ETIAM. Revista Agustiniana de Pensamiento: Volumen VI, Número 6, año 2011

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Descripción

ETIAM Revista Agustiniana de Pensamiento Volumen VI, Número 6, Año 2011

Buenos Aires 2011

ETIAM. Revista Agustiniana de Pensamiento: Volumen VI, Número 6, año 2011 / Coordinado por José Demetrio Jiménez. 1ª ed.Buenos Aires: Orden de San Agustín - Religión y Cultura, 2011. 360 p. 23x16 cm. ISSN 1851-2682 1. Religión. I. Jiménez, José Demetrio, coord. CDD 230

Director José Demetrio Jiménez, OSA Consejo de R edacción Alberto Bochatey, Osa; José Guillermo Medina, OSA; Emiliano Sánchez, OSA; Santiago Alcalde, OSA; Julio Daniel Rios, OSA; Gerardo García Helder; Luis Nos Muro, CM Secretario Pablo Daniel Guzmán Dirección, Secretaría y Administración Revista Etiam Biblioteca Agustiniana “San Alonso de Orozco” Av. Nazca 3909 – C1419DFC Buenos Aires Tel. 011 4572 2728 – Fax 011 4571 9574 Correo electrónico: [email protected] Precios de suscripción anual Argentina: 50 pesos - América Latina: 25 USD USA: 45 USD - Europa: 45 € La revista no asume necesariamente las opiniones expuestas por sus colaboradores

Hecho el depósito que prevé la ley 11.723 Impreso en la Argentina © 2011 José Demetrio Jiménez ISSN 1851-2682

Impreso por Editorial Dunken – Ayacucho 357 (C1025AAG) – Capital Federal Tel/fax: 4954-7700 / 4954-7300 E-mail: [email protected] – Página web: www.dunken.com.ar

ÍNDICE

Editorial José Demetrio Jiménez , OSA, Sobre el poder, el dominio y la autoridad....................................................................................................

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Estudios Josep M. Barnadas, Sobre el lugar propio del estudio de la Historia de la Iglesia......................................................................................... 21 Miguel Ángel Rossi, El pasaje del sujeto antiguo al sujeto medieval y sus implicaciones políticas: Aristótoles y Agustín de Hipona......... 47 Luciano Mascaró, Continuidades y desarrollos de la noción de verdad en Heidegger: desde Ser y Tiempo hacia los Beiträge....................... 69 Gustavo Fernández Walker, Un testimonio de las disputas universitarias del siglo XIV: la Correspondencia de Nicolás de Autrecourt.......... 87 Virginia Aspe Armella y Sandra Anchondo Pavón, La influencia medieval de un clásico novohispano: el Códice Florentino de Bernardino de Sahagún............................................................................ 113 Diego Ruggieri, Contra la traducción de Battistessa de la Commedia de Dante.............................................................................................. 131 Temas de actualidad Elena Yeyati, Aportes cristológicos para una educación inclusiva....... Guillermo Barber Soler, Dios más allá de la razón. Su presencia y ausencia en el arte.............................................................................. David E. Vides, Conflicto social en América Latina. Algunas reflexiones desde el caso colombiano............................................................. Lucía González Ventre, La reconciliación del hombre total. Actualidad del pensamiento de Emmanuel Mounier..................................... Julián Barenstein, Una nota sobre los estudios lulianos y su actualidad....................................................................................................

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Índice

Mario Alfonso, Ensañamiento terapéutico............................................ 209 Textos y glosas José Demetrio Jiménez, OSA, Ser y pensar en tiempos de Internet (I)... Joaquín A. Pegoraro, San Agustín y el concepto ciceroniano de República....................................................................................... C onstanza Caballero, El fenómeno de la brujería en el ámbito hispano (siglos XV-XVIII). Nota crítica sobre el libro “Servants of Satan and Masters of Demons”..................................................... Emiliano Sánchez Pérez, OSA, Informe del agustino Fray Gaspar de Villarroel sobre las Doctrinas de la diócesis de Santiago de Chile y algunos documentos sobre agustinos propuestos para obispos (I)......

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R incón Poético Luis Nos Muro, CM, Misterium iniquitatis............................................. 301 Notas Bibliográficas Obras de y sobre san Agustín Harmless, W., SJ, Agustine in his own words (Joaquín A. Pegoraro)..... 311 Le Nain de Tillemont, L.S. The life of Augustine. Part one: Childhood to Episcopal Consecretion (354-396) (Martín D’Ascenzo)................ 312 Orden de San Agustín y Espiritualidad Agustiniana Santo Tomás de Villanueva , Obras Completas, tomos I-III (José Demetrio Jiménez, OSA).................................................................... 312 Canet Vayá , V. D. (E d.), Encuentros de fe. Horizontes de Nueva Evangelización (José Demetrio Jiménez, OSA)................................. 313 Lazcano, R., Biografía de Martín Lutero (1483-1546) (Claudio César Rizzuto)............................................................................................... 314 Literatura Cristiana Antigua y Patrología Girolami, M., La recezione del salmo 21 (LXX) agli inizi dell’era cristiana: cristologia ed ermeneutica biblica in costruzione (Julián Barenstein).......................................................................................... 316 Ticonio, Libro de las Reglas (Julián Barenstein)..................................... 317 Leithart, P. J., Athanasius (Julián Barenstein)........................................ 318 Pseudo-Agostino, Sulla vera e falsa penitenza (Pablo Guzmán)............ 320

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Filosofía y antropología M artínez L orca , A., Introducción a la Filosofía Medieval (Julián Barenstein).......................................................................................... 321 Appiah, K. A., La ética de la identidad (Germán Luis Ramos)............... 322 Vedda, M., La sugestión de lo concreto. Estudios sobre teoría literaria marxista (María Eugenia Varela)........................................................ 323 Zambrano, M., El sueño creador: los sueños, el soñar y la creación de la palabra (Lucía Nazar Anchorena)............................................. 324 Bonanate, L. y Papini, R., Los derechos humanos y el diálogo intercultural – La Declaración Universal de los Derechos Humanos y nuevos derechos (Germán Luis Ramos)............................................... 325 Teología y religión D u ns S coto , J., Filosofía y teología. Dios y el hombre (Nadia Russano).............................................................................................. 326 Labarga García , F., Festivas demostraciones. Estudios sobre las cofradías del Santísimo y las fiestas del Corpus Christi (Pablo Guzmán)............................................................................................. 327 Rohr, R., OFM, Encuentros maravillosos (Joaquín A. Pegoraro).......... 328 Pacho, E., Apogeo de la Mística Cristiana. Historia de la Espiritualidad Clásica Española (Mariela Marone Varela)................................ 329 Boccacci, A. F., Creación, Eucaristía y Ciencia (Abel Calvo, V. Sch. P. – Nota editorial).............................................................................. 329 Augé, M., La liturgia della professione religiosa. Dal rito liturgico al significato evangelico (Julio D. Ríos, OSA)................................... 330 Historia, Arte y Bibliotecología Folquer , C. y A menta, S. (eds.), Sociedad, cristianismo y política. Tejiendo historias locales (María T. Iglesias)..................................... 331 Fernández , A. O., El Siervo de Dios Pbro. Luis María Etcheverry Boneo. Infancia y juventud (1917-1943) (Pablo Guzmán)................... 332 Sánchez Pérez, E., Nicolás Videla del Pino. Primer obispo de Salta. Documentación archivística (Silvina Vidal)...................................... 332 Ropero -R egidor, D., Fray Juan Izquierdo, Obispo de Yucatán (15871602) (María T. Iglesias)..................................................................... 333 Nieto I báñez , J. M. y M anchón G ómez , R. (E ds .), El Humanismo Español entre el Viejo Mundo y el Nuevo (Ismael del Olmo)............ 334

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Índice

Galindo García , A. (C oord.), Patrimonio Cultural de la Iglesia y Evangelización (Juan Manuel Millet)................................................. 335 Fontbona, F.; Gil, C. y Manent, R. (eds.), Les Joies dels nostres museus. Art en els museus locals de la província de Barcelona (Julián Barenstein).......................................................................................... 336 Sánchez-Molero, J. L. G., El César y los libros. Un viaje a través de las lecturas del emperador desde Gante a Yuste (Juan Manuel Millet)................................................................................................. 337 Sánchez Salor , E., Las ediciones del Arte de Gramática de Nebrija (1481-1700) (Julián Barenstein)........................................................... 338 Connolly, M. y Mooney, L. R. (eds.), Design and distribution of late medieval manuscripts in England (Juan Manuel Millet).................... 340 Sforza, N., Teatro y poder político en el renacimiento italiano (14801542). Entre la corte y la república (Silvina Vidal)............................ 340 Libros recibidos...................................................................................... 343 Revistas de intercambio......................................................................... 345 Revistas Agustinianas de intercambio permanente............................ 347 Abreviaturas de las obras de san Agustín. ........................................ 349 Normas de Publicación. ........................................................................ 353

Editorial Sobre el poder, el dominio y la autoridad José Demetrio Jiménez, OSA Buenos Aires [email protected]

El Evangelio habla del poder de Jesús: el propio del Maestro y el que confiere a sus discípulos. ¿Qué entiende Jesús por poder? ¿De qué poder se trata? Él tiene poder para sanar (Mt 8, 1-22), calmar tempestades (Mt 8, 23-27), liberar endemoniados (Mt 8, 28-33), perdonar pecados (Mt 9, 1-8; Mc 2, 10), elegir apóstoles (Mt 9, 9-13), proponer un modo de vivir (Mt 9, 14-17), resucitar muertos (Mt 9, 18-19) y enviar misioneros a predicar la Buena Noticia (Mt 10, 5-16; Mc 3, 15; Mc 6, 7). El Evangelio según san Mateo refiere que Jesús hablaba a la gente y ésta quedaba asombrada “porque les enseñaba con autoridad, y no como sus escribas” (Mt 7, 29; cf. Mc 1, 22; Lc 4, 32). La palabra empleada en estos textos para hablar del poder de Jesús es εξουσία: poder de elegir, capacidad, habilidad, autoridad (auctoritas). No se emplea en estos casos κράτος (fuerza: potestas) ni κυριότης (dominio: imperium). Еξουσία va en ocasiones acompañada de δυνάμει (poder frente al abatimiento, el agotamiento y el cansancio): “Quedaron todos atónicos y se decían unos a otros: ‘¡Qué palabra esta! Manda con autoridad y poder (εξουσία και δυνάμει) a los espíritus inmundos y salen’” (Lc 4, 36). En la antigüedad cristiana se hablaba con frecuencia del poder de Jesús y de la autoridad de la Biblia, de los apóstoles y de los mártires. También de la autoridad de los obispos y presbíteros. Y del poder de curar, de expulsar malos espíritus, de bendecir en el nombre de Jesús. Hablar sobre el poder y la autoridad de la Iglesia supone atender a tres “realidades complementarias”, tal como refiere Charles Munier en su artículo “Autoridad de la Iglesia” del tomo I del Diccionario Patrístico

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y de la Antigüedad Cristiana (DPAC): formas constitucionales, ministerios y carismas y doctrinas eclesiológicas situadas en el tiempo. “En efecto, no basta con enumerar los tipos de institución y los modelos sociológicos que surgen de las estructuras eclesiásticas durante los primeros siglos; es necesario subrayar más bien cómo el mismo concepto de autoridad se transforma bajo el influjo del conjunto ambiental. La tradición cristiana reconoce ante todo la autoridad divina que sirve de base a la verdad doctrinal y moral […], la de la Escritura […], la de la regla de fe […], la de los apóstoles, testigos privilegiados y garantía de esta fe” (DPAC, 1998:276). El tema de la autoridad y del poder en el cristianismo tiene un referente paradigmático en las palabras de Jesús a sus discípulos, cuando diez se enojan con dos que han manifestado sus pretensiones de estar los primeros en lo que, según su pensar, será el nuevo gobierno que instaurará el Mesías. “Ustedes saben que los gobernantes de las naciones dominan como señores absolutos (κατακυριεύουσιν) y los grandes las oprimen con su autoridad (κατεξουσιάζουσιν). Pero no será así entre ustedes. Al contrario, el que de ustedes quiera ser grande, que se haga el servidor (διάκονος) de ustedes, y si alguno de ustedes quiere ser el primero, que se haga el siervo (δουλος) de todos” (Mt 20, 25-27). El poder de Jesús no es de imposición (κράτος – potestas) ni de dominación (kuriόthς – imperium). Es εξουσία, impulso que hace prosperar la vida, que la despliega, que la desarrolla; capacidad de generar el bien, habilidad para que el mal no tenga la última palabra; opción por la vida para que la muerte no impere, la injusticia no venza, la adversidad no amedrente; elección de la Buena Nueva que se sobrepone a lo decrépito, insustancial y caduco. Es la capacidad de renovación, de perdón, de progreso, de gracia, de liberación, de salvación, de Evangelio. Este es el poder que Jesús confiere a su Iglesia: procurar que la vida continúe creativamente, que promueva el perdón y exhale misericordia, que busque respuesta a los conflictos, que haga emerger lo bueno no obstante nuestras decrepitudes, que genere comunidad, que explicite en la humanidad la imagen de Dios que cada hombre es (Mt 7, 29; 9, 6; 10, 1; 21, 23.24.27; 28, 18). Capacidad de liberar, desarrollar, prosperar, progresar, acrecentar (augere).

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En el mundo auctoritas, potestas e imperium se requieren con frecuencia: alguien tiene que ponerse al frente para promover el crecimiento. El desafío está en quiénes y cómo. En el contexto eclesial, san Cipriano habla del poder de los sacerdotes, particularmente el obispo, puesto al frente de la Iglesia a la que sirve. San Agustín aborda el tema del ejercicio del poder de parte de los cristianos que detentan cargos públicos y de gobierno. Autoridad episcopal y poder civil San Cipriano, siguiendo a Tertuliano, considera la autoridad apostólica como garante de la transmisión de la doctrina recibida de Cristo. Esta autoridad la extiende también al testimonio de los mártires, idéntica a la de los padres y los obispos (cf. Carta 61, 2). San Cipriano habla de un modo particular de la autoridad del obispo: “Todos han de reconocer que el obispo está en la Iglesia y la Iglesia en el obispo; si uno no está con el obispo, tampoco está en la Iglesia” (Carta 66, 8, 3). La autoridad del obispo en la Iglesia puede ser considerada desde una doble perspectiva (cf. Carta 59, 4, 13): – La autoridad que deriva del lugar que ocupa en la comunidad eclesial en bien de su edificación en la unidad; – La autoridad que se expresa en palabras como dignitas (valor personal), grauitas (consistencia) y sanctitas (integridad), esto es, del obispo como testigo de la fe. No se habla de potestas, sino de auctoritas: “pro episcopatus uigore et cathedrae auctoritate” (Carta 3, 1). Esto tiene que ver con los consejos de la Primera Carta de san Pedro: “Ahora me dirijo a los presbíteros, dado que yo también lo soy, y testigo de los sufrimientos de Cristo, y espero ser partícipe de la gloria que ha de manifestarse. Apacienten al rebaño de Dios cada cual en su lugar; cuídenlo no de mala gana, sino con gusto, a la manera de Dios; ni piensen en ganancia, sino háganlo con entrega generosa; no actúen como si pudieran disponer de los que están a su cargo (κατακυριεύοντες των κλήρων), sino más bien traten de ser un modelo (τύποι) para su rebaño” (1 Pe 5, 1-3).

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Gelasio I, Papa del 492 al 496, mantiene aún la distinción entre auctoritas sacra pontificum y regalis potestas, “pero los canonistas de la edad media ya no hacen esta distinción y reconocen al pontífice la plenitudo potestatis” (DPAC, 1998:276), orientada a velar por la unidad de la Iglesia. Con posterioridad “los dos términos se confunden cada vez más, con tanta mayor facilidad cuanto más se van modelando los poderes del obispo al estilo de los del magistrado romano” (DPAC, 1998:276). San Cipriano habla del Collegium, de la comunión entre los obispos (cf. Carta 68, 3). Fuera de este “colegio universal” un obispo por sí solo no tiene autoridad (cf. Carta 55, 24). La autoridad colegiada de los pastores legisla por los concilios, ejerce justicia por los obispos y corrige por ellos los errores. “Es justo que el todo prevalezca sobre las partes”, dice san Agustín (bapt. 2, 9, 14), proponiendo sanciones para los obispos que no acepten las determinaciones de los concilios y pidiendo al Emperador que ratifique con su autoridad el dictamen conciliar. Es el caso de las disputas entre católicos y donatistas en el norte de África, cuando las partes disidentes pidieron a la autoridad imperial que convocase una conciliación y diera rango legal civil al resultado de la disputa, si bien la pars Donati no aceptó del todo las consecuencias del debate. Por eso el mismo Agustín dio algunas pautas de orden para su aplicación (bapt. 2, 3, 4): los cánones de los concilios generales prevalecen sobre los locales y las decisiones recientes sobre las anteriores de la misma autoridad. Autoridad en la Iglesia y poder civil En 1981 fueron descubiertas 29 cartas de san Agustín. Dichas cartas muestran su esfuerzo por generar “cambios estructurales o sistémicos” en las “instituciones políticas” de su tiempo en favor de la “justicia social”. Robert Dodaro considera que estos textos manifiestan su posicionamiento en la línea de lo que hoy es denominado activismo político. Éste ha de ser distinguido tanto de la acción social caritativa como de la disidencia política, sobre todo cuando la última emplea la violencia contra las instituciones del Estado. Supone la aceptación legítima del Estado y su autonomía, a cuya edificación el cristiano hace su aporte como respuesta evangélica en el compromiso eclesial (cf. Dodaro, 2006:146-147).

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Es particularmente relevante la Carta 10*, escrita quizá en septiembre del año 422, y que Agustín dirigió a su amigo el obispo Alipio, quien se hallaba de viaje en Roma. El tema desarrollado en la misma tiene que ver con la miserable condición social de tantos pobres en el decaído Imperio Romano, particularmente familias campesinas obligadas por las circunstancias a entregar a sus hijos a otras más pudientes o a comerciantes, quienes a su vez los vendían para trabajos serviles e, incluso, como esclavos. Práctica que había sido legalizada por los emperadores cristianos como respuesta al infanticidio, difundido entre los más pobres ante la imposibilidad de conceder a sus hijos una vida digna. La ley permitía “alquilar” a los hijos hasta por 25 años, lo cual garantizaba un ingreso para la familia empobrecida. Algunos de ellos eran embarcados y trasladados a otros lugares de la Numidia. Cuenta Agustín en la carta cómo estando él fuera de la ciudad un fiel cristiano que se encontraba en el puerto, conocedor del modo de obrar de la Iglesia africana en estos casos, al ver que se procedía al embarque de unos jóvenes avisó a otros fieles que estaban en el templo, quienes se personaron en el puerto y liberaron por al fuerza a 120 personas. De ellas cinco o seis habían sido entregadas o vendidas por sus padres a tenor de lo anteriormente comentado. El resto era consecuencia explícita de lo que hoy llamamos “tráfico de personas”. Agustín era consciente, sin embargo, que para responder adecuadamente a la magnitud del problema no bastaban hechos aislados como este, menos si se daban por la fuerza, tal como expresa en el Sermón 302, predicado hacia el año 400 con motivo de la fiesta de San Lorenzo. Considera que el “Estado tiene su organización”, “tiene sus jueces, tiene sus autoridades” (s. 302, 13) para juzgar a los malhechores. Nadie ha de arrogarse como derecho hacer justicia por mano propia. Esto no le impide, sin embargo, rebatir al Vicario Imperial para el África, el cristiano Macedonio, quien se sintió molesto por la intervención colegiada de los obispos africanos en favor de los condenados a muerte, y para quien tal pena –decía– “nada tiene que ver con la religión” (ep. 152, 2). “No es que aprobemos las culpas que queremos corregir –responde Agustín–, ni queremos que la maldad cometida quede sin castigo porque nos place. Tenemos compasión del hombre, detestamos

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su crimen o su torpeza […]. Por eso, por caridad para con el género humano, nos vemos impelidos a intervenir a favor de los reos para que no acaben su vida en el suplicio de manera que, al llegar a su fin, entren en otro sin fin” (ep. 153, 3). Interesante y conmovedora la Carta 133, escrita a fines del año 411, que dirige a Marcelino, delegado del Emperador para la Conferencia de Cartago entre donatistas y católicos de septiembre del año 410: “Supe que ya has juzgado a aquellos circunceliones y clérigos del partido de Donato a los que el encargado del orden público llevó de Hipona ante el tribunal. Sé que muchos fueron juzgados por tu excelencia y se han confesado reos del homicidio cometido contra Restituto, presbítero católico; de la muerte de Inocencio, otro presbítero católico, y del ojo que le arrancaron y del dedo que le cortaron. Me ha sobrecogido una grave preocupación: temo que tu excelencia juzgue que deben ser castigados con la severidad de las leyes de modo que sufran lo mismo que hicieron sufrir. Mediante esta carta recurro a la fe que tienes en Cristo, por la misericordia del mismo Señor, para que ni lo hagas ni lo permitas de ninguna manera […]. Con esto no impedimos que se reprima la licencia criminal de esos malhechores. Queremos que se conserven vivos y con todos sus miembros; que sea suficiente dirigirlos, por la presión de las leyes, de su loca inquietud al reposo de la salud, o bien que se les ocupe en alguna tarea útil, una vez apartados de sus perversas acciones. También esto se llama condena, pero todos entenderán que se trata de un beneficio más bien que de un suplicio, al ver que no se suelta la rienda a su audacia para dañar ni se les impide la medicina del arrepentimiento” (ep. 133, 1). Y continúa con un consejo: “Tú, juez cristiano, cumple el oficio de padre piadoso. Encolerízate contra la iniquidad de modo que no te olvides de la humanidad. No satisfagas contra las atrocidades de los pecadores un apetito de venganza, sino más bien haz intención de curar las llagas de esos pecadores” (ep. 133, 2). Con los criminales ha de buscarse la reforma, no la destrucción (cf. ep. 153, 3). Agustín recurría con frecuencia al asesoramiento legal, particularmente de Eustoquio, un experto en la materia con el que trabajó de cerca (cf. ep. 24). San Posidio, primer biógrafo del Hiponense, cuenta que utilizó con frecuencia los bienes de la Iglesia para libertar esclavos

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(cf. uita 24). También favoreció el derecho de asilo en favor de personas acusadas y que no contaban con medios adecuados para su defensa (cf. ep. 268), promoviendo la vigencia del defensor ciuitatis en cada ciudad para defensa de los pobres (cf. s. 302). Al hablar del poder Agustín lo relaciona directamente con el gobierno y con quienes tienen la responsabilidad de gobernar. “Debe de ser amante del bien quien sea elegido para gobernar el pueblo” (ciu. 14, 1). Recomienda al gobernante poner “mucho cuidado en no desagradar a quienes juzgan la vida con equilibrio. Hay, en efecto, muchos aspectos buenos de la conducta que gran número de hombres valoran correctamente, aunque la mayoría carezcan de ellos. Por esos valores morales de la conducta es como aspiran a la gloria, al poder y al dominio aquellos de quienes dice Salustio: “Este lo hace por un camino legítimo” (Catilina 11, 2)” (ciu. 5, 19). Quien gobierna detenta poder y esto se halla unido a los honores. “No hay que apegarse al cargo honorífico o al poder de esta vida, puesto que bajo el sol todo es vanidad. Hay que estimar más bien la actividad misma, realizada en el ejercicio de ese cargo y de esa potestad, siempre dentro del marco de la rectitud y utilidad, es decir, que sirva al bienestar de los súbditos, tal como Dios lo quiere” (ciu. 19, 19). El gobierno impone ante todo responsabilidad. Por eso la autoridad de los gobernantes se sustenta en que sus deseos sean dirigidos según la providencia divina, esto es, con criterios evangélicos. No faltarán quienes sospechen de la buena intención de los gobernantes honestos y vean su grandeza de espíritu como una búsqueda de la alabanza y la gloria personal. Para evitar la “temeridad de los sospechosos”, el gobernante ha de estar atento y eludir “el juicio de los aduladores” (ciu. 5, 19). Incluso ha de tener en poca estima las alabanzas de los que sinceramente lo admiran, no menospreciando, sin embargo, “el ser amado por ellos” (ciu. 5, 19). El motivo es obvio: el buen gobernante “no quiere engañar a quienes alaban, no sea que decepcione a quienes aman. Esta es la razón por la que el justo ardientemente procura que las alabanzas vayan dirigidas a Aquel que es fuente de cuanto en el hombre merece una justa alabanza” (ciu. 5, 19).

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Los gobernantes no son buenos porque triunfen en todas sus empresas, sino “cuando gobiernan justamente” (ciu. 5, 24); cuando entre alabanzas y homenajes “no se engríen, recordando que no son más que hombres”; cuando mandan no “por afán de dominio (dominandi cupiditate)”, sino por su obligación de velar por los suyos; “no por orgullo de sobresalir, sino por un servicio lleno de bondad (prouidendi misericordia)” (ciu. 19, 14). Concluyendo El valor de la historia es uno de los principios ineludibles del cristianismo, que emana de la misma base de la fe: la encarnación de Dios. Para los historiadores tiene que ver con la consistencia de las tradiciones, para los filósofos con la unidad que configuran algunos temas en la historia del pensamiento, para los teólogos con la reflexión sobre la fe y la inculturación del kerygma a lo largo de los tiempos. Los Padres de la Iglesia hicieron su más genuino aporte precisamente por abordar temas tan ligados a la vida y sus controversias como el Estado y el poder. El ejercicio del gobierno de un pueblo comporta la articulación de potestas-imperium-auctoritas. Lo que emerge del Evangelio es la necesidad de dar primacía a la auctoritas, algo relevante para Cipriano en cuanto a la misión del pastor y para Agustín en la tarea del gobernante. Respecto de la autoridad de los obispos, dice el Concilio Vaticano II en la Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia: “Los Obispos rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que les han sido encomendadas, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y sacra potestad, de la que usan únicamente para edificar a su grey en la verdad y en la santidad, teniendo en cuenta que el que es mayor ha de hacerse como el menor, y el que ocupa el primer puesto, como el servidor (cf. Lc 22, 26-27)” (n. 27). En ambos casos –civil y eclesiástico– estamos hablando de un ministerio que necesita ministros, a saber, de quienes propongan, sumi-

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nistren y proporcionen cauces para al despliegue creativo de lo humano, administrando limitaciones y gestionando posibilidades. Han de considerarse a sí mismos en poco (δουλοι άχρειοί – siervos inútiles) (Lc 17, 10), pequeños (minus), porque su tarea es realizar el aporte correspondiente para el crecimiento (augmento) de la comunidad. De esto ha de hacerse cargo (auctor) el gobernante, quien tiene como tarea principal atender al más grande desafío de la política: la conciliación de lo plural, que no surge de una síntesis, sino de la articulación de lo diferente en un proyecto común (cf. ciu. 2, 2, 21), cuyo criterio de evaluación es expresando por san Agustín de esta manera: “conocerán que han adelantado en la perfección tanto más cuanto mejor cuiden lo que es común que lo que es propio” (reg. 31). Énfasis, por tanto, en εξουσία: el poder de elegir la libertad, de cuidar la vida y promover el crecimiento del hombre en comunidad. La δυνάμις necesaria para que el bien prospere, no obstante las quiebras de lo humano; que el mal no tenga la última palabra y que el perdón obre la reconciliación, de manera que, administrando creativamente las limitaciones, se gestionen adecuadamente las posibilidades.

Bibliografía Dodaro, R. (2006). “San Agustín, activista político”: Jiménez, J. D. (coord.) (2006). San Agustín, un hombre para hoy, tomo I. Buenos Aires. Religión y Cultura, pp. 145-170. Munier, Ch. (1998). “La autoridad en la Iglesia”: Di Berardino, A. (dir.) (1998). Diccionario patrístico y de la antigüedad cristiana, tomo I. Salamanca. Sígueme, pp. 275-279.

Estudios

Sobre el “lugar propio” Del estudio de la historia de la iglesia* Josep M. Barnadas Centro de Estudios Bolivianos Avanzados Cochabamba – Bolivia [email protected]

Resumen Para que se pueda entender y situar debidamente lo que sigue, es necesario dejar claro desde el comienzo algunos puntos: 1º se trata de un asunto, no sólo extenso y complejo, sino 2º sobre el que es muy fácil dejarse llevar de apasionamientos, a la vuelta de los cuales es muy fácil embarrancar en sorprendentes paradojas; 3º y en el que la atmósfera en que nos movemos está muy situadamente “cargada”. En lo que sigue no debería verse ninguna especie de “lección magistral”; tampoco pretende examinar todos los aspectos del tema. Me contento con acabar situándome personalmente ante esta quaestio disputata; eso sí, después de haber tratado de definirla honestamente. Es decir, me propongo dar a la exposición que sigue un carácter claramente “testimonial”; es decir: basada más en la experiencia propia, con su dosis de reflexión, que en la erudición ajena.

1. Las tesis de Jedin Podemos entrar en materia refiriéndonos a quien, en lo posterior, ha sido piedra de toque en este debate (con sus ribetes de polémica): el gran historiador del Concilio de Trento, Hubert Jedin. Su posición * Texto en que inspiré la exposición efectuada dentro de las I Jornadas de Historia de la Iglesia en el Noroeste Argentino (Salta, octubre de 2007), a la que me he permitido hacer algunas adiciones. Agradezco a los organizadores la invitación que me hicieron (y, en particular, al P. Emiliano Sánchez, OSA), por haberme obligado a reflexionar sobre un tema que sigue pareciéndome importante en nuestros días. Publicado anteriormente en el Anuario de la Academia Boliviana de Historia Eclesiástica (vol. 12, de 2006, pp. 199-212).

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ha quedado formulada en dos textos básicos: primero en el artículo “Kirchengeschichte” del Lexikon fuer Theologie und Kirche (Friburgo de B., 1961, 209-218); después, en la “Einleitung in die Kirchengeschichte” del vol. I del Handbuch der Kirchengeschichte (Friburgo, 1963, 1-54), que él dirigía. Años después publicó un resumen de su posición como La storia della Chiesa è teologia e storia (Milán, 1968), texto cuya versión original alemana se publicó en el volumen de R. Kottje (ed.), Kirchengeschichte heute. Geschichtswissenschaft oder Theologie? (Tréveris, 1970), 33-48. Si queremos entender el meollo de la posición de Jedin, podemos resumirla así: · Como Jesucristo fue hombre y Dios al mismo tiempo, también la Iglesia – es objeto de fe – está en la historia (no es sólo una “comunidad espiritual”, sino una entidad visible, histórica (que tiene un alma y un cuerpo); está sometida a “desarrollo”, no sólo en cuanto institución de hombres, sino porque dentro de ella actúa el Espíritu Santo. – La historia eclesiástica es, en este sentido, eclesiología histórica: no expone sólo lo que debe ser, sino lo que ha sido o es. Pone a la vista lo divino en lo humano. – La fe permite descubrir en la historia cómo nunca lo humano pudo destruir lo divino, arruinar la Iglesia; dicho en otros términos: siempre se ha podido ser santo en la Iglesia. · La mirada creyente a la Iglesia impide hablar de procesos “erróneos” (p. ej. el “giro constantiniano”, la eclesiología tridentina, el clericalismo, el romanismo…); quien cae en tal perspectiva es porque “endiosa” el presente y olvida o desconoce el pasado. La consecuencia no es callar sobre los fenómenos que se nos atragantan, ni seguir con ellos: ni lo uno ni lo otro; pero tampoco el “condenar” procesos pasados. Entre lo uno y lo otro hay un “tertium quid”: relativizar el pasado y el presente, “en la continuidad” (no en la “ruptura”).

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Por lo que se refiere al carácter histórico de la Historia de la Iglesia, no plantea problemas: lo damos por supuesto (aunque también merecería algunas precisiones, no entro en ellas). No plantea problemas, claro, entre historiadores; pero no sucede lo mismo entre teólogos (como ya lo señaló en 1967 el propio Jedin, quien se mostró crítico con la tendencia de los dogmáticos hacia los paradigmas de la “historia de la salvación” y de la “teología de la historia”; y en el coloquio de 1981 Batllori también aludió al desprecio de los catedráticos de Dogmática por los de Historia de la Iglesia). Esta posición de Jedin ha tenido variantes, matizaciones y refinamientos por parte de quienes pertenecen a una o varias generaciones posteriores; pero lo fundamental ya quedaba dicho. 2. El coloquio de Roma (1981) y el centenario de Jedin Poco después de la muerte de Jedin, todavía en 1980 el Instituto Histórico Italo-Alemán de Trento organizó un “Simposio H. Jedin”, cuyas actas aparecieron en los Annali/Jahrbuch de dicho instituto, VI, 1980 [1982]: en él Edwin Iserloh, discípulo de Jedin, expuso el punto de vista del maestro (“Kirchengeschichte als Geschichte und Theologie in der Sicht Hubert Jedins”, pp. 35-39 y 40-64 de debate). Poco después, el Instituto romano de la Sociedad “Goerres” también convocó un coloquio sobre “Grundfragen der kirchengeschichtlichen Methode – Heute”; coloquio que, finalmente, tuvo lugar del 24 al 27 de junio de 1981; con una escandalosa ausencia latinoamericana, a él asistió alrededor de un centenar de especialistas, aunque sólo pudieron exponer sus puntos de vista algo más de una docena de asistentes; sus actas no aparecieron hasta 1985, como vol. 85 de su revista Roemische Quartalschrift. En él se volvió a reservar el papel de “portavoz” de Jedin al ya mencionado Iserloh, cuya orientación ya quedaba definida desde el mismo título de su exposición (“Kirchengeschichte – Eine theologische Wissenschaft”, pp. 5-30); y se le contrapuso Victor Conzemius, con una exposición también diáfana desde el título (“Kirchengeschichte als

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“nichttheologische” Wissenschaft”, pp. 31-48)1. En los textos restantes sale a relucir toda la gama imaginable de posicionamientos en la problemática. En 2000, al celebrarse el centenario del nacimiento de Jedin, tuvo lugar en Bensberg una sesión de estudio sobre algunos aspectos de la vida y la obra científica del homenajeado; aunque nadie planteó específicamente el tema que ahora nos ocupa, éste salió a relucir en más de un pasaje: en forma adhesiva, confrontativa o “modulatoria” (cf. Smolinsky, 2001)2. 3. Voces recientes (algunos pasajes textuales) Con algunos ejemplos, al filo de una pequeña serie de textos recientes, quisiera mostrar cómo lo que se planteó hace medio siglo sigue determinando (o presuponiendo) posiciones frente a la tesis de Jedin3; en un segundo momento señalaré varias imprecisiones, confusiones y mezclas de niveles y de cuestiones; para acabar señalando los contornos y el sentido que dicha cuestión ha acabado adoptando en el presente. Aunque también acaba inclinándose del lado “profano” de la historiografía eclesiástica, merece mencionarse el examen de conciencia de R. Aubert, “Historiens croyants et historiens incroyants devant l’histoire religieuse” (Aubert, 1964:28-43). Debo añadir que, por un lado Aubert no entra en algunos aspectos importantes; por otro, que en los últimos 40 años la situación general ha cambiado drásticamente en una dirección que deja “fuera de juego” alguna premisa suya (p. ej. la de suponer “amor a la verdad” en el historiador ateo; o en conceder “inocencia” a los que atacan el Cristianismo como tal). A diferencia de Aubert, cabe también mencionar la conferencia de Oskar Koehler, Katholische Geschichtschreibung allgemeiner Geschichte: Heute noch moeglich und notwending?, Schwerte, Katholische Akademie, 1989; pero en este caso hay que advertir que el marco general del planteamiento es otro (se refiere a la “historiografía general”, no a la que tiene por objeto a la Iglesia), en su mayor parte no sale de la historia ni de la historiografía alemanas; fluctúa entre la “teoría” y la “teología” de la Historia; etc. Y a pesar de todo ello, cabe deducir que se coloca del lado de Jedin. 2 Cf. mi comentario sobre las dos conmemoraciones (Barnadas, 2003c: 197-199). 3 No hay que interpretar, sin embargo, los casos aducidos a continuación como si representaran la única posición vigente en nuestros días. Véase más adelante la nota en que me refiero al P. A. Eszer OP. 1

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Europa 1) Desde hace algunos años viene publicándose en Alemania la obra colectiva dirigida por E. Gatz, Kirche und Katholizismus… (Paderborn, 1998-…) (cf. Barnadas, 1998a: 196-197). Y podemos empezar preguntándonos: ¿Qué nos fuerza a distinguir entre “Iglesia” y “Catolicismo”? ¿Es siquiera imaginable el segundo sin la primera? Y si es así, ¿en virtud de qué se quiere despojar al estudio de la “Iglesia” de todas sus manifestaciones culturales, sociales, políticas… (qué sería, presuntamente, lo que quiere decirse con “Catolicismo”)? 2) En 2003 nace en Brescia una Rivista di Storia del Cristianesimo, que se declara “laica” (entendido el término como sin vínculos eclesiásticos y con un abordaje “científico” de los temas; por “científico” se entiende, a su vez, lo que no está en función de –o sometido a– “una instancia teológica, “ideológica” o eclesial” (cf. la noticia que de ella se da en la Revue d’Histoire Ecclésiastique [Lovaina], IC, 2004, 621-623). 3) Desde Francia, hay quien se atreve a anunciar: “Es un combate ya ganado, o a punto de serlo; una manera nueva y fecunda de escribir esta historia, desvinculándola claramente de toda premisa de carácter teológico. En una palabra: a la historia eclesiástica sucede la historia religiosa”. Pero curiosamente, por un lado se distancia de un colega para quien la Historia de la Iglesia estaría destinada al clero y sería “una historia institucional. Hecha para la formación de quienes han de encargarse de la institución”; y por otro acaba contraponiendo a su “historia religiosa” una Teología de la historia (que sería la Historia de la Iglesia o historiografía confesional), en busca del sentido, cuya tarea consistiría en reflexionar sobre “las relaciones entre historia de los hombres e historia de la salvación” (Savart, 2004:501-510). 4) Un autor rumano suspende el juicio sobre el desarrollo futuro de la historiografía eclesiástica de su país; concretamente, para ver “…si la interpretación de los fenómenos estudiados se ha librado definitivamente del peso del nacionalismo y del confesionalismo…” (Turcus, 2005:180). (¡No hace falta decir que el contexto obliga a entender tal

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pregunta bajo el supuesto de que tal “liberación” es deseable y conveniente!). 5) En un comentario bibliográfico sobre una historia de la Iglesia ortodoxa rusa del siglo XX escrita por quien se confiesa cristiano (Davis, 2003), se valora esta “confesionalidad” como “una advertencia muy juiciosa, pues esta doble calidad da todo su valor al trabajo. Recoge su documentación con la libertad y el rigor de un verdadero investigador, de un scholar… Pero por otro lado es un observador al que sus propias convicciones hacen capaz de apreciar desde dentro los hechos de que da cuenta; de leer entre líneas; de interpretar las afirmaciones; de adivinar y de expresar las motivaciones probables de tal autoridad en tal decisión, en tal opción de política religiosa…” (Marichal, 2006:931). 6) En otro comentario sobre el libro de A. B. Mulder-Bakker (ed.), The Invention of Saintliness (2003), podemos leer que “…luego de los trabajos de P. Brown o A. Abuchees, que han transformado el cuadro del acercamiento historiográfico de estos textos, sustrayéndolos a la explotación puramente confesional que anteriormente solía hacerse…” (Lemaitre, 2006:735). América Latina 1) En un trabajo relativamente reciente, nos salen a relucir siquiera algunas de las anteriores coordenadas europeas, pero circunscritas al contexto latinoamericano: · su autor empieza delineando la que llama “historia especializada referida a la Iglesia concebida como Historia Eclesiástica”, que se interesaría por “los obispos, su vida y actuación, su magisterio, el clero, el santoral, la instalación física de iglesias, la creación de diócesis, la instalación de órdenes y congregaciones, la relación Iglesia-Estado” (63); · al anterior contrapone el enfoque de quien “desdeñando el camino tradicional, se interna a estudiar no ya toda la historia general de la Iglesia de nuestros países, no la historia institucional, sino

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aspectos parciales pero menos formales y más profundos, para entender el nacimiento y crecimiento de la fe, para vislumbrar los signos que, en última instancia, delinean la Historia de la salvación…”; éstos habrían sido conocidos también como “historiadores del catolicismo” (65); · todavía habría un tercer grupo (“que un alto sector del catolicismo no ubicará, y con razón probablemente, como historiador de la Iglesia”): el de los historiadores “laicos”; su nota distintiva “es que se acercan a los temas por razones puramente científicas ya que, generalmente, no provienen de las filas cristianas o no manifiestan una pertenencia a la fe católica, aunque tampoco se muestran adversos a su doctrina. Ingresan por tanto en la temática religiosa o vinculada a la Iglesia por razones diversas, pero dominados por objetivos de investigación ajenos a la fe, y de carácter puramente científico”; entre los temas tratados está la demografía religiosa, reclutamiento de los religiosos, conducta de la jerarquía ante las cuestiones políticas o sociales, el magisterio episcopal, la Iglesia y el poder político, etc.; la importante es que “varias cuestiones que pertenecen a la Historia de la Iglesia… comienzan a ser tratadas por quienes poco o nada se interesan por la dimensión de la fe” y que “para buena parte de la cultura profana, estos historiadores suelen ser considerados como especialistas en temas de la Iglesia” (69); · de este tercer grupo no deja de señalar el peligro que presenta: no reconocer su incompetencia (en efecto, su experiencia personal le “hace pensar que pueden estudiar con mayor perfección aquellas cuestiones vinculadas a la Iglesia como institución, pero no se hallan habilitados para entrar en temáticas más complejas de la Iglesia”) (70)4; 4 Sobre la “competencia” exigible, me parece pertinente lo que –en el contexto del periodismo en temas eclesiásticos– acaba de afirmar J. Navarro Valls (quien dirigió durante décadas la Oficina de Prensa vaticana): “del mismo modo que se exige a un periodista que hace información deportiva que conozca qué es el deporte y muestre cierta “estima” por su quehacer, se debe exigir esa competencia también a quien haga información sobre la vida de la Iglesia” (23-I-2007, Roma, www.zenit.org).

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· en esta especie de mapeo todavía surgen otras dos variantes (aunque, en parte, coinciden con alguno de los grupos anteriores): por una parte, la de “quienes no se plantean problemáticas atrayentes, novedosas y profundas y escriben para un público poco exigente…”; por otra, “los escritos de quienes… se dirigen a influir en las corrientes historiográficas y por lo mismo escriben con rigor científico, plantean temas relevantes y no obran por una actitud apologética inicial” (70) (Auza, 1996:59-73). 2) El segundo ejemplo que quiero traer se refiere al tema de los “cristeros” mejicanos: cumpliéndose en 2006 los 80 años del inicio del fenómeno, de una entrevista con el Arzobispo de Querétaro me interesa entresacar la apreciación siguiente: a la pregunta del periodista, “--¿Llamar “cristeros” a los que pelearon por una ley justa y libertad religiosa era una burla, no es así?”, responde Monseñor De Gasperín: “Cosa parecida había sucedido en los inicios de la fe con el nombre de “cristianos” para los seguidores de Cristo. La burla nuevamente se convirtió en gloria, pero se necesitó la perspicacia de un historiador extranjero, Jean Meyer (francés, nacionalizado mexicano y autor de una obra monumental sobre el movimiento), para ayudarnos a descubrir su valor y significado” (17-VIII-2006, Roma, www.zenit.org).

La afirmación me parece que, en los hechos, no puede ser más exacta. Y nos pone delante la “miseria” de la historiografía liberal, marxista y laicista (de las que México no puede dejar ser considerado como uno de los casos más paradigmáticos): incapaz de hacer justicia a un hecho muy “incorrecto políticamente” por sus servidumbres ideológicas, y de saber ver lo “evidente”; tuvo que hacerlo un extranjero: Jean Meyer puso de relieve el carácter democráticamente ejemplar de aquella insurrección popular; pero no se quedó ahí, sino que tematizó todo el potencial religioso y social de la “fe popular” campesina (¡por supuesto, no sólo campesina!)5. Sobre la trayectoria personal de Meyer, he podido averiguar lo siguiente: aunque parece que ya en fecha temprana fue bautizado y confirmado (¿católico? ¿evangélico?), creció al margen de la fe; y como “agnóstico” emprendió la investigación 5

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Aunque no puedo extenderme en ello, creo que hay ahí un caso deslumbrante de la necesidad en que estamos, por un lado de restaurar en todo su brillo operativo la búsqueda de la verdad en el oficio del historiador como el único terreno hipotéticamente común; por otro, del goce y ejercicio de la libertad intelectual para poder aspirar a una historiografía veraz. Finalmente, el caso cristero también nos ofrecería la oportunidad de extendernos sobre la necesidad permanente, tanto de los “revisionismos” como de su discernimiento. Pero no es ahora el tema que nos interesa. Bolivia En 1996 dos jóvenes historiadores bolivianos (Iván Jiménez y Eugenia Bridikhina) me enviaron el original de un trabajo común sobre las monjas de clausura coloniales en Charcas (término que designa la actual Bolivia), pidiéndome que les hiciera conocer mis observaciones. Habiendo cumplido con su petición, al año siguiente la obra apareció con el título de Las esposas de Cristo. Vida religiosa y actuaciones económicas en los conventos de Charcas del siglo XVIII (La Paz, 1997); dicho sea de paso, apareció sin que haya sabido encontrar una sola diferencia entre el texto original y el texto impreso. Es decir, que mis críticas no merecieron la menor atención… Porque, efectivamente, les había hecho varias, pues ¿cómo no hacérselas cuando lo que dichos autores habían sabido decirnos, a fin de cuentas, de la vida monástica femenina charqueña era que ponía en evidencia la sujeción de la mujer al varón (dogma feminista anacrónico); que vivían una vida de marginación y encierro (tautología estéril); y cuya actividad económica en la administración de su patrimonio ponía

cristera para su tesis doctoral; posteriormente se “convirtió” (o retornó) al Catolicismo y se casó ante la Iglesia; más tarde, divorciado y vuelto a casar, se pasó a la Ortodoxia, que tolera un segundo matrimonio (Agradezco estos datos al Dr. G. G. Doucet, Buenos Aires, carta de 25-XI-2006). Sus posiciones a propósito de la “cuestión judía” en la Iglesia Católica se explicarían por su ascendencia personal (cf. Meyer, 2000:123138; 2001:139-148).

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de manifiesto el importante papel que la Iglesia ejercía en la sociedad colonial (banalidad)? Resumiéndolo, el caso me aparece digno de antología porque a) trasluce su dependencia “teórica” de la historiografía latinoamericana sobre el tema (con su larga serie de incompetencias, prejuicios y reduccionismos propios), incapaz de filtrarla y asumirla críticamente; b) pone de manifiesto aquella in-competencia de los autores en el mundo que deciden hacer objeto de estudio de que hablaba Auza; c) pone de manifiesto una estridente falta de “sintonía” entre autor y tema, con el inevitable y grosero reduccionismo en la presentación e interpretación de la información. 4. Algunos deslindes A. Niveles historiográficos En el Coloquio de Roma correspondió particularmente al Dr. Miquel Batllori SJ poner un énfasis especial en la distinción de los diversos niveles en que trabaja y se manifiesta la Historiografía eclesiástica (“Kirchengeschichte und Theologie auf verschiedenen Ebenen: Lehre, Forschung, Interpretation”, pp. 59-63); concretamente, distingue la enseñanza, la investigación y la interpretación; para que, luego de vueltas y revueltas, acabe situándose fuera de la posición de Jedin. Aunque personalmente su cadena argumentativa no me acaba de convencer en ninguna de sus anillas, esto no me impide percibir su parte de acierto: en efecto, para saber si la Historia de la Iglesia es una disciplina teológica e histórica, primero hemos de precisar si nos estamos refiriendo a la · Erudición: sin lugar a dudas, en ella pueden estudiarse y hacerse muchos aportes valiosos sin necesidad de creer en Dios ni de tener la cultura de un teólogo (Historia de la Iglesia como “ciencia positiva”); · a la Síntesis de grandes superficies temáticas o territoriales: aquí la competencia y la fe cristiana ya son menos prescindibles; pero,

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in extremis, en ellas el historiador todavía puede quedarse “fuera” del gremio teológico; · o a la Interpretación-valoración: en cualquiera de sus niveles de generalización, sea o no “Teología” el producto, ciertamente el autor no podrá hacer justicia al objeto de su estudio sin un conocimiento desde dentro (equivalente, de hecho, a una adhesión al mismo; y por ello, impensable sin ella). Aunque Batllori no lo tocó, me parece que en la actual coyuntura de lucha por la hegemonía paradigmática, es de suma importancia destacar que no sólo debemos plantearnos la cuestión dentro del perímetro académico. Quiero decir que su verdadero topos/locus/lugar incluye, acaso con mayor frecuencia, lo que podemos denominar el manejo de los “medios de comunicación” (prensa, televisión, publicística…)6. Cuando observamos desde esta perspectiva la situación de nuestro tema, por un lado la cuestión de la competencia adquiere un relieve mucho más elemental7; por otro, hay que empezar dejando de lado aquella ingenuidad acomplejada a que tiende y quisiera reducirnos el ambiente predominante, en virtud de la cual parece que nos está prohibida la posibilidad de echar mano de hipótesis como la de la “conjura”, de la activa y siniestra intervención de logias y mafias, etc. (Piénsese, para poner un solo ejemplo, el oleaje que ha levantado un libro como El código Da Vinci, de Dan Brown)8. Valga para muestra de un tema “delicado” (el aborto) y de la frecuente insolvencia de la información servida el caso (manipulación descarada e irresponsable): “New York Times admite que usó falsa información en artículo a favor del aborto” (ACI, 7-I-07). Quiero decir que, no pudiéndose dedicar ni el ciudadano ni el historiador a verificar todo el alud informativo que vivimos entierrados, no le queda más que desarrollar ciertas estrategias o mecanismos de escepticismo, que se traduzcan en una selección “ilustrada” de las fuentes de que uno se alimenta y sobre las cuales basa sus opiniones. 7 ¿Hará falta decir que no pienso que baste la fe para contar con la exigible competencia? A Dios rogando y con el mazo dando: se trata de todo su entorno cultural, que hace posible una cultura creyente o una fe “culta”, en sinergia… 8 Recurriendo al neologismo de Romano Amerio, cabría decir que en el mundo y en la Iglesia hemos caído bajo la dictadura del “circiterismo” (cf. Radaelli, 2005:153155). Su exegeta Radaelli da, entre otras posibles, esta descripción del concepto: “l’abitudine di molta gente di parlare di cose che nos conoscono se non press’a poco, all’incirca (circiter)” (2005:272-273). A fin de cuentas, es otra forma de intrusismo 6

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B. Polarizaciones historiográficas Otra perspectiva en que cabe aplicar la piedra de toque a las tesis de Jedin es la que se manifiesta una serie de oposiciones: a) Positivismo – Interpretacionismo: contra lo que pudiera parecer, no es necesario que quienes reivindican la condición “historiográfica” de la Historia de la Iglesia se afilien al positivismo; ni que quienes lo hacen a la condición “teológica” de la misma militen en el interpretacionismo. De hecho, es perfectamente imaginable un “teolo-historiador” positivista; y un “histohistoriador” interpretista. Y me parece que esta división tiene mayor profundidad que la opción entre una Historia de la Iglesia puramente histórica o puramente teológica (o mixta). (De paso, conviene llamar la atención sobre la asimetría: unos afirman la condición puramente histórica de la Historia de la Iglesia; otros, en cambio, reivindican la condición mestiza o mixta de la historiografía eclesiástica). b) Teología – Historia: quien vuelva a los textos que he reportado más arriba, encontrará una lista de opciones (¿o más bien de etiquetas?): Teología Historia de la Salvación Historia eclesiástica Historia institucional Historia religiosa Historia de la religión… Ya por sí misma esta lista nos debería poner delante de la amplia serie de confusiones, malentendidos y… falsas soluciones. Me limitaré a un ejemplo. La “historia religiosa” puede referirse a cosas tan distantes (ilegítimo) de la ignorancia (nunca defendible, pero más odiosa cuando pretende erigirse en “magisterio”; y para peor, ni siquiera “paralelo”, sino suplantándolo).

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– como un sinónimo de los “estudios religiosos” (extraeclesiásticos y extraconfesionales); – como la etiqueta que los historiadores católicos franceses han dado a su parcela de trabajo dentro de las universidades estatales (¿”laicas/laicistas”?) de su país. Calificaba de “falsas” las soluciones terminológicas sobre todo en el sentido de gratuitas. En efecto, ¿por qué, quien estudia la espiritualidad hace “historia religiosa” y no “historia de la Iglesia” y aun “historia eclesiástica”? Es decir, ¿por qué a una “historia eclesiástica” le está vedado estudiar otras cosas que la institución o la jerarquía?9 Decir “gratuito” es también subrayar el carácter convencional, tautológico (= reservamos determinados contenidos para determinadas etiquetas sólo por un acto de voluntad, y no como efecto de una necesidad conceptual interna) con que se manejan esas etiquetas. c) Eclesialidad/No eclesialidad – Confesionalidad/No confesionalidad Con estos dos pares de oposiciones ya entramos en el meollo de una realidad que me parece más pertinente y frente a la cual encuentro que palidecen los debates sobre la “teologicidad”/”no-teologicidad” del estudio de la Historia de la Iglesia). Aunque también, no es sólo una cuestión de competencia; ni sólo de ecumenicidad interconfesional. O mejor, se trata de definir las exigen-

Comentando el libro de homenaje a Jean Delumeau (ed.), L’historien et la foi (Fayard, París, 1996), me refería a “los mil y un hilos y malentendidos que cuelgan de rótulos de apariencia tan inocente como “historia de la iglesia”, “historia religiosa” o “historia de la religión” y otros similares. El lector de la obra que comentamos debe saber que el uso de la etiqueta “historia religiosa”, lejos de poder equipararse –por lo menos entre franceses– al concepto de historia de la iglesia hecha por ateos”, es la etiqueta que la muy viva historiografía católica francesa se ha dejado imponer por el laicismo hegemónico…“ (Barnadas, 1998b: 204). 9

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cias que conlleva la competencia; y de señalar las posibles incompatibilidades entre extraconfesionalidad y competencia10. d) Fe – No fe A esto llegamos: porque por uno u otro camino acabaríamos preguntándonos: ¿qué garantías de respetabilidad/confianza científica puede merecer una interpretación histórica de las realidades cristianas hecha desde fuera de la fe? Me refiero, claro está, al estudio de la religión desde fuera de ella misma. Y debe entenderse que la anterior afirmación se refiere a un “fuera de” metódico o programático, no existencial; pues no implica que todos los inscritos en esos géneros de “estudios religiosos” sean personalmente ateos. Si nos limitáramos al nivel de la facticidad, no puede haber ninguna duda de su existencia; incluso, en ciertas áreas/temas/territorios o ambientes académicos aquella existencia puede haberse hecho intelectualmente hegemónica (y recordemos aquella bien conocida “estrategia” científico-política consistente en cooptar, mencionar y citar exclusivamente a quienes comparten las propias premisas y opciones: en este caso, las de los cultores de la a-confesionalidad). Por supuesto, esta

10 Las I Jornadas de Historia de la Iglesia en el NOA me han permitido percibir un indicio que considero no menos preocupante que elocuente de una tendencia en vías de instalarse: el de dar por supuesto (y de ahí, por “normal”) que el cultivo de la Historia de la Iglesia que quepa esperar de sendos historiadores católicos que trabajan y enseñan, respectivamente, en una universidad estatal y en una universidad católica debe ser necesaria y significativamente diferente; como que sobre esta premisa se basaba una de las pertinencias de las mencionadas Jornadas: reunir a unos y a otros, para dialogar entre sí. No debería hacer falta (¡pero la hace!) decir que la “necesidad” de tal diferencia me parece simplemente “fáctica”: fruto de una gratuita situación de hecho, engendrada por una muy poco ejemplar dictadura que ciertos grupos y logias vienen ejerciendo sobre los ciudadanos católicos que ejercen su profesión historiográfica en las universidades excesivamente calificadas de “públicas”… pero que practican otro tipo de “confesionalidad”: la fundamentalista, intolerante y agresivamente laicista.

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facticidad no es suficiente para fundamentar su legitimidad. Y entonces sí pueden plantearse muchas y serias dudas11. Pero, más que de ellas, me parece importante llamar la atención sobre otro hecho: cuando nos sorprendemos hablando de “facticidad” y de “hegemonía”, quizás podamos empezar a orientarnos sobre los términos verdaderos, de fondo, de la cuestión jediniana. En efecto, me parece que, por lo menos actualmente, la cuestión está planteada en términos de poder (institucional, paradigmático, metodológico, doctrinal, ideológico): poco a poco se va aclimatando / imponiendo la idea (por la vía especialmente de los hechos!) de que la premisa “normal”, “canónica”, “aceptable”, “válida” del estudio de la Historia de la Iglesia es la “desclericalizada”, “deseclesializada”, “desconfesionalizada”, “laica”; o si se quiere, simplemente “académica”12. Por el momento y en el mejor de los casos, sólo se llega a una coexistencia de paradigmas: junto a la perspectiva confesional, la desvinculada de la fe; pero no sólo no resulta impensable, sino más bien razonablemente predecible que a no tardar se llegará (donde todavía no se ha llegado) a un punto en que los denominados “religious studies” queden plenamente subordinados y al servicio de aquella Kulturkampf global anticristana, de corte laicista que he tratado de apuntar hace algunos años (cf. Barnadas, 2003b: 103-126).

Hace años ya me referí a estos propósitos, al comentar una obra que se jactaba de practicar una presunta “nueva” historia misionera desde fuera del marco confesional (cf. Barnadas, 1996:263-265). 12 De la voluminosa casuística, picaresca y anecdótica que podrían aducirse, mencionemos este caso: a propósito de dos enormes volúmenes con documentación y análisis sobre el gobierno del emperador Carlos I de Austria-Hungría (fallecido en 1922 y beatificado en 1988) en que, entre mil otros temas, se documentan conjuras de masones y comunistas, nos salen a relucir aspectos nada ajenos a nuestro tema: por un lado, los bienpensantes reproches laicistas contra sus “fantasías conjuristas” y sus juicios basados en criterios morales católicos; por otro, la serena respuesta de un comentarista: “tout catholique a le droit de juger les événements passés selon les canon moraux de son Église et les justes intérêts de celle-ci. Si on définit “non scientifiques” les recherches et les publications sur certaines organisations [aquí, debe tratarse de la masonería y del sovietismo], il me semble que l’on s’éloigne de la vérité” (cf. Eszer, 2006:1304-1310). 11

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5. Y llegamos al testimonio… En 2005 publiqué algo así como unas memorias, en forma de entrevista. De ellas quisiera entresacar dos pasajes en los que creo que, no sólo resuenan varios ‘motivos’ que ya nos han ido apareciendo anteriormente, sino que en ellos se resume mi posición ante nuestro tema. Desearía que a través de esos textos un poco más largos que los que hasta ahora he traído, se entendiera mejor mi punto de vista. Son los siguientes: 1) El primero pertenece al capítulo “12. En la brecha de la Historia (I): La práctica del oficio (1962-2002)”: “¿Qué relación hay entre tu práctica historiográfica y tu fe cristiana o tu relación con la Iglesia? Por supuesto que la ha habido siempre y la sigue habiendo: y es de varios tipos, por lo que hay que hablar de ellos por separado. Mi fe cristiana anda ligada a mi oficio de historiador en la medida en que me ha hecho interesar por el fenómeno histórico del Cristianismo y de la Iglesia: podemos poner como puntos de arranque mi incorporación en la Comisión de Historia de la Iglesia en América Latina (CEHILA) (1973) y mi fallida colaboración al número de “Presencia” dedicado al Sesquicentenario (1975). Por todo ello, en el tema anda envuelto el de la interferencia de cierta jerarquía católica en la producción y difusión de determinados textos míos. Pero me parece incomparablemente más importante que desde hace años soy un convencido de la falta de congruencia en los denominados “estudios de la religión” a cargo de gente que, en su inmensa mayoría, no cree ni en el Dios cristiano ni en ningún otro “dios” digno de ese nombre (¡hay que decirlo así, porque San Pablo también se refirió en cierta ocasión a quienes tienen el vientre por “dios”!). A fin de cuentas y resumiendo, me parece como si un sordo pretendiera juzgar y disertar sobre la 9ª sinfonía de Beethoven. En este sentido, y con una importancia incomparablemente mayor que si ha sido con o sin conflictos con la jerarquía, considero que mi producción historiográfica de tema cristiano ha sido siempre escrita “des-

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de dentro, tanto de la Iglesia como de la fe”: primero porque he sido bautizado en la Iglesia y ¡ésta nunca me ha excomulgado!; segundo, porque creo radicalmente deshonestos los estudios de los ateos sobre los avatares o escándalos de la historia de los creyentes, si es que de éstos se pretende deducir la descalificación del Cristianismo. En un sentido más general, la posición religiosa que uno adopta ha de influir necesariamente en su producción intelectual de historiador (o de sociólogo o de antropólogo o de lo que sea): en el mundo históricamente cristiano (actualmente, algo “postcristiano”), en la medida en que el Cristianismo incluye una cierta idea del hombre, de su destino, de su vida social, de sus necesidades, la posición que uno adopte frente al mismo se reflejará, más o menos conscientemente, en la forma como juzgue, mida y opine sobre la vida humana de que se ocupa. No hace falta decir que me siento absolutamente ajeno al paradigma esquizofrénico laicista, que se hace la ilusión de poder ocuparse de sociedades (ex) cristianas como si no lo fueran o, incluso, no lo hubiesen sido nunca. Finalmente, mi condición de miembro consciente de la Iglesia Católica en Bolivia ha estimulado iniciativas como la fundación de la Academia Boliviana de Historia Eclesiástica y la serie de estudios que su mera existencia ha promovido y que, de otra manera, probablemente no habría llevado a cabo. Esta faceta presenta ribetes especiales en una Iglesia tan olvidadiza como la Católica de Bolivia: quiero decir que plantea muy concretas responsabilidades históricas a cualquier historiador que no haya apostatado de su bautismo católico. Y te pone ante unas tareas que van mucho más allá de las que el común de los fieles católicos desinformados atribuyen al conocimiento histórico: me refiero a que no forman parte de lo que solemos atribuir a la Historiografía general en la sociedad general, pues la conciencia de su condición histórica es un ingrediente esencial de la fe cristiana” (Barnadas, 2005:166-168).

