ETIAM Revista Agustiniana de Pensamiento ISSN 1851 -2682 Volumen V, Número 5, Año 2010

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Descripción

ETIAM Revista Agustiniana de Pensamiento Volumen V, Número 5, Año 2010

Buenos Aires 2010

ETIAM. Revista Agustiniana de Pensamiento: Volumen V, Número 5, año 2010 / Coordinado por José Demetrio Jiménez. 1ª ed.Buenos Aires: Orden de San Agustín - Religión y Cultura, 2010. 388 p. 23x16 cm. ISSN 1851-2682 1. Religión. I. Jiménez, José Demetrio, coord. CDD 230

Director José Demetrio Jiménez, OSA Consejo de R edacción Alberto Bochatey, Osa; José Guillermo Medina, OSA; Julio Daniel Ríos, OSA; Emiliano Sánchez, OSA; Santiago Alcalde, OSA; Gerardo García Helder; Luis Nos Muro, CM Secretario Pablo Daniel Guzmán Dirección, Secretaría y Administración Revista Etiam Biblioteca Agustiniana “San Alonso de Orozco” Av. Nazca 3909 – C1419DFC Buenos Aires Tel. 011 4572 2728 – Fax 011 4571 9574 Correo electrónico: [email protected] Precios de suscripción anual Argentina: 50 pesos - América Latina: 25 USD USA: 45 USD - Europa: 45 € La revista no asume necesariamente las opiniones expuestas por sus colaboradores Hecho el depósito que prevé la ley 11.723 Impreso en la Argentina © 2010 José Demetrio Jiménez ISSN 1851-2682

Impreso por Editorial Dunken – Ayacucho 357 (C1025AAG) – Capital Federal Tel/fax: 4954-7700 / 4954-7300 E-mail: [email protected] – Página web: www.dunken.com.ar

ÍNDICE Editorial José Demetrio Jiménez, OSA, Del espíritu y la letra..........................

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Estudios Carlos Díaz Hernández, Educación: conocimiento y ética.............. Á ngel B eleña L ópez , La base personalista de la crítica al “consecuencialismo” en la “Veritatis splendor”.......................... Arturo Purcaro, La economía al servicio de la misión. “Aparecida” y el aporte de los agustinos........................................................... Viviana Laura Félix, La filosofía a partir de la autopresentación de Justino en el “Diálogo con Trifón”............................................... Aldo Marcelo Cáceres, OSA, “De praescriptione haereticorum” de Tertuliano. Algunas notas aproximativas...................................... Federico R affo, Dios entre las mónadas. La centralidad del tema Dios en algunas tesis metafísicas de G. W. Leibniz...................... Temas de actualidad R amón Eduardo Ruiz Pesce, “Yo, argentino” o la ética política. Desafío filosófico del Bicentenario: la ética del “nosotros”........ Alicia Di Paola, Reflexiones sobre el concepto de Nación................ Celina A. Lértora M endoza , Centenario y Bicentenario. Dos momentos para pensar Argentina................................................. Félix García Moriyón, Una mirada católica desde España............. Germán R amos, “A mitad de camino entre la verdad y la preferencia”. El utilitarismo moral de Richard Rorty en “Una ética para laicos”. Mario Alfonso, La llamada del “sommelier” es más persuasiva que la llamada del predicador............................................................. Textos y glosas Marcela Borelli, Los inicios del humanismo: Francesco Petrarca.

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Índice

Gustavo Fernández Walker, La crisis del siglo XIV: Nicolás de Autrecourt...................................................................................... Santiago Francisco Peña, Sobre “Strix hispánica”. Demonología cristiana y cultura folklórica en la España moderna. Unas notas de aproximación............................................................................ Julián Barenstein, Apuntes sobre la “Teología mística de la Iglesia de Oriente”. A propósito del trabajo de Vladimir Lossky............. Mario Gustavo Parrón, Ideas y acciones sociales de Mons. Roberto Tavella en la versión de Arsenio Seage – Salta 1948-1956............ Pedro José Grande Sánchez, Aproximaciones a un nuevo modelo de racionalidad propuesto por Carlos Díaz: la “razón cálida”........ N adia R ussano , Primer Congreso Internacional Cusano de Latinoamérica – “El problema del conocimiento en Nicolás de Cusa: genealogía y proyección”.................................................... R incón Poético Emanuel López Muro, Madre-luna y Vida simple............................. Notas Bibliográficas Obras de y sobre san Agustín Agustín de Hipona, La Ciudad de Dios (José Demetrio Jiménez, OSA). Olmo Veros, R. del, San Agustín (Juan Manuel Millet)........................ Cormio, P. (Ed.), Dio parla nel silenzio del Cuore. Vivere la Quaresima con Sant’Agostino (Pablo D. Guzmán)................................................ Orden de San Agustín y Espiritualidad Agustiniana Marín de San Martin, L., Los Agustinos. Orígenes y Espiritualidad (Pablo D. Guzmán).................................................................................. Viñas Román, T., La Orden de San Agustín. Orígenes. Pervivencia. Carisma. Espiritualidad. La institución monástica agustiniana en su historia (José Demetrio Jiménez, OSA)................................... Sánchez Pérez, E., Los agustinos cuyanos. Inventario archivístico y documentación (siglos XVII-XIX) (José Demetrio Jiménez, OSA). Bueno García, A., (Ed.), La labor de traducción de los agustinos españoles (Julián Barenstein)................................................................

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Literatura Cristiana Antigua y Patrología Santos, D. M. y Ubierna, P. A., El Evangelio de Judas y otros textos gnósticos. Tradiciones culturales en el monacato primitivo egipcio del siglo IV (Julián Barenstein).............................................................. O’Loughlin, Th., The Didaché. A Window on the Earliest Christians (José Demetrio Jiménez, OSA).............................................................. Amato, E. y Ventrella, G., I Progimnasmi di Severo di Alessandria (Severo di Antiochia?) (José Demetrio Jiménez, OSA)....................

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Nieva, J. M., Ver en el no-ver. Ensayo crítico sobre el “De Mystica Theologia” de Dionisio Areopagita (José Demetrio Jiménez, OSA).

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Filosofía y antropología Zanotti, G., Existencia humana y misterio de Dios (Martín Grassi). Mosto, M., El mal y la libertad: Ensayos (Martín Grassi).................. Pico della Mirandola, G. y Vives, J. L., De la Dignitat de l’Home y Faula de l’Home (Julián Barenstein)............................................... Trias M ercant, S., Diccionari D`Escriptors Lul.listes (Julián Barenstein)................................................................................................ Jouvenel, B., La ética de la redistribución (Karina De Lucca).......... San Buenaventura, Obras completas I (Diana Fernández)................. Ordine, N., El umbral de la sombra. Literatura, filosofía y pintura en Giordano Bruno (Julián Barenstein).............................................. Derrida, J., Carneros. El diálogo ininterrumpido: entre dos infinitos, el poema (Eugenia Varela)...................................................................... Aristóteles, Categorías (Martín Grassi)................................................. Arellano, I.; Strosetzki, C.; y Williamson, E. (Eds.), Autoridad y poder en el Siglo de Oro (Pablo D. Guzmán)..................................... Teología y religión Fray Luis de León, Dios y su imagen en el hombre. Lecciones inéditas sobre el libro I de las Sentencias (1570) (José Demetrio Jiménez, OSA)............................................................................................................

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Canet Vayá, V. D. (Ed.), El religioso presbítero: dos dimensiones de una sola vocación (José Demetrio Jiménez, OSA)............................ Fraboschi, A. A., “Scivias”, de Hildegarda de Bingen (primera parte). Lectura y comentario al modo de una “Lectio medievalis” (Marcela Borelli)....................................................................................................... Hernando Moreno, P., Familia: don divino, proyecto humano (José Demetrio Jiménez, OSA)........................................................................

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Historia, Arte y Bibliotecología Gorzalczany, M. A. y Olmos Gaona, A., La Biblioteca jesuítica de Asunción (Rossa Norma Botta)............................................................... Bonnet, M. R. y Cierbide, R. (Eds.), Estatutos de la Orden de San Juan de Jerusalén. Edición crítica de los manuscritos occitanos (S. XIV) / Les Status de l’Ordre de Saint-Jean de Jérusalem. Édition critique des Manuscritis en Langue d’Oc (XIVe Siécle) (Pablo D. Guzmán). Fernández García, R. (Coord.), Varia Palafoxiana: Doce estudios en torno a don Juan de Palafox y Mendoza (Juan Manuel Millet). Maillard-Luypaert, M. et Cauchies, J. M. (Coord), Autour de la Bible de Lobbes (1084) Les institutions. Les hommes. Les productions (Pablo D. Guzmán).................................................................................... Ayrolo, V., Funcionarios de Dios y de la República. Clero y política en la experiencia de las autonomías provinciales (Jimmy Cayo Tello Suyón)............................................................................................... Condivi, A., Vida de Miguel Ángel Buonarroti (Diana Saarva).......... Pérez Tripiana, A. y Sobrino López, M. A., Jesús en el Museo del Prado (Piero Iurato)................................................................................... Agradecimientos.............................................................................. Libros recibidos............................................................................... Revistas recibidas............................................................................ Revistas Agustinianas de intercambio permanente......................

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Abreviaturas de las obras de san Agustín............................ Normas de Publicación...........................................................

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Editorial Del espíritu y la letra José Demetrio Jiménez, OSA Buenos Aires [email protected]

La literatura es una faceta de la cultura. Para nosotros se ha convertido en la modalidad lingüística por la que nos ha llegado gran parte de nuestra herencia cultural. El trasfondo cultural de las sociedades occidentales se ha transmitido, heredado y diversificado literariamente. Nuestra tradición nos ha legado un documento literario relevante y peculiar de carácter religioso: la Biblia. Su importancia es indudable, su prestigio me parece que también. De ella fluyen como de un manantial las religiones que han marcado el despliegue de Occidente: judaísmo y cristianismo. Su verdad nos ha llegado en formas lingüísticas que han dado origen a peculiares discursos de los que emergieron ideales de vida y propuestas socio-políticas. No han faltado tampoco quienes han pretendido configurar desde un modelo de sociedad criterios de vida religiosa. El Dios de la Biblia ha sido, además, el espejo de Occidente durante siglos, o mejor, ha señalado modos de interpretación de lo divino entre nosotros: luz que ilumina los caminos de la vida, imagen de la virtud, reflejo de la justicia, prototipo de la sabiduría y de la compasión, de la autoridad y del amor. El Dios de la Biblia es, en sentido estricto, un Dios textual, es decir, su voluntad se nos ha transmitido por escrito, hasta el punto que se dice de la Biblia que es palabra de Dios. Cabe, pues, una aproximación por la vía literaria. En ella Dios parece ser el personaje principal (protagonista) de una obra amplia y plural. Lo es en el sentido más genuino de la palabra: él mismo crea la escena en la que se introduce después. Es, además, guionista que cuenta una historia y director en el desarrollo de la obra, de la que también es actor principal. La historia de los hombres es el argumento y en ella pretende darse a conocer a otros y reflexionar

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sobre sí mismo, como quien se acerca a un espejo para cerciorarse de su propio rostro y verlo reflejado como su misma imagen. En este caso en el hombre, con quien interactúa de un modo especial. ¡El hombre!, su personaje más peculiar, el que más se le asemeja, en quien ha puesto más de sí, pero que con frecuencia se convierte en su antagonista: no sólo dice conocer el guión, sino que con el tiempo afirma no necesitar ya del director, asumiendo además pretensiones de primer actor que improvisa y modifica el guión. El espíritu de la letra En la Biblia se habla del espíritu de Dios que viene sobre sus elegidos (cf. 1 Sam 16, 13; Jl 3, 1-2) y dirige sus pasos (1 Re 18, 12). Se dice también que Dios es espíritu, en referencia a Egipto, que “es humano, no divino, y sus caballos son carne, no espíritu” (Is 31, 3). Espíritu es palabra polisémica. Su caracterización fundamental designa algo esencial e inefable, principio de vida, soplo, hálito, aliento, fuerza vital. Espíritu no es sólo alma. En el hombre ésta es el signo de la vida, pero no su fuente. El hombre es viviente (nephesh) porque le ha sido concedido el aliento de vida, rûah (Gn 2, 7). Dios “tiene en su mano el nephesh de todo viviente y el rûah de toda carne humana” (Job 12, 10). Los escritores de la Biblia eran creyentes. El problema para ellos no es la existencia o la inexistencia de Dios, sino qué hace Dios en la vida de los hombres, cómo se comporta, cuál es su desempeño. Quienes leen la Biblia desde una perspectiva creyente suelen aceptar la proximidad personal de Dios a cada uno de nosotros. Los judíos afirman que se trata de una experiencia de encuentro a partir del estudio de un texto revelado, siempre abierto al descubrimiento de nuevos sentidos, infinitamente lábil, nunca agotado, preñado de infinidad de significados que manifiestan en la finitud de la escritura la infinitud de quien se dice en ellos. Riqueza que se nos transmite en un texto que ha de ser cuidado hasta en el más mínimo detalle, pues en él se halla concentrado el destello de lo divino, siendo cada letra como un cofre que, cuando se abre, muestra la grandeza de un tesoro. La infinitud de Dios se hizo finita en el texto bíblico. Es así como se torna accesible al hombre. Tenemos, pues, la res-

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ponsabilidad de recibir de Dios la grandeza de su destello abriéndonos a la infinitud de su palabra. Es lo que se realiza en el Talmud. Los cristianos creen que Dios, presente en su Espíritu, ha constituido a Jesús mediador de su infinitud, “espíritu dador de vida” (1 Cor 15, 45). La unidad del Padre y del Hijo en el Espíritu, así como la promesa de Jesús de permanecer entre los suyos en su Espíritu, es manifestada como la presencia de quien “los guiará a la verdad plena” (Jn 16, 13). Ser cristiano es vivir según este Espíritu. La Iglesia suspira por ser la comunidad creyente dinamizada por la vida del Espíritu. Su pervivencia es el despliegue en el tiempo del don del Espíritu, que ha de guiar los pasos de sus miembros al encuentro con el Padre y con los hombres. Lo que se denomina tradición es la transmisión del Espíritu de Dios, es decir, la apertura constante al sentido de la vida que se despliega desde el don de Dios en su Palabra. Lo antiguo, lo que está en el origen, es excelente y su memoria invita a desarrollar el don recibido, pero el rostro de Dios no es aquella imagen de la que se parte, sino esa presencia que va dibujando en la vida del creyente el símbolo de la fe, la apertura constante a los significados que destellan al abrir el cofre de la palabra, y que impulsa al creyente para que no se estanque, urgiéndole una interpretación constante de los textos (caso de los judíos) y de la vida del hombre en quien Dios se hizo carne (caso de los cristianos). No basta con pertenecer a una tradición y repetirla como si de fórmulas se tratase. La tradición es un legado a desplegar y el repaso constante de las fuentes es invitación al descubrimiento. Nuestras tradiciones nos impulsan a vivir su actualidad en las cambiantes situaciones del mundo, con sus peculiaridades y diferencias. Dios es único, el texto es el mismo y Jesús es idéntico (cf. Heb 13, 8), pero los creyentes no pueden hacer otra cosa que responder a la Palabra de Dios con su propia palabra desde los avatares de la vida en cada tiempo. Entre los judíos la relación con Dios está marcada por la interpretación del texto, entre los cristianos por la encarnación, en ambos casos mediada siempre por lo divino entre los hombres.

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La letra del espíritu Se dice en filosofía que el pensar sigue al ser y el decir al pensar. Cabe afirmar también que el hablar le compete al ser y el pensar sigue al decir, pues lo que es se manifiesta, se muestra, se dice. Y no todo lo que sabemos lo hemos pensado, sino que ha llegado a nosotros del modo que fuere y entonces podemos pensarlo. Es corriente vivir situaciones que no suceden porque las pensemos, sino que las pensamos porque nos han sucedido. Así, por ejemplo, con el amor, que es pensable o por lo que uno ha vivido o por lo que otros dicen de él, pero al que no se llega pensando. Es lo que suele pasar también con las tradiciones religiosas: nacemos en una y desde ella pensamos la verdad de sus senderos, reafirmando críticamente nuestra adhesión o buscando otras sendas. De los hombres, de las cosas y de lo que nos pasa hay dos modos de hablar: con “términos” y con “palabras” (Panikkar, 1997:91-93). Aquéllos catalogan objetos, los etiquetan; éstas reflejan situaciones, circunstancias. Los términos indican datos, designan constantes, señalan eventos, tienen que ver con “algo”. Son la constatación de lo que acontece, sin más, sin reservas ni preocupaciones. Por ejemplo, un médico después de estudiar los resultados de un análisis de sangre dice: “Hay una descompensación grave, faltan plaquetas, sobran leucocitos… Los síntomas son de una leucemia”. Para ello no hace falta ver al paciente. Las palabras refieren hechos, engendran situaciones, remiten a personas, tienen que ver con “alguien”. Son la cristalización de vivencias humanas en un tiempo y un espacio, respecto de las cuales no basta la constatación. Por ejemplo, el médico se acerca al paciente y le dice: “Son los síntomas de una leucemia; todo parece indicarlo, no obstante, seguiremos haciendo pruebas. En cualquier caso es grave, pero se puede salir, tiene cura, vamos a hacer lo posible y más”. Para esto hay que buscar el momento oportuno, haber preguntado a otros, tener cierta noticia de cómo va a reaccionar el paciente y, al decírselo, mirarle a los ojos. Con los términos alguien dice algo sobre algo o alguien sin comportar necesariamente más; con las palabras alguien dice algo sobre algo o alguien y, por lo general, quien lo dice se siente afectado por lo que dice, y con su decir afecta a aquel de quien lo dice y lo escucha.

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Las palabras son de naturaleza implicativa y performativa: uno se halla implicado en lo que dice y no es indiferente en el decir o en el callar, por lo cual la realidad se ve afectada con lo que dice o con lo que calla. Algo se ejecuta, se cumple, se desempeña… de tal manera que sus palabras no son meros vocablos, no sólo constatan, sino que gestionan realidad. De ahí la responsabilidad en el decir o en el callar, pues de uno y otro se siguen consecuencias que afectan a lo real. La condición de la palabra exige de quien la pronuncia honestidad y sinceridad, al mismo tiempo que humildad: cuando digo “belleza”, o “justicia”, o “Dios”… he de hablar de lo que entiendo por bello, justo y divino, pero he de partir del supuesto que bello, justo o divino no son sólo lo que yo entiendo por bello, justo o divino (Panikkar, 1997:92). He de buscar la veracidad y la vericidad, he de ser veraz y verídico, mas en la entraña misma de ambas se halla implícita mi limitación y mi limitada visión de la realidad. Los términos son verdad en cuanto constatan estados de cosas que elencan y catalogan adecuadamente (ej.: esto es una silla –pertenece al conjunto de las sillas–, aquello un ladrillo –pertenece al conjunto de los ladrillos–; los componentes de la sangre son leucocitos, hematíes, plaquetas…). Las palabras son verdad en cuanto dinamizan el devenir de la realidad, en la medida en que contribuyen a su desarrollo y al despliegue de la vida de los hombres. La verdad de lo humano, por ello, no es sólo la verdad de los términos; es también, y fundamentalmente, la verdad de las palabras, de la realidad en la que nos hallamos implicados con nuestros semejantes y con las cosas, y que no es algo fijo, sino dinámico. De lo humano no puede hablarse sólo en términos, o al menos parece que a los hombres “les pasan cosas” que no se plasman en verdades terminológicas, es decir, fácilmente catalogables. Además, hay situaciones humanas que no todos los hombres captan, y si las captan no las interpretan de la misma manera. Es el caso de los colores, o los alimentos, o ciertos gestos… La letra en el espíritu y el espíritu en la letra La vida del hombre comporta relación. Ésta no puede ser pensada unívocamente. En una conferencia pronunciada en marzo de 1998 en el

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CSIC de Madrid, R. Panikkar decía a modo de ejemplo algo parecido a lo siguiente… Supongamos que me refiero a mí y digo yo. Sin mi presencia física no estoy aquí. Y si estoy, pero se me confunde con mi carne, ese no soy yo; yo soy yo con lo que es mi presencia en pasado, presente y futuro; yo soy la relación de todo lo que me constituye y lo que voy desplegando a partir de lo que soy; yo soy lo que me ha sido dado y lo que hago con lo que se me ha dado; yo soy la relación de todo lo que me constituye en coimplicación y performatividad con otros yos. Y esa es mi verdad, y ese es mi ser en el ámbito dinámico de la realidad. Mi verdad no soy solamente yo ni yo solo. No puedo encontrarme con ella sólo desde mí ni en soledad. Mi verdad no es algo mío, sino eso que me envuelve y que voy descubriendo en el despliegue de mi condición relacional. No la poseo sino que le pertenezco. Y como no todos vemos de la misma manera la realidad y afrontamos diversificadamente nuestra circunstancia, la situación humana hace que existan muchos mundos, es decir, diversos modos de vivir en la realidad; y que, en este sentido, mi verdad está hecha de muchas verdades. La verdad, eso a lo que tendemos en nuestro decir como analogado principal en virtud del cual decimos que algo en concreto es verdadero, es plural. Vemos la realidad desde una tradición (cuanto nos ha sido dado) y con el prisma de una cultura (el campo en el que cultivamos la vida), donde se sitúa la propia condición psicológica, socio-política, religiosa… No venimos a un mundo vacío ni de vacío. En él y a un tiempo lo que nos posibilita conocer limita nuestro conocimiento. Las lentes oscuras hacen posible que veamos el contorno del sol sin que se dañen nuestros ojos. Ciertamente, lo que vemos es el sol, pero el sol no es –por fortuna– solamente como nosotros lo vemos… ¿Qué es, pues, la verdad desde el punto de vista del conocimiento? Decían los clásicos que la adecuación del entendimiento a la cosa. Una misma cosa puede ser entendida desde múltiples y diferenciadas perspectivas, es decir, englobar diversos significados. Sucede, por ejemplo, con los colores: el negro es entre los occidentales el color del luto, mientras que entre los japoneses simboliza el misterio (la luz nace de la oscuridad, pensaban también los antiguos griegos), el lujo, el poder y la elegancia; el blanco es entre los occidentales pureza, limpieza y luz,

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mientras que entre los orientales se emplea para simbolizar el luto (la palidez de la muerte), tal como parece ser que se vestían también las viudas de la realeza europea medieval (luto blanco). De lo que se infiere que la verdad tiene que ver con la relación de enfoques diversos a partir de dos polos de coherencia: de un lado lo que podemos llamar cosas, de otro nosotros. Es lo que permite que una cosa ofrezca su significado individual al servicio de un sentido más amplio y profundo, abarcativo y a la vez concreto, en el que adquiere relevancia y sensatez. Un ramo de flores no es “igual” cuando lo ofrezco por protocolo que cuando lo deposito en la tumba de mi madre. En el primero va mi debido respeto, en el segundo va mi persona. Aun cuando afirmamos que las cosas son lo que son, tienen diversos puntos de observación, y el nuestro no es único. Supongamos que las cosas sean objetivables, es decir, que podamos hacernos una imagen precisa de ellas. Pero el hombre no es objetivable, porque no es objeto sino sujeto. No es igual que las cosas, porque es el que las nombra, tal como refiere la tradición bíblica (Gn 2, 20). Desde el punto de vista gnoseológico la verdad como relación supone que se da una polaridad no unívoca, y que la aproximación a la verdad plena supone intersubjetividad, es decir, relación de sujetos que buscan la verdad desde sí, pero abiertos a lo que les pueda venir desde más allá de sí. Se ha de evitar, por ello, tanto la fagocitosis integrista (absorber la realidad en mi propia visión) como el solipsismo relativista (encerrarme en mí para conocer mi verdad). Puesto que la verdad gnoseológica supone relación, en ella nos implicamos con lo que se genera del aporte mutuo, haciendo nuestro legado a la tradición recibida, enriqueciendo la cultura que nos envuelve con lo propiamente nuestro. Herencia, tradición, religión El modo privilegiado que tienen los hombres para relacionarse es la palabra, y la palabra supone diálogo. Diálogo no sólo dialéctico sino también dialógico, es decir, que “intenta dejarse conocer por el otro, aprender del otro y abrirse a una posible fecundación mutua, sin por eso caer en un relativismo que se contradice a sí mismo así que se expresa”

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(Panikkar, 1997:44). “Conózcame a mí, conózcate a ti”, suplicaba Agustín de Hipona. “Que yo me conozca como tú me conoces”, pedía (conf. 10, 1, 2). Conocer y conocerse en la verdad de un Dios que es realidad trinitaria de Amor difusivo. En el diálogo cada cual decimos lo que nos pasa y lo que pensamos, a lo que llegamos pensando y lo que pensamos sobre lo que nos pasa. La vida humana es, en este sentido, narración de aconteceres, que frecuentemente ilustramos con los relatos que otros nos han legado y que transmitimos a la posteridad. Narración se dice en griego mythos, que entre otras acepciones significa: discurso, dicho, razón, relato, comunicación, mensaje, conversación, plática, deliberación, reflexión, pensamiento, opinión, resolución, proyecto, consejo, propuesta, historia… Vivimos en un mundo de mitos, a saber, de narraciones, de decires sobre lo que acontece, y que tratamos de: ordenar, sopesar, ponderar, pensar, discurrir, hablar, razonar, entender, enjuiciar, hallar sentido, expresar… Todo esto lo decían los griegos con una palabra: lógos. La entraña misma de nuestro vivir es mitología: historia de las razones por las que vivimos, por las que somos conscientes de que pasamos por la vida, y no es la vida la que pasa por nosotros (1997:110-111). Nos corresponde considerar el hálito que dinamiza los hechos, la vida que sustenta los acontecimientos, su espíritu, lo que en griego se dice pneuma. Somos herederos y transmisores creativos de lo que se nos ha dado. Somos responsables del legado que recibimos y de lo que con él hacemos. Pertenecemos a una tradición, a una corriente de vida. No somos ni los primeros ni seremos los últimos. Esta es nuestra génesis: hemos sido engendrados en una tradición cultural, religiosa, social… Y en ella se da nuestra generación: ayudamos a que emerjan a la luz criterios sensatos para vivir. En ella también desplegamos la responsabilidad de transmitir modos de vida acordes con la verdad de la realidad. Las religiones nos transmiten la narración de aconteceres de los hombres en la historia. No son historia en sentido historiográfico, sino en cuanto relato de lo que a los hombres les pasa, cómo viven los acontecimientos, lo que suscitan en su vida ciertos hechos, cómo piensan la realidad. Judíos y cristianos cuentan con muchos y diversos relatos provenientes de sus tradiciones. Entre ellos sobresalen algunos escritos que

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configuran lo que ha sido denominado Biblia, y que decimos Palabra de Dios. Es la revelación de la voluntad divina plasmada por escrito por hombres imbuidos de Espíritu. La palabra, dijimos, comporta implicación y performatividad, es decir, coenvolvimiento de quien habla en lo que dice. Quien habla se dice en sus palabras, o mejor, sus palabras le dicen. Por ello puede afirmarse que la Biblia es una manifestación creadora de lo que Dios es al modo como ha querido decírselo a los hombres, pues su voluntad no es sino él mismo en su deseo de manifestarse como guía de la humanidad; es la manifestación de lo que él mismo es en diálogo con los hombres, quienes tienen noticia de lo divino porque se les hace accesible en palabras humanas. La Biblia es también como una biografía de Dios, un decirse de lo divino en los aconteceres de la historia con palabras de los hombres, que se matiza o como autobiografía (habla en primera persona) o como crónica (otros relatan sus hechos) (cf. Miles, 1996). La Biblia refleja lo que Dios es tal como se manifiesta en la vida de los hombres, tal como él se dice y es escuchado por ellos. Así, se muestra cercano, varón y mujer son imagen suya y se da constantemente una intelección de Dios al modo humano. El Dios bíblico no se muestra a sí mismo enigmático, porque no tiene intención de ocultar nada; pero sí es misterioso, porque da la impresión que nunca encuentra la oportunidad de decirlo todo. O, si lo dice, tampoco es posible que quien escucha pueda entenderlo por completo, quizá porque hace tiempo que sus interlocutores se le ocultan cuando baja a pasear por su jardín con la brisa de la tarde (Gn 3, 8). El libro del Deuteronomio manifiesta su cercanía: “Porque el precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda ni inalcanzable; no está en el cielo, no vale decir: «¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará para que lo cumplamos?»; ni está más allá del mar, no vale decir: «¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará para que lo cumplamos?» El mandamiento está cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo” (Dt 30, 11-12). Y el profeta Isaías considera su distancia: “Es verdad: tú eres un Dios escondido” (Is 45, 15). Tal vez sea ésta, en realidad, la nuestra: “¿Dónde estás, Adán?” Este contestó: “He oído tu voz en el jardín, y tuve miedo porque estoy desnudo; por eso me escondí” (Gn 3, 9-10).

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Concluyendo Y para quienes no son creyentes, ¿qué es la Biblia? ¿Valdrá para ellos esta reflexión? En su obra Poderosas palabras dice N. Frye que “nadie osaría estudiar la cultura islámica sin empezar por el Corán, o la cultura hindú sin empezar por los Vedas y los Upanishads: ¿por qué entonces no iba a ser igualmente gratificante un estudio de la cultura occidental a partir de la Biblia?” (1996:24). Aunque la autoridad religiosa de la Biblia no alcance a quienes no son creyentes, es posible el acercamiento a sus textos como indicativos de una unidad imaginativa, simbólica e intelectual que ha marcado su impronta en Occidente. En La historia más bella de Dios dicen sus prologuistas: “Somos hijos de la Biblia. La Biblia continúa siendo el texto fundador de nuestra cultura [occidental] … El mundo moderno, a fin de cuentas, nació en Occidente, en el espacio geográfico que los cristianos configuraron con la enseñanza de Cristo y de los Diez Mandamientos” (1998:7-8). Es, al menos, “parte de nuestra historia, parte de nosotros mismos. Conocerla y comprenderla mejor es conocernos y comprendernos mejor a nosotros mismos. Esta historia del dios único no nos es indiferente, nos adhiramos al mensaje de la Biblia o lo rechacemos” (1998:11). Tal vez para ello puedan ayudarnos las aproximaciones ensayadas por hombres de otras culturas y religiones. Porque también desde culturas diferentes se es cristiano y –si se me permite– judío. En perspectiva cristiana porque no han faltado quienes, desde otras religiones, han meditado con el Evangelio de Jesús en torno la vida del hombre y la verdad de la realidad. Tarea que nos fascina y sobre la que intentaremos dialogar en otro momento… Bibliografía Frye, N. (1996). Poderosas palabras. La Biblia y nuestras metáforas. Barcelona. Muchnik. Miles J. (1996). Dios. Una Biografía. Barcelona, Planeta.

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Monsacré, H.; y Schlegel, J. L. (1998). “Prólogo”: Botteró, J.; Ouaknin, M. A.; y Moingt, J. (1998). La historia más bella de Dios. ¿Quién es el Dios de la Biblia? Barcelona. Anagrama. Panikkar, R. (1997). La experiencia filosófica de la India. Madrid. Trotta.

Estudios

Educación: conocimiento y ética Carlos Díaz Hernández Universidad Complutense de Madrid Instituto Emmanuel Mounier de Madrid carlosdiazh@eresmas. net

Resumen La educación es un tema de nuestro tiempo. Hablamos mucho de la educación en valores y de éstos como una necesidad vital en una sociedad cuya crisis no sólo es económica. Valores como la solidaridad, la tolerancia y el respeto a los demás son claves para la correcta integración del niño en la sociedad que le acoge. Es una tarea en la que toda la sociedad ha de involucrarse: los padres deben inculcar esos valores y fomentarlos en el hogar, los maestros, educadores y profesores en los centros educativos, y, en general, deben participar todos los estamentos sociales preocupados por el bienestar de las generaciones futuras. Educar en valores hoy es formar a ciudadanos que sepan asumir conscientemente los desafíos de la globalización y puedan comprometerse en la construcción de un mundo más justo y más inclusivo. ¿Cuáles son la tarea y el lugar de los educadores en esta misión?

1. La hermosa y difícil tarea de educar Cuanto menos valore la sociedad a los maestros, tanto peor cumplirán ellos con su misión. Ahora bien, para que el profesor sea valorado por los demás es preciso que él mismo se estime a sí mismo, ya que nadie da lo que no tiene. En determinadas profesiones y status sociales surge a veces también un sentimiento de inferioridad. El docente puede ser más proclive a este sentimiento, toda vez que su labor no siempre es bien entendida, valorada y prestigiada por la sociedad. Quien se siente víctima adopta a su vez actitudes victimadoras: culpa a los demás, a las circunstancias, renuncia a asumir responsabilidades e, incluso, tiende a separarse del entorno. Es posible que, inconscientemente, proyecte sobre el alumno tal victimismo en forma de desinterés por él.

