] así como las de C. I. Massini y J. García-Huidobro en
Latinoamérica.[32]

c) Razón pública y ley natural

La articulación de la convivencia social en base al respeto de unos
principios de justicia que no sean estrictamente políticos, sino que
remitan a planteamientos propios de doctrinas generales de tipo filosófico
o religioso, encuentra en las sociedades actuales una dificultad para ser
aceptada, dado que parece no respetar el llamado principio de legitimidad
liberal, cuya esencia es el criterio de reciprocidad. Semejante criterio
obliga a que los términos de cooperación ofrecidos por los ciudadanos a sus
iguales, puedan ser aceptados razonablemente por todos, configurando así
una razón pública que exige el deber de civilidad hacia la misma de parte
de todos los ciudadanos.
El desafío que supone plantear la cooperación social en términos de
una doctrina general como la de la ley natural es obvio, si se parte de los
presupuestos del liberalismo político rawlsiano. La tradición de la ley
natural plantea un problema particularmente interesante para la teoría de
la razón pública de Rawls debido a su incorporación a la enseñanza
católica; pero no sólo por ello, puesto que semejante teoría es una
doctrina filosófica comprehensiva no liberal, con un principio propio de
razón pública en virtud del cual las cuestiones de ley y de política deben
decidirse de acuerdo con la ley natural, o sea con unos derechos naturales
o justicia natural.
Para R. P. George "si Rawls quiere defender con éxito una concepción
de "razón pública" bastante restringida para excluir llamamientos a la
teoría de la ley moral natural, debe demostrar que hay algo que no es justo
en estos llamamientos, sin referirse al liberalismo general o a cualquier
otra teoría general de la justicia que compita con la concepción de la ley
natural". En su opinión, ni lo ha hecho ni podrá hacerlo.[33]
Que el antiperfeccionismo profesado por el liberalismo rawlsiano, o
el radicalizado por D. A. J. Richards, -que sostiene la injusticia de las
leyes morales-, sea inherente al liberalismo, como tal, es algo que está
por demostrar, puesto que caben posturas perfeccionistas igualmente
respetuosas con los principios liberales, tal y como han mostrado las
posturas de William Galston, Vinit Haksar, Carlos Nino o Joseph Raz, por no
mencionar al citado R. P. George.
La relación entre la ley natural y la razón pública de las
democracias contemporáneas se plantea como un reto y un problema, a la vez,
en la medida en que cabe configurar la razón pública de manera no sólo
procedimental, sino también de modo dialógico, como se ha expuesto en el
capítulo anterior de esta Tesis.
Es un hecho evidente la deriva permisivista de muchas legislaciones
occidentales que articulan la moralidad pública desde un antiperfeccionismo
confeso, dando lugar a una razón pública al menos discutible, desde el
punto de vista ético, si no abiertamente inmoral en muchos casos.
Ni el paternalismo, ni el antiperfeccionismo parecen las vías
adecuadas para hacer mejores a los hombres moralmente. Articular una teoría
perfeccionista pluralista de las libertades civiles tampoco es fácil, ni
tal vez práctico; pero ayuda -al menos teóricamente- a exigir de las
posturas rivales el esfuerzo argumental de probar la presunta injusticia de
un planteamiento perfeccionista, que constaría de principios no
seleccionados en condiciones de ignorancia fingida por partidos
inhumanamente adversarios en la "posición original" y que trataría de la
justicia o de la moralidad de la política inspirándose en "concepciones
generales" de lo que es humanamente evaluable y moralmente recto.
Semejante perfeccionismo presupone cierto intelectualismo ético, que
permite anclar los derechos humanos en una inviolabilidad difícilmente
equiparable a la que proviene de pactos o contratos. "Cuando se mira a la
vida sociopolítica a la luz de la ley natural y del Decálogo, se encuentra
la cuestión de los derechos del hombre y su inviolabilidad, en torno a la
cual se construye toda forma de constitución política recta", por cuanto el
mencionado Decálogo, "al afirmar categóricamente las cosas que pueden
hacerse y cuáles no, establece la genuina primera declaración de los
derechos del hombre, transmitida implícitamente en la forma del imperativo
(afirmativo o negativo)".[34]
La inviolabilidad de esos derechos humanos que debieran estar a la
base de toda razón pública rectamente configurada es, hoy por hoy, más un
deseo que una realidad. El mero hecho de apelar a ellos no garantiza que
sean respetados en su integridad. Es muy llamativa la manera como el propio
Rawls legitima la práctica del aborto durante las primeras semanas en una
desafortunada nota a pie de página de su importante obra Liberalismo
político.
La naturaleza de este tipo de desacuerdos tan importantes respecto a los
derechos fundamentales no puede resolverse apelando al deber de civilidad
hacia una razón pública, razonablemente aceptada por todos los ciudadanos,
pues muchos de ellos nos negaremos siempre a admitir como razonable lo que
atente contra la ley natural, por muy legitimado que esté a nivel de razón
pública procedimentalmente configurada. ¿Acaso no sería planteable
coincidir todos en las exigencias morales básicas de esa ley natural, más
que en la legitimidad de lo que algunos pueden considerar radicalmente
injusto?
He ahí el problema candente de la moralidad pública, que tanto la
razón pública como la ley natural tratan de sostener, si bien no siempre de
manera convergente. Disponer de un contexto de valores sustanciales a nivel
constitucional y legislativo es algo muy necesario para las democracias
modernas, que no siempre están dispuestas a admitir que ese conjunto de
valores incuestionables debieran formar parte de la razón pública vigente
en cada situación histórica concreta, sin pretender crearlos por el proceso
político-jurídico, sino más bien reconociéndolos como pertenecientes a una
determinada sociedad.
El drama es que en la cultura pública de muchas sociedades esos valores
humanos incuestionables son diariamente cuestionados, porque el consenso
acerca del valor permanente de su moralidad se ha quebrado, bien de manera
inducida por la ingeniería social de los gobiernos, bien por un cambio de
mentalidad en muchas personas, que se han dejado arrastrar por la debilidad
moral y han llegado a ser conquistadas en su mentalidad por la debilidad
del pensamiento dominante.
¿Cómo mostrar que no hay razón pública recta y justa si se atenta
contra los valores morales sustantivos de la ley natural? En mi opinión eso
sólo es posible desde una política que recupere la metafísica mínima, pero
necesaria, para configurar una racionalidad pública compartida que asuma en
serio los derechos humanos.