2) El segundo forma parte del capítulo “16. Algo de una vida más o menos religiosa”: “Me parece que de un tiempo a esta parte estás cada vez más motivado a poner en evidencia tu catolicismo en tu producción cultural: ¿estoy en lo correcto?

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Puede ser… Antes ya decía que ha habido un descubrimiento paulatino del espantoso analfabetismo cristiano existente en el mundo y en el país y de que este descubrimiento me ha inducido a poner de manifiesto las premisas cristianas de mi cultura. Creo que todo consiste en superar otro malentendido: Ya he dicho que yo veo la cultura boliviana del siglo XX como profundamente modelada por el paradigma laicista que trajeron, primero los liberales y, más tarde, los marxistas. La cosa viene de Europa, muy particularmente de Francia: podemos preguntarnos ¿en qué consiste el laicismo practicado en la vida social? La respuesta canónica es ésta: cualquier ciudadano, tenga o no tenga creencias religiosas, cuando actúa en el espacio público ha de comportarse “como si” no tuviera ninguna; es decir, que el ambiente social visible ha de estar “purificado” de cualquier adherencia religiosa (por definición doctrinaria, “cuestión privada”). En países que hace cien años todavía apenas si habían iniciado su descristianización como Bolivia, la jugadita contaba ya con un apoyo casi tabuizado: el concepto de que la vida católica era cosa sólo de mujeres. Así se ha podido construir una cultura literaria, historiográfica, musical, plástica, etc. En la que el fenómeno católico apenas si ha sacado la cabeza. Frente a aquella interpretación canónica del laicismo, yo me sitúo en otro terreno: aun puestos en la hipótesis de aceptar un estatuto constitucional laico del Estado, éste “no puede legítimamente” ignorar la existencia de ciudadanos creyentes ni, por tanto, directa ni indirectamente puede privarles de manifestarse públicamente “como lo que son” (es decir, creyentes cristianos) en todos los ámbitos de su existencia (privada o pública). Por tanto, la única forma de normalidad democrática que puedo aceptar es aquélla en la que cada creador de cultura refleja en su obra su mundo más profundo; de ahí que un creador cultural católico deba darnos una obra cuya verdadera comprensión sólo sea posible tomando en consideración su componente religioso cristiano, sin ningún tipo de “travestismo nicodemita”. Si este componente cristiano no es percibido por cualquier “consumidor” honesto, quiere decir que su Cristianismo está por ver o que se ha dejado domesticar por la concepción laicista prevalente. Sólo el día en que las cosas se hayan entendido y practicado así podremos hacernos una idea “real” de cuán cristiana puede llegar a ser la cultura boliviana13. 13 Por ello me parece certera la posición del Dr. Raniero Cantalamessa OFM Cap., Predicador de la Casa Pontificia: “¿La fe cristiana condiciona la investigación

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Todo esto quizás se pueda entender algo mejor recordando un episodio más de mi vida relativamente reciente. Los evangélicos latinoamericanos me venían enviando gratuitamente un boletín titulado “Rápidas; un día leí que se iba a conmemorar el Centenario de la Evangelización (1895-1995)” en Bolivia. Aquel sentido de responsabilidad que te hace “dar la cara” por la Iglesia Católica y por la verdad como historiador, me llevó a publicar una breve nota (“Ecumenismo y verdad histórica”, Presencia, 20-VII-1995, p. 2) en la que deshacía esa manipulación de la Historia; escribí entonces: “Habiendo más de una vez y desde hace más de veinte años señalado muchas de las ambigüedades de que fue acompañada la Evangelización católica en Charcas, desde el siglo XVI, me parece oportuno aclarar que, como historiador, jamás se me ha venido hasta ahora a la mente la idea de que hubiéramos tenido que esperar la llegada de los Hermanos Libres de Plymouth para que en Bolivia se anunciara el Evangelio de Jesucristo por el que queremos orientarnos todos los que –por quererlo– nos consideramos cristianos”. Con todo este telón de fondo puedes entender mejor la razón de ser de lo que haya habido de lo que percibiste como una cierta “confesionalización” progresiva de mi tarea de historiador… Visto desde esta perspectiva de la Historiografía, quizás bastara con decir que la evolución refleja la conciencia de la necesidad de superar su nivel puramente erudito, dándole una dimensión trascendente. O, también, mi forma personal de traducir en práctica aquella verdad de que la Iglesia somos todos los bautizados y no sólo la jerarquía o quienes desempeñan funciones más o menos burocráticas. La Iglesia, como organismo vivo, debe contar con la palabra pública en materias “técnicas” de cada uno de sus respectivos especialistas: ¿cómo sería la Iglesia si, aquí, las cosas pasaran como si en sus filas no figurara ningún historiador?” (Barnadas, 2005:234-236). histórica? Innegablemente, al menos en cierta medida. Pero creo que la incredulidad la condiciona enormemente más. Si uno se aproxima a la figura de Cristo y a los evangelios como no creyente (es el caso, creo entender, por lo menos de Augias) lo esencial ya está decidido de partida…“, “Investigaciones modernas sobre Jesús de Nazaret” (2-XII–2006, Roma, www.zenit.org). Y tiene algo de grotesco que todavía no haya (o sean raros los) investigadores “laicos” dispuestos a reconocer la “viga en su propio ojo”, pero sobreabundan los que ven, reprochan y finalmente discriminan negativamente la “paja en el ojo ajeno”…

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6. …para acabar situando el tema Tratando de resumir los diferentes elementos y factores que nos han ido saliendo al paso, podríamos formularnos estas dos preguntas: 1) Ante la envolvente arremetida laicista mundial (por supuesto, de alcances muy superiores a los historiográficos, pues ya hemos visto que aspira a borrar del espacio público toda referencia religiosa), cualquier tipo de desconfesionalización del estudio de la Historia de la Iglesia, ¿no equivale necesariamente a favorecer aquella arremetida?; es decir, ¿a dar por bueno aquel proyecto pura y simplemente anticristiano? Encuentro demasiados y poderosos síntomas para pensar que se trata de la aplicación sectorial a nuestro campo de aquel proyecto general de Kulturkampf… 2) Si estamos ante una contienda, no sólo por el poder y la hegemonía, sino simplemente por el derecho de los cristianos a una existencia “socialmente visible”, tampoco está fuera de lugar preguntarnos: ¿no será una forma abyecta más de aquel liquidacionismo, de aquel autoodio y de aquellos cobardes silencio/retirada (ya denunciados hace cuarenta años por el Papa Pablo VI, pero que desde entonces no han hecho sino crecer); de someterse a la dictadura del pensamiento único laicista? Cuando se miran las cosas desde esta perspectiva, puede quedar más claro que sólo la densidad de la fe (cristiana, en nuestro ámbito) está en condiciones de dar debida respuesta a la verdadera “cuestión de nuestro tiempo”; y al revés, podemos captar en toda su miseria e insuficiencia la propuesta (con su correspondiente apuesta por la “homologación” del laicismo) de buena parte de la historiografía “liberal” (“liberal”, si acaso, en sus ya lejanos orígenes; pero que con el tiempo no ha hecho sino perder su inicial respetabilidad y acastillarse en una agresiva militancia en la intolerancia dondequiera que controla espacios) 14. 14 De algo de esto quería dejar constancia en la necrología “El meu Pare Batllori (1909-2003)” (Barnadas, 2003a:128-138), en uno de cuyos pasajes pertinentes puede leerse (traduzco): “…¿es que no encuentran en la producción del P. Batllori su poquito inaceptable de “banalidad”? O dicho de otra manera: ¿no encuentran que su liberalismo no acaba de dar la talla para legitimar con su producto toda una vida

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7. A modo de conclusiones Para que se me entienda, acabaré dando la forma apodíctica de tesis a lo que pueden considerarse mis conclusiones personales: PRIMERA. Me parece claro que lo que empezó con Jedin como un debate sobre la “teologicidad” del estudio de la Historia de la Iglesia, hoy ha acabado planteándose como una lucha por la hegemonía entre el estudio confesional y el aconfesional o incluso el desligado de la fe de la Historia del Cristianismo. Es decir, entre una historiografía creyente y una historiografía laicista (prácticamente atea) de nuestro objeto de conocimiento. En realidad, hay que insistir en que se trata sólo de un aspecto sectorial de la lucha por la hegemonía total de un laicismo forzoso sobre el derecho a la presencia social de los creyentes como tales. En esta lucha puede haber y hay unos episodios más chirriantes que otros y unas fases más avanzadas que otras; pero el sentido global está claro. profesional? ¿O, por lo menos, para presentarla como tal? Más de una vez me he puesto a preguntarme qué es lo que encontraba a faltar en su tan vasta producción. Acaso fuera algo de esto. Ya sabemos que la Historia no tiene nada que ver con un “sistema” (y todavía menos, si para serlo, tuviera que ser “lógico”); y si las cosas son de esta manera, ¿no haría falta que, sobre todo, un historiador se espejara en tal realidad, dejando captar el tejido de incoherencias y bajezas de todo tipo que necesariamente ha de incluir, y dejar olfatear su “materia trágica”?”. Y en otro prosigo: “De tan pastada como está en las expectativas y exigencias del positivismo, la Historia que nos ha ido contando el P. Batllori… parecería huérfana de misterio, sin tragedia; no tiene encrucijadas ni responsables; apenas si en ella podemos oler la ambigüedad de lo humano; ni resulta, por tanto, discutible. Es una Historia chata y sólo impecable cuando se la mide con el listón erudito”. Y a título de hipótesis propongo: “La obsesión tan “jesuítica” de Batllori de llegar a ser aceptable y reconocido por la Historiografía europea (que hace medio siglo ya era hegemónicamente laicista), impidió que se le atragantara el alto precio que tuvo que pagar: ni más ni menos que la venta de la primogenitura por un plato de lentejas, renunciando a las “últimas” explicaciones (¡ingenua o cínicamente rechazadas por “filosóficas”, como si este rechazo lo fuera menos!). Con ello el caso Batllori debería convertírsenos en paradigma negativo de la autocastración del aparato explicativo de lo que, paradójicamente, le podía dotar de su verdadera grandeza y de su verdadero alcance social y nacional…” (Barnadas, 2003a:137-138).

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SEGUNDA. Visto con la perspectiva de casi medio siglo, actualmente resulta mucho más difícil defender la posición de una historiografía eclesiástica “extrateológica”, pues la nueva reconfiguración del ambiente y de sus actores ha radicalizado los términos: la tendencia, ya perfectamente documentable en la actualidad, permite avizorar el día no demasiado lejano en que quede simplemente excluida, acallada y descartada, y resulte inviable, la legitimidad de una historiografía eclesiástica creyente (como no sea dentro del lindero “confesional” (decretado por una de las partes contendientes como “privado” per se). TERCERA. No puede haber demasiadas dudas sobre la trascendencia incomparablemente mayor de los actuales términos en que actualmente tenemos planteada la cuestión, si los comparamos con los de la época de Jedin y de sus contradictores (pertenecientes, unos y otros, a un tiempo todavía de “pacífica posesión”, en que no se cuestionaban los derechos de la fe y de los creyentes a la presencia en el ámbito académico e intelectual públicos); pero, en cambio, el planteamiento actual tiene la ventaja de permitir ver con mayor nitidez lo que, ya desde la época de Jedin, en último término estaba en juego. CUARTA. Ya es hora de que entendamos que el verdadero debate actual no estriba, fundamentalmente, en si los ateos (“apostólicos” o no), los agnósticos o los creyentes de otras religiones o confesiones pueden también ocuparse del estudio del fenómeno histórico del Cristianismo15, sino en si el enfoque confesional o creyente goza siquiera de la misma legitimidad científica que sus opuestos; pero, sobre todo en nuestras latitudes y en las actuales circunstancias, si tiene alguna justificación que un creyente se ponga a estudiar, analizar y valorar las manifestaciones

15 En el contexto del tema de esta charla no está de más recordar que desde su apertura (1880/1881), el acceso de los investigadores al Archivo Secreto Vaticano no ha sido condicionado por su condición creyente o atea (cf. Il Libro del Centenario. L’Archivio Segreto Vaticano a un secolo dalla sua apertura, 1880/1881-1980/1981, Ciudad del Vaticano, 1981; Martina, 1981:239-307).

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históricas de la vida cristiana como si (el “als ob” kantiano) no lo fuera; y forzarle a hacerlo16. QUINTA. Si estamos frente a una Kulturkampf más radical y fundamentalista que la alemana de la segunda mitad del siglo XIX; si la fe cristiana en sus diversas confesiones va a enfrentar cada vez más una avasalladora e intransigente “lucha de paradigmas civilizatorios”, la cuestión de la confesionalidad y la eclesialidad historiográficas viene a ocupar su específica trinchera dentro del general diálogo/defensa cultural desde el Catolicismo. Y me parece que los creyentes no estamos autorizados a abandonar nuestro “lugar propio”; particularmente no lo estamos a revestir nuestra desleal cobardía de conceptos como “visión progresista de la fe” u otras no más creíbles; porque aquel “nuestro lugar propio” es cabalmente el “lugar propio” del estudio de la Historia de la Iglesia.

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El pasaje del sujeto antiguo al sujeto medieval y sus implicaciones políticas: Aristóteles y Agustín de Hipona*1 Miguel Ángel Rossi UBA-IIGG-CONICET [email protected] Resumen La propuesta de nuestro trabajo toma como objeto de reflexión el pasaje del sujeto antiguo en la variante aristotélica, al sujeto medieval en la variante agustiniana y sus implicaciones políticas. Uno de los ejes teóricos centrales pone énfasis en la categoría de espacialidad, propia de la polis griega como esfera pública, y la categoría de temporalidad e interioridad, propia del sujeto medieval. Otro de los aspectos nodales del trabajo consiste en asumir como un significante propio del Medioevo la categoría de pecado original y las distintas variantes que dicha categoría ofrece a la hora de pensar la cosmovisión política de Agustín. Por último, indagaremos en la deconstrucción agustiniana del concepto de justicia clásica como virtud ético-política del mundo clásico y es, sobre todo, por este aspecto en particular que puede visualizarse a nivel teórico político el fin del mundo clásico. * Ponencia expuesta el 5 de octubre de 2011 durante las II Jornadas de Estudios Patrísticos, organizada por la Biblioteca Agustiniana de Buenos Aires “San Alonso de Orozco” (Buenos Aires, 5 y 6 de octubre de 2011). 1 Si bien inscribimos a Agustín en el paradigma patrístico, incluso como la síntesis latina más completa del mismo, al tiempo que históricamente lo situamos en la Antigüedad tardía, utilizamos el término medieval en un sentido laxo, interpretando por el mismo un pensamiento que se genera a partir del encuentro entre la filosofía neoplatónica y las tres grandes religiones del Libro. En tal sentido, y sólo a manera de ejemplificación, podemos sostener la coexistencia por varios siglos de la filosofía antigua y la filosofía medieval, un ejemplo ilustrativo serían Plotino (pensador pagano) y Orígenes (pensador cristiano). Retomando la categoría de Antigüedad tardía, Le Goff argumenta: “Esta precisión, Antigüedad tardía, me parece esencial, desde ahora ya no se habla de Bajo Imperio, sobreentendiendo con ello que es decadente. Implicaría un Alto Imperio supuestamente más evolucionado, que abarcaría desde Augusto hasta Constantino […] Sin embargo, todo indica que era una potencia en pleno apogeo, que se prolongó desde Constantino (principios del siglo IV) hasta Justiniano (siglo VI), lo que suma un mínimo de 300 años” (Le Goff, 2004:42).

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Si bien puede resultar llamativa la referencia a Aristóteles a modo de contraposición del planteo agustiniano, siendo que Agustín le fue imposible la confrontación con los textos aristotélicos y con la tradición aristotélica misma, a diferencia de la tradición neoplatónica y ciceroniana, no hay que perder de vista que el objetivo de nuestro trabajo se focaliza en analizar las consecuencias políticas que implicó el pasaje del sujeto antiguo al sujeto medieval y, en tal sentido, ha sido Aristóteles quien a través de su filosofía práctica se constituyó en la expresión más lograda a la hora de pensar la polis y la política. Asimismo, es importante hacer hincapié que objetivo central de nuestro trabajo se sitúa más en la profundización de la visión agustiniana que la aristotélica. En tal sentido, sólo desarrollaremos ciertos supuestos aristotélicos a partir de los cuales puede corroborarse el cierre de Agustín en lo que atañe a la politicidad clásica. En lo que respecta a Aristóteles estudiaremos pasajes claves de dos de sus principales obras: Política y Ética; en lo que atañe a Agustín, nos concentraremos en La ciudad de Dios, especialmente en el libro XIX, en tanto y a riesgo de caer en un anacronismo, puede considerarse un tratado de sociología política. El supuesto que anima nuestra tarea afirma que mientras que en el Estagirita la ética es un aspecto intrínseco de la política, en Agustín de Hipona puede visualizarse una escisión entre el plano ético y el plano político, pues si bien el Hiponense no deconstruye la ética para pensar la política, la primera constituye un plano exhortativo para la política pero de ninguna manera intrínseco al propio concepto de politicidad. Ahondemos, por tanto, en ambas matrices de pensamiento poniendo énfasis en sus posibles diferencias, no sin antes explicitar que hay al menos un aspecto en común entre ambos pensadores en lo que respecta a ser testigos de crisis terminales presentes en sus propios horizontes epocales. El primero, en relación al derrumbe de polis griega; el segundo, del saqueo de Roma a manos de Alarico y la caída del Imperio Romano de Occidente. De hecho, no perdamos de vista que la confección de La ciudad de Dios tuvo como una de las motivaciones principales

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un carácter fuertemente apologético2 por el cual la implacable retórica agustiniana no vacilará en contrarrestar un clima pagano de acusación contra la doctrina cristiana en tanto se culpabiliza a Roma por el abandono de las deidades paganas en favor del Dios cristiano. En el caso de Aristóteles, y ya anunciada la lógica imperial de Alejandro Magno, es relevante puntualizar la insistencia del Estagirita en continuar pensando la política inscripta en el terreno de la polis griega, sobre todo bajo la experiencia ateniense. Al hablar de sujeto3 en Aristóteles, es central observar que dicha noción bajo ningún punto de vista hace referencia al individuo tomado en un sentido ontológico tal cual emergerá como noción en la temprana modernidad. Por ende, no se trata del sujeto comprendido en términos de subjetividad. No obstante lo antedicho, si asumimos un criterio foucaultiano4 para referirnos al sujeto como aquello que emerge a partir de las prácticas sociales, o del sujeto como determinadas formas de sujeción a lo largo de la historia, no habría contradicción alguna en sostener que el sujeto al cual Aristóteles consagró gran parte de su pensamiento no es otro que la Polis. Incluso, Aristóteles logra interpretar a la misma bajo el régimen de sus cuatro causas: formal, a la que correspondería el régimen 2 “He tomado por mi cuenta, carísimo hijo Marcelino, en esta obra a instancia tuya preparada y a ti debida con promesa mía, contra aquellos que anteponen sus dioses a su Fundador, la defensa de la gloriosísima Ciudad de Dios, ora en el actual discurso de los tiempos, ora en aquella estabilidad del descanso eterno, que ahora espera por la paciencia, hasta que la justicia se convierta en juicio, …” (ciu. 1, pról.). 3 Al respecto, la palabra sujeto ὑποκείμενον (Hypokeímenon) que literalmente podría traducirse como lo “subyacente”, tuvo su traducción al latín como subiectum, de ahí su derivación en sujeto. Asimismo, el Hypokeímenon se vincula, también, con la idea de ούσία (ousía, traducida como substancia) pero a diferencia de esta, el Hypokeímenon puede asumir también una significación que va más allá de una connotación material, como por ejemplo cuando hablamos del Hypokeímenon del cosmos. Pero lo cierto es que la noción de Hypokeímenon puede aplicarse a distintos entes particulares, como esta mesa, esta silla, este hombre. 4 “Me propongo mostrar a ustedes cómo es que las prácticas sociales pueden llegar a engendrar dominios de saber que no sólo hacen que aparezcan nuevos objetos, conceptos y técnicas, sino que hacen nacer además formas totalmente nuevas de sujetos y sujetos de conocimientos” (Foucault, 1990:14).

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político; material, en relación a la población; eficiente, en función del legislador y final, vinculada al objeto de la política como el buen vivir. Así, y como forma de sujeción, podríamos sostener que el principal foco de atención del Estagirita es el hombre, mejor dicho el griego, en tanto ciudadano. En el caso de Agustín, y si nos atenemos a la hermenéutica hegeliana, no tendríamos inconvenientes en admitir que ha sido el Cristianismo5 quien trajo aparejado fuertemente el registro de la subjetividad en combinación con la matriz de la juridicidad romana. Claro que para hablar de subjetividad en un sentido más fuerte habrá que esperar al siglo XII y la ética de la intención de Abelardo6. Pero de todas maneras, es claro que en el Cristianismo se hace referencia a una categoría tan importante como la de salvación y esta se juega en términos individuales. Incluso, reforzando dicha idea, no hay que perder de vista que la propia idea de resurrección implica también la resurrección de la carne, recuperando de esta forma la propia noción de cuerpo propio, aunque, por supuesto, se trata de un cuerpo glorificado o espiritual. Por otro lado, sin nos atenemos a las Confesiones, es importante tomar en consideración que el espíritu de la misma se sustenta en mostrar como el propio Agustín se declara persona, se constituye en persona 5 “El principio jurídico está, empero, en relación inmediata con el principio universal. En la religión cristiana, por ejemplo, es principio universal, primero: que existe un espíritu que es la verdad, y segundo: que los individuos tienen un valor infinito y deben ser recibidos en la gracia de la espiritualidad absoluta. Consecuencia de esto es que el individuo es reconocido como infinito en su personalidad y como gozando de la conciencia de sí mismo, de la libertad. Este principio de que el hombre tiene un valor infinito como hombre, no existe en las religiones orientales. Por eso sólo en el cristianismo son personalmente libres los hombres, esto es, aptos para poseer una propiedad libre” (Hegel, 1998:119). 6 Al respecto, no se puede entender dicha ética de la intencionalidad sin el giro copernicano que Abelardo realiza en torno a la categoría de pecado, pues el pecado juega en el orden de la intencionalidad (consentimiento) del sujeto. Así, Abelardo sostiene: “Vicio es todo aquello que nos hace propensos a pecar. Dicho de otra manera, aquello que nos inclina a consentir en lo que no es lícito, sea haciendo algo o dejándolo de hacer. Por pecado entendemos propiamente este consentimiento, es decir, la culpa del alma por la que ésta es merecedora de la condenación o es rea de culpa ante Dios” (2002:3, 8).

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a partir de la otredad divina. Así se comprende la fuerte noción del hombre como imagen de lo divino y cómo en el alma habita la propia trinidad, imagen que ni si quiera el pecado original logra del todo anular. Asimismo, dicha constitución de la persona a través de la otredad divina hace que el alma esté atravesada en su propia constitución por la propia infinitud divina. La implicancia de tal observación radica en que, a diferencia de le experiencia clásica, el sujeto medieval se constituye en aras de una interioridad infinita que escapa a su propia mirada, por lo menos no puede conocer a ciencia cierta los móviles de sus intenciones. Al respecto, desde dicha perspectiva, la noción de tiempo será central en Agustín, cuestión que se coteja en el libro XI de las Confesiones, pues solo con dicho existenciario, para utilizar una terminología heideggeriana, puede constituirse la interioridad. En oposición, traigamos a relación que la noción política por excelencia del mundo clásico es la de espacialidad, espacialidad del ágora, el gimnasio, etc. Por lo dicho anteriormente, se entiende que en esta vida terrenal –para Agustín– nunca podremos saber si pertenecemos a la Ciudad de Dios o a la Ciudad del diablo, dado que es posible que detrás de acciones caritativas se escondan, en cada voluntad humana, un profundo y oculto de deseo de alabanza personal solo observable por la mirada divina. Desde esta perspectiva se entiende la sentencia agustiniana: me he convertido en una preocupación para mí mismo (conf. 10, 33, 50), en tanto cristalización de un sujeto auto-reflexivo de sus propias intenciones, de un sujeto anclado en la interioridad y en fuga hacia la trascendencia, experiencia completamente ajena para Aristóteles, pues su preocupación hubiese sido la polis. Al respecto, Arendt sostiene: “En Agustín, la aspiración a la vida eterna como el summum bonum y la interpretación de la muerte como el súmmum malo llegó a su nivel de articulación más alto porque los combinó con el descubrimiento, propio de la nueva era, de una vida interior. Entendió que el interés exclusivo en este yo interior significaba: Me he convertido en una cuestión para mí mismo (quaestio mihi factus sum) –una cuestión que la filosofía, tal como entonces era enseñada y aprendida, jamás había planteado ni contestado–” (Arendt, 2010:318).

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Retomando la problemática del pasaje del sujeto antiguo al sujeto medieval, muchos son los aspectos de esta contraposición. En primer lugar, habría que acentuar que el centro de la reflexión griega es la polis (πολις) y la paideia (παιδεια) como función central de la educación ciudadana. Asimismo, para Aristóteles hay política cuando se constituye la esfera pública a la que el Estagirita diferencia cualitativamente del espacio doméstico. Al respecto, y como bien explicita Arendt7, un griego jamás hubiese situado el terreno de la coerción en el ámbito público o político, porque por definición la coerción pertenece al ámbito doméstico, caracterizado también desde el poder despótico. Así, el espacio público se identifica con la libertad, pero ante todo la libertad ciudadana que radica en el hecho de que la comunidad política determina las leyes a las que los propios ciudadanos se someten, leyes creadas por ellos mismos. En oposición, en la Edad media ingresará un significante amo a partir del cual se mentará el vínculo entre política y coerción, pues ante la pregunta de por qué es necesaria una voluntad política coercitiva, un medieval no hubiese tardado en contestar que fue por causa de la irrupción del pecado original. “Esto es prescripción del orden natural. Así creo Dios al hombre. Domine, dice, a los peces del mar, y a las aves del cielo, y a todo reptil que se mueva sobre la tierra. Y quiso que el hombre racional, hecho a su imagen, dominara únicamente a los irracionales, no el hombre al hombre, sino el hombre a la bestia. Este es el motivo de que los primeros justos hayan sido pastores y no reyes. Dios con esto manifestaba qué pide el orden de las criaturas y qué exige el conocimiento de los pecados. El yugo de la fe se impuso con justicia al pecador. Por eso en las escrituras no vemos empleada la palabra siervo antes de que el justo Noé castigara con ese nombre el pecado de su hijo. Este nombre lo ha merecido, pues, la culpa, no la naturaleza” (ciu. 19, 15). 7 “Lo que dieron por sentado todos los filósofos griegos, fuera cual fuera si oposición a la vida de la polis, es que la libertad se localiza exclusivamente en la esfera política, que la necesidad es de manera fundamental un fenómeno prepolítico, característico de la organización doméstica privada, y que la fuerza y la violencia se justifican en esta esfera porque son los únicos medios para dominar la necesidad– por ejemplo gobernar a los esclavos– y llegar a ser libre” (Arendt, 2010b: 44).

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Destaquemos aspectos nodales de la cita precedente. En primer término, Agustín hace referencia al primer orden natural previo al pecado original, orden que suponía una jerarquía por la cual Dios gobernaba a los hombres, pero ellos guardaban una relación de horizontalidad entre sí y no de jerarquías, al tiempo que los hombres debían dominar a los irracionales (animales). En segundo lugar, la cita muestra cómo la autoridad política, entendida específicamente como ejercicio coercitivo, es aplicable al hombre pecador. En otros términos, puede sostenerse que ha sido el surgimiento del pecado el que ha quebrantado, aunque no anulado, el primer orden natural sabiamente establecido. Al respecto, Truyol y Serra (1944) hace referencia a dos tipos de autoridad: la autoridad directiva, propia del padre de familia, siendo la familia una institución que Agustín piensa previo al pecado original, y una dirección coercitiva, propia de la autoridad política. Desde nuestro punto de vista acordamos en parte con el destacado comentarista, pues es claro que la autoridad en sentido coercitivo se entiende a partir del pecado original, pero nos genera dudas la posibilidad de una autoridad directiva previa al pecado original, en tanto que la presencia divina podría invalidar tal necesidad. En tercer lugar, es interesante observar como para Agustín no hay una ontología del mal en la naturaleza, pues toda naturaleza, al haber sido creada por el mismo Dios, no puede ser comprendida como mala: “Ninguna naturaleza, por lo tanto, es mala en cuanto naturaleza, sino en cuanto disminuye en ella el bien que tiene. Si el bien que posee desapareciera por completo, al disminuirse, así como no subsistiría bien alguno, del mismo modo dejaría de existir toda naturaleza, no solamente lo que inventan los maniqueos, en la que se encuentran aún tantos bienes que causa asombro su obstinada ceguera, sino que perecería toda naturaleza que cualquiera pudiera imaginar” (nat. b. 17).

Retomando los comentarios de Truyol y Serra (1944), es sugerente explicitar el marco teórico de dicho comentarista al mostrar como en el Hiponense se sitúan tres posibles hermenéuticas en torno a la política: a) interpretación positiva de la política; b) interpretación negativa de la política; c) interpretación ecléctica.

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En lo que respecta a la interpretación positiva, la misma se sustenta en afirmar que el Estado interpretado como ciuitas hubiese existido previo al pecado original, pues de la proliferación de la vida familiar puede inferirse cierta necesidad de organización. Dicha interpretación recuerda la secuencia que establece Aristóteles entre familia, aldea y polis. No por casualidad, la hermenéutica tomista se basa, en parte, en dicha interpretación (cf. Ullmann, 1992). Por tanto, tal visión acentúa que el pecado original lo que hace es simplemente trastocar un orden social que de todas maneras se hubiese dado. Al respecto, nuestra interpretación gira en torno a puntualizar que dicha interpretación identifica la dimensión social de la naturaleza humana con la dimensión política, no existiendo diferencia alguna. Interpretación con la que no acordamos, ni si quiera para el caso de Aristóteles, pues para el Estagirita queda claro que una cosa es la politicidad y otra diferente la sociabilidad8, que también es postulable al ámbito doméstico. La interpretación negativa de la política pone el acento en la radicalidad del pecado original y en principio estaría en plena sintonía con la cita precedente. Así, la política como ejercicio coercitivo solo tiene razón de ser a partir del quiebre del derecho natural, siendo la consecuentica obvia de tal perspectiva la exhortación a los cristianos de no participar en asuntos políticos. Si bien es cierto que la coerción tiene razón de ser a partir del pecado, de ello no se deriva el presupuesto de la no participación en los asuntos temporales. Agustín es muy claro en dicha cuestión al exhortar la colaboración de los cristianos en asuntos temporales, aunque poniendo el corazón en los bienes trascendentales. La interpretación ecléctica sostiene que la autoridad coercitiva es producto del pecado original, pero en una especie de astucia de la razón hegeliana, es también una reparación o paliativo para que los hombres no se agredan entre sí. Vale decir, asegurar el ordenamiento social aunque más no sea en sus requisitos mínimos. En esta perspectiva se compara El concepto de sociabilidad es fundamento aristotélico en lo que atañe al concepto de comunidad, pero no toda comunidad es comunidad política. Por ende, Aristóteles hace referencia a la comunidad doméstica, por ejemplo, la que pueda existir entre hombre y mujer e, incluso, amo y esclavo. 8

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el surgimiento del Estado con la venida de Cristo, en tanto dicha encarnación tuvo lugar por el pecado original y al mismo tiempo constituye la redención del mismo. Si bien es cierto que puede sostenerse dicha analogía, no hay que olvidar que para Agustín la logica dominandi no está, a diferencia de Lutero o el agustinismo político, sacralizada. Por ende, Agustín contrarresta la visión teológica del emperador tal cual era mentada por las costumbres romanas. Por otro lado, no hay que olvidar que, para el Hiponense, quien encarne la voluntad política puede ser tanto un ciudadano de la ciudad de Dios como un ciudadano de la Ciudad del diablo, ya que no podemos escapar al hecho de enrolarnos en una de estas dos ciudadanías. Retomemos la comparación con Aristóteles. En primer lugar es fundamental tomar en consideración que para el Estagirita la politicidad constituye la diferencia específica del hombre, o mejor, dicho, del ciudadano griego. Solo bastaría con analizar la presente cita para dar sustento a nuestra afirmación. “La razón por la cual el hombre es un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier animal gregario, es evidente: la naturaleza, como decimos, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra. Pues la voz es signo de dolor y del placer, y por eso también la poseen también los demás animales, porque su naturaleza llega a tener sensación de dolor y de placer e indicársela unos a otros. Pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo perjudicial, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio del hombre frente a los demás animales: poseer el sólo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, y de los demás valores, y la participación comunitaria de estas cosas constituye la casa y la ciudad” (Pol. I, 1253a).

Es importante observar la traducción del término logos, más que por razón, por palabra, siendo la palabra una de las posibles modalidades en donde puede encontrarse la razón. Pero precisemos dicha cuestión haciendo nuestros los argumentos del prestigioso estudioso Enrico Berti (2009). Dicho comentarista muestra como la traducción del hombre como animal racional en el contexto de la escolástica no ha sido muy afortu-

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nada, pues al traducir logos por ratio, se pierde el sentido primario del término logos como palabra o incluso, podríamos decir, discurso. Por tanto, la diferencia específica del hombre en tanto hombre, es justamente la existencia de la palabra, solo de ella puede deducirse su animalidad política. Por esta razón, como bien señala Berti, Aristóteles sostiene que los dioses también tienen logos, pero no palabra, pues no necesitan de esta, fundamentalmente por dos razones: a) por su propia autosuficiencia y, b) porque, y en relación con la primera afirmación, no necesitan vivir en comunidad. En resumen, y para decirlo en términos psicoanalíticos, los dioses carecen de falta; sólo desde la falta, desde la carencia, puede entenderse la necesidad de generar lazos sociales con los otros. De esta forma, el hombre constituye un punto intermedio entre los animales (en el sentido común del término) y los propios dioses, pero nuevamente recalcamos que su diferencia específica es justamente la palabra, la posibilidad de generar no sólo una comunidad, sino una comunidad deliberativa. Retomemos algunas categorías claves de la cita precedente. En primer término, remarcamos la diferencia que establece Aristóteles entre voz y palabra. En lo que respecta al primer término, es claro que el Estagirita no le niega a ciertos animales la posibilidad de la expresión, incluso de cierta comunicación, pero la misma se focaliza en el aspecto sensitivo del alma (justamente la diferencia específica de los animales). La palabra, a diferencia de la voz, ya implicaría una modalidad de la razón, además de la dimensión simbólica y deliberativa que la caracteriza. Recordemos que para Aristóteles lo que es una característica natural del hombre es el pensamiento, pero no el lenguaje (cf. Beuchot, 2004)9, de ahí las diferencias de lenguas. Asimismo, es por la palabra y el discurso como lazo social que los hombres fundamentan la comunidad política. En segundo lugar, aparece la referencia a la justicia, la areté suprema en lo que atañe al fundamento de la comunidad política. Ahondemos, por tanto, en dicha problemática. En la Ética a Nicomaco, Aristóteles distingue dos tipos de virtudes: las virtudes dianoéticas y las virtudes éticas. El denominador común 9

Especialmente el capítulo “La teoría del lenguaje”.

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de ambas virtudes es el ejercicio de la razón, solo que, por el primer tipo de virtud, Aristóteles entiende el ejercicio de la razón en su despliegue especulativo; es el ejercicio racional que necesitamos a la hora de dedicarnos a las ciencias teóricas, como es por caso la matemática. Por virtud ética, Aristóteles también entiende un ejercicio racional pero aplicado a legislar la parte sensitiva y apetitiva del alma, por esa razón se habla de ética. “Existen, pues, dos clases de virtud, la dianoética y la ética. La dianoética se origina y crece principalmente por la enseñanza, y por ello requiere experiencia y tiempo; la ética, en cambio, procede de la costumbre, como lo indica el nombre que varía ligeramente del de costumbre. De este hecho resulta claro que ninguna de las virtudes éticas se produce en nosotros por naturaleza, puesto que ninguna cosa que existe por naturaleza se modifica por costumbre (…). De ahí que las virtudes no se produzcan ni por naturaleza ni contra naturaleza, sino que nuestra naturaleza pueda recibirlas y perfeccionarlas mediante la costumbre” (Eth. Nic. II, 1103a).

Así como para Aristóteles la virtud suprema en lo que respecta a las virtudes dianoéticas es la contemplación, en el plano ético la virtud por excelencia es la justicia. Además, vinculado a los dos tipos de virtudes se encuentran las formas de vida inherentes a cada una de ellas. La vida contemplativa es sinónimo para Aristóteles de una vida filosófica, una vida casi divina, y una vida ética, vinculada a la comunidad política. Por tanto, y a diferencia de la contemplación, la justicia requiere del vínculo con los otros. Asimismo, vinculado a las virtudes, aparece en Aristóteles el tema de la felicidad, fin natural al que tienden todos los hombres. Por ende, podemos deducir que hay dos tipos de felicidad: la de la vida contemplativa, y la de la vida en la polis, siendo la polis el ámbito autárquico por excelencia. En tal sentido, Aristóteles tiene en claro que el hombre, o mejor dicho, el ciudadano griego solo puede alcanzar sus mayores capacidades en la polis. Por todo lo antedicho, se comprende el fuerte vínculo que Aristóteles establece entre ética y política, al tiempo que señala que ambas dimensiones tienen por objeto de reflexión las acciones humanas que,

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a diferencia de los entes inmutables, propio de las ciencias teóricas, se caracterizan por el plano deliberativo, aunque Aristóteles insiste en que la deliberación se concentra solo en los medios y no en el fin que es, por definición, natural. Pero lo cierto es que no existe por parte de Aristóteles una impotencia estructural aplicada a la categoría de razón, no hay impedimento alguno para que el ciudadano pueda desplegar el ejercicio de su razón práctica y, en consecuencia, la justicia se comprende enteramente como una cuestión terrenal. Es en este aspecto en particular en que asumimos que Agustín firma un certificado de muerte al mundo clásico, al disociar el vínculo entre ética y política y al deconstruir el concepto de justicia como fundamento de la comunidad política. Profundicemos en este último punto de nuestro trabajo, incluso a manera de conclusión, ya que consideramos que, desde una perspectiva política, el mismo constituye el eje teórico central. Como anteriormente hemos referido, la categoría de justicia ha sido para Aristóteles la categoría ético-política central, pero es preciso acotar que dicha visión fue compartida por todo pensador político clásico. También Platón en la República la considera la virtud central, y otro tanto habría que decir de la impronta ciceroniana, impronta más que relevante para comprender la hermenéutica agustiniana, en tanto la definición de la que Agustín parte aloja la definición ciceroniana. “Desarrollada esta cuestión cuanto les parece suficiente, Escipión vuelve de nuevo a su discurso interrumpido, y recuerda y encarece una vez más su breve definición de república, que se reducía a decir que es una cosa del pueblo. Y determina al pueblo diciendo que no es toda concurrencia multitudinaria, sino una asociación basada en el consentimiento del derecho y en la comunidad de intereses. De su definición colige además, que entonces existe república, es a saber cosa del pueblo, cuando se la administra bien y justamente, ora por un rey, ora por unos pocos magnates, ora por la totalidad del pueblo” (ciu. 2, 21).

En dicha definición aparecen tres categorías decisivas para la hermenéutica agustiniana: el concepto de pueblo, la noción de interés y el concepto de justicia.

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El propio término República significa cosa pública. Por tanto, Agustín se hace cargo, siguiendo a Cicerón, de que el sujeto de toda república como realidad existente, no es otro que la existencia de un pueblo, a la par que un pueblo no se reduce meramente a ser la sumatoria de átomos individuales, y da ahí la cualitativa diferenciación entre pueblo y multitud. Con respecto a la justicia, se ve claramente en la cita precedente que sin justicia no hay república, siendo esta una constante de toda la tradición republicana hasta la actualidad. Es decir, la imposibilidad de repúblicas injustas. Por último, el concepto de “comunidad de intereses” es constituyente del espíritu romano en lo que respecta a pensar la política. Desde esta perspectiva es sugerente el comentario de Wolin: “La importancia asumida por el interés en la práctica y pensamiento político romanos sumaba un nuevo matiz de significado a la actividad política, y realzaba el carácter específico de la acción política. Los romanos habían advertido instintivamente que la legitimación del interés no sólo ocasionaba una forma limitada de acción, una especie de diplomacia interna, sino que también la multiplicidad de intereses presuponía el carácter incompleto de las soluciones para las cuestiones políticas. Si la actividad política se centraba alrededor de los intereses, los problemas concomitantes debían ser resueltos sobre la misma base; es decir, sobre la base de exigencias que divergían precisamente porque cada una poseía una determinada particularidad que la diferenciaba de las otras” (Wolin, 1993:98).

Otra de las categorías claves del republicanismo es la noción de armonía, para justificar una analogía entre la melodía musical y la noción de concordia, propia de toda república. Pues así como la armonía musical supone notas diferentes y concordantes entre sí, la república supone estamentos sociales bien diferenciados y sin embargo convergentes en un interés en común, por ejemplo, el amor a la patria y al bien común. La noción de armonía en la disparidad Agustín la ejemplifica en analogía con la melodía musical: “Y lo que los músicos llaman armonía en el canto, esto era en la ciudad la concordia, vínculo el más estrecho y suave de consistencia en toda

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república, la cual sin la justicia es de todo punto de vista imposible que subsista’. Diserta luego larga y bellamente sobre la necesidad de la justicia para la ciudad y sobre los daños que se siguen de su ausencia” (ciu. 2, 21).

Agustín, siguiendo a Cicerón, dice que la pérdida del bien común implica la muerte de la república y el mayor tipo de injusticia en cuanto instauración del terreno de lo arbitrario o particular, como por ejemplo son las tiranías o las facciones. Con respecto a este aspecto es muy interesante la observación de Adams (1971) en tanto enfatiza –siguiendo fielmente a Agustín– que ni el mismo populus es más pueblo si es injusto, ya que en tal caso no es una multitud unida en hermandad por un derecho de sentido común y un interés comunitario. Incluso, para un pueblo injusto, o mejor dicho, una multitud, dicho comentarista continúa argumentando que Agustín no encontró otro término actual para usar más que el término griego de tirano. Dicha observación nos interesa porque, de alguna manera, anuncia lo que en términos teórico-políticos modernos suele denominarse la tensión entre república y democracia. Pues al tratar al pueblo como tirano, Agustín hace referencia implícita a la idea de populacho, es decir, si bien es una multitud, está orientada a un interés particular, el de una facción. Profundicemos, ahora en un aspecto nodal en que las diferencias entre Cicerón y Agustín son insalvables. La denuncia de Cicerón en relación a la destrucción de la república romana gira en torno al quiebre del derecho y a la corrupción de las costumbres ciudadanas. Es indispensable tener en claro que tal denuncia descansa para el jurista romano en las acciones de los hombres como únicos sujetos responsables; y no a causa del culto a los dioses romanos, como aduce Agustín junto con su contexto. El Hiponense explicita tal cuestión porque le interesa introducir el problema de la idolatría formando un cuerpo en común con la dimensión ética. Este es el eje esencial de su discurso apologético. Y es a partir de él que interpretará el concepto de “justicia”, ya no en clave humana, sino en términos cristianos y trascendentales. De esta forma, Agustín introduce la noción de verdadera justicia. Cae de suyo que la dimensión teológica se sitúa solamente en Agustín y

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al introducir dicha categoría como fundamento de la república, maximiza su polémica con los paganos de su tiempo. Por esta razón introduce la cuestión idolátrica, que era ajena a Cicerón como el motivo principal de la decadencia de Roma. Al respecto, Marshall (1952) sostiene que Agustín acepta la interpretación ciceroniana de iuris consensus como justicia. Pero enfatiza que el Hiponense rechaza el concepto de justicia como un factor integrante del Estado romano; esto explica la ausencia de la frase iuris consensus. El mismo autor afirma, también, que la conexión entre ius y iustitia puede ser también ciceroniana, pero no cabe duda –y nosotros acordamos en ello– que cuando iustitia es especificada como “verdadera justicia” la única firma posible es la de Agustín. “[…] donde no hay verdadera justicia no puede darse verdadero derecho./ Como lo que se hace con derecho se hace justamente, es imposible que se haga con derecho lo que se hace injustamente. En efecto, no deben llamarse derecho las constituciones injustas de los hombres, puesto que ellos mismos dicen que el derecho mana de la fuente de la justicia y que es falsa la opinión de quienes sostienen torcidamente que es derecho lo que es útil al más fuerte. Por tanto, donde no existe verdadera justicia no puede existir comunidad de hombres fundado sobre derechos reconocidos, y, por tanto, tampoco pueblo, según la definición de Escipión o de Cicerón. Y si no puede existir el pueblo, tampoco la cosa del pueblo, sino la de un conjunto de seres que no merece el nombre de pueblo. Por consiguiente, si la república es la cosa del pueblo y no existe pueblo […] síguese que donde no hay justicia no hay república” (ciu. 19, 21).

Es desde la noción de “verdadera justicia” que Agustín argumenta que en Roma nunca existió una auténtica república porque nunca reinó una verdadera justicia. Sin embargo, creemos que la intención agustiniana no es invalidar a la república romana en tanto tal, por lo menos, la relacionada con la antigua república a la que le asigna –como hemos referenciado anteriormente– ciertas virtudes. Su intención es mostrar, en primer término, la injusticia que supone rendir culto a dioses de barro y piedra que, por otra parte, eran los dioses tutelares que emigraron de Troya a Roma. Recordemos que la constitución romana limitaba el accionar de las injurias de los poetas a los ciudadanos, no así a sus dio-

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ses. Esto es un punto decisivo para la valorización positiva de Agustín respecto a la constitución Romana; pero, al mismo tiempo, dicha constitución careció de una sabiduría que extendiera sus dominios a la simbología y al accionar de los propios dioses. Será entonces el Hiponense el que agregue dicho extra, invirtiendo la acusación de los paganos a los cristianos. En tal sentido, adorar a estos dioses tutelares es introducir en la república la máxima injusticia, con la nefasta consecuencia de la destrucción de la misma. En segundo término, le interesa explicitar la abismal diferencia entre la república romana, y con ello toda república terrestre, respecto de la ciudad de Dios. Queda claro que en esta vida terrenal es imposible regirnos por la verdadera justicia, aunque esto no implica necesariamente que haya que regirse por valores injustos. En el libro XIX, Agustín retoma nuevamente la cuestión de si hubo o no república romana; lo hace explícitamente para terminar con esta polémica que había abierto en el libro II. Al respecto, una vez más es fundamental la contribución de Adams (1971), que pone énfasis en el cambio mental de Agustín al escribir el libro XIX con respecto al libro II. Dicho comentarista sostiene que puede apreciarse a un Agustín mucho más moderado al mismo tiempo que original, en tanto ya no estaba muy interesado en desacreditar los reclamos de los romanos como agentes de una misión histórica suprahumana; más allá de nuestro punto de vista, que considera que Agustín redefine dicho imaginario espiritualizando las virtudes cívicas de los romanos como legado civilizatorio para la humanidad. De todos modos, hay certeza de que el libro XIX, a diferencia del primer cuerpo de la obra, va mucho más allá de una intención meramente apologética y que de él se desprende tanto una teología de la historia como así también lo que en la actualidad podríamos denominar algo cercano a una teoría sociológica. “Este es precisamente el lugar propio para decir, lo más concisa y claramente que pueda, lo que prometí en el libro II de esta obra. Y es mostrar que, según las definiciones de que Escipión se sirve en los libros Sobre la república de Cicerón, no ha existido nunca la república romana” (ciu. 19, 21).

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Esta cita no hace sino más que reforzar todo lo que vinimos argumentando anteriormente. Agustín se vale del concepto de justicia tal como fue recepcionado por la tradición neoplatónica; sobre todo a partir de la hermenéutica del Platón de La República. Recordemos que Platón definía a la justicia no sólo como hacer lo que corresponde por naturaleza, sino, también, dar a cada uno lo que corresponde por naturaleza. Obviamente que Agustín se apropia de dicha lectura imprimiéndole su sesgo propio: “Ahora bien, la justicia es la virtud que da a cada uno lo suyo. ¿Qué justicia es esta que aparta al hombre del Dios verdadero y lo somete a los inmundos demonios? ¿Es acaso dar a cada uno lo suyo? ¿O es que quien quita la heredad a quien la compró y la da a quien no tiene derecho a ella, es injusto; y quien se quita a sí mismo al Dios dominador y creador suyo y sirve a los espíritus malignos, es justo?” (ciu. 19, 21).

La categoría de verdadera justicia es la que –como dijimos reiteradamente– subsume la definición ciceroniana de Justicia y la eleva a un plano superior. En tal sentido, nos parece pertinente la observación de Étienne Gilson: “Cuando habla de una ciudad humana, Agustín piensa ante todo en Roma y en su historia, tal como se la habían enseñado los escritores latinos. Si ha podido refutar el cargo dirigido contra la iglesia, de haber causado la ruina de Roma, es porque –según vimos– el mismo Salustio10 había tenido a Roma como arruinada por sus propios vicios desde antes del nacimiento de Cristo. Preguntándose en qué momento de su historia mereció el nombre de ciudad, también entonces apela a una definición pagana de la ciudad. Así juzgando a la sociedad pagana en nombre de las normas que ella misma había poseído, se inspira en reglas que ella no podría recusar” (Gilson, 1954:49).

Compartimos la posición de Gilson en lo que respecta a que Agustín utiliza el término ciceroniano de república para deconstruir la existencia de esta. Pero, simultáneamente, acentuamos también la impronta 10

Gran historiador romano al que Agustín toma como autoridad.

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teológico-política que gravita en torno de la categoría de ‘verdadera justicia’ y que le sirve a nuestro pensador para terminar de rematar la imposibilidad no sólo de la república romana, sino también de toda posible república terrena, obviamente juzgada en términos de “verdadera justicia”. Si acentuamos la perspectiva apologética, es fácil inferir que Agustín necesita imperiosamente argumentar que Roma fue una auténtica república, de lo contrario, no tendría sentido el recurso a la denuncia ciceroniana de la corrupción de las costumbres y la pérdida de la república. Si ponemos énfasis en una perspectiva ontológica o metafísica, la única república que merece tal nombre es la Ciuitas Dei, porque solo en ella, y no en esta tierra, reina la “verdadera justicia”. El problema se suscita si consideramos el planteo agustiniano desde una óptica absoluta. Si esto es así, es evidente que los vínculos sociales que se establecen en torno del concepto de verdadera justicia no son posibles en las sociedades terrenales. De esta manera podríamos incurrir en un desprecio por lo terrenal, cuestión que Agustín trata de evitar a toda costa. Por ende, la insistencia agustiniana de que tanto la Ciudad de Dios como la Ciudad del diablo son categorías espirituales y, por tanto, no están localizadas ni institucional ni geográficamente, sirven para visualizar que en las sociedades terrenales pensadas histórica y empíricamente, cohabitan los dos tipos de ciudadanos. Asimismo, no olvidemos la valoración positiva que hace respecto de las instituciones humanas. Desde esta perspectiva es que pueden ser valorados los Estados como dispositivos instrumentales, garantes del orden y de la paz terrena. Paz que, Agustín no se cansa de insistir, conviene a ambos tipos de ciudadanos. A posteriori, Agustín cambiará la definición clásica de república cuyo fundamento es la justicia, utilizando una nueva categoría, De esta forma, introduce una nueva definición cuya legitimación se centraría en la categoría de amor (“eros”) como el fundamento de toda posible república, en estricta relación con la unificación de un ‘pueblo’ por la elección del objeto que ama. Es por esta razón que en su definición utiliza más el término pueblo que el concepto mismo de república. Basta con traer a colación su nueva definición de república para dar cuenta de dicho pasaje que generará consecuencias importantes para la teoría

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política, en tanto la noción de república podrá ser interpretada a partir de Agustín en un sentido mucho más laxo, incluso albergando también la posibilidad de repúblicas injustas. “El pueblo es un conjunto de seres racionales asociados por la concorde comunidad de objetos amados; para saber qué es cada pueblo, es preciso examinar los objetos de su amor. No obstante, sea cual fuere su amor, si es un conjunto, no de bestias, sino de seres racionales, y están ligados por la concorde comunión de objetos amados, puede llamarse, sin absurdo ninguno, pueblo” (ciu. 19, 24).

Sin embargo, Agustín cuando asume el concepto de amor como fundamento de toda posible república, no está hablando del amor cristiano, del amor bajo la modalidad de la caridad, sino del amor en la modalidad del eros clásico, entremezclado con la categoría de voluntad medieval. Pero precisemos los términos. Si hay una categoría privilegiada para nuestro gran pensador, indudablemente la noción de voluntad competiría por el primer puesto. Agustín define a la voluntad como la facultad del querer, como la sede íntima del libre arbitrio. Así, la voluntad siempre quiere11 y por tanto se jugará en relación a un objeto que considerará el objeto supremo de su querer12. Al profundizar en la categoría de amor, es esencial distinguir sus diferentes formas, para ver cómo juegan en la estructura de La Ciudad de Dios. Es en esta dirección que el trabajo de Rivera de Ventosa resulta muy interesante, dado que encuentra, utilizando su propia terminología, “diferentes formas fundamentales del amor”. Estas son: amor cariño, que lo ejemplifica en la relación de Agustín con su madre; amor amistad; amor ágape; amor al orden; amor Eros. Rivera de Ventosa argumenta –y nosotros coincidimos– que de estas formas mencionadas, sólo las tres últimas juegan un papel central en La Ciudad de Dios (cf. Rivera De Ventosa, 1967). 12 Dicha cosmovisión ya estará presente en Agustín en sus escritos tempranos, como es por caso El libre albedrío: “Ag.– Es evidente que unos hombres aman las cosas eternas y otros las temporales; y que, según antes hemos visto, existen dos leyes, una eterna, y temporal otra. Dime, pues, si tienes idea de la justicia, ¿Quiénes de estos piensas tú que han de ser sujetos de la ley eterna y quiénes de la ley temporal? Ev.– Me parece que no es difícil contestar a lo que preguntas, pues aquellos a quien el amor de las cosas eternas hacen felices, viven a mi modo de ver, según los 11

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Esta es la razón por la cual, para Agustín, los ciudadanos de la ciudad de Dios usan al mundo, pero aman (gozan en Dios), mientras que con los ciudadanos de la ciudad del diablo o ciudad terrena (que no hay que confundir con las sociedades terrenales), acontece todo lo contrario. Es decir, usan a Dios y aman al mundo (absolutizan los bienes temporales). Pero tanto en un caso como en el otro, lo que constituye a las ciudades y los respectivos ciudadanos es la categoría de amor. Claro que el tipo de amor de los ciudadanos de la Ciudad Terrena carecerá de la dignidad de amor de la celestial. Este es un punto clave, porque justamente, por este motivo, Agustín argumentará la existencia sin contradicción alguna de repúblicas injustas, de repúblicas que tienen como única finalidad el interés común del disfrute y absolutización de los bienes temporales. Curiosamente será Agustín el que termine por desvincular, como anteriormente hicimos referencia, el ámbito de la ética del ámbito de la política. “Pero no por eso diré que no es pueblo, ni que su asunto primario no es la República, entretanto que se conservare cualquiera congregación organizada y compuesta de muchas personas, unida entre sí con la comunión y concordia de las cosas que ama. Lo que he dicho de este pueblo y de esta República, entiéndase de los atenienses, o de otra cualquiera de los griegos, y lo mismo la de los egipcios, y de aquella primera Babilonia de los asirios, cuando en sus Repúblicas estuvieron sus imperios grandes o pequeños, y eso mismo de otra cualquiera de las demás naciones” (ciu. 19, 24).

A modo de finalización de nuestro trabajo, sólo bastaría resumir algunas consecuencias políticas de este pasaje del sujeto antiguo al medieval que fueron trabajadas ut supra. En primer lugar, la cristalización de un sujeto auto-reflexivo anclado en su interioridad y en fuga hacia la trascendencia y, consecuentemente, la relativización de la esfera pública y el primado del hombre como ciudadano. En segundo lugar, la ruptura del vínculo entre ética dictados de la ley eterna; mientras que a los infelices se les impone el yugo de la ley temporal” (lib. arb. 1, 106).

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y política como ámbitos de una misma totalidad, si bien en Agustín la ética cumplirá un papel exhortativo con respecto a la política. En tercer lugar, el quiebre de la noción de justicia como fundamento de la república terrenal y con ello el certificado de muerte del mundo clásico. Por último, no podemos dejar de mencionar que Agustín nunca se dedicó a la política como un ámbito específico de estudio. Por ende, su cosmovisión política sólo podrá comprenderse en alusión a su cosmovisión teológica. En tal sentido, habrá que esperar la impronta de Tomás y su hermenéutica aristotélica para volver a convocar el resurgimiento de la categoría de ciudadano terrenal. No obstante, no debemos incurrir en el error de situar en Agustín la Ciudad de Dios en la iglesia y la Ciudad del Diablo en el Estado, pues el Hiponense es claro al afirmar que dichas categorías se juegan en un terreno espiritual y que, por tanto, no pueden localizarse ni institucional ni geográficamente, advirtiendo de esta forma que en las ciudades terrenales, con sus leyes e instituciones, cohabitan los dos tipos de ciudadanos.

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Continuidades y desarrollos de la noción de verdad en Heidegger: desde ser y tiempo hacia los beiträge Luciano Mascaró CONICET, ANCBA, UBACyT [email protected]

Resumen El propósito de la siguiente exposición es el de acompañar a Heidegger en el desarrollo de su pensamiento con respecto al problema de la verdad, desde las lecciones pertenecientes a las etapas iniciales de su filosofía, y su culminación en Ser y tiempo, hacia algunos escritos posteriores a la así llamada Kehre de los años ‘30. En nuestra exposición procuraremos atender a las nociones de verdad que se presentan en cada etapa, y fundamentalmente, determinar los importantes puntos de contacto y continuidad entre dos períodos signados por un relevante cambio de enfoque y aproximación al problema del Ser. Desde luego, el problema de la verdad representa una temática de muy elevada complejidad, por ello, conscientes de la envergadura de la tarea a la que nos abocamos, hemos optado por ofrecer un esquema sumarial y accesible, centrado únicamente en algunas obras seleccionadas de cada período, en ocasiones, quizás, no las usualmente más utilizadas para el tratamiento de nuestra temática. Estas son: Los trabajos Logik: Die Frage nach der Wahrheit y Sein und Zeit, como obras distintivas de sus estudios tempranos; y, por otro lado, dos conferencias pronunciadas a finales de los años ‘40, y comienzos de los ‘50 Bauen, Wohnen, Denken y Das Ding; Además de los insoslayables Beiträge zur Philosophie, ubicados entre los años 1936 y 1938.