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La inseguridad podría ser también reflejo de un deseo de poder sobre el alumno, asociado a la necesidad de tener todo absolutamente bien controlado. Si prevé que algo escapa a su control, tenderá a inhibirlo. Actividad tan crucial demanda mucha sinceridad. Haríamos bien, pues, en preguntarnos: ¿Enseño porque no tengo otra alternativa? ¿Enseño sólo para sostener a mi familia? ¿Enseño para que así mi país progrese? ¿Enseño porque es mi vocación? ¿Enseño porque es la actividad mejor que existe? ¿Enseño porque me gusta trabajar en lo que sea? ¿Enseño porque no sé hacer otra cosa? ¿Enseño y colaboro en los cambios educativos de la escuela? ¿Enseño y valoro con orgullo mi profesión? ¿Predomina en mí la información sobre los valores, o su vivencia? ¿Vivo realmente mis valores y lucho por transmitirlos? ¿Incluyo mis valores en mi trabajo docente elaborando objetivos axiológicos? ¿Podría decir qué valores presento explícita y sistemáticamente a mis alumnos? ¿Son congruentes los métodos didácticos que empleo con los valores que propugno? ¿Propicio o aprovecho situaciones para vivir los valores con mis alumnos? ¿Me preocupo de que mis alumnos también los hagan suyos y los incluyan en sus vidas? ¿Tengo indicadores para saber si están asimilando o no los valores propuestos por mí? En el informe a las familias ¿tengo en cuenta todos los valores, o sólo las habilidades académicas? ¿Cuáles son las actitudes predominantes en el magisterio nacional?

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¿Podría escribir una lista (en orden decreciente) de las diez actitudes más importantes del maestro? 2. La educación como acogida incondicional 2.1. Acogida incondicional de docente a discente El buen educador primero abre su corazón al escolar, y luego (o al mismo tiempo) abre la puerta de la escuela. Sienta primero a los últimos, y los últimos a los primeros. Jamás expulsa de su corazón, y tampoco del aula, al alumno más desagradable. Nunca da por perdido al alumno descarriado, antes al contrario va a buscarle. No se contenta con agradar a uno y aburrir a noventa y nueve. El mal educador hace todo lo contrario. No es posible enseñar sin acoger incondicionalmente al enseñando. A mayor condicionalidad, peor enseñanza. Tampoco es posible aprender sin que quien le enseña a uno le respete. Regla de oro del aprendizaje: cuando del respeto se pasa al cariño, la enseñanza mejora. Cuando el respeto desaparece, la enseñanza empeora. Muchas veces lo que se denomina fracaso escolar no es otra cosa que carencia de cariño o de respeto social y abundancia de desamor privado, cuyo resultado es el fracaso social. Para aprender bien hay que estar bien comido y ser bien querido; sin ambas condiciones el aprendizaje se aproxima al milagro. Ni siquiera los animales logran un aprendizaje significativo cuando por alguna circunstancia son rechazados. El alumno que acostumbra a oírse llamar y verse tratar como torpe, incapaz o nulo, o como malo y de incorregible conducta, acaba por creerlo, y entonces, una vez que ha asumido que no es más que todo eso, ¿para qué a va esforzarse en estudiar? ¿Para qué intentar enmendarse, si ha terminado asumiendo que lo suyo no tiene enmienda? Y sin embargo en el niño todo es futuro por venir, todo para él ha de ser esperanza. ¿Qué clase de educador sería aquél que en lugar de alentar y fomentar lo bueno sólo recalca lo malo presentándolo como el único futuro posible?

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El maestro indigno tiende más de la cuenta al descrédito ajeno. Las mariposas se le vuelven cucarachas, las personas objetos, y las lágrimas le impiden ver el sol. Por eso: da menos tiempo a los alumnos de bajo rendimiento cuando se equivocan; se apresura a ofrecerles la contestación correcta o interroga a otro; critica más a los alumnos torpes que a los brillantes; elogia menos a los alumnos de bajo rendimiento cuando éstos proporcionan la respuesta acertada; se abstiene de elogiar en público a los alumnos de bajo rendimiento, a los que asimismo presta menor atención e interroga menos frecuentemente, exigiéndoles también menos y concediéndoles menos oportunidades de aprender materias nuevas, etc. Al alumno hay que alentarle, ayudarle con toda clase de palabras, estímulos y premios, y jamás desalentarse con hechos, dichos, ni castigos deprimentes. ¿Cómo, pues? Con cariño y con paciencia. Hay libros a medio escribir, recogiendo polvo, en todo el mundo; hay casas medio terminadas en las cuales vive la gente durante toda su vida; hay vidas medio terminadas que se están perdiendo porque alguien abandonó un sueño; y hay, desde luego, no pocos alumnos medio escolarizados a los que faltó la paciencia de un maestro. Al alumno, en suma, hay que cuidarle como lo hacen las madres: con solicitud y con desvelo, siendo su consuelo para las penas, su defensa contra las agresiones, su aliento en el trabajo. No se enseña la verdad sino por medio del amor, ni se descubre de otro modo que amando. Si en la escuela falta amor, entonces faltará todo. Este principio, tan consabido, muchas veces termina estando de una o de otra forma inédito. No siempre lo mejor sabido es lo más saboreado. 2.2. Acogida incondicional de docente a docente Se habla mucho de los deberes del docente para con los discípulos. Debería también tenerse en cuenta los deberes del docente para con sus compañeros. A todos debe el maestro benevolencia, pero de un modo muy especial a sus compañeros en el magisterio, con quienes ha de convivir y cooperar para la obra de la educación. Prudencia, discreción en el trato, espíritu de diálogo, resultan vitales.

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El maestro benévolo tiene por sistema querer bien a todos, tratar bien a todos, hacerles el bien que pueda y evitarles disgustos, molestias, y cualesquiera daños en sus bienes, en su fama y en su moral. La lealtad es un atributo imprescindible, que no debe confundirse con el espíritu de cuerpo, si por tal se entiende colaboración gremial para realizar actos inmorales con impunidad profesional. Nada, pues, de murmurar, censurar, envidiar, al compañero; ni siquiera subrayar los hechos negativos aunque sean verdaderos, tal y como se postula en la escuela oriental, sino por el contrario disimular y disculpar las faltas ajenas aunque el favorecido sea ingrato y pague con falsa moneda. Si no nos comportamos así nosotros, tampoco podremos nosotros enseñar a que nadie se comporte así. Por infrecuente que sea, aplaudir al compañero o a la gente que trabaja, alegrarse de sus éxitos, y aprender de ellos es lo mínimo que cabe esperar de un maestro que se precie. No aceptar el magisterio de quienes son maestros de maestros significa entrar en la dinámica del resentimiento. Y una comunidad escolar donde los docentes no se alientan entre sí no podrá progresar ella misma, o sus miembros más prominentes se desvincularán de la institución, viviendo tan a espaldas de la misma como a la inversa la institución respecto de ellos. De este modo no se logra la sinergia necesaria para gozar del estímulo de pertenecer a un colectivo valioso. 3. El educador como facilitador 3.1. Claridad La acogida al escolar resulta tan necesaria como insuficiente: unos padres buenos educan, pero (a menos que también sean maestros) no son educadores en el mismo sentido en que lo es un maestro. Este último ha de poseer ciertas capacidades, habilidades, o aptitudes. El maestro no puede ser una mamá lúdica, sino un adulto que enseña deleitando lo más posible, evitando al máximo un sufrimiento ajeno que puede conducir al abandono cuando la carga es demasiada.

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Casi todo lo que se sabe puede enseñarse, poco a poco, progresivamente, según la dificultad intrínseca de las cosas. Lo intolerable es ese maestro que presume de profundidad sin ser capaz de hacerse entender por sus alumnos: “Si seré profundo, enfatiza, que no hay nadie capaz de ponerse a mi altura”. Más bien ocurre lo contrario, que quien sabe mal enseña oscuro, pues nadie da lo que no tiene. Mas, si sabe pero no logra expresarse bien, entonces debería pasar por la humilde escuela de la didáctica cual niño pequeño. ¿A qué desesperar ni aburrir al alumno con imposibles o grandes dificultades? 3.2. Orden Nada que esté bien hecho se lleva a término sin orden, de ahí que el orden sea la primera condición de toda obra. El maestro llamado a infundir el hábito del orden en sus discípulos necesita primero vivir él mismo una vida ordenada, ya que el desorden en la propia vida se traduce en desorden en los hábitos de conducta, uno de los cuales es el profesional. Aunque la persona del maestro sea el principal agente del orden, no estará de más el respeto de las reglas de juego, tanto el respeto de las reglas institucionales como el de las personales de cada agente educativo. Un mínimo de lealtad a la institución es necesaria por parte de quienes trabajan en ella. De lo contrario el desorden recaerá sobre el alumno, que ante esa dualidad no sabrá a qué orden atenerse, si al demandado por la institución, o al propiciado por el agente educativo. Y, junto con todo lo anterior, que mande asimismo el reloj. Sin el reloj no habrá personas de ley, ni hábito de disciplina. Desarrollar personalidades ordenadas exige que el maestro tenga un plan bien meditado de lo que haya de enseñar y un buen método pedagógico para desarrollar a un tiempo la mente del alumno y el contenido de la enseñanza. Aunque la preparación remota del maestro sea sólida, no debería olvidar los detalles de la preparación inmediata. Forme, pues, un esquema de lo que se propone enseñar, divídalo en partes, y éstas en

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lecciones y, procediendo siempre de lo menos a lo más, de lo poseído a lo que se desea, marche por caminos que le sean familiares hasta llegar a dominar toda la materia planeada y proyectada. Del mismo modo, al alumno no le recargaremos tanto que no pueda digerirlo. ¿Para qué sirve a la inteligencia lo que le indigesta? ¿Y dónde hay cosa más lastimosa que una inteligencia agotada? Por lo demás, quien mucho abarca poco aprieta 3.3. Sobriedad Tampoco almacenaremos muchas ideas en cabezas ajenas. La cabeza no es un almacén, sino un lugar que debería estar bien amueblado, libre de lo accesorio para encontrarse lo esencial. Ayudar a formar una cabeza bien hecha es mejor que buscar una cabeza bien llena. Pocas y buenas y bien digeridas ideas aprovechan más que muchas, demasiado amontonadas, y confusas. Junto a lo anterior, no dejar lo necesario por lo superfluo, ni lo útil por lo meramente ornativo. La enseñanza no es pedantería ni erudición. Enseñar es enseñar para la vida: alguna vez hay que aterrizar lo enseñado, no se puede estar sobrevolando el aeropuerto sin aterrizar, porque el combustible se acaba. Enseñar no es lanzar una cometa al aire para que se mantenga siempre arriba, sino traer pasajeros para llevarlos a mejores puertos. Enseñar es tener hijos con la realidad, y no con la mera bibliografía. Bibliografía que no sirve para cambiar el mundo no es sino erudición. Se conoce a un erudito fundamentalmente por dos cosas: por su voracidad para labrarse un curriculum egocéntrico, y por su simultánea incapacidad para responder a las llamadas de la vida ayudando a quienes le necesiten. 4. El educador como sujeto educable La escuela la hace el maestro; y al maestro ¿quién le hace? Ante todo, es él mismo quien debe atender a sí mismo, a su formación, con-

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servación y progreso, pues de otra forma será cada vez menos maestro. Maestro, no olvides esto: atiende a ti mismo. Tú eres el eje de la escuela y, como sin eje el carro no marcha, antes que a los demás atiende a ti: fórmate, conserva lo bien adquirido y pon al día lo no aprendido antes. El maestro que se precia de serlo, y no sólo de parecerlo, siempre estudia. Con cierta frecuencia se olvida que el maestro también olvida, y que lo que aprendió se vuelve obsoleto al cabo de unos pocos años. Si, por las circunstancias que fueren (económicas, personales, sociales, etcétera), no se recicla, estará engañando al alumno. Y con frecuencia también se engañará a sí mismo respecto de la excelencia de su docencia, pues no hay nada más (auto) engañoso que una ignorancia que lo es respecto de sí mismo. La instrucción que quiera ser profunda y no detenerse en la superficie de las cosas exige estudio. El saber no ocupa espacio, pero requiere tiempo. A más dedicación al estudio, mejor servicio. Una sociedad donde los maestros no estudian está condenada ella misma a no salir airosa en la prueba de selectividad de la vida. ¿Cómo se explica que pueblos donde el atraso social predomina tengan maestros incapaces de proponer soluciones correctoras a los males de su pueblo? Por muchos motivos, pero especialmente por uno: porque, aunque quisieran ayudar a salir del atraso ellos mismos, no sabrían qué proponer para ello. Han estudiado poco, no han transpirado lo suficiente. ¿Y en los países ricos, cómo se explica el mantenimiento de la injusticia y sobre todo el apego al dinero como aspiración suma? Porque aquí las horas de estudio y la abundancia de medios tampoco se ponen al servicio de la verdad, sino de la erudición. No vemos contradicción en que la misma persona del educador pueda ser a la vez educable. Lo impensable sería lo contrario. El buen educador, el que sabe, sabe también que no sabe, y en lugar de defender su propio orgullo ignorante acoge como un regalo el don de la enseñanza del otro, venga de donde viniere; muchas veces esa enseñanza viene del propio alumno, pues para ningún educador con oficio resulta un secreto que se aprende enseñando.

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No basta con encaramarse a una tarima para impartir doctrina, pues nadie da lo que no tiene, y entre el maestro y el alumno se establece la secreta complicidad del seguir buscando juntos. Esto puede parecer trivial, pero pocos maestros lo recuerdan a la hora de la verdad. Lo que encontramos es gran cantidad de maestros que se creen sabios y que producen alumnos malogrados precisamente por eso. 5. El educador como educador que educa El oficio de maestro es ser formador de personas buenas, cambiadas por dentro, habitadas por habitudes de virtud. Cambiadas hacia la virtud, pero sin perder el respeto al educando. Esto tiene un nombre: educar. Quien está en desarrollo necesita una ayuda. A esta ayuda la llamamos educación. La persona precisa de esta ayuda durante toda la vida, dado que siempre se encuentra en proceso. Ahora bien, para educar hay que tener en cuenta la herencia genética, tal y como lo muestra el término educere: educir, desarrollar todas las facultades, actualizar consciente y libremente las capacidades de perfeccionamiento de cada ser, sacar algo ya potencialmente existente en el interior del educando, con el consiguiente protagonismo de él mismo, que deja en segundo plano al educador. Pero también hay que tener en cuenta el medio socioeducativo en que vivimos, como lo muestra el término educare: nutrir, alimentar, criar, actividad encaminada desde fuera a enriquecer al educando, matiz activo del educador frente al más pasivo del educando. Sigue abierta, y es cuestión arduamente disputada aún por ambientalistas y por genetistas, la eventual preponderancia del influjo exterior sobre el interior, o a la inversa; de lo que no cabe duda es de que ambos tienen su importancia, pues, si las leyes de la educación tienen por fundamento la naturaleza del educando, a la naturaleza de éste no se la vence sino obedeciéndola, y de ese modo el maestro que quiera educar necesitará estudiar todo eso. De cualquier modo, la naturaleza sin instrucción es ciega, la instrucción sin naturaleza es vacía, y la enseñanza sin la complementariedad

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de las dos es nula. Si educar es conducir a la persona en desarrollo hacia lo que todavía no es, eso sólo puede hacerse desde lo que ella es ya; por tanto, educar es ayudar al otro a que se encuentre consigo mismo. Pero llegar a ser uno mismo no quedándose encerrado en sí mismo, sino saliendo de sí, accediendo a lo que no se es; por eso educar no es sólo ayudar a actualizar las potencialidades naturales, sino también a encontrarse con lo que le sale al encuentro desde el mundo en toda su amplitud, a domeñar lo adverso seleccionándolo y corrigiéndolo rectamente. El educador comprueba lo que ya existe, y también adivina lo que todavía no es más que una posibilidad. Confiere al educando seguridad en cada una de las fases de su vida para que haga realidad el sentido de la misma, pero a la vez le ayuda a apostar por el futuro. Procura que la persona en desarrollo tenga confianza en sí misma, y también que esté dispuesta a seguir los consejos de quien va por delante de ella. Educar es, pues, conducir a alguien haciendo que de él salga algo que ya duerme en él. El mismo individuo es a la vez educador y educando. El educador no está para hacer del educando un imitador (lo cual constituiría un grave despropósito), sino para hacer del educando un ser capaz de despertar hacia lo alto. Es educador verdadero el maestro que logra ayudar a que el alumno forje la personalidad y el carácter, a fin de que cuando se abra una escuela se cierre un presidio. Se trata de formar personas sanas, inteligentes y honradas, de formar hábitos, de generar costumbres, de configurar caracteres nobles y dignos. Educar a la persona es perfeccionarla según todo su ser, físico e intelectual, moral y religioso, individual y social. Educar es cultivar personas, ejercitar sus fuerzas, desarrollar sus facultades, afirmar sus capacidades, rectificar sus errores y corregir sus faltas; es orientar, embellecer, adornar y pulimentar las almas de individuos y de sociedades. Educar es sacar a la persona, o llevarla, en cuanto sea posible, de la debilidad a la firmeza, de la endeblez a la salud, de la ignorancia al saber, de la ruindad a la dignidad, de la inercia a la actividad, de la acción irreflexiva a la acción bien orientada, pensada, consciente, de la impotencia al poder, del yugo y de la esclavitud de sí misma y de sus pasiones y desafueros al dominio de sí misma.

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Y, siendo la educación un cultivo, depende de la semilla y de la tierra, de la humedad y de la temperatura, pero también de la mano que la cultiva. 6. El educador como promotor que respeta Todo alumno, especialmente cuando niño, es creativo. El niño lo es más, por su condición de encrucijada entre la realidad y la fantasía o pensamiento divergente, que el adulto menos creativo (convergente) tiende a reprimir. Sin embargo el verdadero maestro anima los procedimientos que el alumno asume, y los pone de relieve. Ante la aparición de nuevas habilidades cognitivas y de nuevos esquemas mentales cargados de valor, ayuda al educando a realizar construcciones axiológicas personalizadas, para que el educando tome postura en libertad razonada. Asimismo ayuda a configurar personalidades objetivas, flexibles y críticas, capaces de adaptabilidad y a la vez de creatividad, de respeto y de tolerancia, pero también de discrepancia en libertad, en una palabra, personas seguras y optimistas, en la medida en que la percepción de la realidad resulta más asequible a las propias posibilidades. Comprende lo que promueve y lo que piensa y siente el alumno, pues tan importante como preguntar por lo que éste piensa es preguntar qué siente, sin que eso deba entenderse ni como falta de exigencia, ni como un saqueo a la intimidad del propio alumno. Las deliberaciones en el aula van configurando un sentido de la perspectiva, un esquema general de comportamiento. Si hay dudas, el maestro presenta alternativas. Los miembros del grupo son libres para elegir compañeros y para repartirse las tareas. El maestro procura ser objetivo a la hora de la alabanza y de la crítica, poniendo a cada cual en su lugar. Busca con-vencer, más que vencer. Evalúa las soluciones viendo en qué sentido son válidas para cada uno, eliminando lo insatisfactorio para ambas partes. Propone soluciones alternativas. No dice siempre “no”, se

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deja interpelar. Aplica la solución pactada en la forma acordada. Revisa la solución adoptada. Deja de reclamar como un derecho lo que puede pedir como un favor, pues no necesita humillar demostrando una superioridad mal entendida marcando las instancias. Esta actitud de respeto dista tanto de la autoritaria como de la ultrapermisiva y paidocéntrica (“quiero, dame, cómprame”) centrada en el cliente, donde el alumno se instruye a sí mismo porque supuestamente ya lo sabe todo cuando viene al mundo, y dada al juego (play), al taller y a las manualidades (clay) y a la mal denominada sicomotricidad (way), pues allí sólo se mueven los pies y no la cabeza. 7. El educador como maestro que (ad) ministra Si lo anterior es correcto, entonces el maestro sirve al alumno, mira hacia él sirviendo (ad ministra). Etimológicamente hablando, magister viene de magis, más, y al título de honra de “maestro” sólo se hace acreedor quien dedica lo mejor de sí mismo a que los demás lleguen a ser “más” de lo que son. Pero esto únicamente lo ejerce quien, haciéndose a sí mismo menos (minus), trata de que el otro a su cuidado llegue a ser más, convirtiéndose de ese modo el maestro en servidor, en “ministro” (minister, minus). Todo el arte estriba aquí en saber conjugar magisterio y ministerio, enaltecimiento y servicio. Hermoso cariño el de quien enseñándote te impulsa a elevarte para que tú crezcas y desarrolles lo mejor que ahora duerme en ti, ese arpegio potencial de tu arpa llamada a embellecer el mundo convertido en discípulo o aprendiz (discere). El así servido lo es sin rigidez pero con firmeza, con “disciplina”, antítesis de esa discipulina que es sometimiento al dictado de cualquiera que se sirve de su cátedra para hacer clones similares a sí mismo. No. Nada de hacer del discipulado un limbo de adoradores de los de encima de la tarima.

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7.1. El discípulo hace al maestro por agradecimiento A pesar de todos los méritos del maestro, sólo por reconocimiento agradecido del discípulo queda elevado el maestro a la condición de tal. Por excelente que fuere, nadie se “merece” el honorable título de maestro. La honra del título de “maestro” sólo puede otorgarla el discípulo, es el discípulo el que hace nacer al maestro, es él quien, al denominarme maestro, me constituye a mí en tal por un acto otorgado de gratitud que emana de él: el reconocimiento del maestro está en el discípulo. Que el otro quiera reconocerme a mí como maestro, a mí –que al final de la jornada no soy a fin de cuentas sino barroso pequeño maestro– eso es cosa que depende de la exclusiva soberanía del discípulo, y que nadie puede reivindicar ni menos aún exigir. Más aún, no pretenderlo sería la única condición para merecerlo y para poder ser reconocido como tal. Y, si el discente al que hemos ayudado a aupar no nos recibe como maestros, entonces quien se lo pierde es él, el tacaño, el incapaz de agradecimiento, el desagradecido-desagraciado-desgraciado, pues pocas cosas habrá en el mundo menos felicitantes que la de ser incapaz de agradecer. Mas, si el maestro se reconoce en el discípulo, y éste se reconoce en el maestro, entonces dos se habrán fundido en uno. El colmo de la dicha estará en que el ayer maestro pueda mañana pasar a ser discípulo de su antiguo discípulo. Correlativamente, el mayor placer del ayer discípulo estará en continuar llamando maestro al que –habiéndole sido ayer– hoy no es sino un discípulo suyo: aquí el viejo orden del rango de la eminencia académica ha dejado paso al rango de la preeminencia que brota de la elegancia, la cual es una exquisita gracia espiritual. Los ojos del maestro ven por los ojos del discípulo que vio por los ojos del maestro. Para eso está la escuela. Sólo el incapaz de escuela será incapaz de creer en milagros y de hacerlos. La escuela está para hacer milagros, sin milagrerismo.

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7.2. La fuerza del ejemplo: el maestro Mansueto, por ejemplo, como ejemplo El educador no influye por las cosas que dice, sino por lo que él mismo es y hace. Esto es lo que crea el ambiente, y lo que el niño –que todavía no reflexiona o reflexiona muy poco– capta sobre todo es el ambiente. Puede decirse que lo primero que influye es el ser del educador; lo segundo, lo que él hace; y lo tercero, lo que dice. Si uno vive entre gentes superficiales, todo le dará más o menos igual. Si vive con gentes meramente exteriores como Aristipo, la banalidad surcará su frente todos los días de su vida. Pero si vive entre gentes como Diógenes, capaces de mirar profundamente el relevo de las apariencias, habrá encontrado una escuela donde merezca la pena detenerse. Estaba el filósofo Diógenes cenando lentejas cuando le vio el filósofo Aristipo, que vivía confortablemente a base de adular al rey. Y le dijo Aristipo: “Si aprendieras a ser sumiso al rey, no tendrías que comer esa basura de lentejas”. A lo que replicó Diógenes: “Si hubieras tú aprendido a comer lentejas, no tendrías que adular al rey”. “El señor Mansueto era fundamentalmente un idealista. Formado en humanidades, con el rigor del seminario antiguo, en contabilidad, en derecho por correspondencia (en aquel tiempo había cosas semejantes) y en no sé cuántas cosas más, ese hombre delgado, escuálido, pero de una elegancia agreste, con su bella cabeza inteligente, abandonó todo para enseñar en la selva y liberar de la ignorancia y de la negligencia a los primeros colonos del interior catarinense. Para nosotros fue siempre un misterio: en un mundo sin cultura alguna, él poseía una biblioteca de cerca de dos mil libros que prestaba a todo el mundo, obligando a los colonos y a sus hijos a leer; estudiaba los clásicos latinos en la lengua original, se entretenía con algunos pensadores como Spinoza, Hegel y Darwin y citaba al Correio do Povo de Porto Alegre. Tenía clases por la mañana y por la tarde. Por la noche enseñaba a los más ancianos. Junto a esto, mantenía clases para los más inteligentes, dándoles un curso de contabilidad. Formó un círculo con el que discutía de cultura y de política. Los grandes problemas sociales y metafísicos preocupaban el alma inquieta de este pensador anónimo de una insignificante villa del interior. Este hombre era profesor de enseñanza primaria.

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Cuando se comercializó la radio adquiría aparatos y obligaba a todos los colonos a comprarlos. Los montaba él mismo con el fin de abrir sus mentes a los vastos horizontes del mundo. Con los que se mostraban reacios empleaba siempre un procedimiento eficaz: colocaba una radio en lo alto de un tronco enfrente de la casa. La ataba allí, y se iba. Cuando se democratizó la penicilina, él fue quien salvó la vida de docenas de personas. Murió pronto, de cansancio y agotamiento debido a los trabajos que hacía en función de todos y de su numerosa familia… Lector amigo: si algún día pasas por una ciudad, pequeña pero sonriente como el nombre que lleva, Concordia, y visitas el cementerio, fíjate bien: si reparas en un túmulo con un bello dístico, con flores siempre frescas y ya con algunos exvotos junto a la gran cruz, a la izquierda, es el del profesor Mansueto. Él vive todavía en la memoria de aquellas gentes”. 8. El educador como generador de conciencia social Si los educandos carecen de voz, ¿qué otra cosa podría ser el educador, sino la voz de los sin voz? ¿Cómo podría olvidar el educador que él y sus educandos forman parte de un colectivo universal, la humanidad, y dentro de ella de un colectivo general, la comunidad nacional, y dentro de ella de un colectivo particular, la familia y los grupos con que nos relacionamos? La educación está siempre dentro, dentro y no fuera del contexto humano. Por eso todo pensamiento, palabra y obra u omisión son globales. Un pensamiento no es global porque desde fuera alguien con poder indoctrine a los demás sustituyendo la voz de todos por la voz de su amo, pues eso sería la antítesis de lo global, que sólo puede ser tal si es participativo y no mimético. 8.1. Se hace camino al andar El educador no puede ser un telecentauro, mitad mesa mitad sermón a distancia, sino un promotor cercano de utopías activas, las cuales sólo pueden enseñarse desde la actividad. Hay que moverse, pues no basta

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con la declaración de principios. Mamerto Menapace cuenta este diálogo entre un joven ingeniero agrónomo que ha comprado unas hectáreas de tierra, y un criollo que vivía al lado de su rancho: –“¿Ha visto, don Laureano, mi campito? Yo le quería preguntar qué opina sobre la posibilidad de que este terreno me dé algodón. –¿Algodón, dijo, patroncito? No, mire, no creo que este campo le pueda dar algodón. Fíjese, no. Los años que yo vivo aquí, y nunca vi que este campo diera algodón. –¿Y maíz?, ¿usted cree que me puede dar maíz? –¿Maíz, dijo, patroncito? No, mire. Por lo que yo sé este campito lo que le puede dar es algo de pasto, un poco de leña, sombra para las vacas, y con suerte alguna frutita de monte. –¿Y soja, don Laureano? –¿Soja dijo, patroncito? Mire, yo no creo que este campito le pueda dar soja. Ya le digo: lo que le puede dar es algo de pasto, un poco de leña, sombra para las vacas y quizá con suerte alguna frutita de monte. –Bueno, don Laureano, yo le agradezco todo lo que usted me ha dicho. Pero lo mismo me gustaría hacer una prueba. Voy a sembrar algodón en el campito, y vamos a ver lo que resulta. –Bueno, patroncito, bueno. Si usted siembra, si usted siembra es otra cosa”. No se trata de hacer por hacer. No tenemos en nuestras manos la solución a los problemas del mundo, pero ante los problemas del mundo tenemos nuestras manos. Hay mucho que hacer esta mañana, porque el día después es ya tarde. Esto dice J. L. Borges en su obra Instantes: “Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría de cometer más errores. No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más. Sería más tonto de lo que he sido, de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad. Sería menos higiénico. Correría más riesgos, haría más viajes, contemplarla más atardeceres, subiría más montañas, nadaría más ríos. Iría a más lugares a donde nunca he ido, comería más helados y menos habas, tendría más problemas reales y menos imaginarios. Yo fui una de esas personas que vivió sensata y prolíficamente cada minuto de su vida;

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claro que tuve minutos de alegría. Pero si pudiera volver atrás trataría de tener solamente buenos momentos. Por si no lo saben, de eso está hecha la vida, sólo de momentos; no te pierdas el ahora. Yo era uno de esos que nunca iban a ninguna parte sin un termómetro, una bolsa de agua caliente, un paraguas y un paracaídas; si pudieras volver a vivir, viajaría más liviano. Si pudiera volver a vivir comenzaría a andar descalzo a principios de primavera y seguiría así hasta concluir el otoño. Daría más vueltas en calesita, contemplaría más amaneceres y jugaría con más niños, si tuviera otra vez la vida por delante. Pero ya ven, tengo ochenta y cinco años y sé que me estoy muriendo”. 8.2. Hacen camino los educadores jóvenes de espíritu A la gente cuando le pides poco no da nada, cuando le pides mucho puede darlo todo. Si grande es hacer el bien, quizá lo sea todavía más ayudar a que otros lo hagan: “Muchas personas de buena voluntad, y que quisieran hacer algo por los demás, se sienten cohibidas porque no se creen capaces de hacerlo. Por desgracia, durante muchos años nos han presentado como héroes o como santos a aquellas personas que hicieron de su vida un servicio en la entrega a los que sufrían. En realidad son personas como nosotros que supieron descubrir a tiempo que se enriquece más el que da que el que recibe y que, cuando uno se atreve a servir, las cosas se desarrollan con toda naturalidad. Uno no sabe de lo que es capaz hasta que se pone a hacerlo. De repente, descubre que ha estado perdiendo un tiempo lastimosamente, que se agobiaba por aparentes problemas que pierden su virulencia ante las auténticas desgracias que uno descubre cuando se asoma a los umbrales de la marginación y de la desesperanza. Y uno se pasma de haber estado pasando tantos años junto al dolor y junto a la soledad de los que estaban ahí, a la vuelta de la esquina. No es preciso ni tan siquiera ser bueno para empezar a hacer cosas buenas. Aviados estaríamos. Nunca comenzaríamos. Lo que importa es echarse a andar. Mirar a nuestro alrededor: unos ancianos que están solos, algún enfermo terminal, alguna familia con algún problema angustioso, alguien que necesita un pequeño servicio. Quizás haya una

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residencia de ancianos cerca de su casa. Pregunte qué día y qué hora son las mejores para visitarlos. A veces nos reciben con un cierto desconcierto que parece hostilidad. No hay tal. Es sorpresa y timidez. No están acostumbrados. Vuelva a la otra semana y a la otra. Verá cómo le esperan. Es una emoción y una experiencia inexpresables. Es preciso ser prudentes, pacientes, no hacer preguntas innecesarias. Sobre todo, saber escuchar. No intentar cambiar nada ni arreglar nada. Basta con que se sientan acompañados y queridos, sin más. Es preciso abrirse al sufrimiento de los demás, a sus necesidades, a sus alegrías que pueden no coincidir con las nuestras, a sus realidades más verdaderas, suspendiendo el juicio, callando la crítica frívola o el comentario imprudente. Es preciso aprender a amar a los demás sin condiciones ni prejuicios, gratuitamente con amor de amistad y sin esperar nada a cambio, sino la emoción de verse realizado en un proyecto creativo en el que reconoceremos lo mejor de nosotros mismos. A uno le gustaría ver multiplicados sus esfuerzos, la eficacia de su labor, el efecto de su entrega. Y esto sólo se consigue sembrando ilusiones y esperanzas, abriendo a los demás a horizontes inmensos en los que va urdida la savia nuestra. Con Rilke es bueno recordar que nada extraño puede acontecernos fuera de lo que nos pertenece desde largo tiempo. El drama es no saberlo y pasar de largo cuando tantas cosas y vidas pueden depender de un momento de atención y de una actitud inteligente. Emocionadamente inteligente” (García Fajardo). 8.3. Los educadores no echan cuentas de su siembra Educador, tú siembra, y no eches cuentas. Siembra sin esperar la cosecha. Sólo quien siembra poco espera demasiado y desespera mucho. La primera cosecha está ya en el hecho mismo de la siembra. Una parte irá a parar a tierra mala, otra se la comerán los pájaros, pero otra caerá en tierra buena y dará abundante fruto, terminará saliendo. Y, como no se puede sembrar y cosechar a la vez, lo importante ahora está en abrir el surco. Surco a surco, verso a verso, abriendo caminos al futuro. Siembra derecha con surcos torcidos, desde luego.