2. Política: ¿con o sin metafísica?

El pensamiento político ha fluctuado, a lo largo de la historia,
entre los vaivenes propios de una realidad humana tan peculiar como es el
mundo de las ideas. Si el florecimiento de las polis griegas se debió en
gran medida a la extensión de un ethos común entre los ciudadanos, éste se
afianzó como una conquista social gracias a que los primeros grandes
pesadores metafísicos fueron también, inseparablemente, pensadores
políticos.[35]
Se ha convertido en tópico afirmar que la historia de la filosofía
política abrió un nuevo ciclo con el pensamiento moderno de Maquiavelo,[36]
al que habría que considerar en las antípodas del pensamiento político
clásico, bien representado por Aristóteles.[37] La diferencia esencial
entre ambos planteamientos políticos, el clásico y el moderno, reside en la
inclusión o exclusión en el mismo de ideas metafísicas. Mientras se había
vivido durante siglos, en el periodo clásico, "una forma de entender la
política en la que existía un referente último o primero, según se mire,
que no es otro que la divinidad" y "tal circunstancia conducía a que el
fenómeno político tuviera una carga de trascendentalidad", por el
contrario "Maquiavelo va a afrontar el estudio del fenómeno político
utilizando métodos propios de las ciencias de la naturaleza",[38] que
estaban teniendo un florecimiento extraordinario en su momento histórico.
Podría decirse que la reivindicación contemporánea de privilegiar la
democracia sobre la filosofía,[39] o de elaborar una idea de justicia
política, que no sea metafísica,[40] no es sino una manera de reivindicar
nuevamente a Maquiavelo como un pensador presente en la
contemporaneidad.[41]
Se ilustre mejor o peor, lo cierto es que en la actualidad muchos
vuelven a pensar que no cabe sostener que la verdad preceda y oriente a la
política, porque no habría más verdades que las de las ciencias formales y
empíricas, lo cual impide hablar de verdad en el terreno de la praxis.
Mostraré un ejemplo.
Se dice que lo contrario sería incurrir en fundacionalismos metafísicos
incompatibles con la única racionalidad disponible, a saber, "una
racionalidad "histórico-narrativa-interpretativa", que afirma su propia
validez no exhibiendo fundamentos, sino contando e interpretando de cierta
manera los asuntos de la cultura que los interlocutores tienen en común y,
por tanto, la historia de la Modernidad".
Esa historia de la Modernidad hay que entenderla como "un proceso de
disolución, en múltiples niveles, de todas las estructuras fuertes:
secularización de la tradición religiosa, secularización del poder
político, disolución de las ultimidades incluso en el seno del sujeto (el
psicoanálisis como ejemplo de ello), fragmentación de toda racionalidad
central con la multiplicación de las ciencias especiales y su tendente
irreductibilidad a un esquema unitario; pluralización de los universos
culturales contra la idea de un decurso unitario de la historia
humana".[42]
Semejante profesión de nihilismo metafísico, suele ir unida a un
pragmatismo que se empeña en escindir la razón y la praxis humana, como si
fuera realmente imposible compatibilizar la verdad y la praxis, la
metafísica y la ética, en definitiva la ética y la política. Plantear un
giro humanista de la política, sólo es posible desde unas convicciones
metafísicas mínimas[43] que están ausentes de la atmósfera intelectual
constructivista en la que se mueven la mayoría de las teorías políticas
contemporáneas.
El relativismo pragmatista al que ha dado lugar el liberalismo político
contemporáneo se refleja bastante bien en el cinismo neoconservador, que
cree imposible orientar toda la vida hacia la verdad, porque en el fondo
está convencido de que no se puede acceder a semejante verdad en el terreno
de la praxis.
La dificultad de sostener esa metafísica mínima en el actual contexto
postmetafísico[44] va unida a la vigencia en muchos ámbitos académicos del
antifundacionalismo gnoseológico, representado por autores como R. Rorty y
T. Nagel, así como al fuerte impacto cultural de la hermenéutica total y el
deconstrucionismo derridiano. Ambos rechazan el anti-representacionismo
matizado necesario para reconocer un alcance metafísico al conocimiento
humano, inclinándose hacia un anti-representacionismo radical que niega
toda posibilidad metafísica a la razón humana.[45]
Semejantes corrientes de pensamiento filosófico hay que enmarcarlas en
un panorama completo de lo que podría constituir el diagnóstico de la razón
contemporánea, para captar cómo por más que esas corrientes aludidas se
consideren a sí mismas los paradigmas incuestionables de la filosofía
actual, no son sino versiones serias o lúdicas de lo que he denominado
feria postmoderna, al inicio de este capítulo.
Porque lo cierto es que el tono de gran parte de la filosofía
contemporánea lo siguen marcando los debates en torno a la postmodernidad
que caracterizaron las décadas de los 80´y´90 en el panorama filosófico
internacional.[46] En opinión de Llano, "la presente situación cultural y
política viene marcada por el gran debate acerca del final de la Modernidad
que se inició hace unos veinte años, aunque sus precedentes se remontan al
período de entreguerras. La polémica ha perdido fuerza, pero no está
agotada, y todas las confrontaciones actuales vienen a ser –en un sentido o
en otro- algo así como corolarios de esta discusión básica".[47]
¿Cuál es esa discusión básica? Se trata de dilucidar si el proyecto
moderno está definitivamente concluido por agotado, de manera que el
porvenir de la razón estaría marcado por las vías de salida que indica una
positiva postmodernidad o transmodernidad, que son una propuesta de cambio
de paradigma cultural, o si , más bien, se debe acometer la tarea de
llevar a cabo definitivamente el proyecto moderno en la medida en que no ha
sido efectuado todavía, siguiendo las líneas de lo que se puede denominar
tardomodernidades, por cuanto no reclaman un cambio de paradigma cultural
sino su eficaz culminación.
Abanderando la tardomodernidad seria estarían, por ejemplo, Habermas
y Apel, por cuanto cabe considerar que existen tardomodernidades irónicas y
divertidas como las propuestas por el pensiero debole de Vattimo y la
deconstrucción de Derrida. A los primeros cabría sumarles a Rawls, mientras
a los segundos a Rorty, ambos pertenecientes al ámbito filosófico
anglosajón más influyente en Europa.
Los adversarios políticos y filosóficos de estos grandes penseurs
son, en opinión de Llano, los protagonistas de un cambio de paradigma
cultural que se va operando a través de los llamados comunitaristas en
general, que no admiten fácilmente esa calificación, pero que coinciden en
sus críticas al proyecto moderno en la medida que lo consideran agotado y
necesitado de un auténtico recambio. McIntyre, Ch. Taylor, M. Walzer, P.
Donati, V. Possenti, R. Spaemann, J. Ballesteros son autores que mantienen
puntos de coincidencia en torno a la necesidad de proponer una
postmodernidad positiva[48] que pudiera caracterizarse como el paso del
paradigma de la certeza al paradigma de la verdad.
¿Qué encierra esa propuesta de cambio de paradigma? Curiosamente la
superación de las angosturas a las que ha dado lugar la razón moderna -la
razón cartesiana y posteriormente kantiana- sólo es posible desde la
recuperación de los horizontes metafísicos que la propia Modernidad fue
cerrando cada vez más, en virtud de la coherencia con sus principios.
La búsqueda de la certeza en el horizonte del conocimiento humano ha
llevado a la humanidad desde la revolución científico-técnica del
Renacimiento a un predominio de la razón instrumental y de la técnica, que
ha marginado las pretensiones de apertura metafísica que la razón lleva
inscritas en su propia naturaleza.
Reivindicar, pues, que la filosofía contribuya a redefinir la razón en
el momento actual como una razón crítica, capaz de abrir un serio diálogo
no sólo con la ciencia y la técnica, sino también con el arte y la
religión, sin que rehúya las grandes cuestiones éticas, sociales y
políticas, puede parecer una pretensión premoderna o poco postmoderna sólo
a quien no admite más racionalidad que la de la razón moderna, ni más
versiones de la postmodernidad que las que aquí se han calificado de
tardomodernas.
Se entiende así por qué, para algunos autores, "tras las múltiples
embestidas sufridas por la razón a partir de la segunda mitad del siglo XIX
y a lo largo del siglo XX, la aspiración a la unidad de la razón se ha
quebrado. La razón parece haber quedado escindida irremisiblemente en una
pluralidad de razones que han tenido que asumir su propia historicidad y su
relatividad".[49]
Pero semejante pronóstico no es compartible por quien aspire a darle a
la razón humana toda la apertura integradora que el mejor pensamiento
postmoderno le brinda, en el sentido anteriormente explicado. Se comprueba,
pues, que "una metafísica mínima así entendida, resiste el embate de los
actuales intentos de su superación y eliminación, no carentes tampoco ellos
mismos de unos aspectos de insuficiencia y vulnerabilidad que una
metafísica renovada de esta suerte podría desvelar".[50]
Por tanto, garantizar la ética del comportamiento personal y social de
los ciudadanos en las democracias contemporáneas es algo que interesa, no
ya a los mismos ciudadanos, sino al propio sistema político, si semejante
personalización se permite como licencia. Prueba de la preocupación, cada
vez más acuciante, que invade a los gobernantes democráticos por garantizar
las fuentes morales de la vida cívica es el empeño de que los Estados
asuman una tarea educadora en el terreno moral, que hasta ahora se había
considerado competencia exclusiva de las familias, las Iglesias y las
escuelas, o sea de la sociedad misma. Si cabe justificar debidamente como
una exigencia del propio sistema democrático esa nueva competencia[51], no
por ello queda exenta del peligro de estatismo o totalitarismo, felizmente
superados.
¿Cómo no coincidir todos los ciudadanos de una democracia en realizar
un esfuerzo común por robustecer moralmente la vida personal y social? Es
obvio que si las cosas se plantean bien, lo cual no está garantizado de
antemano, esta preocupación por aunar democracia y ética es una oportunidad
importante para mejorar el sistema democrático vigente, aquejado de un
malestar creciente que podría acabar con el mismo.
En ese sentido, la mejora del sistema democrático no puede reducirse tan
sólo a una clarificación y robustecimiento de las relaciones correctas
entre ética y política, puesto que los teóricos de la filosofía política
manejan un abanico muy amplio de cuestiones pendientes para una democracia
que pretenda ser eficiente.[52]
Con todo, si se descuida plantear correctamente este aspecto básico
de la relación entre democracia y ética, resulta fácil acabar pensando que
"por muchas y bien argumentadas consideraciones que la ética dirija a la
política, tanto la historia como la experiencia enseñan que la acción
política sale a menudo por sus fueros y se tiene a sí misma por autónoma".
[53]
Ni el relativismo ni el moralismo son las maneras adecuadas de
plantear la relación justa entre ética y política. Lo que en este momento
cultural precisa una mayor aclaración es por qué el relativismo no puede
ser el sustrato ideológico de la democracia, puesto que parece mucho más
evidente la incompatibilidad de la democracia con el moralismo, al que hoy
cabría identificar con el fundamentalismo.
En cambio, autores como Rorty, defendiendo un ideal de sociedad liberal
en la que no quepan valores ni criterios absolutos, logran en los ambientes
académicos y culturales más éxito del que sería deseable, si se hace un
análisis serio de sus propuestas. Porque conviene recordar cómo los
totalitarismos de estado que arrasaron muchas sociedades del siglo XX
parecieron ingenuamente inofensivos para ciertos pensadores liberales
izquierdistas, antes de afirmar, con Spaemann, que no resulta menos
peligroso este nihilismo banal que pretende fundar la democracia en el
relativismo radical de los valores.[54]
Como explica Possenti, "a través de un proceso muy notable, en el que el
racionalismo se ha devorado a sí mismo y se ha situado en las proximidades
del nihilismo, se ha llegado a disolver, en las posiciones más radicales,
el vínculo entre política (y específicamente, la democracia) y el carácter
absoluto de las normas morales, para estrechar una inédita alianza entre
democracia y relativismo ético (y por lo que respecta a la verdad, no
solamente ético, sino también teorético)".[55]
Semejante alianza se puede sostener sobre la base teórica de afirmar la
completa separación entre verdad y política, o desde la apuesta por el
relativismo de todo tipo como cultura idónea para la democracia. Si en el
primer caso se trata de un relativismo de principios, en el segundo caso se
está ante un funcionamiento pragmático del mismo.
Pero, "por una necesidad dialéctica interna, la entrada del relativismo
en las democracias las hace indefensas frente a la amenaza totalitaria. Y
si éstas han podido combatirlas con éxito, eso ocurre no en virtud del
relativismo, sino porque el sentido común moral de la mayoría de los
ciudadanos se adhería a valores firmes y rechazaba la alianza entre
democracia y relativismo".[56] Lo cual hace notar la importancia de ese
común sentir moral que resulta indispensable para el nacimiento y la
continuidad de la democracia.
El análisis de Tocqueville,[57] en ese sentido, es el de todo un clásico
del que cabe aprender nuevamente para robustecer el derecho y el bien en la
sociedad, frente a la ingenuidad y el cinismo, sin que haya que obligar al
derecho a imponer su fuerza mediante coacción exterior, ni a que se defina
de forma totalmente arbitraria.
Con razón se ha afirmado que "sin convicciones morales comunes las
instituciones no pueden durar ni surtir efecto", lo cual implica que "esas
convicciones reclaman actitudes humanas correspondientes, y las actitudes
no pueden prosperar cuando no se respeta el fundamento moral de la cultura
ni las evidencias religioso-morales custodiadas por ella. Apartarse de las
grandes fuerzas morales y religiosas de la propia historia es el suicidio
de una cultura y una nación".[58]
No sé en qué medida ese suicidio colectivo crece de manera alarmante
en muchas sociedades democráticas occidentales; lo que resulta innegable es
que ya se ha programado y comenzado a realizar lentamente. Se impone, pues,
la urgencia de rehabilitar el espíritu crítico frente a toda manifestación
de conformismo con el estado actual de alergia a la objetividad en los
debates morales propios de la vida democrática, para evitar de ese modo que
-bajo el pretexto de la neutralidad, la libertad y la imparcialidad- se
impongan de hecho en las sociedades occidentales ciertos principios y
valores (al menos aparentes) que inclinan la balanza siempre del mismo lado
permisivista, con el riesgo de que quienes no los comparten acaben
sucumbiendo a una casi invencible presión ambiental.
La "dictadura de lo coyuntural convertida en absoluto"[59] y admitida
ingenuamente por las masas sociales, obliga a todos en el esfuerzo por
recuperar la sensatez de la verdad en la vida social, pero de una manera
especial exige el compromiso de minorías creadoras,[60] que estén
dispuestas a manejar la sagacidad de la recta razón en su aspiración a la
mayor justicia que sea posible.
No en vano se encienden las alarmas de pensadores como Habermas, nada
sospechoso de empeños moralizantes, para el que no estando garantizadas
para el futuro las energías morales suficientes con que sostener las
democracias, se exige por igual a ciudadanos religiosos y seculares un
esfuerzo común por traducir al uso público de la razón las convicciones
morales que se deben compartir, nazcan éstas en suelo religioso o en suelo
secular.[61] Creo que el análisis es acertado y coincide con los de algunos
de sus interlocutores más importantes, así como con el de filósofos muy
implicados en la gestión política, a diversos niveles.[62]



3. La configuración dialógica de la razón pública


Pertrechados de una concepción de la razón práctica que hace justicia
al planteamiento clásico de la misma, especialmente en su versión
aristotélico-tomista, se puede mostrar mejor la operatividad de ese
planteamiento en la actuación pública. La razón pública que necesitan las
sociedades democráticas y pluralistas del siglo XXI es aquella que está
internamente vinculada con el ejercicio de la libertad, lo cual fundamenta,
a la vez, su carácter práctico. Una praxis social y política que se deja
guiar por la razón práctica evita los peligros de absolutización
racionalista en los que frecuentemente degenera la razón pública
procedimental.
Percibir la conexión entre los planteamientos anticognitivistas del
cientifismo y la antropología reductiva que les suele acompañar es el
primer paso para comprender por qué una razón pública configurada desde
tales presupuestos está abocada al fracaso, precisamente por su incapacidad
para llevar a cabo la ingente tarea de provocar el giro humanista que
necesita la configuración social de los sistemas democráticos liberales.
La razón pública es necesaria sí, pero sobre todo aquella que esté
impregnada del carácter práctico que le es inherente, porque sólo "la
comprensión cabal –no distorsionada ni drásticamente reducida- de la
praxis, es decir, de la acción libre, aparece de nuevo como un horizonte
conceptual adecuado para superar las insuficiencias doctrinales y las
consecuencias deshumanizadoras de los enfoques ideológicos y
positivistas".[63] Ese horizonte conceptual de la razón práctica
rehabilitada manifiesta el carácter propio del obrar humano, que no es
reducible a mera kinesis, ni tampoco sólo a poiesis, sino que es verdadera
praxis: acción que en primer lugar perfecciona a quien la realiza
incrementando su valor humano y aproximándolo a la vida lograda.
Esa vida lograda no puede ser patrimonio sólo de unos cuantos
privilegiados, sino que hace inseparables al yo personal y al bien de la
persona. Esta visión antropológica de la inseparabilidad del yo respecto al
bien como una de las fuentes básicas de la identidad antropológica del yo,
por utilizar la terminología de Ch. Taylor, es la que propicia una
inserción intrínseca del humanismo en la vida política, que de otra manera
es captado como una pretensión extrínseca frente a la cual cabe siempre
reivindicar en forma extrema la autonomía de la política respecto a toda
pretensión de verdad, sobre todo si esta es de orden moral.
Uno de los más conocidos defensores de esa disociación entre política
y verdad, o lo que es lo mismo entre ética y política, es Richard Rorty,
quien en un famoso artículo[64] sostiene que es preferible una política sin
metafísica a pretender introducir en el terreno de la política verdades
sustantivas que vayan más allá de los límites marcados por las convicciones
mayoritariamente difundidas entre los ciudadanos. De tal suerte que para él
en democracia no hay más fuente del derecho que el criterio de las
mayorías.
El fondo del debate que enfrenta a liberales y comunitaristas, que se va a
exponer sucintamente a continuación, tiene justamente ahí su nudo gordiano.