Introducción Como propósito, intentaremos demostrar que, en lo que respecta a la caracterización de la verdad entre uno y otro período, algunas concepciones se continúan, otras se amplían o desarrollan, otras, incluso, son abordadas desde perspectivas inéditas; sin embargo, resulta dificultoso rastrear en los trabajos de los dos períodos de la filosofía de Heidegger

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una ruptura o reformulación –mucho menos una contradicción– entre las reflexiones aletheológicas pertenecientes a los trabajos tempranos y tardíos Expresamente incorporamos el esquema divisorio de la filosofía de Heidegger en dos etapas, ambas dominadas integralmente por el retorno al sentido originario de la pregunta por el Ser, aunque cada una de ellas caracterizada por una focalización es aspectos diferentes, y una acentuación de diversos momentos de la relación Existencia-Mundo-Ser. Comencemos por determinar los modos en los que el habla cotidiana se refiere a la verdad, para diferenciar los sentidos más originarios de los derivados. 1. Sentidos cotidianos de verdad En las lecciones de Lógica de Marburgo, de 1925 a 1926, que aparecen recogidas en la obra titulada Logik: die Frage nach der Wahrheit, Heidegger describe las líneas fundamentales de su aletheología, la cual aparecerá más tarde condensada en la obra principal de sus trabajos tempranos: Ser y tiempo. En un primer momento, y tal como es habitual en este pensador, Heidegger parte de la comprensión popular entorno al fenómeno al que se dedica. De este modo, reconoce variados de sentidos de verdad que emergen atendiendo al uso cotidiano del término. Estos sentidos son pre-analíticos, pero su sometimiento a crítica dará lugar a la noción existencial de verdad. 1) En primer lugar, la verdad es considerada un carácter de los enunciados. Enunciar verazmente es ofrecer algo tal como es. En este primer sentido, ingenuo en su expresión, la esencia de la verdad consistirá en la muy discutida concordancia entre lo expresado y lo efectivamente ahí: se trata de la adaequatio intellectus et res del realismo. Un enunciado veraz, es aquel que dice que lo que es, es; y lo que no es, no es. Un enunciado falso es aquel que realiza la atribución opuesta. Desde una aproximación fenomenológica, diremos que el enunciado contiene a lo mentado en el modo del vacío, y obtiene plenificación

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al exponerse el sujeto a una intuición correlativa. Este primer sentido de verdad es tributario de un primer prejuicio, un influyente presupuesto que –según Heidegger– ha dirigido toda investigación acerca de la verdad desde el atardecer griego: “El lugar de la verdad es el enunciado”. Aún más, el prejuicio atribuye la autoría de esta frase a Aristóteles (cf. Heidegger, 2006a: 108). 2) El segundo sentido tradicional de verdad es el que la considera, no ya como una característica de las proposiciones, sino como una determinada proposición en sí. La proposición misma se convierte en “una verdad”. La verdad es de este modo el contenido ideal de la expresión, y no ya una posibilidad propia. Es en este sentido en el que se afirma que “2 x 2 = 4” es “una verdad”, o que “la suma de los ángulos internos de un triángulo es igual a dos ángulos rectos” es “una verdad”. Cada vez que se polemiza la posibilidad de verdades absolutas, o relativas, se apela a este sentido de verdad como proposición en sí, y últimamente como contenido ideal. Es en este sentido en el que llamamos “verdad” a una ley científica, esto es, una proposición que se ocupa de corporizar regularidades de los mundanos estados de cosas. Por esta vía se abre el ámbito de investigación de las verdades regionales: las verdades de la física, las verdades de la biología, etc. 3) En tercer lugar, se utiliza el término verdad en referencia al “conocimiento de la verdad”, como en la afirmación: “él no puede soportar la verdad”. En este caso, “verdad” no mienta una propiedad de las proposiciones, ni tampoco el contenido de una proposición, sino una situación subjetiva de toma de conciencia. 4) En cuarto lugar, decimos “verdad” para referirnos a la totalidad de proposiciones que deben ser formuladas para conocer acabadamente un incidente o acontecimiento. Así, hablamos de “La verdad acerca de Watergate”, “La verdad sobre la energía nuclear”. Esta acepción pretende “acceder a las cosas tal como sucedieron”. En el análisis heideggeriano, los dos primeros sentidos de verdad son los que se vuelven especialmente problemáticos, a saber, verdad como calificativo de la proposición, o bien verdad como “una proposición verdadera”.

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2. Presupuestos tradicionales Progresando en el análisis, seguiremos a Heidegger en un rastreo del sentido originario de la verdad y una reconducción del enunciado a su condición posibilitadora de producción. En sus clases de Lógica en Marburgo, Heidegger ensaya una refundación de la lógica como discurso filosófico acerca de la verdad, partiendo de una distinción entre lógica tradicional de escuela y lógica filosofante, cuya temática no debe ser otra que la verdad de lo verdadero. Para esto, comienza retrotrayendo el sentido originario de verdad a la metáfora griega del desocultamiento (“alétheia”: αλήθεια). En un primer momento, Heidegger somete a crítica los tres principales prejuicios difundidos acerca de la verdad: 1) el lugar de la verdad es la proposición; 2) la verdad consiste en la concordancia entre el intelecto y la cosa; y 3) el autor de ambos principios es Aristóteles. Comenzando por el tercer prejuicio, Heidegger examina la fuente griega, descubriendo que el tratamiento aristotélico de la verdad es instrumental para una determinación del enunciado, logos (λόγος). En efecto, Aristóteles caracteriza al logos como el tipo de habla susceptible de ser verdadero o falso. Hecha esta aclaración, queda en evidencia que la verdad no necesita del enunciado para ser tal, sino todo lo contrario. El enunciado se especifica por la posibilidad de quedar definido como verdadero o falso, lo cual implica que la verdad ya está desarrollada en su esencia y presupuesta a cualquier enunciación, ya sea veraz o falaz. Heidegger reinterpreta la traducción clásica de Aristóteles; “No todo hablar hace ver, sino sólo aquel en el que sucede el ser verdadero o ser falso”, en esta otra de su autoría: “que hace ver mostrando (enunciado) es sólo el hablar en el que sucede el descubrir y el ocultar” (Heidegger, 2006a: 111). Como puede verse, la modificación de la traducción destaca aspectos novedosos y responde a un perseguido regreso al sentido original griego de la expresión. De este modo, resurgen: 1) el logos como apófansis (απόφανσις), hacer ver mostrando, 2) la verdad como alétheia (αλήθεια): descubrimiento, des-ocultamiento, 3) La falsedad como pséudesthai (ψέυδεσθαι): encubrimiento, ocultamiento. La redirección

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de la noción de verdad a la metáfora griega del descubrimiento habilita a Heidegger a realizar una torsión en el enfoque tradicional del problema de la verdad. Aísla el cuestionamiento del ámbito del enunciado, separando dos áreas regularmente entrelazadas. El regreso a las fuentes parece demostrar que la verdad antecede al enunciado y lo permite. Luego, el lugar propio de la verdad no podrá nunca ser uno de sus vástagos. El enunciado es el tipo de habla que se juega en el campo de la verdad como descubrimiento. Entonces, el logos puede ser ocultador o mostrador, y en eso radica su poder apofántico: sólo el discurso que muestra puede equivocarse con respecto a lo mostrado. ¿De qué depende la corrección o equivocación del enunciado? De la concordancia, tal como fuera resignificada por Heidegger, no ya entre el pensamiento y la cosa, sino entre el modo de mostrar del logos, y el modo de aparecer de los phainómena (φαινόμενα). La problemática ha comenzado a alejarse del terreno de las proposiciones en su conexión con lo real, y se ha aproximado al ámbito del despliegue de las posibilidades fácticas del descubrir y ocultar, posibilidades que últimamente aparecerán como modos de ser de un ente al que le incumbe su propio ser. 3. El problema de la concordancia Habiendo puesto en duda la tesis de la proposición como lugar del enunciado por medio de un retorno y reformulación de la fuente griega, Heidegger se ocupa de deconstruir el tercer prejuicio, a saber, “la verdad consiste en la concordancia entre el pensamiento y la realidad”. La concordancia debe ser entendida en un sentido preciso si se desea superar la ingenuidad de la formulación tradicional. Tal concordancia no puede significar identidad entre una representación y el ente exterior, ni tampoco adecuación entre un acto psíquico y su contenido ideal. Las teorías que saldan el problema del conocimiento dividiendo al ser en dos ámbitos, real-ideal, o bien, psíquico-físico, o últimamente verdad racional-verdad ontológica (el trascendental uerum de la escolástica), son incapaces de dar cuenta del modo de unificar la división propuesta.

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Tales tesis no logran dar con el “puente”, que relaciona la proposición ya sea como expresión, como contenido ideal de una expresión, o como acto psíquico, con el referente real mundano de tales manifestaciones. En efecto, el género de los actos de conciencia no puede especificarse en sus referentes reales puesto que se incurriría en una inválida transposición de géneros. Lo mismo vale para la relación real-ideal. Cada uno de estos términos contrapuestos es de propio incapaz de dar cuenta de su relación con su término correlativo, lo cual vuelve necesario un tercer término capaz de vincularlos, un término que tenga características tanto de lo real como de lo ideal, habilitando el paso de un género al otro. El problema de la concordancia queda expuesto a esta aporía, y hasta tanto no pueda darse cuenta del término medio faltante (el “puente”), las teorías de la correlación o representación no serán capaces de expresar la esencia de la invocada concordancia. A pesar de la crítica a las teorías de la concordancia, mostradas incapaces de señalar el puente entre dos ámbitos del ser, y menos aún la naturaleza de dicho puente, Heidegger no abandona aquel concepto en la explicación de la estructura de la verdad. La concordancia se ha revestido históricamente de interpretaciones imprecisas, de modo que la exigencia pasa a ser la de reconducir la noción a su sentido originario, depurándola de errores tradicionales. En este punto, Heidegger realiza una opción fenomenológica: si analizamos sin prejuicios el trato cotidiano con los entes, siguiendo el estandarte de la fenomenología, salta a la vista que el enunciado que habla del mundo no mienta una representación de las cosas, una imagen suya en nuestro pensamiento, ni mucho menos un acto psíquico de atribución judicativa, últimamente reductible a fenómenos físico-químicos. Por el contrario, al hablar sobre el mundo, vivimos en la innegable conciencia de estar referidos a las cosas mismas. Al hablar sobre la pizarra en la que escribo, mi discurso está repleto de la pizarra de la que me ocupo ahora enunciadoramente. “No querer decir lo que se ve” y ocultarlo en la referencia a representaciones es fruto de una viciosa erudición: “Tomar lo llanamente visto como aquello como lo cual es visto, no es sólo incapacidad, sino un no querer decir lo que se ve que se alimenta de prejuicios dominantes” (Heidegger, 2004:88).

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El enunciado tiene la capacidad de contener el cómo del aparecer de los entes. Ahora bien, lejos de permitir el despliegue de la verdad, el enunciado es posibilitado por ésta. El enunciado vive en la verdad, lo cual representa una radical inversión de la concepción tradicional. La concordancia queda redirigida hacia la identidad del enunciado y el cómo del aparecer del ente. Un enunciado verdadero será aquel que muestra (apófansis) al ente tal como éste aparece ante el Dasein abierto. Esto último requiere de un breve desarrollo del sentido de la verdad en el Heidegger de Ser y tiempo. 4. La verdad en Ser y tiempo Como ya se ha dicho, el sentido de verdad es retrotraído hacia la metáfora griega que le diera origen: el desocultamiento. ¿Cómo opera este desocultamiento para escapar al confinamiento de la proposición como su lugar propio, y en cambio volverse capaz de fundamentar toda atribución judicativa? La pregunta remite explícitamente a la estructura hermenéutica de la existencia. El Dasein se despliega siempre en una comprensión pre-temática del mundo. Su primer contacto con el medio ambiente es comprensivo e interpretativo, no teórico: la utilidad de los artefactos, la existencia los comprende en la medida en que los involucra en el desenvolverse de alguna de sus posibilidades fácticas. De este modo, la existencia queda definida por el anticiparse a sí, estando ya en el mundo, en medio del ente intramundano [Sichvorweg-schon-sein-in– (der Welt–) als Sein bei (innerweltlich begegnendem Seiendem)]. Esta es la estructura del cuidado (Sorge). El trato con los entes es siempre ya trato comprensivo (aunque aún no explicitado judicativamente), que se arraiga en un tener previo (Vorhaben), antecedente existencial para cualquier atribución predicativa. El Dasein nunca se expone a la comprensión de un ente desde una completa falta de noticia. De este modo, el conocer, como modo del cuidado, es siempre un retornar sobre lo ya comprendido en el modo de la apariencia. He aquí la naturaleza del círculo hermenéutico. El ente anticipado por el tener previo se modificará, confirmará o anulará

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en el trato interesado con él, pero aún no nos encontramos en un nivel temático conceptual. Los entes aparecen modalizados, se ofrecen a la circunspección mediante aspectos o escorzos. El ente viene a la presencia ya siempre recubierto de un sentido. De este modo, el mismo sol tendrá el sentido de punto de orientación para el explorador, indicador de los momentos de la cosecha para el campesino, objeto de adoración para el sacerdote tribal. Cada uno de estos caracteres constituye el cómo del aparecer del ente. Teniendo en cuenta este marco conceptual, que injerta el problema de la verdad en la analítica existencial del Dasein, podemos ingresar al plano de la aletheología heideggeriana del período de Marburgo. La verdad fue definida como descubrimiento y el enunciado como apófansis o mostración. El Dasein mismo se ha definido como aperturidad (Erschlossenheit), es decir, que la existencia se encuentra permanentemente yecta fuera de sí (Geworfenheit), hacia un mundo con el cual posee una conexión existencial. En otras palabras, la existencia es esencialmente descubridora. Al proyectar, y ocuparse en el mundo, el Dasein desoculta entes en sus modos de aparecer, los ilumina con el resplandor del cuidado. Cualquier modalidad del ocuparse intramundano resalta al ente, y le asigna su sentido desde un tener previo, arrebatándolo de su condición de oculto. Es por esto que la existencia se mueve en la verdad, puesto que su estructura íntima corresponde a la de la apertura, cuyo movimiento propio no es otro que el descubrir. Por ello, en Ser y tiempo Heidegger afirma que: “El Dasein «es» en la verdad” (Heidegger, 2006a: 241). El sentido primario y original de la verdad es la aperturidad del Dasein y, en segundo lugar, el carácter abierto del ente (Eröffnung). Para la existencia desplegarse es descubrir. Operar un lápiz es descubrirlo en el cómo de su aparecer, en este caso, “como un artefacto destinado a realizar trazos en el papel”. La circunspección atiende a la condición siempre modalizada del aparecer (Anschein) (aparecer como necesario para una tarea, aparecer como obstáculo para un proyecto, aparecer como rojo, aparecer como pesado). El Dasein vive resaltando, descubriendo, subrayando aspectos; la condición de posibilidad de esta tarea es la estructura hermenéutica de la existencia. Inmerso en un mundo que consiste en relaciones entre significados (significatividad), el Dasein

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sólo puede desplegarse de modo interpretativo, entrando en el juego de la atribución y descubrimiento de sentidos, desde la base de lo ya tenido previamente. De este modo, la verdad es antes que nada un patrimonio del Dasein: no habita primeramente en las cosas, ni se circunscribe exclusivamente al enunciado. En tanto que el Dasein es esencialmente su aperturidad, y que, por estar abierto, abre y descubre, es también “esencialmente verdadero” (Heidegger, 2006a: 241). En efecto: “Sólo con la aperturidad del Dasein se ha alcanzado el fenómeno más originario de la verdad” (Heidegger, 2006a: 241). 5. El problema de la verdad en el segundo Heidegger Abordamos ahora de lleno el problema de la continuidad en el modo de tratamiento del problema de la verdad entre Ser y tiempo (y las lecciones de Marburgo) y las obras posteriores a la Kehre. En los Beiträge zur Philosophie, quizás la obra fundamental del segundo período de nuestro autor, Heidegger solicita expresamente, y a modo de introducción al tratamiento de la verdad del Ser, prestar oído a lo dicho en Ser y tiempo (Heidegger, 2005:213). Lejos de quedar abolidas por sus nuevas reflexiones, las enseñanzas de la obra de 1927 constituyen un antecedente ineludible para la correcta interpretación no sólo de la nueva aletheología, sino de toda la obra tardía. El mismo Heidegger reconoce una continuidad entre ambos planteos, y una necesidad de tener en mente los principios de la apertura en general, y la comprensión como existenciario tal como fuesen estudiados con anterioridad a los años treinta. En cierto sentido, Ser y tiempo representa el horizonte desde el cual se yerguen los aportes como su desarrollo y profundización. Observada desde las lecciones de Marburgo, el tratamiento de la verdad en los Beiträge se inscribiría sin dudas en lo que en aquella época fuera denominado lógica filosofante, convirtiéndose tal vez en la máxima expresión de este tipo de pensamiento: el intento más audaz por analizar la verdad desde ella misma, sin servirse de conceptos tradicionales y deudores de la decadente metafísica occidental, olvidadora del ser. La esencia de la verdad sólo puede ser proporcionada por ella misma, y no por otro concepto que resulte instrumental o fundante.

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En Ser y tiempo el comprender es un existenciario que forma parte del carácter descubridor y abierto del Dasein. El comprender es proyecto arrojado (Geworfenheit), un exponerse y dejarse afectar por lo abierto, con lo cual ya siempre se tiene una inexplícita relación de precomprensión. Comprender es poner en libertad a los entes en función de un proyectar de la existencia. Con estas nociones conquistadas, y operando como trasfondo, se introduce en los Beiträge una novedad radical y relevante, debido precisamente a su antiguo linaje y olvidado carácter primordial: el ser es acaecimiento (Ereignis). Un principio que ya Heráclito había sabido entrever en sus reflexiones, juzgadas como oscuras y crípticas por la sordera de los oídos metafísicos de Occidente, anhelantes de definiciones y fórmulas unívocas1. Si la noción de verdad como descubrimiento tal como fuera enunciada en Marburgo no debe ser abandonada, y si todo descubrimiento es posibilitado por el acaecimiento del ser, entonces, indefectiblemente, la verdad debe convertirse en verdad del Ser. En otras palabras, esta conversión ocurre puesto que sólo queda permitida la apertura descubridora si es posible en general que algo acontezca. La verdad en sentido originario versa sobre lo que acaece, luego toda verdad en sentido existencial es posibilitada por el Ser en tanto Ereignis. Sin embargo, y al mismo tiempo, la verdad del Ser necesita del Dasein, el Ahí del Ser, el único “lugar” donde lo verdadero puede ser abierto. De este modo, queda fundado un contrabalanceo en el que Verdad del ser y el Dasein se co-implican íntimamente. Esta conversión de la verdad en verdad del Ser constituye uno de los desarrollos más explícitos de los principios de Ser y tiempo. Ciertamente, no una cancelación sino la torsión de la problemática hacia nuevos horizontes. Al igual que en Ser y tiempo, en Aportes a la filosofía la comprensión no constituye originariamente una constatación de propiedades por parte de un yo-sujeto ante un objeto. El peligro de esta Sólo para nombrar a un representante Occidental de un pensamiento no conceptual, excede a nuestra investigación un rastreo de las innumerables expresiones de la misma noción en términos míticos, religiosos y artísticos, propios de culturas orientales y demás líneas de pensamiento ajenas a la tradición metafísica. 1

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postura, dentro del proyecto general del otro comienzo del pensar, es incurrir en malinterpretaciones del tipo: el Ser (todavía pensado como un ente) queda subordinado a la comprensión (en tanto conocimiento). De este modo, un Ser que se vuelve dependiente del sujeto, jamás será accesible en sus propios términos y desde su más simple originariedad (Ursprünglichkeit). 6. El doble esenciarse de la verdad: descubrir-ocultar En las lecciones de Lógica de Marburgo, y como resultado de la exégesis del tratamiento aristotélico del logos como discurso susceptible de ser verdadero o falso, se expresa que la estructura propia de la verdad se encuentra en la misma posibilidad de composición y división. El logos verdadero es el que compone lo que se muestra como unido y, a la vez, lo divide de todo lo demás (lo mismo valga para el movimiento contrario). El atribuir como enlazar es también un separar, y el denegar como separar es a la vez un enlazar. En estas lecciones se destaca con anterioridad a los Beiträge, y de manera incipiente, el perfil a la vez claro y opaco de la verdad. La verdad lidia en la posibilidad misma del enlazar y separar, perteneciente al descubrir y ocultar. Al respecto afirma Heidegger: “Todo enunciado descubridor, es en cuanto tal, sintético-diairético” (Heidegger, 2005:117). La caracterización de la esencia del logos (tipo de discurso capaz de verdad y falsedad) en el doble juego síntesis-diáiresis, constituye un antecedente para la interpretación doblemente dinámica de la verdad como tal. Un dinamismo que se balancea entre opuestos que lo constituyen. “Enlazar y separar se pertenecen mutuamente de un modo esencial, y que en consecuencia atañen a un fenómeno unitario” (Heidegger, 2005:117). El carácter sintético-diairético nombra una estructura del enunciado como tal, que por ello mismo se encuentra respectivamente antes de la afirmación y de la negación. Asimismo, el doble juego de los polos afirmativo-negativo de la verdad llega a ser expresado en Ser y tiempo desde una perspectiva diferente: tras haber destacado el fenómeno de la apertura como suelo originario de la verdad, se afirma que el Dasein, en virtud de la caída como modo cotidiano de la existencia, se encuentra co-originariamente en la no-verdad, despeñado en el estado

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público de interpretación, en el ocultamiento y la apariencia que definen al uno [das man]. Nuevamente nos encontramos ante una temprana mención al aspecto bipolar de la verdad. Estas características retornan en los Aportes, pero enfocada desde una perspectiva ontológicamente más desarrollada. Ya que el Ser es lo que acontece, ninguna experiencia acabará jamás por agotarlo. El Ser manifiesta siempre una excedencia, se reserva algo para sí, algo que sobrepasa a su modo de esenciarse en los entes. Por ello, los entes se convierten en abrigo (Bergung) del Ser, le otorgan el espacio para manifestarse, y, a la vez, ocultar su sobreabundancia (Verbergung). Quizás sea este el mecanismo que Heráclito logró divisar en su fragmento 123: “La naturaleza ama ocultarse”. De aquí surge la formulación: “la verdad es claro para el ocultarse” (Heidegger, 2006b: 268), ámbito luminoso y sombrío a la vez, donde se manifiesta sólo algo de esa excedencia que se oculta. Así como el puente funda las orillas al conectarlas, del mismo modo la verdad, pensada desde ella misma –y no a partir de las formulaciones judicativas, o una cierta veracidad trascendental de lo presente (uerum)–, queda planteada como la misma posibilidad del simultáneo descubrimiento y ocultación del ser. El Ser se hace presente rehusando su entrega total a los entes, al tiempo que se abriga en ellos. Ahora bien, ciertamente el ser se abriga en los entes, pero hay un único ente privilegiado que existe en el modo de la comprensión del Ser (Verständnis des Seins). Luego, el Ser encuentra su abrigo en los entes, pero principalmente en el Dasein, el Ahí del Ser. “El Ser necesita a la verdad. Y por eso acaece apropiadoramente al ser-ahí (Dasein), y de este modo es originariamente evento” (Heidegger, 2006b: 268). La verdad posee una abismalidad (Abgründigkeit) y profundidad originarias, las cuales no llegan a ser expresadas acertadamente en la metáfora del lumen naturale. El aspecto negativo de la verdad, se relaciona integralmente con la negatividad del ser, i.e. su aspecto de rehúso (Verweigerung). “El evento nunca se encuentra en pleno día” (Heidegger, 2006b: 268). El de Heidegger constituye un intento por pensar la verdad en su aspecto integral, luminoso-sombrío (Lichtung-Abschattung).

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También desde esta perspectiva se vuelve comprensible la aparentemente contradictoria frase: “la esencia de la verdad es la no verdad” (Heidegger, 2006b: 286). Correctamente comprendida, es decir, a la luz de las conquistas de Ser y tiempo y sus desarrollos en los Beiträge, y sin olvidar la recuperación de la noción de Ser como Ereignis, aquella expresión hace referencia al aspecto fugitivo ( flüchtig) del Ser, el cual esencia como la no-donación de su totalidad. La frase podría interpretarse de la siguiente manera: la esencia de la verdad es estar dispuesta para la manifestación del ser en el ente que lo abriga, y a la vez permanecer sugerente de la excedencia que se esconde en aquel manifestar. Por lo dicho, la verdad parece ser no otra cosa que el mismo mecanismo de mostración-ocultamiento del Ser. Semejante caracterización de la verdad es posibilitada por una descripción fundamental del Ser en tanto acontecer: “El Ereignis es vacilante rehúso” (Heidegger, 2006b: 280). El Ser desea manifestarse, pero jamás completamente. En efecto, sólo si corresponde al sentido del Ser el buscar esenciarse (Wesen des Seins), abrigándose, y a la vez ocultándose en los entes, resulta posible la descripción de la verdad como fenómeno hermanado a la tensión entre descubrir y ocultar. En otras palabras, el movimiento ontológico mostrar-rehusar encuentra su correlato en el doble movimiento aletheológico de descubrir-ocultar. 7. Del Dasein como descubridor al Dasein como pastor Claramente se afirma en Ser y tiempo: “El Dasein “es” en la verdad”. En esta expresión se condensa una extensa reflexión acerca del sentido originario de la alétheia en tanto des-cubrimiento. Ciertamente, sólo con el fenómeno existencial de la apertura se ha dado con el horizonte originario de la verdad. Sólo es viable un responder fielmente al modo de aparecer de lo presente si es primeramente posible poner en libertad a los entes en sus diversos perfiles y aspectos, en función del proyectar del hombre en el mundo. Sólo una existencia esencialmente inmersa en la significatividad mundana, es decir, un ser-en-el-mundo (donde el ser-en nombra la relación desocultadora con lo circundante) es capaz de abrir en lo presente un sentido que opera como nodo en una

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red de remisiones. Es un fáctico y particular desplegarse de la existencia que es capaz de resaltar en los entes sus modos de aparecer. A partir de la Kehre y una vez más, sin descuidar los principios de Ser y tiempo, la prioridad en el movimiento existencial de desocultamiento está puesta en el lado del Ser. Los mortales somos los concernidos, somos los servidores, los empleados por el Ser. Nuestra función es guardar el ser en las cosas, llevando a cumplimiento ese esenciar que siempre se reserva algo para sí. El hombre cuida al Ser en las cosas, donde éste se abriga. Es en este sentido en que el Dasein, sin perder su dimensión ontológica de Ahí del Ser, se vuelve además su pastor (Hirt), su guardián (Hüter) y el protector (Beschützer) de su esenciar. En las obras anteriores a los años treinta, la función del Dasein ante el Ser pareciera haber sido la de descubridor del sentido de lo circundante en función del proyectar del Cuidado, sentido que luego se revelará como fundado en la condición triplemente extática de la temporeidad del existir. En las obras tempranas, el peso de la relación hombre-ser parece radicar en el polo humano, en el sentido de descubrimiento del Ser. En este período, el Ser aún no realiza un llamado al que el Dasein deba responder desde la responsabilidad de un guardián. En el período de Marburgo la verdad puede interpretarse como verdad del Dasein, ya que sólo la apertura posibilita todo descubrir y ocultar. En cambio, en los Aportes el lastre de la implicación hombre-ser parece desplazarse hacia el Ser en tanto acontecimiento. En efecto, es el Ser el que realiza un llamado, al cual el hombre responde como pastor y guardián. Es el Ser el que necesita esenciar, y para ello se da a sí mismo un ámbito propicio, el Dasein en tanto Ahí del Ser, plano en el que ocurre el evento apropiador (Ereignis). En los Beiträge los mortales se convierten en los apropiados por el Ser, la apertura y su inherente descubrir están al servicio del acontecer, que necesita un polo receptor para manifestarse-ocultarse. Por lo dicho, podría hablarse de un desplazamiento de la verdad en tanto verdad del Dasein (apertura) a una concepción de la verdad como verdad del Ser (como Ereignis).

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8. Algunas conclusiones Ante todo vale la pena destacar el arrojo de la empresa de Heidegger: él no pregunta primariamente por la verdad de un enunciado o percepción verdadera. Tampoco se interroga por la verdad de un juicio verdadero o la verdad de un ente verdadero, sino por la verdad de lo verdadero, la misma esencia de la verdad, tal como es dada por ella misma, y no por medio de conceptos auxiliares. Este modo de aproximación obliga a nuestro autor, en el contexto del proyecto refundador del nuevo comienzo del pensar, a valerse de terminología disociada de la ya anquilosada metafísica tradicional. La clásica tendencia a responder a la pregunta por la verdad de lo verdadero basándose en la verdad del ente puede encontrar sus raíces en una metodología del Ser mismo: el Ser necesita al ente para encontrar abrigo y de este modo esenciar, ocultando a la vez su excedencia. Desde los principios de la metafísica tradicional, incapaces de pensar la sombra, el aspecto negativo del Ser, la profundidad de aquella pregunta puede llegar a ser olvidada, y de hecho lo fue. Si en Ser y tiempo la verdad era alcanzada originariamente en el fenómeno de la apertura del Dasein, es decir, la verdad asociada al único ente descubridor, en los Beiträge este ente parece sólo responder a un llamado. La verdad se aloja en todo lo que acontece, al punto que deviene en el mismo mecanismo del mostrar-ocultar. La verdad es el Ser en tanto luminoso-sombrío. Por eso se dice que la verdad es el claro para el ocultarse, y que la esencia de la verdad es la no-verdad. El claro se asemeja al puente que funda y dona su sentido a las orillas al desplegarse sobre ellas; o bien, al vacío de la jarra, que da función y entidad a la figura y las paredes del contorno para recibir el agua. El claro es el lugar (ámbito originario) donde la comprensión se percata de que las cosas tienen algo escondido, algo que se rehúsa, algo que se oculta. El claro no suspende lo oculto, sino que lo lleva a su cumplimiento. Dado este panorama, ¿qué lugar queda para la cuestión de la falsedad? Este problema emerge ante la consideración de la verdad como temática dependiente del juicio que se expresa acerca de la realidad, según Heidegger. Una consideración derivada y fundada en la verdad en tanto descubrir-ocultar. En efecto, sólo en el ámbito de los enunciados

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que se expresan acerca de lo circundante puede hablarse de falsedad, o no adecuación a lo presente. Sin embargo, esta perspectiva olvida el suelo originario. En el ámbito existencial de la apertura y, posteriormente, del descubrimiento-ocultamiento inherente a la esencia de la verdad, no resulta pertinente la noción de falsedad. En efecto, una actitud descubridora de la existencia dirigida al mundo transita entre las nociones de dejar manifestar, permitir el mostrarse; o, en otros términos, respetar o reprimir el mecanismo originario del des-ocultar. En este ámbito fundante puede hablarse de permitirle al ente comparecer como lo que es o no, dejar que la cosa hable o, por el contrario, dejar que hable el uno; en otras palabras, recepción o resistencia ante el modo en que el ente viene a la presencia, pero no falsedad. Ya que el Ser elige mostrarse por medio de la negación de su manifestación plenaria en los entes en los que encuentra abrigo, el fenómeno de la verdad podría interpretarse por medio de una imaginaria locución en la que el Ereignis se dirige a los mortales para decirles: “observen, aquí no está (todo) el Ser”. Todo acontecer es verdad, porque el Ereignis es el Ser en receloso despliegue, en vacilante rehúso.

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Un testimonio de las disputas universitarias del siglo XIV: la correspondencia de Nicolás de Autrecourt Gustavo Fernández Walker UBA – UNSAM Buenos Aires

Resumen La publicación de la edición crítica de la Correspondencia de Nicolás de Autrecourt (De Rijk, 1994) y el fundamental ensayo de Zénon Kaluza Nicolas d’Autrécourt, ami de la vérité (1995) significó una verdadera revolución en los estudios dedicados a la obra del filósofo lorenense. La “década ultricuriana”, por sugerir un nombre a los años que van de 1995 a 2005, en los que se multiplican los artículos y monografías dedicados al autor del tratado Exigit ordo, culmina de algún modo en 2006, con la publicación de las actas del primer congreso dedicado íntegramente a la figura de Nicolás de Autrecourt: Nicolas d’Autrécourt et la faculté des arts de Paris (Caroti-Grellard, 2006). El propósito de este trabajo es retomar la lectura de la Correspondencia, incorporando las observaciones aportadas por los nuevos enfoques avanzados en los más recientes estudios sobre la obra de Nicolás de Autrecourt, para evaluar el lugar que ocupa este curioso corpus epistolar en el marco de la Universidad parisina del siglo XIV.

La publicación, casi contemporáneamente, de la edición crítica de la Correspondencia de Nicolás de Autrecourt (De Rijk, 1994) y el fundamental ensayo de Zénon Kaluza Nicolas d’Autrécourt, ami de la vérité (Kaluza, 1995) significó una verdadera revolución en los estudios dedicados a la obra del filósofo lorenense. Prácticamente, los diez años que siguieron a esas publicaciones fueron testigo de un renovado interés por la obra de Nicolás de Autrecourt, y de un análisis más pormenorizado de aspectos de su pensamiento que, hasta entonces, habían sido opacados por la aparente imagen de ruptura que sugería el célebre proceso de su condena en 1347. A ello habría que sumar la atención casi exclusiva concedida, hasta ese entonces, a los aspectos más polémicos

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de su pensamiento, según la cual la obra de Nicolás de Autrecourt habría sido portadora de inusual escepticismo, preanunciando incluso algunos aspectos de la filosofía de David Hume (Rashdall, 1907). La “década ultricuriana”, por sugerir un nombre a los años que van de 1995 a 2005, en los que se multiplican los artículos y mnografías dedicados al autor del tratado Exigit Ordo, culmina de algún modo en 2006, con la publicación de las actas del primer congreso dedicado íntegramente a la figura de Nicolás de Autrecourt: Nicolas d’Autrécourt et la faculté des arts de Paris (Caroti-Grellard, 2006). Desde entonces, la relativamente escasa producción de Nicolás que llegó a nosotros (la mencionada Correspondencia, el tratado Exigit ordo, la retractación de los artículos condenados en el proceso de 1347 y las dos redacciones de la quaestio acerca de la visión beatífica) es leída hoy bajo una nueva luz, que poco a poco va iluminando otros importantes aspectos de su pensamiento, fundamentalmente el atomismo elaborado como sistema alternativo al peripatetismo escolástico (Grellard, 2009). El modesto propósito de estas líneas, pues, será retomar la lectura de la Correspondencia, a partir del texto establecido en la edición crítica de De Rijk, incorporando las observaciones aportadas por los nuevos enfoques avanzados en los más recientes estudios sobre la obra de Nicolás de Autrecourt. Así, a continuación de un breve repaso por el contenido de cada una de las tres cartas conservadas en su casi totalidad –otras cartas cuya existencia se conoce gracias al proceso y condena de Nicolás fueron objeto de tentativas de reconstrucción, con éxito dispar– se ofrecerán unas consideraciones finales respecto del lugar que ocupa este curioso corpus epistolar en el marco de la Universidad parisina del siglo XIV. 1. Primera epístola a Bernardo de Arezzo El inicio de la primera carta de Nicolás al franciscano Bernardo de Arezzo explicita el contexto en el que se origina la polémica: se trata de un pasaje del Comentario a las Sentencias de Bernardo, al que Nicolás accedió mediante una reportatio, es decir, una redacción realizada por un tercero, y no por el autor del comentario, si bien, según atestigua Nicolás, su autenticidad no fue puesta en discusión:

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“Pues en un texto presentado en la escuela de los Hermanos Menores y que reconociste como auténtico a quien la hubiera requerido, leí las siguientes proposiciones. La primera, expuesta en vuestro comentario al primer libro de las Sentencias, d. 3, q. 4, es la siguiente: ‘el conoimiento intuitivo claro es aquel por el cual juzgamos que una cosa existe, exista ella o no’” (De Rijk, 1994:47)1.

La introducción de esta última cláusula –sive sit, sive non sit– es lo que motiva la crítica de Nicolás. De acuerdo con la posición de Bernardo, la producción del conocimiento intuitivo (notitia intuitiva) por un agente natural permite establecer la existencia de un objeto x; pero la acción de un agente sobrenatural podría producir el mismo conocimiento intuitivo de ese objeto x aun cuando x no exista. Detrás de esta afirmación se encuentra la proposición según la cual la causa primera puede obrar por sí sola todo lo que es obrado por las causas segundas. Tal principio no es compartido por Nicolás de Autrecourt, que en su Exigit ordo afirma explícitamente que tal posibilidad implicaría que, en el curso natural de las cosas, las causas segundas serían superfluas y, por lo tanto, constituirían un obstáculo para la perfección de la creación divina (O’Donnell, 1939:203). Pero independientemente de la crítica planteada en el Exigit ordo, en esta primera epístola Nicolás encuentra otra seria objeción a la postura de Bernardo. En efecto, dado que aquel intelecto en el que se produce el conocimiento intuitivo no puede distinguir si ese conocimiento fue producido por un agente natural (el propio objeto que es percibido) o uno sobrenatural, en la medida en que ambos agentes producirían el mismo efecto, se desprende que ninguno de nuestros conocimientos puede ser llamado evidente, puesto que podría darse el caso de que, mediante la operación de un agente sobrenatural, nada de cuanto conocemos intuitivamente exista realmente. La crítica, según Nicolás, se extiende no 1 Nicolaus de Ultricuria, Prima epistula ad Bernardum, 1-2: Legi enim in quadam scriptura, quam in scolis Fratrum minorum legistis et pro vera omni volenti habere concessistis, propositiones que sequuntur. Prima, que ponitur a vobis primo Sententiarum, dist. 3, q. 4, est ista: Notita intuitiva clara est per quam iudicamus rem esse, sive sit sive non sit.

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sólo a los objetos de los sentidos, sino incluso a los actos del alma, en la medida en que, según Bernardo, ellos son, a su vez, conocidos mediante otros actos y, así, este segundo acto reflexivo, de ser generado por un agente sobrenatural, se referiría a un acto inexistente. Por otra parte, y en concordancia con las críticas a la filosofía Aristóteles que se encuentran en el Exigit ordo, Nicolás señala que, en la medida en que los Antiguos no creían en la posibilidad de un agente sobrenatural que alterara el curso natural de las cosas, ellos nunca hicieron la distinción entre causas naturales y sobrenaturales que, según Bernardo, permite distinguir el conocimiento cierto del falso. Y así, todo cuanto afirma Aristóteles es incierto, en la medida en que no pudo tener un conocimiento evidente de cuanto afirmaba. Este afán polémico de las objeciones de Nicolás a Bernardo, no exentas de ironía, queda de manifiesto en el extenso párrafo en el que resume el espíritu de su crítica: “Y así, repasando y resumiendo tu posición, parece que deberías admitir que no posees certeza de los objetos externos. Y así, no sabes si estás en el cielo o en la tierra, en el fuego o en el agua. Y, consecuentemente, no sabes si el cielo de hoy es el mismo del de ayer, porque ni siquiera sabes si existe el cielo. Del mismo modo que ignoras si existe el Canciller o el Papa y, si existieran, si acaso no serían personas distintas en distintos momentos. Similarmente, no sabes qué cosas te rodean, ni si tienes una cabeza, barba, cabello y esas cosas. Y se sigue, a fortiori, que no posees conocimiento de lo acontecido en el pasado, por ejemplo, de las cosas que has leído, visto u oído. Más aún, tu posición parece conducir a la destrucción de la vida política y civil, puesto que si los testigos afirman haber presenciado un hecho, no se sigue que “lo hemos visto, por lo tanto ha sucedido”. Igualmente, razonando en esta línea, pregunto cómo pudieron estar seguros los Apóstoles del padecimiento de Cristo en la cruz, de su resurrección, etc. (De Rijk, 1994:54)2. 2 Ibíd., 14: Sic igitur, recolligendo dicta, apparet quod habetis dicere quod vos non estis certus de illis que sunt extra vos. Et ita nescitis si sitis in celo vel in terra, in igne vel in aqua. Et, per consequens, nescitis si hodie sit ídem celum quod heri fuit, quoniam nec scitis si celum fuit vel . Sicut etiam nescitis si Cancellarius vel Papa sit, et, si isti sint, an sint alii et alii homines in quolibet momento temporis. Similiter nescitis que sunt intra vos, ut si habetis caput, barbam, capillos et cetera.

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Nicolás, pues, declara que las consecuencias de la posición de Bernardo no sólo son dramáticas para la propia posibilidad del conocimiento, en el marco de una disputa universitaria: el potencial corrosivo de la definición aretina de notitia intuitiva es tal que destruye la vida civil –en lo que respecta a la fiabilidad de los testimonios en los procesos judiciales– pero también, y fundamentalmente, también la teología o, en un sentido más amplio, todo el ámbito de la fe: si de un acto de visión no se puede deducir la existencia del objeto visto, el relato de la Pasión de Cristo pudo haberse tratado simplemente de una ilusión. Más allá del claro afán polémico de Nicolás, la discusión, si bien no es planteada explícitamente en esos términos, remite a la distinción potentia Dei ordinata/absoluta, muy extendida en el siglo XIV, pero con una larga historia en los siglos precedentes, en los que fue sufriendo diversas modificaciones (Courtenay, 1990). Independientemente de la importancia que tal distinción pueda tener en el debate tal como es presentado en esta primera carta, baste señalar que la consecuencia que extrae Nicolás de la posición de Bernardo es que, de aceptar su definición de conocimiento intuitivo, se corre el riesgo de caer en un escepticismo radical, en el que nada puede ser establecido con certeza: “Y, me parece, de tu posición se siguen cosas aún más absurdas que las que resultan de la posición de los Académicos. Y por lo tanto, para evitar esos absurdos, sostuve en mis disputas en el Aula de la Sorbona, que poseo conocimiento evidente de los objetos de los sentidos y de mis propios actos” (De Rijk, 1994:54-56)3.

Ex isto sequitur a multo fortiori quod vos non estis certus de hiis que transierunt in preteritum, ut si legistis, vidistis vel audistis. Ítem. Dicta vestra videntur ad destructionem civilitatis et politie, quia, si testes deponant de visis, non sequitur: “Vidimus; ergo ita fuit”. Ítem. Secundum hoc quero quomodo Apostoli fuerunt certi quod Christus pateretur in cruce, quod resurrexit a mortuis, et sic de aliis. 3 Ibíd., 15: Et, ut michi apparet, absurdiora sequuntur ad positionem vestram quam ad positionem Academicorum. Et ideo, ad evitandum tales absurditates, sustinui in aula Sorbone in disputationibus quod sum certus evidenter de obiectis quinque sensuum et de actibus meis.

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Esta última afirmación coincide con un pasaje del Exigit ordo en el que se afirma esa misma certeza respecto de los objetos de los sentidos (O’Donnell, 1939:237). Sin embargo, en esta primera carta, Nicolás se limita a señalar esa afirmación, que a continuación no es desarrollada. Para una teoría de la percepción –en el marco de una correspondiente teoría del conocimiento– habrá que remitirse a los pasajes respectivos del tratado y complementarlos con las observaciones realizadas en la segunda epístola a Bernardo de Arezzo y la epístola a Egidio, como se verá más adelante (Grellard, 2005). Tal como es formulada en esta primera carta, la posición de Nicolás es fundamentalmente polémica, y tiene como único objeto señalar las que considera incongruencias en la exposición de Bernardo. Esa oposición, pues, entre Bernardo de Arezzo y Nicolás de Autrecourt es, en lo que respecta a esta primera epístola, un desacuerdo respecto de la definición de notitia intuitiva, una cuestión harto discutida durante la primera parte del siglo XIV, y que amerita algunas observaciones. En particular, no debe concluirse necesariamente que detrás de esta polémica se encuentra la formulación ockhamista de la posibilidad de intuición de objetos no existentes, como fue sugerido en los primeros estudios dedicados al tema (Paqué, 1970; Scott, 1971). Por lo pronto, el supuesto “ockhamismo” de Nicolás de Autrecourt –tal como fue presentado por autoridades como Gilson o Michalski– fue ya refutado por Kaluza (1998), y lo mismo puede decirse del supuesto escepticismo de Nicolás (Thijssen, 2000). La cercanía de la citación de Nicolás a Aviñón y los estatutos parisinos que condenaban el estudio de ciertos textos de Guillermo de Ockham no debería conducir a la conclusión de postular una conexión entre ambos, por razones que van de lo doctrinal –no es posible determinar una clara influencia de los textos ockhamistas aludidos en la obra de Nicolás– a lo político-administrativo –las autoridades en uno y otro proceso son diversas e independientes: los estatutos anti-ockhamistas son producto de la política interna a la Universidad, mientras que en el proceso a Nicolás actuó una comisión papal– (De Rijk, 1994:3; Courtenay, 2008:157-9). Por su parte, en lo que respecta al supusto ockhamismo de Bernardo de Arezzo, que el propio Kaluza señala como posibilidad, se trata de

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una hipótesis que está lejos de ser confirmada, y ello por razones tanto textuales como de circulación de los textos. En primer lugar, porque la fecha de composición de las cartas entre Bernardo y Nicolás se sitúa en un periodo particularmente complejo en lo que respecta a la circulación de los textos ockhamistas en París, como es la década de 1330: es cierto que se conocían bien varios textos de lógica ockhamista, pero la obra teológica, en la que Ockham explicita su teoría de la notitia intuitiva, no parece haber sido conocida en París sino hasta la década siguiente (Courtenay, 2008:127-143). Por otra parte, la prueba textual tampoco resulta conclusiva: es cierto que en Ockham aparece la discusión acerca de la posibilidad del conocimiento intuitivo de un objeto no existente, pero la intervención de un agente sobrenatural, según Ockham, sería la que permitiría conocer a ese objeto no existente precisamente como no existente (Larre, 2010), lo cual va en contra de lo que afirma Bernardo en su Comentario al Primer Libro de las Sentencias, según el testimonio de Nicolás en la primera carta. Esto tampoco alcanza para hablar de un anti-ockhamismo de Bernardo. Por caso, el primer seguidor de Ockham, Adam Wodeham, no compartía completamente la visión de su maestro en este punto. Y, lo que es aún más importante, la posibilidad del conocimiento intuitivo de un objeto no existente, que tanta atención recibe en los estudios sobre la teoría del conocimiento ockhamista, no parece haber ocupado un lugar tan preponderante en la obra del propio Ockham y sus más inmediatos seguidores (Perler, 2008:153). Es probable que, aun tratándose del disparador del intercambio epistolar de los dos maestros, tampoco en esa discusión haya jugado un papel preponderante, como se verá más adelante, al tratar la última parte de la segunda carta de Nicolás a Bernardo. En resumen, acaso sea más prudente postular que la posición de Bernardo es deudora de la formulación escotista de la distinción notitia intuitiva/abstractiva, ya establecida en el marco de la orden franciscana, y de la que, con sus diferencias (entre sí y respecto de su fuente), derivarían independientemente las lecturas tanto de Bernardo de Arezzo cuanto de Guillermo de Ockham (Robert, 2006). Desde esta perspectiva, la postura de Nicolás debería ser vista, más que como la oposición a una escuela o tradición determinadas –como la franciscana, en este caso–,

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más bien como un debate puntual entre un maestro, como Bernardo, perteneciente a una orden y un maestro secular que, como Nicolás de Autrecourt, continuaba ligado a la facultad de artes mientras completaba su formación en teología (Courtenay, 2008:335). De allí que el debate, como quedará claro a partir del contenido de las siguientes cartas, tome un cariz decididamente filosófico, a pesar de surgir en un contexto teológico, como es el del comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo. Como se verá en la sección (c), la intervención de Gilles du Foin desviará la discusión hacia otra célebre polémica de la Baja Edad Media: la pertinencia y eficacia de las herramientas conceptuales de Aristóteles. 2. Segunda epístola a Bernardo de Arezzo La segunda carta a Bernardo contiene, a diferencia de la primera, una verdadera elaboración positiva por parte de Nicolás, que no se limita únicamente a señalar los inconvenientes de la posición de su adversario, sino que avanza un desarrollo alternativo al problema. La importancia de esta segunda carta puede advertirse, por otra parte, en el hecho de que los dos manuscritos que contienen la correspondencia de Nicolás la presentan en primer lugar, transcribiendo sólo en una segunda instancia la primera. Sobre esta divergencia en el orden en que las cartas fueron escritas y el orden en que las conserva la tradición manuscrita habrá oportunidad de señalar algo más adelante, en relación con las cartas intercambiadas entre Nicolás de Autrecourt y Gilles du Foin. Tal como es presentada en su primer párrafo, la preocupación de Nicolás en esta segunda epístola es la afirmación de Bernardo respecto a la posibilidad de conocer las sustancias inmateriales: “Reverendo padre, hermano Bernardo, la admirable profundidad de vuestra sutileza sería por mí debidamente reconocida, si supiera que posees conocimiento evidente de las sustancias inmateriales; y no sólo si tuviera certeza de ello, sino incluso si pudiera convencerme sin un mayor esfuerzo en mi creencia. Y no sólo si creyera que posees verdadero conocimiento de las sustancias inmateriales, sino también si creyera que posees conocimiento de aquellas sustancias inmateriales unidas a la

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materia. Y por lo tanto ante ti, padre, que aseguras poseer conocimiento evidente de tales sublimes objetos de conocimiento, deseo desnudar mi dubitativa y ansiosa mente, de modo que puedas tener la oportunidad de guiarme y hacerme a mí y a otros compañeros en tu conocimientos de tales mágicas cosas” (De Rijk, 1994:58)4.

Para refutar la declaración de Bernardo respecto de la posibilidad de poseer conocimiento evidente de las sustancias inmateriales –y de las sustancias en general, como se verá más adelante– la argumentación de Nicolás propone tomar como punto de partida el principio de nocontradicción, al que caracteriza como “primer principio” mediante una doble primacía: como aquel principio anterior a todos los demás, y como principio al que ningún otro antecede: “La primera cuestión que se ofrece a la discusión es este principio: “los contradictorios no pueden ser simultáneamente verdaderos”. Acerca de lo cual es posible afirmar dos cosas. La primera es que este es el primer principio, entendiendo “primero” negativamente, es decir, “aquel al que ningún otro antecede”. La segunda es que este principio es primero en el sentido afirmativo o positivo: “aquel que es anterior a cualquier otro” (De Rijk, 1994:58)”5.

El principio, a su vez, es presentado en su formulación tradicional, comúnmente aceptada a partir de la formulación de Aristóteles en Metafísica Γ, 6, 1011b13-20 y retomado por Nicolás: 4 Nicolaus de Ultricuria, Secunda epistola ad Bernardum, 1: Reverende pater, frater Bernarde, subtilitatis vestre profunditas admiranda menti mee merito redderetur, si scirem vos habere evidentem notitiam de substantiis abstractis, et nedum si scirem, verum etiam si in animo levi credulitate tenerem. Et non solum si estimarem vos habere veram notitiam de abstractis, verum etiam si de coniunctis. Idcirco vobis, pater, affirmanti vos habere evidentem notitiam de scibilibus sic altis, volo animum meum dubitantem et anxium aperire, quatinus habeatis materiam trahendi me et alios ad consortium sic magicorum. 5 Ibíd., 2: Et primum, quod occurrit in ordine dicendorum, est istud principium: “Contradictoria non possunt simul esse vera”. Circa quod occurrunt duo. Primum est quod istud est primum principium negative exponendo: “quo nichil est prius”. Secundum quod ocurrit est quod istud est primum affirmative vel positive: “quod est quocunque alio prius”.

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“Una contradicción es la afirmación y la negación de uno y un mismo , etc., como suele decirse comúnmente” (De Rijk, 1994:60)6.

Ahora bien, independientemente de las razones por las que Nicolás postula la doble primacía del principio de no-contradicción, resultan de fundamental importancia para la argumentación los seis corolarios que se derivan de la formulación tradicional del principio: la certeza de la evidencia que uno posee en la luz natural es certeza absoluta; la certeza de la evidencia no tiene grados; a excepción de la certeza de la fe, no existe otra certeza sino la certeza del primer principio, o la que puede resolverse en el primer principio; una forma silogística se reduce inmediatamente al primer principio; en toda inferencia que se reduce inmediatamente al primer principio, el consecuente y el antecedente –en todo o en parte– son realmente idénticos; en toda inferencia evidente, reductible al primer principio con cualquier cantidad de pasos intermedios, el consecuente es realmente idéntico con el antecedente, o con parte de lo significado por el antecedente (De Rijk, 1994:60-64)7. Ibíd., 4: Contradictio est affirmatio et negatio unius et eiusdem etc., ut solet communiter dici. La referencia al cuarto libro de la Metafísica de Aristóteles es explicitada por Nicolás en el proceso en Aviñón (De Rijk, 1994:151). 7 Ibíd., 5-10: certitudo evidentie habita in lumine naturali est certitudo simpliciter (…), certitudo evidentie non habet gradus (…), excepta certitudine fidei, nulla est alia certitudo nisi certitudo primi principii, vel que in primum principium potest resolvi (…), aliqua forma sillogistica est immediate reducta in primum principium (…), in omni consequentia immediate reducta in primum principium consequens et ipsum totum antecedens vel pars ipsius antecedentis sunt ídem realiter (…), in omni consequentia evidenti, reducibili in primum principium per quotvis media, consequens est ídem realiter cum antecedente, vel cum parte significati per antecedens. 6

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Cada uno de estos corolarios es acompañado por una breve demostración, en la que se establece su derivación de la definición del primer principio acordada al inicio. No es necesario detenerse aquí en esas demostraciones, en la medida en que, para Nicolás, lo que resulta fundamental para la refutación de Bernardo son las consecuencias que se derivan de ella: “En consonancia con estas afirmaciones, en otro lugar he postulado, entre otras tesis, que del hecho de que se conozca que una cosa existe no puede inferirse evidentemente, con la evidencia reducida al primer principio, o con la certeza del primer principio, que exista otra cosa (De Rijk, 1994:64)”8.

La justificación de Nicolás se apoya en la necesidad de la identificación entre consecuente y antecedente (o parte del antecedente) explicitada en los C5 y C6, en la medida en que, si A y B son realmente distintos, no habría contradicción en la afirmación de uno y la negación del otro en una inferencia de tipo A→B. Se trata de otro de los pasajes que justificó una lectura en clave escéptica de la obra de Nicolás de Autrecourt, por su aparente negación de la posibilidad de establecer un nexo causal. Un pasaje de la quinta epístola a Bernardo, mencionado en los artículos condenados en 1347, invita a entender así esta conclusión ofrecida en la segunda carta: “No puede existir absolutamente ninguna demostración según la cual de la existencia de una causa se derive la existencia de un efecto (De Rijk, 1994:176)”9.

La cuestión fue particularmente tratada en el proceso contra Nicolás, que se defendió aludiendo al mero carácter disputativo de la afirmación (De Rijk, 1994:151). En cualquier caso, y ante la imposibilidad 8 Ibíd., 11: Iuxta ista dicta alias posui inter ceteras conclusiones unam que fuit ista: Ex eo quod aliqua res est cognita esse, non potest evidenter, evidentia reducta in primum principium, vel in certitudinem primi principii, inferri quod alia res sit. 9 Nicolaus de Ultricuria, Articuli condemnati, 21: Nulla potest esse demonstratio simpliciter qua ex existentia causarum demonstretur existentia effectus.

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de contar con el texto completo de esa quinta epístola, el alcance último de tal afirmación en la economía argumentativa de Nicolás permanece incierto. Sin embargo, avanzando en la lectura del texto de la segunda carta, es posible entender cuál es el sentido que Nicolás pretende asignarle a esta distinción: si una causa es totalmente diversa respecto de su objeto, no existiría ninguna contradicción en la afirmación de una y la negación del otro, dado que una verdadera contradicción exige que afirmación y negación sean verificadas respecto de lo mismo, como manifiestan los corolarios C5 y C6. Una posible objeción, a la que Nicolás responde rápidamente, es que, en el caso de que A y B pudieran ser simultáneamente falsos, como en el ejemplo (A=existe una casa) y (B=existe una pared), no habría entre A y B una verdadera contradicción, y entonces, según Bernardo, los corolarios de Nicolás no se sostendrían. La respuesta de Nicolás es que los corolarios continúan siendo válidos, porque la contradicción no se da entre A y B, sino entre B y una parte de A que es idéntica realmente a B y que, al ser negado éste, deriva en una contradicción: “Pues, si bien alguien que, respecto de la siguiente inferencia: “existe una casa, por lo tanto existe una pared”, admitiera que existe una casa pero no existe una pared, no estaría admitiendo que los contradictorios son simultáneamente verdaderos, porque las proposiciones “existe una casa” y “no existe una pared” no son contradictorias, puesto que pueden ser simultáneamente falsas. Pero, sin embargo, admite contradictorios por otra razón, a saber, que alguien que indica que existe una casa, indica que existe una pared; y entonces la contradicción surge del hecho de que existe una pared y no existe una pared” (De Rijk, 1994:70)10.

A continuación, y retomando el argumento ofrecido en el comienzo de la carta, Nicolás aborda la presunción de Bernardo según la cual es 10 Nicolaus de Ultricuria, Secunda epistola ad Bernardum, 21: Licet enim concedens in ista consequentia “domus est; ergo paries est” quod domus sit et paries non sit, non concedat contradictoria simul esse vera, ex eo quod iste propositiones non sunt contradictorie “domus est” et “paries non est”, eoquod simul possunt esse false, –tamen concedit contradictoria ex alio, quia significans domum esse significat parietem esse; et tunc contradictio est quod paries sit et paries non sit.

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posible derivar la existencia de una cosa B a partir de una cosa diversa A, a saber, la necesidad de establecer la existencia de una sustancia a partir de la percepción de un accidente. Por ahora bastará con reproducir el argumento ultricuriano, que será analizado con mayor detalle cuando se retome la discusión en la carta dirigida a Gilles du Foin. Expresa Nicolás: “Pero Bernardo ofrece un contra-ejemplo a esta regla: “Se sigue evidentemente, con la evidencia reductible a la certeza del primer principio: “existe la blancura, por lo tanto existe alguna otra cosa”, pues no puede haber blancura sin algún sustrato que le conceda el ser (De Rijk, 1994:70)”11.

Aquí se revela en qué sentido la extensa exposición de Nicolás respecto del principio de no contradicción y los corolarios de él derivados tenían como objeto la refutación de la presunción de Bernardo de Arezzo de establecer la posibilidad de un conocimiento evidente de una sustancia, tal como fue adelantado en el primer párrafo. Es gracias a toda la elaboración previa que Nicolás puede concluir la célebre proposición tantas veces citada en la bibliografía ultricuriana: “De esta regla, así claramente demostrada para cualquiera que posea intelecto, infiero que Aristóteles jamás tuvo conocimiento evidente de ninguna otra sustancia a excepción de su propia alma –tomando “sustancia” como una cosa distinta de los objetos de los cinco sentidos, y distinta de nuestras experiencias formales. (…) puesto que la existencia de una cosa no puede inferirse de la existencia de otra, como ya se dijo. Y si no tuvo conocimiento evidente de sustancias unidas, a fortiori tampoco pudo tener conocimientos de las separadas. De aquí se sigue –os guste o no, y que esto no me sea imputado a mí, sino a la fuerza del argumento– que Aristóteles, en toda su filosofía, natural y teórica, apenas si tuvo tal certeza de dos conclusiones, y acaso ni siquiera de una sola.

Ibíd., 20: Sed contra propositam regulam instat Bernardus quia: “Sequitur evidenter evidentia reducta ad certitudinem primi principii “albedo est; ergo alia res est”, quia albedo non posset esse nisi aliquid teneret ipsam in esse. 11

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Y el padre Bernardo, que no osará ponerse por encima de Aristóteles, posee el mismo grado de certeza, o mucho menos (De Rijk, 1994:72)”12.

A su vez, es este mismo pasaje el que permite dar cuenta de la alteración, en la tradición manuscrita, del orden en que las cartas fueron escritas: el responsable de la transcripción estaba sin duda interesado en este punto crucial de la disputa, de ahí que se transcriba íntegramente esta segunda carta, seguida de la primera, a la que se remite en un par de oportunidades. Y ello justifica, también, la inclusión, a continuación, de parte del intercambio epistolar entre Nicolás y Gilles du Foin, surgido a partir de este pasaje en el que se critica el valor epistémico de la noción aristotélica de sustancia (Robert, 2006). Dicho de otro modo: más allá del interés que la cuestión ha suscitado en la bibliografía ultricuriana, no puede afirmarse taxativamente que la cuestión sea particularmente importante para el propio Nicolás de Autrecourt, cuya defensa en Avignon, en la que alegó que muchas de sus proposiciones fueron solo enunciadas disputative, puede ser considerada como algo más que un mero recurso retórico para evitar la condena. En efecto, puede leerse esa afirmación en su sentido más literal, y aceptar que la conservación de estos pasajes de la correspondencia, en desmedro de otros, responde más al interés de quienes se encargaron de conservarlos que de los propios participantes en la disputa, que trataron el tema a modo de ejemplo de una discusión de mayor alcance, como puede suponerse a partir del conocimiento de la existencia de al menos otras siete cartas que no fueron conservadas. Sea de ello lo que fuere, e independientemente del debate contra Bernardo de Arezzo, será a raíz de este particular ataque a la filosofía de 12 Ibíd., 22-23: Ex ista regula sic declarata cuicumque habenti intellectum infero quod nunquam Aristotiles habuit notitiam evidentem de aliqua substantia alia ab anima sua, intelligendo “substantiam” quandam rem aliam ab obiectis quinque sensuum et a formalibus experientiis nostris (…) quia ex una re non potest inferri quod alia res sit, ut dicit conclusio supraposita. Et si de coniunctis non habuit, multo minus de abstractis habuit notitiam evidentem. Ex his sequitur –placeat vel non placeat, nec michi imponant, sed rationi vigenti– quod Aristotiles in tota philosophia sua naturali et theorica vix habuit talem certitudinem de duabus conclusionibus, et fortasse nec de una; et equaliter, vel multo minus, frater Bernardus, qui non preferret se Aristotili.