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En el caso límite, los educadores estuvieran seguras del no-futuro, seguirían sembrando, pues sembrar es lo que saben hacer y sin obligar a nadie invitan a que les acompañen; si muere sembrando, la muerte de ese sembrador será ya la primera cosecha. Aun reconociendo la fuerza del pasado, éste debe ser un trampolín, no una hamaca. La humanidad cambia muy despacio, pero con tiempo y con paciencia la hoja de la morera se convierte en vestido de seda. Cuando hayas envejecido a pie de ruta, hermano, entonces sí, entonces habrás llegado, porque la meta está al final del viaje. He aquí la prueba para verificar si tu misión en la tierra ha concluido: si estás vivo, no ha concluido aún. No son pocos los que antes de comenzar se preguntan con gran aparato de retórica: ¿cuánto me faltaría aún en el supuesto hipotético de que yo quisiera arrimar mi hombro a la causa de los humildes? Ponen así ellos la venda antes de la herida, y pasan a justificar acto seguido con dilatadas retóricas la inacción que tanto estaban deseando. De tal guisa se usan miles de posibles buenas razones para una sola mala causa. El utilitarismo, tan inútil, ignora que los educadores de carácter, sabedoras de sus propias fragilidades, sencillos seres humanos, prefieren no echar cuentas, así que para no desanimarse ellas mismas, para no venirse abajo, no especulan demasiado, sabiendo que a cada día le basta su afán. Contribuciones históricas no se hubieran llevado a efecto de haberse evaluado de forma pormenorizada a priori los costos o las dificultades relativas al éxito. Jornadas enteras renunciarías si le echaras un pulso al entorno. Pero entonces, en lugar de sumar, restar, multiplicar o dividir, el educador convencido, con su pequeña debilidad, trabaja sencillamente hasta donde cree que puede, porque– no todos podemos por igual; los mejores educadores son los más conscientes de que al final de la jornada siervos inútiles. Basta con haber intentado hacer lo que había que hacer, lo cual no siempre coincide con lo que se hubiera querido hacer. Si quieres evitar el fracaso procura asimismo evitar la contabilidad del triunfo. La grandeza de un ideal se mide por la capacidad de luchar por él, alcanzarlo es solamente una recompensa. Obra de tal modo que

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no tengas que arrepentirte, en aquella hora, de haber amado demasiado poco. La dificultad sube de tono corriente arriba, a viento y marea, cuando el educador rema contra el espíritu de la época y los ídolos del tiempo. El sufrimiento sella la posición del educador que dice valientemente las verdades del barquero, precisamente aquellas que más la irritan. “Lautaro era una flecha delgada. Se hizo velocidad, luz repentina Se hizo cristal de trasparencia dura. Estudió para viento huracanado. Sólo entonces fue digno de su pueblo” (Pablo Neruda) 9. El educador como promotor de cultura Así pues, el maestro promoverá, aunque sea contra corriente, estos imperativos culturales: Imperativo de la naturalidad El saber sobre la naturaleza debe ser vivido desde el respeto a la naturaleza misma, de forma que el vivir en el saber sea también un saber en el vivir, y ambos un saber vivir. Imperativo de la difusividad La escuela permite a la persona sentirse hermana de sus semejantes, potencia en ella el sentimiento de solidaridad haciéndola sentir continuadora de la obra de los antepasados, y espera que los sucesores harán lo propio. Ello conllevará que frente a la injusticia proteste y luche. Imperativo de la universalidad Para un ser que vive en profundidad todo es escuela: para otro que vive en superficialidad todo es anécdota, dato sin donación. Para quien vive en profundidad, todas las escuelas forman parte de una escuela común, habiendo una universalidad inter e intracultural, en cierto sentido

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un “difusionismo” universal dentro de la pluralidad. Cuando esto no existe sólo queda relativismo. Imperativo de la felicidad Una escuela contra la cual pueda lanzarse el gran argumento de que nos hace humanamente desgraciados es una escuela incorrecta. Imperativo de la radicalidad Porque en última instancia la raíz de toda escuela es el sujeto, la escuela no es un sector, sino una función global de la vida personal. Imperativo de la deportividad Para un ser que vive, la escuela constituye un proceso interminable. No es posible ganar todas las carreras en la lucha contra la ignorancia; se sale a jugar sabiendo que la victoria está en la adecuada participación. Imperativo de la creatividad Cuentan que un pequeño, vecino de un gran taller de escultura, entró un día en el estadio del escultor y vio en él un gigantesco bloque de piedra. Y que, dos meses después, al regresar, encontró en su lugar una preciosa estatua ecuestre: “¿Y cómo sabías tú que dentro de aquel bloque había un caballo?” (José Luis Martín Descalzo). Imperativo de la humanización La escuela se reconoce por su capacidad de crear vínculos, porque conocer es co-nacer, irse incorporando cada vez más al caminar sinodal, al caminar que hace camino acompañado. Cuando la persona se hace mejor a través de la escuela, se hace igualmente más humana, evoluciona, asciende, pasa a la amistad convirtiéndose en humana entre seres humanos y no en bestia entre bestias.

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Imperativo de la modestia A pesar de todo, la escuela nos lleva a saber que nada sabemos al final de la jornada sapiencial. Imperativo de la trascendencia La escuela, porque sabe que nada sabe, lejos de cerrarnos nos lanza más y más hacia lo que nos trasciende, invitándonos a participar en la aventura de lo uno, de lo verdadero, de lo bueno y de lo bello, de lo eterno que eternizando salva y salvando eterniza.

La base personalista de la crítica al consecuencialismo en la veritatis splendor Ángel Beleña López Profesor de IES Madrid

Resumen Uno de los rasgos más característicos del pensamiento de Karol Wojtyla es su infatigable reivindicación de la dignidad de la persona humana en consonancia con su valor absoluto. Dicha noción, expresada en términos generales, goza de una amplísima aceptación. Sin embargo, encaja difícilmente con la corriente de filosofía moral acaso más influyente en las últimas décadas: el consecuencialismo. La teoría ética consecuencialista, directa o indirectamente, es objeto habitual de crítica en toda la obra de Karol Wojtyla1, pero es rebatida muy expresamente en la Veritatis Splendor (VS), la que quizá fue su encíclica más polémica, al tiempo que la más importante en cuanto a la temática ética se refiere, por cuanto en ella se abordan los principios básicos de la reflexión moral misma.

Pretendo aquí, a la par que señalar los puntos nucleares de la crítica al consecuencialismo que plantea la encíclica –y que constituye a mi juicio uno de los elementos más destacables de ella–, incidir sobre el carácter personalista que aletea en dicha crítica, pues si bien es cierto que el principio metodológico más decisivo pueda ser la recuperación de la noción clásica de finis operis como elemento constitutivo primordial de la acción moral, no lo es menos que tal recuperación parece incorporar una mirada genuinamente personalista. Los principales trabajos ético-antropológicos de Wojtyla están recogidos en Mi visión del hombre (Wojtyla, 2005) y El hombre y su destino (Wojtyla, 2003). Una crítica directa del consecuencialismo utilitarista puede verse, por ejemplo, en el ensayo –concebido como una continuación ética de Persona y acción– “El hombre y la responsabilidad” (en El hombre y su destino), especialmente pp. 254-257, donde considera dicha corriente como “un aniquilamiento de la moralidad en cuanto tal y un desmentido de la ética” (p. 257). 1

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El consecuencialismo Antes de abordar la crítica de Juan Pablo II en la VS, me parece conveniente recordar los principios fundamentales que enmarcan la teoría consecuencialista, tomando pie en cómo es presentada en la propia VS. La VS se refiere al consecuencialismo de un modo más directo en los números que van del 71 al 83, explícitamente en el 75 (casualmente el más largo de la encíclica), dentro del segundo capítulo, centrado en la revisión de algunas tendencias de la teología moral actual. Concretamente, al referirse a aquellas teorías éticas que para juzgar el acto moral “dedican especial atención a la conformidad de los actos humanos con los fines perseguidos por el agente”, y según las cuales “el comportamiento concreto sería recto o equivocado según pueda o no producir un estado de cosas mejores para todas las personas interesadas: sería recto el comportamiento capaz de maximizar los bienes y minimizar los males” (VS, n. 74). Esta determinación de la moralidad a partir de la finalidad que se pretende con la acción (en definitiva, los efectos o consecuencias que se prevén alcanzar) explicaría su consideración como éticas teleológicas: “Este teleologismo, como método de reencuentro de la norma moral, puede, entonces, ser llamado –según terminologías y aproches tomados de diferentes corrientes de pensamiento– consecuencialismo o proporcionalismo. El primero pretende obtener los criterios de la rectitud de un obrar determinado sólo del cálculo de las consecuencias que se prevé pueden derivarse de la ejecución de una decisión. El segundo, ponderando entre sí los valores y los bienes que persiguen, se centra más bien en la proporción reconocida entre los efectos buenos o malos, en vista del bien mayor o del mal menor, que sean efectivamente posibles en una situación determinada” (n. 75). El término consecuencialismo, empleado tanto en el ámbito de la filosofía como de la teología moral, es en realidad relativamente reciente. Al parecer fue utilizado por primera vez en 1958 por Elizabeth Anscombe2 para referirse a aquellas teorías éticas que juzguen la responsabilidad 2 En su artículo –pienso que ya famoso– “Modern Moral Philosophy” (Anscombe, 1958:1-19; Hudson, 1969:175-195).

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de un acto a partir de las consecuencias esperadas, sin distinguir si éstas son intencionadas o no intencionadas aunque sí previstas. Volveré más adelante sobre esta perspectiva. La definición más común en la ética actual podría formularse, siguiendo a Scheffler, así: “El Consecuencialismo en su forma más pura y simple es una doctrina moral que dice que el acto correcto en cualquier situación dada es el que producirá el mejor resultado total, juzgado desde un punto de vista impersonal que da igual peso a los intereses de todos” (1988:1). Los orígenes más reconocidos del consecuencialismo suelen ir emparentados con los del utilitarismo de Bentham y Mill, aunque quepa remontarse a algunos autores anteriores (Beleña López, 2005). La diferencia que puede establecerse entre utilitarismo y consecuencialismo es que el segundo poseería un carácter más formal que el primero. Así, mientras el utilitarismo, en palabras de Mill “mantiene que las acciones son correctas en la medida en que tienden a promover la felicidad”, entendiendo por felicidad “el placer y la ausencia de dolor” (Mill, 1999:45-46), es decir, proporciona un “contenido” –en términos hedonistas, en este caso– al fin que hay que buscar, para la evaluación de las consecuencias, el consecuencialismo, en cambio, no concretaría el criterio para la evaluación de tales fines. En resumidas cuentas, que así como el utilitarismo es necesariamente consecuencialista, no podríamos decir lo mismo a la inversa, de manera que cabría hablar de consecuencialismos no utilitaristas cuando los fines últimos que se propusieran no fueran los del bienestar, felicidad o placer3. La base que inspira estos planteamientos puede encontrarse en el divorcio que vieron algunos autores entre la moral y el interés. Si la ética propone al ser humano lo que debe hacer, el ideal que debe realizar, éste debe poder ser percibido como la mejor posibilidad y, por ende, como algo cuyo interés se muestre ante el sujeto de un modo racional. De lo contrario, la moral aparecería ante él como algo artificial, antinatural. 3 Una buena presentación de esta cuestión puede verse en Gutiérrez, 1990:141-174. Del mismo autor puede verse “La “Veritatis Splendor” y la ética consecuencialista contemporánea” (1993:233-262). Contra esta tesis, Fred Rosen ha argumentado que el utilitarismo, sobre todo el más puro, no es necesariamente consecuencialista (Rosen, 2003). No es éste el lugar para ocuparnos en la crítica de esta posición.

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Éste querer hacer de la ética algo natural, desarrollado en un marco de pensamiento naturalista y empirista desembocó en una comprensión de la acción moral como la realización efectiva, observable, del mayor bien posible. La producción de las mejores consecuencias en cada situación se presentará al agente racional como el curso de acción que demanda su racionalidad y su experiencia del mundo. En lo que se refiere a la teología moral, el consecuencialismo surgió durante la segunda mitad del siglo XX dentro del marco de lo que fue conocido como la “nueva moral”. Lo que caracterizó genéricamente a dicha corriente fue la búsqueda de una moral que estuviera más acorde con el sentimiento de autonomía y responsabilidad propio del hombre moderno. Los manuales de teología moral tendían a la casuística y el legalismo. Una moral entendida como el cumplimiento de un conjunto de deberes morales preestablecidos e inamovibles no encajaría con un proyecto vital creativo e ilusionante. Si la libertad es una característica fundamental de la persona humana, reducir aquélla a una mera inhibición o adhesión resignada a ciertas normas, no parece un ideal de vida que pueda presentarse como una aventura apasionante. Paralelamente a lo sucedido en la filosofía moral, aunque distanciado en el tiempo, se contempla entonces la moral tradicional como algo excesivamente normativizado, que desestima el protagonismo del sujeto. La apelación a una ley como fuente de obligaciones morales fue interpretada, pues, como una conculcación de la autonomía que parece reclamar la dignidad humana para abrirse al ámbito moral. El carácter creativo del obrar humano, apoyado en la máxima del amor –“ama y haz lo que quieras”– habría de estar abierto a la continua búsqueda de las tomas de decisiones que, dadas las circunstancias, resulten las más benéficas y humanitarias. Es el sujeto –autónomo y racional– quien ha de encontrar las soluciones adecuadas a cada problema. Se trata de un discurso interesante en el que parece descubrirse un cierto aire personalista. Sin embargo, como veremos, se ha revelado tremendamente perjudicial para la dignidad de la persona humana. El llamado “consecuencialismo teleológico” resuelve estas apelaciones a la autonomía de las decisiones morales del sujeto proponiendo la razón humana como instrumento mediante el cual el sujeto es capaz

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de prever, de sopesar, cuales serán los efectos que acontecerán en función de la decisión que se tome en cada caso4. Para ello suele además distinguir –o mejor, separar– dos niveles de bienes: los naturales (los físicos o pre-morales, como la salud, la vida, etc.), y los propiamente morales (los que tienen que ver con las actitudes del corazón, las intenciones, etc.)5. Es el dualismo que está presente en Kant (los binomios naturaleza y espíritu, necesidad y libertad, fenómeno y noúmeno), pero que también tiene un origen naturalista. Como los bienes naturales no son absolutos, a la hora de sopesar la bondad de la acción en función de sus consecuencias no basta con el cálculo de las que acontecerán en el “mundo natural” (integridad física, salud u otros bienes materiales), sino, sobre todo, de los efectos que tengan lugar en el ámbito de los “bienes morales”. Como se dice en la encíclica “sobre la especificidad moral de los actos, esto es, sobre su bondad o maldad, decidiría exclusivamente la fidelidad de la persona a los valores más altos de la caridad y de la prudencia, sin que esta fidelidad sea incompatible necesariamente con decisiones contrarias a ciertos preceptos morales particulares” (n. 75). De esta manera, la secuela principal de este planteamiento frente a la ética cristiana tradicional es, como ya indicara Anscombe6, la negación de la existencia de acciones provistas de un valor moral intrínseco, de lo que se conoce como absolutos morales. Acaso lo más significativo de este modo de razonamiento moral sea la nueva lectura del llamado “acto de doble efecto” o “acto voluntario indirecto”, es decir, aquellos actos de los que se derivan efectos buenos y malos. Lo que determinará su moralidad, según estos autores, será el saldo positivo de bien que se 4 Algunos autores comprometidos explícitamente con estas posiciones serían Fuchs (1982:74-91), Knauer (1965:356-376), Janssens (1972:115-156) y McCormick (1975:85-100; 1978). 5 Una breve exposición, y crítica, de estos planteamientos puede verse, por ejemplo, en Santos Camacho, 1985. Una consideración más amplia de la problemática aquí considerada acerca de estos autores puede verse en Molina, 1996. 6 “La prohibición de ciertas cosas simplemente en virtud de su descripción como tales o cuales tipos identificables de acciones, sin tener en cuenta las consecuencias adicionales, no es ciertamente toda la ética judeo-cristiana, pero es una notable característica suya” (Anscombe, 1958:185).

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derive de ellos, con independencia de la acción realizada, pues en la intención del agente estaba la producción de un bien mayor7. La crítica al consecuencialismo: ¿tomismo o personalismo? En una primera lectura de las páginas de la VS dedicadas al consecuencialismo y su crítica, puede percibirse una fuerte impronta tomista. De hecho encontramos hasta seis citas explícitas de Tomás de Aquino. En síntesis, la crítica consistiría en una profundización en el carácter auténticamente teleológico de la ética8, esto es, en la recuperación de la noción de finis operis (el fin de la acción misma). Para el consecuencialismo, lo determinante es la finalidad que el agente imprime a su acción y no la finalidad propia de la misma. Pero el finis operantis no puede obviar la existencia de una realidad objetiva de lo realizado, por cuanto todo acto querido por la voluntad está cargado ya de moralidad, independientemente de los fines que en concreto se pretendan con dicha acción. Así, por tanto, puede hablarse de acciones intrínsecamente malas “prescindiendo de la intención por la que la elección es hecha o de la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas interesadas” (n. 79), en tanto que dichas acciones suponen una adhesión de la voluntad incompatible con la finalidad de la naturaleza humana. La argumentación de Juan Pablo II se enmarcaría pues, en la distinción clásica escolástica de las fuentes de moralidad (objeto, fin 7 En la crítica de Anscombe al consecuencialismo subyace su desacuerdo con esta interpretación consecuencialista o proporcionalista del acto de doble efecto. No cuenta sólo el resultado final, sino también la moralidad intrínseca de la acción realizada. Esto es lo que permitiría, si hay una razón proporcionada, la licitud de acciones que producen consecuencias negativas, no queridas pero inevitables. 8 Tal vez debería revisarse –evitando así numerosas confusiones– la pertinencia de tal denominación aplicada al consecuencialismo y, por ende, al utilitarismo. Ética teleológica es la ética aristotélico-tomista, en tanto que la vida humana está constitutivamente orientada hacia un fin (telos) que, consiguientemente, no tiene mero carácter de meta u objetivo, sino de la perfección que le corresponde a una naturaleza finalizada. Las teorías consecuencialistas mantienen el término ‘fin’, pero al concebirlo como efecto extrínseco, pierden el contenido del telos aristotélico. En el fondo, se da una comprensión insuficiente de la causalidad final aristotélica que, en los procesos vitales, es a su vez formal.

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y circunstancias), según la cual “bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu” (Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 18, a. 4), es decir, la acción debe ser buena en sí misma, así como el fin (intención) y las circunstancias. Ahora bien, si se lee más detenidamente, resulta muy clara la intención de la encíclica de llevar a cabo lo que podríamos llamar un desarrollo personalista de la doctrina clásica9. Para empezar, el capítulo que estamos aquí considerando abre en su primer número con la siguiente cita: “Todos los seres sujetos al devenir no permanecen idénticos a sí mismos, sino que pasan continuamente de un estado a otro mediante un cambio que se traduce siempre en bien o en mal… Así pues, ser sujeto sometido a cambio es nacer continuamente… Pero aquí el nacimiento no se produce por una intervención ajena, como es el caso de los seres corpóreos… sino que es el resultado de una decisión libre y, así, nosotros somos en cierto modo nuestros mismos progenitores, creándonos como queremos y, con nuestra elección, dándonos la forma que queremos”. Sería muy del gusto de cualquier autor contemporáneo, pero resulta que es de Gregorio de Nisa, un autor del siglo IV que, como es sabido, fue de enorme relevancia para la introducción de la noción de persona en la reflexión teológica. A lo largo de toda la encíclica, también y sobre todo en esta sección, se detectan numerosas referencias a la persona humana y su dignidad. Con la declaración conciliar Dignitatis humanae se hace eco de que “los hombres de nuestro tiempo tienen una conciencia cada vez mayor de la dignidad de la persona humana”, reivindicando la posibilidad de que los hombres “actúen según su propio criterio y hagan uso de una libertad responsable”10. Pero quiere situar esa demanda de la autonomía de la persona en sus genuinos términos, en tanto que cuando se pretende, como hace el consecuencialismo, una desvinculación del hombre con respecto a una ley natural (la ley divina que indica el proyecto de Dios 9 Por lo demás, es sabido que Wojtyla pretendió a lo largo de toda su obra conciliar ambas corrientes. A este respecto, cf., por ejemplo, “El personalismo tomista” (1961) (Wojtyla, 2005:303-320). 10 Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, 1 (citado en VS, 31).

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para el hombre) éste entra en contradicción con su propia naturaleza, con su propio ser. Es decir, la reivindicación de una autonomía de decisión que ponga entre paréntesis la naturaleza misma de la acción realizada, por mor de unas hipotéticas consecuencias beneficiosas, no favorece realmente la autonomía ni hace la vida humana más auténtica, sino que es contraria al propio ser de la persona y, por tanto, de su dignidad y libertad. Para que las decisiones personales sean auténticamente enriquecedoras, no basta con que se tenga la intención de obtener un fin bueno: es necesario que sean “ordenables” al fin último. En palabras de la encíclica: “Tal “ordenabilidad” es aprehendida por la razón en el mismo ser del hombre, considerado en su verdad integral, y, por tanto, en sus inclinaciones naturales, en sus dinamismos y sus finalidades, que también tienen siempre una dimensión espiritual: éstos son exactamente los contenidos de la ley natural y, por consiguiente, el conjunto ordenado de los bienes para la persona que se ponen al servicio del bien de la persona, del bien que es ella misma y su perfección. Estos son los bienes tutelados por los mandamientos, los cuales, según Santo Tomás, contienen toda la ley natural” (n. 79)11. La singular dignidad de la persona humana –como se recuerda en la encíclica (n. 13), citando la Gaudium et spes, la “única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma” (GS, n. 24)– se muestra indudablemente en el carácter inviolable, y en cierto modo absoluto, de la conciencia. Pero ello, lejos de justificar la plausibilidad de que ésta pueda decidir de espaldas a la verdad y el bien objetivos, al descubrirnos la dignidad humana como un absoluto incondicional que impide sea tratada únicamente como medio, más bien fundamenta la inviabilidad del consecuencialismo. Dicho en otros términos, el consecuencialismo teleológico incurre en la paradoja de, por un lado, reclamar, en nombre de la dignidad humana y su conciencia, la autonomía de decisión que le permitiera, con su propio juicio y evaluación personal de las consecuencias de su acción, realizar algo sin necesidad de que sea congruente con Una defensa de esta concepción “perfectivista” de la moral, puede verse en “En busca de una base para el perfectivismo en la Ética” (1957) (Wojtyla, 2005:135-152. Así mismo, Wojtyla desarrolla una interpretación personalista del carácter normativo de la ley natural en “El hombre y la responsabilidad” (2005:271-295). 11

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ninguna hipotética ley moral, pero dando pie entonces, por otro lado, a la posibilidad de cualquier atentado contra esa dignidad humana tan “valorada” (pues si las circunstancias lo requieren…). Además, la absoluta dignidad de la conciencia no radica sólo en su pertenencia a un ser libre y responsable, sino, sobre todo, en su orientación a la verdad: “la dignidad de la conciencia deriva siempre de la verdad”, recuerda la encíclica (VS, n. 63). Por tanto, los juicios de la conciencia comprometen su dignidad cuando no buscan sinceramente la verdad y el bien últimos de la persona, es decir, cuando yerran culpablemente (venciblemente). Es necesario que sean al menos subjetivamente verdaderos. Sin embargo, cuando se produce un error de juicio con respecto a la idoneidad de una acción y no se reconoce el bien de la persona, por mucho que esta ignorancia sea no culpable (invencible), no deja de ser cierto que tales actos no contribuyen al crecimiento moral de la persona que los realiza, no la perfeccionan y no sirven para disponerla al bien supremo (cfr. VS, n. 63)12. Porque sólo si se admiten objetos del acto humano que contradicen radicalmente el bien de la persona (que no son “ordenables” a Dios), “actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados intrínsecamente malos (“intrinsece malum”): [que] lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa, y de las circunstancias” (VS, n. 80), sólo entonces pueden tener fuerza los enérgicos alegatos contra las diversas formas de conculcación de la dignidad humana típicas de nuestro tiempo, como las ejemplificadas por el Concilio Vaticano II en la Gaudium et spes: “Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de 12 Esta cuestión, en relación con el consecuencialismo, ha sido tratada en Inciarte, 1980:399-417.

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jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador”13. Bibliografía Anscombe, G. E. M. (1958). “Modern Moral Philosophy”: Philosophy, 33, 1-19. Beleña López, Á. (2005), Obligación y consecuencialismo en los “moralistas británicos”. Madrid. Servicio de Publicaciones de la Universidad Complutense. Concilio Vaticano II (1966), Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, y Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual. Madrid. BAC. Fuchs, J. (1982). ““Intrinsece malum”: Überlegungen zu einem umstrittenen Begriff”: K erber, W. (Ed.) (1982). Sittliche Normen. Zum Problem ihrer allgemeinen und unwaldelbaren. Düsseldorf. Patmos, pp. 74-91. Gutiérrez, G. (1990). “La estructura consecuencialista del utilitarismo”: Revista de Filosofía [MCM], III/3, 141-174. Gutiérrez, G. (1993). “La “Veritatis Splendor” y la ética consecuencialista contemporánea”: Pozo Abejón, G. (Dir.) (1993). Comentarios a la “Veritatis Splendor”. Madrid. BAC, 233-262. Hudson, W. D. (Ed.) (1969). The ‘is-ought’ question: a collection of papers on the central problem in moral philosophy. London. Macmillan. Inciarte, F. (1980). “Sobre la ética de la responsabilidad y contra el consecuencialismo teológico-moral”: Illanes, J.L. (Dir.) (1980). Ética y Teología ante la crisis contemporánea. I Simposio Internacional de Teología. Pamplona. EUNSA, pp. 399-417. Juan Pablo II (1993). Encíclica Veritatis Splendor. Madrid. Palabra (Vid. Wojtyla). 13 Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 27 (recogido en VS, n. 80).

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La economía al servicio de la misión. Aparecida y el aporte de los Agustinos Arturo Purcaro, OSA Chulucanas – Perú [email protected]

Resumen El mundo globalizado de la economía fomenta el individualismo y el “tener”, descuidando relaciones esenciales de amor y los ámbitos en que éstas se cultivan, como la familia y la religión. Dios es comunión. El hombre, imagen y semejanza suya, está llamado a desplegar comunitariamente su vocación. La Iglesia es el pueblo de Dios. La santidad (perfección divina en el hombre) y la espiritualidad (presencia del Espíritu en todo) expresan la riqueza de la comunidad. La vida religiosa agustiniana es una forma de vida comunitaria. El amor convierte la relación en comunión. Globalizar la santidad, la espiritualidad, es el desafío del siglo XXI.

Un problema fundamental citado frecuentemente en documentos eclesiásticos desde Vaticano II es la falta de coherencia entre la fe y la vida: “la incoherencia de los creyentes constituye un obstáculo en el camino de cuantos buscan al Señor” (Gaudium et spes, 19); “La coherencia de la vida de los cristianos con su fe es condición de la eficacia de la Nueva Evangelización” afirma el Documento de Santo Domingo (1992:47). La V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Aparecida – Brasil (13-31 de mayo de 2007) toma el tema de nuevo y secunda el pensamiento expresado por Benedicto XVI: “No resistiría a los embates del tiempo una fe católica reducida a bagaje, a elenco de algunas normas y prohibiciones, a prácticas de devoción fragmentadas, a adhesiones selectivas y parciales de las verdades de la fe, a una participación ocasional en algunos sacramentos, a la repetición de principios doctrinales, a moralismos blandos o crispados que no

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convierten la vida de los bautizados. Nuestra mayor amenaza es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad” (12).

Luego, en el Mensaje Final de Aparecida, los obispos declaran decididamente: “El llamado a ser discípulo misionero nos exige una decisión clara por Jesús y su Evangelio, coherencia entre la fe y la vida, encarnación de los valores del Reino, inserción en la comunidad y ser signo de contradicción y novedad en un mundo que promueve el consumismo y desfigura los valores que dignifican al ser humano” (Mensaje Final 2).

Esta incoherencia entre la fe que profesamos y la vida que llevamos no sólo se hace evidente sino que se agudiza en Aparecida al tratar el tema económico. Lamentablemente, los obispos reunidos en Brasil en 2007 continúan una larga tradición de la institución eclesiástica de ofrecer consejos y directrices para lograr mayor comunión en el mundo, pero sin indicar caminos por medio del testimonio de vida, aplicando esos mismos criterios a la transformación de su propia vida económica institucional. Aparecida y la Iglesia Comunión Palabra clave, sin duda, para comprender e interpretar el documento de Aparecida es comunión1. Y no por simple casualidad, dado que el tema de la comunión eclesial al servicio de la nueva evangelización es de gran importancia en el mundo cada vez más atomizado y afectado en su corazón por la creciente práctica económica neo-liberal. Los grandes intereses económicos han desnaturalizado las relaciones familiares, sociales, políticas y culturales y las han convertido en una relación funcional al servicio del lucro o del interés propio, a costa del bien común. 1 La palabra comunión aparece 268 veces en un documento de unas 80 mil palabras.

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Aumenta la evidencia del individualismo a tal punto que se pone de referencia al individuo y su satisfacción, seleccionando los valores que satisfacen al individuo2. El “otro” es reconocido en la medida en que puede rendir un beneficio o satisfacer una necesidad personal o colectiva. Gran parte del mundo actual ha perdido el sentido de las relaciones. Su horizonte parece ser el “tener”, cada vez más y cada vez más rápido pero con menos sacrificio. Frente a los mecanismos de exclusión y de marginación de personas y grupos, la comprensión de sí de la Iglesia y la manera de darse a conocer en el mundo cobra mayor significado. Desde el Concilio Vaticano II el concepto redescubierto de la comunión se reconoce como una realidad constitutiva de la Iglesia, fundamental para que pueda cumplir su misión dentro del mundo. Los Hechos de los Apóstoles (2, 42-44) presentan la vivencia de la comunión de las primeras comunidades cristianas, en que se vive una comunión visible –de bienes materiales y espirituales, de alimento, alegría y sufrimiento– que nace de las disposiciones interiores (“un solo corazón y una sola alma”) y que se manifiesta en una solidaridad que repercute tanto en la preocupación por los otros como en el cumplimiento de la misión que están llamados a cumplir (Bueno, 1998:78). Las disposiciones interiores de la comunión brotan de la fe, animadas por el Espíritu, pero para ser real y auténtica la comunión tiene que expresarse exteriormente en una efectiva comunión de bienes y de personas, en un verdadero servicio los unos para los otros. La comunión eclesial llevada a la práctica en el campo económico es la manifestación de la comunión con Dios, una continuación lógica y visible de la vivencia de la vida en común que Jesús realizó con sus discípulos (Lc 8, 1-3; Jn 12, 6; Mc 18). Tomando como modelo a Jesús que “a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo” (Filp 2, 6-7), los miembros de la comunidad apostólica renunciaron a la posesión de los bienes materiales para dedicarse por completo a la búsqueda de otros bienes, más duraderos y consecuentes 2 Idea tomada del texto introductorio a la XIII Asamblea General de la CLAR, (Lima, Perú, 12-21 de junio de 1997) (CLAR, 1997:82).

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con la primacía del amor que reinaba entre ellos. Habiendo dado este primer paso, que significa la erradicación del individualismo a nivel de la persona, los miembros de la comunidad centran su atención en desarrollar una convivencia armoniosa entre todos, a nivel de corazones y almas. Es importante comprender que en esta comunidad lo que más interesa no es la renuncia de la posesión de bienes materiales sino el amor, en todos los ámbitos de la existencia humana. Este paso luego les permite dirigirse juntos, ayudándose mutuamente, hacia el sumo bien, hacia Dios, con quien quisieran unirse definitivamente. El concepto de comunión está “en el corazón del auto-conocimiento de la Iglesia” (Juan Pablo II, 1987:553). La Congregación para la Doctrina de la Fe ha declarado: “para que el concepto de comunión pueda servir como clave de interpretación de la eclesiología, debe ser entendido dentro de la enseñanza bíblica y de la tradición patrística, en las cuales la comunión implica siempre una doble dimensión: vertical (comunión con Dios) y horizontal (comunión entre los hombres)” (Juan Pablo II, 1982:11). La comunión promueve una solidaridad espiritual y visible entre los miembros de la Iglesia a la vez que se alimenta de la unión íntima con Dios Padre en Jesucristo por medio del Espíritu Santo de modo invisible (Rovira, 1997:77). La Iglesia de nuestro tiempo, entendida como signo e instrumento de comunión, tiene algo que decir, una Buena Nueva, con su palabra y con su testimonio de vida, especialmente a la población empobrecida de América Latina. El sujeto de la espiritualidad promovida por la Iglesia en el Concilio Vaticano II es la misma Iglesia, la comunidad creyente, y no cada uno de modo aislado. Después de casi cinco siglos en los que prevaleció la perspectiva individual de la espiritualidad, la Iglesia pone especial énfasis ahora en la perspectiva comunitaria, recuperando así una tradición antigua y primitiva en que el cristiano no sólo es un ser para los demás, sino un ser con los demás. Entendida así, la espiritualidad de comunión es la espiritualidad de las relaciones. Se descubre la clave de la renovación pastoral promovida por el Concilio Vaticano II en una renovada espiritualidad. El documento de Aparecida desarrolla el concepto elaborado por Juan Pablo II en Tertio Millenio Adveniente (n. 43), la espiritualidad de

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comunión, traduciéndolo en lenguaje pastoral (CEBs, parroquia como comunidad de comunidades). “La conversión de los pastores nos lleva también a vivir y promover una espiritualidad de comunión y participación, proponiéndola como principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades. La conversión pastoral requiere que las comunidades eclesiales sean comunidades de discípulos misioneros en torno a Jesucristo, Maestro y Pastor. De allí, nace la actitud de apertura, de diálogo y disponibilidad para promover la corresponsabilidad y participación efectiva de todos los fieles en la vida de las comunidades cristianas. Hoy, más que nunca, el testimonio de comunión eclesial y la santidad son una urgencia pastoral. La programación pastoral ha de inspirarse en el mandamiento nuevo del amor (cf. Jn 13, 35)” (368).