Esa cuestión se podría formular de la siguiente manera: ¿en qué medida
puede la razón práctica influir en la razón pública? ¿Será esa pretensión
algo extemporáneo para sociedades en las que, en palabras de Rorty, la
primacía ya no la detenta la filosofía sino la democracia? Cabe, al menos,
repasar brevemente en qué medida los distintos autores a los que se
denomina comunitaristas y republicanos[65] han influido en el
replanteamiento de la razón pública desde propuestas sustantivas que
merecen toda la atención debida.
Si algo ha mostrado el debate entre liberales y comunitaristas,[66]
que ha caracterizado la filosofía política de las últimas décadas del siglo
XX, es la profunda disociación que se plantea entre lo bueno y lo justo
para las personas en el marco de las sociedades democráticas. En las
posturas filosóficas que sostienen autores como Charles Taylor, Michael
Sandel, Alasdair MacIntyre o Michael Walzer hay diferencias notables entre
ellos, pero lo que sí les une es su postura crítica respecto a las tesis de
Rawls, especialmente en lo referente a la mencionada separación entre lo
bueno y lo justo.
En el origen de esa separación se sitúa la distinción de David Ross
entre la captación de verdades prima facie (lo bueno), como cumplir lo
prometido o restablecer al otro lo que se le debe, y verdades en acto (lo
justo o correcto), aquellas que corren a cargo de la prudencia entendida no
como virtud moral, sino como capacidad de acierto en un proceso teórico, no
práctico. De esta manera se pasa de lo bueno a lo justo a través de una
deliberación entendida de manera neutra.[67]
Con todo, hay que señalar cómo "el análisis comunitarista, en
definitiva, parte de la constatación de que el individuo contemporáneo
experimenta una suerte de esquizofrenia: se forma en una determinada
cultura y tradición, su experiencia de vida depende en primer lugar de los
lazos fundamentales de la pertenencia familiar y comunitaria, y a pesar de
ello este arraigo no puede manifestarse públicamente, porque el discurso
político debe ser neutral por naturaleza y el ámbito institucional y
público debe prescindir intencionalmente de la referencia a perspectivas
particulares".[68]
Se diría que lo políticamente correcto es evitar toda transferencia
entre los ámbitos de la vida privada y de la vida pública hasta el extremo
de producir una dicotomía o esquizofrenia mental en el comportamiento de
los ciudadanos. De ahí a la separación entre dos tipos de ética, la
pública y la privada, hay un paso, que lógicamente va acompañado de la
escisión entre la razón pública y las razones prácticas particulares de
cada cual.
Contra esa manera de concebir las cosas se sitúan los apuntes críticos
del comunitarismo a semejante escisión. Ha sido particularmente el
planteamiento de MacIntyre el que ha reivindicado la necesidad de recuperar
la virtud como clave de bóveda de la convivencia política en las sociedades
liberales marcadas por el individualismo moderno. Para él está claro que
"aprendemos o dejamos de aprender el ejercicio de las virtudes siempre
dentro de una comunidad concreta con sus propias formas institucionales
específicas".[69] La relación entre comunidades de origen y sociedad
política no puede pasar por pretender la anulación del influjo real de las
primeras en la configuración de la personas y de la sociedad misma. Para
Taylor se parte de unas coordenadas culturales que nos abren a los demás y
a los universales. Tal es la base dialógica del comportamiento del hombre.
Esos lazos de solidaridad previos y básicos para los acuerdos
convencionales muestran la importancia del aspecto comunitario en la
formación del juicio moral.
Taylor afirma con acierto cómo "no podemos entendernos a nosotros
mismos o unos a otros... sin aceptar una ontología más rica que la que el
naturalismo nos permite al no pensar en términos de evaluación fuerte".[70]
Ello explica la necesidad de contar con un modelo de razonamiento práctico
llamado ad hominem, por contraposición al denominado apodíctico, que no se
conforma con evaluaciones débiles acerca de nuestros comportamientos, sino
que exige evaluaciones fuertes, por más que éstas choquen con la
inclinación naturalista de la cultura intelectual moderna.
A la vista de esta confrontación, conviene señalar también que "una
crítica como la comunitarista es una moneda de dos caras: como crítica a un
concepto de racionalidad práctica según el cual no es posible distinguir
entre concepciones morales racionalmente verdaderas y equivocadas, o
buenas, menos buenas y malas, es ciertamente adecuada. Con esto permanece
abierta, sin embargo, la cuestión de lo que esto signifique para la
orientación político-institucional de la sociedad y, finalmente, para la
cuestión decisiva: ¿Quién decide lo que es bueno y lo que es malo?".[71]
Si los planteamientos liberales de Rawls, en su obra Liberalismo
político, responden en cierto modo a la modificación de algunos puntos de
su Teoría de la justicia como respuesta a las críticas vertidas por los
comunitaristas contra él, el neutralismo y el antiperfeccionismo que
caracterizan la propuesta rawlsiana la emparejan con la de Larmore[72] y
diferencian ambas de aquellos otros planteamientos liberales
antineutralistas, como el de Stephen Macedo[73], o liberales
perfeccionistas, como el de Joseph Raz.[74]
Como es obvio, cabe también la crítica al planteamiento liberal de la
razón pública desde planteamientos no liberales, pero igualmente
respetuosos del valor de la libertad individual, tales como los de Robert
George,[75] que propugna una teoría perfeccionista pluralista de las
libertades civiles, que en sentido político-práctico es considerada como
problemática e impracticable.[76]
Lo cierto, tal vez, es que, como enfatiza George, "durante más de
veinticinco años Rawls y sus seguidores no han logrado demostrar que los
principios perfeccionistas sean injustos (o no sean válidos): estos
principios serían aquellos no seleccionados en condiciones de ignorancia
ficticia por partidos inhumanamente adversarios en la "posición original" y
que tratan de la justicia o de la moralidad política inspiradas en
"concepciones generales" de lo que es humanamente evaluable y moralmente
recto".[77]
Parece incuestionable que sin las polémicas intelectuales que han
originado los distintos planteamientos que han enfrentado y lo siguen
haciendo a las posturas liberales, comunitaristas y antiliberales, no se
habría suscitado esa emergencia de la razón pública como una gran cuestión
que conviene aclarar, porque constituye "el núcleo de una polémica
intelectual que está en la base de las confrontaciones políticas y sociales
de cada día".[78]
Si se puede afirmar que los esfuerzos en el ámbito académico llevados
a cabo por los rehabilitadores de la razón práctica han confluido con los
de los comunitaristas por ir más allá del liberalismo, cabe decir algo
parecido acerca del planteamiento de la razón pública que sugiere esta
Tesis: es convergente con la razón práctica rehabilitada y reivindicada por
muchos comunitaristas y estudiosos de la sociedad civil, a la vez que
apuesta por una sociedad liberal y democrática que sepa corregir sus
propios desajustes en tantos aspectos como cabría señalar.[79]
Resulta manifiesta la importancia que la razón pública tiene en el
funcionamiento de los sistemas democráticos liberales en la mayor parte de
los países occidentales. A formular la trama de esa razón pública han
contribuido en las últimas décadas del siglo XX el pensamiento de Rawls y
Habermas, respectivamente. De ello se ha dado pormenorizada cuenta en la
parte primera de la Tesis.
Pero han sido los esfuerzos de toda una serie de rehabilitadores de
la razón práctica, bien en su versión neokantiana, bien en su versión
neoaristotélica, los que hacen urgente la tarea de contribuir a que la
razón pública converja lo más posible con esa razón práctica. De no
hacerlo, la razón pública cae sin remedio en toda suerte de dificultades
para impedir su equivalencia con la razón técnica, que en última instancia
lleva a la utopía.[80]
Cuando la razón pública pretende construirse al margen de las
exigencias de la razón práctica siempre resulta perjudicada la realidad a
la que se pretende servir, cayendo en las redes de quienes por intentar
salvar el ideal, sojuzgan a su imperio el auténtico bien común realizable,
que no es una finalidad inalcanzable, pero tampoco coincide con la fácil
separación entre lo justo y lo bueno en la que se ha instalado el
liberalismo procedimental.
Una razón pública que quiera superar tanto el relativismo como el
moralismo ha de moverse entre los dos extremos antitéticos que debe sortear
un adecuado planteamiento de las relaciones entre ética y política. Esos
dos extremos son la concepción individualista de la ética y la
interpretación técnica de la política o, si se prefiere, la visión
exclusivamente comunitaria de la ética y la consiguiente disolución del
individuo en la comunidad.
En el primero de los casos, "la moral queda reducida a un asunto
meramente privado; se tolera la libertad siempre que se reduzca a la
elección entendida como choice, es decir, siempre que sea políticamente
irrelevante". En el segundo de los casos "frente a la desconsideración y
arbitrariedad de la tecnocracia, contra su restricción hermenéutica, las
utopías colectivistas ofrecen un ideal omnicomprensivo de la vida social,
con una carga moral enfatizada y autoproclamada".[81]
La metodología para salir del atolladero al que inexorablemente
llevan ambos extremos está en una vía práctica, que no pragmática, que sea
capaz de articular teórica y prácticamente las exigencias fácticas de la
técnica con los requerimientos de la moral, lo cual sólo parece posible
desde la recuperación del horizonte adecuado para la filosofía política que
no es otro que el de la racionalidad práctica. En tal línea se orientan los
esfuerzos por contribuir a que la incipiente rehabilitación de esa
disciplina, rigurosamente filosófica, pueda culminar las brillantes
orientaciones de quienes como Leo Strauss marcaron la senda adecuada en
referentes bibliográficos convertidos en clásicos.[82]
Se ha señalado con agudeza[83] que sólo una recuperación del estatuto
epistemológico de este saber práctico, en la mejor tradición clásica,
permitirá dar orientaciones claras y realizables a las políticas prácticas
que puedan ejercerse en las modernas democracias liberales. Dichas
democracias, en cambio, no quedarán nunca eximidas del esfuerzo propio del
proceso político por encontrar el equilibrio justo de la interactuación
entre el procedimiento del Estado de derecho y los valores sustantivos que
a nivel constitucional y legislativo debe reconocer el poder público, más
que crearlos por el proceso político-jurídico.
Conviene advertir, por tanto, que lo que se propone es no sucumbir a
las dos tentaciones más habituales a las que está expuesta la relación
entre ética y política: el moralismo y el relativismo. Como ha señalado A.
Llano, "por opuestos que parezcan ambos errores, lo cierto es que se
encuentran al admitir que "todo vale" en política porque, en definitiva,
"nada vale". Ambas posturas renuncian a la comprensión ética de la
situación social concreta, sin advertir que cabe un juicio moral sobre
coyunturas fluidas e irrepetibles, lo mismo que cabe un juicio estético
sobre obras de arte únicas".[84] Lo más procedente parece anclar la
normatividad práctica en la experiencia antropológica, en este caso de la
finalidad. No se trata sólo de que el hombre pueda apuntar a fines en los
que basar un principio normativo, sino de que él mismo está ordenado a unos
bienes humanos tendencialmente.
En efecto, el ser humano no puede proponerse fines si no tiene
experiencia directa de la finalidad, por ello los fines naturales o
inclinaciones naturales están a la base de la ley natural, de tal manera
que la finalidad está anclada en una disposición natural, que no se
confunde con un simple impulso psicológico o temperamental. Es importante
percibir cómo el anclaje antropológico de la ley natural aclara la
condición finalizada del hombre, pues no se trata sólo de fines propuestos,
sino que tienen base en la estructura natural del hombre.
No basta con la ley moral para determinar lo que es adecuado
políticamente, por tanto la base natural de la actuación política tiene que
ver no sólo con la experiencia de la finalidad, sino también con la
condición cívica del hombre, en la medida en que la actuación política es
requerida para el desarrollo completo de sus virtualidades naturales.[85]
Y es que "la condición política del hombre no corresponde propiamente a una
tendencia social determinada –como sugeriría la traducción apresurada del
zoon politikon aristotélico por "animale sociale"-, sino que surge de un
ejercicio de la razón práctica, en el que se comprometen el lenguaje común
y la vida en comunidad. En este sentido, la ciudad clásica no es
primeramente un recinto, sino el conjunto de los ciudadanos implicados en
una actividad finalizada en común".[86]
Con la pérdida de ese carácter finalista del quehacer político a
partir de la Modernidad es claro el desmantelamiento de la fundamentación
racional con que contaba la praxis en la época clásica. Como ya se ha
dicho, la rehabilitación de la razón específicamente política, operada por
la filosofía práctica contemporánea, aboga por restablecer su inserción en
la praxis normativa, recuperando su orientación teleológica peculiar y
manteniendo su carácter de incertidumbre y contingencia anejo a la
historicidad de su objeto, así como al proceder comunitario-dialógico que
le es inherente.
La tarea está comenzada y los retos que debe afrontar no son nada
fáciles, pues parece galopante el alejamiento de las exigencias de la recta
razón de lo que puede denominarse razón pública estándar en gran parte de
las sociedades democráticas liberales. Con todo, el redescubrimiento de la
verdad práctica y la aplicación de sus capacidades liberadoras están apenas
iniciando el largo camino que les queda para demostrar que no hay mejor
razón pública que aquella que converge en la razón práctica, en la mayor
medida que le sea posible.
La configuración de esa razón pública obviamente depende de la
distinción y relación correcta entre la moral y el derecho, temática en la
que desemboca esta reflexión que, si bien pertenece a la filosofía del
derecho, afecta plenamente tanto a la ética como al derecho mismo.
Con acierto se ha señalado que "no se trata sólo de que haya que huir
de una identificación simplista entre lo moral y lo jurídico, sino de que
todo intento de trazar el límite entre ambos –estableciendo qué
ingredientes morales han de verse protegidos por el derecho y cuáles no- se
apoyará inevitablemente en un juicio ético. No será –paradójicamente-
posible, sin adentrarse en la moral, delimitar moral y derecho".[87] En
concreto, la epikeia o juicio de lo singular a que se enfrenta el juez más
allá de la letra escrita es un botón de muestra de la importancia de esa
delimitación de campos entre la moral y el derecho.[88]
Esa clave permite apuntar que la mejor manera de trazar los rasgos
definitorios de una razón pública a la altura de los tiempos es justamente
hacerlo desde el marco del ejercicio de la razón práctica rehabilitada en
la ética contemporánea. ¿Pueden las sociedades democráticas liberales del
siglo XXI brindar una cultura política a sus ciudadanos para que el libre
ejercicio de sus derechos no menoscabe la moral social que garantiza la
convivencia? Esa es la pregunta que apunta la senda por donde se debe dar
respuesta a través de una recta razón pública configurada dialógicamente
desde la recta razón práctica.
En los próximos apartados me ocuparé de la traducción al ámbito
público de los momentos de la razón práctica ya analizados. Empezaré por el
hábito –aunque no sea lo estructuralmente primero en la razón práctica- por
estar implicado en la noción de virtud, sea privada o pública.