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Aristóteles que Gilles du Foin intervendrá en la discusión, con una carta a la que Nicolás responderá desarrollando ulteriores conclusiones de su definición del primer principio, y de los corolarios que se derivan de ella. 3. Epístola a Egidio La relación entre las disputas que Nicolás de Autrecourt mantuvo con Bernardo de Arezzo y Gilles du Foin no está fundada únicamente en la transmisión manuscrita, en las que son presentadas como formando parte de un mismo corpus. Por el contrario, esa conexión está sugerida por el texto mismo, que señala la dependencia de una respecto de la otra. Más aún, el contenido de los manuscritos que conservan la correspondencia invita a pensar que, entre los fragmentos conservados de lo que parece haber sido una prolongada disputa epistolar, la extensa carta de Egidio a Nicolás puede ser considerada la pièce de résistence (De Rijk, 1994:33-4). Es la relevancia de la discusión respecto de la validez de la doctrina aristotélica la que motivó la copia del texto íntegro de la carta de Egidio, las principales respuestas de Nicolás a esa carta, y la transcripción de las dos primeras epístolas de Nicolás a Bernardo, en la medida en que ambas eran mentadas en la disputa entre Nicolás y Gilles du Foin. Así, pues, queda planteada la disputa en el primer párrafo de la carta de Egidio: “Reverendo maestro Nicolás, vuestra merced me ha consignado dos epístolas dirigidas al venerable hermano Bernardo. En las cuales, entre otras cosas, y según me parece, se pretendía demostrar algunas conclusiones, entre las cuales una es que Aristóteles jamás tuvo conocimiento evidente de sustancia alguna diversa de su propia alma, entendiendo por sustancia una cierta cosa distinta de los objetos de los cinco sentidos exteriores y de las formas de nuestras experiencias. Y ulteriormente se seguía de esto, según se dice, que Aristóteles en toda su filosofía natural y metafísica apenas tuvo conocimiento de dos conclusiones, y acaso ni siquiera de una” (De Rijk, 1994:76)13. 13 Magister Egidius, Epistola ad Nicolaum, 1: Magister mi reverende, magister Nicholae, duas epistolas vestras venerabili fratri Bernardo directas pietate vestra

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Estas líneas son lo suficientemente indicativas de que, con la intervención de Egidio, comienza, en rigor, una discusión nueva que, si bien es deudora de la polémica con Bernardo de Arezzo, acaba por ganar una cierta independencia. Como se verá, la propia argumentación de Nicolás varía respecto de la discusión con el franciscano, dado que aquí ya queda definitivamente atrás el contexto teológico del comentario a las Sentencias. Lo que en la discusión entre Bernardo y Nicolás ocupaba un lugar marginal, aquí pasa a ubicarse en el centro de la escena. Por otra parte, e independientemente del hecho de que se trate, como sostiene Kaluza (1995), de Gilles du Foin, o bien se trate de otro “Egidius” de identidad aún desconocida, lo cierto es que resulta indudable la pertenencia de este nuevo interlocutor de Nicolás a la tradición más decididamente “aristotélica” de la Universidad de París, en la línea, por ejemplo, de Juan de Jandún (Robert, 2006). En lo que respecta a esta extensa epístola, el texto de Egidio está claramente organizado en tres secciones (hanc cedulam tripartitam) en las que se procede a reproducir las afirmaciones de Nicolás, responder a ellas y, finalmente, requerir del propio Nicolás la solución de ciertos problemas que parecen derivarse de sus posiciones (De Rijk, 1994:76). El hecho de que sea el texto de Egidio el que constituye el interés fundamental de la colección de textos presente en la tradición manuscrita queda también de manifiesto por la indicación del copista de que la respuesta de Nicolás no será transcripta íntegramente, sino sólo en la medida en que responde en detalle a las objeciones de Egidio (De Rijk, 1994:32). mihi concessistis. In quibus inter alia, prout michi apparet, conamini probare aliquas conclusiones. Quarum una est quod Aristotiles nunquam habuit notitiam evidentem de aliqua substantia alia ab anima sua, intelligendo per “substantiam” quandam rem aliam ab obiectis quinque sensuum exteriorum et a formalibus experientiis nostris. Et ulterius ex hoc sequitur, ut dicitis, quod Aristotiles in tota sua philosophia naturali et metaphisica vix habuit evidentem notitiam de duabus conclusionibus, nec forsan de una. Al retomar las palabras de Nicolás, Egidio menciona las referencias a la filosofía “natural y metafísica” de Aristóteles. En el pasaje correspondiente de la segunda carta a Bernardo (cf. supra, n. 12) ambos manuscritos ofrecen la variante “topica”, que no parece tener mayor sentido. De Rijk repone “theorica”, mientras que la edición de Imbach y Perler (1988:28) se apoya en la carta de Egidio para leer, consecuentemente, “metaphisica”.

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Serán algunas de estas respuestas las que se analizarán a continuación, comenzando por la introducción de la respuesta de Nicolás: “Famosísimo maestro y amigo, he recibido vuestra carta con gran alegría. Advertí que en ella, con profundidad y sutileza, has presentado diversos argumentos en contra de lo que escribí en mis dos cartas contra Bernardo. No obstante ello, no creo que lo que entonces escribí se vea invalidado por tus comentarios. Deseo, por lo tanto, exponer algunas objeciones a lo que tú afirmas, exponiendo mis dudas (De Rijk, 1994:100)”14.

La referencia a la exposición de dudas es típica de Nicolás, que en un pasaje igualmente célebre del Exigit ordo (O’Donnell, 1939:198) declara que tal es su principal método de investigación: dubitando inquiretur. Lejos de tratarse de un cartesianismo avant la lettre, la afirmación de Nicolás de Autrecourt parece más un acento, acaso desmedido, pero de ningún modo extraño, en una práctica común de la universidad medieval, como es el caso de los dubia presentes de manera regular en las disputas entre maestros. En cualquier caso, la respuesta de Nicolás a Egidio ofrece una breve exposición de su argumentación contra Bernardo, que será retomada en este nuevo intercambio epistolar: “Por esta razón, debes saber que en la segunda carta a Bernardo argüí que, del hecho de que exista una cosa, no puede inferirse con la evidencia reducida a la certeza del primer principio, que exista otra cosa. Pues, como dije, en una inferencia válida, el consecuente debería ser idéntico en su significado con el antecedente, o con parte de lo significado por el antecedente. A partir de esta regla me propuse, a continuación, demostrar de diversas maneras, que Aristóteles no poseyó conocimiento evidente de las sustancias separadas, ni de las unidas a la materia” (De Rijk, 1994:100)15. Nicolaus de Ultricuria, Epistola ad Egidium, 1: Clarissime magister et amice, epistolam vestram gaudiose suscepi. In qua animadverto multa per vos profunde et subtiliter explicata contra ea que scripsi in duabus epistolis contra Bernardum. Attamen non apparet michi quod per ea que dicitis, ea que sibi scripsi sua destituantur virtute. Idcirco contra dicta vestra volo aliquas obiectiones ponere, dubitando. 15 Ibíd., 2: Propter quod sciendum est quod in secunda epistola scripta ad Bernardum dixi quod ex eo quod una res est, non potest evidenter inferri quod alia res sit, 14

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La crítica contra Aristóteles a partir de la cual Egidio decide intervenir en la discusión, pues, era para Nicolás apenas un caso, entre tantos otros posibles, de la aplicación de los corolarios al principio de no-contradicción, al que el propio Aristóteles debía someterse, en la medida en que era considerado “primer principio”, en el doble sentido expuesto en la correspondencia con Bernardo. A su vez, Egidio, en la primera sección de su carta, introducía la distinción entre conocimiento precisivo y coacceptivo, una distinción que el propio Nicolás descalificará como no pertinente a la discusión, en tanto no influye en el punto central de la discusión, previo a toda distinción, en la medida en que deriva del primer principio (De Rijk, 1994:100-1). Así, en su respuesta, Nicolás pasa rápidamente a la objeción que le permite cuestionar en manera más contundente la noción aristotélica de sustancia. Dicho de otro modo: lo que en la correspondencia con Bernardo era apenas una observación marginal, gana en la discusión con Egidio el centro de la escena, precisamente por presentarse, el propio Egidio, como un defensor de las herramientas conceptuales de Aristóteles, a las que Nicolás dirige sus principales críticas, tanto en la correspondencia como en el Exigit ordo. La primera parte de la crítica retoma la formulación de la segunda carta a Bernardo, para mostrar cómo, aún si aceptara la definición aristotélica de sustancia, ello no iría en contra de los corolarios que Nicolás deriva de la formulación del primer principio: “Y cuando más adelante se afirma que una transmutación natural implica la existencia de un sustrato, porque en su significado está incluida la noción de sustrato –y ciertamente concedo que pueda ser descripta de modo tal que el sustrato pueda formar parte de la descripción–, de tal modo la descripción sería: una transmutación natural es la adquisición de una cosa en un determinado sustrato, junto con la destrucción de una cosa previa en el mismo sustrato. Y en ese caso, concedo que “Hay evidentia reducta ad certitudinem primi principii. Nam (ut dixi) consequens in significando debet esse ídem cum antecedente in bona consequentia, vel cum parte significati per antecedens. Ex qua regula volebam postea multipliciter concludere quod Aristotiles non habuit evidentem notitiam de substantiis abstractis, sicut nec de coniunctis.

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una transmutación; por lo tanto hay un sustrato” es una inferencia perfectamente válida. Pero en ese caso, ello no contradice mi regla, como resulta manifiesto, puesto que lo significado por el consecuente era ya significado por el antecedente. Al respecto, ya había aceptado algo así en mi lectura inaugural de las Sentencias: “Existe el accidente, por lo tanto existe el sustrato”, definiendo “accidente” de modo tal que signifique algo que se encuentra en un sustrato. Pero esto tampoco contradice la regla, ya que en una inferencia de ese tipo, el consecuente es de hecho idéntico con el antecedente (De Rijk, 1994:106)”16.

Es decir: el propio Nicolás acepta que la inferencia de una sustancia a partir de un accidente es válida, en la medida en que la definición misma de un accidente implica su existencia en un determinado sustrato. Si reformulamos (A=existe un accidente) como (A=existe algo que inhiere en una sustancia), entonces es lícito derivar (B=existe una sustancia), en la medida en que, por la aplicación del corolario C5, la afirmación de A y la negación de B implicaría una contradicción: “existe una sustancia” y “no existe una sustancia”. La estructura del argumento es el mismo que en el caso de la pared en la segunda carta a Bernardo. Pero si esa argumentación ya estaba presente, in nuce, en la correspondencia con Bernardo, en una segunda instancia, Nicolás agrega lo que será el núcleo de su crítica a Aristóteles y, por lo tanto, a su defensor Egidio: no es la validez de la inferencia lo que se cuestiona, sino la propia definición de sustancia y accidente como categorías epistemológicas. El punto central, para Nicolás, es que esas definiciones que los “peripatéticos” toman como principios, no sólo no pueden funcionar Ibíd., 12: Et quando ulterius dicitur quod transmutatio naturalis infert subiectum esse, eoquod in significato eiusdem includitur subiectum esse, –et certe concedo quod sic potest describi quod in eius descriptione poneretur subiectum–, ut dicatur “transmutatio naturalis est acquisitio alicuius rei in aliquo subiecto cum destructione prioris rei in eodem subiecto”. Et tunc concedo, quod est valde bona consequentia “transmutatio naturalis est; igitur subiectum est”. Sed non est tunc contra regulam supradictam. Ut manifestum est, quia quicquid est significatum in consequente, erat etiam significatum in antecedente, ut patet. Et secundum istum modum concessi in principio Sententiarum “accidens est; igitur subiectum est”, describendo accidens ut intelligamus quod “accidens” significat aliquid ens in subiecto. Sed non obstat regule, quia in tali consequentia consequens est ídem realiter cum antecedente. 16

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como tales, sino que además no han podido ser demostradas por quienes hacen uso de ellas: “Y eso, a saber, el hecho de que una tal inferencia resulte válida, no alcanza para demostrar que existe otra cosa fuera de los objetos de los cinco sentidos y de nuestras experiencias formales, como algunos, reflexionando insuficientemente, quieren creer. Pues cuando deben enfrentarse al hecho de que no puede demostrarse con evidencia que existe la sustancia, ellos lo creen positivamente por la validez de la siguiente inferencia: “Si existe un accidente, entonces existe una sustancia; pero la blancura es un accidente (como se dice); por lo tanto, etc.”. Ahora bien, uno ciertamente puede conceder que la inferencia es válida. Pues si uno describe “accidente” como se hizo antes, entonces la inferencia es válida. Afirmo, sin embargo, que esta inferencia no es evidente ni de suyo ni por la experiencia. Así, en el asunto en cuestión, afirmo que, al describir “transmutación natural” en el modo expuesto, definitivamente se sigue que “si hay una transmutación natural, entonces hay un sustrato”. Sin embargo, si se describe “transmutación natural”, afirmo que no se puede establecer si verdaderamente existe una transmutación natural, aunque se pueda conceder que una cosa es adquirida de novo y otra se corrompe de novo. Y utilizando ese método, según creo, uno podría probar casi cualquier cosa. Pues si uno supone que la palabra “hombre” significa una cosa inseparable del asno, es evidente que se sigue que “existe un hombre, por lo tanto existe un asno”“ (De Rijk, 1994:106)17. Ibíd., 13: Nec illud, scilicet quod talis consequentia sit bona, valet ad ostendendum rem aliam esse ab obiectis quinque sensuum et ab experientiis formalibus nostris, sicut aliqui credunt imperfecte considerantes. Nam cum eis proponitur quod non potest evidenter ostendi quod sit aliqua substantia, credunt quod ymo, eoquod ista consequentia est bona “ accidens est; ergo substantia est; sed albedo est accidens (ut dicunt); igitur”. Et certe licet concedere consequentiam esse bonam. Describendo “accidens” ut dixi, tunc consequentia est bona. Sed dico quod ista non est evidens ex se nec per expenentiam. Sicut in proposito dico quod, describendo “transmutationem naturalem” ut dixi, optime sequitur “transmutatio naturalis est; igitur subiectum est”. Sed describendo “transmutationem” huiusmodi ut dixi, tunc dico quod non est evidens utrum aliqua talis transmutatio sit, licet concedatur quod aliqua res acquiratur de novo vel corrumpatur de novo. Et faciliter secundum hunc modum (ut videtur) probaretur bene unumquodque. Nam, ponatur quod ista vox “homo” significaret hominem esse cum asino: manifestum est quod tunc sequitur “homo est; ergo asinus est”. 17

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Aquí debe buscarse el punto central de la argumentación ultricuriana, que no se limita a señalar las dificultades de la posición de su adversario, sino que adelanta, a su vez, una doctrina propia acerca del conocimiento que es perfectamente compatible con el mayor desarrollo que adquirirá la cuestión en el Exigit ordo. En efecto, la mayor dificultad que Nicolás encuentra en la argumentación de Egidio –y en la de todos los que hacen uso de un concepto como el de “sustancia”– es que la utilización de ese concepto no está debidamente demostrada. Para que pueda ser utilizado como premisa en una argumentación que no sólo sea formalmente válida –eso quedó ya demostrado en la sección anterior–, sino que, además, produzca verdadero conocimiento, al partir de premisas verdaderas, la verdad de esas premisas debería ser establecida por el mecanismo que Nicolás señala en el pasaje citado: o es evidente de suyo, esto es, por lo significado por los términos; o bien su verdad puede ser establecida por medio de la experiencia. Ahora bien: es claro que la noción de sustancia no responde a ninguna de esas condiciones: su postulación, lejos de ser un principio evidente de suyo, es algo que debe ser demostrado. Y, a su vez, la noción de sustancia no es derivada de ninguna experiencia. Por el contrario, para Nicolás es apenas un concepto al que se arriba partiendo de una definición que, como tal, es una petitio principii: al definir “accidente” como aquello que requiere la existencia de una sustancia para existir, y mostrar luego, mediante la experiencia, que existe algo “blanco” cuya blancura, en tanto accidental, exige la existencia de una sustancia en la que inherir, la inferencia no es más válida que la se obtendría a partir de la definición de “hombre” como “aquello que debe existir junto a un asno”: si aceptamos esa definición, bastará señalar la existencia de un hombre para derivar, con un razonamiento formalmente intachable, la existencia de un asno. A continuación, Nicolás resume su posición de la siguiente manera: “Si se entendieron estas consideraciones preliminares, regreso a la regla anterior, que afirma que del hecho de que exista una cosa, etc. De la verdad de esa regla inferí como corolario la siguiente, a saber, que cualquier filósofo –sea Aristóteles o quien fuere– no poseyó conocimiento

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evidente, con la evidencia mencionada, de la existencia de una sustancia. Pues no pudo dar esto por sentado ni con anterioridad al pensamiento discursivo –volveré sobre esto más adelante–, ni con posterioridad, porque ello habría tenido lugar sobre la base de aquellas cosas que son percibidas con anterioridad al pensamiento discursivo, a saber, los llamados “accidentes”. Pero este no es el caso. Por lo tanto, a partir de una cosa, no puede inferirse la existencia de otra (De Rijk, 1994:108)”18.

En este pasaje, la “anterioridad al pensamiento discursivo” es la que corresponde a las condiciones establecidas antes, esto es: el conocimiento evidente de suyo o por experiencia. Todo lo demás cae dentro de lo conocido mediante una argumentación en la que lo anterior oficia como punto de partida. Una vez eliminada la posibilidad de que la noción de “sustancia” pueda ser conocida pre-discursivamente, como se demostró antes, sólo resta la posibilidad de que sea conocida como conclusión de un razonamiento, esto es, discursivamente. Pero en la medida en que de la existencia de una cosa no se puede demostrar la existencia de otra, según el principio adoptado por Nicolás a partir de los corolarios del primer principio, sólo resta concluir que la noción de “sustancia” no tiene ningún sustento epistémico. Con esta argumentación, se cierra la transcripción del intercambio epistolar de Nicolás de Autrecourt. El primer responsable de la transcripción que se conserva deliberadamente omite el resto, en la medida en que no le resultaba pertinente a los efectos de su interés. Esa circunstancia es lamentada por un copista posterior, que deja constancia de su frustración al no tener a su disposición el texto completo: hec de illa epistola reperii, nec plus pro nunc. Tras la lectura de los originales intercambios entre estos tres maestros medievales, uno no puede sino compartir esa sensación. Ibíd., 16: His preintellectis revertor ad regulam supradictam, qua dicitur quod “ex eo quod una res est… etc”. Ex veritate istius regule inferebam aliud corollarium hoc quod aliquis philosophus (utputa Aristotiles vel quicunque alter) non habuit evidentem notitiam descripta evidentia quod aliqua substantia esset, quia nec ante discursum illud recipiebatur quasi pro noto –et post revertar super illud– nec post discursum, quia hoc esset ex illis rebus que apparent ante omnem discursum, que accidentia dicuntur. Et iam non est ita. Quare ex una re non infertur evidenter alia. 18

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Consideraciones finales El pensamiento de Nicolás de Autrecourt fue sucesivamente caracterizado como escéptico, idealista o empirista; antecedente lejano de Hume, de Descartes, de Leibniz o incluso del fenomenalismo husserliano. Gracias a la pormenorizada lectura que su obra ha recibido en la última década, su figura no ha perdido nada de originalidad, si bien comienza a ser vista –y ello no debería sorprender– como un típico producto de la universidad medieval, antes que como un curioso heraldo de la Modernidad. En efecto, los argumentos presentes en la correspondencia con el franciscano Bernardo de Arezzo y el “peripatético” Gilles du Foin, además de la dinámica misma de la discusión, invitan a pensar en una típica disputa de la universidad medieval en el Trecento, con sus modalidades propias de producción, circulación y transmisión de conocimiento (Weijers, 2007). La eficacia de las herramientas conceptuales de Aristóteles, la definición de la notitia intuitiva, las discusiones sobre el alcance de la distinción potentia Dei absoluta/ordinata, todas ellas son disputas típicas de esa primera mitad del siglo XIV en la Rue du Fouarre, el ámbito de la facultad de artes de París en la que los maestros, tanto seculares como regulares, hacían uso de su complejo arsenal retórico. Las cartas entre Nicolás, Bernardo y Egidio, aún en su estado incompleto, ofrecen un maravilloso testimonio de esa ebullición que se vivía en el ámbito universitario medieval.

Bibliografía a) Fuentes De Rijk, L. M. (1994). Nicholas of Autrecourt. His Correspondence with Master Giles and Bernard of Arezzo: A Critical Edition and English Translation. Leiden. Brill. Grellard, C. (2001). Correspondance. Articles condamnés (texte latin établi par L. M. de Rijk, Introduction, traduction et notes par C. Grellard). Paris. Vrin.

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La influencia medieval en un clásico novohispano: el códice florentino de Bernardino de Sahagún Virginia Aspe Armella Sandra Anchondo Pavón Universidad Panamericana – México [email protected]

Resumen Algunos estudiosos de las Indias pusieron interés en las realidades naturales del Nuevo Mundo y, en sintonía con la tradición clásica, escribieron tratados naturalistas desde las primeras décadas del siglo XVI, haciendo que la novedosa naturaleza americana irrumpiera en la historia universal desde esta perspectiva. Así lo notamos en la obra de Fray Bernardino de Sahagún, franciscano que se dio a la tarea de documentar a detalle, en el Libro XI de su Historia General, los tres reinos naturales: animal, vegetal y mineral.

Introducción Tratando primero de los animales superiores y por último de los insectos, lo mismo que Plinio el Viejo, Bernardino encaraba un modelo clasificatorio de los seres, sólo que ahora americanos: “Los libros de Plinio y el de Sahagún tienen similitudes en la forma de dar a conocer la naturaleza, se acercan al método de descripción y clasificación de los seres que la pueblan: naturaleza, habitat, propiedades comestibles y medicinales. Es evidente que Sahagún quiso dar a los lectores de su Historia una imagen fiel y atrayente de la naturaleza de la región central de México y no dudó en establecer un edificio con las líneas y superficies trazadas por los autores del viejo mundo, Aristóteles y Plinio” (Hernández de León Portilla, 2007:85).

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Ascensión Hernández e Ilaria Palmieri han hablado antes sobre la influencia de los textos aristotélicos en este Libro XI. También se ha dicho bastante de las resonancias que en él tuvo la Naturalis Historia de Plinio el Viejo, el naturalista más leído en la Edad Media. No cabe duda, además, que este texto interesa desde varias aristas, pues, entre otras cosas, se trata del encuentro de dos modelos taxonómicos que responden a las dos ideas de mundo que se entrecruzaron cuando Europa y América entraron en contacto. Lo notamos en el sincretismo de sus imágenes, pero también en las cosmovisiones que subyacen bajo los sistemas clasificatorios que lo componen. Por un lado, los de los indios, basados en la experiencia, documentados bajo sistemas pictográficos, asociados generalmente con las divinidades y el calendario; por otro lado, los sistemas naturalistas de Occidente, fruto de una tradición científica consolidada en documentación escrita, que arrancaba del enciclopedismo helénico y de las obras biológicas de Aristóteles. Es así que en el Libro XI nos encontramos tanto con una tradición que arranca de los bestiarios, lapidarios, herbarios e historias naturales latinas, como también con otra tradición, la indígena, a la que le subyacen sistemas de clasificación peculiares (cf. Reyes Equiguas, 2007:115). Aunque este documento nos ofrece una mezcla especial de una sistematización fija –esencialista– del reino natural (con otra taxonomía específicamente americana, dinámica y basada en lo mutable) y su estudio puede parecernos inagotable, nuestro interés específico está únicamente en delimitar el marco científico, filológico y cultural del mismo, a la luz de sus antecesores. Para ello, intentaremos uno de los posibles modos de aproximación a este tratado natural titulado: Bosque, jardín, vergel de lengua mexicana, comparándolo con el tratado Sobre las partes de los animales de Aristóteles1, comentario filosófico de cómo hay que entender la investigación zoológica y sobre sus normas de investigación. Aunque el Libro XI de Sahagún abarca un campo más amplio –el reino natural y físico en su conjunto–, ambos textos coinciden en cierto modelo de ciencia natural y en la relación de ese modelo con la práctica clasificatoria. En su primer libro, el tratado Sobre las partes desarrolla 1

En adelante nos referiremos a esta obra como Sobre las partes.

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el marco metódico, y en los tres restantes la práctica de clasificar. El Libro XI del franciscano arranca, en cambio, directamente clasificando. Ciertamente, en el Summario inicial lo hace con una estructura medieval descendente contraria a la metodología de Aristóteles: de los animales a los vegetales y de allí al reino mineral. Al igual que en la totalidad de la Historia, el Libro XI se estructura en su índice al modo del Medioevo. Recordemos que la estructura general del Códice Florentino sigue, muy probablemente, a Isidoro de Sevilla y a Bartolomé Ánglico en su categorización general, respondiendo a un ordenamiento decreciente de los seres, que va de Dios y de las cosas divinas a las humanas, y finalmente a las naturales. Este punto lo retomaremos en la segunda parte de nuestra exposición. La indagación de la naturaleza A pesar de lo anterior, en el contenido intrínseco del libro subyace un modelo de indagación de la naturaleza con ciertas similitudes al tratado de Aristóteles. A esta tensión y dialéctica, y a otras peculiaridades, intentaremos hacer referencia a partir de ahora. El objetivo en esta primera parte consiste en penetrar sobre el modelo sahaguntino de ciencia natural. Esclarecer este modelo permitirá, entre otras cosas, desentrañar mejor si el franciscano es un autor clásico, medieval o renacentista. Adelantemos que el tratado aristotélico es una herramienta que nos ayuda sólo parcialmente a cumplir nuestro objetivo, pues presenta similitudes pero también claras diferencias respecto del mencionado Libro XI. Sin embargo, las similitudes son importantes y merecen confrontarse: sigue, por ejemplo, la recomendación aristotélica de que la tarea preliminar a la ciencia, su punto de partida en la indagación de lo natural, es la observación del hecho y su comprensión. Como en el tratado del de Estagira, el Libro XI inserta en el ámbito contingente y particular, en el énfasis teleológico, la descripción del dinamismo, de la funcionalidad de lo natural y la razonable recomendación de que “la naturaleza, al no consistir en lo absolutamente permanente ni en lo fortuito”, debe explicarse con mera necesidad hipotética o

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condicional, por ejemplo, diciendo: “esto viene de esto otro” (Sobre las partes I, 641 b 25-37). Congruente con esta vía científica del tratado, el Libro XI carece de un enfoque formalista, necesitarista de lo natural, a la manera en que muchos medievales de corte neoplatónico indagaron equivocadamente la naturaleza siguiendo el modelo axiomático-deductivo de Analíticos posteriores. Es errado pensar que en Aristóteles hay sólo un modelo científico establecido en Analíticos posteriores I, pues incluso en el Libro II de la misma obra el propio Aristóteles sostiene diversos modos de indagación. En Sobre las partes I, 642 a 16-29 rechaza la interpretación esencialista de lo natural, incluso sostiene que desde Sócrates se cayó en ese error de interpretación. Enfatiza a la naturaleza como esencialmente dinámica. Como siguiendo dicha sentencia, el Libro XI del franciscano mira lo contingente, lo funcional; no define ni demuestra por causas esenciales2. En Sobre las partes I, 639 a 1-5 el de Estagira señala, por un lado, dos sentidos de teoría o dos modos de indagación: la que contempla y demuestra; y, por otro, la de cierta clase de educación y cultura que se hace como “historia”, es decir, la de un tipo de investigación cuyo procedimiento se hace clasificando. Se trata de un estadio previo a la investigación científica demostrativa, indispensable en el caso del estudio de la naturaleza (Sobre las partes I, 639 b 5-11). En este sentido de episteme y teoría se mueve Sahagún. El Libro XI clasifica y divide al modo en que señala Sobre las partes, I, 639 27-30. Si partimos de las tres maneras de clasificar que el tratado menciona –por la forma, por los atributos y funciones y por la división metódica–, Bernardino clasifica por los atributos y las funciones, organizando el material de la siguiente manera: a) Señala los tres géneros de seres físicos y naturales desde el Summario o Índice del Libro XI. b) Observa las distintas especies separando a cada una de ellas en clases o tipos, basándose en sus calidades, atributos, funciones y usos. En este sentido cabe decir que el sistema taxonómico de los indios americanos fue congruente con su visión de mundo, no esencialista, demostrativo y fijista, sino en contraparte dinámico y funcional. 2

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c) De cada grupo da el vocablo para cada tipo y el vocablo común para esa especie particular. Esta investigación observacional atrapa de modo dinámico, por vocablos, los tipos de cada especie. También se fija en la configuración de las clases y en las apariencias. Pero el modelo de ciencia de Bernardino difiere del de Aristóteles en la hipótesis que presenta: mientras que la hipótesis del Estagirita está en la naturaleza como lógos y finalidad, el interés del fraile consiste en presentar una propuesta filológico-lingüista que quiere probar que hay una forma de lenguaje –el mexicano– capaz de atrapar el dinamismo natural mediante vocablos que tienen virtualmente la habilidad de designar la realización propia de la clase de los seres naturales. Por esto, los vocablos y las denominaciones varían según las cualidades y usos. Este dinamismo de la naturaleza que se atrapa lingüísticamente supera el lenguaje conceptual, esencialista y metafísico de la tradición latina. Es nuestro parecer que a Bernardino no sólo le interesa testimoniar en el Libro XI qué cosas hay en estas tierras (enfoque histórico-cultural), sino el modo en que las cosas que hay en estas tierras han sido nombradas (enfoque filológico y de penetración gramatical), una visión de impronta ya nominal del humanismo renacentista3. Lo prueba el Prólogo al libro, al decir que la joya de la predicación evangélica es el modo del conocimiento de las cosas naturales según son nombradas. Como buen humanista recupera el valor clásico de la lengua mexicana que ha de estudiarse para entender las propiedades y las maneras, exteriores e internas, de las cosas de estas tierras. Este último punto va a ser remarcable a la luz de la segunda parte de nuestra investigación, pues tanto el nombre como las propiedades de las realidades naturales fueron imprescindibles para el proyecto evangelizador, ya no lexicográfico, de Bernardino (cf. Bustamante, 1992:245-375).

3 Pero también fruto de una tendencia taxonómica que se venía dando en las indias precortesianas.

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El modelo de ciencia Pero antes de ir allá, ampliemos el desarrollo de uno de los paradigmas clásicos del Libro XI: su modelo de ciencia. Sahagún concibe un sentido teleológico de la naturaleza y tal es el eje metódico de Sobre las partes: la prioridad de la causa final. Coincide con el tratado, 1° en observar las cosas, 2° en ver lo común de ellas, y 3° en señalar las diversas clases en las especies según sus diferencias de grado. Mantiene la regla aristotélica de que “cada una de las partes de los animales es para algo, que es para realizar cierta acción” y que el cuerpo completo ha sido constituido para realizar cierta actividad (Sobre las partes I, 645 b 15-20). Da prioridad a la función sobre el órgano, manteniendo la regla finalística y de dinamismo en lo natural. Por eso enfatiza los diversos usos en animales y plantas, con método inductivo, de abajo hacia arriba, nombrando primero la función, luego la clase de animal de esa especie concreta, dando después el nombre común de la especie y señalando sus características y propiedades generales. Notemos que esta vía ascendente es diversa de la descendente que estructura a todo el Libro XI y la obra en general. Hay una asimetría entre la estructura global de los sumarios y la metodología observacional del contenido. Lo anterior es entendible si pensamos en las dificultades que tuvo el fraile para definir la estructura de esta parte de su obra, dada la importancia de sus informantes indígenas en la compilación de los datos, léxico e ilustraciones4 que conforman este libro en particular. Así el décimo primer libro de la Historia de las cosas de Nueva España es, más que otros, un juego de espejos entre concepciones europeas y modelos indígenas, entre dos modelos taxonómicos5. A este respecto apunta Alfredo López Austin en ocasión de explicar la doble clasificación de algunos animales en el Libro XI del Códice Florentino: “Aunque Sahagún organiza la jerarquía de los encabezamientos

El Libro XI cuenta con 965 ilustraciones, muestra de la interacción y el anhelo de conocimiento recíproco entre españoles e indios que propone Sahagún. 5 Sugerimos al lector confrontar dos interesantes estudios al respecto que explican mejor estos tópicos: Reyes Equiguas, 2007:115-123 y Olivier, 2007:125-139. 4

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de los capítulos, la divisíón en párrafos y las listas de las especies parecen haber sido hechas por los nahuas” (López Austin, 1974:144). Por lo anterior, algunos seres, previamente clasificados en otras categorías, se colocan repetidos entre los animales acuáticos, las aves o los mamíferos. Como prueba es interesante el multicitado ejemplo de la serpiente llamada tzicanantli, ubicada entre las hormigas, solamente porque vive en el hormiguero (cf. López Austin y García Quintana, 2000:1050), hecho que de ninguna manera se entiende desde un sistema clasificatorio europeo. Los especialistas aún se debaten entre dos hipótesis: la que sustenta la prioridad de modelos taxonómicos occidentales y aquella que la rechaza, argumentando que los nahuas poseían un extenso sistema de clasificación que correspondía a la realidad que observaban y en el cual se basa la obra del insigne fraile. Sin centrarnos en la polémica sobre cuál taxonomía pesa más en el libro sahaguntino, sino más bien en el consenso que avala la presencia de ambos sistemas clasificatorios, creemos que la asimetría que mencionamos está también engarzada por la propuesta lingüista. Propuesta que atraviesa todo el Libro XI, a saber, que los vocablos varían según las funciones y cualidades de los seres de la naturaleza y que, incluso, los vocablos denominan, no sólo a la cosa, sino que en ocasiones se acuñan por el efecto y la relación que producen en los humanos. El texto diserta sobre leyendas de plantas y animales, sobre el origen de ciertos cultos, sobre las interpretaciones de lo que es el mar, el cielo y ciertas tierras, sobre joyas preciosas e, incluso, sobre las provincias y los modos de nombrar a sus coetáneos. La importancia de la propuesta lingüística de Sahagún ha sido señalada por Pilar Máynez al analizar la versión española de este tratado natural. Máynez encontró que el fraile había empleado no menos de 459 vocablos nahuas correspondientes a cada especie animal, de los cuales 340 presentan una extensa y detallada explicación (Máynez, 1991:145). Veamos algunos de los ejemplos de su enfoque científico-filológico. Dice en el folio 6: “Este animal que se llama cuammiztli por las propiedades”; también que “hay un animal en estas partes que se mazamiztli que quiere decir ciervo león”, pero león bastardo es cuitlamiztli. O cuando dice que los perros de esta tierra tienen rasgos comunes y llámanse en general

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chichi, pero antes ha dicho que hay muchos diferentes modos de nombrarlos, según si son domésticos, con pelos o sin ellos, etc. A partir de lo anterior documenta que los vocablos hacen una relación entre lo natural y lo ético señalando las leyendas y creencias, los presagios y difrasismos, por ejemplo en el folio 71, relatando las supersticiones en torno al ahuítzotl y la dialéctica que surge entre las posibilidades del futuro por haber estado relacionado con él. Al llegar a la tercera parte del Libro XI, cuando indaga sobre los minerales y piedras, tras testimoniar que es el año de 1576 cuando escribe, Bernardino atribuye virtudes curativas a las piedras diciendo que se ha beneficiado de sus provechos, por ejemplo, con el chapopotli. En el apartado en torno a los colores, donde mantiene la clasificación del tratado Sobre las partes y el modo de señalar los diversos vocablos, ya casi no deja nada del quehacer científico natural; en cambio se concentra en documentar cómo producían los colores, de dónde los sacaban, etc. En este sentido la obra es un constante crescendo cultural e histórico, que se aleja paulatinamente del modelo naturalista científico del inicio. Desde la tercera parte del Libro XI el análisis sufre un vuelco: Sahagún cambia su modo de clasificación y relato, acercándose cada vez más al modelo medieval de interpretación, como cuando habla de la tierra como elemento y, de inmediato, pasa a hablar de caminos, y de éstos al camino de la peregrinación de la iglesia militante. En este orden de ideas, el folio 231 habla de Tonatzin, “hoy señora de Guadalupe”, señalando que parecía invención de Satán el haber ligado el vocablo Tonantzin (que quiere decir nuestra madre) con el de Guadalupe, ya que el nombre de la madre de Dios debiera ser Dios inantzin. Sostiene que si los primeros frailes hubiesen entendido la lengua náhuatl habrían prevenido ese error idolátrico, como ahora lo ha hecho él al trocar la palabra Tonatzin por la de Santa María, aprovechando la similitud fonética de ambos vocablos. *** Pero, antes de continuar con la vinculación que logra el franciscano entre su interés lingüístico y el evangelizador, queremos apuntar algunas

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conclusiones preliminares, sobre esta primera parte de nuestra exposición. Aunque aún hay mucho que decir sobre esta comparación entre el Libro XI y el texto del fundador del Liceo, es posible afirmar que la estructura general de la obra de Bernardino y, en concreto, la del Libro XI no responden al esquema de ciencia física y natural de Aristóteles. Sin embargo, y a pesar de ello, el Libro XI cuenta con un modelo teleológico y funcional de ciencia clásico de Aristóteles, cuya metodología observacional hacen de él un compendio que remite a uno de los dos sentidos de theoria establecido por el tratado Sobre las partes. No obstante, la relación entre funciones naturales y virtudes con las leyendas y usos humanos es totalmente ajena al modelo allí planteado. Proviene más bien de una tradición clásica cristiana, muy del corte franciscano, que recorre a Bartolomé Ánglico y Juan Gil de Zamora, entre otros, hasta Bautista Viseo y Sahagún. Por otro lado, parece ser que Sahagún utilizó la metodología fenoménica e inductiva del tratado aristotélico para incorporar su hipótesis lingüística, hipótesis por demás clásica y latina, a saber: que el lenguaje es expresión de humanización y de un modo de racionalidad y apropiación del alma; y que, en los mexicanos, su lenguaje capta el dinamismo y la cualidad inmanente de los tipos y clases de las diversas especies de lo natural. Dicha tesis lingüística, además, es fundamental –como ya adelantamos– para el proyecto más importante en Sahagún: evangelizar a los indios de la Nueva España. Sobre esto ahondaremos a continuación. *** Ciencia y evangelización Durante la Edad Media se conoció y leyó en abundancia a Bartolomé Ánglico, uno de los autores que parece haber influido a Sahagún, quien lo mismo que el autor inglés podría afirmar fácilmente que “como las authoridades divinas y humanas testifican las propiedades de las cosas, siguen las mesmas substancias, y debe ser según la orden y distinción de las substancias, la orden y distinción de las propiedades” (Bartholomaeus Anglicus, 1949:12). Dice Ánglico que, dada la confusión

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que dejaron muchos filósofos y teólogos, y por la oscuridad y los profundos secretos que las propias cosas encierran, resulta difícil reconocer la verdad que en ellas se refleja. Por tanto, establecer con claridad sus propiedades es clave para comprender el orden de la realidad, ya que a través del conocimiento de las realidades materiales es posible acceder a las realidades más altas, espirituales e incorpóreas. Por eso la escritura ejemplifica virtudes morales con ficciones poéticas a través de los seres materiales, dado que conocemos mejor la materia sensible que lo puramente espiritual, de manera que por cuestiones de nuestra humana cognición es mejor captar lo más alto a través de símiles con las cosas bajas y corporales. A la luz de la evangelización de los naturales de América, lo anterior aclara a las nuevas generaciones de frailes cómo debieran ser las tareas de transmisión del cristianismo y de la cultura cristiana, pues mejor se entenderán a través de símiles y analogías cercanas a los indios, de sus propios vocablos y relaciones poéticas. El libro Sobre las propiedades de todas las cosas, además de este afán de conocer las sustancias existentes para comprender todo lo real, se esfuerza por dotarlas de contenidos morales. Este interés moralizante de la obra de Bartolomé Ánglico ha sido continuado y concretado a través de la obra del también franciscano Juan Gil de Zamora, al supeditar los conocimientos naturales a las verdades cristianas (Aegidius Zamorensis, 1994). Por ejemplo, hablando de la fuerza como virtud mediante la imagen de una piedra, o comparando la fe con ciertas propiedades “ardientes” de alguna realidad natural. Igual que su cofrade, nos parece claro que Sahagún tenga el proyecto de ayudarse del Libro XI para establecer analogías, simbologías y ejemplos que ayuden a la predicación, siendo fundamental sacar a la luz todos los vocablos de la lengua mexicana. El lenguaje es el puente de comunicación que tenderá Sahagún para comprender y hacer comprender, para entender la realidad indígena y para ayudarles a hacer propio el mensaje cristiano, cuestión indispensable para la salvación de sus almas. En este sentido, es interesante observar otro rasgo de interacción conceptual en el libro XI, a partir de los siguientes ejemplos que nosotros tomamos del análisis de Salvador Reyes Equiguas antes citado (2007:115-123). En los textos castellanos que

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describen la flora y fauna nativas se puede encontrar el calificativo “de la tierra”, que se agrega a los nombres de las especies mencionadas en castellano, por ejemplo: “hay unos árboles en esta tierra que se llaman capuli o capulcuáhuitl. Y los españoles llaman a estos cerezos […]. La fruta se llama capuli, quiere decir “‘cerezas desta tierra’”. En contra parte, habla de los caballos como mamaza, “venados” en náhuatl, aunque también los llamA cavalllosme, es decir, caballos con la pluralización náhuatl, me. Historia Natural Cerramos este paréntesis que ilustra la riqueza lingüística de la obra del fraile, para continuar el análisis de la influencia de otro clásico: la Naturalis Historia de Plinio el Viejo, obra que recoge los conocimientos considerados “científicos” más importantes del mundo antiguo en materia de cosmología, geografía, medicina, fisiología animal y vegetal y mineralogía, constituida como la primera enciclopedia de la historia. Lo más interesante con relación a Sahagún y Plinio no está, a nuestro juicio, en el carácter enciclopédico de la obra latina, rasgo que también comparte Sahagún con Isidoro de Sevilla y Ánglico, sino principalmente en dos cuestiones clave: la fundamentación de la obra en los autores considerados “clásicos” y el valor lingüístico derivado de la cantidad de vocablos y usos retóricos utilizados por Plinio. Según los especialistas (cf. Serbat, 1995), el ordenamiento decreciente del cosmos a lo humano y al reino mineral que vemos en la obra del escritor latino responde a una búsqueda de la armonía natural, a un afán de equilibrio que explique un orden universal. Para Sahagún resulta fundamental encontrar una base naturalista, y no únicamente cristiana, que haga contrapeso a la idea de inestabilidad universal de la cosmovisión precortesiana. Por eso, aunque nos parece que la macroestructura de la Historia General responde a una jerarquización medieval más al estilo de Isidoro de Sevilla o Bartolomé Ánglico6 (que va de las cosas divinas –incor6 Quien, por cierto, es un seguidor del sevillano, que prefiere concentrarse en las propiedades de los seres más que en los vocablos.

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póreas y superiores– a las humanas y luego a las naturales –corpóreas e inferiores–), creemos que dentro de esta estructura encontramos el subapartado de historia natural siguiendo a Plinio en su sistematización naturalista7. Dicha influencia ha sido sustentada desde hace muchos años por Garibay (1953-1954) y otros estudiosos del tema, además de que, al parecer, en la Biblioteca de la Santa Cruz existió un ejemplar en latín. Reconocerlo es importante porque implica que Bernardino ha querido traslucir un orden en la naturaleza, específicamente para ayudar a proclamar una ley suprarreligiosa, supracultural y suprapositiva a partir de un reordenamiento de la propia cosmogonía indiana8. Según Ilaria Palmeri (2001:203), la relación entre Plinio y Sahagún está en el mismo principio clasificatorio de los animales según su hábitat (terrestres, aéreos, acuáticos e insectos). Asimismo, la sección dedicada a las plantas de uno y otro autor ocupa inmediatamente la siguiente a las dedicadas a la fauna. Y la relación sobre las piedras preciosas, los metales y los colores cierra en ambas obras el tratado de historia natural. Aunque la interpretación de Palmieri no apuesta por una influencia unívoca en la obra de Sahagún9, sí remarca que el ordenamiento de esta parte del Códice Florentino no es indiana, sino que nace de las categorías del franciscano10. Para ella el Libro XI (como en el mundo natural europeo y a diferencia del indígena) estuvo modelado por un sistema de En este sentido, la iconografía prehispánica ha dado motivos para vincular el Libro XI del Códice Florentino con el texto de Plinio. Luisa Pranzetti ha trabajado el asunto demostrando que, sobre todo, las descripciones de los reptiles que hace Sahagún denotan influencia pliniana. Por ejemplo, con respecto al carácter vengativo de algunas serpientes (Pranzetti, 1998). 8 Este naturalismo estoico es el fundamento desde el cual Sahagún puede homologar un naturalismo pagano en las culturas grecolatinas y en la de los antiguos mexicanos. 9 La autora abre la posibilidad de que la inspiración de Sahagún provenga de Plinio el Viejo, Bartolomé Ánglico o Johann von Cube. 10 “Los propios colaboradores nahuas de que se sirve el franciscano para la redacción del manuscrito ya no son los exponentes del mundo indígena anterior a la llegada de los españoles, sino los colegiales cristianizados y aculturados, cuyos modelos de referencia están modelados por la cultura europea. Nos encontramos, pues, frente a un proceso doble: Sahagún ejerce el control sobre el plan total de la obra; sus asistentes indígenas redactan los textos, transformando los discursos orales en 7

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clasificación estricto, subdividido en categorías predispuestas según un orden específico no-indígena (Palmeri, 2001:194). Como dijimos antes, nosotros pensamos que si bien Sahagún sigue a Plinio en la estructuración del Libro XI con criterios no-indianos, estableciendo un ordenamiento que reestructure toda la cosmogonía náhuatl desde parámetros europeos, ello no obsta para que su obra también trasluzca lo indígena. De hecho el legado de Sahagún ha sido la conservación y recontextualización de lo indígena, a pesar de la estructuración europea gracias a la conservación del léxico prehispánico11. Este legado del que hablamos es posible por el carácter narrativo-literario del texto sahaguntino, el cual, a la vez que permite recomponer la realidad natural indiana con fines moralizantes, no le impide conservar autenticidad12. Concluyendo Para compendiar el saber acumulado hasta ese momento en la tradición greco-latina, Plinio necesitó de los textos de más de cien autores: encontró el fundamento de su Historia Natural en autores reconocidos como Herodoto, Virgilio, Hipócrates, Varrón, Cicerón y Aristóteles (Serbat, 1995:61-64). Sin embargo, Sahagún no cuenta con un fundamento como el de la tradición occidental y lo construye recogiendo las narraciones orales de los sabios indígenas13. Dicha construcción, o si se quiere re-construcción de las narraciones14, igual que la prosa de Plinio, se puede ver como un tesoro lexicográfico y aún literario (Serbat, 1995:138). Las obras del romano y el novohispano muestran pretensiones documentos escritos y adaptando la información al plan organizativo establecido por el franciscano” (Palmeri, 2001:190). 11 Palmeri reconoce la posibilidad de entrever un sistema taxonómico indígena del mundo natural precortesiano a través de un análisis lingüístico. 12 El texto en lengua mexicana hace posible la superposición de la sabiduría mexicana y la tradición europea. 13 De ahí que hayamos dicho que Sahagún funda la literatura mexicana, “echa los fundamentos” que hagan posible una obra como la de Plinio, Isidoro o Ánglico. Todos ellos basados en los autores clásicos al consolidar sus enciclopedias. 14 Cabe recordar que Sahagún no es autor –salvo de los prólogos y epílogos del Códice Florentino–, sino editor de los textos.

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literarias: en el caso de Plinio se han estudiado el uso de ciertos tiempos verbales, su preocupación por el ritmo, el uso de la prosa métrica, los giros poéticos y su arte descriptivo (Serbat, 1995:143-153); Sahagún también intenta en el Códice Florentino lo mismo que la Naturalis Historia, un estilo elevado en la escritura del mexicano clásico. Es así que el anhelo filológico de Sahagún se ve doblemente trascendido por el resultado de su obra: como compendio literario, por un lado, y como manual para predicadores, por otro. En el caso concreto del Libro XI, notemos que es una herramienta útil para la predicación en tanto que contribuye ayudando a los indios a ordenar el universo, de suerte que comprendan mejor las verdades cristianas, como la existencia de un solo Dios, creador de todos los demás seres inferiores. “Será también esta obra –dice el franciscano en el prólogo al Libro XI– muy oportuna para darlos a entender el valor de las criaturas, para que no las atribuyan divinidad; porque a cualquier criatura que vían ser iminente en bien o en mal, la llamaban téutl; quiere decir “Dios”. De manera que al Sol le llamaban téutl por su lindeza: al mar también, por su grandeza y ferocidad. Y también a muchos de los animales los llamaban por este nombre por razón de su espantable disposición y braveza” (1979: prólogo).

De ahí la importancia de seguir la estructura de los clásicos que aquí mencionamos: para darle soporte a los modos clasificatorios de este apartado del Códice Florentino, pues esta jerarquización de los seres naturales permite que Bernardino ayude a los indios a dar un nuevo sentido a la realidad natural (como no deificable), ubicando debajo –en la cadena de los seres existentes– a los seres inertes, animales y plantas. Por otro lado, reúne material para la persuasión retórica a través de ejemplos, analogías y simbolismos. El Libro XI es un compendio de vocablos en náhuatl, español e incluso, mezcla de ambos, que se conjuga con el modelo sahaguntino de ciencia natural en tanto demuestra que los vocablos varían según las funciones y cualidades de los seres de la naturaleza.

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Por esto último, el modelo de ciencia del leonés difiere del de Aristóteles y, aunque puede decirse que tiene influencia del de Estagira, ésta le viene a través de los autores clásicos que mencionamos en la última parte de nuestro escrito: Plinio el Viejo, Isidoro de Sevilla y Bartolomé Ánglico. De esta manera es posible conciliar la propuesta filológicolingüística con la que Sahagún atrapa el dinamismo de la naturaleza y supera el lenguaje conceptual, esencialista, con cierta influencia aristotélica en sus textos.

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Contra la traducción de Battistessa de la commedia de Dante Diego Ruggieri Buenos Aires Resumen Aunque compuesta hace alrededor de 700 años, la Commedia de Dante Alighieri interesa aún hoy a muchos lectores. El lector de habla castellana que no domina el italiano o no lo lee con cierta fluidez busca, como es de esperar, una traducción a nuestra lengua. Y aquí se detiene, como ante una bifurcación de caminos. ¿Qué traducción me conviene elegir? En Argentina muchos creen que esta pregunta está respondida de antemano, y la respuesta es: “La de Battistessa, por supuesto; es la mejor, y además tiene la ventaja de ser bilingüe”. El mismo lector, por lo general, tiene la idea de que la traducción de Bartolomé Mitre es “malísima” (sic). Pero ¿qué queda de estas ideas, que son aceptadas sin parpadear por la mayoría, cuando se las estudia no sólo con las armas del conocimiento teórico, sino a la luz de la intuición poética?

Sirvan de introducción estas palabras del profesor Joseph Bedier (1864-1938): “Ya se trate de prosa o de poesía, el arte de escribir reside enteramente en la identidad de la idea y el sentimiento con el ritmo y el metro de la frase, con el sonido, el color y el sabor de las palabras, y son estos vínculos sutiles, estas armonías, los que todo traductor, inevitablemente, separa y destruye, porque es esclavo de la literalidad y aunque puede verter a su propio lenguaje el pensamiento, no puede hacer lo mismo con la música de ese pensamiento, no puede hacer lo mismo con esa cosa tan pequeña que llamamos el estilo. Por esto, se puede decir que sólo es posible traducir bien a un escritor mediocre”. Las palabras de Bedier son claras, incontestables: no es posible encontrar una buena traducción de la Commedia, porque no es posible hacerla. Más aún, la Commedia (“Divina” es un epíteto que el impresor Aldo Manuccio le agregó en 1555, y tuvo aceptación general inmediata) es un poema. Y agrega ahora Joseph Bedier (que habla a propósito de La

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Chanson de Roland): “el mero hecho de traducir en prosa un poema es la primera y la peor de las inexactitudes”. Entre toda prosa, por poética que sea, y todo verso hay una diferencia capital: el ritmo. Para el lector argentino, que la Commedia fue compuesta en verso es un hecho conocido, pero ¿lo sería si no estuvieran en verso la mayor parte de las traducciones al castellano que circulan? ¿Cuántos lectores saben que las obras de Shakespeare, que han sido traducidas al castellano en prosa demasiadas veces, fueron compuestas en verso? El lector de hoy espera de una historia que esté narrada en prosa, así como espera que hablen en prosa los personajes de un drama. Pero no fue siempre así. En la época de Dante no era raro que una extensa obra didáctica, como el Tesoretto de Brunetto Latini, estuviera compuesta en verso. El verso en el que está compuesto el Tesoretto es poco más que un ornamento del contenido, pero Dante, poeta en cuerpo y alma, “a man who sings, not one who talks”, al decir de Robert Louis Stevenson, no eligió el verso por costumbre ni por moda. Su autobiografía amorosa, La Vita Nova, la había compuesto en prosa rítmica, intercalada con sonetos y canciones. Para la Commedia en cambio ideó una forma nueva, la llamada Terza Rima que más abajo tendremos ocasión de oír y conocer. Es fácil imaginar un Tesoretto en prosa, pero ¿quién que haya leído “il poema sacro” puede concebirlo, no ya en prosa, sino en cualquier otra forma que no sea la Terza Rima? Es inseparable del cuerpo del poema, como la sangre de un ser vivo es inseparable de su cuerpo. Y lo mismo, ya que estamos, puede ser dicho de toda verdadera poesía con relación a su forma. Cuando comenzó la composición de la Commedia, Dante ya era autor de los mencionados sonetos y canciones y de muchas piezas líricas, algunas de ellas hoy perdidas. Es razonable suponer que, como la lírica de trovadores y troveros, la poesía cancioneril española y la lírica medieval en general, todas o casi todas estas composiciones eran cantables. Así lo confirma, en cuanto a una de sus canciones, el encuentro de Dante con el cantante y compositor Casella (Purgatorio II, 77-119) y es claramente no se trata de una excepción sino más bien de la norma. En este encuentro en el Más Allá Dante nos cuenta en hermosos y apasionados versos que Casella canta su poema “Amor che nella mente mi ragiona” ante las almas del Purgatorio.

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¿A qué viene todo esto? A establecer un hecho que el lector común ignora, a responder una pregunta que el lector que abre en su casa o en el colectivo un volumen titulado “La Divina Comedia”, firmado por “Dante Alighieri” y lo lee en silencio, ni siquiera se hace. La Commedia no es un “libro” en el sentido en que Cien años de soledad sí lo es. Sin discutir los méritos de esta última obra, se trata de una narración en prosa por un autor moderno, destinada desde su misma concepción al libro tal como lo conocemos y a los hábitos contemporáneos de lectura. La Commedia en cambio es obra de un poeta medieval. Aunque Dante invoca, una y otra vez, al “lector” de su poema, ese lector a quien habla no es el lector de hoy. Era un hombre culto que leía en voz alta, habitante de un mundo pasado donde la poesía no era letras, no era tinta, sino palabra pronunciada, ritmo, voz. Y más allá de la intención de su creador, la Commedia llegó pronto a oídos del pueblo y el hombre del pueblo la hizo suya, cantando sus tercetos mientras trabajaba o conducía su carro, así como cantaba los versos anónimos de la hermosa poesía folklórica italiana, así como siglos después los gondoleros venecianos cantarían las octavas del Ariosto y del Tasso. Por todo lo antedicho, a la hora de elegir traducción, las llamadas traducciones en prosa deben ser las primeras en quedar descartadas. ¿Acaso hay una prosificación en lengua italiana para los que quieran optar por esta forma rítmica? No la hay: la Commedia es una obra en verso. Su sustancia y su forma son poéticas. Una traducción en prosa es un error de concepto; más aún, es una traición a su esencia. Antes de comparar entre sí diversas traducciones al castellano, será conveniente que oigamos el original que se intenta traducir. Invito al lector, aunque no tenga conocimientos de lengua italiana, a pronunciar en voz alta lo que sigue:

Nel mezzo del cammin di nostra vita Mi ritrovai per una selva oscura Chè la diritta via era smarrita. Eh, quanto a dir qual era è cosa dura Questa selva selvaggia ed aspra e forte

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Che nel pensier rinnova la paura! Tanto è amara, che poco è più morte; Ma per trattar del ben ch’io vi trovai, Dirò dell’altre cose ch’io v’ho scorte.

Esta forma poética, conocida como Terza Rima e inventada según se cree por el propio Dante, encadena por medio de las rimas un número indefinido de endecasílabos, según el siguiente patrón: aba bcb cdc ded y así sucesivamente. En el segundo verso de cada terceto, o lo que es lo mismo, cada cuatro versos a partir del segundo, aparece una rima nueva; se puede seguir agregando endecasílabos hasta el infinito; cuando se quiera concluir la composición, se agrega un endecasílabo que rime con la última rima introducida. Este último verso es el primero de un terceto que quedará trunco. Cada rima en la composición se repite tres veces. Esta última, sólo dos. Así termina el primer Canto:

Che tu mi meni là dove or dicesti, Sì ch’io veggia la porta di San Pietro, E color che tu fai cotanto mesti. Allor si mosse, ed io gli tenni dietro.

A lo largo de cada canto, su encadenamiento rimado enamora nuestro oído, y en esa larga guirnalda de versos cada rima nos sorprende al llegar, nos deleita al repetirse, y al despedirse deja el paso a una nueva rima, pero deja también su recuerdo; cada rima se entrelaza con la anterior y la siguiente; aparece, se repite, y se despide; el último verso, el que cierra la sucesión de rimas, nos da el descanso melódico, es decir, produce en nuestro oído un efecto satisfactorio similar al de la tónica o nota de descanso de una melodía. Este efecto es característico de la terminación de cualquier estrofa rimada, pero en los cantos de la Commedia es mayor debido a la acumulación de tensión, tanto sonora como dramática y narrativa. Oigamos ahora la conclusión del canto XXVIII del Purgatorio, en el cual el Poeta llega al paraíso terrestre en lo alto de la montaña del

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Purgatorio. Paladeemos estos versos, oigamos su belleza, aunque no sepamos pronunciar ni acentuar correctamente los versos.

Quelli che anticamente poetaro L’età dell’oro e suo stato felice Forse in Parnaso esto loco sognaro. Qui fu innocente l’umana radice; Qui primavera sempre ed ogni frutto; Nèttare è questo, di che ciascun dice. Io mi rivolsi a dietro allora tutto A’ miei poeti, e vidi che con riso Udito avevan l’ultimo costrutto: Poi alla bella donna tornai’l viso.

Habiendo disfrutado del sonido original de Dante, incluso a través de un filtro defectuoso, leamos estas dos traducciones:

“Los poetas, que tuvo antiguamente De oro la edad en su feliz estado Este jardín soñaron en su mente:



Aquí inocente el hombre fue creado, Aquí existe la eterna primavera Y el néctar está aquí, de que se ha hablado.



Yo mis ojos giré cuando esto oyera, Y a mis poetas vi, que sonreían, Escuchando lo que ella me dijera;



Y a la joven mis ojos se volvían”.



“Quizá los que de antiguo poetizaron La feliz Edad de Oro y su ventura Por el Parnaso este lugar soñaron.

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Del hombre la raíz aquí fue pura; Siempre dio aquí sus frutos primavera; De este néctar nos habla su escritura.



Yo entonces me volví sin más espera A mis poetas: vilos sonriendo Por como su discurso concluyera



Y a la bella mujer me fui volviendo”.

Baste el ejemplo para mostrar cuánto color, cuánta canción, cuánta belleza se ha ahogado en el camino que lleva del poema original a la traducción, como si traducir fuera vadear un río de olvido entre cuyas orillas no hay puente posible… El poema original y las versiones no están hechos de la misma materia – la lengua – ni por el mismo orfebre. Pero hay en ellas nobleza y lealtad: sus autores, Bartolomé Mitre y Ángel Crespo, han oído a Dante e intentan, sabiendo que no lo lograrán, trasladar a su propia lengua “il poema sacro”. Justo es que se reconozca al primero el mérito que no se niega al segundo. Personalmente considero la versión de Crespo claramente superior a la de Mitre, aunque no en el fragmento arriba citado. Verso por verso, en este fragmento como en todo el poema, se puede discutir aciertos y errores de ambos traductores. En el ejemplo de arriba se puede criticar a Mitre una omisión, la de la mención al Parnaso. A Crespo un agregado, la idea de escritura al traducir “di che ciascun dice”. Pero son parte de la fatalidad de elegir, como todo traductor debe hacer. Y es la elección la que me parece acertada. Don Bartolomé Mitre y Don Ángel Crespo eligieron preservar la forma Terza Rima por estimarla inseparable de la Commedia en su conjunto, como el esqueleto o la sangre son inseparables del cuerpo. Verso por verso se perderán detalles, matices de significado, lo cual, y sea esto subrayado, no deja de suceder cuando el traductor decide prescindir del metro o de la rima. Ahora veamos lo que hace con estas dos primeras estrofas el más prestigioso, al menos en Argentina, de los traductores de la Commedia, Ángel J. Battistessa:

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“Quienes antiguamente poetizaron La edad de oro, y su vivir dichoso, Quizá soñaron esto en el Parnaso.



La raíz humanal fue aquí inocente, Siempre aquí es primavera, y todo fruto; Néctar es esta agua, cual han dicho.



Yo me volví entonces por entero A mis poetas, y vi que sonriendo Este último aserto habían oído;



Luego a la bella dama torné el rostro”.