Aparecida y la vida económica Es importante hacer notar que el tema del campo económico es una dimensión esencial de la vida. El evangelio nos orienta en todo, inclusive cuando buscamos criterios para colocar nuestros talentos en el banco para que produzcan interés (Mt 24, 14-30). Aparecida discursa enérgicamente sobre la economía y el papel de los cristianos en este campo. “Por eso, la santidad no es una fuga hacia el intimismo o hacia el individualismo religioso, tampoco un abandono de la realidad urgente de los grandes problemas económicos, sociales y políticos de América Latina y del mundo y, mucho menos, una fuga de la realidad hacia un mundo exclusivamente espiritual” (148).

Así el documento reconoce la importancia de evitar la disonancia entre fe y vida. Aparecida advierte:

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“…los obispos hemos de procurar la unión constante con el Señor, cultivar la espiritualidad de la comunión con todos los que creen en Cristo y promover los vínculos de colegialidad que los unen al Colegio Episcopal, particularmente con su cabeza, el Obispo de Roma. No podemos olvidar que el obispo es principio y constructor de la unidad de su Iglesia particular y santificador de su pueblo, testigo de esperanza y padre de los fieles, especialmente de los pobres…” (189).

En la tercera parte del documento de Aparecida, correspondiente al actuar de la Iglesia, hay una sección (8.5) dedicada a la globalización de la solidaridad en que, entre otras iniciativas, asegura que “trabajar por el bien común global es promover una justa regulación de la economía, finanzas y comercio mundial” (406c). Lamentablemente el documento queda mudo en cuanto al papel de la institución eclesiástica como modelo alternativo y profético en la edificación de esta sociedad más justa a que nos llama. No se aplica a sí misma “la justa regulación de la economía”, desaprovechando la oportunidad de ofrecer orientaciones pastorales en el campo económico de la misma Iglesia. No es decir que la Iglesia en general o los documentos de la Iglesia no hablan sobre el tema económico. Al contrario, Pablo VI en Populorum Progressio ha indicado… “[El verdadero desarrollo] es el paso, para todos y cada uno, de unas condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas” (20). De hecho, Pablo VI termina este documento particularmente significativo con un llamamiento final: “Los seglares deben asumir como tarea propia la renovación del orden temporal. Si el papel de la Jerarquía es el de enseñar e interpretar auténticamente los principios morales que hay que seguir en este terreno, a los seglares les corresponde con su libre iniciativa y sin esperar pasivamente consignas y directrices, penetrar de espíritu cristiano la mentalidad y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en que viven. Los cambios son necesarios, las reformas profundas, indispensables: deben emplearse resueltamente en infundirles el espíritu evangélico” (81).

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Esta exhortación de Pablo VI ha tenido una gran influencia en las deliberaciones de la Conferencia de Medellín, sin lugar a duda. La encarnación del espíritu del Concilio Vaticano II se ha manifestado claramente en las Conclusiones de Medellín. Particularmente relevantes al tema de la vida económica son estos párrafos del Documento 14 sobre La Pobreza. “Y llegan también hasta nosotros las quejas de que la Jerarquía, el clero, los religiosos, son ricos y aliados de los ricos. Al respecto debemos precisar que con mucha frecuencia se confunde la apariencia con la realidad. Muchas causas han contribuido a crear esa imagen de una Iglesia jerárquica rica. Los grandes edificios, las casas de párrocos y de religiosos cuando son superiores a las del barrio en que viven; los vehículos propios, a veces lujosos; la manera de vestir heredada de otras épocas, han sido algunas de esas causas. El sistema de aranceles y de pensiones escolares, para proveer a la sustentación del clero y al mantenimiento de las obras educacionales, ha llegado a ser mal visto y a formar una opinión exagerada sobre el monto de las sumas percibidas3. Añadamos a esto el exagerado secreto en que se ha envuelto el movimiento económico de colegios, parroquias, diócesis: ambiente de misterio que agiganta las sombras y ayuda a crear fantasías. Hay también casos aislados de condenable enriquecimiento que han sido generalizados. Todo esto ha llevado al convencimiento de que la Iglesia en América Latina es rica” (Medellín, Conclusiones 14, 2). “Deseamos que nuestra habitación y estilo de vida sean modestos; nuestro vestir, sencillo; nuestras obras e instituciones, funcionales, sin aparato ni ostentación. Pedimos a sacerdotes y fieles que nos den un tratamiento que convenga a nuestra misión de padres y pastores, pues deseamos renunciar a títulos honoríficos propios de otra época” (Medellín, Conclusiones 14). “Con la ayuda de todo el Pueblo de Dios esperamos superar el sistema arancelario, reemplazándolo por otras formas de cooperación económica que estén desligadas de la administración de los sacramentos. 3

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La administración de los bienes diocesanos o parroquiales ha de estar integrada por laicos competentes y dirigida al mejor uso en bien de la comunidad toda”4 (Medellín, Conclusiones 14, 13). “Exhortamos a los sacerdotes a dar testimonio de pobreza y desprendimiento de los bienes materiales, como lo hacen tantos particularmente en regiones rurales y en barrios pobres. Con empeño procuraremos que tengan una justa aunque modesta sustentación y la necesaria previsión social. Para ello buscaremos formar un fondo común entre todas las parroquias y la misma diócesis y también entre las diócesis del mismo país. Alentamos a los que se sienten llamados a compartir la suerte de los pobres, viviendo con ellos y aun trabajando con sus manos, de acuerdo con el Decreto Presbyterorum ordinis” (Medellín, Conclusiones 14, 15).

En 1968 Medellín indicó el camino: – superar el sistema arancelario, reemplazándolo por otras formas de cooperación económica que estén desligadas de la administración de los sacramentos; – la administración de los bienes diocesanos o parroquiales ha de estar integrada por laicos competentes; – buscar formar un fondo común entre todas las parroquias y la misma diócesis y también entre las diócesis del mismo país, procurando una justa y modesta sustentación y la necesaria previsión social para el clero.

Unos años más tarde, en 1979, Puebla pidió a la Iglesia no sólo promover la comunión, siendo su instrumento, sino también ser ella misma signo de comunión: “La Iglesia evangeliza, en primer lugar, mediante el testimonio global de su vida. Así, en fidelidad a su condición de sacramento, trata de ser más y más un signo transparente o modelo vivo de la comunión de amor en Cristo que anuncia y se esfuerza por realizar. La pedagogía de la

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Encarnación nos enseña que los hombres necesitan modelos preclaros que los guíen. América Latina también necesita tales modelos” (272). “Cada comunidad eclesial debería esforzarse por constituir para el Continente un ejemplo de modo de convivencia donde logren aunarse la libertad y la solidaridad. Donde la autoridad se ejerza con el espíritu del Buen Pastor. Donde se viva una actitud diferente frente a la riqueza. Donde se ensayen formas de organización y estructuras de participación, capaces de abrir camino hacia un tipo más humano de sociedad. Y sobre todo, donde inequívocamente se manifieste que, sin una radical comunión con Dios en Jesucristo, cualquier otra forma de comunión puramente humana resulta a la postre incapaz de sustentarse y termina fatalmente volviéndose contra el mismo hombre” (273).

Puebla remata el pensamiento aseverando que: “Para los mismos cristianos, la Iglesia debería convertirse en el lugar donde aprenden a vivir la fe experimentándola y descubriéndola encarnada en otros. Del modo más urgente, debería ser la escuela donde se eduquen hombres capaces de hacer historia, para impulsar eficazmente con Cristo la historia de nuestros pueblos hacia el Reino” (274).

En 2007 Aparecida ofrece orientaciones en cuanto a la vida económica: “Urge crear estructuras que consoliden un orden social, económico y político en el que no haya inequidad y donde haya posibilidades para todos. Igualmente, se requieren nuevas estructuras que promuevan una auténtica convivencia humana, que impidan la prepotencia de algunos y faciliten el diálogo constructivo para los necesarios consensos sociales” (384). “Ante esta situación ofrecemos algunas propuestas y orientaciones… Buscar un modelo de desarrollo alternativo, integral y solidario, basado en una ética que incluya la responsabilidad por una auténtica ecología natural y humana, que se fundamenta en el evangelio de la justicia, la solidaridad y el destino universal de los bienes, y que supere la lógica utilitarista e individualista, que no somete a criterios éticos los poderes económicos y tecnológicos. Por tanto, alentar a nuestros campesinos

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a que se organicen de tal manera que puedan lograr su justo reclamo” (474c). “Si muchas de las estructuras actuales generan pobreza, en parte se ha debido a la falta de fidelidad a sus compromisos evangélicos de muchos cristianos con especiales responsabilidades políticas, económicas y culturales” (501). “La coherencia entre fe y vida en el ámbito político, económico y social exige la formación de la conciencia, que se traduce en un conocimiento de la Doctrina social de la Iglesia” (505).

Lo que se hace evidente es que, mientras los obispos reunidos en Aparecida exhortan y animan a la sociedad a renovarse según los valores evangélicos, inclusive ofreciendo concreciones orientadoras del compromiso en muchos casos5, la institución eclesiástica misma no asume plenamente la invitación de Puebla a “esforzarse por constituir para el Continente un ejemplo de modo de convivencia”, quedando en silencio sobre el tema de la aplicación de estas normas a la economía eclesial, sin mayores recomendaciones que una línea sobre esta sombra al presentar la situación de nuestra Iglesia en esta hora histórica de desafíos: “Falta solidaridad en la comunión de bienes al interior de las Iglesias locales y entre ellas” (100 e).

Observación acompañada por una brevísima recomendación en uno de los últimos párrafos del documento: “Conscientes de que la misión evangelizadora no puede ir separada de la solidaridad con los pobres y su promoción integral, y sabiendo que hay comunidades eclesiales que carecen de los medios necesarios, es imperativo ayudarlas, a imitación de las primeras comunidades cristia5 La Conferencia Episcopal Peruana (2007:68) cita el cuidado del medio ambiente frente a las empresas extractivas (66), la apropiación intelectual ilícita (67, 83), la alerta sobre la realización de tratados comerciales (67), el cuestionamiento de la laxa regulación de las empresas financieras (69), la alarma ante la corrupción (70), el debilitamiento de los sindicatos (71), el prejuicio a los campesinos pobres (72) y la explotación laboral (73).

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nas, para que de verdad se sientan amadas. Urge, pues, la creación de un fondo de solidaridad entre las Iglesias de América Latina y El Caribe que esté al servicio de las iniciativas pastorales propias” (545).

Cuando uno contempla la riqueza del análisis y las recomendaciones pastorales ofrecidos por Aparecida en el campo económico, queda evidente la incoherencia entre la fe y la vida de la misma institución eclesiástica al no asumir ni aplicar los mismos consejos y principios a sí misma, teniendo en cuenta que está llamada a ser modelo alternativa para el mundo. Cada vez más carece el mundo de un modelo de vida económica que pone a la persona humana en el centro –toda persona y toda la persona, como imagen y semejanza de Dios, llamado a vivir en comunión con los demás y con la naturaleza misma– para dar cara ante la estructura económica que pone en el centro al lucro, el tener más para uno mismo sin mirar el bien común. La economía al servicio de la misión de evangelizar Pablo VI en 1975 ha indicado claramente en Evangelii Nuntiandi (15) que “la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma”. Queda pendiente, en el campo económico al menos, un esfuerzo serio y constante para transformar la imagen de la Iglesia “comunión” en una realidad más eficaz. Hablar de comunión sin demostrar serios intentos en orden a encarnarla estructuralmente y en su vida económica sólo sirve para alentar la desesperanza. Al emprender un proceso de revitalización de la Iglesia y su misión en el continente es indispensable prestar atención especial al uso evangélico de los bienes temporales. Utilizar los recursos económicos en relación con los valores evangélicos y con la misión correspondiente toca la Iglesia en su identidad (“Iglesia comunión”) y la credibilidad del testimonio que ofrece. Corresponde al Obispo y a las Conferencias Episcopales establecer políticas administrativas y económicas como propuesta alternativa a las que nos ofrece el modelo económico reinante, el neoliberalismo, y que sean a la vez una respuesta adecuada y esperanzadora a las verdaderas necesidades de la Iglesia al servicio de los pobres.

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Considerando la gran importancia del factor económico en la convivencia humana, es importante dejar claro que un modelo económico que prioriza la dinámica del mercado por encima de la persona es inadecuado. Una economía de mercado que colabore en la promoción de la persona –de toda persona y de toda la persona– en el reconocimiento del destino universal de los bienes de la creación, en la vigencia del legítimo derecho a la propiedad, en la práctica de una sana competencia, en la solidaridad, ciertamente contribuirá a la edificación de una sociedad más justa con sabor a Reino de Dios y que impulsa a transformar la sociedad en base de valores evangélicos (CELAM, 2003:55). La institución eclesiástica, lejos de soñar con una nueva Cristiandad, puede ofrecer luces desde el testimonio de su propia vida económica para favorecer un modelo más cristiano en este campo. La Iglesia no tiene por qué considerarse ni ser un enclave dentro de un mundo perdido cuando está llamada a ser la semilla de la nueva sociedad, el brote del futuro, el germen de un mundo nuevo que florece en el seno del mundo viejo. Agustín, los agustinos y la comunión de bienes La vida de comunidad es normativa para el religioso agustino; es precisamente en este punto que pone énfasis especial Agustín en el seguimiento de Cristo, la marcada insistencia en la genuina vida de comunidad, hasta el punto de que las almas y los corazones de muchos que viven juntos se fundan en uno por la caridad y se centran hacia Dios (Tack, 1979:149). Esto quiere decir que la comunidad es el lugar privilegiado para encontrar a Cristo. Así escribió Agustín: “Confieso que con facilidad me entrego totalmente a la caridad de los que me son más íntimos y familiares… En esta caridad descanso sin preocupación alguna, porque allí siento que está Dios, a quien me entrego seguro y en quien descanso seguro” (ep. 73). La edificación de una buena comunidad equivale a poner en práctica el mandamiento nuevo del amor a Dios y al prójimo. Esta vida en comunidad abarca el conjunto de la existencia humana concreta, poniendo en común la fe, la esperanza, los afectos, los ideales, los sentimientos, los pensamientos, las actividades, las responsabilidades a igual que las

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fallas, las limitaciones y los pecados. La posibilidad de compartir todo esto supone apertura a los demás, un sentido de pertenencia, de aceptación, de confianza y de apoyo mutuo así como una sensibilidad y una preocupación por los demás. Tres fueron los campos de su acción pastoral y estos se iban ampliando como tres círculos concéntricos: la Iglesia particular de Hipona, no grande pero inquieta y necesitada; la Iglesia africana, lamentablemente dividida entre católicos y donatistas; la Iglesia universal, combatida por el paganismo y por el maniqueísmo, y agitadas por movimientos heterodoxos. Durante casi cuatro décadas Agustín sirvió como pastor y obispo de la diócesis de Hipona Regia en el norte de África, a medio camino entre Cartago y Cirta (Constantina). Se calcula que en aquel tiempo la diócesis tenía de entre 12 y 40 mil personas (Hamman, 1989:38; O’Donnell, 2005:12), sin contar la población de una vasta área rural6. Al iniciar su ministerio encontró un pueblo predominantemente donatista. Los católicos eran minoría y durante la liturgia de los domingos podían oír a la celebración donatista en su templo cercano. Poco a poco, su predicación y su testimonio de vida iban teniendo mayor influencia en la sociedad local. Su comunidad religiosa –compuesta de entre cinco y diez miembros (Meer, 1965:300) – daba testimonio, de modo de apostolado, ya no sólo al estilo de la jerarquía, es decir, como embajadores de Cristo predicando la palabra, sino como testigos en el ámbito de la santidad de la Iglesia. Para Agustín como para la Orden que lleva su nombre, la vida de comunidad tiene sentido por sí misma. No puede ser considerada como un mero medio para otro fin, útil o conveniente para algún trabajo (Bavel, 2004:15). “La comunidad en sí misma es un apostolado de primer orden”, asegura el Prior General Theodore Tack en un mensaje a toda la Orden (1974), es “nuestro primer apostolado, hasta el punto de que ninguna comunidad agustiniana será efectivamente apostólica, en cuanto comunidad en relación con las demás, si ante todo no se esfuerza Hablando de la ciudad de Hipona, expresa F. van der Meer la opinión: “Las excavaciones no nos permiten estimar el número de sus habitantes, pero se le suponen entre treinta y cuarenta mil” (Meer, 1965:46). 6

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seriamente en poner su familia en orden y en hacerse a sí misma una comunidad cristiana ejemplar” (Tack, 1979:152). Compartir la vida en comunidad va más allá de sólo la comunión de bienes espirituales; más bien, compartir los bienes materiales es para Agustín el primer requisito y la primera condición para formar una auténtica comunidad de hermanos que viven unidos en armonía en la misma casa. Tampoco se puede limitar el concepto de comunión de bienes materiales a los miembros de la comunidad según el pensamiento agustiniano. Más bien, este desprendimiento y austeridad de vida debe extenderse a la realización de una sociedad más justa. Más aún, la vida en comunidad es una alternativa evangélica, un contrapeso al mal del individualismo y de la soledad crecientes en la sociedad contemporánea (Bavel, 1995:95). Esto sería su mejor servicio y contribución primordial de la vida religiosa agustiniana a la comunidad cristiana: ser Iglesia, constituir una comunidad particularmente entusiasta y unida, con la expresa intención de vivir más intensamente en la caridad de Cristo que configura a la Iglesia como cuerpo de Cristo, templo de Dios e imagen de la Trinidad y de la Jerusalén celestial (Keller, 1986:219-220) y testigo de un estilo alternativa de vida para el continente. Para Agustín, la comunidad religiosa es la misma Iglesia en una forma real y radical, en el sentido de ser “los que tienen un propósito más elevado, es decir, los que tienen un lugar más destacado en el mismo cuerpo de Cristo, por don suyo, no por méritos propios, y poseen la castidad, que les ha donado Dios” (s. 354, 3). Son los que se comprometen a encarnar de modo ejemplar el Cuerpo de Cristo, a realizar en toda su profundidad la comunión en caridad, o en otras palabras, ser cristianos, ser Iglesia, no para ellos mismos, sino más bien, para los demás. El religioso sirve a la Iglesia con su carisma como consecuencia de la espiritualidad eclesial agustiniana. Se pretende, con la ayuda de Dios, hacer de la comunidad religiosa misma, de su vida al interior, un ejemplo para toda la comunidad eclesial. Simultáneamente, y con la misma exigencia, está llamada a colaborar con generosidad en la obra evangelizadora, hacia fuera.

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Agustín asumió y propagó el ideal de la santidad comunitaria que atestiguaba la comunidad apostólica de Jerusalén, queriendo fomentar en sus comunidades la unificación de bienes, almas y corazones hacia Dios, potenciando la compenetración de expectaciones y experiencias. Él concebía estas comunidades como una alternativa a la dura y egoísta sociedad de su tiempo (Bavel, 2004:15). Agustín no es un “espiritualista” o “verticalista” que enfatiza de modo preponderante el contacto directo con Dios. Más bien, todo lo contrario: Agustín enfatiza el amor al hermano (la comunión, la comunidad, la fraternidad) como el contexto más apropiado para dar forma al amor a Dios y procurar que sea auténtico. La fraternidad es verdadero culto a Dios, para Agustín, y la razón de ser de la comunidad religiosa es la unidad en la caridad en Dios. La comunión de bienes espirituales y materiales son el alma y el cuerpo de la vida religiosa para Agustín. Ambos están al servició de un mismo ideal: la perfecta vida comunitaria o el voto de vida común, como lo dice Agustín mismo: “hablemos de la santidad; (cierto fraile) profesó la santidad, profesó vivir en común, profesó el ¡Qué bueno y alegre es vivir los hermanos en unidad! Quien quiera permanecer conmigo tiene a Dios. Si está dispuesto a que lo alimente Dios por medio de su Iglesia, a no tener nada propio, sino o a darlo a los pobres o a ponerlo en común, permanezca conmigo” (s. 355, 6). Con esto deja fuera de duda que, para él, todo religioso será santo en la medida en que trueque su pobreza hecha renuncia en riqueza hecha donación, y tal riqueza sólo puede fluir de la fuerza que Dios mismo brinda a todo creyente a través de Cristo. Agustín forja una vida comunitaria donde vivir es trascender, que significa tender hacia el Santo, que es amor, pero no de manera solitaria o individualista. El pretende que “nadie tenga nada propio sino que todo sea en común” (Bavel, 1986:103) y ese común patrimonio será Dios mismo, fuerza incontenible de amor, tres veces Santo. Así se procura vivir la santidad comunitaria al estilo agustiniano, en la unificación amorosa con y en la divinidad. Para lograr tal meta es indispensable poner y usar en común los bienes materiales, como símbolo de la unidad de almas y corazones, lo

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que requiere unas relaciones interpersonales donde impera el criterio del amor. Los religiosos no podrán activar su potencial de trascendencia sin explotar el protagonismo de la concordia fraternal, la carga relacional del encuentro entre hermanos. El religioso agustino busca encontrar en los hermanos de comunidad la ayuda necesaria para emprender con éxito la escalada hacia Dios. Tal ascenso hacia lo divino sólo se hace posible con el apoyo de la comunidad en concordia y unanimidad. Sirve de ejemplo la pobreza agustiniana. Tiene una dimensión intracomunitaria, requiriendo trabajo, renuncia a la posesión privada a favor de la perfecta comunión de bienes como expresión de la comunión de corazones en y hacia Dios. Por otra parte tiene una dimensión extracomunitaria, exigiendo la comunión de bienes con los más pobres, sirviendo en ellos a Cristo y a su Iglesia. Una comunidad religiosa, por estar radicada en Cristo, sus miembros unidos a él y en él, viviendo radicalmente el misterio de comunión, anima a la Iglesia, y a la sociedad, a darse cuenta de su vocación y su verdadera identidad. La misma comunidad visible da evidencia de la unidad a que está llamada toda la Iglesia, como cuerpo de Cristo. Por vivir intensamente la unidad, la comunidad da testimonio en el mundo de su cabeza, Cristo. Así la comunidad religiosa que vive la Regla de san Agustín es un verdadero apostolado de crítica social, ofreciendo el testimonio de una forma de vida alternativa, según el evangelio (CGI, 1998:12). Sus miembros no son cristianos para ellos mismos, sino para la Iglesia y para la sociedad. Por otra parte, la práctica de la pobreza evangélica podría muy bien manifestarse en el ambiente agustiniano en un análisis crítico de la práctica universalmente difundida y aceptada (también entre los agustinos) de recibir estipendios por la celebración de los sacramentos, a pesar de su cuestionamiento en el documento de Medellín. De igual forma, los documentos de la Iglesia en América Latina, que han pedido a los agentes pastorales privilegiar la evangelización sobre la sacramentalización, deberían hoy suscitar una toma de conciencia sobre este tema tan cercano a la dimensión mendicante del carisma agustiniano.

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Propuesta Con el afán de ofrecer elementos para un diálogo fructífero sobre el tema, aquí se presenta una sugerencia sobre la manera en que la economía diocesana y parroquial pueda servir de modelo alternativo de comunión para la sociedad actual y estar al servicio de la gran misión de la Iglesia, que es evangelizar (“anunciar con palabras y hechos la Buena Nueva de Cristo”). En concreto, se trata de varios componentes: 1. Desvincular de modo radical la celebración de los sacramentos de todo tipo de ingreso para el sustento del culto y sus ministros; 2. Fortalecer y promover la creación y buen funcionamiento del Consejo Diocesano de Asuntos Económicos y el Consejo de Asuntos Económicos a nivel parroquial, para encarnar de modo concreto la eclesiología y espiritualidad de comunión; 3. Establecer, con la ayuda del Consejo Diocesano de Asuntos Económicos y los Consejos de Asuntos Económicos a nivel parroquial, un fondo común que garantice un ingreso mínimo para el clero y para el sustento de la institución eclesiástica. Todo eso, en función a liberar al pastor para poder privilegiar la tarea evangelizadora en su labor pastoral, dejando más claro en el comportamiento institucional la prioridad y motivación de sus actividades mientras testimonia por medio de la administración económica eclesial los valores de corresponsabilidad y comunión de bienes al estilo de la comunidad primitiva de Jerusalén. Contexto histórico La situación económica de la Iglesia en general ha sufrido un gran cambio a fines del siglo XVIII y principios del XIX, principalmente en Europa, pero ciertamente con consecuencias reales para los países de América Latina. Hasta entonces una gran parte de las instituciones eclesiásticas se sostenían principalmente con las rentas de su patrimonio inmobiliario (Hertling, 1986:466). Como resultado de la confiscación de los bienes eclesiásticos por el Estado y la consecuente reducción drástica de ingreso percibido de sus rentas, la Iglesia sufrió un gran empobre-

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cimiento y comenzó a acudir en medida creciente a las aportaciones voluntarias de la feligresía para habilitarse de mayores entradas en estas nuevas circunstancias. Estas contribuciones discrecionales fueron de diversas formas, desde la limosna en la colecta dominical hasta las donaciones y legados. Los estipendios por misas servían para contribuir a la cobertura de las necesidades del clero (Hertling, 1986:467). La práctica de estipendios para la celebración de la misa no es de aquella época. Más bien tiene una larga tradición en la Iglesia, cuyos orígenes se remontan a la antigua costumbre según la cual los fieles que participaban en la celebración de la misa, en el momento del ofertorio, aportaban los dones necesarios para la ceremonia (especialmente el pan y el vino), además de otras materias para el sustento del clero y la alimentación de los pobres (CIC, 2006: I, 620). Así se asociaban los oferentes más íntimamente a Cristo que se ofreció a sí mismo en la misa, obteniendo de esta forma una mayor abundancia de sus frutos (CIC, 2006: I, 621). El Derecho Canónico, renovado en 1983 para reflejar mejor las determinaciones del Concilio Vaticano II, decretó lo siguiente en cuanto al estipendio ofrecido para la celebración de la Misa. C945 P1 Según el uso aprobado de la Iglesia, todo sacerdote que celebra o concelebra la Misa puede recibir estipendio para que la aplique por una determinada intención. P2 Se recomienda encarecidamente a los sacerdotes que celebren la Misa por las intenciones de los fieles, sobre todo de los necesitados, aunque no reciban ningún estipendio. C946 Los fieles que ofrecen un estipendio para que se aplique la Misa por su intención contribuyen al bien de la Iglesia, y con esa ofrenda participan de su solicitud por sustentar a sus ministros y actividades. C947 En materia de estipendios, evítese hasta la más pequeña apariencia de negociación o comercio.

La Iglesia tiene derecho de adquirir bienes temporales por todos los modos justos (canon 1259) y el Obispo tiene derecho a imponer un

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tributo moderado a las personas sujetas a su jurisdicción (canon 1263). En cambio, corresponde a la reunión de Obispos de cada provincia eclesiástica determinar las aportaciones (u ofrendas) que han de hacerse con ocasión de la administración de los sacramentos y sacramentales (canon 1264). Estas ofrendas no son tasas, “ni constituyen un pago por los sacramentos (que sería simoníaco – canon 1380), sino una oblación hecha en ocasión especialmente oportuna, con la que los fieles contribuyen al bien de la Iglesia y participan de su solicitud por sustentar a sus ministros y actividades” (Cenalmer y Miras, 2004:501). Sólo difícilmente se puede evitar “la más pequeña apariencia de negociación o comercio” (canon 947) en este tema de estipendios u ofrendas, pero el Derecho Canónico, en un intento a seguir las indicaciones ofrecidas por Presbyterorum Ordinis (20 y 217), que planteó en 1965 7 20. Los presbíteros, entregados al servicio de Dios en el cumplimiento de la misión que se les ha confiado, son dignos de recibir la justa remuneración, porque “el obrero es digno de su salario” (Lc 10, 7), y “el Señor ha ordenado a los que anuncian el Evangelio que vivan del Evangelio” (1 Cor 9, 14). Por lo cual, cuando no se haya provisto de otra forma la justa remuneración de los presbíteros, los mismos fieles tienen la obligación de cuidar que puedan procurarse los medios necesarios para vivir honesta y dignamente, ya que los presbíteros consagran su trabajo al bien de los fieles. Los obispos, por su parte, tienen el deber de avisar a los fieles acerca de esta obligación, y deben procurar, o bien cada uno para su diócesis o mejor varios en unión para el territorio común, que se establezcan normas con que se mire por la honesta sustentación de quienes desempeñan o han desempeñado alguna función en servicio del pueblo de Dios. Pero la remuneración que cada uno ha de recibir, habida consideración de la naturaleza del cargo mismo y de las condiciones de lugares y de tiempos, sea fundamentalmente la misma para todos los que se hallen en las mismas circunstancias, corresponda a su condición y les permita, además, no sólo proveer a la paga de las personas dedicadas al servicio de los presbíteros, sino también ayudar personalmente, de algún modo, a los necesitados, porque el ministerio para con los pobres lo apreció muchísimo la Iglesia ya desde sus principios. Esta remuneración, además, sea tal que permita a los presbíteros disfrutar de un tiempo debido y suficiente de vacaciones: los obispos deben procurar que lo puedan tener los presbíteros. Es preciso atribuir la máxima importancia a la función que desempeñan los sagrados ministros. Por lo cual hay que dejar el sistema que llaman beneficial, o a lo menos hay que reformarlo, de suerte que la parte beneficial, o el derecho a los réditos dotales añejos al beneficio, se considere como secundaria y se atribuya, en derecho, el primer lugar al propio oficio eclesiástico, que, por cierto, ha de entenderse en lo sucesivo cualquier cargo conferido establemente para ejercer un fin espiritual.

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buscar nuevos sistemas para el sustento de los sacerdotes y de los que trabajan al servicio de la Iglesia, mandó constituir en cada diócesis (cf. canon 12748) una institución para el sostenimiento del clero (Cenalmer 21. Téngase siempre presente el ejemplo de los cristianos en la primitiva Iglesia de Jerusalén, en la que “todo lo tenían en común” (Hech 4, 32) “y a cada uno se le repartía según su necesidad” (Hech 4, 35). Es, pues, muy conveniente que, por lo menos en las regiones en que la sustentación del clero depende total o parcialmente de donativos de los fieles, recoja los bienes ofrecidos a este fin una institución diocesana, que administra el obispo con la ayuda de sacerdotes delegados, y, donde lo aconseje la utilidad, también de seglares peritos en economía. Se desea, además, que, en cuanto sea posible, en cada diócesis o región se constituya un fondo común de bienes con que puedan los obispos satisfacer otras obligaciones, y con que también las diócesis más ricas puedan ayudar a las más pobres, de forma que la abundancia de aquellas alivie la escasez de éstas. Este fondo ha de constituirse, sobre todo, por las ofrendas de los fieles, pero también por los bienes que provienen de otras fuentes, que el derecho ha de concretar. Además, en las naciones en que todavía no está convenientemente organizada la previsión social en favor del clero, procuren las Conferencias Episcopales que, consideradas siempre las leyes eclesiásticas y civiles, se establezcan, o bien instituciones diocesanas, también federadas entre sí, o bien instituciones organizadas a un tiempo para varias diócesis, o bien una asociación establecida para todo el territorio, por las que, bajo la atención de la jerarquía, se provea suficientemente a la que llaman conveniente seguro o asistencia sanitaria, y a la debida sustentación de los presbíteros enfermos, inválidos o ancianos. Ayuden los sacerdotes a esta institución una vez erigida, movidos por espíritu de solidaridad para con sus hermanos, tomando parte en sus tribulaciones, considerando, al mismo tiempo, que así, sin angustia del futuro, pueden practicar la pobreza con resuelto espíritu evangélico y entregarse plenamente a la salvación de las almas. Procuren aquellos a quienes competa que estas instituciones de diversas naciones se reúnan entre sí, para que consigan más consistencia y se propaguen más ampliamente. 8 C1274 P1 En toda diócesis debe haber un instituto especial que recoja los bienes y oblaciones para proveer conforme al can. 281 a la sustentación de los clérigos que prestan un servicio en la diócesis, a no ser que se haya establecido otro modo de cumplir esta exigencia. P2 Donde aún no está convenientemente organizada la previsión social en favor del clero, cuide la conferencia Episcopal de que haya una institución que provea suficientemente a la seguridad social de los clérigos. P3 Constitúyase en cada diócesis, en la medida en que sea necesario, una masa común, con la cual puedan los Obispos cumplir las obligaciones respecto a otras personas que sirven a la Iglesia y subvenir a las distintas necesidades de la diócesis, y por la que también las diócesis más ricas puedan ayudar a las más pobres.