a) Operatividad pública de la noción de hábito moral


Hablar de virtudes públicas ha sido un tópico en las últimas décadas, tan
propensas, por otra parte, a disociar lo público y lo privado como si
fueran dos ámbitos inconexos de la realidad. El caso es que la insistencia
en la necesidad de las virtudes públicas no siempre ha ido acompañada del
convencimiento interno de la utilidad social de las virtudes personales o
privadas. Dicho con otras palabras: parece que la constante apelación a la
formación cívica de los ciudadanos debe construirse desde un conjunto de
valores cívicos incuestionables, que permitirían el desacuerdo en el
conjunto de virtudes necesarias para construir el proyecto felicitario
personal que cada uno libremente escoja. La éticas mínimas cívicas no
deberían violentarse desde la éticas máximas personales.
Semejante planteamiento, del que pueden ser buena expresión algunas
obras del panorama bibliográfico castellano,[89] no deja de tener el
atractivo de quien sostiene la radical importancia de la libertad personal
para fraguar el proyecto ético que cada uno quiera escoger, entendiendo esa
libertad como autonomía en el sentido kantiano de la expresión, es decir,
asumiendo la escasa relevancia que la virtud como tal tiene en el sistema
moral de Kant. Da la sensación de que el planteamiento mandeviliano acerca
de la posibilidad de que los vicios privados puedan generar virtudes
públicas está larvadamente presente en quien asume la escasa operatividad
social de la virtud que no sea pública, como si la virtud privada pudiese
generar vicios públicos o imposibilitar la convivencia social.
Tener miedo a la tensión que pudiera generar la operatividad social
de la virtud es empezar a comprender las razones más íntimas e
inconfesables que mueven el planteamiento de una razón pública
procedimental: en el fondo lo que se pretende neutralizar con este
mecanismo es el fuerte influjo social que produce la virtud hecha vida en
el ciudadano que se resiste a asumir la escisión entre los ámbitos público
y privado de su vida.
La coherencia personal entre esos ámbitos, que el derecho más clásico
ha diferenciado como fuero interno y externo a la conciencia, es la que
salta por los aires una vez que uno se sitúa en el planteamiento de una
razón pública que prefiere no ser configurada dialógicamente desde las
rectas razones prácticas de sus ciudadanos. Tras la renuncia a exigir la
virtud como tal para el perfecto desarrollo de la vida social, se pasa
curiosamente a la desazón por urgir e imponer un conjunto de virtudes
públicas a todos los ciudadanos, que en ningún caso les permitirá
extralimitar sus personales convicciones acerca de la necesidad de otro
tipo de virtudes que no sean las estrictamente consideradas "correctas" o
adecuadas por la razón pública. Si se percibe el sutil juego al que lleva
semejante planteamiento, no hay por menos que constatar cómo el rearme
moral de las sociedades democráticas liberales está encorsetado e impedido
por el diseño de la razón pública imperante, que sólo si es corregida y
enriquecida en su planteamiento posibilitará el auténtico compromiso moral
cívico que la sociedad necesita.
De hecho, la constatación más clara de que la razón pública
procedimental está montada sobre la escisión fáctica de los ámbitos público
y privado es el creciente número de casos de objeción de conciencia de
tantos ciudadanos a las leyes que una recta razón considera fundadamente
injustas. El desquiciamiento legislativo que puede generar una razón
pública procedimentalmente configurada no ha hecho más que empezar a
mostrar el conjunto de sus posibilidades, lo cual provoca, a su vez, un
deseado despertar de las conciencias adormiladas de tantos ciudadanos que
aspiran a configurar prácticamente la razón pública de las sociedades en
las que ellos viven responsablemente insertos.
La coherencia personal en la vida pública no es más que una
manifestación de la integridad moral del ámbito personal, si es que no se
quiere admitir la esquizofrenia antropológica que supone plantear unas
virtudes públicas que pudieran nutrirse de un sustrato privado no
configurado por la virtud.
En el fondo, ser virtuoso y vivir como tal puede resultar peligroso
en las sociedades liberales para el mantenimiento de la razón pública
estándar, porque el influjo social progresivo de los ciudadanos que viven
virtuosamente plantea una batalla antropológica y moral a quienes prefieran
seguir instalados en la dinámica de exigir el respeto a las reglas del
juego exclusivamente procedimental, ya que esas reglas han sido
configuradas para neutralizar toda posible expansión de la difusividad de
la virtud. Se diría que se tolera al defensor de la virtud mientras su
conducta no impida al defensor del vicio ejercitar libremente su opción.
¿Hasta dónde debe llegar la permisividad legislativa? ¿Han de converger la
moral y el derecho? ¿Han de oponerse necesariamente?
De lo que no cabe la menor duda es de la función pedagógica que
ejercen los contenidos de la razón pública, que al configurar la sociedad
desde unas opciones que exigen el debido respeto cívico está imponiendo
solapadamente unos mínimos morales con pretensión de universalidad. Ese es,
de hecho, el consenso solapado que existe en las sociedades democráticas
liberales: el que les suministra la razón pública.
Ahora bien, ¿ha de estar la razón pública necesariamente anestesiada
para no exigir moralmente más allá de los límites de la racionalidad
procedimental, asumiendo la distinción rawlsiana entre lo racional
(procedimental) y lo razonable (aquello que está dentro de un proyecto de
vida)? ¿O es, por el contrario, un deber suyo configurar la demarcación
entre derecho y moral desde una opción ética que sea justa, puesto que
inevitablemente se ha de ejercitar alguna opción?
Resulta interesante, por tanto, el proceso de reivindicación
creciente sobre la necesidad de la virtud que se observa desde hace unos
años en las democracias liberales. Un exponente de esa preocupación por
garantizar el propio funcionamiento del sistema social es la reflexión de
Peter Berkowitz sobre las relaciones entre el liberalismo y la virtud.[90]
En su opinión ha llegado la hora de reivindicar el aprecio por la
virtud no sólo para el liberalismo contemporáneo y del futuro, sino también
para realizar una lectura menos sesgada de los padres del liberalismo como
Locke, Kant y Stuart Mill, en cuyas obras, en opinión de Berkowitz, cabría
encontrar una mayor presencia de la virtud de la admitida hasta ahora, si
bien en mi opinión la apariencia es la contraria. Sea como fuere, lo que
interesa para el objeto de esta Tesis es la conclusión a la que llega
Berkowitz , que formula de la siguiente manera: "para que una comunidad
política liberal economice en virtud, será preciso que sus ciudadanos, sean
funcionarios políticos o no, ejerzan la virtud".[91]
Conviene reparar que en su caso a esa reivindicación de la virtud va
unida una distinción entre lo que Berkowitz denomina cultivo de las
virtudes y coerción a las virtudes. De ningún modo apuesta por leyes y
regulaciones invasoras que impongan a los ciudadanos conceptos de
perfección humana sancionados por el estado, sino que más bien se siente
partidario de usar medidas indirectas y relativamente poco intrusivas, que
alienten ciertas cualidades de mente y carácter que se consideran básicas
para el ejercicio de una buena ciudadanía. Así se mantiene la división
entre "virtudes necesarias" y otras "virtudes nobles", pero lógicamente
supererogatorias.
Lo curioso de semejante planteamiento es que obedece a esquemas
similares a los de quienes reducen la ética y las virtudes a la "ética
civil" y sus respectivas "virtudes cívicas".[92] Por un afán desmedido de
garantizar el respeto al pluralismo en el espacio democrático se reduce el
ámbito de lo moral a lo públicamente exigible, admitiendo que en ese
terreno nunca se irá más allá de lo que el Estado pueda legítimamente
imponer con medios coercitivos.
De esta manera se suplanta la ética por el derecho[93] y se considera
buen ciudadano a quien al margen de su aprecio o desprecio por las
"virtudes nobles" (supererogatorias), practica las "virtudes necesarias"
-entre las cuales la reina es siempre la tolerancia- para que el sistema
social funcione. ¿Cómo lograr que una "ética civil" articulada desde la
prioridad de la tolerancia y el respeto al pluralismo funcione?
Dado que la familia y las iglesias, comunidades básicas que
garantizaban el aprendizaje de las virtudes en la época de constitución del
liberalismo clásico, hoy ya no parecen seguir desempeñando ese papel en la
medida en que fueron capaces de hacerlo en otras épocas, el Estado mismo se
ve obligado a evitar su propio colapso implantando una "educación
ciudadana" que asegure la formación en las virtudes básicas para el
funcionamiento del propio sistema social. De ahí deriva como lógica
consecuencia el empeño por configurar una educación en valores, bajo la
denominación de "educación para la ciudadanía",[94] que caracteriza algunas
legislaciones educativas de las democracias contemporáneas.
Siendo buena la intención, el precio que puede pagarse es la
desesperada comprobación de que una pedagogía moral inspirada en una
concepción reductiva de la ética está abocada al fracaso, porque es incapaz
de llegar a distinguir entre valores y antivalores, o cuanto menos reduce
el número de los primeros exclusivamente a los considerados "políticamente
correctos", desproveyendo del apoyo social necesario al conjunto de las
virtudes que se cataloguen como pertenecientes a las "éticas de máximos" o
a las "virtudes nobles". A ello se debe añadir la complejidad moral que
causa el que deban ser consideradas respetables y toleradas las conductas y
comportamientos que por vía legal vayan ganando un ascenso social en la
opinión pública, por más que desde una sana ética lo intrínsecamente
perverso no admita recalificación moral ni cohonestación de raíz alguna.
Para acabar, no se puede olvidar la diferencia entre la praxis
voluntaria y la acción discursiva, ya que me puedo dirigir al otro no solo
para examinar su argumentación, como interlocutor, sino como destinatario
de mi acción de ofrecer, aceptar, pedir, acceder... Lo cual manifiesta el
contraste entre el hábito moral y la formación discursiva de la voluntad en
términos habermasianos: si bien la dialogicidad es común tanto al hábito
moral como a la formación discursiva de la voluntad, ésta por sí misma es
incapaz de generar hábitos a los que se pueda denominar con propiedad
virtudes, tales como los mencionados más arriba, incluída la misma
justicia.[95]
Está servida, pues, la importancia de la deliberación para configurar
una razón pública adecuada en las sociedades del siglo XXI: se precisa que
los debates sociales para gestar esa razón sean auténticos, es decir,
posibiliten que las razones prácticas de los ciudadanos sean las verdaderas
gestoras de la razón pública, para evitar que los mecanismos de la opinión
pública, astutamente manipulada, sustraigan el protagonismo cívico que sólo
les corresponde a los ciudadanos.