Si primero hemos disfrutado la fluidez y belleza de los versos italianos del Poeta, si hemos descendido luego a las versiones de Mitre y Crespo, fieles pero ya sin magia, leer a Battistessa es caer al suelo frío y duro de la prosa utilitaria. ¿Por qué suena tan torpe Battistessa? La respuesta nos la da él mismo, con soberbia y ceguera, en el prólogo a su traducción: “La presente traducción reproduce el exacto número de líneas de cada canto, y guarda, por estimarlo esencial, el diseño del terceto, al menos en cuanto módulo estrófico. De algo tuvo que prescindir, sin embargo. Salvo esta o aquella asonancia, o esta o aquella ocasional consonancia, a ratos reservadas para evocar las primigenias terminaciones versales, en los demás casos –en casi todos– nos ha parecido conveniente, y prudente, prescindir de la rima. Perdiendo algo se ha aspirado a salvar, como en reflejo, lo que realmente importa, lo que en las versiones castellanas que conocemos se desdibuja y se amengua: el nítido desarrollo sintáctico que preserva el suspenso de lo narrado y hace posible, en primer término, la condensación de las imágenes. No olvidemos que sólo en ellas, en las imágenes, el entrañable espíritu poético de Dante se corporiza y respira”. Entonces ¿la belleza sonora del verso de Dante, en cuya construcción es esencial la forma poética por él elegida, por él inventada para la obra de su vida, es sólo un accidente? Si lo que realmente importa es

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“el nítido desarrollo sintáctico que preserva el suspenso de lo narrado”, podemos suponer que, de haber nacido Dante del siglo XVII a esta parte, habría escrito su Commedia en prosa. Además, si el espíritu poético de Dante sólo se corporiza en las imágenes ¿por qué no traducirlo en prosa franca y directa? ¿Será porque, como él mismo dice, estima esencial el diseño del terceto? Pero tal diseño es una convención visual engañosa, que no corresponde a una realidad auditiva, ya que no hay pausa entre tercetos, y que nadie puede probar que se deba al propio Dante, ya que el manuscrito autógrafo está perdido. La separación de estrofas se denotaba en los manuscritos de esos tiempos no con un renglón en blanco, sino con una capital. ¿Hablará entonces Battistessa del diseño auditivo? Este diseño, él mismo lo destruye al prescindir de la rima: nos deja una composición en endecasílabos sueltos, que por convención se escriben uno debajo de otro, sin línea en blanco de por medio; convención fundada en la ausencia de factores que, como la rima o alguna variación métrica, puedan sugerir una agrupación en estrofas. ¿Puede ser entonces que se refiera al diseño conceptual? No hay coincidencia necesaria entre ideas y tercetos a lo largo de la Commedia. No hay nada de esencial en lo que Battistessa llama “el diseño del terceto”, sea lo que fuere, que su traducción “guarda”. Es el espíritu lo que es prosaico, lo que no es poético, en la traducción de Battistessa. En sentido técnico su traducción es en verso, ya que la diferencia entre verso y prosa no es visual sino rítmica, y los versos de Battistessa son endecasílabos correctamente acentuados; pero no hay aliento (espíritu) poético que los anime. Son torpes, y el apego a un ritmo determinado los hace más torpes aún. Son como lagartos con alas, impedidos de volar como si no las tuvieran, afeados por aquello mismo que hace bellos a los pájaros. La razón por la que Battistessa no ha entendido la esencialidad de la rima, él mismo sin quererlo la explica cuando afirma: “No olvidemos que sólo en ellas, en las imágenes, el entrañable espíritu poético de Dante se corporiza y respira”. Pero ese algo que Battistessa deja perder para salvar lo que realmente importa, ese algo, la rima, es lo que encadena cada terceto al siguiente produciendo, en cada canto, un efecto de encan-

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tamiento progresivo, hasta que el verso final, cerrando las rimas fuera de estrofa, nos sume en un éxtasis sereno y delicioso. La erudición, que cultivó toda su vida, no le dio al profesor Battistessa algo que no tuvo al nacer: un oído para la poesía. Battistessa no ha entendido, sencillamente, que la Poesía es un arte del oído. Es verdad que Dante nos hace ver un mundo, nos hace vivir con todos nuestros sentidos, con el latido de nuestro pecho, con el aliento íntimo de nuestro ser, su viaje por los tres mundos del Más Allá. Cuando leí la Commedia por primera vez necesité, al concluir el canto XXXII del Paradiso, hacer una pausa y esperar un día, pues sabía que el canto XXXIII y final era la llegada del viajero, que era Dante y era yo, pues yo viajaba con él como él viajaba con Virgilio primero y después con Beatrice, a la Visión del Creador. Y necesité hacer esa pausa, porque sentí miedo. Y lo sentí porque había oído el canto del poeta, había oído su voz narrando su viaje y construyendo su mundo. Dante me había hecho sentir que yo también estaba a un paso de ver a Dios con mis propios ojos. Pero yo leí la Commedia en su lengua original, la leí en voz alta desde el primero al último verso. ¿Habría podido sentir lo mismo a través de una traducción, en particular de la de Battistessa? Las imágenes de Dante, tan vivas y poderosas, son creadas a través de la belleza sonora que Battistessa es incapaz de oír, sólo porque no ha nacido para ello. Basta con leer la petulancia y la seca intelectualidad de su prosa para notarlo, pero como si ello fuera poco, él ha hecho alarde de su sordera reduciendo a escombros la obra de uno de los mayores poetas que han nacido entre los hombres. Prescindiendo de la rima Battistessa cree perder sólo “algo”; lo cierto es que pierde nada menos que la unidad poética de cada canto, en cuanto canto de un poema, y no capítulo de una novela. Cabe señalar que en este aspecto las traducciones de Mitre, Crespo y Juan de Dios Pezuela, a quien más abajo también citaremos, triunfan completamente. Hay una cuestión de fondo, que toca la idea misma de traducción, y a la que aludiré tan brevemente como pueda, para luego retomar el hilo de la argumentación. Aunque hoy en día sea difícil tomar la distancia necesaria para verlo, en toda traducción, además de significado por significado, se traduce forma por forma. Pezuela, Mitre y Crespo tra-

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ducen Terza Rima por Terza Rima; Battistessa traduce Terza Rima por endecasílabos sueltos. Y otros traducen Terza Rima por prosa narrativa. Independiente de los juicios de valor tácitos con que los lectores, con percepción prestada por su época, abordan una traducción, en ningún caso una traducción es inocente en ese sentido. Battistessa no es un iluminado que entendió la inesencialidad de la rima: es habitante de un mundo que está abandonando la rima y dejándola en el pasado. Sin embargo la preservación de la rima se ve favorecida por el parecido entre la lengua de Dante y la nuestra; un conjunto de rimas como “anni, inganni, panni” se traduce fácilmente como “años, engaños, paños”; “giustizia, inizia, vizia” como “justicia, inicia, vicia” y tales grupos abundan; encontré estos ejemplos abriendo el libro al azar dos veces. Más aún, el endecasílabo italiano se adaptó a la lengua castellana, en tiempos de Boscán y Garcilaso, tan bien como si hubiera nacido en nuestra lengua. La Terza Rima, tradición que Dante inició y tuvo en Italia un continuador de la talla del Petrarca, encarnó en España con tanta vitalidad que Miguel Hernández, en pleno siglo XX, la eligió para componer su conmovedora Elegía. En conclusión, la forma poética de la Commedia es una forma propia de nuestra lengua y nuestro tiempo ¿por qué no usarla?1 Dice el Poeta: Nel modo che’l seguente canto canta (Paradiso V, 139) Pero ese canto, Battistessa no lo puede oír: Battistessa no oye, lee: lee ideas, lee prosa, lee un discurso. Pero la Commedia no es discurso, es Poesía. Batistessa nunca ha oído la voz del Poeta; Battistessa nunca conoció la Poesía. Veamos cómo se ensañó con algunos de los versos más hermosos de la obra: E come amico omai meco ragiona (Purgatorio XXII, 21): “Y cual amigo puedes tú tratarme”. Mitre, más dignamente: “Y háblame como amigo que razona”. Crespo es el más eufónico: “Y como amigo cuén1 Es otro el caso del inglés y alemán, lenguas germánicas en las cuales ni el endecasílabo ni la Terza Rima pudieron enraizar. Longfellow y Karl Vossler eligieron con acierto el blank verse, el verso sin rima de los dramas de Shakespeare, para sus traducciones de la Commedia al inglés y al alemán. La unidad poética de cada canto surge, aunque sin el encanto del original, de la pujanza y variedad rítmica de este verso de tradición centenaria en esas lenguas.

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tame y razona”. Más cercano al original sería “Y como amigo conmigo razona”: como verso aislado es menos eufónico que el de Crespo, pero habría que considerar cómo suena en el contexto de una traducción completa del terceto. Un cuarto traductor, Juan de la Pezuela (1865), también es eufónico: “Y como tal conmigo aquí razona”. Temprava i passi un’angelica nota (Purgatorio XXXII, 33): Battistessa traduce así: “Reglaba nuestro paso un canto angélico”. No es mejor en este caso la traducción de Mitre, que sólo se justifica por la rima: “Y al son marchando de armonía leda”. Pezuela: “Íbase al son de voz celeste y leda”. Muy superior a todas es la de Crespo, que usa la misma rima, respondiendo al necesario “rueda” del verso 29: “Nuestros pasos templó música leda”. Una palabra suave, cálida, como “temprava”, Battistessa la cambia por la fría y dura “reglaba”, creyendo “conservar” el sentido, destruyendo en realidad esa enorme parte de sentido que excede a lo literal, que es el calor, el color, el peso y la textura de las palabras. Y cuando Battistessa acierta, como cuando traduce Lo dì c’han detto a’dolci amici addio (Purgatorio VIII, 2) por “El día del adiós a un dulce amigo”, conservando así la aliteración del verso original, una traducción prácticamente idéntica, aunque ligeramente más fiel al ritmo y sentido del original (“El día del adiós al dulce amigo”) se encontraba ya en Mitre. Encontramos también en Battistessa errores en la interpretación literal del sentido del verso: traduce Per me si va tra la perduta gente (Inferno III, 3) como “Por mí se va tras la gente perdida”. Ya Mitre había cometido el mismo error, aunque como siempre, con mejor oído: “Por mí se va tras la maldita gente”. Demasiado libre, para mi gusto, Pezuela: “Por mí a vivir con la perdida gente”. Correctamente, Ángel Crespo: “Por mí se va con la perdida gente”. La versión de Battistessa, invirtiendo prosaicamente el orden de adjetivo y sustantivo, debilita el verso, y el adjetivo “perdida” pierde gravedad. Buena elección en cambio, la de Mitre, de sustituir “perdida” por el inequívoco “maldita”. Un ejemplo más:

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Dante: Nell’ora che comincia i tristi lai La rondinella presso alla mattina Forse a memoria de’ suoi primi guai (Purgatorio IX, 13-16) Mitre:

“Era la hora del quejoso canto Que en la mañana da la golondrina Quizá en memoria del prístino llanto”.

(Hoy en día nos suena mal, en ese lugar, el adjetivo “quejoso”; no así en el uso poético de siglos anteriores). Crespo (el mejor por lejos):

“En la hora en que comienza su lamento Cuando amanece ya, la golondrina, En memoria tal vez de su tormento”.

Pezuela:

“Era el punto en que el canto lastimero Da al aura matinal la golondrina Cual recordando su dolor primero”.

Y Battistessa:

“En la hora en que comienza su lamento La golondrina, junto a la mañana, Acaso recordando antiguas penas”.

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Aquí salta al oído, en primer lugar, la descompensación sonora causada por el desprecio de la rima. Ahora bien: “rondinella” es “golondrina”. Sería una locura traducirlo de otra manera, y Battistessa mismo así lo hace. Los otros tres traductores que estoy considerando invirtieron el orden de las ideas en este verso, para rimar “golondrina” con “peregrina” y “divina” (tanto en castellano como en el original) del siguiente terceto, un procedimiento de lo más común en el oficio del versificador. El mismo Battistessa concluye los versos correspondientes con las palabras castellanas “peregrina” y “divina”; le habría bastado con invertir el orden de las palabras en el verso para conservar al menos una vez el encadenamiento rimado de dos tercetos. Es un error tan grosero que hasta parece intencional; pero además, en el mismo verso, Battistessa comete una torpeza verdaderamente aberrante: traduce “presso alla mattina” como “junto a la mañana”. Una vez más esta traducción, que pretende ser literal, se equivoca precisamente en la transmisión del significado. La traducción literal correcta es la de Crespo; Mitre y Pezuela se apartan en sus intentos del significado exacto, pero dan cerca del blanco, y queda claro que entienden el sentido, que cualquiera que sepa algo de italiano entendería sin problemas. Sin embargo aquí tenemos a alguien que forjó en vida la reputación de ser un formidable erudito, pero, o bien no entiende las palabras de Dante, o no entiende las palabras que él mismo usó queriendo traducirlas. Traduce el italiano “presso” por lo que en un diccionario bilingüe es la primera acepción, pero el resultado en castellano no quiere decir nada. ¿Dónde está la mañana, para que algo pueda estar “junto” a ella? ¿Acaso un momento está “junto” al siguiente? Aún hay más en este terceto para desaprobar: los otros tres tradujeron “guai” por “llanto”, “tormento” y “dolor”, todas palabras que, sin la estridencia de la onomatopeya dantesca, son intensas y vibrantes. Battistessa, que parece querer ganarse el premio al que menos entiende las palabras, al que más lejos está de ser un poeta, opta por la tibieza y dice “penas”. Con estos ejemplos, pretendo ilustrar que la traducción de Battistessa, lejos de ser la mejor, es la más alejada del espíritu del poeta; que la de Crespo es la mejor, la más imbuida de calor poético; que la de Mitre es digna y se lee con placer; que la de Pezuela también lo es, aunque abusa de la paráfrasis.

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Creo que los ejemplos son suficientes. Se trata de muestras típicas, no de excepciones al carácter general de las traducciones consideradas. Basé mi argumentación contra la traducción de Battistessa en su prescindencia de la rima y su antipoética literalidad. Quisiera volver, sin embargo, a su propia argumentación a favor de su traducción. Demuestra en un párrafo no desconocer el parecido entre nuestra lengua y la de Dante que mencioné arriba: “Por suerte, entre el italiano de Dante (…) y nuestro particular romance no sólo hay afinidad (…) los modos expresivos de una y otra lengua disfrutan, en sus supuestos morfológicos, etimológicos y aún sintácticos de una equivalencia que si no facilita la tarea de este o aquel traductor, la hace posible”. Más aún, poco después afirma “Nadie ignora que el endecasílabo se connaturalizó en nuestro idioma a partir ya del siglo XV”. (Error: los primeros endecasílabos castellanos son del siglo XV – Micer Francisco Imperial y el Marqués de Santillana, pero sólo se puede afirmar que “se connaturalizó” a partir del siglo XVI con Boscán y Garcilaso). Es decir, este hombre era consciente de las ventajas que el castellano ofrece a la hora de traducir a Dante. Ahora bien, también dice ser consciente de que “el problema de la traducción no se agota con la transposición en el orden de las equivalencias de los materiales idiomáticos. Aún resta evocar, mentar cuando menos, el estilo del autor traducido”. Lo cual, según se desprende de los ejemplos mostrados, Battistessa, o bien ni siquiera ha intentado, o simplemente no ha oído el estilo del autor. Pero sigo leyendo, y ya no doy crédito a mis ojos: “Para salvar dificultades –sobre todo para evitar les torts de la rime–, las traducciones en prosa suelen presuponer una fidelidad sólo aparente, más informativa que poética; aflojan, en cambio, la tensión expresiva, y aun amenguan, casi por completo, la virtualidad unificadora y evocadora del ritmo, elemento de primordial interés en toda versión poética”. Es decir, ¡Battistessa acusa a las traducciones en prosa de eso mismo de lo que yo acuso a la suya, y con argumentos similares! Claro que enseguida agrega: “La traducción en verso, sobre todo rimada, aunque a primera vista apareja una mayor adecuación prosódica con el original versificado, con frecuencia multiplica los escamoteos insidiosos”. Por un lado, Battistessa no entiende lo que la rima aporta al ritmo; más aún,

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que la rima es parte inseparable del ritmo de una composición rimada. Por otro, su propia versión en endecasílabos sueltos afloja la tensión expresiva no menos que cualquier traducción en prosa; peor aún, en su carencia total de aliento poético, es una prosa híbrida entorpecida por la regularidad de los acentos. Por último, no es la menos importante de las razones por las que muchos buscan la versión de Battistessa, el hecho de que traiga el texto “original”. Sin embargo, en su extenso prólogo el traductor no menciona el hecho de que el manuscrito autógrafo de Dante está perdido, y ya lo estaba a pocos años de la muerte del Poeta; ni que su obra llega hasta nosotros a través de cientos de manuscritos, muchos de ellos del mismo siglo de Dante, que difieren entre sí en multitud de detalles. Cada edición italiana es el trabajo de un historiador literario que ha estudiado muchos manuscritos y en cada pasaje se ha decidido, con razón o no – imposible saberlo – por una lección u otra. Pero Battistessa nos da un texto italiano sin explicarnos cómo, o quién, lo ha establecido. Erudito y lector de libros eruditos, Battistessa no puede haber “olvidado” este detalle. Si en algo respetaba a sus lectores, debería haber dicho de qué edición italiana tomó el texto; en caso de que lo haya establecido él mismo, debería haber explicado su criterio así como explicó el de la traducción y las notas. Pero miente por omisión, dejando que el lector crea que el texto italiano que acompaña a su traducción es la palabra indiscutida de Dante. No lo es: es uno entre los tantos textos de la Commedia que circulan hoy en día, sin grandes divergencias de los otros hasta donde me tomé el trabajo de comparar, pero con una desventaja en relación a ellos: no se sabe quién lo estableció, ni que criterio siguió, ni explica por qué se decidió por una u otra variante. Para conocer la Commedia en toda su belleza, hay que estudiar italiano, estudiar también el ritmo del endecasílabo italiano, y leerla en voz alta; a quien no está dispuesto a hacerlo y aún así quiere acercarse a Dante, recomiendo conseguir una buena edición italiana, con notas (la de Vandelli, editada por Hoepli, tiene gran circulación) y leerla junto a la traducción de Angel Crespo, que además tiene una excelente introducción, escrita por alguien que ama y comprende la obra, o en su defecto la de Mitre.

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Bibliografía Traducciones de la Commedia al castellano – – – –

Traducción de Ángel Crespo (1982). Buenos Aires. Hyspamerica, 2 tomos. Traducción de Bartolomé Mitre (1938). Buenos Aires. Sopena. Traducción de Juan de la Pezuela (1942). Buenos Aires. Sopena, 2 tomos. Traducción de Ángel Battistessa (1987). Buenos Aires. Asociación Dante Alighieri, 3 tomos.

Ediciones italianas de la Commedia – – –

A cura di Giovanni Vandelli (1904). Milano. Hoepli. A cura di Natalino Sapegno (1957). Milano-Napoli. Ricciardi, 3 tomos. A cura di Attilio Momigliano (1962). Firenze. Sansoni.

Bibliografía General De Sanctis, F. (1962). Storia della letteratura italiana. Firenze. Einaudi, 2 tomos. Die Göttliche Komödie (1941). Deutsch von Karl Vossler. Zürich. Atlantis Verlag. Guarnerio, P.E. (1893). Manuale di versificazione italiana. Milano. Vallardi. La Chanson de Roland (1922). Publiée d’après le manuscrit d’Oxford par Joseph Bédier. Paris. L’Edition d’Art H. Piazza. Leydi, R. (1977. Canti popolari italiani. Milano. Mondadori. Navarro, T. (1956). Métrica española. New York. Syracuse University Press Scherillo, M. (A cura di) (1921). La vita nuova e il canzoniere. Milano. Hoepli. The Divine Commedy of Dante Alighieri (1913). Translated by Henry W. Longfellow. Boston-New York. Houghton Mifflin. Wilkins, E.H. (1974). A History of Italian Literature. Cambridge-Massachusetts. Harvard University Press. Zingarelli, N. (1931). “La vita, i tempi e le opere di Dante”: Storia Letteraria d’Italia, vol. 3 y 4. Milano. Vallardi.

Temas de Actualidad

Aportes cristológicos para una educación inclusiva Elena Yeyati Universidad J. F. Kennedy Buenos Aires [email protected]

Del 6 al 8 de mayo del 2011 se llevó a cabo en la ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe, República Argentina, el Primer Congreso Nacional de Doctrina Social de la Iglesia con el lema “Unidos para promover el desarrollo integral y erradicar la pobreza”1. Sus objetivos abarcaron la realización de aportes, desde distintos sectores, guiados por la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), para promover políticas públicas que garanticen el cuidado de la vida, el desarrollo integral y la erradicación de la pobreza, como prioridad nacional del Bicentenario 2010-2016. La intención de este Congreso ha sido entonces convocar a la acción a los cristianos y a la ciudadanía en general, como agentes de transformación de la vida social, económica y política del país, alentándolos a comprometerse como ciudadanos responsables, partícipes de la construcción de la sociedad y no meros habitantes del territorio argentino. Los asistentes trabajaron en distintas mesas temáticas cuyos ejes respondieron a las Metas del Bicentenario2, planteadas por los obispos de la Conferencia Episcopal Argentina (CEA) en noviembre de 2008. A raíz de mi participación en la mesa “Educación para la inclusión”, quería correlacionar en este pequeño ensayo algunas ideas vertidas allí con aspectos del espíritu y el estilo con que Jesús enfoca la inclusión social de sus contemporáneos, que intento impregnen cotidianamente mi actividad docente y apostólica. Página web del Primer Congreso Nacional de Doctrina Social de la Iglesia – http://www.argentinadsi.org/ 2 Hacia un Bicentenario en justicia y solidaridad (2010-2016) – http://www. argentinadsi.org/documentos-2/ 1

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Estadística y educación en la República Argentina Para dar un marco que sólo contempla una realidad numérica, contamos con un informe estadístico para trabajar en la mesa temática mencionada, confeccionado con datos de la Dirección Nacional de Información y Evaluación de la Calidad Educativa (DiNIECE)3 y algunos estudios recientes del Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (CIPPEC)4, entre otros. Actualizados a marzo de 2011, resumo alguna de las estadísticas referentes al estado actual de la Educación en Argentina a fin de contextualizar la situación local. – En Argentina, un total de 11.349.450 alumnos asisten a todos los tipos de educación y niveles educativos. 10.445.772 concurren a establecimientos de educación común; 113.386 reciben educación especial y 790.292 concurren a establecimientos de enseñanza de Jóvenes y Adultos. De todos ellos, el 71, 65% asiste a escuelas de gestión estatal, distribuidos de la siguiente manera: 1.013.590 asisten al nivel inicial, 3.509.259 a la escuela primaria (6 años), 1.661.860 concurren al ciclo básico de la secundaria, 937.476 concurren al ciclo orientado de la secundaria y 362.957 son estudiantes que cursan el nivel superior no universitario. – La Tasa de Promoción Efectiva es el porcentaje de alumnos que se matriculan en el año de estudio siguiente al año lectivo siguiente. En el nivel primario esta tasa es alta. Sin embargo, es posible diferenciar provincias donde la tasa de promoción es menor al 90%, específicamente, provincias con altos niveles de pobreza. En el nivel secundario es significativamente más baja que la de la escuela primaria. Las tasas de promoción efectiva de las escuelas Dirección Nacional de Información y Evaluación de la Calidad Educativa – http://diniece. me.gov.ar/ 4 Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento http://www.cippec.org/ 3

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de gestión privada son más altas que las de las escuelas de gestión estatal. – Índice de Repitencia: en la escuela primaria el tramo más crítico es el primer grado, donde la repitencia llega casi al 9%. A partir de primer grado, la tasa de repitencia disminuye cada año hasta llegar al 4, 2% en 6° grado. En el nivel secundario, este problema es mayor que en la escuela primaria, especialmente en los primeros años. Las tasas de repitencia del Ciclo Básico de la Secundaria resultan alarmantes. Son excepciones las que presentan Misiones (7, 41%), La Rioja (9, 51%) y Catamarca (7, 66%). Salvo pocas excepciones, las tasas más elevadas del Ciclo Básico de la secundaria son las del 8º año. Si bien todas las jurisdicciones muestran tasas de repetición de dos dígitos – sobresalen con tasas muy altas en el 8º año las provincias de Neuquén (22, 54%), Rio Negro (22, 08%), Santa Cruz (21, 09%), Entre Ríos (19, 11%) y La Pampa (18, 89%). En el Ciclo Orientado de la Secundaria, las tasas de repitencia son notablemente más bajas que en el Ciclo Básico. Sobresalen, en términos generales, los bajos índices de repitencia del 12º año (1, 96%), cuestión que encuentra explicación en el hecho de que el último año de la secundaria no se repite. – El abandono (o deserción) de la escuela es un fenómeno que se agrava a medida que se avanza desde los primeros años de escolaridad. Aumenta en los contextos donde la mayoría de los alumnos proviene de sectores sociales desfavorecidos. El porcentaje de abandono en el Ciclo Básico es cinco veces más alto en el sector estatal –10, 51%– que en el sector privado, donde apenas llega al 2, 23%. En el Ciclo Orientado de la Educación Secundaria es donde el abandono muestra los índices más altos, y en algunos casos alarmantes. Con-

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tinúa la diferencia entre escuelas de gestión pública y privada, aunque, a diferencia de lo que sucedía en el Ciclo Básico, el abandono muestra también índices bastante altos en las escuelas de gestión privada (aunque no tan altos como en las públicas). Los índices de abandono escolar más altos pertenecen al año 12º (o al 6º año de la escuela secundaria), cuestión que encuentra su explicación en la cantidad de alumnos que terminan el último año de la secundaria sin aprobar las materias pendientes, esto es, sin egresar “efectivamente” de la escuela. Esta situación numérica exige una política de índole no exclusivamente educativa para poder modificarse, teniendo en cuenta que a las instituciones educativas no asisten números, sino personas con rostros y nombres, con realidades sociales e historias de vida concretas. Paradojas legales Paralelamente, y como resultado de consultas a académicos, docentes, Organizaciones del Sector Civil, la Pastoral Social y el Foro “De Habitantes a Ciudadanos”5, coordinado por la Comisión Justicia y Paz de la CEA, se elaboró una propuesta inicial de trabajo para esta mesa. En ella se concluye que no pareciera necesario elaborar nuevas leyes de Educación en la República Argentina. Por el contrario, la ley de Educación 26.2066 de 2006 y la de Financiamiento Educativo 26.0757 de 2005 definen una serie de metas bien elaboradas, ambiciosas y absolutamente compartidas por un amplio espectro de sectores. Sin embargo, parecería que para efectivizar estas honorables expresiones de deseos allí rubricadas se necesitan asimismo y en forma El Foro Nacional “De habitantes a ciudadanos” se constituyó con el objetivo de promover políticas públicas que garanticen la inclusión social, mediante el ejercicio del diálogo y la construcción de consensos, teniendo como horizonte temporal el Bicentenario 2010-2016 – http://www.habitanteaciudadano.org.ar 6 Ley de Educación Nacional N° 26.206 – http://www.me.gov.ar/doc-pdf/ley-deeduc-nac. pdf 7 Ley de Financiamiento Educativo N° 26.075 – http://www.me.gov.ar/doc-pdf/ ley26075. pdf 5

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permanente tanto recursos financieros como humanos. Y es en estos aspectos humanos, que considero importantes para la inclusión social, donde tenemos mucho que aprender del estilo de Jesús. Dos puntos de la Ley Nacional de Educación son los que quisiera focalizar para enfocarlos luego desde el punto de vista cristológico: – La educación brindará las oportunidades necesarias para desarrollar y fortalecer la formación integral de las personas a lo largo de toda la vida y promover en cada educando/a la capacidad de definir su proyecto de vida, basado en los valores de libertad, paz, solidaridad, igualdad, respeto a la diversidad, justicia, responsabilidad y bien común (Art. N° 8). – El Consejo Federal de Educación8 fijará las disposiciones necesarias para que las distintas jurisdicciones garanticen… Las alternativas de acompañamiento de la trayectoria escolar de los/ as jóvenes, tales como tutores/as y coordinadores/as de curso, fortaleciendo el proceso educativo individual y/o grupal de los/as alumnos/as (Art. N° 32 b). El condimento cristológico de acompañar procesos para que el otro se anime a dejar su camilla y se dé el derecho de andar (Jn 5, 2-9) considero que sería muy apropiado para que estas palabras, impecablemente redactadas en la ley, puedan ir generando una transformación social visible.

Creado por la Ley Nacional de Educación 26.206, se trata de un Organismo interjurisdiccional, de carácter permanente, como ámbito de concertación, acuerdo y coordinación de la política educativa nacional, asegurando la unidad y articulación del Sistema Educativo Nacional. Estará presidido por el Ministro de Educación, Ciencia y Tecnología e integrado por las autoridades responsables de la conducción educativa de cada jurisdicción y tres (3) representantes del Consejo de Universidades, según lo establecido en la Ley N° 24.521. 8

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Educación e inclusión desde la DSI a la realidad argentina Dentro del contexto doctrinario, la temática de Educación y su relación con la Inclusión social está presente en diversos pasajes del Compendio de la DSI (2004), dos de los cuales constituyeron el foco de atención de la mesa temática que nos atañe. “289 – La capacidad propulsora de una sociedad orientada hacia el bien común y proyectada hacia el futuro se mide también, y sobre todo, a partir de las perspectivas de trabajo que puede ofrecer. El alto índice de desempleo, la presencia de sistemas de instrucción obsoletos y la persistencia de dificultades para acceder a la formación y al mercado de trabajo constituyen para muchos, sobre todo jóvenes, un grave obstáculo en el camino de la realización humana y profesional. Quien está desempleado o subempleado padece, en efecto, las consecuencias profundamente negativas que esta condición produce en la personalidad y corre el riesgo de quedar al margen de la sociedad y de convertirse en víctima de la exclusión social. Además de a los jóvenes, este drama afecta, por lo general, a las mujeres, a los trabajadores menos especializados, a los minusválidos, a los inmigrantes, a los ex-reclusos, a los analfabetos, personas todas que encuentran mayores dificultades en la búsqueda de una colocación en el mundo del trabajo”. “290 – La conservación del empleo depende cada vez más de las capacidades profesionales. El sistema de instrucción y de educación no debe descuidar la formación humana y técnica, necesaria para desarrollar con provecho las tareas requeridas. La necesidad cada vez más difundida de cambiar varias veces de empleo a lo largo de la vida, impone al sistema educativo favorecer la disponibilidad de las personas a una actualización permanente y una reiterada cualifica. Los jóvenes deben aprender a actuar autónomamente, a hacerse capaces de asumir responsablemente la tarea de afrontar con la competencia adecuada los riesgos vinculados a un contexto económico cambiante y frecuentemente imprevisible en sus escenarios de evolución. Es igualmente indispensable ofrecer ocasiones formativas oportunas a los adultos que buscan una

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nueva cualificación, así como a los desempleados. En general, la vida laboral de las personas debe encontrar nuevas y concretas formas de apoyo, comenzando precisamente por el sistema formativo, de manera que sea menos difícil atravesar etapas de cambio, de incertidumbre y de precariedad”. En consonancia, quisiera rescatar un par de pasajes del Documento conclusivo de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (Aparecida, 13-31 de mayo de 2007) que toca este tema en el contexto latinoamericano. “328. América Latina y El Caribe viven una particular y delicada emergencia educativa. En efecto, las nuevas reformas educacionales de nuestro continente, impulsadas para adaptarse a las nuevas exigencias que se van creando con el cambio global, aparecen centradas prevalentemente en la adquisición de conocimientos y habilidades, y denotan un claro reduccionismo antropológico, ya que conciben la educación preponderantemente en función de la producción, la competitividad y el mercado”. “330. […] La educación humaniza y personaliza al ser humano cuando logra que éste desarrolle plenamente su pensamiento y su libertad, haciéndolo fructificar en hábitos de comprensión y en iniciativas de comunión con la totalidad del orden real. De esta manera, el ser humano humaniza su mundo, produce cultura, transforma la sociedad y construye la historia”. Con similar enfoque, una de las metas del documento Hacia un Bicentenario en justicia y solidaridad (2010-2016) se refiere específicamente al aspecto educativo emergente de la realidad argentina, comentando la importancia de:

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“37. Afianzar la educación y el trabajo como claves del desarrollo y de la justa distribución de los bienes. Urge otorgar capital importancia a la educación como bien público prioritario, que genere inclusión social y promueva el cuidado de la vida, el amor, la solidaridad, la participación, la convivencia, el desarrollo integral y la paz. Una tenaz educación en valores y una formación para el trabajo, unidas a claras políticas activas, generadoras de trabajos dignos, será capaz de superar el asistencialismo desordenado, que termina generando dependencias dañinas y desigualdad”. Actualmente en la Argentina, muchos de los niños y jóvenes que en las estadísticas engrosan los índices de repitencia y abandono son hijos y nietos de desempleados. Pertenecen a familias donde por varias generaciones sus integrantes no se han insertado en el mercado laboral formal. Dentro de este grupo humano encontramos mucha gente deseosa de encontrar oportunidades, que agradece el asistencialismo pero que no se conforma con él como si la meta de la vida fuera salir a mendigar o recolectar cartones. Para esta genta ávida de oportunidades, cualquier intento educativo e inclusivo debería tener en cuenta el Principio de Subsidiariedad (cf. DSI, 2004:186-188), donde en una primera etapa de la búsqueda de la propia autonomía se requiere acompañar y asesorar ese despegue. Y en este aspecto también conviene volver a contemplar a Jesús que camina paciente y perseverantemente junto con el otro hasta que el otro comienza a ponerse de pie. Aizpurúa nos recuerda, por ejemplo, cómo Jesús fue acompañando las etapas de crecimiento de sus discípulos (Aizpurúa, 2003:7-18): Parten de una incredulidad inicial (Mc 1, 29); malinterpretan su “convocación” entendiéndola como una elección (Mc 3, 13); a pesar de todo, se les ilumina la vida con la oferta de la nueva familia de Jesús (Mc 3, 35); intentan siempre ser unos manipuladores a favor del mesianismo judío (Mc 4, 35-41) y no entienden ni hacen bien la misión (Mc 8, 22-26); son gente negada para el servicio (Mc 9, 30-37); no es de extrañar que el abandono y la traición hicieran su aparición en los momentos de la

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gran prueba (Mc 14, 50.66-72); pero se rehicieron con una increíble valentía (Hech 4, 5-22). ¿Qué entendemos por Educación para la Inclusión? Dentro de los aportes para generar dentro del Congreso un momento de debate en este tema, la Mag. Gabriela Azar, Directora Departamento de Educación de la Universidad Católica Argentina (UCA), expuso algunas ideas interesantes a considerar en este ensayo. – “La educación para la inclusión es entendida no solamente como incorporación al sistema educativo, sino también como la posibilidad de incorporar conocimientos socialmente significativos”9. En otras palabras, la Educación para la Inclusión conlleva no sólo la imprescindible “Inclusión Educativa” sino también una “Educación Inclusiva” y que sea socialmente relevante. Una educación equitativa y de calidad es, por definición, una educación inclusiva, en tanto tiene el imperativo ético de garantizar el acceso, la plena participación y aprendizaje de todos y cada uno de los estudiantes, independientemente de sus diferencias personales y procedencia social y cultural. De hecho, la educación no puede ser de calidad si no logra que todos los alumnos, y no sólo parte de ellos, adquieran las competencias necesarias para insertarse activamente en la sociedad y desarrollar su proyecto de vida en relación con los otros. La educación inclusiva implica una transformación radical en los paradigmas educativos vigentes pasando desde un enfoque basado en la homogeneidad a una visión de la educación común basada en la heterogeneidad. Las diferencias son una condición intrínseca a la natuDe Lic. Inés Aguerrondo, Instituto Internacional de Planeamiento de la Educación – Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (IIPE-UNESCO). 9

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raleza humana, como especie todos tenemos ciertas características que nos asemejan y otras que nos diferencian, de tal forma que no hay dos personas idénticas, sin embargo, existe una tendencia a considerar la diferencia como aquello que se distancia o desvía de la “mayoría”, de lo “normal” o “frecuente”, es decir, desde criterios normativos (MinEduc, 2004). La valoración negativa de las diferencias y los prejuicios conllevan a la exclusión y la discriminación. La educación para la inclusión es un proceso que nunca está acabado, ya que constantemente suelen aparecer diferentes barreras que excluyen o discriminan a los alumnos o que limitan su aprendizaje o pleno desarrollo como personas. En este sentido, es imperiosa la necesidad que el Estado fije claras políticas de inclusión que contemplen: la inclusión en el sistema educativo de los niños y jóvenes que viven en situaciones de vulnerabilidad social, a través de programas compensatorios y la inclusión de los jóvenes que desertan de la escuela secundaria con planes alternativos y formación en oficios que les dé la posibilidad de ingresar al mundo laboral, recuperando así autoestima e insertándose en la sociedad. En definitiva, una verdadera educación para la inclusión debe poseer una serie de atributos: – La inclusión es una cuestión de derechos. – La inclusión educativa es un medio para avanzar hacia una mayor equidad y el desarrollo de sociedades más democráticas. – La educación inclusiva aspira a brindar una educación de calidad para todos, dando respuesta a la diversidad de necesidades planteadas. – La Educación para la inclusión no sólo se traduce como la incorporación plena al sistema educativo sino el obtener conocimientos socialmente significativos. Luego de estas verdades compartidas en nuestra mesa temática, uno de los participantes relató su experiencia en un asentamiento del conurbano de la provincia de Buenos Aires (Villa La Cava, San Isidro). Frente a la pregunta ¿qué quieren ser cuando sean grandes?, un niño de

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8 años contestó: “cuando sea grande voy a estar preso como mi padre”. Podríamos cuestionarnos entonces ¿qué es la educación de calidad y lo socialmente significativo para este niño que se vislumbra en el futuro repitiendo la historia de su padre? Las teorías sobre educación e inclusión necesitan que empecemos a inculturarnos en la realidad de aquellos a quienes deseamos educar para incluir. Necesitamos el contacto y el diálogo con ellos, transitar el barro en el que viven para, a partir de allí, creativamente intentar integrarlos. Pero es probable que fracasemos en el intento si lo planificamos desde un escritorio con geniales ideas surgidas a partir de conocerlos por televisión. Es más, seguramente obtengamos magros resultados si nos empeñamos en integrarlos sin ellos, aún con nuestra mejor buena voluntad. Volviendo a Jesús, Él se empapaba de la realidad del otro entrando en contacto con él y era a partir de esta interrelación humana desde donde el otro comenzaba a sentir que podía ser protagonista de su propia transformación y no un mero actor de reparto o directamente un extra en el casting, que observa pasivamente la escena y el derrotero de su propia existencia. Volviendo a la estrategia del Cardenal Cardijn La larga experiencia educativa de la Iglesia ha engendrado, gracias a la iniciativa del Card. Joseph Cardijn para la Juventud Obrera Católica de Bélgica, en la primera mitad del siglo pasado, la ya clásica metodología del “ver-juzgar-actuar”. Ésta surgió como una herramienta para la acción transformadora de los cristianos en sus ambientes, y para la superación del divorcio entre la fe y la vida. La Iglesia latinoamericana lo asumió en Medellín, cuyos documentos siguen exactamente los tres momentos propuestos. Lo mismo ocurrió en Puebla. Santo Domingo luego la resumió explícitamente para la Pastoral Juvenil10.

10 Metodología Ver-Juzgar-actuar – http://www.missionerh.it/temp-sp/VERJUZGAR-ACTUAR.html

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– Ver: Es el momento de la toma de conciencia de la realidad. Significa partir de los hechos concretos de la vida cotidiana, para no caer en suposiciones ni en abstracciones, y buscar sus causas, los conflictos que proceden de ellos y las consecuencias que se pueden prever para el futuro. Esta mirada permite una visión más amplia, profunda y global que empujará, más adelante, a realizar acciones transformadoras orientadas a combatir las raíces de los problemas. – Juzgar: Es el momento de analizar los hechos de la realidad a la luz de la fe y la vida, del mensaje de Jesús y dejar éste interpele la situación analizada y los presupuestos teóricos que han condicionado la visión del momento anterior. Juzgar exige un conocimiento cada vez más profundo del mensaje cristiano, un diálogo sin medias tintas con Jesús. Exhorta a captar desde la oración cuál es la mirada que Dios tiene de esta realidad. – Actuar: Es el momento de concretar, en una acción transformadora, lo que se ha comprendido sobre la realidad (ver) y lo que se ha descubierto sobre el plan de Dios acerca de ella (juzgar). Aquí comienza la nueva práctica y el compromiso, impidiendo que la reflexión inicial quede en lo abstracto. Y la idea es adquirir un mayor conocimiento interno del Señor para poder emprender dicha acción al estilo de Jesús. Siguiendo la propuesta del Primer Congreso Latinoamericano de los Jóvenes de Cochabamba, esta metodología incorporó otros dos nuevos momentos: el “revisar” y el “celebrar”. – Revisar: o evaluar. Es el momento de tomar conciencia hoy de lo realizado ayer para mejorar la acción de mañana. Puesto que la realidad es dinámica, la evaluación enriquece y perfecciona la misma visión de la realidad y, al mismo tiempo, sugiere acciones nuevas más profundas, críticas y realistas. Este “examen” de lo actuado también debe hacerse en oración y tratando de contemplar los avances reales que los destinatarios de una misión experimen-

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tan, más allá de si se llegaron a todos los objetivos planteados inicialmente. – Celebrar: es importante la celebración gratuita y agradecida de la experiencia vivida que atestigua el descubrimiento diario de Dios actuando en la historia. Una acción transformadora es, ante todo, una acción liberadora y no fruto de intuiciones momentáneas o simples decisiones voluntaristas. Parte de las necesidades de las personas y trata de combatir las raíces del problema. Hace participar a los demás. Trata de incidir realmente sobre la realidad social. Pero hay que tener en cuenta que ser fermento en la masa muchas veces requiere perseverancia y paciencia, porque implica respetar los tiempos y los procesos de cada uno y la libertad individual de adhesión al cambio. Esta metodología puede ponerse en práctica en diversidad de grupos, situaciones y momentos históricos, donde se necesita articular en pasos concretos intuiciones fundamentales a partir de la realidad, iluminarla desde la fe, proponer una actitud de compromiso transformador, revisarlo y celebrarlo. Esta metodología podría considerarse hoy un estilo de vida que vive y celebra el descubrimiento de la presencia de Dios en la historia, la actitud de conversión personal continua y el compromiso para la transformación de la realidad. Hay que reactivar entonces estos recursos a la hora de educar para incluir. Otra inclusión es posible desde Jesús Hace poco un docente me comentaba que un alumno le había agradecido “simplemente” por haberse sentado con él a hacer un resumen, ya que ahora había aprendido cómo lograrlo y sentía que iba a poder realizar el siguiente en forma autónoma. El alumno contaba con la netbook provista gratuitamente por el Estado11 y un libro que le habían prestado, pero necesitaba de una persona que, al menos una vez, tuviese tiempo y 11 Programa Conectar Igualdad.com.ar – http://www.me.gov.ar/doc-pdf/decreto-459-10.pdf

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paciencia para sentarse a su lado a enseñarle a sacar mejor rendimiento a los instrumentos tecnológicos de los cuales disponía. Frases que evidencian esta necesidad de interacción humana motivadora, que incentive al “excluido” a ser protagonista de su propia historia encontramos por doquier. De los asistidos en la Obra de San José de la Compañía de Jesús, espacio creado para personas en situación de calle (deambulantes) que cuenta con la colaboración de numerosos voluntarios laicos, se ha escuchado: Aquí he hallado un lugar donde me conocen y me reconocen; es bueno encontrar un ámbito donde te escuchen; con los voluntarios te sentís mejor; todos me tratan bien y nunca escuché una discriminación. Promover la autonomía es un proceso y, como tal, lleva tiempo y necesita de una dinámica en que los actores participen crítica y creativamente logrando la emancipación deseada (Obra San José, 2010). Siguiendo la misma línea de pensamiento, hoy en día existen diversas instituciones donde se impulsan micro-emprendimientos para que sea la misma gente la que genere su propia fuente de trabajo. Pero cada micro-emprendimiento necesita personas que no sólo aporten recursos económicos, sino también que se dediquen a capacitar y asesorar a los emprendedores para que realmente puedan concretar sus propios sueños de inserción social. Podríamos decir entonces que la educación para la inclusión debería apuntar a empoderar al otro para que se anime a proyectar su propio camino. Y quisiera enfatizar el “se anime” y no quedarme en un mero “que sea capaz”, dado que, por experiencia propia, he advertido que cuando el otro empieza a animarse también comienza a “ser capaz”. Y este no es un tema menor. En muchas ocasiones hay que sanar y recuperar la autoestima de la gente para que pueda aceptar el desafío de reinsertarse en la sociedad. Redignificar a los “excluidos” del sistema, no porque ellos hayan perdido su dignidad como personas (Dios nunca la quita ni la reduce), sino porque ellos mismos muchas veces se consideran menos dignos. Me ha sorprendido ya varias veces escuchar cómo algunos se autoexcluyen considerándose con menos derechos que otros, simplemente por haber nacido en determinado lugar o situación social, como si aún viviesen en aquel cortijo de Extremadura en los años sesenta, donde Miguel Delibes ambienta su novela Los Santos Inocentes (Delibes, 1981).

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La capacidad de hacer proyectos caracteriza la vida humana y para ello se necesitan ganas de vivir y de tomar las riendas de la propia marcha. La Buena Nueva del Evangelio es propulsar al otro a que se ponga de pie y comience a andar, es decir, desafía a cada uno a hacerse responsable de emprender su camino. Cada trayecto será único, construido de desiertos y estepas, de partidas y llegadas, diferentes para cada caminante. El Evangelio narra cómo Jesús pone en camino a multitud de hombres y mujeres: los integra a la marcha y les hace una promesa. La tierra que les promete no es una tierra concreta sino aquélla donde cada uno será capaz de arrancar vida de la muerte (Lasida, 2005). El estilo de Jesús apuesta a la promoción humana a la hora de convocar a la gente. Sus curaciones devuelven a la persona la capacidad de caminar, de diseñar una nueva trayectoria en sus vidas. Responde al deseo profundo de cada uno, para que recuperen por sí mismos las expectativas de ser artífices de su propio destino. Jesús sueña con seres humanos erguidos, participativos y con todas sus potencialidades desplegadas (Mc 3, 1-7). Nos encontramos ante la necesidad de recuperar el mejor cristianismo, donde la interrelación humana constructiva constituya un ítem no menor en nuestras estrategias de educar para incluir. Jesús reflota lo más humano de cada persona porque la mira individualmente como sujeto de dignidad absoluta. Él sabe que “el impuro” es una imagen de Dios que no debe ser rechazada sino restaurada, que el enfermo no debe quedarse en la cuneta sino que debe ser reintegrado en la comitiva, y que hasta al ladrón opresor como Zaqueo se le debe dar una oportunidad. Jesús sabe adaptarse a los niños, a los jóvenes, a los adultos, a los ancianos, a los enfermos. Su propósito no es especificarle a cada uno lo que tiene que hacer, sino guiarlo, orientarlo, acompañarlo, convencido de que no hay fórmulas hechas, sólo estelas en la mar. Se trata de un proceso personalizante, donde cada uno debe decidir lo que tiene que hacer por sí mismo. Jesús incentivaba a sus interlocutores a encontrar respuestas dentro del marco de su propia realidad. Su espíritu y modo de enfocar las relaciones humanas es altamente individualizado. Trabajando codo a codo

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con la gente y conviviendo con ella va haciéndola sentir cada vez más incluida. Tiene tiempo para brindarse, para escucharla, para enseñarle, para esperarla, para aceptar errores y recomienzos. Tiene presencia y su gente sabe que es alguien con quien se puede contar. La delicadeza del Señor en el trato conlleva no avasallar la necesidad que el otro considera que debe ser atendida, trascendiendo lo “obvio” que uno cree vislumbrar desde afuera. Jesús atiende al que quiere ser atendido por Él, respondiendo a la necesidad que el otro plantea y en la medida en que el otro se va abriendo, respetando siempre su libertad. Siempre me pareció curioso que Jesús que le preguntase a un ciego ¿qué quieres que haga por ti? (Lc. 18:41), o que a aquel hombre que estaba enfermo desde hacía treinta y ocho años y yacía tendido cerca de la piscina de Betsata le preguntase ¿quieres curarte? (Jn 5, 2-9). Es que para Jesús no hay “excluidos” como si fuese una entidad o etiqueta innominada, el atiende personas con rostros, nombres e historias de vida concretas y deposita su confianza en ellas. Repara en todos con la misma urgencia y calidad, sin acepciones ni excepciones. Además acompaña procesos en la medida en que su interlocutor va dejándose acompañar y adapta su lenguaje según quien es el que lo escucha, como con la samaritana (Jn 4, 1-42), Nicodemo (Jn 3, 1-21), el joven rico (Mt 19, 16-22), o Zaqueo (Lc 19, 1-10). Educar para incluir al estilo de Jesús comprende entonces abrir puertas y no sólo dar sino darse, para sostener en el tiempo oportunidades, para acoger y acompañar a quienes así lo quieran, brindando herramientas para valerse por sí mismos sin retacear presencia ni interacción humana. Conclusión Es muy difícil una inclusión social sin una educación que promueva a la persona en su integralidad. En la Argentina contamos con buenas leyes en la materia y programas de recursos tecnológicos que intentan achicar brechas sociales. Pero no hay que perder de vista que la gente no se integra simplemente a fuerza de leyes, decretos e innovación tecnológica, por más maravillosa que parezca.

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Se requiere hacer sentir al otro incluido y eso no se soluciona necesariamente con dinero. Se necesita unas determinadas actitudes en el trato que logren que el otro se sienta persona y tenga deseos de tomar su vida en sus propias manos. En este aspecto es donde debemos volver a centrarnos en el estilo de Jesús de interrelacionarse con los demás seres humanos.

Bibliografía Aizpurúa Donazar F. (2003). “Yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jn 16, 32)”: Testimonio [Chile], 3, mayo-agosto, Número Extraordinario “Jesús: el hombre acompañado y acompañante” [nn. 197-198], 7-18. Aparecida (2007). Documento conclusivo de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Aparecida – 13-31 de mayo de 2007. http://www.argentinadsi.org/wp-content/uploads/2011/03/aparecida. pdf CSI (2004). Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia –www.asccamnorte.org/component/… /446-compendio-de-la-dsi. html Delibes, M. (1981). Los Santos Inocentes. Barcelona. Planeta. http://www. bentos. cl/archivos/Santos-Inocentes. pdf González Faus, J. I. (2011). “Ya voy, Señor”. Contemplativos en la relación”: Cuaderno Cristianisme i Justicia, 174, junio – http://www.fespinal.com/ espinal/llib/es174. pdf Lasida, E. (2005). “Evangelizar es dar ganas de vivir”: Misión [Uruguay], 173, junio. MinEduc (2004). Comisión de expertos. Nueva perspectiva y visión de la educación especial. Ministerio de Educación de Chile. Obra San José (2010). Construyendo Dignidad para las personas en situación de calle. Edición especial para conmemorar los 20 años de la Obra de San José de la Compañía de Jesús. Buenos Aires. Gráfica Pinter S.A.

Dios más allá de la razón. Su presencia y ausencia en el arte Guillermo N. Barber Soler Presidente del Centro de Estudiantes de Filosofía UCA – Buenos Aires [email protected]

Introducción La posmodernidad puede considerarse como la época de la muerte de Dios. Al menos eso ha querido o pretendido ser desde sus albores, desde que Friedrich Nietzsche promulgara ese certificado de defunción en un ámbito en el que hablar de Dios ya olía a viejo, pero en el que todavía no se habían pensado las consecuencias de una afirmación tan radical (Nietzsche, 1984:109-110). Si, como dice Nietzsche, hemos sido nosotros, los hombres, los que lo hemos matado, si nosotros hemos podido darle fin a su poderío sobre nuestro mundo, entonces una cosa queda por lo menos clara: el dios que hemos matado no era mayor que nosotros; o de otra manera: hemos matado al dios al que teníamos acceso. ¿Qué quiere decir esto? La posmodernidad, como época o espíritu del pensamiento actual, es también la oportunidad del renacimiento de Dios, del advenimiento del Dios verdadero. Una línea importante del pensamiento posmoderno entiende la crítica nietzscheana como la destrucción final de un racionalismo que limitaba la noción de “Dios” al ámbito de la mera razón discursiva o al del pensamiento lógico. Para éstos, la muerte de la metafísica es la muerte de un intento fallido de traer a Dios a un orden humano que no le corresponde, o, acaso, de confundir a Dios con alguno de los descubrimientos metafísicos del momento (el ser, la causa, el primer motor, la idea…). En este sentido, al confundirlas, estas nociones pasan a ocupar un lugar divino inadecuado, cargan en sí mismas un sentido religioso no correspondido y, al ser limitadas, están

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lejos de expresar la inconmensurabilidad de Dios y por tanto son más un obstáculo que una ayuda para un acercamiento a él. Algo de esto estaba expresado ya en las manifestaciones religiosas clásicas, e incluso en algunos autores de corte filosófico, como el pseudo-Dionisio y la rama más mística del neoplatonismo cristiano. La gnoseología y metafísica, que alcanzan un punto clave en Kant, marcarán un límite innegable en el conocimiento humano de las cosas en sí, lo que afectará por supuesto el momento de pensar la posibilidad de nuestra experiencia de lo divino. Con Nietzsche (al menos con algunas partes de Nietzsche, autor de estilo ambiguo y complejo) el modelo kantiano grita de desesperación buscando la vitalidad del contacto con las cosas. Basta ver, por ejemplo, el agudo escrito Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Como una suerte de hijos de un matrimonio imaginario entre Husserl y Nietzsche, algunos de los grandes autores del siglo XX, como Bergson, Heidegger, Lévinas y Marion, oscilarán entre un conocimiento más o menos mediado entre el hombre y la realidad, pero todos ellos tratarán la posibilidad de la experiencia de lo que desborda la comprensión racional del hombre. Desde la metafísica, esto significaría plantear la existencia de una realidad desbordante. Desde la gnoseología, sería postular una experiencia de la realidad más íntima y sin la mediación limitante de los conceptos. Desde la teología, quizá, nos permita una experiencia más abierta de lo divino, que frente al racionalismo imperante desde los argumentos de la escolástica en adelante, proponga una mayor experiencia y tolerancia al Misterio. Ahora bien, el planteo de una realidad desbordante que va más allá de los esquemas racionales bajo los cuales comprendemos (abarcamos, rodeamos, agarramos) la realidad, nos lleva necesariamente al problema de la capacidad de expresión que tiene el lenguaje humano, basado en conceptos, y la forma en que el hombre trae a su mundo de entendimiento lo que por definición lo supera. Esto nos acerca a un punto de nuestro mayor interés: la posibilidad que tiene el arte, como modo de sensibilidad, de “estar abierto” al mundo; y, como modo de expresión y creación, para entrar en relación con lo que, al ser inaccesible a la razón discursiva, se presenta entonces como infinito.

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Éste es el tema que trabajaremos en las siguientes páginas. R azón Es interesante la perspectiva histórica que tienen muchos de los autores mencionados sobre estas cuestiones, desde la cual notan como un avance progresivo que marca el abandono de un modo primitivo de relacionarse con lo divino hacia un modo más racional y certero, en el que prima el conocimiento conceptual, universal y exacto. En este sentido, en la historia de la religión cristiana, por citar un ejemplo bien cercano, se fue dando una relación cada vez más estrecha entre lo netamente religioso y la filosofía, a través de la cual se buscó llevar la religión a un lenguaje universal, aceptable por todos y alcanzable por medio de la “mera razón”, de manera que la investigación filosófica pudiera ser un camino previo al de la conversión. El fin era, además, racionalizar la fe con el objetivo de que fuera más accesible y tentadora para las mentalidades racionalistas que dominaban los círculos académicos de Occidente. El gran riesgo de la cuestión era reducir al Dios de la religión a una suma de postulados racionales indudables e independientes (supuestamente) de toda cultura. Quienes sostienen que hay una brecha radical entre el espíritu medieval y el moderno, olvidan muchas veces el progresivo racionalismo que se fue dando en los círculos académicos cristianos, desde la escolástica hasta el espíritu del idealismo alemán, que se consideraba a sí mismo la religión de los filósofos. La razón, que adquiría un papel cada vez mayor, y desde su autonomía se erigía sobre los demás ámbitos, fue en la modernidad el baluarte de un impulso civilizatorio universal, como una secularización de las misiones cristianas. El dios a ser comunicado a los pueblos debía estar al alcance de esa razón, como el dios que presentaban los escolásticos a los gentiles a través de argumentaciones y silogismos. Ahora bien, con la crítica kantiana la filosofía de Occidente toma conciencia de la presencia destacada de la forma de pensar del hombre en todos sus conocimientos. Esto convertía lo que parecía ser un logro de la filosofía medieval (“¡estamos conociendo a Dios!”) en un delirio infantil (“conocíamos sólo lo que nosotros mismos poníamos en él, lo que

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imaginábamos”). Diversas formas de idealismo, como el de Feuerbach, se alimentaron de esta cuestión para rebajar a Dios a una construcción humana, o para identificarlo directamente con el hombre, individual o socialmente considerado. ¿Cómo seguir hablando, entonces, de la trascendencia de Dios? La primera opción era negar la crítica al conocimiento (actitud que tomaría, por ejemplo, el neotomismo); la segunda era aceptarla y evaluar qué alternativas ofrecía (como hizo, por ejemplo, la fenomenología). Cabe destacar que la fenomenología, incluso en sus variantes más racionales, ha sabido encontrar siempre un lugar para la noción de Dios, o al menos no descartar su posibilidad. Aun siguiendo la crítica kantiana, sin embargo, hay que considerar un par de puntos clave antes de poder seguir adelante. Eso mismo hicieron nuestros pensadores. Más que razón La razón a partir de la cual partimos para establecer la crítica es la razón entendida al modo del racionalismo kantiano; razón que es siempre apriorista, discursiva, deductiva, por la cual lo único que se hace es explicitar un contenido ya inscrito en el hombre. A partir de esta razón, lo que se conoce de la realidad es lo que puede acomodarse a los esquemas del entendimiento humano. El problema de este racionalismo es que se cierra a cualquier otro modo de acceso a la realidad, a cualquier darse de las cosas que sea de otro modo que según esos esquemas. Este racionalismo tenía como fin último asegurar la tranquilidad del hombre y su dominio seguro sobre el mundo, domino que se hizo efectivo a través de la ciencia moderna y la técnica. Ahora bien, este modelo de conocimiento estaba cerrado a todo tipo de misterio, e incluso de novedad. Frente a este modo limitado en cierto modo “inmanentista” (todo sale del y queda en el hombre) Henri Bergson propone un nuevo modo de conocer, basándose en la distinción entre intuición y concepto que habría instalado Nietzsche a partir de Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Para el alemán, los conceptos eran arbitrarios, se elaboraban igualando lo no igual, y estaban muy lejos de la cosa en sí. La intuición era la que lograba el choque directo con la cosa, el contacto. Sin embar-

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go, se planteaba entonces un hiato insalvable entre la comunicabilidad del concepto y la incomunicabilidad de lo intuido, que escapaba a los esquemas conceptuales sobre los que está asentado nuestro lenguaje. “No existe ningún camino regular que conduzca desde esas intuiciones a la región de los esquemas fantasmales, de las abstracciones: la palabra no está hecha para ellas, el hombre enmudece al verlas o habla en metáforas rigurosamente prohibidas o mediante inauditas concatenaciones conceptuales, para corresponder de un modo creador, aunque sólo sea mediante la destrucción y la burla de los antiguos límites conceptuales, a la impresión de la poderosa intuición actual” (Nietzsche, 1996:36).

En un sentido similar, más sistemático, Bergson elabora su teoría gnoseológica en dos modos de conocer radicalmente contrapuestos. Por un lado, la razón analítica, modo con el que suele manejarse el hombre en general, que consiste en reducir lo nuevo, lo que se recibe, a lo viejo, a lo ya conocido. De esta manera, es la que reduce la diversidad a la unidad del concepto y la individualidad propia de cada cosa a su universalidad. La intuición, en cambio, es el acceso directo a la cosa, en su individualidad y dinamicidad propias, como una cierta visión inmediata, contacto y acaso coincidencia con la cosa (Bergson, 1959:954). Dado que por eso mismo es una profunda novedad, lo intuido es irreductible al concepto, a la palabra. Se mantiene en gran manera el hiato que hay en Nietzsche (hiato que proviene de Kant) entre lo puro de la intuición y el modo humano de comprender y comunicar mediante conceptos. “En un deseo eternamente insatisfecho por ceñir el objeto alrededor del cual está condenado a girar, el análisis multiplica indefinidamente los puntos de vista a fin de completar la representación siempre incompleta, no se da reposo en variar los símbolos para perfeccionar la traducción siempre imperfecta. Se prodigue, pues, al infinito. Pero la intuición, de ser posible, sería un acto simple” (Bergson, 1959:1079).