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y Miras, 2004:503). Esta “institución”, con las orientaciones pertinentes del Consejo de Asuntos Económicos de la Diócesis, se encarga de velar por el sustento del clero. El desafío del momento actual Ya han pasado varias décadas desde la publicación de Presbyterorum Ordinis y del Derecho Canónico actualizado. Lamentablemente, continúa funcionando el sistema anticuado y al menos confuso de los estipendios y ofrendas relacionado con la recepción o celebración de sacramentos. Corresponde a la institución eclesiástica “dejarse evangelizar”, a levantar no sólo la voz profética sino también la voluntad política de remar mar adentro y arriesgar en asumir las normas que la misma institución ha determinado para su propia actualización y conformación con el paradigma de comunión con que se identifica actualmente. Para poder hacer más evidente el empeño primordial de la Iglesia en la obra de evangelización, su razón de ser (sin menospreciar en nada la importancia de los sacramentos, que en el sistema actual naturalmente son privilegiados en cuanto a tiempo para su celebración ya que proveen un ingreso sustancial para el sustento del clero) y para poder erradicar cualquier confusión en la mente de la feligresía relacionado con el “pago” y la celebración de los sacramentos, aquí se propone eliminar cualquier estipendio u ofrenda en relación con los sacramentos (Ver Anexo para apreciar unos ejemplos concretos y actuales de maneras alternativas para administrar la economía diocesana). Por tanto, la Iglesia particular tendría que hacerse responsable por el sustento del clero, en coordinación con el Consejo Diocesano de Asuntos Económicos (conformados con las características y funciones designadas en el Derecho Canónico)9.

Canon 492 §1. En cada diócesis ha de constituirse un consejo de asuntos económicos presidido por el Obispo diocesano o su delegado, que consta al menos de tres fieles designados por el Obispo, que sean verdaderamente expertos en materia económica y en derecho civil, y de probada integridad. 9

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El Consejo de Pastoral Parroquial y el Consejo de Asuntos Económicos Parroquial constituyen un espacio de corresponsabilidad eclesial de los todos los bautizados que integran una parroquia. Estos Consejos constituyen un servicio importantísimo a la diócesis, y un modo de comprometerse cada vez más con la claridad, transparencia y real sustentabilidad de las obras religiosas, pastorales, educativas y sociales de la Iglesia local, para el bien de todo el pueblo de Dios que peregrina en esta Iglesia local. Como ejemplo de las funciones del Consejo Parroquial de Asuntos Económicos consideramos las siguientes: a) Asumir la gestión económico-financiera que implica la vida y acción eclesial de la parroquia, con carácter de exclusividad y sin delegación alguna de sus responsabilidades en terceros. §2. Los miembros del consejo de asuntos económicos se nombran para un período de cinco años, pero, transcurrido ese tiempo, puede renovarse el nombramiento para otros quinquenios. §3. Quedan excluidos del consejo de asuntos económicos los parientes del Obispo, hasta el cuarto grado de consanguinidad o de afinidad. Canon 493. Además de las funciones que se le encomiendan en el Libro V, De los bienes temporales de la Iglesia, compete al consejo de asuntos económicos, de acuerdo con las indicaciones recibidas del Obispo, hacer cada año el presupuesto de ingresos y gastos para todo el régimen de la diócesis en el año entrante, así como aprobar las cuentas de ingresos y gastos a fin de año. Canon 494 §1. En cada diócesis, el Obispo, oído el colegio de consultores y el consejo de asuntos económicos, debe nombrar un ecónomo, que sea verdaderamente experto en materia económica y de reconocida honradez. §2. Se ha de nombrar al ecónomo para cinco años, pero el nombramiento puede renovarse por otros quinquenios, incluso más de una vez, al vencer el plazo; durante el tiempo de su cargo, no debe ser removido si no es por causa grave, que el Obispo ha de ponderar habiendo oído al colegio de consultores y al consejo de asuntos económicos. §3. Corresponde al ecónomo, de acuerdo con el modo determinado por el consejo de asuntos económicos, administrar los bienes de la diócesis bajo la autoridad del Obispo y, con los ingresos propios de la diócesis, hacer los gastos que ordene legítimamente el Obispo o quienes hayan sido encargado por él. §4. A final de año, el ecónomo debe rendir cuentas de ingresos y gastos al consejo de asuntos económicos.

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b) Preparar anualmente un presupuesto estimativo de entradas y salidas (cf. canon 1284, 3). c) Llevar los libros de entrada y salida y toda otra registración complementaria, los cuales serán cuidadosamente guardados en el Archivo parroquial y/o en el Archivo de la Curia (cf. canon 1284, 2, 9°). d) Realizar el balance anual y presentarlo cada año junto con los libros contables al Ordinario través del Economato diocesano (cf. canon 1287). e) Animar y organizar la recaudación de las aportaciones de los fieles según el sistema en vigencia y llevar el registro y fichaje que correspondan, enviar la copia mensual de tales registros al Economato diocesano junto con el porcentaje establecido10. f) Contratar y abonar el salario justo a los empleados administrativos y personal de servicio que se necesitaran tener, tratando de cumplir escrupulosamente las leyes laborales en vigencia (cf. canon 1286). g) Enviar al Economato diocesano las colectas imperadas dentro de los quince (15) días corridos desde su realización. Los Consejos Parroquiales de Asuntos Económicos no podrán –bajo ningún concepto– retener las colectas imperadas ya diocesanas, ya nacionales, ya universales o mandadas por la Santa Sede. h) Publicar periódicamente el movimiento económico financiero del Consejo Parroquial de Asuntos Económicos para su conocimiento por toda la comunidad. i) Cuidar del patrimonio de la comunidad que estará constituido por los bienes muebles e inmuebles, semovientes, fondos monetarios y valores; adquiridos a título gratuito, oneroso, por donación o legado, o por rentas, debiendo en los casos que así lo exija la ley asegurar su posesión mediante escritura pública a nombre del obispado.

El Consejo Diocesano de Asuntos Económicos, con el apoyo del equipo financiero técnico, busca medios apropiados para asegurar el En las parroquias que han asumido la recomendación de Aparecida a sectorizar los servicios parroquiales, el equipo responsable por cada sector se involucra en la animación y promoción de las ofrendas voluntarias de las familias del sector. 10

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sueldo del clero en la medida que sus parroquias van cumpliendo los otros pasos hacia el objetivo que incluye asegurar un ingreso mínimo para el clero desvinculado con la celebración de los sacramentos. La garantía de este ingreso mínimo viene de la diócesis y entra en vigor sólo si es que el Consejo de Asuntos Económicos de la parroquia, debidamente constituido, cumple con la presentación anual al Consejo Diocesano de Asuntos Económicos el presupuesto y el informe económico de la parroquia. Por su parte el Consejo Diocesano de Asuntos Económicos revisa y autoriza el presupuesto, garantizando el gasto no subsanado por los ingresos parroquiales. Se trata de un ingreso mínimo garantizado para cada miembro del clero trabajando en la parroquia o a nivel diocesano (no una suma fija, sino una cantidad en relación a otro indicador de un sueldo justo y adecuado para una persona –no una familia–, como por ejemplo la mitad del sueldo del profesor). Este ingreso puede fijarse con un criterio variable dentro de la diócesis, como por ejemplo el caso de miembros del clero que trabajan en la sierra con un ingreso fijo superior a lo que reciben los miembros del clero trabajando en la costa. El logro de este objetivo requerirá un compromiso serio de parte del clero a reunirse anualmente para uno o dos días para revisar y refinar el plan, aunque la parte más pesada la llevaría el Consejo Diocesano de Asuntos Económicos y los Consejos de Asuntos Económico a nivel de parroquia (elaboración del presupuesto anual, organización del recojo de los ingresos). Lograr el objetivo liberaría el clero de la obligación asumida de recaudar fondos y ser responsable directo de los aspectos más mundanos relacionados con la vida económica de la parroquia (como contar la colecta dominical, controlar los ingresos del despacho parroquial, por ejemplo), para poder dedicarse más plenamente a asesorar espiritualmente al rebaño encomendado y a acompañar el proceso sistemático de crecimiento en la fe de forma progresiva y global.

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Aporte de los agustinos Corresponde a los agustinos en el continente explorar la manera de situarse proféticamente frente a la nueva realidad emergente en América Latina al servicio de sus necesidades más urgentes. La vida religiosa cumple una función profética, ejerciendo una actitud crítica frente al mundo, una cierta contracultura, por fidelidad a los valores compatibles con el reino. Si hoy se vive el individualismo con especial énfasis en un sentido de autonomía, exagerando la promoción y defensa de la dignidad y derechos personales de por encima de cualquier otro bien, entonces existe una mayor necesidad del valor evangélico contrario desde el punto de vista eclesiológico, que es justamente la comunión. La humanidad busca mayor sentido de comunión, algo intrínsecamente unido a su ser desde la creación del ser humanos como imagen y semejanza de la Trinidad. La fragmentación y la atomización, tan características de la época post-moderna, claman y gritan al cielo pidiendo abrir el espacio para vivir y promover el valor evangélico de la unidad en la diversidad, centrándose en la esencia trinitaria del ser humano. Actualmente la vida religiosa agustiniana en Latinoamérica tiene claro lo que significa vivir su carisma al servicio del mundo. Es más evidente que la comunión de la que está llamada a dar testimonio ubica a su comunidad en un cierto espacio, cercano a los pobres del continente. Desde la periferia donde está el marginado y el excluido que la vida religiosa en América Latina hoy puede denunciar, no sólo con palabras sino principalmente con su testimonio de vida y actuando contra corriente, el gran avasallamiento que supone el mercado por encima de la persona. Un testimonio que es necesario dar no como quien juzga desde fuera, ni como un tipo de oposición sistemática, sino sintiéndose implicado e involucrado. La comunidad agustiniana es hoy más consciente de que la comunión se vive a nivel amplio, general, universal, pero es parcializada, preferencial, desde el pobre, en la práctica y la defensa de la justicia. Conclusión Una Iglesia que, como pueblo de Dios, vive la comunión fraterna en la necesaria comunicación de bienes será el signo e instrumento

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de salvación para la sociedad que espera el signo esperanzador de la posibilidad de un mundo mejor, libre ya de corrupción y avaricia. La comunión en la Iglesia tiene consecuencias sociales, políticas, económicas y culturales. Aparecida describe esta esperanza de la siguiente manera: “La Iglesia está al servicio de la realización de esta Ciudad Santa, a través de la proclamación y vivencia de la Palabra, de la celebración de la Liturgia, de la comunión fraterna y del servicio, especialmente, a los más pobres y a los que más sufren, y así va transformando en Cristo, como fermento del Reino, la ciudad actual” (516). “No podemos desaprovechar esta hora de gracia. ¡Necesitamos un nuevo Pentecostés! ¡Necesitamos salir al encuentro de las personas, las familias, las comunidades y los pueblos para comunicarles y compartir el don del encuentro con Cristo, que ha llenado nuestras vidas de “sentido”, de verdad y amor, de alegría y de esperanza! No podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos, sino urge acudir en todas las direcciones para proclamar que el mal y la muerte no tienen la última palabra, que el amor es más fuerte, que hemos sido liberados y salvados por la victoria pascual del Señor de la historia, que Él nos convoca en Iglesia, y que quiere multiplicar el número de sus discípulos y misioneros en la construcción de su Reino en nuestro Continente” (548).

Sin lugar a duda es necesario dar viabilidad a las recomendaciones de los obispos reunidos en Aparecida en cuanto a la vida económica, pero para eso ayudaría sobremanera ofrecer un modelo preclaro por medio del testimonio de vida de la institución eclesiástica misma, haciendo el esfuerzo por unir fe y vida. Al no querer ser relegados a la sacristía, es necesario demostrar mayor coherencia de vida para poder ofrecer un testimonio más creíble y viable de una manera alternativa y evangélica de vivir la comunión, inclusive a nivel económico. San Agustín tenía ideales, evidentemente, y muy explícitamente quería vivir el ideal de la primera comunidad cristiana de Jerusalén, donde la comunión vibraba en la unión de corazones y almas, en la comunión de bienes materiales y espirituales. Pero para hacer realidad

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ese ideal, Agustín también fue muy realista. Su brevísima Regla, de sólo ocho capítulos cortos, reconoce en múltiples renglones la peculiaridad, la particularidad, la unicidad de la identidad de cada religioso, con sus limitaciones y defectos, mientras pide a todos poner por delante el bien común, el bien de los demás. Se trata de construir una comunidad no perfecta sino en camino, con tendencia consciente y firme hacia la perfección, hacia la comunión. Hablar de comunión como algo más concreto que una vaga sensación de tinte literario romántico exige pensar en la manera concreta de visibilizar la fraternidad, de encarnar los valores evangélicos del destino universal de los bienes de la creación, una meta urgente para la humanidad. La causa de los pobres sigue siendo el reto más desafiante para la Iglesia y para la vida religiosa agustiniana dentro de ella en América Latina. La opción preferencial por los pobres implica comprometerse con el pobre, asumir su causa, trabajar para cambiar las estructuras injustas que no favorecen esa causa. La comunidad agustiniana está llamada a ser más consciente de que la comunión se vive a nivel amplio, general, universal, pero es parcializada, preferencial, desde el pobre, en la práctica y la defensa de la justicia. Agustín ha afirmado públicamente no querer ser un obispo para sí mismo, sino para los demás. De forma análoga, los agustinos no podemos ser cristianos para nosotros mismos, en beneficio de nuestra propia comunidad no más. Todo lo que hemos recibido es para compartir con los demás, con el mundo; así se entiende el carisma al servicio de la nueva evangelización para un mundo mejor. Así los agustinos en América Latina, al esforzarnos por constituir para el continente un modelo alternativa de vida, tanto a nivel material como espiritual, serviríamos como un dinamismo de renovación y conversión permanente para la Iglesia, para la sociedad, en camino hacia la plenitud en Cristo.

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Anexo Arquidiócesis de Valladolid, España I. Principios económico-pastorales La vida económica diocesana, si quiere ser permeable al espíritu evangélico, deberá regirse teniendo presentes los siguientes principios económico-pastorales, tal como los formuló el Consejo Presbiteral en el documento Bienes económicos, expresión de comunión, al servicio de la misión: 1. Los bienes económicos son expresión de la comunión eclesial. Los bienes diocesanos son expresión de la comunión de todos los creyentes de la Diócesis al servicio de la fraternidad. El compartir dentro de la comunidad cristiana constituye una concreción básica y esencial del mandato evangélico. De ahí que como creyentes debamos interpelarnos sobre nuestro compromiso efectivo con la comunidad cristiana, también desde la dimensión económica. 2. Los bienes económicos están al servicio de la misión. Los bienes diocesanos constituyen instrumentos al servicio de la misión eclesial, que requiere el sostenimiento digno del culto y clero, el desarrollo de actividades pastorales de evangelización y el ejercicio de la caridad, tal como lo expresan claramente, tanto el Concilio Vaticano II, como el Código de Derecho Canónico. La complejidad sociocultural y económica, en la que nuestra Iglesia diocesana tiene que realizar su misión, exige la utilización de medios adecuados y proporcionados para anunciar el Evangelio, que deberán contar con un soporte financiero adecuado que genere estabilidad y permanencia en el tiempo. De ahí que la comunidad cristiana deba permanecer vigilante para que los bienes de que dispone estén al servicio de su misión, no permitiendo que éstos medios se conviertan en fines. 3. Los bienes económicos han de administrarse de forma colegiada. La gestión de los bienes diocesanos se encomienda a administradores, junto a los Consejos Económicos, que, no sólo han de existir, sino que han de cumplir su finalidad en los ámbitos diocesano y parroquial, como prescribe el Código de Derecho Canónico. De ahí la

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necesidad permanente de crecer en participación y corresponsabilidad en su gestión. 4. Los bienes económicos están sujetos a la legalidad canónica y civil. La Iglesia se dicta a sí misma sus propias leyes para mejor cumplir su misión, de forma que la adquisición, gestión y enajenación de los bienes económicos está sujeta al Derecho Canónico. Además, la comunidad cristiana desempeña su labor en el seno de la sociedad civil, de forma que debe cumplir las leyes sin escudarse en privilegios o interpretaciones rebuscadas. De ahí que, si la Iglesia quiere presentarse como una instancia ética en el seno de la sociedad, deba obligarse con mayor fuerza al cumplimiento fiel e íntegro de todas las leyes, tanto civiles como canónicas. Sólo así la Iglesia estará legitimada para poder promover marcos legales y económicos más acordes con su misión en favor de la justicia y la solidaridad con todos. 5. Los bienes económicos deben administrarse con transparencia. Toda esta vida financiera diocesana ha de estar sujeta a las obligaciones de transparencia económica. Ésta deberá traducirse en la aportación de información económica precisa y clarificadora a los fieles y entre las distintas instancias de la economía diocesana. Sólo así podrá propiciarse una mayor conciencia de participación y corresponsabilidad económica. Los cauces de información deben propiciar la necesaria transparencia en estos aspectos económicos. Hacer efectivos estos principios básicos será la mejor garantía de que los bienes económicos, expresión de comunión dentro de la comunidad cristiana, están al servicio de la misión eclesial en su trabajo por el Reino de Dios. De ahí que cada una de las instancias económicas deberá discernir cómo integrarlos en su propia actividad en la consecución de los distintos objetivos pastorales. Diócesis de San Juan de los Lagos, México Normas diocesanas para la administración económica Entre los compromisos que repetidamente ha asumido nuestro Presbiterio en las Asambleas y en otras oportunidades, destaca la “op-

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ción por los pobres y marginados”. Esta opción que manifiesta el buen espíritu y generosidad de nuestros sacerdotes, para que sea auténtica y se lleve a la práctica, debe cuestionar la forma como el propio sacerdote administra su economía personal y la que, por su cargo, administra en la Diócesis. No sería auténtica una opción por los pobres, si se viviera desde una plataforma de seguridad y sin verdadero espíritu de pobreza evangélica y, quien debe administrar los recursos económicos de la Iglesia a su cargo, debe hacerlo con la convicción de que no es dueño sino administrador, y que está obligado, en conciencia, a actuar conforme a lo establecido por la legislación canónica y con espíritu de justicia, caridad y generosidad para que los fieles vean en él la doble imagen de Cristo Pastor y Buen Samaritano. Para ayudar al presbiterio a encontrar más claramente el camino a seguir, publico ahora las presentes NORMAS para la administración económica de la Diócesis. Son éstas, el resultado de una amplia consulta y del detenido estudio de las normas legales que deben observar las Asociaciones Religiosas, y manifiestan mi voluntad de cumplir con mi tarea de servir a la Diócesis en un campo delicado y urgente. • Hacer conscientes a los Laicos, a los Presbíteros, a los Religiosos y a las Religiosas acerca del ideal de una participación gradual y solidaria en las múltiples implicaciones económicas de la tarea evangelizadora, según las orientaciones del Concilio Vaticano II y las normas del Código. • Educar a las comunidades cristianas y a la feligresía en general –independientemente de los servicios cultuales que se soliciten– acerca del sentido de corresponsabilidad que deben manifestar, con su colaboración económica, para el sostenimiento de las tareas pastorales y de la retribución de las personas dedicadas a las mismas, incluyendo a las Religiosas; todo esto de acuerdo a una pedagogía gradual. • Impulsar la idea de dar a la comunidad informes económicos en forma periódica y detallada, así como también la práctica –ya probada favorablemente en varias feligresías– de pedir ofrendas voluntarias por los servicios litúrgicos y otras ceremonias.

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• Inculcar un sentido de sencillez y de necesaria igualdad en las celebraciones litúrgicas –especialmente a través del sentido comunitario de los sacramentos–, para evitar toda acepción de personas o de clases sociales como lo pide la Constitución Sacrosanctum Concilium en el N° 32. • Inculcar en todos los miembros de la Iglesia la conciencia de que los recursos materiales y económicos de que disponen las instituciones católicas deben estar puestos al servicio de la tarea evangelizadora, de acuerdo a las prioridades pastorales señaladas por el II Sínodo y conforme a la más genuina tradición cristiana de la justicia y del amor a los pobres. • Fomentar en los Seminarios y Casas de formación un estilo de vida pobre y sencillo en el uso de los bienes, y desarrollar en los alumnos el aprecio y cuidado por todas las cosas y servicios que estén a su disposición. Diócesis de Chulucanas, Perú Comunión de bienes materiales – La Administración Económica Somos una diócesis joven, que ha crecido gracias a la convicción de nuestro pastor y de los agentes pastorales, al considerar la edificación de la iglesia como tarea de todos los bautizados. En este sentido, ha sido determinante la activa participación de miles de laicos en todas las parroquias de la diócesis, en comunión con sus pastores. El ideal de ser iglesia-comunión en la que: “todos los creyentes vivan unidos y compartiendo todo lo que tienen” tal como lo presenta la Biblia (Hechos 2, 44), necesita de medios suficientes que permitan llegar a esta meta. Queremos ser una IGLESIA DIOCESANA donde las familias, las CEB’s, las comunidades zonales y parroquiales de la Diócesis de Chulucanas asumen la comunicación de bienes y la responsabilidad compartida en la obra de la evangelización (ofrenda familiar, solidaridad con los más necesitados) como una manera concreta de vivir la comunión.

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Justificación Ver: • Como Iglesia que buscamos la Comunión y Participación, aún no hemos concientizado de modo efectivo a los fieles a practicar su deber de sostener, ayudar, solidariamente en el mantenimiento del culto y los ministros… del proceso de evangelización diocesana. • A pesar de los intentos de educar a los fieles para ayudar en el sustento de la obra de evangelización, se mantiene la concepción de que la Iglesia tiene lo suficiente y que los pobres no deben dar sino recibir. Los agentes pastorales no piden porque piensan igual. • La pobreza económica y la constante crisis del agro golpea a nuestro pueblo; a la vez, el pueblo en general es generoso y gasta su dinero en cosas que le parecen importantes (fiestas, bailes, bebidas, reinados, excursiones…). No es extraño que una pareja “colabora” con una cantidad insignificante para la celebración del sacramento (inclusive pidiendo “rebaja”) para luego tirar la casa por la ventana al realizar la fiesta subsiguiente. • Si bien la realización de bingos o actividades organizadas regularmente generan un ingreso a la parroquia, no compromete responsablemente al pueblo y agentes pastorales en asumir una obligación en el sostenimiento del culto y sus ministros. • Creciente “privatización” de los sacramentos por motivos principalmente económicos (en una Iglesia que quiere darse a conocer como “comunión y participación”, privilegiamos la celebración privada –no comunitaria– de la misa, el bautismo y el matrimonio). • Creciente comercialización o aceptación de la idea de “vender” sacramentos como medio para sostener el culto y sus ministros (aunque en este caso es principalmente para mantener el ministro). • Existe poco conocimiento, aceptación o compromiso en cuanto a asumir las normas diocesanas referente a los estipendios máximos para los sacramentos de parte de los ministros, y deficiente disciplina en corregir los errores más escandalosos.

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• Decreciente ingreso económico a la parroquia ya que menos gente apunta intenciones de misa por el costo que significa. • Injerencia de sectas con su crítica de la práctica sacramental de la Iglesia. • La creciente priorización de la sacramentalización trae como consecuencia la disminución de atención a la evangelización, a pesar de la recomendación de las varias Conferencias Episcopales de Medellín, Puebla y Santo Domingo. • El deficiente papel que juega hasta ahora en muchos casos del Consejo de Asuntos Económicos en asumir la función de dirigir y orientar la administración económica de la parroquia/diócesis. • La generosidad y solidaridad que caracteriza a nuestros fieles, especialmente los más pobres, se va perdiendo por cuanto los cultivos no producen lo suficiente, el sistema individualista va influyendo fuertemente, muchos agentes pastorales poco humildes no aprecian las primicias que se les ofrece, así como sectas mal informadas. Juzgar: 2 Corintios 8, 7 “Ustedes sobresalen en todo: en dones de fe, de palabra y conocimiento en entusiasmo, además que son los primeros en mi corazón. Traten pues de sobresalir en esta obra de generosidad”. POLÍTICAS PASTORALES identificadas y asumidas por los agentes pastorales de la diócesis en elaborar el plan pastoral de la Tercera Etapa del Proyecto RED.

– La verdadera corresponsabilidad de bienes se basa en la transparencia, la corresponsabilidad y la justicia. Somos administradores y rendimos cuentas al Señor y a la comunidad cristiana. – La administración de los bienes es un servicio típicamente laical. – Los agentes pastorales promueven activamente la participación de todos los bautizados en este servicio y responsabilidad.

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– La comunión cristiana de bienes promueve la corresponsabilidad y la subsidiaridad. Pone a todos los bautizados en condiciones reales de participación y corresponsabilidad. Actuar: a) Reunión extraordinaria del Consejo Presbiteral (primer semestre del 2007) para identificar y asumir el objetivo para este nivel de Administración Parroquial. El encuentro de dos días incluye los siguientes puntos: • Presentación sobre Comunión de Bienes: a. Las Sagradas Escrituras. b. Historia de la Iglesia. c. Derecho Canónico vigente. • Presentar la propuesta diocesana que puede o no incluir los siguientes elementos: a. Erradicar estipendios relacionado con la celebración de todos los sacramentos. b. Opción explícita por priorizar la evangelización sobre la sacramentalización (no excluyente). • Presentar y aprobar Normas Diocesanas referentes a la preparación para recibir los sacramentos. • Definir y aprobar los pasos a tomar hacia el logro del objetivo trazado (ver la propuesta de pasos que sigue). b) Reunión del Consejo Pastoral en agosto del 2007 para socializar y enriquecer el plan económico diocesano. Lo que se quiere es suscitar ideas para sensibilizar al pueblo en este plan. c) En las visitas pastorales Monseñor se reúne con el CAEP y administradores para sensibilizar en el plan. d) El CAED se reúne (o a nivel diocesano o en cada parroquia) con el CAE de cada parroquia para revisar el plan diocesano de Comunión de Bienes (segundo semestre 2007).

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a. Espiritualidad de la comunión de bienes. b. Presentar el plan diocesano y capacitar para su logro. c. Presenta un presupuesto parroquial anual modelo para el conocimiento del CAE, indicando cantidades apropiadas. El presupuesto incluye: i. Los gastos de alojamiento y alimentación de los miembros del clero que trabajan en la pastoral de la parroquia; ii. Los gastos de movilidad para programas pastorales de la parroquia (no personales); iii. Servicios y mantenimiento de casa, templos, vehículo, oficina, sacristía de la parroquia. d. Capacitar al CAE sobre: i. La importancia de que el CAE mantenga informado, regularmente y sistemáticamente a los Administradores Zonales de los ingresos y gastos de la parroquia (y por medio de ellos al pueblo en general). Hablar de medios posibles para lograr esto. ii. La conveniencia de que CAE visite a las personas más pudientes (comerciantes y otros), contacte a los hijos del pueblo viviendo en otras partes, para informarles del plan y para pedir su apoyo –no para una actividad o edificación, sino para sostener la parroquia sin necesidad de cobrar por sacramentos– por medio de una ofrenda (semestral, mensual…). Elaborar un plan para esto. e) CAE Parroquial debidamente constituido, oleado en visita del Obispo, informado anualmente por el párroco, elabora –con él– el presupuesto anual. Es importantísimo este paso, incorporando a personas capaces en la elaboración del presupuesto y la animación de su pago. a. CAE capacita (o por regiones o a nivel parroquial) a los Administradores Zonales, clarificando los servicios que presta la parroquia para todos en la promoción de la Iglesia-Comunión (atención a los necesitados, mantenimiento ordinaria del templo, del culto, de la administración parroquial, publicación y distribución de materiales pastorales; con información sobre el uso pastoral del vehículo

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de la parroquia, la necesidad de aportar para su mantenimiento y combustible, especialmente cuando se trata de casos de uso para atención a una familia en particular, como en el caso de la unción de los enfermos). Todo pago se hace directamente al Despacho Parroquial (CAE y Párroco nombran a un Administrador Parroquial –que puede ser el mismo secretario u otro laico denominado por ellos– quizás voluntario, el administrador de una de las zonas del pueblo del templo parroquial, quien es capacitado por el CAE de la diócesis). El Administrador, miembro del CAE es responsable por recibir los materiales diocesanos y de cancelar las deudas de la parroquia a la diócesis. b. CAE visita a personas pudientes, contacta a asociaciones o hijos del pueblo en otras partes. c. CAE prepara y reparte a los administradores de todas las zonas, pueblo y campo, un informe económico mensual y anual. Este informe es para hacer saber en Asamblea Zonal a los presentes y para pegar en un lugar visible de la capilla de la zona. d. CAE prepara y reparte a los administradores zonales sobres para uso de los padrinos de bautismo, matrimonio, confirmación (y defunción si fuera necesario!) impresos con el Objetivo en lenguaje apropiado y claramente indicando que es una ofrenda voluntaria y su fin. e. CAE organiza la ofrenda zonal, o por medio de sobres o la recepción de bienes equivalente a cierta cantidad (una proporción del presupuesto parroquial, según el número de familias y su capacidad económica de la zona). f. La Zona que presenta su ofrenda al Despacho Parroquial antes de la fecha establecida (según tiempo propicio, cosechas y otros elementos tomados en cuenta por el CAE al establecer la fecha), tiene el servicio libre de despacho parroquial para todas sus familias durante el año siguiente (partidas, constancias, etc.). Como paso hacia el Objetivo, eso incluiría estipendio para misas de todo tipo, inclusive misas de fiesta, de ánima, de cuerpo presente o ausente,

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de matrimonio; además incluye estipendio de bautismo, matrimonio, etc. f) Los Administradores Zonales, capacitados por el CAEP, buscan maneras creativas y apropiadas (sin fomentar vicios o actitudes de dejadez o irresponsabilidad) para animar a las familiar a la comunicación de bienes. Al término de la tercera etapa se logrará: • haber eliminado en todas las zonas y parroquias de la diócesis de Chulucanas el uso de sistema de estipendios relacionados con la celebración de los sacramentos (misas, bautismo, matrimonios, etc.) para el legítimo sostenimiento del culto y sus ministros, • haber puesto en práctica de la celebración de toda misa para las intenciones del pueblo entero; se realiza una colecta durante la celebración sacramental para recoger las ofrendas voluntarias de los fieles. La colecta no puede ser considerado como un cobro y no se relaciona con el estipendio. • haber logrado la aceptación de parte de todos los agentes de pastoral de normas para la mínima preparación adecuada para la recepción de los sacramentos. • haber capacitado y dado espacio al CDAE y el CAE parroquial para encargarse de la administración parroquial, siempre asesorado por el párroco. • todo esto expresamente, íntimamente y explícitamente vinculado a un ingreso mínimo garantizado para cada miembro del clero trabajando en parroquia (NO una cantidad fija, sino una cantidad en relación a otro indicador de un sueldo justo y adecuado para una persona –no una familia– como por ejemplo la mitad del sueldo del profesor). Este sueldo puede fijarse con un criterio para los miembros del clero que trabajan en la sierra mayor a lo que reciben los miembros del clero trabajando en la costa. – La garantía viene de la diócesis y entra en vigor solo si es que el CAE parroquial, debidamente constituido, cumple con el

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plan elaborado cada año y por algún motivo no alcanzan los ingresos parroquiales. – El logro del Objetivo requerirá un compromiso de parte del clero a reunirse anualmente para uno o dos días para revisar y refinar el plan, aunque la parte más pesada la llevará el CDAE y los CAE a nivel de parroquia (elaboración del presupuesto anual, organización del recojo de los ingresos, etc.). – El CDAE con el apoyo del equipo financiero técnico busca medios apropiados para asegurar los sueldos del clero a la medida que van cumpliendo los pasos hacia el Objetivo establecido. Bibliografía Bavel, T. van (1986). Comentario, Regla de San Agustín. Iquitos-Perú. CETA. Bavel, T. van (1995). “Reflexiones sobre espiritualidad y carisma”: Río, F. del (Ed.) (1995). La espiritualidad agustiniana y el carisma de los Agustinos. Roma. Pubblicazioni Agostiniane. Bavel, T. van (2004). Carisma: comunidad. Madrid. Religión y Cultura. Bueno, E. (1998). Eclesiología. Madrid. BAC. CELAM (1968). Documento Conclusivo de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe en Medellín – Colombia (26 de agosto-7 de septiembre de 1968). CELAM (1979). Documento Conclusivo de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla – México: La evangelización en el presente y en el futuro de América Latina (enero-febrero 1979). CELAM (1992). Documento Conclusivo de la IV Conferencia del Episco-

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La filosofía a partir de la autopresentación de Justino en el diálogo con Trifón* Viviana Laura Félix UCA – Buenos Aires [email protected]

Resumen Es en los primeros capítulos del Diálogo en donde se concentra la consideración de la filosofía en esta obra de Justino, a diferencia de la Apología, en la que la referencia a la cultura pagana, y dentro de ella a la filosofía es constante. Esta reducción de la temática filosófica puede explicarse en función de los destinatarios de la obra. Este punto es objeto de discusiones por parte de los investigadores. Bobichon ensaya dar una respuesta mediante comparación del contenido, modo de presentación de los temas en sendas obras del apologista y las indicaciones que el mismo Justino hace acerca del proyecto y motivaciones de la obra, concluyendo que el Diálogo está destinado principalmente a judíos y cristianos de ambiente helénico, aunque admite la apertura a la lectura por parte de un público amplio, pero que no sería su principal destinatario (cf. Bobichon, 2003:129-159).