b) El auténtico debate social para deliberar

La verdad teórica no es capaz de dar, por sí sola, con la verdad
práctica, con la realización concreta y situada en el aquí y ahora de la
praxis. Si delibera nuestra razón práctica en el momento culminante de su
configuración interna no es para realizar un mero ejercicio de aplicación
de lo teórico a lo práctico, sino para encontrar la verdad práctica que se
busca y que no aparecerá hasta su realización misma en la praxis. Este
proceso debiera mostrar que no hay más verdades prácticas que aquellas que
nosotros, en cierto modo, creamos al decidir qué hacer, tras la debida
deliberación.
Surge entonces una pregunta: ¿cabe errar en la deliberación si se
afirma que la verdad práctica es un resultado al que no se llega sino por
la deliberación? Dicho de otro modo: ¿supone la naturaleza de la
deliberación estar ante un procedimiento formal que garantizaría la
imposibilidad del error en la búsqueda de la verdad práctica, puesto que en
el fondo quienes hemos de decidir somos nosotros y no habría más verdades
prácticas que aquellas que nosotros creáramos?
Este es el meollo de la confusión en la que suele ocultarse el
ejercicio del consenso para escapar a toda crítica que proceda de quien
considere equivocado el resultado de una determinada deliberación, aunque
esté avalada por la mayoría. ¿Pueden acaso equivocarse las mayorías cuando
deciden el resultado final de una deliberación?
No toda deliberación conduce automáticamente a la verdad práctica,
puesto que cabe el error en el juicio práctico con mucha mayor posibilidad
que en el juicio teórico. Deliberar acerca de los fines que se han de
proponer en un debate, así como sobre los medios más idóneos para obtener
esos fines, previendo en todo caso las consecuencias que de nuestras
elecciones se derivarán, es describir la totalidad de los elementos que
integran una auténtica deliberación racional.
Este es, sin duda, el corazón del proceso constituyente de la razón
práctica, que, si bien es ejercida por cada individuo en particular,
resulta también susceptible de ser ejercida comunitaria o asambleariamente,
tal y como refleja el significado etimológico del término boúlesis. La
distinción entre la deliberación teórica y la deliberación práctica ha sido
analizada con detalle desde la Fenomenología por Reinach: mientras que la
primera versa sobre lo que ya está decidido en sí mismo, la deliberación
práctica involucra al propio sujeto que ha de decidirse.[96]
Lo que se ha de evitar en la deliberación es la irracionalidad que
podría determinar el hecho de que al final todo el proceso racional
quedara coartado por un decisionismo propio de una voluntad que no tiene
más razones para imperar un determinado juicio que las de querer afirmar su
real decisión, sin apoyo en ningún tipo de aproximación a la verdad de las
cosas.
De esta manera suelen degenerar la mayor parte de los procesos
deliberativos de los parlamentos en los que la última razón para inclinarse
por una decisión no es el auténtico ejercicio de la argumentación racional
práctica, sino el acatamiento de unas consignas ideológicas o intereses de
partido a los que se ha de sumar el parlamentario de manera gregaria e
irracional; esta crítica ya fue hecha por Habermas en una de sus primeras
obras.[97]
Sin un auténtico debate que permita exponer las propias razones y
argumentos para defender una determinada propuesta u opción no es posible
tampoco conocer las razones contrarias que se oponen a dicha propuesta.
Muchas veces los debates son diálogos de sordos en los que da la sensación
de que las posturas preconcebidas no están dispuestas a enriquecer ni a
enriquecerse del adversario u oponente. En ese tipo de debates no cabe la
auténtica deliberación racional que presupone la capacidad de un verdadero
diálogo de cara a la obtención del consenso, que, más que construirse, se
desvela porque se diría que estaba oculto bajo las enfrentadas pretensiones
de poseer la verdad absoluta de los contrincantes. Es importante, pues,
destacar que el corazón mismo del proceso deliberativo es una búsqueda de
la verdad, sin la cual el diálogo mismo perdería su razón de ser.[98]
No se trata, por tanto, de considerar que el mecanismo vacío de un
aparente debate es el que inexcusablemente nos llevará a las verdades
fácticas, más que prácticas, más allá de las cuales sería imposible llegar
en las sociedades actuales.[99] El convencimiento de que es posible un
consenso solapado o por intersección, que posibilite un acercamiento
progresivo a la verdad práctica, es el que puede mover e incentivar a
quienes no se resistan a pensar que las democracias liberales no admiten
una regeneración moral que consiga modelar dialógicamente la razón pública
de manera más acorde a la razón práctica de sus ciudadanos.
Es cierto que el desnivel entre la configuración procedimental de la
razón pública y la deseable configuración dialógica de esa misma razón
pública es cada vez más pronunciado, debido a una serie de patologías que
han hecho más complejo el influjo real de las concepciones del bien de los
ciudadanos en la configuración social. Pero, las crecientes dificultades,
que los mecanismos de gestación de la razón pública interfieren al sano
deseo de los ciudadanos de intervenir en las deliberaciones públicas desde
el suelo de sus convicciones prácticas, no deben producir la falsa
conciencia de que es imposible reorientar el curso de la razón pública de
las sociedades democráticas liberales.[100]
Quienes así opinaran no tendrían por qué molestarse en pensar nada
más, en deliberar absolutamente nada, ni en proponer nada: les bastaría el
ejercicio permanente de la queja ineficaz ante los hechos que cada vez se
imponen de manera más contundente. Pero no hay conciencia ciudadana más
muerta que aquella que renuncia a ofrecer su peculiar aportación a la
configuración social, por estar autoconvencida de la inutilidad de
semejante ejercicio o de que sencillamente no se va a conseguir nada. Esa
patología es la del derrotado antes del inicio del juego. No hay peor
enfermo que el que renuncia a recobrar la salud.
En ese sentido hay bienes tan inexcusables que no admiten la renuncia
a su defensa, por difícil que ésta pueda resultar o por complicado que
pueda estar el panorama. Esos bienes son los derechos humanos[101] que
protegen la dignidad humana, auténtica salvaguarda del bien común. Cabe
descubrir en la base de la articulación de esos derechos unos bienes
humanos básicos irrenunciables tal y como lo ha hecho Finnis,[102] al que
cabe sumar en la misma línea tanto a Grisez como a Taylor.
Un buen ejemplo de la defensa de la naturaleza humana como bien
específico frente a las aplicaciones bioéticas que dejan la deliberación a
la zaga lo ha dado una de las últimas obras de Habermas,[103] quien
recientemente también dialogó sobre los valores prepolíticos de la
democracia liberal con el entonces Cardenal Ratzinger,[104] llegando a
sostener que la secularización ha de entenderse hoy como un proceso de
aprendizaje recíproco entre el pensamiento laico heredero de la Ilustración
y las tradiciones religiosas, ya que éstas pueden aportar un rico caudal de
principios éticos, que debidamente traducidos al lenguaje de la razón
pública, fortalezcan los lazos de solidaridad ciudadana sin los que el
Estado liberal no puede subsistir.


c) La inexcusable defensa del bien común

El mayor interés de la razón pública en las sociedades liberales
democráticas es salvaguardar los derechos fundamentales sobre los que se
asienta la convivencia de los ciudadanos, garantizando así la inalienable
libertad de todos para manifestar y expresar sus preferencias, sin que se
derive de ello una imposición a los demás de las personales convicciones de
cada cual. Se diría que al planteamiento de una razón pública
procedimentalmente configurada no le resulta fácil admitir que existan
contenidos materiales de un pretendido bien común, que exceda los límites
que la misma razón pública se encarga de señalar. Ello provoca una
dinámica en la que todo lo que no esté recogido en los contenidos de la
razón pública perderá por eso mismo la legitimidad de presentarse como bien
común, pues ¿qué bien común es ese que los propios ciudadanos no han
querido darse a sí mismos en la configuración de la razón pública que esté
vigente?
Lo que subrepticiamente consigue operar la configuración
procedimental de la razón pública es la suplantación del concepto mismo de
bien común en favor del concepto de interés general de los ciudadanos, que
lógicamente se manifiesta en los contenidos materiales de la razón pública.
Pero, por paradójico que parezca, crece el número de lesiones graves al
bien común en las sociedades que no son apercibidas como tales ante el
interés general de los ciudadanos, orientado y manipulado por los
mecanismos de poder político e informativo que, a la larga, se convierten
en los verdaderos gestores de la razón pública estándar.
No extrañará que sean esos mismos mecanismos de poder político,
económico y mediático los que se empeñen en mantener la configuración
procedimental de la razón pública, porque ella sostiene cómodamente los
intereses de esos grupos de presión, aunque sus propuestas estén
manifiestamente en contra del bien común de la ciudadanía, a la que no
pocas veces resulta imposible convencer del envilecimiento moral que supone
admitir determinadas imposiciones sobre sus convicciones operadas desde los
mecanismos legislativos de las democracias. Las masas fácilmente se
degradan[105] y admiten sin mucho esfuerzo que evitar el daño a terceros no
es de su competencia, por lo que todo aquello que directamente no les
perjudique en su bienestar es tolerado sin problemas. Los problemas sólo
empiezan cuando aquello que supuestamente atenta contra el bien común
además perjudica gravemente los intereses particulares de algunos
ciudadanos.
Se diría que las metafísicas del bien común no valen nada hasta que no
se patentizan como garantes de los males comunes a evitar.[106] Nadie
dudaría en considerar que la paz es el bien común que garantiza la
evitabilidad de las guerras, pero sí que hay quienes dudan que el llamado
"matrimonio homosexual" sea un atentado contra el bien común de la familia
y la entera sociedad. Nadie se opone al progreso científico que promete
nuevas terapias para vencer a determinadas enfermedades, pero no todos
juzgan con la gravedad que debieran la utilización de embriones humanos
para alcanzar fines a los que denominan terapéuticos.
¿Dónde está el auténtico bien común de nuestras sociedades del siglo
XXI? Cuando muchos ya descartan que la sociedad pueda construirse desde un
acuerdo en torno a los bienes que persigue el proyecto felicitario personal
de cada ciudadano, porque en el terreno de los valores morales el
pluralismo sería un punto de partida del que no cabe disentir, no resulta
fácil sostener la validez del concepto de bien común para propugnar
precisamente una reconfiguración dialógica de la razón pública que se
ajuste a los valores que tal bien común garantiza. Esas dificultades para
entender una noción unitaria del bien común hoy derivan de la bipartición
del mismo en dos elementos que serían: por un lado la conservación del
statu quo, por otro la autorrealización. Tal escisión ha sido operada por
la ideologización de la vida política, como ha sido bien analizado por
Spaemann.[107]
Es necesario entender, en primer lugar, que el bien común es propio de
cada individuo humano en particular, porque no es más que la garantía de su
dignidad personal como tal. "El bien común de la sociedad no es ni la
simple colección de los bienes privados, ni el bien propio de un todo que,
como la especie en relación con los individuos o como la colmena en
relación con las abejas, se refiere a sí mismo y sacrifica las partes por
su bien. El bien común es la buena vida humana de la multitud, pero de una
multitud de personas".[108]
Esa naturaleza del bien común le da también un carácter moral
intrínseco del que no es fácilmente despojable a tenor de que en las
actuales sociedades el pluralismo moral exija una tolerancia que pudiera
convertirse en permisivismo. A ese respecto, conviene señalar cómo "en
general, el bien común es compatible con todos los pluralismos que no
atenten, ni en la teoría ni en la práctica, a la dignidad humana de la
persona".[109] ¿Dónde se sitúa esa frontera?
Aparece así, nuevamente, la dificultad de hacer relevante un concepto
tan lleno y tan vacío, a la vez, como el de dignidad humana. En él cabe
contar con mucho más que con una noción formal a la que se pudiera apelar
como justificación racional de determinadas exigencias morales; pero ya se
sabe que, sin una fundamentación metafísica de semejante noción,[110] al
final todo queda en palabras bonitas que no sirven más que para tapar las
conductas más indecentes contra la persona humana, eso sí amparadas bajo el
nuevo tabú democrático: derechos...
Desde esa atalaya es fácil entender la deriva legislativa que niega
derechos fundamentales a las personas humanas en la mayor parte de los
países democráticos (tales como el derecho a la vida y a la muerte digna,
por ejemplo), desde la enrocada concepción de la ley como máxima expresión
de la razón pública.[111] Es sobre todo la gama de los así denominados
derechos sociales la que evidencia esa pérdida de relevancia del bien común
como horizonte de la legislación, empeñada más que en garantizar la
justicia en reflejar el modus vivendi de los ciudadanos de las sociedades
pluralistas.
En ese sentido, como observa Taylor, hay que distinguir lo que son
bienes individuales socialmente convergentes, como puede ser la salud o la
seguridad pública, de aquellos bienes que sólo pueden gozarse estrictamente
en común, como pueden ser los bienes de la familia, por ejemplo. Sólo este
segundo tipo de bienes se pueden considerar bienes comunes, dado el
carácter dialógico que caracteriza su propia constitución como tales. De
ahí que se pueda mostrar también cómo la convergencia del derecho en la
ética a través de la dignidad humana no hace sino postular ésta como un
trascendental o condición de posibilidad del derecho mismo.[112]
Apostar por la inexcusabilidad del concepto de bien común para
fortalecer la razón pública desde una configuración dialógica de la misma
es simultáneamente dirigir una crítica a la velada suplantación de este
concepto llevada a cabo por la razón pública entendida de manera
procedimental y alejada progresivamente de las exigencias de la ley natural
moral.[113] Ya se ha visto cómo denostando la presencia de conceptos
metafísicos en la configuración de la política se da por consumada la
prioridad de la democracia sobre la filosofía, en terminología de Rorty,
pero esa postura es engañosa porque no es realmente posible sostener la
democracia si no es a través de determinados conceptos metafísicos (la
libertad, la igualdad, el derecho...), que en última instancia vienen a
constituir lo que Llano ha denominado una metafísica mínima.[114]
Entre esos conceptos metafísicos necesarios para hacer política está,
sin duda, el de bien común, como horizonte de la vida social y de la
gestión pública de los recursos estatales. Por tanto no es una suerte de
vuelta o regreso al pasado reivindicar la actualidad y necesidad de seguir
utilizando el concepto de bien común para pensar la configuración de las
sociedades del siglo XXI, en las que la razón pública debe asumir una
naturaleza dialógica que no le garantiza la manera procedimental de
entenderla, que, hoy por hoy, está más generalizada.