La posibilidad de un conocimiento que reciba más de lo que es posible traducir en el lenguaje racional, nos abre a la posibilidad de una manifestación de lo que es superior a la razón humana. Aquello nuevo,

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que es de alguna manera infinito, permanece inefable para el ámbito racional, pero sin embargo se halla presente de alguna manera en el hombre, como la presencia de algo que lo supera y no le es completamente accesible ni dominable y, por tanto, que permanece al mismo tiempo ausente. Para Heidegger, esto podría ser en cierto modo comparable a la naturaleza del acontecimiento (Ereignis). En Lévinas, podríamos hablar de la desmesura ética que se da en el rostro del otro, por la cual entramos en relación con lo infinito como la negación de lo finito que somos. En Marion, finalmente, es el fenómeno saturado que revela más de lo que es asimilable por nuestra razón, y es el Dios que está más allá del ídolo (cf. Capelle, 2009). Lo cierto es que, en el siglo XX, numerosos filósofos han explorado ese modo de habérnoslas con lo real que desborda nuestra comprensión, la cual tiende naturalmente al dominio y a la simplificación. Sea como negación de la razón, o como una razón mayor, se plantean diversas posibilidades de apertura, que buscan entrar en contacto con la otredad justamente en lo que tiene de otro, como para ampliar el horizonte limitado del hombre. Esta búsqueda, como sucedió siempre y como sucede ahora, termina por unirse a la búsqueda natural del arte, aquella de expresar lo que es en sí de algún modo inexpresable por el lenguaje cotidiano. Eso que no nos deja atravesarlo con la razón, que no se nos da como transparente, como totalmente expuesto, sino que se nos da como escondido en una profundidad, es lo que el arte va sacando a la luz, respetando de algún modo ese “echarse atrás” que tiene el misterio como tal. Como bien dice George Steiner: “Más allá de la fuerza de cualquier otro acto testimonial, la literatura y las artes hablan de la obstinación de lo impenetrable, de lo absolutamente ajeno a nosotros, con lo que tropezamos en el laberinto de la intimidad” (Steiner, 1991:172).

La tradición occidental ha cometido de alguna manera el gran error de haber cerrado la puerta a la religión y haber reducido el valor del arte, instaurando sobre ellas el imperio de la razón, a partir de la cual

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buscaban explicar la totalidad de lo que existe. El problema es que la razón, como tal, es esencialmente limitada, y desproporcional en relación a la realidad que la desborda. Volver a una consideración mayor de los lenguajes mitológicos de la religión y los lenguajes sensitivos y simbólicos de las artes, podría ayudarnos a entrar en relación con eso que nos supera, con lo que no es humano, lo que trasciende al hombre y supera su entendimiento. Ahora bien, no es esto una ingenuidad de aceptar lo que no se entiende; es más bien un ampliar la razón a modos de entender que no son los de la claridad y la distinción, los cuales pueden aplicarse a cosas universales, discretas y totalmente visibles, pero que se quedan truncas frente a la opacidad de lo misterioso, de lo dinámico, de lo continuo. El poeta argentino Roberto Juarroz lo describía de la siguiente manera: “Casi razón. Poco menos que razón. Deslizamiento de algo que no quiere alcanzar la razón, para no quedar anclado en su acotada zona. La pretensión de querer tener razón, desvía el pensamiento y lo convierte en rígida estatuaria mental. Contenerse en algo menos que razón quizá permita, en cambio, atisbar otros territorios más libres de la creación humana, como la poesía o ciertos inesperados paisajes de la imaginación. Un poco menos que razón puede llevarnos a algo más que razón” (Juarroz, 1997: introducción).

¿Este “más que razón” no es acaso lo que buscaba el pseudo Dionisio en su Teología Mística? ¿No es la amplitud de la razón que buscaban los cristianos y que siguen buscando muchos movimientos aún hoy? Para algunos, el cristianismo podía darse como el paso natural de un avance de la razón dentro de sus posibilidades, como si pensando a partir de una corriente como el platonismo, o a partir de postulados visibles y deducciones lógicas, se pudiera llegar a la experiencia de lo divino. A mi juicio, para el contacto con lo divino hace falta una dialéctica entre revelación y misterio, entre presencia y ausencia, que la razón –a lo sumo– puede siquiera atisbar. Esta apertura es la misma que constituye la naturaleza del arte. Esto nos permite adentrarnos en la siguiente parte del ensayo.

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Arte Es invierno, una hoja se desprende de la punta de la rama y cae girando en el aire, por el que asoma una brisa. ¿Cuántas poesías hacen falta para describir la simpleza de ese instante, de ese momento particular en toda su intensidad? La respuesta parecería tender al infinito. La situación es sencilla, pero está íntimamente relacionada por debajo con perspectivas y mundos que la cruzan, y en sí misma parece del todo inabarcable. No por nada tantas poesías vuelven sobre los mismos temas, cada una con una originalidad única, y al mismo tiempo hablando de lo mismo, de un sustrato común y profundo, que parecería querer decirnos algo, querer revelarnos algo de afuera o acaso de nuestra misma intimidad. El lenguaje no puede, en definitiva, abarcar de una vez por todas esos momentos. No define. No universaliza. No conceptualiza. Nada de eso funciona ya para captar la realidad. Por el contrario, el lenguaje nombra, como llamando, las cosas, como trayéndolas al mundo de la presencia y por el mismo movimiento lanzándolas a la lejanía de la ausencia (cf. Heidegger, 1990). Como bien sostenían Nietzsche y Bergson, el lenguaje parecería girar infinitamente alrededor del centro intuitivo que permanece inefable. La desproporción entre lenguaje y realidad parecería obligarlo a ello. Pero, sin embargo, el arte parecería acercarse más a eso que no se expresa, que nos desborda. ¿Por qué? En primer lugar, parecería ser que el artista posee una sensibilidad especial, por la cual entra en un contacto más directo con la realidad, con su sentido y sus significados, con su originalidad y su desnudez. Bergson lo expresa genial y claramente cuando dice: “Si la realidad viniese a herir directamente nuestros sentidos y nuestra conciencia, si pudiéramos entrar en una relación inmediata con las cosas y con nosotros mismos, creo que el arte no tendría razón de ser, o mejor, que todos seríamos artistas, pues que en tal caso nuestra alma vibraría de continuo con la armonía del universo. (…) Entre nosotros y la naturaleza, ¿qué digo?, entre nosotros y nuestra propia conciencia se interpone un velo: velo espeso para la mayor parte de los hombres, y leve, casi transparente, para el artista y el poeta” (Bergson, 2011:96-97).

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El artista se encuentra entonces en una relación especial, más intuitiva, si se quiere, con la realidad. Ya no está (tan) mediado por palabras, conceptos o esquemas previos, sino que está (más) abierto a la realidad en sí, en su darse propio. La dificultad será entonces poder pasar esa experiencia al lenguaje racional y conceptual con el que nos comunicamos. Para ello, el artista recurre a los juegos del lenguaje que, como vimos en la cita de Nietzsche, permiten acercar lo intuido a la posibilidad de su expresión. Mediante los giros del lenguaje, que rompen los significados e incluso la gramática establecidos, el poeta abre la rigidez del lenguaje a un modo menos unívoco, a la analogía de la metáfora y de los tropos lingüísticos, a aquello que pone a la palabra (al concepto) en el lugar original que le corresponde: el de expresar una realidad mayor que ella misma, el de mostrar tan solo un aspecto, el de ser como un indicio, el de limitar sólo para hacer accesible esa realidad desbordante, pero no pretendiendo comprenderla totalmente. ¿Es acaso otra cosa que lo que decimos, cuando Heráclito escribe “el dios: día noche, verano invierno” (Fragm. 22 B 67: Kirk, Raven y Schofield, 2001:210)? El oxímoron es una forma lógica poética que busca justamente romper con el límite que le impone una palabra a lo designado, añadiéndole su contrario, lo que nos obliga, por tanto, a elevarnos por sobre ambos sentidos y ver que lo designado trasciende el límite de cualquiera de esas dos designaciones. Al final de su Teología Mística, Dionisio enumera todo lo que Dios no es, con un estilo original que busca romper con la idea de los opuestos, negando ambos en Dios (cf. Dionisio, 1968:16-18). Estas técnicas literarias presentes en los artistas, filósofos y teólogos, buscan justamente mantener fuera del orden conceptual de los esquemas humanos lo que por su propia naturaleza los trasciende, y al mismo tiempo estimular al hombre a avanzar fuera de sí más allá de sus propios límites, hacia el contacto con esa realidad superior. El lenguaje artístico acerca pero sin encerrar. Mantiene abierto. Es por eso que puede tratar sobre Dios. Si el lenguaje racional, al querer tematizar a Dios, al querer hacerlo comprensible, termina por construir ídolos, el arte, en cambio, acerca a Dios al hombre respetando su lejanía y trascendencia. Eso es, por ejemplo, el ícono, tan fuerte en la tradición

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cristiana oriental. El arte no define a Dios, no le aplica rótulos. Acaso meramente describe sus aspectos, sabiendo que lo que dice de Él es infinitamente inferior a lo que es posible decir, sabiendo incluso que puede decirse incluso hasta lo contrario. Pues si no podemos expresar en su totalidad el instante de la hoja que se desprende del árbol, ¿cómo hablar de Dios? En su obra El ídolo y la distancia, Marion trata justamente el problema de la tematización de Dios, que acaba construyendo ídolos que lo que buscan es acercar a Dios a lo humano, pero negando la distancia respecto del hombre. La construcción del ídolo por medio del concepto es lo contrario a la manifestación de la presencia-ausencia de Dios a través del arte. “El concepto, al igual que el ídolo, proporciona una presencia sin distancia de lo divino, en un dios que nos devuelve nuestra propia experiencia o pensamiento, con la familiaridad suficiente para que dominemos siempre su juego. Se trata de mantener siempre fuera de juego la extrañeza de lo divino a través del filtro idolátrico del concepto, o a través de la concepción facial de un ídolo” (Marion, 1999:22).

El concepto mantiene a lo divino en la inmanencia de lo humano, en los límites de la comprensión racional. Niega su novedad y trascendencia. Niega su misterio. Niega, en definitiva, lo que lo hace divino. Por eso mismo lo divino se escapa al hombre racional, permanece totalmente inasible para él. Sólo podemos mantener el contacto con lo divino en lo abierto, porque lo abierto es lo que soporta lo desbordante de Dios. Quien encierra a Dios, lo único que logra es encerrar un espacio vacío, el hueco de la ausencia de Dios, de un Dios que se ha replegado a la profundidad de un misterio, misterio para el cual el racionalista se encuentra cerrado y ni siquiera se anima a imaginar. “La proximidad del ídolso enmascara y marca la huida de lo divino y de la separación que lo autentifica. Al apoderarse excesivamente de “Dios” por medio de pruebas, el pensamiento se separa de la separación, pasa por alto la distancia y se descubre un buen día rodeado de ídolos, de

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conceptos y de pruebas, pero abandonado por parte de lo divino: ateo” (Marion, 1999:25)

El arte, en cambio, como dijimos, al traer a la presencia resalta la ausencia. Sus palabras tienen sentidos abiertos y no sofocan el silencio de la posibilidad infinita que habita en lo intuido de las cosas. Más bien lo invitan a acercarse a lo humano. El artista ha entrado en contacto con lo divino en lo inasible de las cosas, pero eso mismo se le escapa al volver al ámbito del lenguaje, y esto produce el dolor y desgarro de la creación artística, que es el dolor de la desproporción entre lo infinito de la manifestación y lo finito de la condición humana (al menos de su condición lingüística). Al hablar sobre lo divino, lo divino se le aleja. Pareciera que el silencio, en su infinita posibilidad de palabras, es de algún modo decir más que cualquier palabra; pero algo invita al artista a crear discurso, algo le pide ser llevado al ámbito humano del lenguaje; como si el Misterio quisiera manifestarse a través suyo. Esta dualidad entre presencia y ausencia es la marca la originalidad del arte y su profundidad innegable. El poeta uruguayo Mario Benedetti gime la ausencia de ese Dios profundo que ha sentido pero que le permanece inaccesible en la siguiente poesía, “Ausencia de Dios”1: “Digamos que te alejas definitivamente hacia el pozo de olvido que prefieres, pero la mejor parte de tu espacio, en realidad la única constante de tu espacio, quedará para siempre en mí, doliente, persuadida, frustrada, silenciosa, quedará en mí tu corazón inerte y sustancial, tu corazón de una promesa única en mí que estoy enteramente solo sobreviviéndote. 1 Lo tomo de una selección de poemas disponible en http://www.sololiteratura. com/ben/obraenverso.html

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Después de ese dolor redondo y eficaz, pacientemente agrio, de invencible ternura, ya no importa que use tu insoportable ausencia ni que me atreva a preguntar si cabes como siempre en una palabra. Lo cierto es que ahora ya no estás en mi noche desgarradoramente idéntica a las otras que repetí buscándote, rodeándote. Hay solamente un eco irremediable de mi voz como niño, esa que no sabía. Ahora qué miedo inútil, qué vergüenza no tener oración para morder, no tener fe para clavar las uñas, no tener nada más que la noche, saber que Dios se muere, se resbala, que Dios retrocede con los brazos cerrados, con los labios cerrados, con la niebla, como un campanario atrozmente en ruinas que desandara siglos de ceniza. Es tarde. Sin embargo yo daría todos los juramentos y las lluvias, las paredes con insultos y mimos, las ventanas de invierno, el mar a veces, por no tener tu corazón en mí, tu corazón inevitable y doloroso en mí que estoy enteramente solo sobreviviéndote. La desgarradora ausencia de un Dios que ha estado y se ha replegado hacia el Misterio, que ha dejado una huella infinita imposible de llenar, marca el paso íntimo de su presencia por el hombre, por el poeta, que lo ha sentido y que sufre justamente por una ausencia que fue pre-

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sencia. Esta es la dinámica de un arte que se anima a tratar lo inefable de lo divino, a palpar la presencia de Dios en las cosas que superan al hombre. Benedetti ya no se atreve a preguntar si Dios cabe como siempre en una palabra, porque sabe que la desborda. Ésa es la marcada ausencia, la de querer apresar a Dios, la de querer asirlo, clavarle las uñas, morderle, y ver que se aleja con los brazos cerrados. ¿No son los conceptos, que al ser cerrados, le cierran la puerta a Dios? Un Dios conceptual, ¿no es también un Dios cerrado? El poeta quiere algo más, quiere esa presencia, esa intuición desbordante, ya inaccesible a la palabra, inaccesible quizá a la propia voluntad. Dios ha dejado su marca, la huella de su paso. ¿Será una invitación a buscarlo? Esperanza El arte ha sido siempre relacionado con lo divino. Señala esa extraña y sobrehumana posibilidad del hombre de trascenderse a sí mismo, de ir ampliando sus horizontes, de aventurarse a lo desconocido, de ser cada vez más humano, cada vez más. En una época como la actual, en la que la metafísica ha perdido su primacía y sus límites revelan que se encuentra lejos de un acceso a lo divino, podemos llorar la pérdida de aquellos conocimientos tan claros sobre Dios que enorgullecían a los metafísicos clásicos, o podemos, por el otro lado, agradecer que aquellos límites conceptuales ya no rigen ni dominan nuestra relación con lo divino, y nos permiten acceder a un Dios mayor, trascendente, un misterio que se revela, una ausencia que se hace presente más allá de nuestras posibilidades humanas, para justamente ampliarlas hacia algo más grande que nosotros mismos, hacia una vocación de trascendencia. Como dice Heidegger leyendo al poeta Hölderlin: “Cuando Hölderlin instaura de nuevo la esencia de la poesía, determina por primera vez un tiempo nuevo. Es el tiempo de los dioses que han huido y del dios que vendrá. Es el tiempo de indigencia, porque está en una doble carencia y negación: en él ya no más de los dioses que han huido, y en él todavía no del que viene” (Heidegger, 2006:124).

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La historia de un deseo de conocimiento que ha desembocado en un racionalismo cerrado ha culminado con la muerte de los ídolos, con el tiempo de los dioses que han huido. Sin embargo, esa misma historia nos cierra hoy a la experiencia del Dios que habitaba detrás de todos esos ídolos, que los superaba y nos superaba a nosotros. Quizá el arte nos ayude a abrir esta historia, a ampliar nuestro horizonte de experiencia. Quizá el paso de la intuición simple e inefable al ámbito finito del lenguaje a través de la creación artística nos pueda hablar del misterio de la Encarnación. Quizá la destrucción del lenguaje, que permite la manifestación de lo que lo desborda y que nos revela siempre los límites de las palabras frente a lo misterioso, nos pueda hablar de la Pasión. Y quizá la muerte de Dios que ha ocurrido en el terreno de la metafísica pueda Resucitar en el ámbito del arte, que nos pone de frente a la gloria del Misterio. Esperamos abrir esos campos desde una filosofía actual.

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Conflicto social en América Latina. Algunas reflexiones desde el caso colombiano* David E. Vides Bogotá – Colombia [email protected]

La conflictividad social es un problema presente en nuestras sociedades, sin embargo los acercamientos que se han dado se plantean más desde las teorías políticas como soluciones, y dejan de lado el quehacer de las personas concretas, que es donde en últimas cobra vida o se debilita el tejido social. En esa perspectiva, el abordaje del tema El conflicto social en América Latina pretende visibilizar el papel de las personas concretas en un entramado cultural influenciado por diversos problemas sociales, algunos de ellos comunes a las distintas sociedades latinoamericanas. Teniendo en cuenta esto, más allá de una cronología o un recordatorio de los males sociales que nos aquejan, iniciaré haciendo alusión al panorama social al que suele hacer referencia la expresión el Conflicto Social Latinoamericano, para desde allí hacer algunas consideraciones sobre la identidad latinoamericana marcada por el multiculturalismo en el cual se fusionan los problemas sociales mencionados. Luego, haré alusión a la propuesta de “anfibios culturales”, desde el divorcio Ley-Moral-Cultura, como espectro de comprensión de nuestra realidad social, para finalmente, presentar una visión más alentadora desde el campo de la ciudadanía y la movilización de la sociedad civil, como apuesta de solución desde la formación política. Como he planteado, comienzo presentando un panorama general sobre las situaciones y el imaginario que tenemos cuando hablamos del conflicto social latinoamericano. Para ello, cabe hacer un contraste * Tema abordado por el autor el martes 9 de agosto de 2011 en la VII Semana Agustiniana de Pensamiento – Persona y democracia (8-12 de agosto de 2011) – Auditorio de la Parroquia San Agustín en Buenos Aires.

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entre las definiciones formales de algunos de los problemas sociales de nuestros países con la realidad a la que los mismos aluden. ¿Por qué comenzar de esta manera? Si bien es posible que todos conozcamos las definiciones teóricas, de diccionario o de filosofía política, cuando estos problemas se plantean, la fuerza de la cuestión no está referida a la teoría sino a la realidad de las personas que se ven afectadas por ellos. De tal manera, cuando vemos, leemos, escuchamos los titulares, por lo general, comentamos, murmuramos, incluso juzgamos, corriendo el riesgo de olvidar los rostros, las historias personales, las motivaciones, en últimas, los seres humanos concretos que hay detrás de las cifras. Y si hablamos de Persona y democracia, la palabra fuerte a la que hay que atender es precisamente la de Persona. Así, el apoyo visual nos da cuenta de una realidad, pero más allá de eso, de una percepción de la realidad: “así nos leemos… así nos vemos”., y el asunto que nos congrega no supone negarla, pero tampoco sentarnos a llorar sobre ella. Sí, existe la violencia, el narcotráfico, el conflicto armado, la inseguridad social; son los males que nos afectan, pero cabe preguntarnos: ¿somos sólo eso? Y más aún, ¿cómo plantearnos –enfrentarnos diría E. Mounier, desde la categoría del universo personal que él denomina afrontamiento– a esa realidad, más aún desde el marco de referencia que nos plantea este encuentro: Persona y democracia? La identidad latinoamericana La primera pregunta nos remite al complejo tema de la identidad latinoamericana. Puesto que ése no es el objeto principal de esta presentación, me remito únicamente al referente del multiculturalismo, desde el cual la identidad latinoamericana debe entenderse a partir de la combinación de elementos culturales provenientes de las sociedades amerindias, europeas y africanas. Para ello, cito al escritor mexicano Carlos Fuentes quien plantea para América Latina una “denominación muy complicada, difícil de pronunciar pero comprensiva por lo pronto, que es llamarnos indo-afro-iberoamérica; creo que incluye todas las tradiciones, todos los elementos que realmente componen nuestra cultura, nuestra raza, nuestra personalidad” (citado por Hopenhayn, 2000).

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En este sentido, hablar de América Latina supone que, si bien somos un cúmulo de problemas sociales, también somos un cúmulo de riqueza cultural. Encontramos en nuestras lindes fenómenos que nos hablan de nuestra herencia pluri-étnica y la manera como el desarrollo histórico ha hecho que evolucionen hasta la actualidad con expresiones cargadas de no pocas particularidades. Ahora bien, si en la apreciación de este ámbito cultural nos referimos a ciertos elementos, ciertas realidades, podría correrse el riesgo de asumir que, por un lado, nuestra realidad social de violencia, etc., y por el otro, nuestra riqueza multicultural, son las dos caras de una misma moneda, dos facetas de una misma Latinoamérica. Sin embargo, creo que lo que se empieza a descubrir es la fusión de ambas facetas en una sola realidad: la cultura y la violencia se fusionan, ¿cómo no hablar del culto a la muerte en contraste con las no pocas atrocidades de nuestros conflictos armados, y si se quiere más exactamente del caso colombiano, o si se quiere con los estragos que desafortunadamente está causando el narcotráfico en México en estos últimos meses? Esta historia de las dos caras de una misma moneda, no es actual. En América Latina, los conflictos del multiculturalismo se vinculan históricamente a la “dialéctica de la negación del otro”: ese otro que puede ser indio, negro, mestizo, campesino, mujer o marginal urbano; donde la fuerza radica precisamente en el hecho de ser diferente. Este aspecto se constata desde el mismo surgimiento de nuestras repúblicas emergentes en el siglo XIX, bajo la bandera homogeneizadora de “una sola cultura y una sola nación”, que produjo la dicotomía excluyente “civilización o barbarie”; proceso en el cual las elites políticas que lo lideraron se consideraron a sí mismas desde un principio criollas y no mestizas. Ahora, esa negación del otro con un tinte pasado o al menos poco contemporáneo, se une al problema que nos ocupa hoy, al adquirir el rostro más visible de la exclusión social que aún hoy se perpetúa: la negación del otro como invisibilización de la diferencia tomó forma de negación del otro en el debate político y tomó forma de violencia, de conflicto social. De esta manera, la invisibilización de la diferencia como rasgo cotidiano de exclusión, hunde sus raíces en nuestro legado histórico y cultural. Y si bien nos puede parecer acosado o traído

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de los cabellos, hablar de la negación del otro, de la cual la xenofobia es un ejemplo clásico desde el otro extranjero, nos remite a la misma dinámica de, por ejemplo las barras bravas deportivas: el otro-indio o el otro-extranjero, se convierte en otro-hincha-de-un-equipo-distinto; estas dinámicas sociales se reproducen y se arraigan en nuestro modo de ser latinoamericanos. De hecho, hoy en día la fusión de elementos sociales como la violencia se va haciendo cada vez más parte integrante de nuestra cultura. Ejemplo de ello, son las expresiones artísticas desde las cuales se ha alzado no pocas veces una voz de protesta y de expresión de lo que somos y lo que nos duele (el “dolet ergo sum” personalista). La canción protesta de segunda mitad del siglo pasado, pero también las manifestaciones contemporáneas, donde tal vez las más cercanas son precisamente en el campo de la música. Así, temas comunes como la muerte, la violencia, la inseguridad, se van arraigando en el corazón de los artistas, y más allá de ellos, este cúmulo de fenómenos que denominamos hoy conflicto social, se hace tal, se hace auténticamente social, porque sus consecuencias se infiltran efectivamente en todos los niveles del tejido social, echando raíces. En últimas, damos cuenta del entramado cultural todo, que se va viendo afectado y va cambiando el rostro de nuestras sociedades. De tal modo, desde el marco del multiculturalismo al que hacíamos referencia anteriormente, elementos como los enumerados al hablar de problemas sociales se van haciendo parte de nuestro acervo cultural. De hecho, América Latina desde sus orígenes ha producido y recreado su condición de multiculturalidad en una “asimilación activa” de las culturas que la permean, convirtiendo lo multicultural en intercultural, condición en la cual se afirma la coexistencia en nuestros países de lo moderno con lo no moderno, así como de una pluralidad de comunidades y grupos humanos que implican la propia conciencia que tenemos la mayoría de los latinoamericanos de que nuestra realidad está poblada de cruces lingüísticos y culturales, y que más allá de la pertenencia a una etnia o raza, somos efectivamente mestizos. Así pues, el encuentro de culturas habría producido una síntesis cultural que se evidencia en producciones estéticas –la música, los ritos,

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las fiestas populares, las danzas, el arte, la literatura– y, más importante aún, permea las estrategias productivas y los mecanismos de supervivencia. Como se ha planteado anteriormente, se expresa en el arte pero permea lo político, de la misma forma que la violencia permea las manifestaciones sociales, el tejido social. Es esta colcha de retazos la que parece asemejarse a nuestra identidad bajo la forma de tejido intercultural. Habiendo dicho esto, vale la pena volver a la segunda pregunta: ¿Cómo nos situamos frente a esta realidad? ¿Cómo se vive en un país cuyo entramado social permite una coexistencia intercultural donde se hacen presentes –legítimamente, como parte del legado histórico y cultural– problemas sociales como los planteados? Anfibios culturales y divorcio ley, moral, cultura La aproximación a una respuesta, podría plantearse –es la propuesta que hago– desde el divorcio ley-moral-cultura, y más aún desde el concepto de “anfibios culturales”, donde se involucran los elementos propios de la conciencia de los individuos y asimismo se da pie a una forma de comprensión de la realidad social que implica un modo de actuar político con una fuerte influencia del trasfondo cultural. Siguiendo a Mockus (1994), la expresión anfibio cultural es empleada para describir características deseables de algunas personas en un país y en un mundo donde la diversidad cultural puede ser una fuente inmensa de potencialidades: “El anfibio cultural es alguien capaz de obedecer a sistemas de reglas parcialmente divergentes sin perder integridad intelectual y moral”. Esta posibilidad de conservar integridad moral obedeciendo a diversos sistemas de reglas –que se ejemplifica en los sistemas militares donde si bien los ejércitos pueden ser enemigos, es posible reconocer estructuras comunes subyacentes–, pone de manifiesto un relativo divorcio entre lo moralmente válido y lo culturalmente válido en uno u otro contexto. De tal manera, la capacidad del anfibio cultural de adaptarse a los códigos culturales de diferentes contextos le permite un enriquecimiento mutuo a partir de la comunicación entre diversas tradiciones culturales y, en consecuencia, una mayor capacidad de respuesta a una realidad diversa como la nuestra.

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Para entender mejor este aspecto es necesario plantear lo que se entiende por el divorcio entre ley, moral y cultura, partiendo de la autonomía entre estos tres entes reguladores del comportamiento social. Esta autonomía se expresa en la posibilidad de distinguir lo moralmente válido, lo legalmente permitido y lo culturalmente aceptable, reconociendo que la diferenciación propuesta no es simplemente conceptual, sino que opera en la práctica. Miremos, pues, esta separación. Lo legalmente permitido se define en relación con un conjunto de normas jurídicas expresas acompañadas de mecanismos de naturaleza procedimental orientados a lograr su cumplimiento; lo moralmente válido se delimita mediante juicios y argumentos que la persona formula “ante sí o ante otros” en uso de su autonomía moral –lo que comúnmente llamamos conciencia–; finalmente, lo culturalmente válido corresponde a comportamientos aceptables o deseables, en relación con un medio o a un contexto cultural. De tal manera, la transgresión de estos tres sistemas conlleva distintas consecuencias tanto a nivel objetivo como subjetivo: en el caso de la ley, sanciones punitivas o compensatorias y, a nivel subjetivo, temor; en el caso de la moral, indignación por parte de la comunidad y, a nivel subjetivo, culpa; por último, en el caso de la cultura, se genera a nivel externo incomprensión o reprobación y, a nivel interno, vergüenza. En los tres casos, la consecuencia última más grave es la exclusión de la comunidad (física –muerte o exilio–, moral –indignidad– o cultural –segregación–). De la anterior distinción se derivan algunas consecuencias, que al ser aplicadas a circunstancias concretas pueden ser materia de reflexión. Planteo tres: 1. Dado el legalismo y formalismo de nuestro sistema jurídico moderno, la deducción lógica en muchos de los casos es que jurídicamente está permitido todo aquello que no esté prohibido; de tal modo, existen muchas acciones posibles que aunque no tengan arraigo cultural, o incluso caigan fuera de lo culturalmente aceptable, son aceptables desde el punto de vista jurídico. 2. La necesidad de la regulación moral y cultural para una adecuada convivencia social; esto es, hay funciones y posibilidades a las

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cuales no puede acudir únicamente bajo el amparo de la ley. Sin embargo, se han reconocido cómo espacios como la educación o la familia, que antes eran objeto de regulación únicamente moral y cultural, se van haciendo cada vez objeto de regulación legal. 3. La posibilidad de la no coincidencia empírica entre lo autorizado o lo prohibido por los tres sistemas, esto es, la existencia de comportamientos legalmente no válidos pero culturalmente aceptados o moralmente justificados (el soborno o el uso de droga en ciertos contextos); o bien, de comportamientos legalmente permitidos pero cultural o moralmente rechazados (como el empleo del arte o de elementos culturales tradicionales descontextualizados, por la publicidad o la prostitución). Cabe decir entonces cómo cierto grado de divorcio entre ley, moral y cultura es inevitable y de hecho, puede ser interpretado como un factor de renovación de la ley de los Estados, de la moral de los individuos y de la cultura de distintos grupos humanos. El asunto está en la ampliación de los flujos de comunicación y de interacción con miras en la reconstrucción del tejido social a partir de esta renovación. Frente a esta necesaria triple regulación del comportamiento social, el concepto de anfibio cultural puede contribuir a comprender la regulación cultural del orden social. A continuación, una aproximación del papel del anfibio cultural frente a las dinámicas de la democracia y la violencia. Respecto a la idea de Democracia, habría que plantear su posicionamiento frente al divorcio ley-moral-cultura como la presentación de algunas reglas de juego universales (legales) apoyadas por diversos grupos o personas por razones distintas (que pueden ser morales o culturales). Así, la idea de la democracia implica que existen razones distintas para apoyar las mismas reglas, lógica en la cual no importa que el consenso sea una colcha de retazos, sino que exista consenso en torno a la ley y que la ley sea reconocida en su legitimidad y acatada de manera prácticamente universal. De tal manera, frente al cumplimiento de la ley en relación con la Democracia –llámese coacción estatal o control social–, se activan sentimientos morales como la vergüenza o la culpa. Asimismo, en asuntos básicos corno los Derechos Humanos la ley, la moral y la cultura convergen y se refuerzan mutuamente.

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En este sentido, las instituciones educativas tienen un importante papel en el afianzamiento de un ideal de universalidad y generalidad en las reglas de juego y en la búsqueda de una compatibilidad de las diferencias culturales e individuales con un sistema jurídico único. El papel del anfibio cultural como puente de comunicación entre distintas tradiciones culturales es crucial. Así, ante una democracia en construcción en un contexto de alta diversidad cultural –como el latinoamericano–, procesos educativos de distinta índole impulsados por anfibios culturales pueden ayudar a percibir razones y estructuras similares detrás de diversas expresiones sociales y culturales. Frente a las dinámicas de la violencia habría que plantear con Mockus (1994): “Una de las expresiones más radicales del divorcio entre ley, moral y cultura, y al mismo tiempo de deficiencias graves en el proceso de construcción de una democracia, es la violencia endémica”. El ejemplo del narcotráfico y de diversos grupos guerrilleros en Colombia –pero aplicable a otros países– puede ayudar a la comprensión más clara del concepto de anfibio cultural. En efecto, la clandestinidad por un lado y la economía ilegal por el otro ponen en juego la adopción de comportamientos según contextos y un desdoblamiento muy acentuado de la identidad. Así, frente a fenómenos de conflictos armados o lugares de enfrentamiento Paramilitares vs Guerrilla, la población se ve obligada a asumir un comportamiento de subordinación alternante frente a la hegemonía de turno: para sobrevivir se hace necesario adoptar el color del ejército que se hace presente. Siguiendo con el ejemplo, en el caso del narcotráfico y la guerrilla, podrían considerarse tres tipos de personajes o roles, desde la perspectiva que venimos planteando: – Delincuentes por convicción: aquellos que transgreden las normas porque poseen un conjunto de ideales y de interpretaciones de la realidad que le impulsan a hacerlo; ejemplo claro de esto es la guerrilla que se ve a sí misma y se reconoce como actor político. Los delincuentes por convicción buscan agruparse (y aislarse) para crear códigos culturales propios, consistentes con su opción moral.

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– Delincuente por necesidad o conveniencia: aquellos en cuya acción ilegítima predominan los motivos de utilidad particular. Aunque encuentre justificaciones morales para su acción, es consciente de que los otros pueden tener iguales o mejores argumentos morales. – Jugadores tramposos: son aquellos que, sin enfrentarse al Estado radicalmente, viven de la transgresión de sus reglas. Su actuar delictivo se regula básicamente por códigos culturales compartidos. De esta manera, lo ilegal deja de ser marginal cuando encuentra aceptación cultural o justificación moral. Esto significa que las actividades ilegales existen y se mantienen gracias en buena parte a la existencia de esas dos justificaciones. En conclusión, en el contexto colombiano –que yo amplío a diversas sociedades latinoamericanas– la noción de “anfibio cultural” puede ayudar a comprender algunos aspectos de su realidad social. “A diferencia del que se adapta simplemente porque le interesa o porque se ve obligado a hacerlo, el anfibio cultural pone en comunicación diversas tradiciones culturales, facilitando el entendimiento recíproco entre ellas. Por ello, en un contexto de alta diversidad social y cultural, puede ser un factor de paz” (Mockus, 1994). La educación política como respuesta Teniendo en cuenta las anteriores consideraciones, que dejan entrever un claro asunto cultural de fondo en las dinámicas sociales, la respuesta a estas situaciones no ha de ir encaminada sino a través del mismo medio: la apuesta cultural, y en ella la educación, y más aún, la educación política como un medio privilegiado para ello. Es cierto que la presentación de la educación como respuesta a una situación social no es novedosa, sin embargo, hemos sido testigos de cómo se ha intentado responder por otros medios distintos a estas problemáticas, olvidando la base del tejido social que es el rostro y la voz de las personas concretas. Para esta justificación del estamento educativo como respuesta, me remito nuevamente al caso colombiano, donde la lógica del Estado (al punto que ha llegado la historia y me reservo el derecho de plantear si es

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válido o no), es que la guerra se combate con guerra, en un afán militar donde se olvida educar el país para la reconciliación: un país que crece presenciando una guerra es necesario que sea educado para el perdón. Y sin embargo, ¿cómo se les plantea el perdón a niños que crecieron viendo la destrucción de sus hogares en una guerra que no entendían? ¿Cómo hablar de reconciliación a un niño que vio cómo torturaban y asesinaban a sus padres? Preguntas que son necesarias si es que realmente queremos plantear una auténtica reconstrucción del tejido social, y que se nos olvidan en un afán que privilegia otros aspectos. Con todo, hay que ser claros y honestos: puede que en situaciones culturales y sociales tan complejas como las de nuestras sociedades, la educación no sea una salida única sino que deba ser combinada con otros aspectos –desde las estructuras económicas y políticas, e incluso la violencia, pasando por la discusión de si existe un “uso legítimo” de la misma–; sin embargo, una respuesta que no integre y dé la relevancia necesaria al estamento educativo, nunca será suficiente, porque –y en esto insisto– lo que está en juego es la persona, los hombres y mujeres de a pie, con sus experiencias y vivencias concretas. Ahora bien, ¿por qué en el ámbito de una apuesta cultural me inclino hacia la educación política? El principal argumento al que se debería acudir es la irrupción de lo cultural en lo político; de hecho, la cultura se politiza en la medida que la producción de sentido, las imágenes, los símbolos, íconos, conocimientos, unidades informativas, modas y sensibilidades, tienden a imponerse según quiénes sean los actores hegemónicos en los medios que difunden todos estos elementos. De tal modo, el intercambio simbólico se convierte en un problema político, y procesos como la puesta en circulación de ciertos signos y la interpretación de los hechos, se convierten en elementos políticos, como ya se ha planteado cuando hicimos alusión a la negación del otro en detrimento de elementos étnicos y culturales de ciertos grupos sociales. Para Hopenhayn (2000) esta nueva dinámica Política-Cultura conlleva ciertas implicaciones para el campo de la ciudadanía: 1. Un descentramiento político-cultural, donde las prácticas ciudadanas se diversifican en una pluralidad de campos de acción. En este

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sentido, el ciudadano deja de ser sólo un depositario de derechos promovidos por el Estado y se convierte en un sujeto participativo en ámbitos de “empoderamiento”; la ciudadanía se traduce, entonces, no únicamente en relación con lo público estatal, sino como expresión de prácticas culturales. 2. La creciente promoción de la diversidad, en una afirmación cultural o identitaria en aspectos que antes sólo eran referidos al ámbito de lo privado, y que hoy pasan a ser competencia de la sociedad civil. Me refiero a prácticas que definen sujetos colectivos en la esfera de la cultura, que hoy son politizadas y llevadas a la lucha por derechos y compromisos: diferencias de género, etnia, cosmovisión. De esta manera, aumenta la visibilidad política del campo de la afirmación cultural y de los derechos de la diferencia, abriéndose a un diálogo en el que se espera una transformación de la opinión pública. 3. El paso de lógicas de representación a lógicas de redes, donde las demandas dependen menos del sistema político que las procesa y más de los actos comunicativos que logran fluir por las redes múltiples de información. El ejercicio ciudadano se define entonces desde las prácticas relacionadas con la interlocución a distancia. Entra en juego aquí el uso del espacio mediático para transformarse en actor frente a otros actores. Con lo dicho puede entreverse que la apuesta cultural ciudadana ha de ser una respuesta de a pie, donde las personas y grupos sociales permitan una visibilización de aspectos que salen del alcance del sistema público estatal. De hecho, en los últimos años podemos encontrar un panorama positivo de respuesta ciudadana, que nos permite hablar de una resignificación del conflicto social. En esta nueva lógica, la del conflicto positivo, éste se entiende como “alteración del orden social en curso, que permite dar “visibilidad” a las tensiones y contradicciones originadas por las profundas transformaciones sociales, así como a la trama de relaciones de fuerzas y sujetos que estas transformaciones suponen” (Seoane y Taddei, 2000:61). Desde esta perspectiva, el análisis de la conflictividad permite la comprensión de

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importantes transformaciones sociales que se pueden estar gestando a través de la aparición de ciertas prácticas democráticas que nacen y se desarrollan al margen de la lógica institucional. Esto ha sido resultado en buena parte de la crisis de las formas tradicionales de intervención política, que abrió camino experiencias alternativas de auto-organización social, centradas en la búsqueda de una mayor horizontalidad y democracia en los procesos de participación y decisión política. De alguna manera, en buena parte de nuestros países hay una tendencia a dejar de lado los partidos tradicionales para hacer coaliciones y movimientos que respondan a nuevos intereses y necesidades. No obstante, hay que decir que en no pocas ocasiones estos movimientos emergentes se han estrellado contra la estructura ya cimentada y avalada por el Estado. Aún así, su visibilidad es muestra de una nueva conciencia política. Dicha visibilidad da muestra de una multiplicidad de actores y movimientos sociales (movimientos campesinos, de derechos humanos, ecológicos, de mujeres, movimiento obrero, etc.) que, entre otros aspectos, plantean reclamos hacia la institucionalidad política, propuestas alternativas de gestión de lo público, luchas contra las privatizaciones de empresas públicas, y defensa de condiciones laborales y salariales. Ahora bien, la reacción estatal a estas nuevas manifestaciones de expresión de ciudadanía no son siempre positivas, incluso cuando se reconoce el derecho de expresión y de manifestación –y no en todos los casos es así–: suele descalificarse todo elemento que atente contra el normal desarrollo del comportamiento social, asumiendo esta normalidad en relación con las políticas económicas. De hecho, para algunos “la economía de mercado es el nuevo mito constituyente de la realidad social y política”, planteando así incluso una “nueva racionalidad social de mercado” (Seoane y Taddei, 2000:61). En esta lógica, la democracia se reduce a la existencia formal de reglas de juego y los conflictos sociales y los sujetos colectivos que los vehiculizan son deconstruidos o tildados como desestabilizadores de esta racionalidad. Cualquier intento de ampliar los estrechos horizontes de esta perspectiva es visto como antidemocrático. De hecho, parte de los problemas sociales latinoamericanos es también la criminalización de los movimientos sociales –represión y persecución de dirigentes

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sociales–, con el consecuente impacto sobre los propios movimientos y las libertades democráticas, y en ocasiones la militarización social y política. Conclusión Habiendo presentado el anterior panorama, pareciera que la violencia, los problemas, el conflicto social, mueven positivamente a nuestras sociedades, de la misma manera que las carencias son motivación para quien necesita alimento o afecto. Es el conflicto social la razón por la que nos movemos como ciudadanos, el motivo profundo, arraigado en el corazón. Ya lo plantea Mounier al hablar de los resultados de ese movimiento interior que se traduce en afrontamiento, en participación política. Lo que encontramos, pues, en nuestras sociedades son personas de a pie, pronunciándose desde lo cultural, más allá de lo político o lo formal, incluso jóvenes, estudiantes adolescentes de secundaria, entusiasmados por la política y exigiendo un cambio. Hemos pasado así del conflicto entendido desde los problemas sociales al conflicto entendido como movilización social, factor legítimo de cambio dentro del quehacer democrático. Y en ambos, las personas, –y no las políticas o las estructuras– son las protagonistas. Podemos ser testigos y protagonistas de un nuevo escenario latinoamericano: la posibilidad de iniciar un camino de transformaciones a través de la consolidación y fortalecimiento de los movimientos y asociaciones alternativas no necesariamente ligadas a la política formal. Iniciativas como el Instituto Emmanuel Mounier, ahora presente también en Buenos Aires, con características claras de autonomía y actividad, permiten –desde lo cultural– la participación democrática de las mayorías en la construcción del futuro colectivo. Es responder a la pregunta sobre el papel que desempeñamos en procesos que nos afectan y frente a los cuales no podemos ser indiferentes.

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Bibliografía García Márquez, G. (1994). “Por un país al alcance de los niños”: El Espectador, Sección General, 12-A, (Sábado, 23 de julio de 1994) – http://www. scp.com. co/ArchivosSCP/Por-un-pais. pdf Mockus, A. (1994). “Anfibios culturales y divorcio entre Ley, Moral y Cultura”: Análisis Político, 21 – www.mesaculturalantioquia. files. wordpress. com/2009/03/ap21. pdf Mounier, E. (2000). El Personalismo. Bogotá. El Búho. Hopenhayn, M. (2000). “El reto de las identidades y la multiculturalidad”: Nuevos Retos de las políticas culturales frente a la Globalización. Barcelona, 22-25 de noviembre de 2000. Seoane, J. y Taddei, E. (2000). “La conflictividad social en América Latina”: Cronología: Observatorio Social de América Latina. (Septiembre de 2000), 61-65. Seoane, J. y Taddei, E. (2003). “Movimientos sociales, conflictos y cambios políticos en América Latina”: Cronología: Observatorio Social de América Latina (Enero de 2003), 67-72.

Hacia la reconciliación del hombre total. Actualidad del pensamiento de Emmanuel Mounier* Lucía González Ventre Montevideo – Uruguay [email protected]

“Un régimen personalista es el que da a todas las personas, cada una en el lugar que le asignan sus dones y la economía general del bien común, una parte de las funciones de la unidad; que intenta, por consiguiente, reducir progresivamente la situación, inhumana y peligrosa, de gobernado pasivo” (Mounier, 2002b: 196). Emmanuel Mounier, hombre sensible y atento a los hechos que conformaban la Europa de la década del 30, elabora un cuerpo de pensamiento encarnado en el acontecer. Es a través de este trabajo, reflexivo y combativo, que el filósofo reintegra la labor intelectual al conjunto de las actividades humanas. Desde sus artículos en la revista Esprit, el joven Mounier preparará la Revolución Personalista y Comunitaria. Denunciando un estado de crisis total, que llamaron “desorden establecido”, cuyo rasgo más característico –creemos nosotros– es haber separado el plano espiritual del material: “la historia parece haber querido disociar el descubrimiento de esta doble vocación” (2002b: 52). Maritain llamará a este desorden la “tragedia del humanismo antropocéntrico”, y lo describe como un humanismo que prescinde de Dios y que concibe al hombre siendo su propio centro y el centro mismo de todas las cosas. El desorden establecido se les presenta con tal fuerza que ya no puede ocultarse. Mounier afirma que ha entrado en el dominio de las evidencias públicas. Aclara que detrás de las agitaciones y los desorde* Tema abordado por la autora el lunes 8 de agosto de 2011 en la VII Semana Agustiniana de Pensamiento – Persona y democracia (8-12 de agosto de 2011) – Auditorio de la Parroquia San Agustín en Buenos Aires.

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nes visibles, existe una proliferación masiva de la mentira. Mentira que se va insertando en el interior de los hombres y de los partidos1. La revolución buscará un cambio que no se agotará en traer el orden y el reposo de épocas anteriores. El espíritu exige ir más allá, hasta olvidar la propia crisis que, según Mounier, es sólo un síntoma, una manifestación de los verdaderos problemas. Tiene como fin “rehacer el renacimiento”, restaurar una civilización al servicio de la persona humana. Una revolución para el Hombre Total, a través de la elaboración de un humanismo integral. Será por eso una revolución moral pero a la vez económica, ética y también política. La reflexión sobre persona y democracia podemos enmarcarla en los números de Esprit publicados entre 1933 y 1934, cuando Mounier asumía la tarea de disociar los valores cristianos –del anteriormente mencionado– desorden establecido, reflexionando también sobre temas como la cultura, el arte, el trabajo y la propiedad. Nuestro autor juzga a la democracia liberal y parlamentaria que le tocó conocer como una democracia amnésica, desconocedora de su propia matriz: auténtica reivindicación de la persona. Y define como democrático al régimen que descansa sobre la responsabilidad y la organización funcional de todas las personas constituyentes de la comunidad social. A la gran tradición democrática, Mounier dice que sí, pero no a las pequeñas tradiciones, y pide que no se disminuya el problema, pues entiende que la estructura capitalista imperante domina una estructura democrática desfalleciente. Llama régimen totalitario a todo régimen en el cual una aristocracia de dinero, de clase, de partido, asume los destinos de una masa amorfa imponiéndole su voluntad, y de este modo, con esta definición nuestro autor identifica (de manera escandalosa) las democracias capitalistas y estatales con los fascismos y el comunismo. En el capitalismo Mounier no ve otra cosa que no sea error y corrupción. Cree que subyace a este sistema un principio metafísico del opti1 Mounier describe a los partidos como máquinas para no pensar, para no elegir, para no actuar.

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mismo liberal: la creencia de que, libradas a su impulso las libertades humanas establecen la armonía. Pero no hay libertad sin disciplina. Una moral social debería regular a este régimen mediante ciertos principios como el de un primado de la producción; no es el hombre el que está al servicio de la economía sino la economía la que debería estar al servicio del hombre; economía y trabajo al servicio del dinero y no a la inversa que es lo que sucede, primado del beneficio; el beneficio capitalista es una ganancia doblemente desarraigada, es un principio indefinido, mecánico y deshumanizado que expulsa y desvía progresivamente todos los valores humanos, como por ejemplo el sentido del servicio y el amor por el trabajo. Mounier propone que una sociedad no capitalista debería partir de los siguientes cinco principios fundamentales: 1. La libertad por la coacción institucional (ocurre que el capitalismo defiende la libertad de algunos para la esclavitud de muchos). 2. La economía al servicio del hombre (subordinada a una ética de las necesidades). 3. Primado del trabajo sobre el capital. 4. Primado del servicio social sobre el beneficio (el beneficio capitalista que es ganancia sin trabajo, debería ser declarado fuera de la ley). 5. Primado de la persona desarrollándose en comunidades orgánicas. Debería también abolir la facilidad del dinero bajo todas sus formas: el préstamo a interés fijo y perpetuo y la renta, la especulación y las Bolsas, regular la distribución de crédito. “Todas estas medidas suponen una educación paralela de los hombres para arrancar de sus corazones, al mismo tiempo que de sus esquemas sociales, el reino del dinero, de sus deseos, de sus violencias, de sus pequeñeces, y de la mediocridad donde se rebaja toda vida espiritual” (2002b: 175). “(…) ninguna comunidad es posible en un mundo donde ya no hay prójimo, donde no quedan más que semejantes que se miran” (2002b: 442).

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La democracia no es el reino del número, afirma Mounier, sino el reino del derecho. La filosofía personalista y comunitaria busca promover una causa temporal y el primer desorden que habría que combatir es la distancia que existe entre la palabra, la acción y el compromiso de cada persona. “Aquí está la primera revolución sin la que la otra no es más que comedia” (2002b: 229), no revolución interior: revolución personal, no toma de conciencia abstracta y escolar, sino toma de conciencia personal, única capaz de cimentar una verdadera comunidad revolucionaria. Mounier entiende que la acción política tal como es concebida en su tiempo está viciada y sus fines son fines limitados: sólo se reducen a la toma de poder y su conservación o reforma de las instituciones. Siente que los políticos han reducido la talla del hombre a la talla del ciudadano y le han otorgado una vida política ineficaz, donde el medio ha sustituido al fin. “Ahora bien, la democracia no es, y debe cesar de ser, un régimen en el que todo el mundo aspire a las competencias del gobierno. Es un régimen en el que todos deben formarse en las competencias de gobernado” (2002b: 247).

El valor humano primordial en este cuerpo filosófico es la persona; la comunidad no es otra cosa que la armonía final de las personas. La pregunta es la siguiente, ¿Cómo salvaguardar, en un régimen notablemente colectivizado, la autonomía soberana de la persona en cuanto respecta a su desarrollo como tal, en armonía con el reino del derecho? “A la universalidad engañosa de las fórmulas intemporales preferimos la universalidad viva que fácilmente se deduce de un testimonio singular” (2002a: 435).

Creemos que exclusivamente en un marco de comunidad democrática es posible el desarrollo integral de la persona. Confiamos en los lineamientos del personalismo comunitario para orientar nuestra acción hoy. Caminamos hacia una reconciliación del hombre total como el hijo pródigo camina hacia la casa del Padre.

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Bibliografía Mounier, E. (2002a). “Manifiesto al servicio del personalismo”: El Personalismo. Antología Esencial. Salamanca. Sígueme. Mounier, E. (2002b). “Revolución Personalista y Comunitaria”: El Personalismo. Antología Esencial. Salamanca. Sígueme.

Una nota sobre los estudios lulianos y su actualidad Julián Barenstein UBA-CONICET [email protected]

De acuerdo con la opinión de los hermanos Carreras y Artau, Ramon Llull no tuvo un heredero universal. En su clásico estudio Historia de la filosofía española: Filosofía cristiana de los siglos XIII al XV, habían identificado tres direcciones fundamentales en cuanto a la recepción de los escritos lulianos. Se trata de la corriente polémico-racionalista, la lógico-enciclopedista, que hace incapié en el Arte luliana y se convirtió en la más prolífica, y la mística. A estas se puede agregar otra, que aun perteneciendo a la historia del lulismo no recibe el influjo directo del pensamiento del doctor illuminatus: el pseudolulismo. Para decirlo con pocas palabras, esta corriente hacía de Llull un ocultista y alquimista. Todas estas posiciones –no necesariamente contradictorias– interactuaron a lo largo del tiempo, y no aparecen, en sentido estricto, separadas unas de otras. Empero, soslayando sus diversos matices, la difusión de las doctrinas lulianas fue conducida desde principios del s. XIV –y aun desde antes– por la mano de hombres como Pierre Lacepierre de Limoges en Paris (perteneciente al grupo de los socii sorbonici discípulos de Llull), Tomás Le Myèser en Arras (compilador del famoso Breviculum), Bernat Garí en Valencia (miembro del grupo lulista valenciano primitivo) y Pero Gonçalo Sanches de Useda en Córdoba (el primer traductor de obras de Llull al castellano), por mencionar solo algunos. Ese mismo siglo, un movimiento adverso a las doctrinas lulianas había sido encabezando por el dominico gerundense Nicolás Eymerich (doctor en teología por la Sorbona e Inquisidor general en los territorios de la Confederación catalano-aragonesa) y había logrado la condena papal de Gregorio XI sobre más de doscientos artículos extraídos de obras del Beato.

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A pesar de que la situación era desfavorable, los discípulos de Llull no se daban por vencidos. Hacia julio de 1395 –fecha cercana a la muerte de Eymerich– el lulista Antonio Riera se hallaba en Aviñón desempeñando una embajada y al ver la oportunidad, presentó al Cardenal de San Sixto una instancia en la que pedía que la bula condenatoria fuera declarada carente de autenticidad. Afortunadamente, en el traslado de la Corte papal de Roma a Aviñón (hacia el 1376) se habían “extraviado algunos papeles”, entre ellos, los registros que daban cuenta de la emisión de dicha bula. Así las cosas, en 1419, el papa Martín V otorgó amplios poderes al cardenal Alamán para poner fin de una vez por todas a la “cuestión luliana”. El 24 de marzo ese año, se dictó en Barcelona la sentencia definitiva. El documento declaraba –no sin cierta sutileza– que a pesar de que la bula condenatoria era auténtica, había sido obtenido subrepticiamente. Por tanto, se declaraban nulos los efectos de la misma. Desde este momento las obras de Llull viajarán por todas partes del mundo y grandes nombres comenzarán a unirse al calificativo de “lulista”. Entre ellos, los de Ramon Sibiuda, Nicolás de Cusa, Bessarión (que habría introducido el lulismo en el Neoplatonismo florentino), Giovanni Pico Della Mirandola, Lefèvre D’Etaples, el franciscano Bernardo Lavinheta y Cornelio Agrippa von Nettesheim, a lo largo del s. XV. Los de Charles Bouvelles (el discípulo más brillante de Lefèvre), Nicolás de Pax y Giordano Bruno durante el s. XVI. Los del enciclopedista Einrich Alsted, el jesuita Athanasius Kircher, Gottfried Willhelm Leibniz y Pierre Gassendi, en el XVII. Y en el XVIII, brillará por sobre todos el de Ivo Salzinger, editor de la gran edición maguntina. Por su parte, el s. XIX, quizás el que ofrece menor cantidad de lulistas, cuenta incluso con sus representantes ilustres, como Jeroni Roselló Ribera, editor de las Obras Rimadas de Ramón Llull. El s. XX, sin duda el más prolífico en cuanto a escritores lulistas, comenzó con la edición importantísima de las obras de Llull en lengua catalana, Obres Originals de Ramon Llull, que abarca un total de 21 volúmenes. Hacia los 60’s se reimprime la edición de Salzinger. Algo más tarde, hacia fines de los 80’s comenzaba a editarse la Nova Edició de les Obres de Ramon Llull, también en catalán. Por último e ininterrumpidamente, desde 1975 los lulistas más importantes están trabajando –ahora

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bajo la dirección de Fernando Domínguez Reboiras– en la edición crítica de las obras de Llull en latín, Raimundi Lulli Opera Latina, que cuenta ya con el volumen XXXV. Ante lo dicho es una redundancia insistir en que durante la segunda mitad del siglo XX y el transcurso de este, los estudios lulianos han superado cualquier expectativa. No obstante, se ha de señalar que este incremento de la actividad de los lulistas no se limita solo a la publicación de las obras de Llull, sino también a trabajos de gran erudición sobre la filosofía, literatura, matemática, etc. lulianas. Un ejemplo de la proliferación de los estudios lulianos, es la colección “Blaquerna”, nacida con el siglo y fruto del Programa Blaquerna D’Estudis lul. lians, un programa de colaboración entre la Universitat de les Illes Balears (UIB) y la Universitat de Barcelona (UB). La colección está dedicada a la publicación de estudios sobre Ramon Llull y el lulismo así como sobre el contexto político y cultural de su desarrollo y es dirigida conjuntamente por Pere Roselló (UIB) y Albert Soler (UB). Se han publicado ya seis títulos. Entre ellos, el Diplomatari lul·lià: documents relatius a Ramon Llull i a la seva familia (2001), de J.N. Hillgarth, que reúne 51 documentos de archivo sobre Llull. El Diccionari de definicions lul·lianes / Dictionary of Lullian Definitions (2003), de A. Bonner y M. Ripoll en donde se presenta por primera vez, y en forma bilingüe (catalán e inglés), un conjunto orgánico de las definiciones dispersas en las obras de Llull. La ciència en català a l’Edat Mitjana i el Renaixement de L. Cifuentes, que ya cuenta con dos ediciones (20022006). Se trata de una obra que centra su punto de partida en el uso del catalán como lengua de comunicación científica y técnica. Els fons manuscrits lul·lians de Mallorca de L. Pérez (2004), que reúne una gran cantidad del material de catalogación de los fondos lulianos de Mallorca y otras bibliotecas españolas. El Diccionari d’escriptors lul·listes, el último trabajo del gran lulista Sebastià Trias Mercant, publicado póstumamente (2009). Se trata de un diccionario que comprende una lista exhaustiva de todos aquellos escritores lulistas comprendidos entre el s. XIV y 1991. Y Actes de les Jornades Internacionals Lul·lianes: “Ramon

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Llull al segle XXI” (Palma, 1, 2 i 3 d’abril de 2004) (2005), las cuales se realizaron en el marco de la presentación ante la comunidad científica internacional de la Càtedra Ramon Llull, órgano que si bien existía desde 1954, se había mantenido vacío de contenidos lulianos hasta su recuperación en el 2003 gracias a un convenio de colaboración entre la Universitat de Les Illes Balears y el Gobierno de las Islas Baleares. Esta edición de las actas, a cargo de María Isabel Ripoll Perelló, incluye trabajos lulianos en diversos idiomas (catalán, castellano e inglés) y de variada temática realizados por algunos de los investigadores más prestigiosos en la materia, pertenecientes a diversas y eminentes instituciones. En el contenido de estas Actes se incluye la conferencia de apertura: “Generació o luxúria. Què diu Ramon Llull sobre el sexe: 1. El marc teòric” de Lola Badia de la Universitat de Barcelona. La brillante conferencia de cierre: “Reducere auctoritates ad necesarias rationes” de Anthony Bonner de la Maioricensis Schola Lullistica. Cuatro ponencias: “The jewish Ramon Llull: missionary, mystic, malician, doctor and alchemist” de Harvey J. Hames de la Ben Gurion University (Negev), “Ramon Llull, la geometria i les quadratures del cercle” de Elena Pistolesi de la Universitata de Trieste (Italia), “L’ánima recorda i entén que les havia recorda i enteses en el Llibre de contemplació: raons necessàries a propòsit de la trinitat en l’Ars compendiosa inveniendi veritatem” de Josep Enric Rubio Albarracín de la Universitat de València, y “La transformació del pensament de Ramon Llull durant les obres de transició cap a l’etapa ternària” de Josep María Ruiz Simon de la Universitat de Girona. Se incluyen también doce comunicaciones: “Una versió siscentista mallorquina del Llibre d’amic e amat” de Guillem Alexandre Amengual i Bunyola (UIB); “Variacions entorn del concepte lul. lià de “matèria”“ de Antoni Bordoy Fernández (UIB); “La Qüestió de la cavalleria –i algunes altres– en la idea de Croada de Ramon Llull” de Gabriel Enseyat Pujol (UIB); “L’estructura dels llibres del paradís i de l’infern al Fèlix de Ramon Llull” de Xavier Bonillo Hoyos (UB); “Manuscrits, copies i traduccions. Ramon Llull i la transmissió de la Doctrina Pueril” de Joan Santanach i Suñol (UB); “Raimundus Lullus’ Dispute with Homer

Una nota sobre los estudios lulianos 207

saracenus in the year 1307. An inquiry into their theological positions” de Hans Daiber de Johann Wolfgang Goethe-Universität Frankfurt/M.; “Ramon Llull’s use of the term “deification” and its cognates in the context of latin –and astern– Christian views of salvation” de Robert Hughes de la University of Lancaster; “La demostración “per aequiparantiam” de Ramon Llull y el “poder de lo real” de Xavier Zubiri” de José María Sevilla Marcos, “Ramon Llull: Blaquerna. Variaciones y similitudes entre el libro, y como discurso cinematográfico” de Antonio Sevilla Ribas, “El órgano visual según Ramón Llull. Una concepción trinitaria” de José Sevilla Ribas, tres autores del Monestir de Miramar; “Origen i evolució del concepte de caos en Ramon Llull” de Jordi Sidera i Casas; y, por último, “Un nou manuscrit lul. lista i un nou argument a favor de Llull” de Sebastià Trias Mercant de la Maioricensis Schola Lullistica. Basta leer el título de las presentaciones, los nombres de sus autores e instituciones de procedencia para dar cuenta del peso académico que los estudios lulianos han alcanzado a nivel internacional. Cabe destacar que el proyecto de la Col. lecció Blaquerna llega muy oportunamente. En efecto, éste responde a las condiciones necesarias para una difusión global del pensamiento luliano, que a pesar de contar con una larga tradición, necesita adaptarse constantemente y reorganizarse de acuerdo con las exigencias de la investigación actual. Entre las próximas publicaciones de la colección se cuentan Cerverí de Girona, un poeta al servei del príncep (un estudio sobre el trovador Cerverí de Girona, contemporáneo de Llull) de M. Cabré; El diàleg en Ramon Llull: l’expressió literària com a estrategia apologètica (un trabajo sobre el uso del diálogo en diferentes obras de Llull) de R. Friedlein; L’Art i la lògica de Ramon Llull: manual d’ús y Estudis lul. lians (un estudio acerca de los métodos demostrativos utilizados por Llull y su evolución y una compilación antológica de artículos actualizados) de A. Bonner; Ramon Llull a París (1309-1311) (una traducción del clásico estudio sobre la cuarta y última estadía de Ramon en París) de H. Riedlinger; y Ramon Llull en la literatura mallorquina dels segles XIX i XX (un estudio sobre la presencia de Llull en autores desde el Renacimiento a la actualidad) de P. Rosselló.