El tema central de la obra es la justificación (la cuestión de la salvación) y su finalidad es mostrar la diferencia y superioridad del camino cristiano de salvación respecto del camino propuesto por el judaísmo. Este último propondría una salvación por medio del cumplimiento de la ley y la circuncisión, y el primero a través de la adhesión a Cristo. El punto de partida es la búsqueda común por parte de todos los hombres de la verdad/felicidad; las diferentes las propuestas de la filosofía se presentan como caminos hacia ese fin y en relación a ellas la propuesta cristiana aparecerá como superadora de las otras. * Ponencia presentada en el marco de las I Jornadas de Estudios Patrísticos organizadas por la Biblioteca Agustiniana San Alonso de Orozco de Buenos Aires – 4 de diciembre de 2009.

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Los primeros capítulos han sido objeto de numerosos estudios que los han abordado en relación a distintas cuestiones y en varios casos con conclusiones contrapuestas. Los principales puntos considerados son: el carácter histórico o ficcional del relato, las posibles fuentes, y los aportes que realiza para la comprensión de las relaciones entre razón y fe. En este trabajo nos proponemos abordar principalmente, dentro de la cuestión acerca de las fuentes, la concepción de la filosofía que manifiesta Justino a través de las afirmaciones que hace y como presenta a las escuelas de su tiempo en los dos primeros capítulos, intentando poner en evidencia que elementos medioplatónicos aparecen en ella. Previamente haremos una introducción a la cuestión de la historicidad del relato del prólogo. Respecto de la historicidad compartimos la postura de Girgenti1, quien habiendo hecho un repaso de las respuestas dadas hasta el momento, que van desde la negación de toda historicidad (incluso del Diálogo íntegro) hasta la literalidad histórica, admite un núcleo histórico, presentado de modo estilizado según categorías literarias propias de su tiempo (cf. 1995:43-50). La posición moderada de Girgenti tiene como referentes principales a van Winden y Joly2, quienes responden a las tesis propuestas por N. Hyldahl (Hyldahl, 1966), para quien todo el diálogo es una ficción literaria, por lo que Justino no habría tenido ningún itinerario filosófico. Según el autor danés, Justino no habría sido filósofo antes de su conversión y no tenía conocimiento directo de Platón, recién a partir de su conversión portaría el manto de filósofo. Toda la narración no sería un relato autobiográfico sino un intento kerigmático y, a favor de esta tesis, Hyldahl pone el acento en la contraposición entre la versión que da Justino de su conversión en el Diálogo (resultado de una búsqueda filosófica) y la de Apología II 12, 1 (la impresión que causa en él el testimonio de los mártires). Sin embargo, en el Diálogo (cf. Dial. 110, 1 El tema es desarrollado por Girgenti en dos publicaciones: un artículo: “Giustino martire, il primo platonico cristiano” (1990:214-255) y un libro: Giustino martire. Il primo cristiano platonico (1995). En ambos textos está presentado el status quaestionis. 2 Estos autores abordan en el tema en las siguientes obras: van Winden, 1971 y Joly, 1973.

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4) Justino reconoce la importancia de los mártires en la multiplicación de las conversiones por lo que no necesariamente habría contraposición entre lo propuesto en las dos obras sino complementariedad, y por lo tanto ese argumento no serviría para sostener la objeción. En consecuencia, podría mantenerse la afirmación de que Justino era platónico antes de su conversión, y desde su platonismo considera las demás escuelas filosóficas. Más allá de la respuesta que se dé a esta cuestión, de si se trata de un relato histórico o de una elaboración de Justino, esto no afecta substancialmente nuestra búsqueda, ya que en el primer caso, el relato describiría los pasos de Justino en su búsqueda de la verdad sobre Dios a través de las filosofías de su tiempo hasta encontrarse con el cristianismo, la verdadera filosofía, pasos relatados a luz de su conversión, pero que implican el auto testimonio de su filiación platónica; y de tratarse del segundo caso, lo presentado sería la visión que el Justino converso tiene de la filosofía de su tiempo en relación a su fe cristiana, cuya cosmovisión es considerada la verdadera filosofía, desde esta visión el juzga y valora las distintas escuelas, manifestando un juicio positivo pero crítico respecto del platonismo, al que conoce incluso en torno a debates internos de la escuela: tanto una como otra opción nos permiten aproximarnos a las cuestión acerca de las fuentes y la visión de la filosofía transmitida por Justino. Inicio del diálogo entre Justino y Trifón El diálogo se inicia en un encuentro fortuito en la galería de un gimnasio, Trifón intenta entablar una conversación con Justino porque este porta el “hábito” (σχῆμα) de filósofo. Justino se sorprende de que un hebreo, que tiene la Ley y los profetas como fuente de sabiduría, tenga interés en la filosofía. A la inquietud de Justino, Trifón responde con una pregunta: “¿No tratan de Dios los filósofos en todos sus discursos y no versan sus disputas siempre sobre su unicidad y providencia? ¿O no es objeto de la filosofía el investigar acerca de Dios?” (Dial. 1, 3).

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Esta pregunta pone en evidencia la concepción de la filosofía de un judío de la diáspora, cuyo contacto con el helenismo hace que no vea incompatibilidad entre filosofía y Sagrada Escritura. Pero si prestamos atención a la descripción que hace de los temas de los que se ocupa la filosofía, percibiremos que la presenta con los rasgos propios que ha adquirido la filosofía en los primeros siglos de la era cristiana: las corrientes filosóficas dejan de tener como centro el tema moral, sin abandonarlo, para ocuparse principalmente de la temática metafísico-religiosa, la filosofía tiene para Trifón el mismo objeto del que hablan Moisés y los profetas: Dios y su providencia (o designio, al que aludirá repetidamente Justino en el Diálogo). Es inevitable no pensar en un personaje como Filón, la figura más destacada de este encuentro entre la fe judía y la filosofía en el contexto espiritual de Alejandría. A esto responde Justino del siguiente modo: “… y esa es también mi opinión; pero la mayoría de los filósofos ni se plantean siquiera el problema de si hay un solo Dios o hay muchos, ni si tienen o no providencia de cada uno de nosotros, pues opinan que semejante conocimiento no contribuye para nada a nuestra felicidad. Es más, intentan persuadirnos que si del universo en general y hasta de los géneros y especies se cuida Dios, pero ya no ni de mí ni de ti ni de las cosas particulares; pues de cuidarse, no le estaríamos suplicando día y noche. (Dial. 1, 4).

Justino afirma que también para él Dios debería ser el tema central de la filosofía, por lo que podemos inferir que comparte la concepción de la filosofía de alguna de estas tendencias que surgen en torno al nacimiento de Cristo, como el platonismo medio. Veamos por ejemplo lo que dice el Didaskalikos en el capítulo II describiendo la vida filosófica: “El alma que contempla la divinidad y los pensamientos divinos, se dice que experimenta un bienestar y este estado del alma se ha llamado sabiduría (φρόνησις), y podría decirse que no es otra cosa que hacerse semejante a la divinidad.

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Este es pues para nosotros el objeto principal, esencial deseable entre todos, que nada obstaculiza, que depende de nuestra voluntad y que realiza el fin que se nos ha propuesto […] Conviene pues, según lo que acabamos de decir, que el filósofo no abandone en modo alguno la contemplación, sino que siempre la alimente e intensifique, y sólo en segundo lugar se dedique a la vida activa” (Didask., II, 2.3 [p. 153, 5ss. 17ss.]).

Esta afirmación se constata en el tratamiento de los temas que hace este manual del platonismo, dándole un lugar central a la metafísica, expuesta a través de la teoría de los principios, entre los que se destaca Dios como primer principio (Cf. Didask., cc. VIII-X [pp. 162, 21-166, 14]). La ética propuesta responderá coherentemente con esta concepción. Sin embargo nuestro autor sostiene que “la mayoría de los filósofos” no se plantean los problemas acerca de Dios. Primero enuncia los temas propuestos por Trifón: 1) unicidad o multiplicidad de lo divino, 2) providencia de Dios; a continuación añade dos razones: por un lado, ese conocimiento no contribuye a nuestra felicidad, y por otro, un argumento ad hominen, si Dios tuviese providencia individual respecto de nosotros, no suplicaríamos sin cesar. Considerando la incompatibilidad de esta frase con la afirmación precedente (Dios es el objeto principal de la filosofía), intentaremos esclarecer a quienes se refiere con la “la mayoría” y porque lo dice. Joly acusa a Justino de ultranza y de injusticia polémica: objeta justamente la afirmación de Justino de que la mayoría de los filósofos no se ocupa de Dios ni de su providencia, considerándola un juicio demasiado excesivo para los filósofos de su tiempo (cf. van Winden, 1977:187). Por un lado, podemos estar de acuerdo con Joly en cuanto que hay varios autores platónicos del tiempo de Justino en los que podemos constatar la preocupación por el tema de Dios, como el texto antes citado del Didaskalikos, obra donde Dios es puesto como objeto principal de la filosofía teórica, desarrollando de modo sistemático vías para el conocimiento de Dios (c. X), y la asimilación a Él como fin de la vida (cc. XXVIIXXVIII). Ideas semejantes encontramos también en Celso (C. Cel. 1, 8), Plutarco (De Iside. 374 D), Apuleyo (Platone et eius Dogmata, IV,

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193, De Deo Socratis, III, 124), en estos últimos autores con un acento más místico; y en última instancia todos remiten a Platón mismo3. En esta línea más mística, pero fuera del platonismo escolar, encontramos esta centralidad teológica en filosofías como el neopitagorismo, la de los Oráculos Caldeos y el hermetismo. Justino manifiesta, en el mismo Diálogo, conocer estos planteos cuando habla como platónico con el anciano (cf. Dial. 2, 6 y 3, 7). Sin embargo, aquí Justino específica sobre que puntos de la cuestión de Dios no se ocupan la mayoría de los filósofos: 1) unicidad y multiplicidad, 2) providencia individual. Respecto de la primera cuestión sólo es abordada de un modo vago y tangencial entre sus contemporáneos, si consideramos que en esta época tenemos las primeras sistematizaciones de doctrinas hipostáticas para explicar la divinidad: la tendencia general en las escuelas que se ocupan del tema de Dios es de afirmar la existencia de un Dios supremo y entidades divinas subordinadas a él, sin problematizar si Dios es uno muchos, cuestión muy cara al monoteísmo judío y al cristianismo en cuanto hunde sus raíces en él, pero que no es parte de las especulaciones paganas. Respecto de la cuestión de la providencia, Joly afirma que la creencia en la providencia individual estaba muy difundida hacia los primeros siglos de la era cristiana, por lo que los cristianos no tenían la exclusividad respecto de la misma (como, según este autor, Justino dejaría entender de modo tendencioso). En este punto, van Winden cita a Pepin, quien afirma que subsisten trazos de un ataque pagano contra la pretensión cristiana de conciliar una providencia universal e individual, y esto sería prueba de que, en ciertos casos, la providencia individual sería una “image de marque”, esa creencia incluso llega a ser entre los cristianos un artículo de fe. Esto mostraría según van Winden que la crítica de obrar tendenciosamente hecha por Joly a Justino, depende de la mayor o menor benevolencia del comentador (cf. van Winden, 1977:187188). ¿Quiénes entrarían dentro del grupo de los negadores de la providencia individual? Según Bobichon, se trataría tanto de los estoicos, en Cf. para conocimiento de Dios: Rep. , VI, 508 e, Banq., 210 a. y para asimilación a Dios: Teetetos, 176 ab; Fedro, 253 a-b; República, X, 613 a, Timeo, 90 a-d; Las Leyes, IV, 716 a-c. 3

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cuanto su creencia en la providencia se limitaba al orden de las cosas (ειµαρµενη), los epicureístas, que negaban cualquier tipo de cuidado de la divinidad respecto del mundo, y los platónicos y aristotélicos que proponían soluciones intermedias (cf. 2003: II 573 n. 16). Van Winden, que inicialmente se inclinaba a referirlo a la concepción estoica de heimarmene, acepta las observaciones hechas por Pepin, quien reconoce un componente cirenaico en la argumentación propuesta por Justino, que vale tanto para la indiferencia respecto del conocimiento de Dios, como para el rechazo de la providencia individual4. Si aceptamos la propuesta de Bobichon, sólo esta afirmación abarcaría ya la “mayoría de los filósofos” resolviendo la cuestión, si nos inclinamos por la propuesta van Winden, la cuestión sigue abierta porque sólo se estaría refiriendo a los cirenaicos. Según van Winden el pasaje de la cuestión de Dios a la de la providencia en el planteo del tema, muestra que el centro de interés está en la relación entre Dios y el hombre, puesto que el punto de vista de Justino es el de un moralista, y esto se evidenciará en los argumentos propuestos a continuación en el párrafo 5 (cf. 1977:184-185). Veamos cómo Justino completa tu respuesta: “No es difícil comprender a qué extremos los conduce esto: los que así opinan, aspiran a la impunidad, a la libertad de palabra y de obra, a hacer y decir lo que les dé la gana, sin temer castigo ni esperar premio alguno de parte de Dios. ¿Cómo, en efecto, lo esperan quienes afirman que las cosas serán siempre las mismas, llegando hasta pretender que yo y tú hemos de volver a vivir vida igual a la presente, sin que nos hayamos hecho ni mejores ni peores? Otros, dando por supuesto que el alma es inmortal e incorpórea, opinan que ni aún obrando el mal han de sufrir castigo alguno, como quiera que lo incorpóreo es impasible, y siendo el alma inmortal, no necesitan ya para nada de Dios” (Dial. 1, 5).

Pepin descubre una argumentación en un contexto cirenaico similar a la que propone Justino de que la afirmación de una providencia individual volvería superflua toda plegaria. (cf. van Winden, 1977:186). 4

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Nuestro autor, como hace notar van Winden, desplaza la atención hacia las consecuencias morales: en ellas van a coincidir las distintas posturas filosóficas que Justino rechaza por despreocuparse de la cuestión de Dios. ¿A quiénes podemos reconocer en ellas? Los que afirman que las cosas serán siempre las mismas, serían los estoicos, con una alusión a la doctrina del eterno retorno, referida más de una vez en la Apología (Cf. Apol. I 19, 5; 20, 1-2). En los que afirman que el alma es inmortal, pero en cuanto esto es propuesto como fundamento para sostener una impasibilidad del alma por la que no pueden sufrir castigo alguno es más complicada la determinación: la inmortalidad del alma es una doctrina evidentemente platónica y pitagórica, pero la negación de la posibilidad de que sea castigada no pertenece a Platón (Cf. Fedón 81 b ss.), esta afirmación podría ser una referencia de que se trata de un tema discutido en la escuela platónica en ese tiempo. En el capítulo 5 pone de manifiesto conocer ciertas discusiones que se darían respecto a la inmortalidad del alma y si eso implica que sea increada, sea entre platónicos o entre filósofos que se ocupan del tema del alma5; bien podría tratarse otra cuestión en torno al tema del alma en la que algunos platónicos contemporáneos a Justino acusan recibo de influencia estoica, algo común en el eclecticismo característico del platonismo medio, atribuyéndole impasibilidad, característica que por otra parte el mismo Justino pone en el alma bienaventurada (Cf. Apol. I 10, 2; Dial. 45, 4; 46, 7)6. Las doctrinas propuestas se unifican en que todas afirman que no hay que temer ni tener esperanza en que Dios castigue o premie en la otra vida (Cf. van Winden, 1977:189); es decir coinciden en la negación práctica del tema de Dios en relación a la vida del hombre y en este sentido Justino sostiene que la mayoría de los filósofos no se ocupan de Tengamos en cuenta la doble posibilidad de traducción de la expresión κατά τινας λεγομένους Πλατωνικούς “según algunos, los llamados platónicos” (así Ruiz Bueno, Bobichon y Hyldahl) o “según algunos platónicos” (así van Winden) (cf. Dial. 5, 1). De hecho el Didaskalikos afirma, manteniendo la inmortalidad, la creación de parte racional del alma por parte del Demiurgo (cf. XVI, 2 [p. 171, 33ss.]). 6 Justino propone cuatro características que adquiere el alma cuando accede a la felicidad eterna: inmortalidad, incorruptibilidad, impasibilidad y ausencia de sufrimiento. 5

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Dios. Cabe señalar que a lo largo del Diálogo, en el contexto de la polémica con el judaísmo, va a proponer una crítica similar a la concepción que cree que basta la pertenencia a la estirpe de Abraham, al pueblo de la circuncisión, para ser grato a Dios, tomando en la prueba profética, los textos que critican al pueblo por la incircuncisión de su corazón: esto es, el profesar la ley pero no llevarla a la vida, por lo que también serán objeto del castigo divino. Este tipo de religión entra en la misma objeción: no se ocupa de Dios en cuanto nos premia y castiga por nuestras obras. Pero como Justino había manifestado tener una concepción de la filosofía similar a la de Trifón, su interlocutor le pide que exprese su propia opinión sobre el asunto a lo que Justino responde: “La filosofía, efectivamente, es en realidad el mayor de los bienes, y el más precioso ante Dios: ella sola que nos conduce y nos une a Él. Y son hombres de Dios7, en verdad, aquellos que se aplican a la filosofía” (Dial. 2, 1)8.

Es llamativo que habiendo rechazado a la mayor parte de los filósofos por no ocuparse de Dios, sin embargo utilice términos tan elogiosos para referirse a ella. En la primera definición usa los mismos términos que utiliza el Didaskalikos para cualificar al Sumo Bien (Cf. XXVII [p. 179, 35] ); pero da un paso más: es la única que nos conduce y nos une a Dios: el que habla es el Justino converso, que tiene la convicción de la superioridad de la fe cristiana respecto de cualquier otra filosofía, el cristianismo es la verdadera filosofía va a decir más adelante. Sin embargo aquí atribuye a la filosofía esa capacidad: la filosofía no sólo tiene a Dios como objeto de investigación, sino que permite entrar en comunión con Él. La asimilación a Dios como fin de la vida es una doctrina De este modo traduce Visona el adjetivo ὅσιοι, que literalmente se traduce como santos, sagrados o piadosos. Bobichon señala que el término santos aplicado a los filósofos no es extraño a la filosofía griega apoyándose en un artículo de Bardy, pero el que habla es el Justino converso, que conoce el sentido específicamente cristiano de la expresión, aunque aquí no parece atenerse al sentido exclusivamente cristino (cf. Bobichon, 2003: II 575). La traducción de Visona parece mantener mejor la ambigüedad del sentido. 8 Ἔστι γὰρ τῷ ὄντι φιλοσοφία μέγιστον κτῆμα καὶ τιμιώτατον θεῷ. 7

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platónica (Cf. Teetetos 176 a 8 – b 3, República 613 a 7 – b 1, Fedón 82 a 10– b 2), con gran difusión en el medioplatonismo, veamos un párrafo del Didaskalikos al respecto: “[Platón] A veces declara que asimilarse a Dios es ser sabio, justo y piadoso, como en el Teetetos: por eso hay que esforzarse por evadirse lo más pronto posible de aquí hacia lo alto. La huida es asimilarse a Dios en la medida de lo posible. Asimilarse es llegar a ser justo y santo con el pensamiento (cf. XXVIII, 1-3 [p. 181, 17ss.]).

Este llegar a ser santo y justo con el pensamiento es muy cercano a la descripción que Justino acaba de hacer de la filosofía. Vemos cómo Justino en su presentación de la filosofía la va haciendo cada vez más cercana al cristianismo, recurriendo a categorías medioplatónicos. Y en esta presentación agrega una idea más: la filosofía fue enviada a los hombres. La idea de que la filosofía es un don κατεπέμφθη εἰς τοὺς ἀνθρώπους está atestada en pensadores paganos de ese período como Luciano y Juliano y tiene su raíz en una concepción presente en Platón: la sabiduría es un don divino (cf. Filebo 16c 5-10; Timeo 47a7b2). Pero el uso del verbo κατεπέμφθη en Justino también remite a su concepción del Logos, ya que suele usar el verbo πέμπειν para hablar de las manifestaciones del Logos y por lo tanto vinculable con las verdades conocidas por la filosofía pagana en cuanto semillas del Logos (cf. Apol. II 7 [8], 1ss). Afirma Justino que fue dada como una ciencia una, pero que fue recibida de modo distinto por los que primero a ella se dedicaron, y cuyos seguidores, llevados por la admiración que tenían a sus maestros, dejaron de ocuparse de investigar la verdad, limitándose a tener por verdad lo que dijeron sus maestros. Así explica la presencia de distintas escuelas filosóficas, de un modo análogo a como explica la presencia de distintas herejías en el cristianismo (cf. Dial. 2, 1 y 35, 6). Sin embargo difiere la semejanza en cuanto a que en la filosofía los primeros maestros no son culpables, sino sus seguidores, mientras que en las herejías los

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culpables son los iniciadores de las mismas9. Ambas explicaciones dejan ver que en Justino la unidad aparece asociada a la perfección mientras que la multiplicidad supone una corrupción de esa perfección (el tema de lo uno y lo múltiple siempre presente en la filosofía de los antiguos, no abandona a nuestro filósofo, que lo resuelve en una línea platónica) Habiendo dado esta explicación, nombra las diferentes escuelas en las que se ha dividido la filosofía: platónicos, estoicos, peripatéticos, teóricos10, pitagóricos. Y para presentarlas describirá su propio itinerario. El itinerario filosófico de Justino El mismo ha sido objeto de numerosas y contradictorias interpretaciones, como ya hemos adelantado, nos intentamos dirimir esas cuestiones sino sólo aproximarnos a su visión de las distintas escuelas. El estoicismo: “Pasé con él bastante tiempo; pero dándome cuenta que nada adelantaba en el conocimiento de Dios, sobre el que tampoco él sabía palabra ni decía ser necesario tal conocimiento, me separé de él” (Dial. 2, 3a).

El estoico no podía darle conocimiento de Dios que el buscaba porque el Dios al que se refiere Justino es personal y providente, la concepción panteísta de la divinidad era incapaz de satisfacer esa búsqueda. Pasa al maestro peripatético: “Me fui a otro, llamado peripatético, hombre agudo, según él creía. Este me soportó bien los primeros días; pero pronto me indicó que habíamos Es muy discutida la interpretación y la determinación de la fuente de esta idea: para algunos se trata de la concepción de una filosofía primordial que podría haberla tomado ya de Posidonio, ya de Ático, ya de Numenio; o de una concepción idealizada de cómo debería ser la filosofía. Para las diferentes posturas cf. Bobichon, 2003: II 576-577, n. 9. 10 Acerca de a quien se refiere con “teóricos” hay muchas hipótesis. Parecería tratarse de una glosa marginal introducida en el texto y que se referiría a los pitagóricos (cf. Bobichon, 2003: II 576, n. 6). 9

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de señalar honorarios, a fin de que el trato no resultara sin provecho, para nosotros. Yo le abandoné por esta causa, pues ni filósofo me parecía en absoluto” (Dial. 2, 3b).

La avidez de los filósofos especialmente referida por Luciano (Cf. por ej. Menipo 5; Nigrinus 25). Es evidente la antipatía y el desprecio con que describe a este maestro. Andresen sostiene que Justino refleja una hostilidad hacia el aristotelismo semejante a la que manifiesta medioplatonismo (cf. 1952-1953:160-163) Desde el espiritualismo medioplatónico, los aristotélicos aparecen como filósofos ateos e irreligiosos (cf. Girgenti, 1995:54). Esta criba medioplatónica en Justino para juzgar a las escuelas de su tiempo se hará patente en su apreciación del maestro pitagórico: “…reputado en extremo, hombre que tenía muy altos pensamientos sobre la propia sabiduría. Apenas me puse al habla con él, con intención de hacerme oyente y discípulo suyo: –¿Cómo? –me dijo– ¿ya has cursado música, astronomía y geometría? ¿Te imaginas que alguna vez vas a contemplar una de aquellas realidades que contribuyen a la felicidad, sin aprender primero lo que puede separar al alma de lo sensible, y prepararla para lo inteligible, de modo que pueda ver lo bello en sí y lo que es en sí bueno? Me hizo un largo panegírico de aquellas ciencias, me las presentó como necesarias, y, confesándole yo que las ignoraba, me despidió” (Dial. 2, 4-5).

El estoico no sabía nada de Dios, el peripatético ni siquiera puede ser llamado filósofo, pero el pitagórico aparece como un hombre competente y sabio en las cuestiones que a Justino le interesan, el problema son las condiciones que pone. El no lo critica, pero le resulta demasiado larga la espera para acceder a su objetivo. Las condiciones de hecho parecen haber sido compartidas por Platón, puesto que según la tradición, sobre la puerta de la Academia había un cartel que sentenciaba: NO ENTRE QUIEN NO SEPA GEOMETRÍA. Albino también propone, entre otras, estas ciencias como propedéuticas para la filosofía, ya que permiten sustraerse del mundo de las apariencias para elevarse

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al conocimiento de lo inteligible [cf. Didask. VII (p. 161, 9ss)] Por otra parte el platonismo medio tenía en mucha estima la sabiduría atribuida a Pitágoras. Finalmente, el platonismo: “…los platónicos, pues gozaban también de mucha fama. Justamente, por aquellos días había llegado a nuestra ciudad un hombre inteligente, una eminencia entre los platónicos. Con éste tenía yo mis largas conversaciones y progresaba, así cada día hacía progresos notables. La consideración de lo incorpóreo me cautivaba; la contemplación de las ideas daba alas a mi espíritu (cf. Platón, Fedro 249c; 255d); me imaginaba haberme hecho sabio en un santiamén, y mi necedad me hacía esperar que de un momento a otro iba yo a contemplar al mismo Dios. Porque tal es el fin de la filosofía de Platón” (Dial. 2, 6).

Que Justino tuvo contacto con los platónicos es un hecho que el mismo testimonia en la Apología donde afirma que tomaba con placer las enseñanzas de Platón (Apol. II, 12, 1). Como platónico va a considerarse en el momento de su encuentro con el cristianismo a través del anciano. La conversación que Justino tiene en la playa con el anciano, con la temática puntual del encuentro entre razón y fe y de platonismo y cristianismo, lo mismo que influencia que de hecho tuvo el platonismo sobre Justino, y en concreto, la acogida que hace de términos y categorías medioplatónicas, serían objeto de otras presentaciones11. Conclusión Podemos observar en la autopresentación que Justino hace de sí mismo cuales son sus convicciones y su visión respecto de la filosofía de su tiempo. La primera parte pone de manifiesto que entiende él por la filosofía, su noción aparece claramente influida por el platonismo espiriSobre el tema de la influencia de las concepciones medioplatónicas en Justino, con especial atención a la Apología puede verse nuestra ponencia en las IV Jornadas de Filosofía Medieval (Félix, 2009). 11

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tualista propio de su época poniendo como objeto principal de la misma el condimento de Dios y vinculación del hombre y su vida con Él, la segunda muestra la multiplicidad de escuelas como signo de decadencia, dentro de ellas algunas claramente alejadas de su objeto, jerarquizadas en tanto se aproximen a él. En esa jerarquía el platonismo aparece en la cúspide y las otras son evaluadas desde la óptica de un platónico medio, desde esa descripción aparece justificada la apreciación inicial, de que la mayoría de los filósofos no se ocupan de Dios. Pero esta instancia elogiosa del platonismo, tendrá una instancia superadora en la conversación con el anciano, donde éste, que es el portavoz del Justino converso, lo hará conocer la verdadera filosofía, el cristianismo, cuyas enseñanzas muestran de modo eminente haber alcanzado el objeto de la filosofía, un conocimiento que no es ya el resultado del esfuerzo humano sino de la revelación del Logos en Cristo. Bibliografía Alcinoos (1995). Enseignement des doctrines de Platon (Introducción y notas por J. Whittaker). Paris. Les Belles Lettres. Andresen, C. (1952-1953). “Justin und der mittlere Platonismus”: Zeitschrift für die Neuetestamentliche Wissenschaft, 44, 157-195. Bobichon, P. (2003). “Introducción, texto griego y traducción”: Justin Martyr (2003). Félix, V. (2009). “Elementos medioplatónicos en la filosofía de San Justino” [Ponencia presentada en IV Jornadas Nacionales de Filosofía Medieval, Diez, R. (coord.)]. Buenos Aires. Academia de Ciencias de Buenos Aires. Girgenti, G. (1990). “Giustino martire, il primo platonico cristiano”: Rivista de Filosofia Neo-escolastica, 82, 214-255. Girgenti, G. (1995). Giustino matire. Il primo cristiano platonico. Milano. Vita e pensiero. Hyldahl, N. (1966). Philosophie und Christentum. Eine Interpretation der Einleitung zum Dialog Justins. Kopenhagen. Acta Theologica Danica IX.

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Joly, R. (1973). Christianisme et philosophie. Études sur Justin et les Apologistes grecs du deuxième siècle. Bruxelles. Éditions de l’Université de Bruxelles. Justin Martyr (1954). Diálogo con Trifón [Traducción española por Daniel Ruiz Bueno]: Padres Apologistas griegos (siglo II). Madrid. BAC. Justin Martyr (1988). Dialogo con Trifone [Introduzione, traduzione e note di Giuseppe Visonà]. Milano. Paoline. Justin Martyr (2003). Dialogue avec Triphon [Introducción, texto griego y traducción por P. Bobichon]. Fribourg. Academic Press Fribourg. Justin Martyr (2006). Apologie pour le Chrétien [Éd. critique par Ch. Mounier]. Paris. Cerf (col. Sources Chrétiennes). Platón (1992). Diálogos. Madrid. Gredos. Sánchez, S. (2000). Justin Apologista chrétien. Travaux sur le “Dialogue avec Tryphon” de Justin Martyr. Paris.J. Gabalda et Cie. Éditeurs (Cahiers de la Révue Biblique 50). Van Winden, J. C. M. (1977). “Le portrait de la philosophie grecque dans Justin, Dialogue I 4-5”: Vigiliae Christianae (North-Holland), 31, 181-190. Van Winden, J. C. M. (1971). An early Christian philosopher. Justin Martyr’s Dialogue with Trypho, chapter one to nine (“Philosophia Patrum”, vol. 1). Leiden. E. J. Brill.

De praescriptione haereticorum de Tertuliano. Algunas notas aproximativas Aldo Marcelo Cáceres, OSA Universidad Pontificia Comillas – Madrid [email protected]

Resumen Ante la gran variedad de “textos y documentos” del cristianismo antiguo, existe una rica y sólida obra, la de Quinto Septimio Florente Tertuliano, titulada De praescriptione haereticorum (Vicastillo, 2001; cf. CCL I: 185-224). La misma surge en el seno de la Iglesia Africana, en un contexto de heterodoxia y de proliferación de varias herejías. Volver la mirada hacia ella, nos ayuda por un lado, a no olvidar que esa comunidad fue muy fructífera. A desentrañar las circunstancias, que día a día, tejían la vida de los creyentes en medio del Imperio Romano. Por otro lado, nos permite familiarizarnos con la vida, personalidad, doctrina y el testimonio de Tertuliano en su etapa como cristiano. Por lo tanto, lo que pretendo es elaborar unas “notas aproximativas” y rescatar unos breves “núcleos temáticos”, que nos permitan comprender la razón de ser de esta obra. Pero, teniendo en cuenta el contexto biográfico, socio-histórico y eclesial.