d) El aspecto hermenéutico de la prudencia

Uno de los aspectos que ha permitido recuperar la orientación
aristotélica de la razón práctica ha sido la diferencia entre la ciencia
política y la prudencia. Mientras que la primera sería para el Estagirita
un saber práctico delimitado por el marco de su correspondiente estatuto
epistemológico, en el que el método dialéctico es especialmente relevante,
la prudencia como virtud dianoética, inseparable del resto de virtudes
éticas, no es ni una ciencia ni un arte, sino la encargada de la función
directiva de la acción y, en consecuencia, algo eminentemente operativo.
Como dice el propio Aristóteles "un individuo es prudente no sólo por el
hecho de conocer (qué hay que hacer), sino también por el hecho de ser
capaz de practicarlo".[115]
Esa distancia que media entre el saber teórico y la realización
práctica de lo que se sabe que hay que hacer es el campo de actuación de la
prudencia, que en cierto modo está presente en la ejecución de todas las
virtudes y por ello es considerada genetrix virtutum. La importancia de la
prudencia para el planteamiento de una recta razón pública es determinante
porque, sin un continuo ejercicio de las virtualidades políticas de la
mencionada prudencia, será imposible configurar una razón pública que sirva
de instrumento de aplicación de las bondades de la razón práctica.
Dicho de otro modo: difícilmente resultará operativa la configuración
procedimental de la razón pública para hacer que los ciudadanos de las
democracias liberales sean prudentes en el ejercicio de su razón práctica,
porque, como ya se ha visto pormenorizadamente, existen una serie de
mecanismos subrepticios en la razón pública procedimental que ahogan las
posibilidades de éxito de la difusividad intrínseca a toda recta razón
práctica.
Esos mecanismos son los que someten a una utópica neutralidad los
argumentos de los defensores de sus propias razones prácticas, que de esta
manera quedan impedidas para todo influjo real en la configuración
dialógica de la razón pública.
Conviene distinguir al menos tres funciones diversas de la prudencia:
1) la que le hace determinar el punto medio de cada virtud. Un punto
medio que no ha de entenderse en línea de igualdad al defecto y el
exceso, sino que es más bien un punto álgido al que cabría definir
como el máximo desde la razón, o sea, dar en la diana o en el
blanco. De esta manera se evita malentender la virtud como una
cierta mediocridad entre ambos extremos, que vendrían marcados por
el defecto y el exceso.
2) La que le hace encontrar los medios adecuados de cara a los fines
virtuosos.
3) La aplicación de los principios morales generales a la situación
particular en la que hay que actuar. Esta tercera función es la
prioritaria.[116]
El hecho de que la filosofía moderna haya devaluado la prudencia
entendiéndola como sagacidad, algo moralmente neutro, se debe especialmente
al influjo de Kant, pero ha llevado a que en el lenguaje común se suela
entender como sinónimo de cautela o moderación. De esta manera se suele
considerar imprudente toda acción no acorde con el contexto social peculiar
de cada momento histórico, situado en un marco geográfico concreto, que
impediría saltar determinadas barreras culturales, morales, ideológicas o
religiosas.
Pues bien, la razón pública procedimentalmente configurada actúa como
garante de la prudencia, deformada en su sentido primigenio, que debe
caracterizar la actuación política concreta en el marco de las democracias
liberales occidentales. De esta manera cumple una función hermenéutica para
juzgar desde el marco que ella determina el grado de prudencia que le
corresponde a una actuación en concreto.
Es decir, que sería incomprensible juzgar como imprudentes las
actuaciones políticas que puedan quedar justificadas en el marco
legislativo que la razón pública establece en una sociedad determinada, por
lo que es inconcebible para este planteamiento la imprudencia o temeridad
de quien se atreve a defender razones prácticas que pudieran contradecir la
razón pública vigente.
Sin embargo, la existencia de ese conflicto entre la razón publica
vigente y las razones prácticas que pudieran defender determinados
ciudadanos es innegable y no está ausente de los planteamientos más
clásicos de la filosofía del derecho. La raíz de ese eterno conflicto se
sitúa en la dificultad de aplicar las razones generales que defiende la
razón pública a los casos particulares que sostienen determinadas razones
prácticas; este es el denominado por Gadamer problema hermenéutico
fundamental: el de la aplicación de lo general al caso particular.[117]
Es justamente respecto a ese problema de la aplicación en lo que
resulta admirable el planteamiento de la ética aristotélica, tal y como el
propio Gadamer señalara a mediados del siglo XX. Redescubrir la verdad
práctica no es sino dar con esa aplicación verdadera de lo general a lo
particular, evitando la irracionalidad de quien considera que toda elección
no obedece sino a un ejercicio de la voluntad que nada tenga que ver con la
razón o entendimiento.
La verdad práctica es la que encuentra el hombre prudente en la
dinámica interna de la praxis humana; por eso "la prudencia constituye el
verdadero conocimiento práctico; el virtuoso no sólo conoce los principios
verdaderos del obrar, sino que actúa rectamente y sabe explicar y defender
su acción".[118] A través de la aplicación se percibe cómo la razón
práctica se encuentra situada hic et nunc, sin que sea posible llegar al
hic et nunc desde principios generales.
Esa capacidad de explicar y defender la verdad práctica es la que
exige de los ciudadanos la configuración dialógica de la razón pública que
esta Tesis propone. Frente al desistimiento ante las dificultades sociales
y culturales que genera el sometimiento a la razón pública estándar,
procedimentalmente configurada, es posible otra razón pública
dialógicamente enriquecida.
Esa razón pública es la que sabrán construir los ciudadanos prudentes
de las sociedades liberales occidentales que logren reconfigurar la
maquinaria política en la que se sienten disconformes y tantas veces
impedidos de aportar la bondad de sus convicciones rectas y honestas. No
hay más camino para llevar a cabo semejante tarea que la participación
ciudadana activa en el diálogo social que caracteriza las democracias
occidentales.










4. Balance y perspectivas

La configuración dialógica de la razón pública en las sociedades
democráticas del siglo XXI es una tarea necesaria y viable, por cuanto se
ha visto a lo largo de este capítulo.
Una reasunción de las mejores posibilidades que encierra el concepto
de razón práctica del pensamiento clásico actualizado es el camino adecuado
para percibir cómo es posible esperar que las democracias no asfixien la
libertad de los ciudadanos con la presión permisivista que produce, hoy por
hoy, la razón pública estándar en muchos países. Se adivina en el horizonte
social del futuro más prometedor una lenta, pero eficaz reconfiguración
dialógica de la razón pública estándar, que conecta con las inquietudes que
más preocupan a los propulsores de la misma.
No se trata, pues, de sumarse a quienes rechazan la idea de razón
pública, por otras o parecidas razones a las que apunta el propio Rawls
cuando afirma que "quienes creen que las cuestiones políticas fundamentales
deben ser decididas por las que ellos consideran como las mejores razones
según su propia idea de la verdad absoluta –incluida su doctrina global
religiosa o secular- y no por razones que pueden ser compartidas por todos
los ciudadanos en tanto libres e iguales, ésos rechazarán obviamente la
idea de razón pública".[119]
No es en las filas de ese rechazo del liberalismo democrático donde se
sitúan las críticas contra determinados aspectos de lo que denomino razón
pública estándar. Antes, al contrario, siendo plenamente consciente de que
"el liberalismo político considera que esta insistencia sobre la verdad
absoluta en política es incompatible con la ciudadanía democrática y la
idea de la ley legítima",[120] no apuesto por el rechazo del uso
procedimental de la razón pública para garantizar el funcionamiento del
sistema democrático, sino que propongo un enriquecimiento de ese uso,
exclusivo hasta ahora, mediante la reivindicación de la verdadera
dialogicidad de su configuración, o sea, del influjo real de la razón
práctica de los ciudadanos en la elaboración de la idea de razón pública,
que permitirá establecer el marco de instituciones constitucionales
democráticas en las que esos mismos ciudadanos desearán cumplir sus deberes
de civilidad.
Resulta, cuando menos, llamativo que el propio Habermas haya
expresado que "el concepto de tolerancia en sociedades pluralistas
concebidas liberalmente no solo considera que los creyentes, en su trato
con los no creyentes y con creyentes de distinta confesión, son capaces de
reconocer que lógicamente siempre va a existir cierto tipo de disenso, sino
que por otro lado también se espera la misma capacidad de reconocimiento
-en el marco de una cultura política liberal- de los no creyentes en su
trato con los creyentes", lo cual conlleva que "la neutralidad cosmovisiva
del poder estatal, que garantiza las mismas libertades éticas para todos
los ciudadanos, es incompatible con la generalización política de una
visión del mundo laicista".[121]
Al señalar esa necesidad de confluencia por parte de todos los
ciudadanos en la elaboración de la razón pública que garantice la
neutralidad de cosmovisión del Estado, exigida por la libertad ética de sus
ciudadanos, se está apuntando con perspicacia a lo que, hoy por hoy, no
parece quedar garantizado mediante la configuración exclusivamente
procedimental de la mencionada razón pública.
Precisamente esa invitación de Habermas es la que avala una propuesta
tan novedosa como la de Ratzinger al sugerir que "tendremos que dar la
vuelta al axioma de los iluministas y afirmar que aun el que no logra
encontrar el camino de la libre aceptación de Dios debería tratar de vivir
y organizar su vida veluti si Deus daretur, como si Dios existiera".[122]
En opinión de Marcello Pera "hay que aceptar esa propuesta y asumir el
desafío" que conlleva, "sobre todo por una razón: porque el laico que actúe
veluti si Deus daretur será moralmente más responsable".[123]
A fin de cuentas, a la hora de elaborar una razón pública
dialógicamente configurada no se puede ignorar la preocupación que toda
sociedad democrática debería tener por la responsabilidad moral de sus
ciudadanos, ya que, como el propio Rawls afirma, "la democracia
deliberativa reconoce también que sin una amplia educación de todos los
ciudadanos en los aspectos básicos del constitucionalismo democrático, y
sin un público informado sobre los problemas prioritarios no se pueden
tomar las decisiones políticas y sociales cruciales".[124]
Esa educación de los ciudadanos es la que debe garantizar el Estado,
sin por ello traspasar lo más mínimo el derecho humano a la libertad de
conciencia y el derecho de los padres a la educación de sus hijos, que
juntos posibilitarán la confluencia de las energías morales que encierran
las distintas doctrinas comprensivas que caben en un sistema político
democrático.
En el marco de la preocupación por la educación moral de los
ciudadanos se entenderá adecuadamente por qué la Iglesia Católica propone
con valentía la necesidad de "disentir de una concepción del pluralismo en
clave de relativismo moral, nociva para la misma vida democrática, pues
ésta tiene necesidad de fundamentos verdaderos y sólidos, esto es, de
principios éticos que, por su naturaleza y papel fundacional de la vida
social, no son negociables".[125]
Apelar a esos principios éticos no negociables no es una suerte de
intolerancia que inhabilite para la democracia a quien así se posicione.
Debería quedar claro que precisamente "en las sociedades democráticas todas
las propuestas son discutidas y examinadas libremente". Por tanto,
"aquellos que, en nombre del respeto de la conciencia individual,
pretendieran ver en el deber moral de los cristianos de ser coherentes con
la propia conciencia un motivo para descalificarlos políticamente,
negándoles la legitimidad de actuar en política de acuerdo con las propias
convicciones acerca del bien común, incurrirían en una forma de laicismo
intolerante"[126]
Tal vez sea esa una de las raíces culturales que alimentan el empeño
por considerar la razón pública procedimentalmente configurada como un
logro que no necesita ningún tipo de corrección o enriquecimiento. Sin duda
que se llega así al núcleo del problema que padece la cultura democrática
actual cuando se resiste a ser enriquecida y revitalizada por las
aportaciones de quienes no sólo no quieren su destrucción, sino más bien su
auténtica fundamentación en la centralidad de la persona.[127]
La importancia de situar ese principio personalista en el corazón del
sistema democrático está además avalada de múltiples maneras. Ello es
motivo suficiente para colaborar a que el debate sobre la verdadera
naturaleza de la democracia[128] continúe abierto a nuevas aportaciones,
que vayan subsanando las deficiencias que en el momento histórico presente
se observan y que posibilitarán un fortalecimiento de ese sistema político,
que necesita la ética de sus ciudadanos para subsistir, así como una razón
pública enriquecida para que puedan llegar a ser buenos ciudadanos.
Si a ello se añade, con Habermas, que "en la opinión pública política
las imágenes naturalistas del mundo -que provienen de un trabajo
especulativo de informaciones científicas y que son relevantes para la
propia comprensión ética de los ciudadanos"- de ninguna manera gozan prima
facie de ningún privilegio frente a las concepciones de cosmovisión
trascendente o de tipo religioso que están en competencia con ellas.[129]
Si a las consideraciones anteriores se añade esta aserción de Habermas se
entiende mejor la necesidad de lograr una configuración dialógica de la
razón pública.
En el proceso de configuración dialógica de la razón pública, se
puede y se debe esperar incluso de los ciudadanos secularizados que arrimen
el hombro a los esfuerzos de traducir del lenguaje religioso a un lenguaje
públicamente accesible aquellas aportaciones (del lenguaje religioso) que
puedan resultar relevantes.
El resultado al que lleva la tarea por conformar dialógicamente la razón
pública de las sociedades democráticas es la constatación de que ningún
esfuerzo sincero y honesto por participar en ese proceso admite reprobación
de antemano, porque la esencia misma de la democracia deliberativa reside
en el respeto a la dignidad de la persona y a su capacidad de participar
activamente en la gestión de la sociedad en la que vive.