Ensañamiento terapeútico Mario Alfonso Sanjuán Zaragoza – España

Un enfermo en una UVI (Unidad de Vigilancia Intensiva) o UCI (Unidad de Cuidados Intensivos) que se caiga de la cama no llega al suelo. El pobrecito tiene tal cantidad de tubos incrustados en todos los rincones de su cuerpo que lo mantienen en el aire como una araña en su tela. Una aguja como un sable de caballería en la subclavia, un tubo enorme en la laringe, una sonda rectal, una sonda vesical, unos cuantos goteros terminando en sus venas. Como todo el material es de poliuretanos, de plástico para entendernos, este se estira, se torsiona, pero no se rompe. Así que el enfermo queda suspendido de sus tubos y cables en un suave bamboleo. La tecnología, el avance, el adelanto, lo nuevo, el invento es útil sabiéndolo emplear y conociendo sus limitaciones, pero esto ya lo hemos superado para entrar en la fase de la idolatría de la tecnología. Los judíos adoraban al becerro de oro, pero ahora se adora la última moda tecnológica. El novísimo cachivache, la última maquina computarizada, el aparato que mide que el enfermo se está muriendo y se morirá. ¿En qué cabeza humana puede entrar la idea de que una persona de 80 años, consumida, terminal, con un cáncer y con un montón de metástasis, con los riñones inoperativos puede “curarse” con tenerla una temporadilla sujeta a un montón de máquinas? En un Evangelio se lee que una tela nueva puesta de remiendo en una tela vieja, rompe a esta. También se lee que el vino nuevo sobre el vino viejo hace estallar los odres. Es penoso tener que recordar cosas de sentido común. Ni la Medicina enseña el sentido común, ni la práctica diaria pone en orden la cabeza de los médicos. En las Facultades, los jóvenes aprenden cosas que hay que verlas en el microscopio electrónico con un millón de aumentos, pero no han visto el pulmón de un fumador, ni un

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Mario Alfonso Sanjuán

cáncer de hígado a simple vista. Aprenden todo lo raro que jamás verán y no saben que el mejor ejercicio profesional lo efectúa una silla: el sentarse en la cabecera de un enfermo y charlar con él sin prisas. La enseñanza de la Medicina se caracteriza en estos momentos por la falta de lógica, por la razón de la sinrazón, por el disparate instrumental, por el abuso de la tecnología, por no vivir en la realidad de la situación de un enfermo terminal. La máquina es el tótem que ha hecho perder el rumbo del concepto de que los inventos siempre actuarán sobre un ser humano no sobre otra máquina. Donde se ha llegado a la sublimación de la tecnología, de la falta de sentido común, es en el tratamiento de los enfermos terminales. El enfermo terminal es eso, un organismo en situación terminal al que ninguna máquina le va a devolver la salud. Esto se aprecia día a día en casi todos los hospitales de la mayoría de los países, llegando a cotas inigualables en el tratamiento de los jefes de Estado. Al presidente Kennedy lo llevaron al hospital sin un cuarto de cerebro que se le había llevado la bala que le dispararon. Al entrar en el hospital, los médicos de guardia se abalanzaron sobre él para intentar “recuperarlo”. Aquello fue un espectáculo tan deplorable, tan kafkiano que tuvo que ser su esposa, la señora Jacqueline Kennedy la que tuvo que superar su dolor y plantar cara a los médicos e impedir que siguiesen haciendo mamarrachadas. Al primer ministro judío Ariel Sharón todavía lo tienen sujeto a unas máquinas en coma profundo, desde hace más de cinco años. A Pío XII, con su cáncer de estómago terminal, también le hicieron unas cuantas fechorías llegando a la sordidez de que uno de sus médicos lo fotografió y vendió las fotos a todas las revistas del mundo. La imagen fue francamente patética. Lo mismo se puede decir de Stalin, Tito y otros jefes de Estado. En el caso de España, la agonía del General Franco pertenece a la sordidez sanitaria, siendo un caso paradigmático del ensañamiento terapéutico que creo merece la pena recordar:

Ensañamiento terapeútico 211

Este anciano apareció el día 1º de octubre de 1975 en el balcón del Palacio Real sin voz, temblequeando, con todos los síntomas típicos del Parkinson y además 83 años. Como estaría de mal que las apariciones públicas posteriores, el día 4 por su onomástica, y la oficial del 12 de octubre, no se atrevieron a reproducirlas por televisión. Las hemos podido ver años después y son deprimentes. Un anciano terminal que no debía salir de la cama. En el consejo de ministros del día 17 ni se pudo levantar del sillón, lo tuvieron que aupar los ayudantes de campo. Los guardias civiles de su escolta, soldados sin preparación médica, estaban aterrados de lo que se hacía con el Jefe de Estado. Ellos tenían más sentido común que toda la pléyade de sabios oficiales que lo rodeaban. Y ahora veamos la serie ininterrumpida de desastres de la actuación médica: Una noche tuvo un dolor agudo, terrible en tórax con irradiación a los brazos, y toda la típica sintomatología del infarto de miocardio. Sacaron de la cama a su médico de cabecera y este solucionó el problema con unos calmantes. ¡Menudo ojo clínico! Al día siguiente se encargó un electrocardiograma y el mismo médico no lo sabe interpretar y dice que es normal. Con lo que deja al enfermo a su albedrío. Una enfermera, la única sensata de aquel demencial entorno del Generalísimo, no se fía del médico de cabecera y lleva una parte de electrocardiograma a los cardiólogos del Hospital de La Paz, quienes en el acto diagnostican un extenso infarto de miocardio. El proceso de la enfermedad de aquel anciano de 83 años siguió su curso de libro. Apreciando su final se dispuso a morir en su cama, en su casa. Había avisado a todo el mundo de su entorno que no quería morir en el hospital. ¿A qué se debió desobedecerlo por primera vez en su vida? El cuadro clínico condujo a unas hemorragias graves, incoercibles que hubiesen sido el lógico final del paciente. Pero aquí se desbordó la falta de sentido común, la ausencia de criterio, el carecer de la visión general de las enfermedades y del paciente y se desencadenó el caos.

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Entre todo el “Equipo Médico Habitual” no hubo uno solo que dijese que esta era una enfermedad terminal y que como tal había que verla. Nadie quiso razonar ni darse cuenta de que no había salida. Se agarraban del tópico de que “mientras hay vida, hay esperanza”. Al Palacio del Pardo acudió el Séptimo de Caballería en forma de equipo quirúrgico y montaron un circo –no creo que haya otro término para definir aquello–. Operado en una pocilga, sin luz, sin nada limpio, tapando al Jefe de Estado con una toalla sucia que encontraron en un rincón con velas, entre polvo y miseria. Algo sórdido, tétrico, deprimente y lo más grave: sin finalidad. Este numerito de la intervención aún lo repetirán dos veces más. Dos operaciones más, casi seguidas. ¿Qué diosecitos son estos que en vez de una muerte rápida y digna por las hemorragias juegan a milagreros y lo operan? Dicen que Franco mejoró, que se recuperó. Esto solo puede definirse como una falsedad. Un hombre de 83 años con Parkinson, varios infartos de miocardio masivos, crisis hipertensivas intensísimas cada vez que oía la palabra Sahara, hemorragias que precisaron transfusiones de 15 litros de sangre y tres aperturas de la cavidad abdominal no se recupera, ni mejora. Volviendo al “Equipo Médico Habitual”: ¿Cómo no hubo uno solo que dijese “basta”?, ¿Por qué no hicieron caso a su hija y a su nieta ya que ellas si dijeron “basta”? Comentario al margen: ¿Para qué sirve la Comisión Deontológico del Colegio de Médicos? En los trece días que estuvo en el Hospital de La Paz de Madrid, todos los encéfalos pensantes confiaban en volverlo a la normalidad y en la vuelta a tomar el Poder. ¿Cuál fue el resultado de esos días conectado a las máquinas? La muerte. Claro que también se podría decir que la muerte ocurrió quince días antes, lo siguiente fue una vida totalmente artificial. Un caso similar lo constituyen los últimos meses de la vida del Papa Juan Pablo II. Desgraciadamente esto no es privativo de los jefes de Estado, sino de todo aquel enfermo terminal que cae en manos de unos equipos

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imbuidos del poder “Divino” de definir vida y muerte. Cuando estos equipos deciden que a ellos no se les muere el enfermo, lo sujetan a estas máquinas y le mantienen una vida artificial. ¿Son los médicos los únicos responsables de esta situación? No. Todo empieza por los familiares que siempre esperan un milagro tecnológico que devuelva la salud, unos médicos que no saben decirles la realidad y no se atreven a enfrentarse con las situaciones terminales, una sociedad que estima que todo el mundo debe de morir en un hospital, en fin, una serie de circunstancias que conducen a este disparate. ¿Por qué no hemos de comprender que toda vida tiene un fin? ¿Por qué no comprendemos que llega un momento terminal? ¿Por qué no comprendemos que a ese enfermo terminal hay que dejarlo tranquilo, sin molestias innecesarias en su domicilio, sin que lo pinchen, prefundan, lo entuben? ¿Por qué no le tenemos respeto a la agonía? ¿Por qué no respetamos como sagrada la agonía de nuestros familiares? En fin, mal futuro nos espera. Hay que ser poeta y cursi y místico y bastante alejado de la realidad para soltarse eso de “Ven muerte tan callando/ para que el placer de morir/no me vuelva a dar la vida”. La muerte no es plácida. Rara vez lo es. Deberíamos polarizar nuestros esfuerzos a que la agonía y la muerte fuesen plácidas, limpias y rápidas. Que la frase de “ya descansa en paz” no sea el final de unos días terribles de dolor y sufrimiento sino una auténtica placidez. ¿Por qué al que va a morir no se le deja morir? Todavía tenemos este tema en nebulosa.

Textos y glosas

Ser y pensar en tiempos de internet (I) José Demetrio Jiménez, OSA Buenos Aires [email protected]

El debate acerca de los medios de comunicación y sus repercusiones en el ser y el pensar del hombre se ha centrado casi siempre en los contenidos: adecuados y/o inadecuados, convenientes y/o inconvenientes, buenos y/o malos, etc. Respecto de los cuales unos se muestran “entusiastas”, otros “escépticos”, también les hay “indiferentes”. Según Nicholas Carr este abordaje del tema desubica la verdadera dimensión del debate aún pendiente, tal como ya proponía Marshall McLuhan en su obra Understanding Media: The Extensions of Man, del año 1964, a quien acude con asiduidad en su obra Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, Madrid 2011, 340 pp.). He aquí algunos de sus textos, acompañados de breves glosas. “Lo que no ven ni los entusiastas ni los escépticos es lo que McLuhan sí vio: que, a largo plazo, el contenido de un medio importa menos que el medio en sí mismo a la hora de influir en nuestros actos y pensamientos. Como ventana al mundo, y a nosotros mismos, un medio popular moldea lo que vemos –y con el tiempo, si lo usamos lo suficiente, nos cambia, como individuos y como sociedad. “Los efectos de la tecnología no se dan en el nivel de las opiniones o los conceptos”, escribió McLuhan. Más bien alteran “a los patrones de percepción continuamente y sin resistencia”. El showman exagera en aras de enfatizar su argumento, pero el argumento es válido. Los medios proyectan su magia, o su mal, en el propio sistema nervioso” (p. 15). Hace tiempo que asistimos a la disolución de la mente lineal, “desplazada por una nueva clase de mente que quiere y necesita recibir y diseminar información en estallidos cortos, descoordinados, frecuentemente solapados –cuanto más rápido, mejor–” (p. 22). Si entendemos los medios de comunicación como instrumentos para transmitir contenidos,

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cabe considerar que “a veces nuestras herramientas hacen lo que les decimos. Otras somos nosotros quienes nos adaptamos a las necesidades de nuestros instrumentos” (pp. 65-66). El debate entre instrumentalistas y deterministas está en la palestra. “A través de lo que hacemos y cómo lo hacemos –momento a momento, día a día, consciente o inconscientemente– alteramos los flujos químicos de nuestras sinapsis, cambiando efectivamente nuestros cerebros” (p. 67). ¿Qué es lo que la tecnología digital está causando, por ejemplo, en la lectura? A medida que “crece el uso de la Red” disminuye “el tiempo que pasamos leyendo publicaciones impresas” (p. 111), dice Carr. “Después de 550 años, la imprenta y sus productos se están viendo desplazados del centro de nuestra vida intelectual hacia sus márgenes. El cambio comenzó a gestarse en los años centrales del siglo XX, cuando empezamos a dedicar cada vez más tiempo y atención a los baratos y abundantes productos de entretenimiento sin fin llegados con la primera ola de medios eléctricos y electrónicos: la radio, el cine, el fonógrafo, la televisión. Sin embargo, estas tecnologías se vieron siempre limitadas por su incapacidad de transmitir la palabra escrita. Podrían desplazar, pero no reemplazar, el libro. La cultura dominante seguía transmitiéndose a través de la imprenta./ Ahora la corriente se desvía de forma rápida y decisiva a un nuevo canal. La revolución electrónica está llegando a su culminación: el ordenador –personal, portátil, de bolsillo– se ha convertido en nuestro constante compañero; e Internet, en nuestro medio favorito para almacenar, procesar y compartir información en todas sus formas, incluida la textual. El nuevo mundo seguirá siendo, por supuesto, un mundo alfabetizado, repleto de los familiares símbolos del alfabeto. No podemos volver al mundo oral perdido, como no podemos volver a los tiempos en que los relojes no existían. «La escritura, la impresión y el ordenador –escribe Walter Ong– son formas de tecnologización de la palabra»; y una vez tecnologizada, la palabra no puede destecnologizarse. Pero el mundo de la pantalla, como ya estamos empezando a comprender, es un lugar muy diferente del mundo de la página. Una nueva ética intelectual se está afianzando. Los caminos de nuestro cerebro vuelven a rediseñarse” (pp. 99-100).

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Las computadoras e Internet muestran su utilidad “de tantas maneras que hemos dado la bienvenida a cada expansión de su alcance. Rara vez nos tomamos una pausa para reflexionar, y mucho menos cuestionar, la revolución que los medios de comunicación están causando a nuestro alrededor: en nuestros hogares, en nuestros lugares de trabajo, en nuestras escuelas” (p. 112). Merece particular atención, según Carr, la distracción que provocan los motores de búsqueda y los hipervínculos. “Los motores de búsqueda llaman nuestra atención sobre un fragmento concreto del texto, algunas palabras o frases… Cuando hacemos búsquedas en Internet, no vemos el bosque. Ni siquiera vemos los árboles. Vemos ramitas, hojas” (p. 115). La realidad que vemos se fragmenta, pierde el contexto y la totalidad del libro. La “invasión de reclamos” (p. 116) emerge sin más. Ciertamente, la Red trae consigo innumerables beneficios: información, espacio y capacidad de almacenamiento, contacto con personas, etc. “Nos gusta sentirnos conectados, y odiamos sentirnos desconectados” (p. 116). Esto tiene que ver también con las “tecnologías propias de la ecología de la interrupción” (p. 136): apenas iniciada una comunicación, recibida una información o comenzada una tarea, los reclamos nos llegan por diversidad de cauces a modo de ventanas que se abren y por las que no nos resistimos a mirar. “Internet no cambia nuestros hábitos intelectuales en contra de nuestra voluntad. Pero cambiarlos, los cambia” (p. 116), dice Carr. “Con las elecciones, conscientes o no, que hemos hecho respecto de cómo usamos los ordenadores, hemos arrinconado la tradición intelectual de solitaria concentración en una sola tarea, la ética que nos había conferido el libro impreso. Nos hemos pasado al bando de los malabaristas” (p. 142), de las lecturas someras, del pensamiento apresurado y distraído, de la superficialidad (cf. pp. 143-144), “una mente consumida por un medio” (p. 146): “la Red atrae nuestra atención sólo para dispersarla” (p. 147) y cortocircuita el pensamiento con sus constantes distracciones (cf. p. 148). “Su uso continuado entraña consecuencias neurológicas” (p. 148). “Lo que no hacemos cuando estamos conectados a Internet también entraña consecuencias neurológicas” (p. 149): “sobrecarga del cerebro” (p. 151), “menos decodificadores de información” (p. 152) sin procesarla, desasosiego… Los reclamos superan nuestra capacidad de atención y

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corremos el riesgo de convertirnos “en descerebrados consumidores de datos” (p. 155). “Cada vez que desviamos nuestra atención, obligamos a nuestro cerebro a reorientarse, lo cual sobrecarga aún más nuestros recursos mentales” (pp. 163-164). Pasamos de cultivadores del pensamiento a consumidores de datos electrónicos (cf. p. 170). Los beneficios de la Red son indudables, pero eso no significa necesariamente que nos hagan más inteligentes: “mejorar nuestra capacidad multitarea, de hecho, perjudica nuestra capacidad de pensar profunda y creativamente” (p. 172). Séneca decía: “Estar en todas partes es como no estar en ninguna” (cit. en p. 173). ¿La era de la información nos permite saber más o menos? ¿Es la máquina un suplemento o un sustituto? ¿Desplaza o reemplaza? (cf. p. 219). “Así como nuestras tecnologías se convierten en extensión de nosotros mismos, también nosotros nos convertimos en extensiones de nuestras tecnologías” (p. 251). Recurriendo de nuevo a McLuhan, Carr considera que “una evaluación honrada de cualquier nueva tecnología, o del progreso en general, requiere una sensibilidad hacia lo que se ha perdido, así como para lo ganado. No debemos permitir que las glorias de la tecnología nos cieguen ante la posibilidad de que hayamos adormecido una parte esencial de nuestro ser” (p. 255). “«Damos forma a nuestras herramientas –…–, y por lo tanto ellas nos dan forma a nosotros» (John Culkin)». McLuhan escribió que nuestras herramientas acaban por «adormecer» cualquiera de las partes de nuestro cuerpo que «amplificamos»” (p. 252). La computadora conectada a la Red es un amplificador neuronal particularmente grande. Sus efectos adormecedores son fuertes: amplía y altera (cf. p. 255), “programamos nuestros ordenadores y, posteriormente, ellos nos programan a nosotros” (p. 257). “Más información puede significar menos conocimiento” (p. 257): “cuanto más inteligente sea el ordenador, más tonto será el usuario” (p. 259) y “a medida que vamos cediendo al silicio la fatiga de pensar, lo más probable es que estemos mermando el potencial de nuestro cerebro de maneras sutiles pero significativas” (p. 260). ¿De qué modos accedemos a la realidad hoy? ¿Cómo nos reconocemos en ella? ¿Difiere respecto de otros tiempos? ¿Qué tienen que ver

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Internet y Google en esto? ¿Cuestiona la técnica nuestra capacidad de autogestionar la vida? ¿Ordena la vida o la maneja? ¿Cuáles son los desafíos actuales del pensamiento y la comunicación? ¿Estará la tecnología informática posesionándose de nuestra vida? ¿Será posible, sumidos en su vertiginosa vorágine, que haya tiempo para que nuestra mente y nuestro cerebro se habitúen sin “descompensaciones”? ¿Se apoderará de nosotros el frenesí del fragmento? ¿Acabaremos siendo servidores de la obra de nuestras manos? La Red está transformando los lugares de socialización y sugiriendo otros. No ya por el correo electrónico o la Web, que parecen sobrepasados, sino por las denominadas redes sociales. Por ellas uno puede anoticiarse de lo que de ningún otro modo haría. También con frecuencia sucede que uno se entera por ese medio de lo que quien vive a su lado podría haberle transmitido de viva voz, pero que por contar con estos medios ya no hizo en algún caso. ¿Comportará la ampliación informática de las posibilidades del hombre una apertura mayor a la realidad o una reclusión de ésta en nuevos parámetros? ¿Se verá enriquecida la vida humana con algo sorprendentemente nuevo? ¿Implicará esto dejar de lado algo de lo que hasta ahora considerábamos constitutivo de nuestro ser?

[continuará]

San Agustín y el concepto ciceroniano de república Joaquín A. Pegoraro Estudiante de Filosofía – UBA Buenos Aires [email protected]

Introducción Mi propósito es analizar la apropiación que hace san Agustín en La ciudad de Dios del concepto ciceroniano de República, presentado en su obra homónima, siendo ésta contextualizada dentro del libro II, capítulo XXI. En lo concerniente al De republica de Cicerón, que nos llega de forma incompleta, la reconstrucción de los textos se la debemos a Agustín. Por lo tanto, los fragmentos sobre los cuales realizaré ésta interpretación serán los que el propio Hiponense nos presenta a lo largo de su obra. Posteriormente consideraré cómo dicha definición es retomada hacia el final de la obra para ser reelaborada dentro de una perspectiva agustiniana. Esta reintroducción se presenta concretamente en el libro XIX, capítulo XXI de La ciudad de Dios. Mi intención será mostrar que tal apropiación no es completamente legítima, ya que si bien es manejada en los propios términos ciceronianos, Agustín cambia el sentido último de la misma. La ciudad de Dios, libro II El segundo libro de La ciudad de Dios se inscribe dentro de los cinco primeros que tradicionalmente se han denominado apologéticos. En ellos Agustín defiende a los cristianos, acusados por los paganos de ser responsables de la decadencia que se vivía por entonces. Enérgicamente el Hiponense refuta aquellas posiciones hostiles al cristianismo, ya que según él el desmembramiento del Imperio no radica en el abandono de los cultos politeístas. A lo largo del libro segundo de La ciudad de Dios

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se esgrimen argumentos de diferente clase para demostrar cómo los romanos han caído en decadencia, incluso antes del advenimiento de Cristo. El lujo y la avaricia dentro de la Republica ya son testimonio de que poco tiene que ver Cristo con la decadencia, tanto pasada como presente. Agustín insiste en esta cuestión. A tal punto que la introducción de la definición de republica –tomada de Cicerón y presentada en el capítulo XXI– refuerza lo dicho anteriormente. Sin embargo, esta apelación a la autoridad ciceroniana vendría a sellar de momento la discusión. Agustín nos muestra que si sus argumentos desplegados no fueron suficientes, la apelación a la autoridad es irrevocable para comprobar que la decadencia no es un acontecimiento nuevo, y mucho menos que haya sucedido por causa del fenómeno cristiano. Es importante señalar que, si bien esta definición viene a ser un corolario de los capítulos anteriores, introduce una nueva cuestión: la de si Roma ha sido alguna vez una República. Es en el referido libro segundo donde se realiza una llana presentación del tema. Agustín reproduce el diálogo ciceroniano donde se presentan, por un lado, la posición de Escipión, defensor de la justicia para la realización de una República correctamente constituida; por otro Filo, al que Cicerón le atribuye una posición contraria: la injusticia dentro de la República es de suma utilidad para gobernarla. El concepto de República presentado de esta forma encierra ciertas nociones que, tanto Cicerón al definirlas como Agustín al recogerlas deben ser esclarecidas. Se exponen dos posiciones antagónicas. Los defensores de la justicia sostienen que sin ésta la formación de una República como tal es irrealizable, ya que sin justicia será imposible gobernar. Por otro lado, los que defienden la injusticia dentro de la República lo hacen con la salvedad de considerar a la misma como necesaria para una conducción políticamente ordenada. Vemos la importancia fundamental que encierra la noción de justicia para Cicerón, ya que la misma será la base sobre la que pueda ser fundada o no dicho sistema de gobierno. Luego de esta sucinta presentación, Escipión, retomando nuevamente la palabra, define taxativamente lo que considera como República: “… entonces existe República, a saber, cosa del pueblo, cuando se la administra bien y justamente, ora por un rey, ora por unos pocos magnates, ora por la totalidad del pueblo” (ciu. 2, 21, 2).

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Nos interesa destacar que esta primera definición de República, así presentada, concierne a la totalidad del pueblo. Éste no será cualquier tipo de asociación, sino aquella que se funda en una comunidad legítima de intereses. Se desprende del pasaje anterior que la República jamás podrá ser cualquier asociación de hombres. Por el contrario, ésta tiene que ser “una cosa del pueblo”, y existe cuando es bien administrada no importa por quién. Es ilustrativo a nuestros fines, mostrar cómo Cicerón ha determinado cierta relación entre términos dentro de la República: “Había dicho Escipión en el fin del libro segundo que «así como se debe guardar en la cítara, en las flautas y en el canto y en las mismas voces una cierta consonancia de sonidos diferentes, la cual, mutada o discordante, los oídos adiestrados no pueden soportarla, y esta consonancia, por la acoplación de los sones más desemejantes, resulta concorde y congruente, así también en la ciudad compuesta de órdenes interpuestos, altos y bajos y medios, como sonidos, templados con la conveniencia de los más diferentes, formaba un concierto. Y lo que los músicos llaman armonía en el canto, esto era en la ciudad la concordia, vínculo el más estrecho y suave de consistencia en toda República, la cual sin la justicia es de todo punto imposible que subsista»” (ciu. 2, 21, 1).

Es por lo tanto central mostrar que en la metáfora anteriormente expuesta se realiza una comparación entre la armonía musical conjugada por instrumentos de diferentes órdenes, en relación a la convergencia que debe darse a nivel social dentro de la República. El fin de esta armonía social no será otro que la concordia, siendo el “vínculo más estrecho y suave de consistencia en toda República”, sin lo cual queda claro que cualquier intento de realizarla desviándose de estos preceptos quedará truncado. Por lo tanto, un ámbito de justicia en términos ciceronianos debe cimentarse dentro de una convivencia armoniosa entre pares, es decir, el pueblo como comunidad legítima. A su vez es válido aclarar ciertas consideraciones al respecto del término “justicia”, entendido como Cicerón lo propone. El retórico romano conoce y sostiene la diferencia que existía entre ius y iustitia (cf. Magnavacca, 1982:50). Cabe mencionar al respecto que entre los juristas

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romanos lo que hoy conocemos como derecho positivo era denominado ius, en contraposición a la iustitia, que se aplicaba a lo que hoy entendemos como los aspectos morales en relación al derecho natural. Para Cicerón –como para la tradición posterior– el derecho positivo siempre estuvo subordinado al natural, por ser considerado este último como fuente primigenia. Es este derecho natural, por lo tanto, el que debe fundamentar el ordenamiento jurídico –de carácter positivo–, que será el que funcione dentro de la República. La relación jurídica que Cicerón tiene en mente a la hora de pensar la justicia concerniente a la República es la relación entre ciudadanos. Fundamentalmente ésta se caracteriza por ser horizontal, es decir, que sucede en un pie de reconocimiento legítimo de derechos comunes. Vemos por tanto, que esta última definición converge con la de pueblo anteriormente expuesta. La concepción ciceroniana de justicia se remite a una perspectiva jurídico-cívica. Sin embargo, el Hiponense hacia el final del libro segundo, está interesado en demostrar que siguiendo las definiciones puestas por Cicerón en boca de Escipión arribamos a la siguiente conclusión: “Según las enseñanzas desprendidas de sus definiciones, era absolutamente nula o inexistente la República […]. El mismo pueblo no sería ya pueblo si era injusto, porque no sería una multitud asociada por el consentimiento del derecho y por la comunidad del bien común, según la definición que se había dado de pueblo” (ciu. 2, 21, 2).

El pasaje anterior muestra cómo el Hiponense desplaza el sentido de justicia-injusticia al concepto de pueblo. Por lo tanto, si la República es la cosa del pueblo y éste no se funda en una legítima comunidad de intereses, en un consenso del derecho y el bien común, no podemos afirmar que haya existido la República Romana como tal, ya que no tendríamos una recta relación entre iguales. Por otra parte, incluso desde una perspectiva jurídico-política, tampoco podríamos hablar de República Romana en el sentido estricto, ya que en la misma se cometieron injusticias. En conclusión, Agustín propone hacia el final del libro segundo la imposibilidad de hablar de Roma como una República en sentido propio. Este libro se cierra con la promesa de retomar lo expuesto, lo que sucederá en el libro XIX.

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La ciudad de Dios, libro XIX En este libro se presentan diversas cuestiones acerca de los más variados temas. Nos interesa ver qué sucede en el capítulo XXI. En él se sostiene inmediatamente, luego de comenzado el mismo, una tesis defendida por Agustín: no ha existido jamás República Romana como tal. Cumpliendo con lo prometido, retoma la cuestión acerca de la República y menciona que utilizará literalmente las “definiciones de que Escipión se sirve en los libros Sobre la República de Cicerón”. El Doctor Africano reconstruye nuevamente la cuestión, esta vez de manera sucinta, con una estructura lógicamente eficaz. Refiriéndose a Escipión expresa: “En pocas palabras define República, diciendo que es la cosa del pueblo. Si esta definición es verdadera, no ha existido nunca República Romana, porque no ha sido nunca cosa del pueblo, que es la definición de República. Define el pueblo diciendo que es una sociedad fundada sobre derechos reconocidos y sobre la comunidad de intereses” (ciu. 19, 21, 1).

Es en este pasaje del comienzo del libro XXI donde se presenta la segunda definición de pueblo que nos interesa. Ahora pueblo no es simplemente la cosa pública, sino que debe existir una comunidad de intereses legítima en tal reunión, en la cual las relaciones se desarrollen en plena justicia. Estos puntos serán centrales, ya que Agustín basará sobre ellos su principal argumento para mostrar su acuerdo con las definiciones dadas por Escipión: que Roma jamás fue República. Luego del pasaje anterior, que parafrasea lo expuesto en Sobre la república, Agustín afirma: “En consecuencia, donde no hay verdadera justicia no puede darse verdadero derecho. Como lo que se hace con derecho se hace justamente, es imposible que se haga con derecho lo que se hace injustamente” (ciu. 19, 21, 1). El Hiponense equipara justicia y derecho. Inteligentemente concluye que jamás puede suceder que una situación injusta esté amparada a un nivel jurídico. Por ello, donde reside injusticia no reside derecho. Entonces, si en la República ha habido casos de injusticia, aquella no ha sido tal por lo expuesto anteriormente. Agustín advierte sobre la imposibilidad de llamar justas a las constituciones de los hombres. Podemos ver

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cómo el Hiponense va corriendo la noción de justicia hacia un ámbito para el cual, en una primera instancia Cicerón no consideró. El siguiente pasaje, muestra la conclusión: “Por consiguiente, donde no existe verdadera justicia no puede existir comunidad de hombres fundado sobre derechos reconocidos, y, por tanto, tampoco pueblo, según la definición dada por Escipión o de Cicerón. Y si no puede existir el pueblo, tampoco la cosa del pueblo, sino la de un conjunto de seres que no merece el nombre de pueblo. Por consiguiente, si la República es la cosa del pueblo y no existe pueblo que no esté fundado sobre derechos reconocidos, y no hay derecho donde no hay justicia, síguese que donde no hay justicia no hay República” (ciu. 19, 21, 1).

Es la conclusión a la que llega Agustín luego de haber presentado las definiciones ciceronianas. Concuerda con lo expuesto en el libro segundo, donde realizó la presentación del tema. La encadenación de argumentos es visible, ya que va derivando unos de otros. Hasta el momento Agustín se ha manejado con las nociones ciceronianas. La conclusión es que Roma jamás fue una República. Pese a esto, Agustín no abandona la cuestión aquí, sino que ahonda aún más en ella. Considero que su interés primigenio no era descartar la definición ciceroniana –de allí su interés–, sino precisarla y aplicarla a un objeto de definición verdaderamente digno de tal concepto. Agustín se pregunta: “Ahora bien, la justicia es la virtud que da a cada uno lo suyo. ¿Qué justicia es esta que aparta al hombre del Dios verdadero y lo somete a los inmundos demonios? ¿Es acaso dar a cada uno lo suyo?” (ciu. 19, 21, 1).

Esta particular noción de justicia es introducida por el Hiponense para mostrar cómo incluso desde una perspectiva metafísica la República romana no fue tal, ya que si la justicia es brindarle a cada uno lo suyo, no hay nada más alejado desde una óptica agustiniana que acercarse a dioses paganos y cultos politeístas, como sucedía en la Roma ciceroniana. Agustín introduce una nueva premisa en el argumento de Cicerón, quien no había considerado la cuestión de la justicia como una relación vertical con Dios, como lo piensa el Hiponense. Se va descubriendo su

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intención, la cual desde un principio no fue anular la definición ciceroniana de República, sino variar su sentido, cambiar el campo de aplicación de la misma, llevándola hacia un plano excelso. Hasta ahora hemos hablado de República en un sentido general, sin embargo debemos mencionar que, llegado a este punto, considero que Agustín se refiere a un ámbito creatural de la misma, referido a cosas terrenas, mientras que respecto del ámbito celestial es allí donde cabe esta definición de propiamente ya que: “La verdadera justicia no está sino en aquella República cuyo fundador y gobernador es Cristo, si es que nos place llamarla República, porque no podemos negar que sea también cosa del pueblo” (ciu. 19, 21, 2). Se refiere así Agustín a la verdadera justicia, que se cierne sobre lo que aquí jamás podremos construir, esa República celestial que tiene otro nombre que ciudad de Dios. Queda por ver la legitimidad o no de la apropiación de esta definición. En una primera instancia la apropiación que hace Agustín de la definición ciceroniana es ilegítima, y su ilegitimidad radica en que, manteniendo los mismos conceptos, la aplicación de la definición cambia completamente. El Hiponense tiene en vistas un plano metafísico, del cual Cicerón carecía. A lo largo de esta gran obra uno de los grandes temas es la distinción entre la ciudad de Dios y la ciudad terrena, entonces el esfuerzo que ha realizado Agustín por precisar dichos conceptos se ha enmarcado en la intención de asignarle a la ciudad de Dios un nombre realmente propio. Conclusión Como se ha tratado de mostrar, la apropiación que hace Agustín de la noción ciceroniana de República es ilegítima y esto radica en que, tomando los mismos conceptos, deriva intencionadamente ciertas definiciones, como así también la introducción de una nueva premisa para afirmar que Roma jamás ha sido República en el sentido celestial del término. Esto por varios motivos: – La República romana no se fundó sobre una armonía tal que permitiera una sociedad justa. Por lo tanto, no puede ser llamada así.

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– Desde el punto de vista de la justicia los romanos jamás se orientaron hacia lo que debían orientarse, a saber, la noción de felicidad que da Agustín en Sobre la vida feliz. Simplemente arguyó la posibilidad de considerar que Roma, incluso desde una perspectiva metafísica, no fue tal. En rigor debemos considerar que ninguna ciudad terrena podría jamás a ser República en el sentido celestial.

Bibliografía Boeri, M. y Tursi, A. (1992). Teorías y proyectos políticos.I. De Grecia al Medioevo. Buenos Aires. Docencia. Dodaro, R. (2004). Christ and the Just Society in the Thought of Augustine. Cambridge. Cambridge University Press. Magnavacca, S. (1982). “La crítica de San Agustín a la noción ciceroniana de republica”: Patristica et Mediaevalia, 3, 47-62. Sánchez de la Torre, A. (1993). “Las virtudes cívicas en el pensamiento de Agustín de Hipona”: Revista Agustiniana, 34, 831-885.

El fenómeno de la brujería en el ámbito hispano (siglos XV-XVIII). Nota crítica sobre el libro Servants of Satan and Masters of Demons Constanza Cavallero UBA/CONICET [email protected]

En Servants of Satan and Masters of Demons, el historiador noruego Gunnar Knutsen (Knutsen, 2010) indaga acerca de la particular configuración geográfica que adquiere la brujería en el ámbito hispano. Partiendo del trabajo de Gustav Henningsen, quien percibió y describió la desigual distribución espacial de dicho fenómeno en relación al eje norte/sur, la investigación de Knutsen apunta a explicar, a partir de un sólido análisis hermenéutico de las fuentes históricas, la geografía de la brujería en el área ibérica (Henningsen 1980 y 1993). El objetivo de su libro, en pocas palabras, consiste en descifrar los motivos por los cuales en la España meridional, a diferencia de la región vecina situada al norte, los procesos de brujería fueron notablemente escasos (prácticamente inexistentes) y por qué no prevaleció en el sur la interpretación demonológica del fenómeno brujeril, en tanto diabolismo colectivo, ni cundió allí el estereotipo del sabbat. Gunnar Knutsen centra su investigación en el lapso de tiempo comprendido entre 1478, año de establecimiento de la Inquisición española, y 1700, momento en el cual la importancia del fenómeno de la brujería ya había declinado en la Europa Occidental y cuando, también, la naturaleza de las fuentes estudiadas se vio alterada en virtud de una significativa modificación en la periodicidad de las relaciones de causas. En vista del objetivo mencionado, Knutsen apela a la historia comparativa y se dispone a examinar y contrastar los procesos de brujería que tuvieron lugar en dos tribunales inquisitoriales de similares características, situados ambos en ciudades-puerto de la costa este: uno al

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norte, el tribunal de Barcelona, que persiguió un número considerable de brujas en la temprana Modernidad, y otro ubicado al sur, el tribunal de Valencia, que, por el contrario, llevó a cabo sólo un proceso de brujería en el período estudiado. Como indica Knutsen, la aproximación a las fuentes inquisitoriales permite afirmar que, mientras en Cataluña ciertas personas eran acusadas de darse voluntariamente al demonio, adquiriendo a cambio poderes de origen diabólico para dañar, matar y arruinar cosechas, en Valencia las historias registradas por la Inquisición refieren a personas que no intentaban servir a sino servirse de los demonios, dominarlos como medio para la adquisición de dinero o amor. Servants of Satan en la mitad norte, masters of demons en la región sur. La cuestión que se impone es, pues, la siguiente: ¿cómo explicar las diferencias existentes entre los procesos llevados a cabo bajo el rótulo de ‘superstición’ en tribunales vecinos, el de Barcelona y el de Valencia, teniendo en cuenta que ambos pertenecían a un mismo sistema inquisitorial, dependiente de la Suprema, y que, incluso, muchas veces eran los mismos inquisidores, que solían mudarse de un tribunal al otro, quienes llevaban adelante los procesos inquisitoriales en una y otra jurisdicción? El eje explicativo que presenta Knutsen para intentar descifrar las razones de la ausencia del fenómeno brujeril en la mitad sur de España (en particular, en el reino de Valencia) y de su presencia más al norte, en Cataluña, se apoya en tres factores principales. El primero en importancia, de acuerdo con el autor, radica en el peso sustantivo que representaba demográfica y culturalmente la presencia morisca en la región meridional: en opinión de Knutsen, la concepción que tenían los moriscos acerca de los demonios habría influido en la percepción de sus vecinos “cristiano-viejos” y, como fruto de la combinación de ambas culturas (y quizá, también, de la influencia de las comunidades judías), habría surgido en el reino de Valencia una tradición mágica que enfatizaba las técnicas orientadas a controlar y someter a los demonios, tradición que –para el autor– no era conciliable con la demonología cristiana. Los otros dos factores explicativos que señala el historiador noruego, haciéndose eco de los estudios de Henningsen, refieren, en primer término, a la mayor influencia de la cultura demonológica francesa en la España pirenaica que en la región meridional de la Península y, por

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otro lado, al mayor o menor grado de injerencia del Santo Oficio en los casos de brujería en cada región. Como sostiene Knutsen, la jurisdicción sobre los casos de brujería, en tanto crimen mixti fori, no correspondía exclusivamente a la institución inquisitorial, caracterizada por su mesura y escepticismo, sino que, por el contrario, era compartida con los tribunales seculares, mucho menos escépticos e indulgentes respecto del crimen brujeril. Por lo tanto, la relación de fuerzas existente entre los tribunales de la Inquisición y las cortes de justicia seculares en cada distrito se convierte en un factor de relevancia al estudiar comparativamente, en este caso, las regiones de Cataluña y Valencia. *** En cuanto a la estructura general del libro y al contenido de sus distintas secciones, digamos, para comenzar, que el primer capítulo del libro reconstruye las características y dinámicas propias de los tribunales inquisitoriales hispanos: Gunnar Knutsen destaca las particularidades de la legislación inquisitorial, las normas procedimentales que regían la acción de los inquisidores en las diversas instancias del proceso y, también, la cautela de la Suprema en cuestiones brujeriles. No obstante, como indica el autor, lo interesante es comprender que el poder efectivo de los tribunales inquisitoriales estaba condicionado en cada región por el entorno sobre el cual pretendía emplazarse. La cantidad y calidad de las denuncias recibidas era un factor a tener en cuenta y otro elemento fundamental radicaba en los diversos grados de oposición o apoyo, competencia o colaboración que recibía la Inquisición por parte de las autoridades locales. Por este motivo, Knutsen estudia el entramado de jurisdicciones solapadas existente sobre los casos de magia y brujería: tribunales seculares, episcopales e inquisitoriales compartían con mayor o menor tensión, según la región, la prerrogativa de intervenir en dichos casos. Si bien la superstición era considerada un error herético en virtud del pacto ilícito establecido entre el hombre supersticioso y el demonio –y, por lo tanto, era objeto fundamentalmente de la justicia inquisitorial–, lo cierto es que muchos casos rubricados bajo el rótulo de “superstición” eran iniciados en las cortes ordinarias seculares o epis-

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copales e, incluso, llevados a término en dichos ámbitos sin que fueran transferidos en ningún momento al tribunal del Santo Oficio. En cuanto a los distritos de Barcelona y Valencia en particular, Knutsen destaca que el tribunal catalán se vio mucho más afectado por los condicionamientos mencionados que su par valenciano. Si bien la Inquisición gozaba formalmente de los mismos derechos, privilegios y libertades en una y otra jurisdicción, el poder inquisitorial no se ejerció en la práctica con igual alcance. En Barcelona el tribunal inquisitorial debió enfrentar conflictos constantes con las autoridades locales, que se rehusaban a colaborar y a llevar a cabo las ejecuciones sentenciadas por el Santo Oficio y se negaban a ceder jurisdicción en materia de brujería. Por este motivo, eludiendo la confrontación con las autoridades locales, la inquisición catalana no hizo mucho para evitar la condena de personas que, en su fuero, serían consideradas a todas luces inocentes. En Valencia, por el contrario, hubo muy poca oposición al tribunal inquisitorial y éste fue capaz de ejercer su poder sin impedimentos. Los casos de brujería que comenzaban en las cortes seculares eran pronto transferidos a la Inquisición y, dado que los inquisidores creían que los acusados de brujería eran inocentes (o, en todo caso, que era muy difícil hallar pruebas suficientes para juzgarlos como tales), los procesos eran finalmente suspendidos o culminaban con sentencia de absolución. En el capítulo segundo, Gunnar Knutsen centra su atención en la cuestión morisca. Sintetiza la historia de los mudéjares en territorio peninsular, devenidos moriscos tras su conversión forzosa al cristianismo y estudia, particularmente, el peso diferenciado que tuvo la población morisca en Cataluña (donde era realmente escasa) y en Valencia (por el contrario, muy numerosa) y los diversos modos de interacción entablados entre moriscos y “cristiano-viejos” en uno y otro distrito. Sobre la base del estudio de Henningsen respecto de la geografía de la brujería y retomando la investigación de Henri Lapeyre acerca de la distribución de la población morisca en los reinos hispanos, el autor sostiene que la coincidencia entre ambos factores resulta insoslayable: las regiones de mayor presencia morisca, en la mitad sur de España, se corresponden con aquellas regiones donde los casos de brujería diabólica eran prácticamente inexistentes (cf. Henningsen, 1993:72; Lapeyre, 1959:278). Si

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bien la historiografía ha vinculado ambos fenómenos, la explicación a la orden del día gira en torno de la consideración de la población morisca como una suerte de “chivo expiatorio” que habría reemplazado a las brujas como objeto principal de preocupación y persecución (cf. TrevorRoper, 1969; 2009:120; Levack, 1995:229-230)1. En cambio, la hipótesis de Knutsen –original en este aspecto– sostiene que la importancia de la presencia morisca no radica tanto en su rol como “chivo expiatorio” cuanto en la influencia que tuvo la población morisca en la tradición mágica de la España meridional (aunque reconoce, no obstante, que los moriscos constituyeron una parte fundamental de la actividad inquisitorial en Valencia hasta su expulsión, que tuvo lugar entre los años 1609 y 1614). Los moriscos, en opinión de Knutsen, introdujeron ideas acerca de la magia y la brujería que impidieron que las concepciones demonológicas formuladas por la teología cristiana hallaran puntos de apoyo en la sociedad. El Islam no contaba con un ser equivalente a Satanás en su cosmología pero sí avalaba la existencia de espíritus o demonios que influían en el mundo y que podían ser ellos mismos influidos –e incluso dominados– por los seres humanos. Por este motivo, de acuerdo con Knutsen, en el reino de la Valencia (que, como se ha dicho, albergaba un número considerable de moriscos convertidos forzosamente a la fe cristiana), los procesos por brujería satánica y culto al demonio carecían de sentido. Pese a que moriscos y “cristiano-viejos” vivían segregados y a que no ha sido hallado registro alguno en las fuentes que permita confirmar que los “cristiano-viejos” aprendían de los moriscos artes mágicas o que las practicaban en su compañía, según el autor, la mutua influencia, tras siglos de coexistencia en el reino de Valencia, es sumamente probable y permitiría explicar la similitud entre las prácticas mágicas de los moriscos y aquellas otras de los “cristiano-viejos”. En opinión de Knutsen, cabría esperar sobre todo en aquellas actividades consideradas ilícitas, como la magia, en las cuales la ortodoxia religiosa importaba menos, una mayor influencia mutua entre ambas culturas.

1 Esta tesis es recuperada por Henry Kamen, más recientemente, en la enciclopedia de brujería editada por Golden (Kamen, 2006:1070).

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En el capítulo tercero, Gunnar Knutsen retorna a la cuestión del rol de la Inquisición pero, en este caso, analiza los registros inquisitoriales de Valencia y Barcelona desde una perspectiva estadística (tomando en cuenta el criterio cronológico y tipológico) y remarca los rasgos salientes de las jurisdicciones estudiadas. Revelando un detallado y completo estudio de las fuentes inquisitoriales del período, el autor demuestra mediante cifras y porcentajes precisos que los procesos por superstición se incrementaron en el siglo XVII en las jurisdicciones estudiadas (en virtud, tal vez, de la mengua de problemas más urgentes, como la persecución de moriscos, judaizantes y protestantes), al tiempo que el número total de procesos inquisitoriales, en ambas jurisdicciones, disminuyó en dicha centuria. Asimismo, Knutsen señala que la mayoría de los acusados en los distritos estudiados no eran forasteros sino miembros de la población local y que una escasa mayoría era de sexo femenino. Indica también que en el tribunal valenciano las ejecuciones por superstición fueron directamente inexistentes y que, en el caso catalán, no hubo ninguna ejecución por dicha falta sentenciada por la Inquisición luego del año 1549. El uso de la tortura fue excepcional y limitado en ambos casos y significativo el número de procesos archivados bajo el rótulo de “superstición” que, sobre todo en el siglo XVII, culminaban en absolución o en sentencia de suspensión. La lenidad inquisitorial ante dicho tipo de faltas parece ser un rasgo común de ambos tribunales. No obstante, el autor señala una diferencia, no menor: pese a que el número de acusaciones por maleficium era aproximadamente el mismo en ambos distritos, sólo una persona fue procesada por brujería en Valencia, mientras que, en Barcelona, un 17, 4% de los acusados debieron enfrentar dicho cargo. En el tribunal valenciano, había un considerable número de procesos que envolvían conjuración de demonios (sobre todo a partir de fórmulas transmitidas oralmente) y, también, una mayor cantidad de acusaciones esgrimidas contra cazadores de tesoros y practicantes de magia amorosa, pero el demonismo colectivo brillaba por su ausencia. Para explicar esta diferencia, Knutsen apela a la ya mencionada influencia de la tradición demonológica francesa en la región pirenaica, teniendo en cuenta la cercanía existente entre Francia y Cataluña –siendo que, por su parte, la España meridional tenía mayor afinidad cultural con la tradición mágica

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italiana. No obstante, en lo que refiere al predominio de la conjuración diabólica y de la magia amorosa en el sur de la Península, el autor afirma que no sólo hay que considerar el vínculo con Italia sino, más bien, la fuerte influencia islámica en España: dado que todos los procesos iniciados por el tribunal de Valencia contra los moriscos incluían, sin excepción, el cargo de conjurar demonios y que la magia amorosa era prominente en el norte de África, en opinión del autor resulta posible deducir que, en aquellas áreas donde hubo una amalgama entre las culturas cristiana e islámica, como sucedió en el reino de Valencia, predominaban los masters of demons, mientras que aquellas áreas “puramente” cristianas eran más proclives a creer en (y temer a) los Satan’s servants. A inmediata continuación, Gunnar Knutsen se dispone a estudiar y contrastar la dinámica concreta que caracterizaba los procesos de brujería en Barcelona y los procesos por superstición llevados a cabo por el tribunal valenciano (teniendo en cuenta que, en este último caso, los escasos procesos iniciados por brujería, propiamente dicha, nunca llegaban a sus últimas instancias). El autor dedica los capítulos cuarto y quinto a exponer las principales características de la persecución de la brujería en Barcelona y los capítulos sexto, séptimo y octavo a la dinámica de los procesos por superstición llevados a cabo en la región valenciana. En lo que refiere a Cataluña, Knutsen se ocupa en el capítulo cuarto de mostrar que, si bien los procesos por brujería llevados adelante por la justicia inquisitorial catalana tenían lugar en períodos concretos y esporádicos y eran tratados con relativa lenidad, no se puede decir lo mismo respecto de aquellos procesos por brujería llevados a cabo por los tribunales seculares de dicha región. En efecto, la cantidad de casos por brujería tratados en las cortes seculares superan ampliamente el número de procesos radicados en el tribunal de la Inquisición de Barcelona y la dureza de los castigos impuestos por las autoridades seculares es por lejos mucho mayor: si bien no se conocen aun la totalidad de los registros de los procesos llevados a cabo por los tribunales locales, es posible calcular –a partir de las fuentes existentes– que hubo más de mil procesos judiciales por brujería y que cientos de ellos terminaron en sentencia de ejecución. Por otra parte, el autor afirma que la predominancia del género femenino entre los acusados del crimen brujeril es sorprendente,

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aun mayor que en otros sitios de Europa, y que la bruja catalana es la imagen patente de la bruja descrita en el célebre Malleus maleficarum. En efecto, la bruja es acusada fundamentalmente de asesinar personas, sobre todo niños; de arrojar desde el cielo, mientras volaba, granizo para destruir construcciones y cosechas; de matar ganado; de causar truenos y tormentas. Asimismo, se decía de las brujas en los registros catalanes que hacían pacto con el demonio y que éste, a cambio, le daba poderes malignos y, también, que rendían homenaje al demonio como su señor y que tenían relaciones carnales con él durante las asambleas diabólicas (referidas generalmente como “juntas y bailes”). Los elementos típicos del sabbat de las brujas, tal como éste era descrito por los demonólogos cristianos, aparecen todos ellos –de acuerdo con el estudio de Knutsen– en las fuentes catalanas: entre ellos, el autor señala el vuelo nocturno, la apostasía, la idolatría, la sodomía, la danza, el consumo de comida desaborida, el ritual del ósculo infame y el canibalismo. Ante creencias y acusaciones semejantes extendidas en la región, Knutsen sostiene que los inquisidores catalanes, escépticos ante el crimen brujeril y con poca capacidad concreta de ejercer las prerrogativas que formalmente les cabían, no fueron capaces de manejar este tipo de procesos ni de imponer a los jueces seculares y autoridades locales la cautela y la moderación como criterios-guía. Por su parte, las cortes seculares, más permeables a las opiniones locales y menos sujetas a controles por parte de instancias judiciales de mayor jerarquía, estaban deseosas de –y contaban con el poder efectivo para– lidiar con dichos casos de un modo tal que resultara satisfactorio para los habitantes del distrito. Luego, en el capítulo quinto, denominado ajustadamente “Courts of injustice”, Gunnar Knutsen estudia cómo, dado que los inquisidores del tribunal barcelonés prácticamente no intervenían en asuntos de brujería, las cortes seculares, más severas, ocuparon el vacío dejado por la inacción inquisitorial. El autor muestra cómo los jueces seculares abusaban de la tortura y forzaban confesiones, generando cadenas de acusaciones y delaciones de carácter masivo que culminaban en verdaderas cazas de brujas, y cómo recurrían –sobre todo en la primera mitad del siglo XVII– a los cazadores de brujas, cuya acción impulsaba oleadas de persecución a gran escala (no resulta un dato menor, al respecto, que

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muchos de ellos eran de origen francés). Knutsen indica que, mientras la inquisición castigaba a los cazadores de brujas, considerando supersticiosas las prácticas que llevaban a cabo para identificar brujas o encontrar la marca del diablo en sus cuerpos, los jueces seculares recurrían a sus servicios para descubrir brujas y actuar contra ellas. En este sentido, la hipótesis del historiador noruego es que, si bien la historiografía ha notado, correctamente, que existía un lazo entre la influencia francesa y los procesos de brujería en Cataluña, dicho lazo no reposaba en el origen francés de las acusadas y condenadas por dicho crimen (de hecho, las fuentes muestran que sólo una minoría de las procesadas era francesa) sino en el peso que tuvieron los cazadores de brujas franceses en las persecuciones brujeriles ocurridas al oeste de los Pirineos. Uso liberal de la tortura en las cortes seculares y confianza en los cazadores de brujas fue, pues, la receta que, para Knutsen, condujo en Cataluña a la condena a muerte de cientos de mujeres en manos de la justicia ordinaria, mujeres que los inquisidores consideraban, por el contrario, inocentes (de hecho, aquellos pocos procesos que fueron transferidos al Santo Oficio con previa condena a muerte sentenciada por la justicia secular culminaron, en el ámbito inquisitorial, con sentencia de absolución). Ahora bien, en opinión de Knutsen, los inquisidores no sólo no pudieron sino tampoco intentaron con demasiado ahínco reforzar su jurisdicción sobre los casos de brujería. Hacia mediados del siglo XVI, en efecto, los inquisidores del Santo Oficio de Barcelona sostuvieron explícitamente que se rehusaban a juzgar en materia brujeril, debido a la enorme complejidad del asunto y a las grandes dificultades existentes para juzgar rectamente en tales casos. Esta actitud implicó, en la práctica, una cesión de jurisdicción y un desentendimiento del asunto por parte de la Inquisición y permitió la existencia de la persecución masiva de brujas llevada adelante por jueces seculares, quienes sí deseaban combatir duramente el crimen demoníaco. Knutsen explica la debilidad de la Inquisición en Cataluña frente a las cortes seculares a partir del alto grado de receptividad que, en su opinión, mostraba la sociedad catalana respecto del paradigma demonológico de la brujería –que generaba numerosas denuncias y acusaciones– y en la alianza construida al respecto entre la población rural y las élites locales, que también creían

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en brujas. En opinión del autor, dado que los procesos de brujería en Cataluña no fueron instigados ni por Madrid ni por la jerarquía barcelonesa (más bien les generaban inconvenientes, puesto que desestabilizaban la frontera con Francia en época de guerra), resulta crucial para comprender el fenómeno de persecución masiva el acuerdo existente entre la población rural y la élite local y el estímulo que significó el accionar de los cazadores de brujas. Luego, tal como se ha dicho, los capítulos sexto, séptimo y octavo abordan la dinámica y las características principales de los procesos de superstición en la región valenciana. El capítulo seis estudia, a partir de los registros inquisitoriales, la historia de tres acusados de brujería en el reino de Valencia cuyos casos, si bien muy poco comunes en Valencia, resultan paradigmáticos para identificar las razones por las cuales los inquisidores valencianos no tuvieron que lidiar con el fenómeno brujeril en el sentido teológico-demonológico-jurídico que adquiría el crimen en otros sitios de Europa. El primero de los casos referidos es el de una jovencita de catorce años que, en 1588, confesó haber tenido relaciones carnales con el demonio pero, sin embargo, respondiendo preguntas muy precisas de los inquisidores, negó haber sellado un pacto con él y haberle entregado su alma. Este proceso, indica Knutsen, muestra la actitud cautelosa y escéptica de los inquisidores, quienes –pese a estar familiarizados con el discurso demonológico– no deseaban forzar la confesión de crímenes no cometidos, como pacto con el demonio o participación en el aquelarre brujeril. Luego, el segundo caso relatado muestra nuevamente que los inquisidores no intentaban ajustar mecánicamente los casos concretos con los que se enfrentaban al estereotipo del crimen brujeril predeterminado por el paradigma demonológico. Una mujer mayor, referida por el autor como “the witch that never was”, fue acusada por un juez secular en 1669 de volar a través de una chimenea y dañar a sus vecinos por medio de artes mágicas. Cuando la Inquisición interrogó a los testigos del caso, que creían que la acusada era una bruja y que era la causante de los infortunios de los habitantes del pueblo, al no hallar justificación ni prueba alguna de los cargos, decidió disolver el proceso. En este caso es notorio, a su vez, cuán pronto los procesos por brujería iniciados en tribunales seculares eran transferidos a la justicia

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inquisitorial. Por último, el tercer caso narrado por Knutsen presenta la historia de un exorcista que, en 1671, intentó presentarse en su pueblo como un cazador de brujas y afirmó haber identificado algunas de ellas entre sus vecinos. Lejos de haber tenido la suerte de sus pares catalanes, fue él mismo procesado por la Inquisición a causa del carácter ilícito de sus prácticas y fue desterrado por el lapso de ocho años. Luego, el capítulo séptimo muestra que la actitud cautelosa del tribunal inquisitorial valenciano no era aleatoria sino sistemática y deliberada. Knutsen sostiene al respecto que la moderación de la Inquisición ante el crimen brujeril no se correspondía con una ignorancia de la tradición demonológica ni con la descreencia en los poderes del demonio sino, por el contrario, con una actitud reflexiva, justificada por la idea de que crímenes semejantes eran realmente muy complejos: los rumores muchas veces eran infundados y difícilmente contrastables y, además, los testimonios de los testigos y acusados se apoyaban en ocasiones en experiencias ocurridas en sueños (pese a que ellos mismos creían haberlas vivido corporalmente). Dado que los tribunales seculares no oponían resistencia alguna a la jurisdicción inquisitorial sobre los casos de superstición –e incluso colaboraban con los inquisidores–, dichos casos, cuando eran iniciados en cortes seculares o episcopales, eran transferidos sin resquemor al tribunal del Santo Oficio. Knutsen indica que sólo una diócesis incluida dentro del distrito inquisitorial valenciano mostró resistencias al respecto: Tortosa, que no casualmente estaba situada en la región sur de Cataluña. En esa misma diócesis, una joven de catorce años fue acusada ante la Inquisición, en 1629, por confesar que había participado junto con su abuela –condenada por brujería años antes– en reuniones y bailes demoníacos. El tribunal, al no contar con evidencias concretas que probaran que lo que decía la niña era cierto, decidió absolverla, pese a que contaba con la confesión misma de la acusada y pese a que tanto su madre como su abuela habían sido colgadas años antes por el crimen de brujería en manos de la justicia secular. La misma cautela mostró el tribunal inquisitorial valenciano ante aquellas denuncias referidas a prácticas consideradas ilícitas por intentar comunicarse con los demonios o servirse de ellos (incluso en aquellos casos que involucraban maleficium, infanticidio y el uso del cadáver con fines

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rituales). Sin relajar ni un ápice los estándares de evidencia (como sí hacían otros tribunales europeos ante este tipo de casos, considerados excepcionales) ni forzar confesiones por medio de la tortura, la Inquisición conservó su postura escéptica y comedida. Ejemplo de lo dicho es el caso de una mujer que fue dos veces procesada por haber sellado un pacto con el demonio: habiendo ella misma confesado que prometió su alma al diablo y que tomó a este último como su señor, no fue ejecutada, siquiera relapsa, ni fue forzada a confesar que había participado del sabbat. A partir de los procesos examinados, Knutsen demuestra que ni siquiera ante confesiones de intercambio sexual con los demonios, de pacto diabólico o de uso del cuerpo de niños asesinados para ungüentos mágicos el tribunal inquisitorial valenciano procedió duramente. Finalmente, el octavo y último capítulo no se centra en la institución inquisitorial sino en la concepción popular que reinaba en Valencia acerca de los demonios, considerados mayormente objeto de dominación por parte del hombre. En opinión de Knutsen, tanto la magia popular como la magia culta en el reino valenciano reposaban en la creencia de que los hombres podían forzar y orientar la intervención de las fuerzas demoníacas en el mundo terreno para hallar tesoros u obtener el amor de la persona deseada; también se creía que los demonios podían ser atrapados y puestos al servicio de su amo e, incluso, que podrían ser vendidos como servidores a cambio de dinero. Por otra parte, Knutsen –apelando a la teoría levistraussiana de la magia como bricolage– sostiene que los demonios eran sólo un componente dentro de una batería de elementos mágicos que eran puestos en juego de diversos modos, según el caso, en una combinación de conjuros y rituales mágicos. La hipótesis que formula el autor, a partir de lo dicho, es que todas estas creencias resultaban incompatibles con las ideas demonológicas cristianas y que fue por este motivo que hubo muy pocas acusaciones de brujería en el reino de Valencia y nula oposición a la jurisdicción inquisitorial sobre la materia. La sociedad valenciana, sostiene Knutsen, era muy poco receptiva a la tradición teológico-demonológica cristiana porque no temía realmente a los servidores de Satán sino a sus amos. La argumentación del autor en este último capítulo constituye, a mi entender, tanto la hipótesis más original como la más debatible de su li-