1. Aproximación al texto desde sus contextos A la hora de elaborar el contexto biográfico, nos encontramos con una doble dificultad sobre nuestro autor, la escasez de datos en las fuentes antiguas y la ambigüedad de los datos en las fuentes modernas. Lo que sí podemos constatar con seguridad es su nombre, lugar de nacimiento y el oficio de su padre: Quintus Septimius Florens Tertullianus, nacido en Cartago, hijo de un oficial (centurión) del ejército romano (Jerónimo, De viris illustribus 53). Es un africano totalmente romanizado, que tiene los tria nomina y que ha desarrollado su vida entre finales del siglo II y comienzos del siglo III, en el contexto del África Proconsular. En cuanto al año de su nacimiento tenemos distintas posturas de los

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autores modernos. Unos sostienen que nació “hacia el año 155 d. C”, otros “no más tarde del año 160” e incluso alguno afirma “hacia el 170” (Steimann, 1967; Barnes, 1985; Daly, 1993; Rankin, 1995; Trevijano, 2009; Leal, 2010; Vidal, 2010). Podemos sostener que era hijo de padres paganos y que quizás su familia pertenecía a un sector social acomodado, al ordo equester1. Así, su nivel social justificaría su completa educación, un perfecto dominio del latín y del griego, como de la tradición literaria y filosófica. No solo eso, sino que además, habría recibido una sólida formación jurídica y retórica. No sabemos bien si fue rétor o causidicus, pero lo que no podemos negar es que era un hombre de una enorme cultura y con gran capacidad para desenvolverse en ambos campos (Fredoulle, 1972:175; Braun, 1992:6). Parece ser que su vida ha transcurrido por cuatro períodos diferentes: paganismo, cristianismo, semimontanismo y montanismo. La mayor parte de su juventud permaneció pagano, hasta tal punto que podemos afirmar que tiene mucho en común con los “romanos paganos”, que con los paganos gétulos y mauri. Su alto grado de romanización lo podemos deducir de su estilo de escritor, de su vasta cultura laica, de su conciencia cívica y de su modo de vida. Para él, todo su universo era el imperio, y fue allí con su gran inteligencia, sin ser ajeno a la vida y acontecimientos de la época, donde logró desplegar una gran obra literaria: original, de un elegante latín y brillantez expresiva. Como cristiano, se caracterizó por un rigorismo moral y una gran agudeza teológica y sin duda alguna fue el forjador del latín cristiano (Alcover, 2000:237-238; Vidal, 2010:94). Poco a poco, con su espíritu rigorista e inquieto empezó a enfrentarse con la jerarquía debido a ciertos aspectos de la práctica cristiana. Sus excesos verbales, su espíritu exaltado, el creerse como el único dueño de la verdad, hicieron que se ganase a pulso varios reproches y desconfianza por varios miembros de la comunidad cristiana. Tertuliano, Se trata de la rica burguesía dedicada a las actividades económicas y judiciales (clase de los caballeros), que es distinta a la nobleza de los cargos públicos denominada orden senatorial. 1

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pensaba que se atenuaban las exigencias del cristianismo, por eso la expectación escatológica, el rigorismo ascético, el florecimiento espiritual y el respeto a la regula fidei fueron los aspectos que sedujeron al africano por parte de la nueva profecía. Esto le llevó a identificarse hacia el 207-208, con la nueva doctrina que le permitía desarrollar su postura, el montanismo. Si bien, éste movimiento al principio era considerado en Cartago como una corriente extrema dentro del seno de la comunidad católica, cuando pasó a ser considerado herético, llevó a que la gran Iglesia tomara la decisión de marginar al cartaginés (213-214). A pesar que después abandonó esa comunidad, supo valerse de elementos cristianos y montanistas, terminando sus días en la secta tertulianista. Finalmente, parece que murió en soledad después del 220 (Grossi, 1987:57-70; Rambaux, 2005; Sotomayor y Fernández Ubiña, 2006:276-278; Meulenberg, 2006:331-340). A pesar que así se dio su vida, destaca por su magnífica producción literaria, que fue muy leída en todo el mundo cristiano. La mayor parte de sus escritos coincide con el período del emperador Septimio Severo (193-211 d. C) y su actividad como escritor cristiano se la suele fijar en torno al 213, cuando se separa de la Iglesia de Cartago. Pero antes, desde el momento de su conversión al cristianismo (alrededor del 193), ya puso todo su bagaje cultural al servicio de la nueva religión (Leal, 2010:1371). Él con su carácter impetuoso y su ardiente energía se convirtió en un apasionado por la verdad, puesto que consideraba que todo el problema del cristianismo y del paganismo se reducía a la vera vel falsa divinitas. Así, pasó a ser un gran defensor del cristianismo y a atacar al paganismo como a los movimientos heréticos (marcionistas, gnósticos y judaizantes) por medio de una intensa labor literaria. En ellas combina el discurso jurídico y apologético, y su inspiración básica se encuentra en la Biblia y en la cultura pagana. La misma vida y obra de Tertuliano nos lleva a situarnos en el contexto socio-histórico y eclesial del siglo II y III d.C. (Syme, 1971; Piganiol, 1981; Teja, 1990; Santos, 1996; Telfer, 1961:512-517). En pleno siglo II, África era una de las principales provincias romanas, concretamente en la época de los Antoninos (138-192), llegó a ser la zona más prospera del Imperio. Se caracterizaba por tener una floreciente agricultura y

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una gran masa poblacional (6.500.000 habitantes). Pero, será Cartago, la ciudad más importante, por su cosmopolitismo y gran dinamismo comercial. En esa tierra que iba camino a alcanzar el apogeo económico, social y político, nació Tertuliano, bajo el gobierno de Antonino Pío (138161). Pero, su vida, ha transcurrido a lo largo de los siguientes emperadores: Marco Aurelio (161-180), Cómodo (180-192), Pértinax (192-193), Septimio Severo (193-211), Caracalla (211-217) y Heliogábalo (218-222). Las condiciones políticas de Roma, especialmente el ambiente pacífico de los Antoninos, contribuyó a la expansión geográfica del cristianismo por Oriente y Occidente. En cuanto a la evangelización de Cartago, parece ser que se inició muy pronto, hasta tal punto que pasará a jugar un papel fundamental para expandir la nueva religión por el Norte de África. Las huellas de este cristianismo africano nos remiten al año 180 con los mártires de Scillitum y lo podemos reconocer como una comunidad consolidada en la época de los Severos (193-235). Es más, a finales del siglo II se latiniza, tiene un gran número de fieles, lugares de reunión litúrgica, clero y otros testimonios de vida cristiana. Así, con la unificación lingüística, la Iglesia de África no tarda mucho en afirmar su cohesión y en tener una cabeza, la Roma del mundo africano: Cartago. Y a principios del siglo III pasa a ser la ciudad más cristianizada (Braun, 1992:189-208; Santos y García, 1994-1995:291-302; Santos, 1996:249263; Aguado, 2000:255-260). En esa iglesia floreciente, los cristianos tenían que convivir con judíos, paganos y otros grupos o movimientos que desde la tradición eclesiástica fueron considerados como heréticos. Así, ante los problemas más acuciantes que afectaban a la iglesia africana, a finales del siglo II, surgen los primeros apologistas cristianos, los africanos Minucio Félix y Tertuliano, los cuales escriben en latín (Vidal Guzmán, 2007:212-218). Estos, valiéndose de todos los conocimientos de la cultura latina, se sirven de los mismos, para defender las comunidades cristianas. Pero, a la vez, para difundir la nueva religión, a la que consideran única y verdadera. Por esta razón, se caracterizan por tener una postura descalificativa y atacante hacia las demás religiones del imperio romano (Ames, 2008:45-60).

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El Tertuliano cristiano, fue muy celoso de su religión y no soportaba la situación de privilegio que tenía el judaísmo en el Norte de África. Realidad que no solamente se dio en ese territorio, sino, también, en todo el Imperio Romano (segunda mitad del siglo II d.C). Esta cuestión había generado resentimiento y recelo entre los cristianos. Por eso, ante ese clima, Tertuliano, lanzó el principio de libertas religionis, entendida como libertad espiritual y como tolerancia religiosa (cf. Apologeticum 24– CCL I: 133-135; Ad Scapulam 2– CCL II: 1127). Lo que buscaba era que los cristianos pudieran dar culto a su Dios libremente y de que no sean vistos como una secta condenada a vivir en la ilegalidad. Si bien, Tertuliano luchaba por esa tolerancia religiosa hacia su comunidad de fe, sabemos de sobra, por el tono y los calificativos que utiliza en sus obras, que fue un intolerante frente a los judíos, los paganos y los herejes. Así, por ejemplo, escribe Adversus Iudaeos (cf. CCL II: 1339-1396), no con la intensión de convertir a los judíos, sino, para desviar a los paganos del proselitismo judío. Pero, también con la pretensión de demostrar que el cristianismo es el genuino heredero espiritual de Israel (Trevijano, 2009:124; González, 1994:103-114). En definitiva, los judíos, al no ser cristianos, eran considerados por Tertuliano como herejes. Es más, sostenía que por haberse cerrado al plan de salvación del Mesías, merecían la condenación (cf. Apologeticum 21, 16 – CCL I: 125; De praescriptione haereticorum 32, 2 – CCL I: 212-213). Contra los paganos tenemos Ad Nationes (cf. CCL I: 11-75) y Apologeticum (cf. CCL I: 85-171), obras compuestas por el 197. La primera, dividida en dos libros, contiene una refutación de las acusaciones contra los cristianos y una crítica ofensiva contra las divinidades paganas. La segunda, que es su obra más importante, va dirigida a los magistrados del imperio romano, pidiéndoles que administraran bien la justicia hacia los cristianos y que les permitieran practicar libremente su religión (Trevijano, 2009:124-125; Ames, 2005-2006:37-57). Además, presenta al cristianismo como una religión que se preocupa por la salud de los emperadores, que no es enemiga ni del Estado, ni de la humanidad. Finalmente destaca la superioridad de la verdad revelada y termina haciendo una exhortación al martirio, con su famosa frase: “la sangre

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de los cristianos es semilla de otros cristianos” (Apologeticum 50, 13CCL I: 171)2. Tertuliano, también se destaca por ser un gran escritor polemista, que no dudó en enfrentarse a las principales herejías y en atacar los argumentos de sus doctrinas. De manera general lo hizo con De praescriptione haereticorum, de forma particular con: Adversus Marcionem [207-212] (cf. CCL I: 441-726), Adversus Velentinianos [207-212] (cf. CCLII: 753-778), Adversus Hermogenem (cf. CCL I: 397-435) Adversus Praxean [213 ó +] (cf. CCL II: 1159-1205), etc. Todas estas obras, sin duda alguna, nos permiten comprender su concepción de herejía y su postura ante los herejes. 2. El texto y su estructura Nos enfrentamos a un tratado interesante, que versa sobre las herejías en general, las cuales, según Tertuliano, se dedicaban a engañar a los cristianos más débiles. Solían presentarse como cristianos fieles a las Escrituras y muy celosos de su fe. De esta manera, ejercían un considerable poder de seducción, hasta tal punto, que los cristianos corrían el peligro de convertirse en apóstatas. Ante esta realidad, considerada peligrosa para la comunidad cristiana, decide Tertuliano escribir esta breve obra para orientar a los fieles y ponerlos a salvos de los herejes. Pero además, para que conozcan el verdadero rostro de los grupos heréticos y la inconsistencia de sus doctrinas. a) Título y tipo de documento La obra se titula De praescriptione haereticorum, fue compuesta probablemente entre el 198 y el 200. En ella encontramos no sólo un cuadro general sobre la concepción de herejía, sino también, el modo de considerar lo herético por parte de Tertuliano, y más probablemente de la comunidad cristiana cartaginense (Gramalia, 1985:667-668). La pode2 “Nec quicquam tamen proficit exquisitior quaeque crudelitas vestra… semen est sanguis Christianorum”.

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mos catalogar como una obra “doctrinal polémica”, en la que Tertuliano, antes de rebatir por separado a cada hereje, prefiere hacerlo de forma global, valiéndose de un método más simple y resolutivo, por medio de “la prescripción” como argumento persuasivo (Vicastillo, 2001:78-82; Uribarri, 1996:378). Para algunos autores, esta prescripción es de carácter jurídico, objeción fundada sobre motivos diversos que simplifica o abrevia el proceso (Refoulè, 1957:14-24); para otros, es un elemento común de la retórica, fundamentalmente lógico o dialéctico (Fredouille, 1972:195-234; Uribarri, 1996:215-228). Pero, más allá del debate que mantienen los autores sobre la naturaleza de la praescriptio, lo que le interesaba a Tertuliano eran dos cuestiones claves: ¿A quién pertenece la Escrituta? ¿Quién está legitimado para hacer uso de ella? (cf. De praescriptione haereticorum 15-37-CCL I:199-218). Buscaba inculcar a sus fieles que no había derecho a lo que hacían los herejes con las Escrituras: la empleaban mal, la manipulaban, la amputaban. Por eso, debido a que usaban las Escrituras a su antojo, nuestro autor, les hace saber a los cristianos, que los herejes han perdido el derecho de usarla. En síntesis, que las Escrituras no les pertenecen, ni pueden usarlas, y por lo tanto no vale la pena perder el tiempo de admitirlos a un debate sobre ellas. b) Destinatarios Esta obra tiene como “destinatarios directos” los cristianos fieles de la iglesia de Cartago, que contemplaban con admiración el vigor de las herejías. Por lo tanto, Tertuliano, también admirado por la vacilación y el desconcierto de sus hermanos en la fe, ante el poder seductor de las mismas, decide dar a luz esta obra. Sobre todo piensa en los cristianos más sencillos y débiles en la fe de su comunidad, para hacerles las debidas advertencias y a la vez poder fortalecerlos ante la prueba. En cuanto, a lo que yo llamo, “destinatarios indirectos”, son los movimientos heréticos que pululaban por la zona, que son de esencia gnóstica. Sobre todo los marcionistas y valentinianos. También lo podemos decir de otra manera, identificando los padres de las herejías en cuestión: Marción, Valentín, Apeles, Nigidio y Hermógenes. Pero con una aclaración, que los tres

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primeros reclamaron la atención de Tertuliano, aunque no del mismo modo (Alcaín, 1990:71-92; Vicastillo, 2001:62-78; Monaci Castagno, 2010:803-807). c) Partes de la obra y síntesis de sus contenidos Sabemos que Tertuliano, por medio de esta obra, no quiso entrar en una confrontación de detalle, sino, que optó por recurrir a argumentos de tipo formal. Esto hace que el tratado tenga para algunos un tono deliberativo y judicial; para otros, con una clara orientación esencialmente de orden jurídico y eclesiológico. Pero, en cuanto a su forma estructural, responde a la construcción de la retórica clásica: un prefacio, el cuerpo del tratado y la peroración final (Alcover, 2000:239; Munier, 1980:257258). Más allá de estas breves consideraciones, paso a realizar el comentario a las distintas partes de la obra. –Praefatio (1-14) Desde el capítulo 1 al 5, versa sobre el vigor de la herejía: El punto de partida del texto hace referencia a ese clima de “admiración” que provocaban las herejías en Cartago y del peligro que suponían para los fieles. Ante esa realidad, Tertuliano, lanza una advertencia: no admirarse del poder de las herejías. La refuerza con una consolación: no hay que alarmarse de su existencia, puesto que estaba previsto su existencia para poner a prueba la fe (1, 1-2). Pero, a la vez, les ilustra con un lenguaje duro, sobre lo que son capaces de hacer las herejías: considera que han surgido para provocar “languidez y la muerte de la fe”, “la muerte eterna y el ardor de un fuego mayor”. También, se vale del ejemplo de la fiebre, diciendo que así como la abominamos y hacemos lo posible para evitarla, deberían combatir con fe recia el poder relativo de las herejías (2, 1-8). Finalmente, pretende hacerles reflexionar, que no vale la pena escandalizarse de los que se pasaron de una facción a otra, puesto que todos somos de condición pecadora. Mucho menos convertirse en jueces, puesto que no tenemos capacidad para juzgar el interior de las personas. El único que conoce el secreto de cada corazón es Dios (3, 1-7). Pero, en

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base a las Escrituras, termina considerando que los que desertaron de la comunidad cristiana, no eran auténticos cristianos. Y que de acuerdo a las enseñanzas del Señor y de los Apóstoles hay que huir de las herejías; de la perversidad de sus doctrinas, que con su proselitismo hacen apóstatas. A la vez, califica a los herejes como “lobos rapaces bajo pieles de ovejas”, “pseudoprofetas”, “falsos predicadores”, “pseudoapóstoles”, “falsos evangelizadores” y “anticristos” (3, 12-4, 5). Concluye realizando una interpretación de 1 Co 11, 18-19, sosteniendo que el Apóstol Pablo condenó las herejías como mayor mal que las disensiones y los cismas (4, 7-5, 5). En los capítulos 6, 1-7, 12, nos encontramos con la definición de herejía y una condensada narración de cómo actúan los herejes y el vínculo que tienen las herejías con la filosofía. Tertuliano, se basa en Gal 5, 20 para hacer una introducción a su concepción de herejía, considerándolas como Pablo, en uno de los pecados de la carne. Y apoyándose en Tito 3, 10-11, para calificar al hombre herético como perverso y pecador, que con su pecado se autocondena (6, 1). Seguidamente, aclara, que las herejías “cuya obra son las doctrinas falsas”, son llamadas “herejías en griego por razón de la elección de la que uno se sirve principalmente para enseñar o para recibir tales doctrinas”. Y por lo tanto el hereje, por su elección, se condena a sí mismo (6, 2). Es más, el hereje adultera la doctrina con plena libertad, contaminándola con doctrinas humanas, filosóficas. Por eso, no es posible pretender presentar un cristianismo estoico, platónico y aristotélico. El verdadero cristianismo, acoge con fe la doctrina divina y reconocen como auténticos maestros a los Apóstoles, que nos transmitieron las enseñanzas del Señor. Así, para Tertuliano, por un lado, las herejías se alimentan de la filosofía para falsificar la verdad. Y, por otro lado, los herejes y los cristianos, no tienen nada en común. No hay necesidad de curiosidad después de Cristo, ni de búsqueda después del Evangelio (6, 3-7, 13). En la Introducción, hay una segunda parte, en la que Tertuliano, se opone al “Busquen y encontrarán” (Mt 7, 7), que usan los herejes para introducir sus doctrinas. Y desarrolla tres posibles interpretaciones de este pasaje evangélico:

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–En la primera dice que estas palabras fueron dichas por Jesús al comienzo de su ministerio, dirigiéndose a los judíos para que puedan reconocer al Mesías. Sobre todo escrutando las Escrituras, para poder percibir el mensaje de Dios sobre su Hijo. A quienes también se les aplica el “llamen y se les abrirá”, puesto que por sus pecados se alejaron de Dios (8, 1-8). –En la segunda interpretación, considera que estas palabras iban dirigidas a los paganos, para que acojan con fe las enseñanzas que los Apóstoles trasmitieron motivados por el Espíritu Santo (8, 9-16). –La última lectura sostiene que las palabras del Señor fueron dirigidas a todos, pero para que esa búsqueda sea llevada a cabo por el creyente dentro de ciertos límites. No hay que buscar en el círculo de los herejes, porque ellos enseñan doctrinas opuestas a la fe cristiana, ni mucho menos cuestionar la “regla de fe”, puesto que fue enseñada por el mismo Jesús. En definitiva les pide a sus fieles, que si tienen fe, que custodien lo que creen, lo que ya han encontrado. Y que por lo tanto, ya no hay necesidad de búsqueda. Lo que salva es la fe y no la curiosidad (9, 1-14, 14). –Cuerpo del discurso (15-37) Ahora, nos adentramos en un gran bloque que constituye el cuerpo del discurso. Es una defensa o debate ficticio sobre las Escrituras (capítulos 15-37), en la que se discierne sobre el recurso y posesión de las mismas. Así, la declaración de la verdadera meta del trabajo la tenemos en 15, 4: “primero debe ser discernido a quién corresponde la posesión de las Escrituras, a fin de que no sea admitido a ellas aquél a quien de ningún modo corresponde”. Explícitamente critica la manipulación e interpretaciones de Marción y Valentín en base a los textos bíblicos. Luego vienen las dos fundamentales prescripciones para dilucidar a quien le corresponde de verdad las Escrituras. Desde el capítulo 15 al 18, Tertuliano consciente de que ambas facciones (cristianos y herejes) aceptan las Escrituras como norma de fe y de conducta, toma una posición clara y firme: “no admitirlos a ninguna

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discusión sobre las Escrituras”, porque considera, que para poder usarlas, antes hay que aclarar quién es su legítimo propietario. Y además, rechaza el debate en base a las Escrituras, porque el mismo Apóstol lo ha prohibido, y porque es un recurso inútil ya que los herejes adulteran los textos a su antojo y conveniencia (15, 1-17, 4). Ahora bien, admitir el debate tiene sus efectos negativos: los cristianos pueden salir con más dudas y los herejes les pueden acusar de que son ellos los que alteran el texto y construyen falsas doctrinas (18, 1-3). Seguidamente, en los capítulos 19, 1 al 21, 6, nos encontramos con unas premisas fundamentales, un breve cuerpo argumentativo, para pasar luego a las dos principales prescripciones: –La primera premisa tiene que ver con lo siguiente: “lo que ahora únicamente debe ser discutido: a quiénes corresponde la fe misma a la que pertenecen las Escrituras” (19, 2). Dicho de otra manera: que el legítimo propietario de la Escritura es el que posee la doctrina propia de la Escritura. –La segunda premisa brota de las siguientes palabras: “por quién y por medio de quienes y cuándo y a quiénes ha sido entregada esa doctrina por la cual se hacen los cristianos” (19, 2). Por lo tanto, la podemos expresar de la siguiente manera: sin necesidad de recurrir a las Escrituras, uno puede saber quien posee la auténtica doctrina. Basta recordar que la doctrina cristiana es una doctrina revelada. –La tercera premisa es que allí donde se encuentre la verdadera doctrina cristiana, tendremos la verdad de las Escrituras y su correcta interpretación (19, 3). Teniendo en cuenta que la doctrina cristiana ha sido revelada por el mismo Cristo a sus Apóstoles, y que estos luego la transmitieron a las iglesias fundadas por ellos y fue presentada a los paganos (21, 1-6). Se sostiene que existe una única iglesia, la que fue fundada por los apóstoles y de la cual todas proceden. Por lo tanto, tienen como única norma reguladora la “trasmisión apostólica” de “un mismo sacramento”. Así, llega a explicitar dos prescripciones: –“si el Señor Cristo Jesús envió a los Apóstoles a predicar, no deben ser admitidos otros predicadores que los que Cristo instituyó…” (21, 1).

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–“…eso no se debe probar de otro modo sino por medio de las mismas iglesias que los Apóstoles fundaron, predicándoles ellos mismos ya sea de viva voz, como se dice, ya sea, después, por medio de cartas” (21, 3). Para cerrar esta demostración, sólo le queda dar un paso más (21, 4-7): demostrar que es su comunidad y no la herética la que tiene la doctrina de las iglesias apostólicas (verdad vs. mentira). Así, la piedra de toque de la conformidad de cualquier doctrina con la tradición apostólica es la regla de fe. Finalmente añade que las iglesias de África, están en comunión con las iglesias apostólicas, cuestión que no cumplen las comunidades heréticas. Desde el capítulo 22 al 28, tenemos la refutación a las tres objeciones de los adversarios, que a la vez constituyen la defensa de las dos principales prescripciones antes mencionadas: • La primera objeción pone en duda la idoneidad de los apóstoles para transmitir la doctrina de Cristo, por ser pocos instruidos o pocos sinceros (22, 2). En definitiva, que no conocieron toda la revelación de Cristo. Para poder probar la ignorancia de los Apóstoles, los herejes se basan en el reprendimiento que Pablo hizo a Pedro y a los que estaban con él. Se refieren al conflicto de Antioquía según Gal 2, 11-14 sobre el trato de los pagano-cristianos. Además, se atreven a sostener que Pablo predicó un evangelio superior (23, 1.5). Tertuliano rechaza totalmente esta objeción, porque va contra el Señor que los envió a todos como maestros. Por lo tanto, lo supieron todo y además recibieron el Espíritu Santo (22, 3-11). Además, sostiene que la razón porque fue reprendido Pedro fue por un error de comportamiento y no de predicación (23, 10). Puesto que Pablo y Pedro son partícipes de la misma fe y predicación (23, 7). • La segunda objeción viene a decir que los Apóstoles no comunicaron todo a todos. Por lo tanto, hay dos tradiciones apostólicas: una pública y otra secreta (25, 1-2). Tertuliano, se opone firmemente a esta argumentación de los herejes, porque, se opone abiertamente al mandato de Jesús de poner la luz sobre el candelero para que alumbre a todos

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(26, 2-4). Además, porque, sería negar la petición encarecida que hizo Pablo de que todos tengan un mismo pensar y un mismo sentir, de evitar los cismas y discusiones en la iglesia (26, 9-12). • La tercera objeción pone en duda la idoneidad de las iglesias apostólicas para recibir y transmitir la enseñanza de los Apóstoles. Es decir, que malentendieron el mensaje (27, 1). Buscan justificar esta objeción, basándose en el hecho de que Pablo tuvo que reprender a los gálatas y a los corintios (27, 2-4). Tertuliano debilita la lectura que hacen los herejes, diciendo que las iglesias reprendidas se enmendaron y prueba de ello es que viven en comunión con las iglesias alabadas por Pablo. Es más, todas ellas comparten una misma doctrina (27, 5-6). En cuanto a la hipótesis de que todas las iglesias apostólicas erraron, no se sostiene. Admitirla, supondría que el Espíritu Santo descuidó el mandato de Jesús de guiar a las iglesias a la verdad plena. Por otro lado, de que todas se equivocaron en lo mismo, puesto que todas comparten la misma fe. Si de verdad, todas hubiesen herrado, no reinaría en ellas la unidad, sino la diversidad (28, 1-4). En los capítulos 29 al 37, tenemos un conjunto de argumentos de Tertuliano contra los herejes, para demostrarles que no tienen raíces apostólicas, que no poseen la verdadera doctrina y que las Escrituras no le pertenecen: –En primer lugar, nos muestra que las herejías son recientes, durante el desarrollo de esta demostración, tenemos una buena síntesis sobre las principales doctrinas heréticas y breves datos biográficos sobre los principales herejes: Marción, Valentín, Apeles, Nigidio y Hermógenes. A estos los considera falsificadores de la verdad y les pide que le demuestren con qué autoridad se presentaron en público (30, 1-16). Considera que lo verdaderamente cristiano es lo que fue trasmitido desde el comienzo del cristianismo y todo lo introducido después es extraño y falso (31, 1-2). Es más, que es absurdo considerar la doctrina anterior como herejía, ya que ésta es la que nos previene de las futuras herejías (29, 6). Y que las herejías no pueden reivindicar la verdad para sí (31, 4), sus doctrinas no provienen de la época apostólica y por lo tanto no son cristianas.

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–Por lo tanto, ni por el origen ni por sus doctrinas son apostólicas las herejías. Si se atreven a sostener que sus comunidades se remontan hasta la época apostólica, tendrán que probarlo, desplegando la lista de los obispos que tuvieron como garante o antecesor a algún apóstol, o que proviene de algún varón apostólico. Sin duda alguna, no pueden probarlo (32, 1-7). Lo que si demuestra Tertuliano, es que las herejías de su tiempo, toman elementos de las herejías del tiempo de los Apóstoles, que fueron señaladas y condenadas por éstos (33, 1-12). Pero, a la vez, les hace ver, que las herejías que existieron en tiempo apostólico, a pesar de ser doctrinas falsas y aberrantes, no formularon ninguna doctrina controvertida acerca de Dios como creador de todas las cosas. Cuestión que si lo hicieron las herejías recientes de mano de Marción, Apeles y Valentín (34, 1-3). –En definitiva, la doctrina cristiana es de la era apostólica y por lo tanto es verdadera. Además los Apóstoles nos la trasmitieron y la defendieron. La verdadera doctrina es propiedad de las comunidades cristianas. Luego, les invita a los herejes a confrontarse con la fe de las iglesias apostólicas, para hacerles ver quiénes son los legítimos y auténticos custodios de la verdadera doctrina (35, 1– 36, 6). En 37, 1-7 tenemos una conclusión en la que considera que los herejes no son ni propietarios de las Escrituras, ni herederos de la verdadera doctrina. No tienen sólidos fundamentos en cuanto a sus orígenes. En definitiva, no son cristianos y no se les debe admitir a ninguna discusión sobre las Escrituras. Así finaliza el núcleo del tratado y lo que viene a continuación es una especie de complemento. –Probatio (38-43) La probatio tiene dos bloques concretos. En el primero demuestra que los herejes manipulan las Escrituras. Y en el segundo, describe la conducta de los herejes: • Marción ha llevado a cabo una carnicería o total destrozo de las Escrituras. Valentín, aún respetándolas, se ha atrevido a idear un sistema conforme a las Escrituras (38, 1-10). Esta manera de proce-

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der es obra de los espíritus malignos, de igual modo, que se dio en la manipulación de las escrituras profanas. Las herejías son obras del diablo, puesto que busca pervertir la verdad. Además, no difieren de la idolatría, porque en el trasfondo actúa el diablo remedando los sacramentos cristianos en los ritos religiosos de la idolatría y adaptando las Escrituras cristianas a la fe profana. Las herejías pertenecen al mismo autor y a la misma actividad a los que pertenecen la idolatría (39, 1-40, 10). • Tertuliano nos detalla algunos abusos de la praxis eclesial de los herejes. Califica la conducta de los herejes como fútil, sin seriedad, sin autoridad, sin disciplina (41, 1). Considera a los herejes hombres soberbios (41, 4), rebeldes (41, 7), subversivos de la disciplinas (41, 3), destructores de la verdad (42, 2), falsos, engañadores (41, 3) y errantes (42, 10). No saben distinguir a los catecúmenos de los fieles, ni a los creyentes de los paganos (41, 2), permiten a las mujeres enseñar, exorcizar y tal vez a bautizar (41, 4). Hay falta de seriedad en cuanto a los servicios y ministerios (41, 6-8). Aún peor, el ministerio de la palabra es destructivo, interpretan el mensaje a su manera, para combatir a los que quieren mantenerse firmes en la fe, en vez, de dedicarse a convertir a los paganos o elevar a los que están caídos (42, 1-5). También discrepan entre ellos, pretenden imitar la libertad de sus fundadores para innovar a su arbitrio la fe, por eso, en el fondo las herejías son discordantes en muchos aspectos con sus fundadores. Finalmente, los cataloga como hombres libertinos, que tratan con magos, con charlatanes, con astrólogos, con filósofos. Su conducta ratifica el error de su doctrina: “la disciplina es un índice de la doctrina” (43, 1-4). –Peroratio (44) En la peroración final (44, 1-12), sostiene que todos deberemos comparecer ante el Señor en el juicio final para dar cuentas de nuestra fe. Por lo tanto, los herejes, también tendrán que hacerlo. Y con ironía, se imagina las respuestas que darían los herejes al Señor. Alegarían, que jamás fueron advertidos por Cristo y los Apóstoles sobre las herejías y

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justificarían la autoridad de sus doctores heréticos. Pero, a pesar de todo, se creerían merecedores del perdón. E incluso acomodarían la respuesta del Señor hacia ellos, con tal de salvarse. –Epílogo (44, 13-14) En pocas líneas considera que por medio de sus prescripciones ha llegado a la conclusión que las herejías en general no deben ser admitidas a la confrontación de las Escrituras. Y que piensa en el futuro, responder a algunas de ellas, de forma particular. 3. Algunos núcleos temáticos para comprender el contenido de la obra Simplemente he optado por explicar brevemente tres núcleos temáticos, por cuestión de espacio y de tiempo. Pero, además, porque considero que con los dos primeros (haeresis-regula fidei) podemos llegar al corazón del tratado. Además nos permiten reflexionar otros núcleos, como por ejemplo, el papel de las Escrituras en Tertuliano, su concepción de Tradición, de Iglesia, de verdadera doctrina, sobre el bautismo, etc. Y con el tercero (mulieres haereticae), pretendo recordar la involucración de las mujeres en las comunidades. a) Haeresis A lo largo del tratado, Tertuliano, utiliza el término haereticus, ya sea como sustantivo o como adjetivo. Por lo visto, emplea más el término abstracto haeresis, que el concreto haereticus, quizás, porque consideraba al fenómeno herético como una realidad autónoma (Mitre Fernández, 2003; Marcos, 2009; Grossi, 1998:1017-1019). Pero, también, nos define haeresis en el capítulo 6, 2, explicándonos que es de origen griego y que significa elección. Teniendo en cuenta que haereticus deriva de haeresis, podemos decir, de una manera sencilla y general, que el hereje es todo aquel que por elección individual va contra la regula fidei. Es un adversario de la doctrina verdadera que por haber tomado

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esa decisión se ha condenado a sí mismo. Lo que caracteriza al hereje es la arbitrariedad en su opción inicial (6, 3) como en la conducta posterior (42, 7-8). En Tertuliano, ambas palabras tienen una connotación negativa, peyorativa. Prueba de ello son por ejemplo los adjetivos que acompañan a haereticus: perversus (6, 1); damnatus (6, 1), extraneos, inimicos (37, 6-7). Lo vemos también en aquellas apreciaciones que hace sobre la conducta de los herejes: sine grauitate, (…), sine disciplina (41, 1), omnes tument (41, 4), rebellium (41, 7), etc. Es más, cuando considera que las herejías tienen origen diabólico y que se asemejan a la idolatría. En definitiva, las herejías eran un mal para la Iglesia Africana, hasta tal punto que estaba prohibido entrar en contacto con los herejes: “Aun admitiendo que nosotros tenemos que buscar todavía y siempre, ¿dónde, sin embargo, se debe buscar? ¿Entre los herejes, donde todas las cosas son extrañas y contrarias a nuestra verdad, a los que nos está vetado acercarnos?” (12, 1). Conviene recordar que en la primera generación judeo-cristiana, haeresis, no tenía una connotación negativa. Simplemente derivaba del lenguaje judaico para reconocer la legitimidad religiosa de varios grupos, como la de los saduceos y fariseos. De ninguna manera indicaba una disidencia heterodoxa. Pero, como vemos en el tratado, Tertuliano, se inspira en la visión paulina de 1 Cor 11, 19 y Gal 5, 20, en la que se nos narra la situación de divisiones y desacuerdos en la vida comunitaria especialmente durante la Cena del Señor. Así, por lo tanto, haeresis, es comprendida como escisión y el haereticus como el que provoca disensión. Quizás, también le interesaba a Tertuliano, hacer referencia a los textos de Gálatas (5, 20) y de Tito (3, 10), en el capítulo 6, 1, porque en la comunidad cristiana, la presencia de los heréticos creó varios problemas, concretamente la deserción de varios bautizados. Era una comunidad que estaba especialmente interesada en las prácticas penitenciales y que no favorecía la readmisión de los herejes, sino, más bien la expulsión. Es más, para Tertuliano, la fe confesada por los cristianos es incompatible con la confesada por los herejes, cuestión ésta que les hace estar fuera de la Iglesia. Y si esto ocurre, los herejes han abandonado la verdadera disciplina y su bautismo no es válido. Sólo, después del 210, una vez