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[1] ROUCO, A. Mª., "La cuestión ética ante el futuro del Estado
democrático de derecho" (CEU, Madrid, 16-VI- 2006).
[2] CARVAJAL, J., "Presentación" en CARVAJAL, J., (ed.), El porvenir
de la razón, Ediciones Universidad de Castilla La Mancha, Cuenca, 2004, 9:
"la razón ha dejado de ser la facultad que simbolizaba la unidad de una
aprehensión teórica de los principios del ser y de las normas de conducta
humana con su aspiración a lo incondicionado".
[3] Cfr. BENEDICTO XVI, "Fe, razón y universidad. Recuerdos y
reflexiones", Ecclesia, nº 3328, 32-35. En opinión del Papa actual se debe
aspirar a ese cosmos de la razón, integrador e interdisciplinar, para
afrontar con rigor en qué consista un auténtico diálogo entre las culturas,
muchas veces impedido por patologías tanto de la razón, como de las mismas
religiones.
[4] Cf. PERA, M.,- RATZINGER, J., Sin raíces, Península, Barcelona,
2006.
[5] Cf. Manifiesto del PSOE, "Constitución, laicidad y educación para
la ciudadanía", (Diciembre, 2006).
[6] Parece obvio que no pueda afirmarse semejante postura respecto del
catolicismo, en particular desde que en el Vaticano II la Iglesia
reconociera la libertad religiosa en el Decreto Dignitatis Humanae, que
algún autor considera el elemento fundamental de todo el Concilio
Ecuménico. Tal es el caso de BUTTIGLIONE, R., El pensamiento de Karol
Wojtyla, Ediciones Encuentro, Madrid, 1992, 210.
[7] Cf. APARISI, A., Los orígenes ideológicos de la revolución
norteamericana, CSIC, Madrid, 1995.
[8] Cf. CEE, Orientaciones morales ante la situación actual de España,
Edice, Madrid, 2006, nº 53.
[9] Cf. DWORKIN, R., Los derechos en serio, Ariel, Barcelona, 1984.
[10] Cf. HABERMAS, J., - RATZINGER, J., Dialéctica de la
secularización, Encuentro, Madrid, 2006.
[11] HOESTER, N., En defensa del positivismo jurídico, Gedisa,
Barcelona, 1992, 9.
[12] ALEXY, R., El concepto y la validez del derecho, Gedisa,
Barcelona, 1997.
[13] SPAEMANN, R., Crítica de las utopías políticas, Eunsa, Pamplona,
1980, 315-316.
[14] MASSINI, C. I., La ley natural y su interpretación contemporánea,
Eunsa, Pamplona, 2006, 33.
[15] FINNIS, J., Ley natural y derechos naturales, Abeledo-Perrot,
Buenos Aires, 2000.
[16] Las críticas vertidas por Russell Hittinger, Ralph MacInerny y
Henry Veatch al planteamiento de los autores de la Nueva Escuela de Derecho
Natural (Grisez, Finnis, etc. ) van en la línea de considerar innecesario
rebatir la llamada ley de Hume por parte del iusnaturalismo tomista, puesto
que en el fondo la acusación naturalista no afecta al planteamiento tomista
rectamente entendido, cf. MASSINI, C. I., La falacia de la "falacia
naturalista", EDIUM, Mendoza, 1995.
[17] Cf. MASSINI, C. I., Constructivismo ético y justicia
procedimental en John Rawls, Universidad Nacional Autónoma, México, 2004.
[18] En relación con la presencia de unos implícitos no formalizables
en el empleo del lenguaje común, cf. FERRER, U., Los implícitos éticos del
lenguaje, Universidad de Murcia, 1993.
[19] ELDERS, L., Autour de Saint Thomas d´Aquin, t. I, Fac-Tabor,
Paris-Brugge, 1987, 200 ss.
[20] Cf. DE FINANCE, J., La nozione di legge naturale, Vita e
pensiero, Milano, 1970, 14.
[21] El trabajo de GRISEZ, G., "The First Principle of Practical
Reason. A Commentary on the Summa Theologiae 1-2, Question 94, Article 2",
Natural Law Forum, vol. 10, 1965, 168-196 (traducido al castellano por
Diego Poole en Persona y Derecho, 52, 2005, 275-337), resulta decisivo para
una interpretación adecuada de la postura tomista al respecto, si bien ha
suscitado un largo debate entre distintas corrientes tomistas, que
seguramente comparten más criterios comunes, que diferencias les separan.
El influjo de Grisez ha sido fecundo en la denominada Nueva Escuela de
Derecho Natural, con la que se identifica MASSINI, C. I., "El primer
principio del saber práctico" en GARCÍA MARQUÉS, A.,- GARCÍA-HUIDOBRO, J.,
Razón y praxis, Edeval, Valparaíso, 1994, 317.
[22] Cf. CAMPBELL, T., La justicia, Gedisa, Barcelona, 2002.
[23] Cf. RAWLS, J., "Justicia como imparcialidad: política, no
metafísica", Diálogo Filosófico, 16, 1990, 4-32.
[24] OLLERO, A., ¿Tiene razón el derecho? Entre método científico y
voluntad política, Congreso de los Diputados, Madrid, 1996, 433.
[25] Cf. OLLERO, A., Derechos humanos y metodología jurídica, Centro
de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, 99-116.
[26] J. PABLO II, Centessimus annus, nº 46.
[27] OLLERO, A., Bioderecho. Entre la vida y la muerte, Thomson-
Aranzadi, Cizur Menor, 2006.
[28] MASSINI, C. I., La ley natural y su interpretación contemporánea,
Eunsa, Pamplona, 2006, 36-42.
[29] Cf. MASSINI, C. I., (ed.), El iusnaturalismo actual, Abeledo-
Perrot, Buenos Aires, 1996; RABBI-BALDI, R., (ed.), Las razones del derecho
natural. Perspectivas teóricas y metodológicas ante la crisis del
positivismo jurídico, Ábaco-Universidad Austral, Buenos Aires, 2000; VIGO,
R., El iusnaturalismo actual. De M. Villey a J. Finnis, Fontamara, México,
2003.
[30] KALINOWSKI, G., "Obligations, permissions et normes. Réflexions
sur le fondement métaphysique du droit", Archives de Philosophie du Droit,
Paris, 1981 (26), 339 ss.; COTTA, S., "El derecho natural y la
universalización del derecho", Persona y Derecho, 1993 (28/1), 202 ss.;
D´AGOSTINO, F., "Hermenéutica y derecho natural. Después de la crítica
heideggeriana de la metafísica" en RABBI-BALDI, R., (ed.), op. cit., 301-
314.
[31] HERVADA, J., "Derecho natural, democracia y cultura", Persona y
Derecho, 1979 (6), 193 ss; Introducción crítica al derecho natural, Eunsa,
Pamplona, 1981; OLLERO, A., Derechos humanos. Entre la moral y el derecho,
UNAM, México, 2007.
[32] MASSINI, C. I., Filosofía del Derecho, vol. I y II, Lexis-Nexis,
Buenos Aires, 2006; GARCÍA-HUIDOBRO, J., Filosofía y retórica del
iusnaturalismo, UNAM, México, 2002.
[33] GEORGE, R. P., "Pluralismo moral, razón pública y ley natural" en
GAHL, R. A., Jr (ed.), Más allá del liberalismo, Eiunsa, Barcelona, 2002,
107-116.
[34] POSSENTI, V., "La Veritatis Splendor y la renovación de la vida
social y política", DEL POZO, G., (ed.), Comentarios a la Veritatis
Splendor, Bac, Madrid, 2002, 748-749.
[35] Cf. MAS, S., Ethos y Polis. Una historia de la filosofía práctica
en la Grecia clásica, Istmo, Tres Cantos, 2003; MEGÍAS, J. J., Historia del
pensamiento político. I. Raíces del pensamiento político de Occidente,
Thomson-Aranzadi, Cizur Menor, 2006.
[36] Cf. DEL AGUILA, R.- CHAPARRO, S., La república de Maquiavelo,
Tecnos, Madrid, 2006.
[37] Cf. RUS, S., La razón contra la fuerza. Las directrices del
pensamiento político de Aristóteles, Tecnos, Madrid, 2005.
[38] BADILLO, P., Fundamentos de filosofía política, Tecnos, Madrid,
1998, 61.
[39] Cf. RORTY, R., "La prioridad de la democracia sobre la
filosofía", Objetividad, relativismo y verdad. Escritos filosóficos 1,
Paidós, Barcelona, 1996, 239-266.
[40] Cf. RAWLS, J., "Justicia como imparcialidad: Política no
metafísica", Diálogo Filosófico, 16, 1990, 4-32.
[41] Cf. POCOK, J. G. A., El momento maquiavélico. El pensamiento
político florentino y la tradición republicana atlántica, Tecnos, Madrid,
2002.
[42] VATTIMO, G., "Hermenéutica, democracia y emancipación", en
ÁLVAREZ, LL., (ed.), Filosofía, política, religión. Más allá del
"pensamiento débil", Nobel, Oviedo, 1996, 59-60.
[43] Cf. LLANO, A., "Metafísica mínima y republicanismo" en MURILLO,
I., (ed.), Filosofía práctica y persona humana, Pontificia Universidad de
Salamanca, 2004, 391-399.
[44] LLANO, A., Después del final de la metafísica, San Dámaso,
Madrid, 2004.
[45] Cf. LLANO, A., El enigma de la representación, Síntesis, Madrid,
1999, 283-294.
[46] Una buena síntesis de esos debates es el libro de BERCIANO, M.,
Debate en torno a la postmodernidad, Síntesis, Madrid, 1998. Cf. RODRÍGUEZ,
J. L., Crítica de la razón postmoderna, Biblioteca Nueva, Madrid, 2006.
[47] LLANO, A., "Humanismo y posmodernidad", Nuestro tiempo,
Septiembre 2006, 17.
[48] BALLESTEROS, J., Postmodernidad: decadencia o resistencia,
Tecnos, Madrid, 1989.


[49] CARVAJAL, J., "Presentación" en CARVAJAL, J., (ed.), El porvenir
de la razón, Ediciones Universidad de Castilla La Mancha, Cuenca, 2004, 9.
[50] LLANO, A., Después del final de la metafísica, San Dámaso,
Madrid, 2004, 40.
[51] No es otro el fundamento de la recomendación del Consejo de
Europa en 2005 a los gobiernos europeos para que establezcan en sus
respectivos sistemas educativos una educación en valores cívicos.
[52] Como botón de muestra resulta muy interesante asomarse a las
distintas teorías y modelos de democracia que ofrece la historia o a las
propuestas más recientes del pensamiento político contemporáneo: Cf. DE
FRANCISCO, A., "Teorías y modelos de democracia" en ARTETA, A., GARCÍA, E.,
MÁIZ, R., (ed.), Teoría política: poder, moral, democracia, Alianza
Editorial, Madrid, 2003, 246-269; MARTÍ, J. L., La república deliberativa.
Una teoría de la democracia, Marcial Pons, Madrid, 2006; VIOLA, F., La
democracia deliberativa entre constitucionalismo y multiculturalismo, UNAM,
México, 2006.
[53] ARTETA, A., "Moral y política", ARTETA, A., GARCÍA, E., MÁIZ, R.,
(ed.), op. cit., 130-131.
[54] Cf. SPAEMANN, R., "La Perle précieuse et le nihilisme banal",
Catholica 33, 1992, 43-50.
[55] POSSENTI, V., "La Veritatis Splendor y la renovación de la vida
social y política" en DEL POZO, G., (ed.), Comentarios a la Veritatis
splendor, Bac, Madrid, 2002, 749.
[56] Ib., 750.
[57] TOCQUEVILLE, A., La democracia en América, vol. 1 y 2, Alianza
Editorial, Madrid, 2002.
[58] RATZINGER, J., Verdad, valores, poder. Piedras de toque de la
sociedad pluralista, Rialp, Madrid, 1998, 38-39.
[59] Cf. RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, Sígueme, Salamanca,
2005, 160-182.
[60] Cf. SÁNCHEZ CÁMARA, I., La teoría de la minoría selecta en el
pensamiento de Ortega, Tecnos, Madrid, 1986.
[61] Cf. HABERMAS, J., "La religión en la esfera pública" en HABERMAS,
J., Entre naturalismo y religión, Paidós, Barcelona, 2006, 121-155.
[62] Cf. HABERMAS, J.,- RATZINGER, J., Dialéctica de la
secularización, Encuentro, Madrid, 2006; SPAEMANN, R., "Ciudadanos
religiosos y seculares en la democracia" en AA. VV., Llamados a la
libertad, vol. 1, CEU Ediciones, Madrid, 2006, 33-46; PERA, M.,- RATZINGER,
J., Sin raíces, Península, Barcelona, 2006; SARKOZY, N., La República, las
religiones, la esperanza, Gota a Gota, Madrid, 2006.
[63] LLANO, A., Humanismo cívico, Ariel, Barcelona, 1999, 63.
[64] RORTY, R., "La prioridad de la democracia sobre la filosofía",
Objetividad, relativismo y verdad. Escritos Filosóficos 1, Paidós,
Barcelona, 1996, 239-266.
[65] Sobre los autores republicanos contemporáneos resulta muy útil el
capítulo 6 del libro de BÉJAR, H., El corazón de la república, Paidós,
Barcelona, 2000, así como el capítulo 7 del mismo repasa a los principales
autores comunitaristas. De clara inspiración republicana es el
planteamiento, p. ej., de CRUZ, A., Ethos y Polis, Eunsa, Pamplona, 1999,
que reivindica la necesidad de rehabilitar las categorías políticas del
republicanismo para superar las insuficiencias categoriales del liberalismo
actual.
[66] Cf. FERRARA, A., (ed. ), Comunitarismo e liberalismo, Editori
Riuniti, Roma, 1992; MULHALL, S., – SWIFT, A., El individuo frente a la
comunidad, Temas de Hoy, Madrid, 1996.
[67] Cf. ROSS, W. D., Lo correcto y lo bueno, Sígueme, Salamanca. Cf.
FERRER, U., "La razón práctica en la fundamentación antropológica de la
ética", MURILLO, I., (ed.), op. cit., 76.
[68] DA RE, A., "Lo bueno y lo justo: un panorama de las propuestas
ético-políticas actuales" en GAHL, R. A., Jr. (ed. ), Más allá del
liberalismo, Eiunsa, Madrid, 2002, p. 82.
[69] MACINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 2001, 242.
Sobre la posición de este autor cf. DE LA TORRE, J., Alasdair MacIntyre ¿Un
crítico del liberalismo?, Dykinson, Madrid, 2005.
[70] TAYLOR, CH., Argumentos filosóficos, Paidós, Barcelona, 1997, 65.