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bro. Como indica Knutsen, la piedra angular de la demonología cristiana era el pacto con el demonio, sobre el cual se construyó el artificio demonológico que permitía explicar la magia y la brujería. Si bien –prosigue– la demonología cristiana era compleja y flexible en tanto género literario, la noción de pacto con el demonio era una constante insoslayable porque este ilícito contrato –y no la dominación del hombre sobre los demonios, que se postulaba imposible– era lo que permitía explicar la intervención concreta de los demonios sobre el mundo. Dada la contrariedad entre el núcleo duro de la demonología cristiana, por un lado, y las prácticas mágicas predominantes en el reino de Valencia, orientadas a dominar a los demonios y no a hacer pactos con ellos, por el otro, Knutsen sostiene que la demonología nunca logró un impacto real en la sociedad valenciana a causa de la existencia de “cosmologías incompatibles”. Es por este motivo, en su opinión, que hubo escasas acusaciones de brujería en el sur de España o que en Valencia se creía, por ejemplo, que los demonios familiares no eran signo del pacto con el demonio (como se creía en Inglaterra o incluso en el País Vasco) sino que eran, por el contrario, demonios atrapados, obligados a servir a sus amos. Lo que creo interesante señalar al respecto es que, en virtud de ciertos rasgos e itinerarios que caracterizan la formulación y el posterior desarrollo de la demonología cristiana en la Europa Occidental no puede resultar mecánica la aceptación de la hipótesis de las “cosmologías incompatibles” que presenta Knutsen. Por ejemplo, si pensamos en la profundización de la teoría de los signos –formulada originalmente por Agustín de Hipona– que realiza Tomás de Aquino en la Baja Edad Media, que habilitó la importante distinción entre “pacto expreso” y “pacto tácito” con el demonio, no podemos obviar el enorme potencial que adquirió la demonología cristiana para demonizar prácticas, incluso no cultuales, mediante las cuales los hombres, a ojos de los demonólogos, sellaban pactos ilícitos con los demonios, aún sin intención expresa hacerlo (cf. Campagne, 2002:69). No sólo tuvo la demonología cristiana la potencialidad de satanizar prácticas y creencias, sino que efectivamente lo hizo: si atendemos a los albores mismos de la demonología moderna, es posible notar que la alta cultura teologal se sirvió del paradigma demonológico (y lo complejizó cada vez más) para dar cuenta de ciertos

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problemas ontológicos y epistemológicos que no concernían a la gran mayoría de la sociedad sino que eran, mayormente, motivo de debate en disputationes teológicas o causa de desvelo para teólogos y reformadores eclesiásticos preocupados por la ortodoxia de las creencias y de las prácticas de los fieles del cristianismo. Las autoridades eclesiásticas introdujeron e impusieron, pues, la “cosmología” de la demonología cristiana a una gran mayoría de fieles que no habían estado hasta entonces familiarizados con ella; fueron aquéllas quienes vincularon el demonismo con prácticas y creencias comunes y extendidas, ligadas sobre todo a la magia dañina, que no habían sido asociadas hasta entonces por muchos europeos a la herejía ni, menos aun, a culto alguno al demonio (cf. Kieckhefer, 1976). Así pues, hacia el siglo XV, si bien la brujería –investida ya con las características de culto satánico y colectivo– implicaba para el alto clero mucho más que un simple maleficio, no era necesariamente así para la gran mayoría de los europeos de la temprana Modernidad (sea o no en territorios de fuerte influencia islámica). La creencia en que los demonios podían ser forzados a actuar de cierta manera, en beneficio del mago o hechicero que los conjuraba, y prácticas tales como la magia amorosa o la búsqueda de tesoros, cuya existencia Knutsen relaciona –en el caso valenciano– con la influencia islámica, eran prácticas y creencias difundidas en muchos otros sitios del continente europeo y, a su turno, fueron “compatibilizadas” más o menos dificultosamente con la demonología cristiana2. Como indica Bailey, “convinced that the power of demons lay behind all acts of witchcraft, clerical authorities worked aggressively to promulgate this point and to disabuse the common laity of any notions to the contrary” (Bailey, 2006:389). En lo que refiere al área hispana en particular, cabe mencionar que, en Strix hispánica –libro en el cual se dilucidan las características idiosincráticas de la bruja en España a partir en la compleja relación existente entre demonología cristiana y cultura folklórica– Fabián Campagne indica que, si –salvo excepciones– la bruja hispana (cuya actividad principal y casi exclusiva era el infanticidio) no se adecuó nunca al estereotipo de la bruja domiRespecto de la extendida difusión de la magia amorosa y de la magia orientada a provocar impotencia sexual en la Baja Edad Media, cf. Rider, 2006. En lo que refiere al mundo de los buscadores de tesoros, cf. Dillinger, 2011. 2

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nante en el occidente europeo, ni se convirtió en miembro de un culto satánico colectivo, fue en gran medida porque, a diferencia de aquellos ámbitos culturales que aceptaron la conspiración satánica como una realidad amenazante, la elite de teólogos e inquisidores, enfrentada ante casos de maleficium o de infanticidio (acusaciones, ambas, que Knutsen halla incluso en el reino de Valencia), nunca se dispuso a poner en juego el corpus demonológico que hubiera podido transformar a la bruxa o la hechicera en miembro de una gran conspiración satánica (Campagne, 2009:211). *** Teniendo en cuenta la argumentación de Gunnar Knutsen en los distintos capítulos que conforman el libro y las conclusiones que él mismo obtiene a partir de su investigación, cabe destacar, a continuación, en qué sentido Servants of Satan and Masters of Demons resulta un aporte significativo para la historiografía actual. Antes que nada, el estudio de Knutsen provee un abordaje conciso de la demonología en el ámbito cultural ibérico, un área de estudio aún poco transitada por la historiografía pese a los notables avances de la investigación sobre brujería y demonología en el ámbito extrapirenaico llevados a cabo en las últimas décadas. A su vez, el trabajo del historiador noruego resulta fundamental porque pone en primer plano las diferencias existentes al interior de los reinos hispanos y, también, porque se dispone a interrelacionar, sobre la base de una atenta lectura de las fuentes históricas, los diversos factores que, de acuerdo con el consenso de los historiadores, han influido en las particularidades de la demonología ibérica. La prudencia inquisitorial, la influencia francesa y el peso de la cultura morisca en el territorio peninsular son elementos que (junto a la presencia de judíos y judeoconversos, el único factor, tal vez de peso, que no es incorporado en el análisis de Knutsen) suelen ser mencionados, todos ellos, a la hora de esclarecer la idiosincrasia del discurso demonológico en España. Pocas veces, sin embargo, se ha intentado estudiar en qué sentido, concretamente, y bajo qué modalidades específicas dichos elementos dieron forma distintiva al discurso sobre el demonio en la Península Ibérica y a

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la praxis que, en el fuero judicial, dicho discurso pudo haber habilitado, limitado o condicionado en los distintos reinos de la Corona de España. En este sentido, el libro aquí glosado resulta sin duda una contribución significativa al campo historiográfico. Gunnar Knutsen sostiene, en la conclusión de su libro, que la presencia de la minoría morisca en el reino de Valencia resulta el factor decisivo para explicar por qué el sudeste –y no el nordeste– de España eludió las grandes persecuciones brujeriles que caracterizaron el período moderno (en su opinión, la influencia de la cultura morisca definía la presencia o ausencia del fenómeno brujeril, mientras que los otros factores –la influencia francesa y la moderación de los inquisidores allí donde mantuvieron su jurisdicción sobre el crimen brujeril– simplemente determinaban la cantidad de casos y el grado de severidad o lenidad en su tratamiento). La originalidad de su hipótesis al respecto, sin duda sugestiva, radica en la consideración de la importancia de la población morisca no como una suerte de “chivo expiatorio” que disuadió a las autoridades de perseguir brujas sino como portadora de una cultura mágica particular que, al confluir con la tradición cristiana, habría dado origen a un universo mágico-religioso incompatible con los rasgos centrales de la demonología cristiana. He esbozado más arriba una crítica a esta tesis de la “incompatibilidad” entre diversas “cosmologías” (i.e., entre la demonología cristiana y el universo mágico-religioso valenciano): el corpus demonológico construido a lo largo de centurias era lo bastante fuerte, en mi opinión, para conferir sentido a (o satanizar) las prácticas mágicas de la sociedad valenciana si la decisión política hubiese discurrido en tal sentido. Por otra parte, resulta difícil demostrar la efectiva influencia morisca en las prácticas mágicas de los “cristiano-viejos” del reino de Valencia teniendo en cuenta la ausencia de testimonios al respecto en las fuentes judiciales y la carencia, por otra parte, de estudios acerca de la magia y la religión entre los moros y, luego, moriscos (Knutsen cita al respecto un trabajo de 1908, de Edmon Doutté) (cf. Doutté, 1908). Los factores explicativos relacionados con las diferencias culturales existentes entre el norte y el sur, si bien resultan fascinantes e invitan a proseguir la investigación en tal sentido, resultan –por el momento– difíciles de evidenciar a partir de la documentación disponible. Con

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todo, Gunnar Knutsen incorpora, como vimos, un segundo conjunto de elementos en su argumentación, ligados todos ellos a las características y a la dinámica judicial propia de cada uno de los distritos estudiados. El peso que adquiere esta última serie de factores en el análisis comparativo propuesto por Knutsen es notable y sus diversos matices se desarrollan a lo largo de los ocho capítulos que componen el libro. Se confirma a través de ellos, una vez más, la importancia que revistió la clemencia y la cautela de la Inquisición para evitar el desencadenamiento de la caza de brujas en gran parte del territorio ibérico, contrastando la actitud de los inquisidores, en muchas ocasiones, con la dureza de los jueces seculares frente al crimen brujeril (la importancia de la moderación inquisitorial ha sido vislumbrada por Henry Charles Lea hace más de un siglo y, como demuestra el estudio de Knutsen, las nuevas fuentes estudiadas siguen corroborando su hipótesis) (cf. Lea, 1906-1908: IV, 206)3. Factores tales como el control centralizado de los procedimientos judiciales –o su ausencia– por parte de una instancia superior; la existencia de relaciones de competencia –o, por el contrario, de colaboración– entre la justicia secular y la inquisitorial; el grado de ejercicio efectivo del poder por parte de los tribunales inquisitoriales en cada región; las características de los “puntos de apoyo” que impulsaban la actividad de los tribunales de justicia en cada distrito (es decir, de las acusaciones y delaciones recibidas, en tanto “materia prima” de los procesos judiciales subsiguientes); el uso o el abuso de la tortura y, finalmente, el modo de recurrir o desistir del servicio de los cazadores de brujas son todos elementos de importancia que logra interrelacionar lúcidamente Gunnar Knutsen para lograr explicar por qué en Cataluña los procesos de brujería culminaban mayormente con la muerte en la horca de las mujeres enjuiciadas, mientras que, en Valencia, apenas existían acusaciones semejantes y, en cualquier caso, los procesos terminaban suspendidos o en sentencia de absolución.

Ruth Martin ha demostrado que esta misma hipótesis se corrobora en Venecia, donde la ausencia de caza de brujas sería también causa, fundamentalmente, de la actitud comedida del tribunal inquisitorial (cf. Ruth, 1989). 3

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Informe del Agustino Fray Gaspar de Villarroel sobre las doctrinas de la diócesis de Santiago de Chile y algunos documentos sobre agustinos propuestos para obispos (I) Emiliano Sánchez Pérez, OSA Santa María (Catamarca) [email protected]

Introducción Fray Gaspar de Villarroel es sin duda uno de los grandes obispos que la Orden Agustiniana tuvo en el Nuevo Mundo. Nacido en la ciudad de Quito, probablemente en 1587, realizó sus estudios superiores de Cánones en la Universidad Mayor de San Marcos, en Lima, ingresando en 1607 en la Orden de San Agustín. En su estado religioso se dedicó al estudio de las Ciencias, Artes y Teología. Obtuvo su grado de doctor y ejerció la docencia en la misma universidad donde se había formado. Si en el campo de las letras eclesiásticas es una de las grandes figuras del episcopado hispanoamericano de los primeros tiempos de la Colonia, en el campo pastoral la figura de Villarroel es recordada por sus notables virtudes cristianas. Hombre de profunda fe, no sólo se centró en la administración de su obispado, sino que se entregó en cuerpo y alma a la cura de almas, siendo uno más de los obispos agustinos que destacaron por su generosidad, pues entregaba las dos terceras partes de su renta en limosnas y acudía, sin demora, a donde fuera llamado por alguna necesidad, vistiendo su simple hábito de monje. De las tres sedes que ocupó, la primera de ellas fue Santiago de Chile, donde como obispo le tocó vivir el terrible terremoto que asoló a la capital el 13 de mayo de 1647. La segunda la de Arequipa, y la de Charcas, la actual Sucre, la tercera, donde terminaría sus días. La diócesis de Santiago, extendida a ambos lados de la cordillera andina, sabe mucho del celo pastoral de Fray Gaspar de Villarroel y de los extraordi-

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narios peligros que sorteó para cruzarla en invierno, para hacer la visita pastoral a la provincia de Cuyo. Tuvo una rica vida de producción literaria, en la que desarrolló una extensa y rica labor de escritor. En 1628, cuando viajó a España pasando primero por Lisboa, logró imprimir su Tratado de los Comentarios, Dificultades y Discursos Literales y Místicos sobre los Evangelios de la Cuaresma. En 1629 y 1631 publicó la segunda y tercera parte en Madrid y Sevilla, respectivamente. Sin embargo, su obra más importante fue El Gobierno Eclesiástico Pacífico, verdadero compendio del conocimiento legal de su época. Destacable también son las Historias Sagradas y Eclesiásticas Morales, escritas en Santiago. El informe que aquí ofrecemos, pedido por el mismo Fray Gaspar de Villarroel, presenta un panorama pastoral en las doctrinas de dicho arzobispado nada agradable, en que si salen deficiencias de eclesiásticos, en medio de ellas descuellan las excelentes virtudes que hicieron posible la gran gesta de la evangelización americana. Por dicho informe pasa una buena representación tanto eclesiástica como seglar, con una gran similitud en sus respuestas, lo que no excluye a veces aportaciones específicas, dentro de lo que parece una monocorde descripción. La grafía se repite en todo el documento, lo que no evita el que algunas palabras se vuelvan difíciles a la hora de entenderlas y transcribirlas. Todo el documento está foliado en recto y bastante bien conservado. En la última parte hemos incluido documentos donde viene la presentación de distintos religiosos agustinos a varias diócesis americanas coloniales. Encontramos la mayoría en el mismo legajo de Chile, en el que está el documento de Fray Gaspar de Villarroel. Pero los hay de otros legajos muy distintos, que aunque desentonaran un poco con el grueso documental aquí transcrito, no quisimos vencer la tentación de incluirlos también aquí. Documentación Información solicitada por Fray Gaspar de Villarroel sobre la situación y necesidades de las doctrinas de su vasta diócesis de Santiago de Chile.

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Santiago de Chile, 2 de Enero de 1652 años. En la ciudad de Santiago de Chile en diez y nueve días del mes de enero de mil y seiscientos y cuarenta y dos años, el Iltmo. Sr. Dr. D. Fray Gaspar de Villarroel por la gracia de Dios y de la Santa Iglesia de Roma obispo de Santiago de Chile, del Consejo de su Majestad, dijo que por cuanto (Dios le guarde), por una real cédula de treinta de Diciembre de mil y seiscientos y treinta y nueve años, le manda proveer en razón de las doctrinas de este Obispado, lo que convenga para la buena educación y enseñanza de los naturales. Atento a la imposibilidad de administrar bien los curas por los prolongadísimos términos de sus doctrinas, por los ríos en diferentes tiempos del año, imbordeables, y por la falta de estipendio en tanto número de feligreses para proveer lo sobredicho y obedecer a su Majestad, que no sólo esta sino otras muchas veces, ha mandado a los señores obispos, sus antecesores, se ponga el remedio que convenga, mandaba y mandó que para el dicho efecto y para los que hubiere lugar de derecho, se reciba información del estado de las doctrinas de este obispado en especial, sobre los artículos y preguntas siguientes: 1. Si generalmente los indios de doctrinas ignoran las oraciones y primeros rudimentos de nuestra fe católica, habiendo gran suma de ellos de sesenta y setenta años, que no saben persignarse, ni tienen cruces ni imágenes, ni oyen misa ni se confiesan, se embriagan y se matan a cada paso, viviendo como en un ateismo, sin Dios, sin sacramentos y sin noticia del evangelio. 2. Si todo lo referido en el primer artículo se origina de la mala disposición de las doctrinas, hacen los términos como en los salarios. 3. Si las doctrinas, en especial San Lázaro y San Saturnino, en esta ciudad de Melipilla, Chuapa, Limari, Longomilla, Lora y Cauquenes, están tan faltas de estipendio, que es imposible sustentarse los curas. 4. Si los pueblos todos están despoblados y traspasados los indios naturales de ellos a las estancias y chácaras de los vecinos encomenderos y otros moradores de este obispado, con general dispersión de los indios, por cuya causa las iglesias se han caído, y muchas de las que no están caídas, están profanadas, así, entrando en ellas ganados y

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otras bestias. Y los ornamentos sagrados, campanas y otros bienes de las iglesias, andan repartidos en las capillas de las estancias, para lo cual ha crecido grande número de semiparroquias, con que cada uno en su casa tiene los sacramentos y entierros, sin que sea posible que por la distancia grande y multitud de iglesias vayan los curas ha visitarlas ni asistirlas. 5. Si es imposible que los curas enseñen las oraciones y misterios de nuestra fe, estando los indios de su doctrina divididos en tanta multitud de estancias tan diferentes, ni confesarlos por la cuaresma, en especial, con tan peligrosos ríos en el verano, y tan horribles esteros en el invierno. 6. Si saben que para acudir los curas a sus oficios han menester por lo menos una mula para su persona, una para su cama y otra para un criado. Y asimismo un indio asentado por carta y pagado. Un vestido negro y otro de camino, ropa blanca y comer, y que para todo esto apenas será estipendio suficiente el de cuatrocientos pesos, y que hay suma pobreza entre los doctrinantes, y que el de la punta en Cuyo, es tan pobre, que no ha traído en muchos años calzones, sino un galoncillo sobre la camisa, hasta que le dieron unos de limosna, y su Señoría Ilustrísima le da la cuarta decimal y funeral, y a su madre cincuenta pesos de limosna cada año. Y sin embargo, él y ella padecen suma necesidad. 7. Si saben que por no tener estipendio con que poder vivir, no se hallan doctrineros ni quien quiera ordenarse a título de la lengua ni la aprenden. Y los que la saben, lo niegan, y son necesarias censuras para que vayan a las doctrinas. Que no se oponen a ellas, y que puestos edictos, muchas veces no hay quien entre veinte doctrinas, quieran una, ni hay concursos. Y por no haber premios, no hay quien siga los estudios, sin que pueda incitarlos el verlos su Señoría Ilustrísima en persona, como les lee la teología moral en su iglesia, con gran cuidado y trabajo. 8. Si Juzgan que la conciencia de los ministros de su Majestad están gravadísimas porque perecen los ministros del altar y se condenan los tristes indios por falta de enseñanza, que es el principal fin de estas conquistas.

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9. Si saben que en todas las doctrinas hay gran suma de negros, españoles, mestizos y mulatos, a quines los curas administran, con gran trabajo y peligros, sin pagar doctrina, sirviéndose de los dichos curas, y llamándolos a ocho y doce y más leguas de distancia, a costa de los indios, que son los que pagan dos pesos de doctrina. 10. Si saben o han oído decir que haya parte en todas las Indias, en que los indios están faltos de doctrina y los curas, tan vil y atrozmente tratados, porque ni les dan, ni les pagan, ni les respetan. Y porque su Señoría Ilustrísima tiene grandes ocupaciones, y entre ellas las que acarrea el próximo viaje que hace a la provincia de Cuyo, de la otra banda de la Cordillera o Sierra Nevada, donde ha de ir a visitar y residir casi un año, por cerrase la dicha Cordillera por el mes de abril o mayo, y ser necesarísimo su asistencia, por haber casi diez y seis años que la dicha Provincia no la vio señor Obispo alguno de este Obispado, en cuya conformidad no puede por su persona hacer esta información, habiéndose de cometer a alguno de mucha autoridad. Y toda satisfacción dijo que la cometía y cometió al Sr. Dr. D. Francisco Machado de Chaves, Maestreescuela de esta Iglesia y Comisario de la Santa Cruzada, y le daba y le dio toda autoridad necesaria, cuanta de derecho podía, y para que nombrase uno y más notarios para la dicha información. Y así lo proveyó, mandó y firmó. Fray Gaspar, obispo de Santiago de Chile. Aceptación y juramento. En la ciudad de Santiago de Chile, en veinte y dos días del mes de Enero de mil y seiscientos y cuarenta y dos años, yo, el presente Notario, notifiqué la comisión y auto de suso al Sr. Dr. D. Francisco Machado de Chaves, maestro escuela de esta santa Iglesia, y Comisario subdelegado general de la Santa Cruzada, de este Obispado, el cual dijo que aceptaba y aceptó, la dicha Comisión, y juró in verbo sacerdotis, poniendo la mano en el pecho, de hacer bien, y finalmente lo que por ellas se me manda, a su leal saber y entender. Y lo firmó, de que doy fe. Dr. D. Francisco Machado de Chaves. Ante mí el Dr. D. Felipe Villoldo, Notario público. ***

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En la ciudad de Santiago de Chile, en veinte y cuatro días del mes de enero de mil y seiscientos y cuarenta y dos años, el Sr. Dr. D. Francisco Machado de Chaves, maestre escuela de la santa Iglesia Catedral de esta ciudad, y Comisario de la santa Cruzada, en virtud de la Comisión que el Ilustrísimo Sr. Dr. D. Fray Gaspar de Villarroel, obispo de este obispado de Santiago de Chile y del Consejo de su Majestad, le dio para hacer esta información, recibió juramento en forma de derecho in verbo sacerdotis, puesta la mano en el pecho, al Dr. Juan de Aranguíz Valenzuela, canónigo de esta dicha Catedral, el cual prometió de decir la verdad de lo supiere y le fuere preguntado, y siéndolo por el tenor de las preguntas del interrogatorio, dijo lo siguiente: A la primera pregunta, dijo que este testigo, por ser criollo de esta tierra y persona eclesiástica de dignidad superior, con quien se ha comunicado el remedio de las doctrinas de este Reino, sabe, por vista de ojos, y por haber pasado muchas veces por pueblos de indios y doctrinas, que son todas tan dilatadas y trabajosas, que duda poder los curas servirlas con el tenue sustento que tienen y estipendio. Y que lo que la dicha pregunta contiene es muy cierto, y así todos los más indios ignoran las oraciones y demás cosas necesarias de nuestra fe católica, habiendo mucha suma de ellos, de sesenta y ocho años, que ni saben persignarse, ni tienen cruces, ni imágenes, ni oyen misa, ni se confiesan, se embriagan y matan en todas sus borracheras, viviendo como infieles, sin sacramentos ni noticia del evangelio, por su falsa y por su mal natural, y por la mala disposición de las doctrinas. Y esto dijo. A la segunda pregunta dijo lo que tiene dicho en la primera, y que todo se origina de la mala disposición de las doctrinas, así por el trabajo de ellas y términos dilatados, como por los cortos salarios que los dichos curas tienen para poderlas servir con comodidad. Y esto responde. De la tercera pregunta dijo que las dichas doctrinas que la pregunta refiere, son tan faltas de estipendio, que tiene por imposible por imposible poderlas servir ningún cura, pues sabe de uno de ellos, que se lo ha dicho varias veces, que todo el estipendio que ganaba, lo daba a quien le diese ochenta patacones, y nunca halló quien se los quisiese dar, teniendo su doctrina cincuenta leguas en contorno.

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De la cuarta pregunta dijo que sabe este testigo que los pueblos de los indios, deseando este reino, no por haberlo visto y ser público y notorio, están disipados, desiertos y despoblados, de manera que para cosas esenciadísimas, como es para balsear los ríos, apenas se hallan indios, que lo puedan hacer, por haber los vecinos reducídolos a sus estancias y chácaras. Y algunos que con cuidado se han ausentado, por los malos tratamientos de los corregidores y administradores, siendo ellos mismos los que los llevan a sus estancias, que las tienen cerca de los mismos pueblos, dentro del mismo partido de donde son corregidores, y desviado de los soldados por el mal tratamiento que les hacen, quitándoles sus hijos e hijas, maltratándolos, con grandísimo rigor. Y asimismo otras personas, por cuya causa no hay iglesias por estar caídas y asoladas, ni casas donde puedan vivir los curas, ni quien les acuda a servir ni dar un jarro de agua. Y si algunas reliquias de iglesias han quedado, están sin puertas, profanadas de bestias, ganados, sin ornamentos ni campanas, con lo cual ha sido necesario dividirlos a otras estancias y fuera de los pueblos, de donde se ha originado el haber muchas semiparroquias, por tener capillas los dueños de las estancias, si bien necesarias, porque si no fuera por ellas, aún los españoles no oyeran misa. Con que ya ha cesado el cuidado que debieran tener de las dichas iglesias perdidas. Ni es posible por la distancia grande que hay entre las iglesias, poder los curas visitarlas ni asistirlas y doctrinar a dichos indios. Y esto responde. A la quinta pregunta, dijo que sabe este testigo, por haberlo visto, y ser público y notorio, que es grande el imposible que los dichos curas tiene para administrar los sacramentos y hacer la doctrina cristiana a los dichos naturales, por haber mucha distancia en su división y estar retirados a las estancias y a las chácaras, que ara correrlas es menester mucho tiempo, por cuya causa no pueden confesarlos las cuaresmas ni pasar los ríos caudalosos que hay en los veranos y esteros en invierno. Y acontece muchas veces habiendo llegado el cura a una estancia con grandísimo trabajo, no hallar en la tal estancia en tal ocasión, persona alguna para poder confesar, por tener la gente, los dueños de las estancias, ocupada la gente en otras faenas, fuera de las dichas estancias. Y esto dijo. A la sexta pregunta, dijo que el estipendio de cuatrocientos patacones, es muy corto para los dichos curas, según los trabajos referidos,

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de más que muchos no alcanzan ciento y cincuenta, según las cosas presentes. Y que una mula para su persona y otra para su cama y otra para su criado, no son suficientes para servir doctrinas tan dilatadas y trabajosas, con un pobre gabán de paño de quito y monto, y sotana de paño negro, pues mojándose en los inviernos, no quedará de provecho para los veranos. Ni aún el cura, porque quedará tullido. Y así le parece a este testigo, que es muy corto el estipendio de cuatrocientos patacones, siendo para curas tan pobres, que apenas hay testigo que alcance para un gabán de paño de quito, y lo demás de la dicha pregunta, lo sabe este testigo, por haberlo oído decir, y porque basta ser su pobreza tanta, del dicho cura de la punta, que demás de lo que su Señoría Ilustrísima le da de su parte, le dan los prebendados d dicha catedral, la cuarta capitular, que les toca, por ser tan grande su pobreza y necesidad. Y esto dijo. De la séptima pregunta, digo que las hace como en ella se contiene y es muy cierto por haberlo visto, que por no haber estipendio para los curas, no hay clérigo que pretenda ser doctrinero, ni quien se oponga a las doctrinas, ni quien se quiera ordenar a título de la lengua. Y por excusarse dejan de seguir los estudios, no obstante que su Señoría Ilustrísima con toda su autoridad, ha tomado a su cargo el leerles materias morales, necesarísimas para su oficio. Y esto dijo. De la octava pregunta, dijo que le parece a este testigo que los ministros de su Majestad que no acuden a procurar remedio para aquellos eclesiásticos, puedan acudir a hacer la doctrina a los naturales y administrar los sacramentos, tendrán encargadas sus conciencias, principalmente viendo que a cada paso, mueren muchos de ellos sin confesión. Y esto dijo. De la novena pregunta, dijo que hay mucha suma de negros, mestizos, mulatos y españoles en todas las doctrinas, a quienes acuden los dichos curas a administrar los sacramentos de más de ocho ó diez leguas. Y todos gozan de este favor a costa de los indios, que son los que pagan dos patacones cada uno por un año. Y esto dijo. De la décima pregunta, dijo que tiene por muy cierto, de más de haber oído decir a ciertas personas del Perú, y de otras partes de las Indias, que no hay parte en todas ellas, en que los naturales están tan

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faltos de doctrina y del conocimiento de nuestra fe católica, y los curas tan maltratados y pobres, como en este Reino de Chile, donde les pagan lo poco que ganan del estipendio, ni les respetan, antes les tratan muy vilmente, cuando tratan de cobrarlo. Y los capitulan por solo de las doctrinas. Y que esto es lo que sabe para el juramento que tiene hecho, en que se afirmó y ratificó, y que es de edad de cuarenta y siete años, poco más o menos. Y siéndole leído su dicho, dijo estaba bien escrito. Y lo firmó juntamente con el Sr. Juez Comisario Dr. D. Francisco Machado de Chaves, Dr. Aranguíz Valenzuela. Ante mí Diego Álvarez de Escobar, notario. *** En dicha ciudad de Santiago en veinte y cuatro días del mes de enero de mil y seiscientos y cuarenta y dos años, el Sr. Dr.D. Francisco Machado de Chaves, maestreescuela de la iglesia catedral de dicha ciudad y Comisario de la santa Cruzada, en prosecución de la información que el Sr. Ilustrísimo Dr. D. Fray Gaspar de Villarroel Obispo de esta dicha Ciudad, y del Consejo de su Majestad, le cometió, recibió juramento en forma a Dios y la Cruz in verbo sacerdotis poniendo la mano en el pecho, al R. P. Fr. Bartolomé de Arenas, Prior del convento de San Agustín de la dicha Ciudad, el cual prometió decir la verdad de lo que supiere y le fuere preguntado, y siéndolo por el tenor de la primera pregunta del interrogatorio, dijo: que este testigo, como nacido y criado en esta tierra sabe por vista de ojos por haber asistido más de un año en el convento de Maule, donde fue Prior y acudió muchas veces a suplir las faltas de los curas circunvecinos con la distancia de leguas que hay en dichas doctrinas y que en estas ocasiones vio todo lo que la pregunta contiene y sabe que los indios de las dichas doctrinas ni saben rezar ni persignarse, ni en sus casas ni ranchos tienen cruces ni imágenes, sino muy raros. Y esos, fuera del rancho, a sus puertas o más distantes, y que esto sabe de las demás doctrinas, generalmente de todo este obispado, porque las ha visto casi todas, o las más, y que de un indio supo estando visitando el Gral. D. Fernando Bravo, los pueblos de la doctrina de

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Limari, términos de la ciudad de la Serena, que desde el tiempo del Sr. Obispo D. Fray Juan Pérez de Espinosa, de gloriosa memoria, que visitó aquellas doctrinas, no se había confesado y que no se había visto cura, porque estaba muy distante de su pueblo, y que este declarante para el efecto de confesarse le pidió un sacerdote desde el dicho valle. Y esto dijo de la primera. En la segunda dijo que sabe este testigo, que todo lo que tiene declarado en la primera pregunta, se origina del análisis, posición de las doctrinas, así por la distancia de leguas, como por la falta de salarios, riesgos de caminos, ríos y esteros. De la tercera dijo que lo que sabe es que las doctrinas que refiere la pregunta, están muy faltas de salarios por el menos Cabo Grande que ha habido de los naturales de los pueblos, y que esto lo sabe por ser muy público y haberlo experimentado por haberse hallado en dos visitas, que han hecho a los dichos pueblos los corregidores de Maule y de Coq [uinb] o. Y que esto es lo que sabe. De la cuarta dijo, que sabe este testigo, por haber andado todo este Reino, que los pueblos de los indios están desiertos y despoblados, de manera que ni aún pasan los ríos, de aquí a la Concepción, y ya en ellos quien pueda acudir a este ministerio, por haber los vecinos, reducido a sus estancias y chácaras todos los indios, naturales de los dichos pueblos, y los pocos que han quedado, se han ausentado por los malos tratamientos de los corregidores, administradores y soldados y pasajeros, por cuya causa no hay iglesias, que han quedado malparadas, sin puertas, profanadas de bestias, ganados, sin ornamentos sagrados ni campanas, con lo cual ha sido necesario dividirlos a otras tierras, fuera de los pueblos de donde se ha originado el haber muchas semiparroquias, por tener capillas los dueños de las estancias, como gente poderosa, por lo que ha cesado el cuidado que debieran tener de las dichas iglesias perdidas. Y ni sea posible por la distancia grande que vi, el poder los curas visitar las iglesias. Y esto es lo que sabe este declarante, por haberse hallado presente en muchas doctrinas, el imposible grande que los curas tienen para enseñar la doctrina cristiana a los indios, por la división grande que hay en ellos, y estar retirados a las estancias t chácaras. Y los días de fiesta, particularmente, muy borrachos o ocupados en hacer sus chácaras

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o correrlas. Y esta es la causa porque los dichos curas, no pueden acudir a confesarlos, la cuaresma por la muchedumbre de ríos caudalosos que vi, el verano y el invierno. Y que acontece muchas veces llegar el cura a una estancia, con mucho trabajo, y no hallar en tal ocasión, persona alguna a quien poder confesar, por tenerlas ocupados los dueños de las estancias en otras faenas, ministerios, fuera de la estancia. Y esto es lo que sabe. De la sexta dijo que sabe este testigo, que para acudir un cura a su oficio, tiene necesidad, por lo menos, de todo lo que la pregunta refiere, y aún de mucho más. Y que no es estipendio suficiente. Casi para todo esto es de cuatrocientos pesos y que todos los curas de esta tierra, tienen suma pobreza, porque todos los ha visto muy mal medrados, y apenas con un gabán de paño de quito. Y que lo demás de la pregunta, no lo sabe. De la séptima dijo este testigo, que sabe que por ser tan cortos los estipendios de los beneficios y doctrinas, y tan poco premio como tienen los eclesiásticos, no hay quien se anime a estudiar, siendo así que no es por falta de estudios, pues su Señoría Ilustrísima, con tan grande objeción, y sin excusar trabajo, está actualmente leyendo teología moral en la iglesia catedral, de esta Ciudad, y estar anualmente cuatro religiosos de la Orden de este testigo, ocupados en cuatro doctrinas de este obispado, por no haber clérigos que se ocupen en ellas, por lo referido. Y esto es lo que sabe. De la octava, dijo que juzga este testigo estar gravada la conciencia de los ministros de su Majestad, por el poco cuidado que ponen en el ministerio de los naturales, y de los ministros del altar. Y que siente este testigo que las almas de los indios, tienen gran riesgo por la falta de la enseñanza y descuido de los ministros, que a esto debieran acudir, que es el fin principal de las conquistas. Y esto es lo que sabe. De la nona pregunta, dijo que sabe este testigo, que en todas las doctrinas de este Reino, hay gran suma de esclavos, españoles, mestizos y mulatos, a los cuales los curas, administran los sacramentos, con gran riesgo de sus vidas, y sin pagárseles doctrina ni estipendio alguno, aprovechándose de los dichos curas, llamándolos muchas veces para todas sus necesidades corporales y espirituales, llamándolos de distancia de

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diez o doce leguas. Y esto, a costa de los pobres indios, que pagan dos pesos de doctrina. Y esto es lo que sabe. De la décima dijo, que ha oído decir a muchas personas, que han estado en el Perú, que no hay parte de todas las Indias, donde los curas se tratan malísimamente que en este Reino les tengan menos respeto, y que este testigo lo tiene por cosa sin duda y certísima, pues en el traje que traen y su pobreza si está bien dura. Esto nace de no darles nada, ni aún pagarles el estipendio corto, que tan justamente se les debe. Y es la verdad y lo que sabe, lo cargo del juramento que tiene hecho, en que se afirmó y ratificó, y que es de edad de cuarenta y ocho años, y no le tocan las generales. El cual lo firmó juntamente con el Sr. Dr. D. Francisco Machado de Chaves. Dr. D. Francisco Machado de Chaves, Fr. Bartolomé de Arenas, ante mí Diego Álvarez de Escobar, notario. *** En la ciudad de Santiago de Chile, en ocho días del mes de febrero de mil y seiscientos y cuarenta y dos años, el Sr. Dr. D. Francisco Machado de Chaves, maestreescuela de la catedral de esta Ciudad, y Comisario de la Santa Cruzada, y Juez Comisario por el Ilustrísimo Sr. Dr. D. Fray Gaspar de Villarroel, obispo de esta dicha Ciudad, y del Consejo de su Majestad, para la dicha información, he recibido juramento en forma de derecho, in verbo sacerdotis poniendo la mano en el pecho, al muy R. P. Fr. Alonso de Almeida, Visitador General, y Provincial, que ha sido de esta provincia de Chile, del Orden de San Agustín, el cual prometió de decir verdad de lo que supiere y le fuere preguntado, y siéndolo por el tenor del interrogatorio, dijo lo siguiente: A la primera pregunta dijo, que visitando su Provincia encontró muchas veces por esos caminos, indios de mucha edad, y que no sabían si había Dios ni persignarse, porque viéndolos este testigo, tan viejos, los hacía examinar y no daban razón de cosa de nuestra fe, ni aún de un Dios, que alcanzaron muchos gentiles, porque como estos indios, en su gentilidad, no subieron y doblarían ni doblaron la rodilla a deidad alguna. Como otros de los indios, no saben qué cosa es adoración, que

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particularmente se acuerda este testigo, que yendo a la ciudad de la Concepción, en compañía del capitán Francisco de León, llegó a la orilla del río Peteroa y buscando quien se lo bandease, fue el río abajo, donde halló un rancho y en el un indio y una india, que a su parecer tendría el indio más de cien años, y la india muy pocos menos, y que el testigo, en presencia del dicho capitán Francisco de León, les preguntó si se acordaban de los primeros conquistadores, a lo cual respondió el dicho indio, que se acordaba, aunque cuando entraron a la conquista era muy pequeño. Y preguntándole este testigo si se había confesado aquel año, le respondió que no sabía qué era confesión, ni se había confesado en su vida, ni oído misa. Y pareciéndole a este testigo, que por la mucha edad, debía estar falto de memoria o dementado, le preguntó muchas cosas del Reino, de todas las cuales dio muy buena razón, por donde echó de ver que en aquello también decía la verdad. Y llegando este testigo a la ciudad de Santiago, dio noticia de esto al Ilustrísimo Sr. Dr. D. Francisco de Salcedo, obispo que a la sazón era de ese obispado, y que sabe más este testigo que otro indio de más de noventa años, que hoy está vivo. Le examinaron muchos religiosos en presencia de este testigo, y no sabe persignarse, y que aunque los religiosos le querían enseñar, siquiera que hiciese la cruz y se persignarse, no lo pudieron acabar con el, y que todo lo demás de la pregunta lo sabe como en ella se contiene. Y esto sabe. A la segunda pregunta dijo, que este testigo ha andado todo este Reino, y ha visto todas las doctrinas de este obispado tan imposibles, de que estas sirvan los curas, como están el día de hoy, que hay muchas de ellas, que cuatro curas no pueden administrar los sacramentos, así por la distancia grande que hay de unas partes a otras, como por el riesgo de pasar los ríos. Y que el salario que se da a los curas, es tan limitado, que apenas tienen para sustentar una mula y un criado, con que puedan correr la doctrina y que ha visto curas tan mal vestidos, y sin casa donde poder vivir, que sirvieran de mejor forma, una sacristía pobre, que pusiese en otro obispado, que la mejor doctrina de este, y quisieren a muy gran favor el quebrantar dejación de las doctrinas, y echan muchos terceros para ello. Y le consta esta verdad, porque visitando su Provincia, le pidieron muchos clérigos hablar a el Sr. obispo, para que los sacase de ellas. Y que esto es lo que sabe.

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A la tercera pregunta, dijo lo mismo que tiene dicho en la segunda. A la cuarta pregunta dijo que lo sabe como en ella se contienen. A la quinta pregunta, dijo que tiene por imposible este testigo, como quien ha andado por las doctrinas y estancias de este Reino, que los curas enseñen las oraciones ni administren los sacramentos a los indios, por la gran distancia de sus doctrinas, y las muchas estancias que hay en ellas, tan distantes las unas de las otras, y ser tan grandes los ríos, en tiempo de verano, y los esteros en tiempo del invierno, que fuera temeridad el pasarlos. Y que las cuaresmas, cuando los curas han de confesar sus feligreses, por muchas diligencias que hagan, y muy cuidadosos que sean, no los pueden confesar, porque en ese tiempo es cuando los estancieros los envían a coger pangue, y a otras faenas, con lo que se les estorba la confesión, y si hay algunos en la estancia, si no es día de fiesta, no los pueden confesar, porque no quieren los dueños. Los quitan del trabajo, y así pasan muchos años, sin confesarse los indios, ni dárseles muco, por ser tan mala su inclinación, pues cuando el cura los quisiese confesar, el día de fiesta, no es posible porque beben toda la víspera en la noche, y todo aquel día están borrachos, y aún el lunes siguiente. Que esto es lo que sabe. A la sexta pregunta dijo, que la sabe como en ella se contiene, y que en lo que toca al cura de la Punta, lo ha oído decir, así a muchas personas, porqué este testigo no ha estado allá. Pero es público y notorio que su Ilustrísima, le hace la limosna que dice la pregunta, porque no desampare aquella doctrina, pues salido de allí no ha de haber quien quiera ir a ella, por ser tanta su pobreza. Y que esto es lo que sabe. A la séptima pregunta, dijo que la sabe como en ellas se contiene, porque lo ha visto y platicado, como lo dice la pregunta. Y esto es lo que sabe. A la octava pregunta dijo que diversas veces ha predicado este testigo en este Reino cuanto encargan su conciencia los ministros de su Majestad, en no proveer de remedio así a los ministros de la iglesia para su sustento, como en la enseñanza de los miserables indios, que perecen por faltos de ella, viviendo como ateístas, pues muchos de ellos, o los más, no saben si hay inmortalidad del alma, sino que viven como brutos y que

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ha notado este testigo, como quien ha estado en diversas partes de las Indias, que en otras partes, mandan decir los indios misas por sí y por sus difuntos, y cubren las sepulturas y, en este Reino, no ha visto en diez y siete años que está en el, qué indio mande decir misa, por sí o por sus difuntos, ni cuidar de otra cosa que de embriagarse y matarse los unos a los otros, como bestias. Todo lo cual procede de falta de enseñanza, así de policía como de la doctrina cristiana. Y que esto es lo que sabe. A la novena pregunta, dijo que la sabe como en ella se contiene. A la décima pregunta, dijo que como dicho tiene, ha andado este testigo todas las Indias, y que en ninguna parte de ellas, están tan faltos de doctrina. Y que esto es lo que sabe, para el juramento que hecho tiene, en que se afirmó y ratificó. Y que es de edad de cincuenta y cuatro años, y que no le tocan las generales. Dr. D. Francisco Machado de Chaves. Fr. Alonso de Almeida. Ante mí Diego Álvarez de Escobar, notario. *** En dicha ciudad día, mes y año dicho, Sr. Dr. D. Francisco Machado de Chaves, maestreescuela de dicha Catedral y Comisario de la Santa Cruzada y Juez Comisario por el Ilustrísimo Sr. Dr. D. Fray Gaspar de Villarroel, Obispo de la dicha Ciudad, y del Consejo de su Majestad, para la dicha información recibió juramento en forma de derecho in verbo sacerdotis, poniendo la mano en el pecho, al muy R. P. Fr. Jerónimo de Tejada, Guardián del convento del señor San Francisco de esta dicha ciudad, el cual prometió decir la verdad de lo que supiere y le fuere preguntado, y siéndolo por el tenor del interrogatorio, dijo lo siguiente: A la primera pregunta, dijo que las sabe como en ella se contiene, porque lo ha visto y experimentado, en todo este obispado. A la segunda pregunta, dijo lo que tiene dicho en la primera, porque las doctrinas de este obispado, están muy largas que es imposible que los curas las puedan servir con comodidad. Y que esto sabe por haberlo experimentado en muchas partes que ha sido Guardián, que ha enviado a los religiosos de su Convento a confesar muchas veces los indios. Y

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sin embargo se mueren muchos sin confesión, y de aquí se origina el falta y no poder los curas acudir cómodamente a su oficio y también por ser cortos los salarios. Y estos se pagan muy mal. Y esto es lo que sabe. A la tercera pregunta, dijo que muchas y diversas veces, ha tratado y comunicado con los curas, de las doctrinas, que la pregunta refiere. Este testigo, estando en ellas, porque las ha visto y se han quejado dichos curas, del poco estipendio que tienen y que tienen mucho trabajo, en servir dichas doctrinas por ser muy largas y en partes remotas y sin indios, ni aún quien les sirva. Y esto es todo lo que sabe. A la cuarta pregunta, dijo que este testigo se ha hallado en algunos pueblos, que han sido de indios, en este Obispado, y que los ha visto despoblados y caídos por los suelos, y sin un indio tan solo, por estar retirados a las estancias y chácaras, de los vecinos, sus amos. Y algunos moradores que los recogen y agasajan, por el mal tratamiento que les hacen los administradores de dichos pueblos, que es causa de que se ausenten, de los mismos pueblos. Y también ha visto algunas iglesias caídas y los ornamentos sagrados y campanas reducidos a las capillas de dichas estancias, donde están con más decencia. Y que por ser tantas y tan distante es imposible que los curas puedan asistirlas y visitarlas y acudir a su obligación. Y que esto es lo que sabe. A la quinta pregunta, dijo que dice lo mismo que en la cuarta, porque están las dichas capillas muy distantes, y son muchas, a cuya causa, con mucha dificultad, pueden los curas administrar los sacramentos a sus feligreses, y enseñarles los misterios de nuestra santa fe, y confesarlos las cuaresmas, porque en ese tiempo vienen los ríos muy caudalosos por ser verano, y el invierno los esteros muy grandes, que es temeridad ponerse a baldearlos, por el manifiesto peligro. Y que esto es lo que sabe. A la sexta pregunta dijo, que lo que sabe es que es muy grande la pobreza de los doctrinantes, en sumo grado, y que han menester muchas mulas, más de las que la pregunta refiere, para servir sus doctrinas, por ser largas, monstruosas y fragosos los caminos, y así necesitan de tres o cuatro vestidos, y otros tantos criados, para todo lo cual y sustentarse y vestirse, no es suficiente salario el de cuatrocientos pesos. Y que esto es lo que sabe.

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A la séptima pregunta, dijo que lo que sabe, que con mucha dificultad se hallan sacerdotes que quieran ir a las doctrinas por el poco o ningún provecho que tienen en ellas. Y de esto se le han quejado muchos curas, y que hay pocos que quieran ordenar a título de lengua, ni tratan de estudio, y que ha oído decir que su Señoría Ilustrísima, les lee teología moral en su iglesia, por aficionarlos con grande cuidado. Y que esto es lo que sabe. A la octava, preguntado dijo que se remite a lo que tiene dicho en las preguntas antes de esta, y esto es lo que sabe. A la nona pregunta, dijo que la sabe como en ella se contiene, porque ha visto en dichas doctrinas muchos negros y mestizos, mulatos y a los mismos españoles, a los cuales los curas administran los santos sacramentos, sin estipendio, con grande trabajo, porque están las estancias muy distantes unas de otras, y que tan solamente los miserables indios pagan los patacones cada uno. Y esto es lo que sabe. A la décima pregunta dijo que lo que sabe es que en este Obispado, y en todo este Reino, están los indios muy faltos de doctrina y enseñanza, y que esto nace del poco estipendio que tienen los curas y la mala voluntad con que acuden a su oficio, así por el poco estipendio y provecho que tienen, como porque son tratados muy mal y vilmente, cuando tratan de pedirle porque los capitulan malamente, y procuran quitarlos de dichas doctrinas. Y que esto es lo que sabe, so cargo del juramento, que tiene hecho, en que se afirmó y ratificó, y dijo ser verdad, lo que tiene dicho, y que es de edad de sesenta y dos años, y no le tocan las generales. Dr. D. Francisco Machado de Chaves, Fr. Jerónimo de Tejada. Ante mí Diego Álvarez de Escobar, notario. En la ciudad de Santiago de Chile, en diez días del mes de Febrero de mil y seiscientos y cuarenta y dos años, el Sr. Dr. D. Francisco Machado de Chaves, maestrescuela de la catedral de esta dicha Ciudad, Comisario de la santa Cruzada y Juez Comisario por el Ilustrísimo Sr. Dr. D. Fray Gaspar de Villarroel, Obispo de esta dicha Ciudad, y del Consejo de su Majestad, para la dicha información, recibió juramento en forma de derecho, al muy R. P. Fr. Juan de Quiroga, de la Orden de nuestra Señora de las Mercedes, Comendador que actualmente lo es del

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convento de esta dicha Ciudad, el cual prometió decir la verdad, de lo que supiere y le fuere preguntado, y siéndolo por el tenor del interrogatorio, dijo lo siguiente: A la primera pregunta, dijo que lo que sabe es como persona que lo ha visto y experimentado, por haber sido cura. Que generalmente todos los indios de este Obispado, no saben rezar ni oyen misa, aunque son compelidos con gran rigor a ello, por su mal natural y el gran vicio que tienen de beber vino y otros géneros de bebidas, que hacen a su natural, con que se embargan, de donde se sigue el matarse unos a otros, y hacer muchos pecados muy feos, sin conocimiento de nuestro Señor ni del santo Evangelio. Y son muy indevotos, porque no tienen imágenes ni cruces, sino algunos, y esos muy pocos y fuera de sus casas. Y que esto es lo que sabe. A la segunda pregunta, dijo que lo que sabe es que hay muy mala disposición en las doctrinas, por ser muy largas y prolongadas, que imposible puedan los curas con comodidad servirlas, y a esto ayuda ser los salarios tan tenues, que no sirven, que no tienen para comer ni poderse sustentar, quedándose desnudos. Y esto es lo que sabe. A la tercera pregunta, dijo que lo que sabe, es que las doctrinas, que refiere, están muy faltas de indios, y son muy tenues los estipendios, y esos no se cobran en ninguna manera. Y si no hay quien las quiera servir, porque no se pueden sustentar en ellas. Y esto es lo que sabe. A la cuarta pregunta dijo que la sabe como en ella se contiene, por haberlo visto y experimentado, que todos los pueblos, o los más, están despoblados y aniquilados, porque los indios porque los indios están retirados a las estancias y chácaras de los vecinos y moradores. Y esto nace del mal tratamiento que les hacen los corregidores, protectores y administradores, consumiéndoles sus ganados, y sirviéndose de ellos en sus menesteres. Y que las iglesias, ha visto este testigo, todas o las más, caídas y profanadas de ganados y bestias, y las campanas solas y pendientes de los árboles. Y los ornamentos sagrados, divididos en las iglesias, que cada vecino tiene en sus estancias, a donde tienen los sacramentos y entierros, de donde se origina haber muchas semiparroquias, y por esta causa, y por estar tan distantes, es imposible que los curas puedan visitarlas ni asistirlas. Y esta es la verdad.

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A la quinta pregunta, dijo que por la distancia tan grande que hay de estancias, es imposible que los curas puedan ir a confesar y enseñar la doctrina cristiana a sus feligreses, así por estar tan divididos, como por los grandes ríos, que hay el verano y terribles esteros el invierno, que es causa morirse mucha gente sin confesión. Lo cual hicieran dichos curas en sus pueblos, si estuviesen los dichos indios. Y que esto es lo que sabe. A la sexta pregunta dijo que lo que sabe es que es imposible pueda servir un cura su doctrina, menos que con una docena de mulas y más, porque es mucho el trabajo, y se mueren o se despean, y las urdan a cada paso. Y cuatro criados para que le acompañen y le guarden la casa y las mulas, cuando van a sus llamamientos. Y que con cuatro vestidos de campo no tienen suficiente remuda, porque hay muchos montes y caminos ásperos, en que a cada paso se hacen pedazos. Y los inviernos son muy rigurosos y necesitan demudarse. Y que es suma pobreza la que hay entre los curas que no alcanzan para comer ni para vestir. Y así juzga este testigo ser muy tenue el estipendio de cuatrocientos patacones, sino de más de seiscientos, porque se cobra muy mal y la tierra muy necesitada. Y esto es lo que sabe. A la séptima pregunta, dijo que la sabe como en ella se contiene, porque por el poco estipendio que tienen las doctrinas, no hay sacerdotes para que quieran, y recibirlas, ni quieran ordenarse ni estudiar los ordenandos, ni quieran aprender la lengua. Y si la saben, la ocultan. Y si les compelen corregidor, se ocultan y si van a ellas, las desamparan, porque tienen por más congruo para sustentarse, servir de capellanes o hacerse pitanuros (sic). Y que sabe y ha oído decir su Ilustrísima hacer gran diligencia en esta razón, hasta ponerse personalmente a leer teología moral a sus clérigos. Y esto es lo que sabe. A la octava pregunta, dijo que lo que sabe, es que si los que gobiernan, y las justicias, a cuyo cargo está la administración de los indios, cuidaran tuvieran más conocimiento de nuestra santa fe, y no se condenaran tantos, porque gozaran del beneficio de los santos sacramentos y hubiera sacerdotes que los administraran y enseñaran, de aquí juzga esta testigo, encargan sus conciencias. Y esto es lo que sabe. A la nona dijo que sabe este testigo que en las estancias, en todas las más de ellas, hay muchos españoles, negros, mestizos y mulatos, a los

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cuales administran y sirven los curas, con gran trabajo y con muy gran riesgo de la vida, por los ríos y esteros que hay, sin tener de ellos ningún provecho ni estipendio, más del que paga el miserable indio, que es de los patacones. Y esto es lo que sabe. A la décima pregunta, dijo que con ser criollo este Reino, ha estado en el del Perú, y o ha corrido todo. Y que es cuanto ha visto, tiene experimentado, que en solo este Reino, son los curas y demás sacerdotes, muy vilmente tratados y respetados, porque demás de no pagarles su estipendio y su trabajo, los corregidores, administradores y protectores, les quitan el servicio y el sustento, y llevándose los indios a sus estratos, sin que conozcan al cura ni le respeten, no observen sus mandatos, en orden a que acudan a la doctrina cristiana, a oír misa y a confesarse, aunque sean días festivos y las cuaresmas, porque siempre los tienen ocupados, y esto nace del poco cuidado de las justicias y del poco respeto que tienen a los curas y sacerdotes. Y los dichos indios, por ser de mal natural, se toman muy avilante (sic) y se esconden y mueren sin confesión. Y esto es lo que sabe, para el juramento, que tiene hecho, en que se afirmó y ratificó. Y dijo ser de edad de cuarenta y seis años, y que no contó con las generales. Dr. D. Francisco Machado de Chaves, Fr. Juan de Quiroga. Ante mí, Diego Álvarez de Escobar, notario. *** En la ciudad de Santiago de Chile, en diez días del mes de Febrero de mil y seiscientos y cuarenta y dos años, el Sr. Dr. D. Francisco Machado de Chaves, maestreescuela de la Catedral de la dicha Ciudad y Comisario de la santa Cruzada, Juez Comisario por el Ilustrísimo señor D. Fray Gaspar de Villarroel, Obispo de este Obispado y del Consejo de su Majestad, para hacer la dicha información, recibió juramento en forma de derecho, poniendo la mano en su pecho, del Dr. D. Martín de Valdenebro, presbítero Juez Visitador que ha sido de dicho Obispado siete veces, y una del Obispado de la Imperial, y capellán mayor del real y ejercito de este Reino, y Provisor y Vicario General que ha sido en este dicho Obispado, por ausencia del propietario. Y que ha sido Cura Vica-

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rio, y de casi todas las doctrinas de este Obispado, y actualmente es cura del hospital real de esta Ciudad. Y habiendo jurado bien y fielmente, prometió decir verdad de lo que supiere y le fuere preguntado, y siéndolo por el tenor del interrogatorio para este efecto hecho, dijo lo siguiente: A la primera pregunta, dijo que sabe porque lo ha experimentado, que los indios generalmente de las doctrinas de este Obispado, no saben las oraciones y aún son raros, los que saben persignarse, ni aún lo principios y rudimentos de nuestra santa fe católica, siendo muchos de ellos ladinos, y de edad de sensata y setenta años. Ni tienen cruces ni imágenes, ni oyen misa, aunque sean apremiados por los curas, ni se quieren confesar. Y generalmente son dados a la embriaguez del vino y de la chicha, que hacen así de maíz y de más semillas, como de todas las frutas de este Reino. Y no tienen otro dios, sino el beber y estando de esta suerte, muy fácilmente se matan unos a otros, y hacen mil ofensas contra el derecho natural, y lo que Dios nuestro señor tiene mandado, como lo tiene experimentado de más de treinta y seis años que ha sido cura. Y esto responde. A la segunda pregunta, dijo que todo lo referido, es originado de la mala disposición que las doctrinas en sí tienen, así en los términos como en los salarios. A la tercera dijo, que sabe por haber sido cura más de veinte años, de San Lázaro y San Saturnino, en esta ciudad, que no tienen estipendio suficiente para sustentarse el cura, y no solamente suficiente, sino tampoco que no llegaba a cien patacones. Y que asimismo sabe, como Juez Visitador que ha sido, que las doctrinas de Melipilla, Chuapa, Limari, Longomila, Lora y Cauquenes, y todas las demás de este Obispado, están tan faltas de estipendio, que los curas era imposible sustentarse, que ni aún para comer, tenían ni unos capastos (sic) que ponerse. Y que esto responde. A la cuarta pregunta dijo, que sabe por haberlo visto, que todos los pueblos de indios, están tan despoblados, porque no hay un indio tan solo, y todos los edificios de paredes y adobes, todos asilados. Y que la causa de estar hasta los tambos despoblados y arruinados, es porque todos los indios, es porque todos los indios, los tienen poblados sus en-

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comenderos, en sus estancias y obrajes, y perdidos sus ganados, porque conoció este testigo el pueblo de Melipilla, con diez o doce mil cabezas de ganado, y el pueblo de Teno, con veinte y tantas mil, y el de Taguataguas, y todos los demás con Rapel, no tienen ahora una sola cabeza, para poderse sustentar, el cura y los demás indios, por estar como dicho tiene, en las estancias de los encomenderos y chácaras de muchos moradores de este obispado, con general disposición de los indios, porque la real tasa no se guarda, sino con los pobres curas, y no con los vecinos, y más moradores. Y por esta causa, las iglesias están todas, por el suelo y caídas, y no hay quien las reedifique. Y algunas que están en pie, maltratadas y casi caídas, y profanadas, así de ganados como de las demás bestias, y hechas corrales de ganado y otros sacrilegios, que se hacen de indios fugitivos, que no hallan donde albergarse, por estar sin puertas y llaves. Y los ornamentos sagrados y campanas y otros bienes de las iglesias, están repartidos en las capillas de las estancias, por no tener donde tenerlas. Por cuya causa, ha crecido el número de tantas semiparroquias, que apenas hay capilla que no lo sea, y en cada una que está en su estancia y casa, tiene el estanciero, los sacramentos y entierros, y así es imposible que el cura, pueda administrar su oficio, y por la distancia que hay tan grande, entre las dichas iglesias, y tanta multitud de ellas, ni el cura las puede asistir ni visitar. Y esto dijo. A la quinta pregunta dijo, que como dicho tiene, por haberlo experimentado, que es sin duda que los curas, de los partidos, puedan enseñar las oraciones, e instruir los indios en nuestra fe católica, estando tan divididos en tanta multitud de estancias, distantes en tantas leguas, que están unas de otras, más de veinte leguas, y ríos de por medio, que en verano no se pueden pasar, y en el invierno peor, porque aún los esteros viene hechos ríos caudalosos y de tanto peligro, por venir hacinados, que no se pueden vadear, ni pasar, sino con peligro manifiesto de perder la vida. Y esto dijo. De la sexta pregunta, dijo que para servir cualquier cura, de dichos partidos, su doctrina, según el día de hoy, están los indios tan divididos y tan distantes, unos de otros, no puede hacerlo con diez mulas, porque acontece llamarle de una parte y de otra, y de noche, y es fuerza ir con compañía, para pasar los ríos, y que venido en una mula, no está para

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caminar para otra parte. Y que les fuerza llevar que comer, y su cama, y que para esto, ha de tener indios asentados, que les cuesten su plata, porque los pueblos no se los dan. Porque como dicho tiene, están despoblados, y los tienen los encomenderos, es menester darles cabalgaduras es fuerza que tenga un vestido negro para decir misa con decencia, y otros dos o tres de color para caminar, para mudarse por los muchos aguaros que hay este invierno y el verano, si se moja en los ríos. Y tener ropa blanca y qué comer. Y para todo lo referido no son suficientes cuatrocientos patacones. Y están tan pobres los curas, que como dicho tiene, no tienen lo necesario para pasar la vida, y poder servir sus beneficios, en especial los de la provincia de Cuyo y la Punta, que están tan pobres, que este testigo vio al P. Morejón, cura de la Punta, sin calzones ni jubón, y al P. Velin, cura de la ciudad de San Juan de la Frontera, de la misma manera. Y reprendiéndoles este testigo, como Visitador, respondieron que no podían más, por estar tan pobres y su salario tan corto, que aún para comer, no tenían, y que solamente traían un gabancillo sobre la camisa de lienzo, hecho en la tierra, basto. Que ha oído decir, que hoy pasa lo mismo en dicha provincia, y que su Señoría Ilustrísima, les ha dado las cuartas, así obvencionales, como generales y decimales. Y esto de limosna.
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