[71] RHONHEIMER, M., "La imagen del hombre en el liberalismo y el
concepto de autonomía" en GAHL, R. A., Jr. (ed.), op. cit., 37-38.
[72] LARMORE, C. E., Patterns of Moral Complexity, Cambridge
University Press, Cambridge (MA)-New York, 1987.
[73] MACEDO, S., Liberal Virtues: Citizenship, Virtue, and Community
in Liberal Constitutionalism, Clarendon Press, Oxford, 1990.
[74] De este autor puede resultar útil tanto RAZ, J., The Morality of
Freedom, Clarendon Press, Oxford, 1986, como RAZ, J., La ética en el ámbito
público, Gedisa, Barcelona, 2001 (ed. original de 1994).
[75] GEORGE, R. P., Para hacer mejores a los hombres, Eiunsa, Madrid,
2003 (ed. orig. en inglés de 1993). Este autor ha desarrollado en los
últimos quince años una labor investigadora y editorial sobre la ley
natural en el ámbito anglosajón del máximo interés: GEORGE, R. P., (ed.)
Natural Law Theory, Contemporary Essays, Clarendon Press, Oxford, 1994;
GEORGE, R. P., Natural Law, Liberalism and Morality, Clarendon Press,
Oxford, 1996; GEORGE, R. P., In defense of Natural Law, Clarendon Press,
Oxford, 1999.
[76] RHONHEIMER, M., "La imagen del hombre en el liberalismo y el
concepto de autonomía" en GHAL, R. A., Jr. (ed. ), op. cit., p. 52.
[77] GEORGE, R, P., "Pluralismo moral, razón pública y ley natural" en
GAHL, R. A., Jr. (ed. ), op. cit., 116.
[78] LLANO, A., Humanismo cívico, Ariel, Barcelona, 1999, 55.
[79] Cf. BANÚS, E., LLANO, A., (ed.), Presente y futuro del
liberalismo, Eunsa, Pamplona, 2004. Entre los comunitaristas CH. TAYLOR ha
tratado expresamente de la razón pública en un estudio titulado "La
política liberal y la esfera pública", incluido en su obra TAYLOR, CH.,
Argumentos filosóficos, Paidós, Barcelona, 1997, 335-372.
[80] Cf. CRUZ, J., Intelecto y razón, Eunsa, Pamplona, 1998, 2ª ed.
ampliada, 215-262.
[81] LLANO, A., op. cit., 66-67.
[82] STRAUSS, L., ¿Qué es filosofía política?, Gredos, Madrid, 1970.
[83] Cf. RHONHEIMER, M., "Per ché una filosofia política? Elementi
storici per una risposta", Acta Philosophica, 1, (1992), 233-263.
[84] LLANO, Humanismo cívico, Ariel, Barcelona, 1999, 71.
[85] Cf. LACHANCE, L., Humanismo político, Eunsa, Pamplona, 2001, 93-
101.
[86] FERRER, U., "La verdad práctica en la acción política", Empresas
políticas, nº 3, (2003), 68.
[87] OLLERO, A., Derecho a la verdad, Eunsa, Pamplona, 2005, 106.
[88] Cf. la crítica al positivismo jurídico que contiene la obra de
DWORKIN, R., Los derechos en serio, Ariel, Barcelona, 1984. A partir de
casos prácticos reales llega a demostrar la existencia de reglas de razón
práctica como la de que nadie puede beneficiarse de su propio delito. Cf.
igualmente la crítica al positivismo jurídico de OLLERO, A., ¿Tiene razón
el derecho?. Entre método científico y voluntad política, Congreso de los
Diputados, Madrid, 1996.
[89] Cf. CAMPS, V., Virtudes públicas, Espasa Calpe, Madrid, 1990;
CORTINA, A., Ética mínima, Tecnos, Madrid, 1986.
[90] BERKOWITZ, P., El liberalismo y la virtud, Andrés Bello,
Santiago de Chile, 2001.
[91] Ib., 224.
[92] Cf. CEREZO, P., (ed.), Democracia y virtudes cívicas, Biblioteca
Nueva, Madrid, 2005.
[93] Cf. RODRÍGUEZ, L., Ética de la vida buena, Desclée de Brouwer,
Bilbao, 2006, 54.
[94] El planteamiento académico de un área con esa denominación es una
recomendación del Consejo de Europa que declaró el 2005 como Año Europeo de
la Ciudadanía. La manera de articular semejante educación en valores
cívicos admite una variedad de propuestas, que para nada obligan a
orientarla de manera ideológicamente sesgada como parece se pretende hacer
en el sistema educativo español: Cf. NAVAL, C., HERRERO, M., (ed.),
Educación y ciudadanía en una sociedad democrática, Encuentro, Madrid,
2006.
[95] Cf. HÖFFE, O., Estrategias de lo humano, Alfa, Buenos Aires,
1979, 163-172.
[96] Cf. FERRER, U., Las ontologías regionales, Cuadernos de Anuario
Filosófico, nº 176, Pamplona, 2005, 57-61.
[97] HABERMAS, J., Historia y crítica de la opinión pública, Gustavo
Gili, Barcelona, 1994.
[98] Cf. LLANO, A., "La verdad en la conversación humana" en NÚÑEZ,
L., (ed.), Ética pública y moral social, Noesis, Madrid, 1996, 205-222.
[99] Cf. CORAZÓN, R., La verdad, un consenso posible, Rialp, Madrid,
2001, 21-41. Este autor muestra cómo la crisis de la verdad es la raíz
última que explica la situación cultural de Occidente respecto a los
valores morales: "si la última instancia de decisión, en todos los ámbitos,
es la subjetividad, es imposible aceptar un criterio objetivo que pueda
hacer posible la convivencia y la aceptación de verdades comunes".
[100] Cf. PÉREZ, M. A., Perfil de la discusión política contemporánea:
una propuesta aristotélica, PUG, Roma, 2005.
[101] Cf. MEGÍAS, J. J., (ed.), Manual de derechos humanos, Thomsom-
Aranzadi, Cizur Menor, 2006.
[102] Cf. FINNIS, J., Ley natural y derechos naturales, Abeledo-
Perrot, Buenos Aires, 2000 (ed. original en inglés de 1980).
[103] Cf. HABERMAS, J., El futuro de la naturaleza humana, Paidós,
Barcelona, 2001.
[104] HABERMAS, J., - RATZINGER, J., Dialéctica de la secularización,
Encuentro, Madrid, 2006.
[105] Cf. SÁNCHEZ CÁMARA, I., De la rebelión a la degradación de las
masas, Altera, Barcelona, 2003.
[106] Cf. INCIARTE, F., Liberalismo y republicanismo, Eunsa, Pamplona,
2001, 113-122.
[107] SPAEMANN, R., "Acerca de la ontología de los conceptos de
"derecha" e "izquierda" en SPAEMANN, R., Límites. Acerca de la dimensión
ética del actuar, Eiunsa, Madrid, 2003.
[108] MARITAIN, J., Los derechos del hombre, Palabra, Madrid, 2001,
18.
[109] MILLÁN PUELLES, A., Sobre el hombre y la sociedad, Rialp,
Madrid, 1976, 108.
[110] Cf. APARISI, A., MEGÍAS, J. J., "Fundamento y justificación de
los derechos humanos" en MEGÍAS, J. J., (ed.), Manual de derechos humanos,
Thomsom-Aranzadi, Cizur Menor, 2006, 163-205.
[111] Tal reducción del sentido de la ley se puede explicar desde el
progresivo alejamiento que el positivismo jurídico ha ido operando respecto
a la ley natural. Cf. MASSINI, C. I., La ley natural y su interpretación
contemporánea, Eunsa, Pamplona, 2006.
[112] Cf. SPAEMANN, R., Lo natural y lo racional, Rialp, Madrid, 1989,
125-155.
[113] Cf. GEORGE, R. P.,- WOLFE, CH., (ed.), Public reason and natural
law, Georgetown University Press, Washington D.C, 2000.
[114] LLANO, A., "Metafísica mínima y republicanismo" en MURILLO, I.,
op. cit., 391-399.
[115] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Centro de Estudios
Constitucionales, Madrid, 1999, 1152 a 8-9.
[116] Cf. FERRER, U., Perspectivas de la acción humana, PPU,
Barcelona, 1990, 111-129.
[117] GADAMER, H-G., Verdad y método, Sígueme, Salamanca, 1977, 378-
414.
[118] YARZA, I., La racionalidad de la ética de Aristóteles, Eunsa,
Pamplona, 2001, 28.
[119] RAWLS, J., El derecho de gentes y "una revisión de la idea de
razón pública", Paidós, Barcelona, 2001, 162.
[120] Ib.
[121] HABERMAS, J., "¿Fundamentos prepolíticos del Estado
democrático?" en HABERMAS, J.,-RATZINGER, J., op. cit., 45-46.
[122] RATZINGER, J., El cristiano en la crisis de Europa, Cristiandad,
Madrid, 2005, 47.
[123] M. PERA, "Introducción", RATZINGER, J., op. cit., 17. Del ex-
presidente del Senado italiano puede verse también el interesante libro que
manifiesta las convergencias de un auténtico diálogo intelectual: PERA, M.,
- RATZINGER, J., Sin raíces, Península, Barcelona, 2006.
[124] RAWLS, J., El derecho de gentes y "una revisión de la idea de
razón pública", Paidós, Barcelona, 2001, 163-164.
[125] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre
algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos
en la vida pública, Edice, Madrid, 2002, 10.
[126] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, op. cit., 20.
[127] Sobre la auténtica laicidad frente al intolerante laicismo Cf.
Persona y Derecho, nº 53, 2005. Particular interés tienen las
contribuciones de OLLERO, A., "Un Estado laico. Apuntes para un léxico
argumental, a modo de introducción"; de VIOLA, F., "Laicidad de las
instituciones, sociedad multicultural y religiones"; así como la de
PALOMINO, R., "Laicismo, laicidad y libertad religiosa. La experiencia
norteamericana proyectada sobre el concepto de religión". También resulta
muy útil la contribución de SÁNCHEZ CÁMARA, I., "Los laicos católicos en la
Universidad española: entre laicidad e indentidad", al II Encuentro
Interdisciplinar de profesores universitarios, investigadores y
profesionales católicos, cuyas actas ha publicado la Subcomisión de
Universidades de la Conferencia Episcopal Española, DEL AGUA, A., (ed.),
Aconfesionalidad del Estado, laicidad e identidad cristiana, Edice, Madrid,
2006, 125-140.
[128] Cf. ZACHER, H. F., (ed.), Democracy in Debate: the Contribution
of the Pontifical Academy of Social Sciences, Miscellanea, nº 5, Vatican
City, 2005; IZQUIERDO, C., - SOLER, C., (ed.), Cristianos y democracia,
Eunsa, Pamplona, 2005.
[129] HABERMAS, J., - RATZINGER, J., op. cit., 46.
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