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que haya cesado el proselitismo gnóstico, volverán a ser admitidos los herejes en el seno de la iglesia. Éstos, al ser considerados más o menos paganos, debían bautizarse de nuevo (Gramaglia, 1985:667-710; Munier, 1980:257-266). b) Regula fidei La regla de fe era una especie de compendio del contenido de la fe cristiana, cuya verbalización no estaba fijada como el credo. Pero, sin embargo, contaba de una serie de elementos que se repetían bajo diversas formulaciones. En cuanto a su origen, parece ser la instrucción catequética, destinada a los cristianos provenientes del paganismo, como para los judíos conversos. Por lo tanto, la regula fidei, no surgió como un arma para combatir a los herejes, sino, como un medio necesario para la vida interna de la Iglesia: proponer condensadamente lo esencial del contenido de la fe (Uribarri, 1996:374). Tertuliano a veces contrapone regula y disciplina. La primera hace referencia al contenido inalterable de la fe, la segunda tiene que ver con todo aquello que no pertenece al ámbito de la fe: las leyes morales, los ritos, las cuestiones disciplinares y aquellas doctrinas no expresadas por la regula fidei (Munier, 1984:77-90). Pero, esta dicotomía no es total, puesto que Tertuliano, a veces utiliza disciplina en el sentido de doctrina fidei (20, 1-4), como regula fidei (37, 1) y como disciplina/doctrina (6, 4; 19, 2). Lo que nos interesa tener en cuenta es que, ante las desviaciones doctrinales y la supuesta ortodoxia que querían defender los herejes, Tertuliano, utiliza la regla de fe. Y lo hace como formulación objetiva, normativa y vinculante de la fe de la verdadera Iglesia, la cual se caracteriza por su autoridad suprema, porque, se remonta a los apóstoles, y por medio de ellos a Cristo (Fernández, 2004:103-121; Alcaín, 1990:84-91). La regula fidei tiene otras características importantes. Por un lado, se identifica con el contenido de la revelación, de esta manera, es equivalente a fe (13, 1; 14, 4). Por otro lado, sirve como elemento objetivo de discernimiento, para saber si una doctrina es herética o no. Finalmente, sirve como criterio objetivo para saber si hay una buena interpretación

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escriturística que esté en conformidad con la doctrina revelada (12, 5; 19, 2-3). Así, hay una estrecha relación entre regula fidei, disciplina, sucesión apostólica y Escrituras; tesoros que pertenecen a la Iglesia y que la diferencian de las comunidades heréticas. Es más, no puede haber divergencia entre el contenido de las Escrituras con el de la norma de fe de la Iglesia, porque en esencia son lo mismo. Por eso, Tertuliano defendía el siguiente principio: las Escrituras pertenecen a la doctrina, son su propiedad (19, 2). De tal manera, quienes demuestren poseer la doctrina verdadera, tienen el derecho a la propiedad de las Escrituras (Vicastillo, 2001:104-105; Uribarri, 1996:375-376). c) Mulieres haereticae En el marco de la argumentación que hace Tertuliano de que los herejes no tienen derecho a interpretar las Escrituras porque no son suyas. Al final de la obra, en el capítulo 41, 5, hace una consideración de la actividad ministerial de las mujeres en las comunidades heréticas: “Las mujeres heréticas mismas, ¡qué procaces!, pues se atreven a enseñar, disputar, realizar exorcismos, prometer curaciones, acaso hasta bautizar”. Pero, estas palabras, no constituyen un ataque directo a las mujeres, sino, más bien una crítica a los grupos heréticos por promover ciertas desviaciones. Es más, la referencia a estas prácticas descaradas llevadas a cabo por las mujeres, es para demostrar las irregularidades y arrogancias que permitían los varones herejes. A la vez, nos ayuda a tener en cuenta que para Tertuliano, los ministerios estaban destinados a los varones laicos ortodoxos. Si bien creía que las mujeres poseían el don de la profecía, consideraba que no tenían el derecho de acceder al altar. Por lo tanto, podemos decir, que las mujeres quedaban excluidas de exorcizar, curar y enseñar, por su sexo (Madigan y Osiek, 2005:255-267; Marcos, 2006:17-40). A modo de conclusión Por medio de este breve recorrido, de acercamiento al De praescriptione haereticorum, teniendo en cuenta sus contextos, he tratado de

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mostrar que esta obra polémica-doctrinal de Tertuliano, es un escrito sólido y elegante de la antigüedad cristiana. Una herramienta del cartaginés para defender la fe cristiana en medio de un ambiente donde las herejías buscaban confundir y lograr más adeptos a sus filas. Por eso, es sin duda alguna, a pesar de la dureza de sus argumentos, un signo vivo de un verdadero testimonio de un cristiano en medio del Imperio Romano. A la vez, nos revela el contenido y valor de la regula fidei para nuestro autor y para sus contemporáneos creyentes. La importancia de custodiar las Escrituras y todo lo que han recibido por medio de la tradición apostólica. Finalmente, queda por decir, que es una obra en la que confluyen el gran caudal de conocimientos del norteafricano, que nos posibilita seguir abriendo nuevas líneas de investigación, que sin duda alguna ayudarán a comprender el cristianismo del siglo II y III, en una iglesia floreciente como la de Cartago. Bibliografía Obra objeto de estudio de Tertuliano R efoulé, R. F. (1954). Tertullianus. De praescriptione haereticorum: CCSL I, 185-224. Vicastillo, S. (2001). Tertuliano. Prescripciones contra todas las herejías, col. Fuentes Patrísticas 14. Madrid. Ciudad Nueva.

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Dios entre las mónadas. La centralidad del tema de Dios en algunas tesis metafísicas de G. W. Leibniz Federico Raffo UCA – Buenos Aires [email protected] Resumen En el presente trabajo, cuyas ideas fundamentales fueron expuestas en la revista Tábano, del Centro de Estudiantes de Filosofía de la Universidad Católica Argentina (n° 6, 2010, 103-112), buscaremos introducir ciertas tesis distintivas del pensamiento de Leibniz en lo que respecta a su metafísica, subrayando el papel de Dios en cada una de ellas. Fundamentalmente, las tesis a tratar son la teoría de las mónadas y dos teorías que se siguen de ella: la de la armonía preestablecida y la del mejor de los mundos posibles. Además, buscaremos mostrar que las pruebas de la existencia de Dios (o al menos dos de ellas: el denominado “argumento cosmológico” y el denominado “ontológico”) poseen subyacentemente una fundamentación metafísica. En este sentido, no nos centraremos en las pruebas mismas sino en su fundamentación.

Teniendo presentes las temáticas propuestas, hemos elegido, como textos de base, un grupo de opúsculos correspondientes al período tardío de la metafísica de Leibniz. Los opúsculos que principalmente utilizaremos son: La monadología de 1714 (nuestro texto principal), Nuevo sistema de la naturaleza y de la comunicación de las sustancias, así como de la unión que hay entre el alma y el cuerpo de 1695 y Principios de la naturaleza y de la gracia, fundados en razón de 1714 (como textos complementarios)1. Haremos alguna breve mención a opúsculos corres1 Nos valemos de Mercer y Sleight Jr. (1998) para obtener una visión de conjunto del pensamiento de Leibniz y para ordenarnos cronológicamente, donde se subraya que el primer período o período temprano de su metafísica finaliza en 1686, aproximadamente con su Discurso de metafísica. Recién 9 años después se publica el Nuevo sistema…, y es por eso que lo utilizamos como un texto de la metafísica tardía, aunque haya sido escrito 19 años antes que La monadología. Incluso, si bien en el Nuevo sis-

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pondientes el período temprano de la metafísica de Leibniz en caso de que encontremos una clara continuidad en la temática en cuestión2. 1. Las mónadas Para poder abocarnos más de lleno al tema de Dios, cuestión que aquí nos interesa, debemos dar inicialmente al menos una brevísima presentación de la teoría leibniziana de las mónadas3. El autor presenta a las mónadas como sustancias simples, lo cual significa que carecen de partes (§1) y que, así, se distinguen de las sustancias compuestas, las cuales son un aggregatum de sustancias simples (§2). Estas sustancias simples, por ser tales, carecen de extensión, figura y divisibilidad (§3). Estas mónadas tienen la peculiaridad de que no pueden ser cambiadas en su interior por otra mónada, lo cual significa que, en términos del autor, “Las mónadas no tienen ventanas a través de las cuales pueda entrar o salir algo” (§7). Esto no significa que las mónadas no cambien; de hecho, es un presupuesto de Leibniz que todo ser creado cambia (§10). Las mónadas sí cambian, pero no lo hacen en virtud de una influencia externa de otras mónadas creadas sino en virtud de un principio interno (§11). Que las sustancias simples cambien no debe presentarse como algo contradictorio. Ellas no dejan de ser simples por cambiar. Lo que sucede es que poseen cierta complejidad interna (Rutherford, 1998:133) a través de la cual se distinguen unas de otras por sus cualidades. Por eso, además del principio interno del cambio se requiere diversidad en aquello que cambia (§12), lo cual produce la variedad de las mónadas. Aquello que cambia debe comprender una multiplicidad en lo simple (§13), lo cual explica que en el cambio algo cambie y algo permanezca. tema… Leibniz no utiliza la palabra “mónada”, sí es cierto que es por estos años que Leibniz la toma, empleándola en una carta (que no terminó de redactar) al Marqués de l’Hospital, carta del 22 de julio de 1695. Ya desde 1696 comienza, de a poco, a utilizar este término con frecuencia (Rutherford, 1998:166, nota 24). 2 Todos los opúsculos utilizados han sido sacados de Leibniz, 2004. 3 Nos basaremos en La monadología. Los parágrafos que marquemos corresponden a este texto.

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Lo que permanece es la mónada misma, con su principio interno de cambio, la cual sólo podría dejar de ser por aniquilamiento, así como sólo podría llegar a ser por creación (§6). Lo que cambia son la pluralidad de afecciones y relaciones de la mónada (§13). A esto, Leibniz lo identifica con las percepciones de una mónada (Rutherford, 1998:134). En virtud del principio interno que la mónada pasa de una percepción a otra. La acción del principio interno, que la moviliza al tránsito de una a otra percepción, es llamada por Leibniz apetición (§15)4. Con los elementos que hemos mencionado hasta aquí podemos ver que las mónadas son y tienen un principio interno del cambio, tienen percepciones y tienen apetito. Este hecho tal como se presenta en las mónadas creadas tiene una correspondencia con Dios, la sustancia simple originaria (§47)5, aunque ciertamente lo que en las mónadas creadas se presenta de un modo limitado, en la sustancia originaria se presenta ilimitadamente. Leibniz subraya esta correspondencia, lo cual lo vemos cuando nos dice: “En Dios está la potencia, que es la fuente de todo; después el conocimiento, que contiene el detalle de las ideas, y, por último, la voluntad, que efectúa los cambios o producciones según el principio de lo mejor. Y esto responde a lo que en las mónadas creadas constituye el sujeto o base, la facultad perceptiva y la facultad apetitiva” (§48). De 4 Se puede apreciar que, respecto del cambio, de la dinámica, para Leibniz existe, metafísicamente hablando, una fundamentación que no es la proveída por el mecanicismo. Leibniz ha criticado al mecanicismo, sobre todo desde el punto de vista metafísico. Él no basta para dar razón del movimiento. Dicho de otro modo, el mecanicismo requiere una explicación metafísica que no sea mecanicista. Dice el autor en Nuevo sistema…: “[al comienzo] Sus maneras elegantes de explicar la naturaleza mecánicamente me encantaron, y despreciaba con razón el método de los que sólo empleaban formas y facultades, que nada enseña. Pero después, habiendo procurado profundizar los principios mismos de la mecánica para dar razón de las leyes de la naturaleza que la experiencia hacía conocer, advertí que la sola consideración de una masa extensa no bastaba y que era necesario emplear también la noción de fuerza, que es muy inteligible, aunque de la incumbencia de la metafísica” (§2). 5 En este punto de nuestra exposición suponemos las pruebas de la existencia de Dios, las cuales no trataremos. Las que aparecen en este texto, La monadología, previas al parágrafo 47, son: el argumento por el conocimiento de las verdades eternas (§§ 29 y 44), el cosmológico (§§ 36-39) y el denominado posteriormente en la historia como el “argumento ontológico” (§§ 40-41, 45). Para este tema, ver Blumenfeld, 1998.

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aquí en más nos proponemos analizar estas tres cosas, potencia, conocimiento y voluntad, comparando cómo se presentan en las mónadas creadas y cómo en Dios. 2. Potencia Como hemos visto, Dios es la sustancia simple productora de las mónadas creadas, las cuales “nacen por fulguraciones continuas” (§47), fulguraciones limitadas, en las mónadas creadas, por la receptividad de ellas. Esto no significa otra cosa sino que la mónada creada es limitada (§47). Supuesto el principio de razón suficiente, el cual fundamenta la prueba cosmológica6, Dios responde a la pregunta: “¿por qué existe algo más bien que nada?” (Principios de la naturaleza y de la gracia, fundados en razón, § 7). Existe algo porque Dios lo produce y porque tiene el poder de producirlo. Poder creador, ilimitado, del que carecen las creaturas, y que es, por tanto, propio sólo de Dios. El poder se encuentra en Dios eminentemente, así como todas las demás perfecciones (Principios de la naturaleza y de la gracia, fundados en razón, § 9). Las mónadas creadas, por su parte, carecen de este poder ilimitado. En efecto, Leibniz subraya que éstas poseen acción y pasión (un poder primitivo activo y un poder primitivo pasivo) (cf. Rutherford, 1998:139140). De este modo, Leibniz dice: “Así, se atribuye acción a la mónada en tanto que posee percepciones distintas, y pasión, en tanto que son confusas las que tiene” (§49). La acción es el cambio hacia nuevas percepciones distintas; la curiosidad aquí está en cómo se presenta la pasión. Respecto al poder pasivo, cabe subrayar que se trata de una suerte de resistencia natural al cambio antedicho, en la medida en que conlleva un cambio hacia percepciones confusas (cf. Rutherford, 1998:139-140), no distintas. Es, por tanto, una limitación del poder activo consistente con el carácter limitado o finito de la mónada creada. Evidentemente, en la medida en que las perfecciones creadas se encuentran de un modo eminente en Dios, Él no posee esta limitación (cf. Rutherford, 1998:168, nota 48).

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Ver el punto 3 de este trabajo, Conocimiento.

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Cada mónada, o por lo menos la mayoría de ellas7, posee ciertas percepciones distintas y una infinitud de percepciones confusas. Cada mónada, como punto que se representa todo el universo, posee una infinitud de percepciones; pero en su condición de creadas o limitadas se encuentran circunscritas, de modo que la inmensa mayoría de esas percepciones son confusas. Esto no ocurre con Dios: “Sólo Dios tiene un conocimiento distinto de todo, pues es fuente de todo. Se ha dicho muy bien que hace de centro en todas partes; pero su circunferencia no está en lugar alguno, puesto que todo le es presente inmediatamente, sin ningún alejamiento de ese centro” (Principios de la naturaleza y de la gracia, fundados en razón, §13). Esta imagen nos permite representarnos con Leibniz a Dios como algo ilimitado, como lo que carece de circunferencia. En este punto podría parecer que se nos presenta un problema: los cambios de una percepción hacia otra en una mónada se fundan en un principio interno, de modo tal que las infinitas percepciones que tiene una mónada de todo el universo no tienen su raíz en las acciones de otra mónada sobre sí. Sin embargo, las distintas mónadas tienen, todas ellas, percepciones del mismo universo. El problema es, entonces, el siguiente: ¿hay conformidad entre las percepciones de las distintas mónadas? Y si la hay, ¿cómo se funda tal conformidad? Leibniz responde: “Obligado, pues, a admitir que no es posible que el alma o cualquier otra sustancia verdadera pueda recibir algo de fuera, si no es por la omnipotencia divina, fui llevado insensiblemente a una opinión que me sorprendió, pero que parece inevitable, y que, por lo demás, tiene ventajas muy grandes y bellezas muy considerables; a saber: que es necesario decir que Dios creó desde un principio el alma o cualquier otra unidad real de tal suerte que todo nazca en ella desde su propio fondo, por perfecta espontaneidad con respecto a sí misma, y, sin embargo, en perfecta conformidad con las cosas exteriores” (Nuevo sistema… § 14). Hay conformidad, sí, así como las distintas perspectivas con las que se puede ver una ciudad corresponden, todas ellas, a la misma ciudad. Y Dios, quien sí actúa sobre las mónadas y de quien dependen, es quien sella esta conformidad, esta armonía. 7 Ver en punto 3 de este trabajo, Conocimiento, a propósito de la distinción entre las distintas clases de mónadas.

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El autor del sistema de la armonía preestablecida (nombre con el que él mismo solía firmar hacia el final de su vida) subraya que esta conformidad sirve para explicar dos cosas: la comunicación de las sustancias, de una mónada con otra, y la unión entre el alma y el cuerpo “sin tener que recurrir ni a una transmisión de las especies, que es inconcebible, ni a una nueva asistencia de Dios, que parece poco conveniente” (Aclaración del “nuevo sistema de la comunicación de las sustancias” para servir de respuesta a la memoria de Foucher, inserta en el Journal des Savants del 12 de septiembre de 1695, p. 33; cf. Nuevo sistema… § 14). Respecto a la unión del alma con el cuerpo, esta armonía fundamenta que haya un perfecto paralelismo entre lo que sucede en el alma y lo que sucede en el cuerpo. 3. Conocimiento Que en la mónada creada el conocimiento sea limitado, de acuerdo al grado de imitación respecto de Dios, y que en Dios sea ilimitado, nos subraya que la cuestión en torno al conocimiento es, primero y antes que nada, una cuestión entitativa. En este sentido, el conocimiento se nos va a presentar como el criterio para poder distinguir entre las distintas clases de mónadas (Rutherford, 1998:142). Así, Leibniz designa con el nombre de entelequias o mónadas en general a las que carecen de percepciones distintas y de recuerdos, con el nombre de almas a las que poseen percepciones distintas y memoria, y con el nombre de espíritus, finalmente, a las que, además, [a] tienen conocimiento de las verdades necesarias y eternas y [b] pueden reflexionar acerca de su propia naturaleza (§§ 19-30). [a] Conocimiento de las verdades necesarias. En un texto anterior a La monadología (Discurso de metafísica, punto I. De la perfección divina, y que Dios hace todo de la manera más deseable), Leibniz subraya que las verdades necesarias y eternas son las de la metafísica, las de la geometría y, además, las reglas de la bondad, de la justicia y de la perfección. La cuestión en torno a las verdades eternas se vincula directa e inmediatamente con el tema de Dios, en tanto que Él es la sede y el fundamento de las verdades eternas: “Esto se debe a que el entendimiento

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de Dios es la sede de las verdades eternas o de las ideas, de que dependen, y sin él no habría ninguna realidad en las posibilidades, y no sólo nada existente, sino tampoco nada posible” (§ 43). Precisando aún más, Leibniz subraya que las verdades eternas constituyen el objeto interno del entendimiento divino (§ 46), de tal manera que, aunque dependan de Dios, no son arbitrarias ni dependen de su voluntad. [b] Actos reflexivos. Del conocimiento de las verdades eternas podemos elevarnos a los actos reflexivos, los cuales proporcionan los objetos de nuestro razonamiento (§30). Con estos actos reflexivos es que podemos pensar en el ser, la sustancia, lo simple, lo compuesto, lo inmaterial y en Dios, “concibiendo que lo que en nosotros es limitado en él no tiene límites” (§30). A nuestro parecer (y pretendemos formular lo siguiente al modo de una hipótesis) a partir de lo recién dicho se sigue una fundamentación metafísica de los argumentos a favor de la existencia de Dios. Con “fundamentación metafísica” queremos subrayar el hecho de que las distintas posibilidades cognoscitivas (conocimiento de las verdades eternas y los actos reflexivos) se siguen del status ontológico del hombre (o, más precisamente, de la mónada espiritual), dado que las diferentes clases de mónadas se diferencian de acuerdo al grado de conocimiento que pueden poseer. En otras palabras, el conocimiento es una cuestión metafísica y no psicológica, y por ello, cognoscitivamente hablando, podemos arribar a la existencia de un ser necesario a partir de la contingencia o a partir de la posibilidad (siendo que los conceptos “necesario”, “contingente” y “posible” son metafísicos y no psicológicos). Así, respecto de la prueba cosmológica y de la ontológica podemos decir: • Que el hombre puede conocer a Dios de acuerdo a la prueba ontológica en virtud de que entitativamente está capacitado para realizar actos reflexivos, con lo cual puede pensar en Dios como lo ilimitado. Este hecho, junto con uno de los principios del razonamiento, el de no contradicción (§31), fundamentan la validez de tal prueba. • Que el hombre puede conocer a Dios de acuerdo a la prueba cosmológica fundando el proceder de sus razonamientos en el otro principio del razonar, el de razón suficiente (§32).

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4. Voluntad En el punto dos de este trabajo, Potencia, hemos subrayado que Leibniz se formula la pregunta: “¿Por qué existe algo más bien que nada?”. Inmediatamente después, el autor propone otro interrogante: “Además, puesto que algunas cosas deben existir, hay que poder dar razón de por qué deben existir así y no de otro modo” (Principios de la naturaleza y de la gracia, fundados en razón, § 7). Aquí lo que nos concierne es esta segunda cuestión. Si las cosas fueron realizadas de un modo y no de otro, fue porque Dios tuvo muy buenas razones para elegir un modo y no otro: “Esto es cierto sólo para las verdades contingentes, cuyo principio es la conveniencia o elección de lo mejor, en tanto que las verdades necesarias dependen únicamente de su entendimiento y constituyen el objeto interno de éste” (§ 46). Dada la existencia de las mónadas y de las verdades eternas, Dios ha dispuesto al mundo del modo más conveniente, del mejor modo posible. Las cosas existen porque Dios las ha producido; las verdades eternas existen porque Dios las ha entendido; como si esto fuera poco, las cosas están de este modo y no de otro (y respetando siempre las verdades eternas) gracias a Dios, gracias a su voluntad. Las cosas del mundo dependen de Dios no sólo en el hecho de ser y en lo que tienen de necesario sino también en lo contingente. Sin embargo, que lo contingente esté dispuesto de una manera y no de otra tiene su razón: en la medida en que Dios es perfecto, no podría haber dispuesto las cosas de un mejor modo. Dice Leibniz: “De la perfección suprema de Dios se sigue que, al producir el universo, ha elegido el mejor plan posible, en el cual existe la más grande variedad con el mayor orden; donde el terreno, el lugar, el tiempo están mejor dispuestos; donde el efecto mayor se produce por los medios más simples; donde las criaturas poseen el mayor poder, el mayor conocimiento y la mayor dicha y bondad que el universo puede consentir” (Principios de la naturaleza y de la gracia, fundados en razón, § 10). Dispuestas las cosas del mejor modo posible dado que éste es el mejor modo con el cual Dios supo disponer de las cosas, nos encontramos en el mejor de los mundos posibles.

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Creemos que es importante subrayar que, como en la última cita se manifestaba, el mejor plan posible implica que converjan dos variables, a saber: orden y variedad. Este hecho podría llevarnos a pensar que eventualmente podría haber un mundo con una mayor variedad que el actual, pero que, inversamente, poseería un orden menor, y por esto no sería aquél el mejor posible. Inversamente, podría haber un mundo con un orden mucho mayor que el actual, aunque con una menor variedad, y por tanto no sería el mejor posible. El mejor de los mundos posibles es aquel en que se presenta la mayor variedad y el mayor orden que puedan darse simultáneamente, equilibradamente. Conclusión Las tesis metafísicas que hemos considerado nos revelan patentemente la centralidad del tema de Dios en la metafísica leibniziana. Las mónadas, la armonía preestablecida, las capacidades cognoscitivas de las mónadas espirituales, el hecho de que este mundo sea el mejor de los mundos posibles, son, ciertamente, el núcleo metafísico de Leibniz. Y este núcleo metafísico pende, en su fundamentación, de la sustancia simple originaria. Es imposible entender estos temas sin hacer alguna referencia a Dios. El mundo, en su constitución, en sus posibilidades y en sus necesidades, no puede entenderse sin una referencia directa a Dios. Las cosas son por haber sido producidas por Dios; son de tal o cual clase según el grado con que imitan a Dios; se conforman unas con otras según un orden preestablecido por Dios; finalmente, el mundo en su integridad es el mejor que pudo haber sido creado por Dios dado que, en su perfección, no podría haber producido uno mejor. En su carácter de perfecto, no pudo crear sino lo más perfecto posible. Una visión del mundo sumamente optimista; optimismo que tiene un sentido plenamente teológico. ¿Es posible encontrar un autor que podamos llamar teocéntrico8 en la modernidad, período de la historia de la filosofía caracterizado, 8 Para evitar malentendidos: entendemos por “autor teocéntrico” aquel que pone, en el centro de sus consideraciones, a Dios.

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al menos superficialmente, por la ausencia de teocentrismo? No parece absurdo pensar en Leibniz como un autor teocéntrico ni, incluso, como un autor teológico. Y este teocentrismo excede la mera consideración metafísica, como la que aquí hemos hecho. Leibniz fue un hombre profundamente religioso que transportó su inquietud religiosa a su metafísica pero sin reducirla a ella. Hubo otros ámbitos en los cuales el autor entró en contacto con el tema de Dios. Por ejemplo: como diplomático, Leibniz tuvo un proyecto de reconciliación entre los católicos y los protestantes en Alemania (Ariew, 1998:27-29). Asimismo, el autor se ocupó, hacia el final de su vida, de la filosofía y de la teología del pueblo chino, afirmando, en una carta a Nicolas Remond de 1716, que los chinos convertidos al catolicismo no deben abandonar sus costumbres y rituales ya que su religión, aunque atea según Leibniz, estaba basada en una teología natural, y en este sentido, era compatible con el cristianismo (Ariew, 1998:37-38). El tema de Dios es, entonces, no sólo una preocupación metafísica, sino, al menos, también una preocupación “diplomática” y una preocupación religiosa. Es, en pocas palabras, una preocupación que recorre toda la vida de Leibniz en innumerables ámbitos. La experiencia de Dios que tuvo el autor fue, sin lugar a dudas, muy importante para su vida. Bibliografía Ariew, R. (1998). “G. W. Leibniz, life and works”: Jolley, 1998. Blumenfeld, D. (1998). “Leibniz’s ontological and cosmological arguments”: Jolley, 1998. Jolley, N. (Ed.) (1998). The Cambridge Companion to Leibniz. Cambridge. Cambridge University Press. Leibniz, G.W. (2004). Tratados fundamentales. Discurso de metafísica (traducción de Vicente P. Quintero, introducción de Francisco Romero). Buenos Aires. Losada. Mercer, Ch. y Sleight, R. C. Jr. (1998). “Metaphysics: The early period to the Discourse”: Jolley, 1998. Rutherford, D. (1998). “Metaphysics: The late period”: Jolley, 1998.

Temas de Actualidad

“Yo, argentino” o la ética política desafío filosófico del bicentenario: la ética del nosotros* Ramón Eduardo Ruiz Pesce Universidad Nacional de Tucumán [email protected]

“Yo, argentino” es, quizá, la expresión que mejor pinta nuestro carácter –o falta de carácter– político como argentinos. En esa fórmula se pone de manifiesto nuestra grave falla ética, nuestro usual desprecio por lo político y nuestra crónica falta de compromiso con lo público y con el bien común de nuestra Nación Argentina; todo lo cual –va de suyo– afectaría o afecta seriamente a nuestra argentinidad. Para dar cuenta de si este diagnóstico es cierto o no hay que afrontar el desafío que nos convoca el intentar “pensar la Nación (Argentina) hoy” desde el “aporte de la filosofía”. 1. La cuestión éticopolítica: de Sócrates a Lévinas Para poner en perspectiva esta cuestión es preciso rastrearla desde sus orígenes griegos y bíblicos o judeocristianos. Desde la perspectiva filosófica griega, partiendo de la trilogía áurea de Sócrates, Platón y Aristóteles, se encuentra acreditada paradigmáticamente la constitución del filosofar mismo como la imbricación entre ser hombre (ánthropos) y ser ciudadano (polités); el filosofar nace como una concepción antropológico-política; y la política, como ejercicio de ciudadanía, regida por la justicia. En Sócrates el filosofar nace como conciencia, y como * Texto de la conferencia pronunciada el martes 10 de agosto de 2010 en la VI Semana Agustiniana de Pensamiento – Pensar la Nación hoy: el aporte de la filosofía (9-13 de agosto de 2010) – Auditorio de la Parroquia San Agustín de Buenos Aires. El título de aquella conferencia: Yo, Argentino o la Ética Política. Ética de la razón responsable.

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conciencia inextricablemente política; eso explica el por qué de su condena a una muerte injusta a manos de la justicia de la polis ateniense; y hasta nuestros días sigue resonando con vigor la admonición socrática de que es preferible padecer la injusticia (política) antes que cometerla. En Platón la íntima imbricación de humanismo y política, de hombre y ciudad refulge en su caracterización de que el hombre es una ciudad en pequeño (el ánthropos es una micropolis) y que la ciudad es un hombre en grande (la polis es un macroanthropos). Tras esas huellas, Aristóteles acuñará un nuevo giro a la filosofía política a través de una doble sentencia filosófico o éticopolítica entrelazada significativamente al decir que el hombre es un animal político y que el hombre es un animal que tiene palabra. Y la correlación entrañable entre esas dos proposiciones se cifra en que el hombre es político porque tiene palabra y tiene palabra porque es político; y es en esta íntima vinculación entre la palabra de la política y la política de la palabra en la que se funda la posibilidad de la sana convivencia política regida por la “amistad cívica o política” de la que habla Aristóteles. Para encontrar el núcleo judeocristiano de la éticapolítica hay que remontarse hasta la encrucijada fraterna/fratricida del relato de Caín y Abel. Un filósofo político italiano, Antonio María Baggio, lo viene señalando con claridad y contundencia en sus estudios sobre la fraternidad, como principio político olvidado. Y allí nos dice que fraternidad es un concepto difícil si nosotros nos remontamos a los orígenes de nuestro pensamiento; a esos grandes ríos que luego se encuentran y dan vida a la civilización en la cual nos encontramos insertos. En la mezcla de civilizaciones en la que vivimos nos encontramos ciertamente con el primer episodio de fraternidad que se nos entrega en la tradición occidental; y que es el de Caín. Los primeros hermanos no se la llevan muy bien porque el primer caso de fraternidad es un caso de fraternidad negada. A esta relación entre Caín y Abel se vincula una cuestión de primogenitura. Caín es aquel que en su calidad de primogénito debiera dominar, en la concepción antigua de la personalidad corporativa, de manera que quien viene primero recoge en si a todos los otros. Caín advierte a Abel como un subordinado, digámoslo así, pero por una extraña razón éste, el se-

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gundogénito, tiene el favor de Dios. Es decir, el Dios que nos cuenta el Antiguo Testamento es imprevisible porque pone al revés las situaciones. Empieza justamente con Abel, tiene predilección por quien debiera estar sometido. Caín lo mata, y el aspecto interesante es que Caín se da cuenta de haber cometido un acto excesivo; es decir, que el mal que él ha causado era radicalmente subversor de todo el orden, por la consecuencia terrible que él obtiene, después que ha sido interrogado por Dios, quien le pregunta ¿dónde está tu hermano? Caín responde rechazando la responsabilidad por su hermano. Dice yo no soy el guardián de mi hermano; de manera que rechaza un orden que era aquel al cual él pertenecía. Caín se da cuenta que ha cometido un mal excesivo porque de ahora en adelante cualquiera podrá asesinar a él mismo. Dios interviene con una especie de segundo acto creativo de modificación de la esencia humana; es decir, marca a Caín, le impone una señal de reconocimiento de manera que Caín se distingue de los demás, para impedir que los otros hombres ejerzan la justicia sobre Caín, es decir lo asesinen. Esto es extraordinario porque Caín, como nos dice luego el Libro del Génesis, es el que funda la primera ciudad, Enoch. Es fuerte el vínculo entre el primer fratricida, el primer homicida, y el que funda la primera ciudad. Dice ciudad y no campamento; no mera convivencia tribal; ciudad, es decir, un lugar urbano ordenado por una ley. En la cultura del Antiguo Testamento Caín es el inventor de la política; la política nace para corregir el fratricidio de Caín. La ciudad es la posibilidad que se da nuevamente al fratricida de vivir la condición fraterna, aun habiendo asesinado al hermano. De manera que cuando nosotros hablamos de fraternidad, con esta premisa que el arquetipo fraterno tiene en esta tradición, nos estamos refiriendo a un concepto difícil, extremo y terrible. Lo difícil, extremo y terrible es que este concepto de la fraternidad viene atravesando la filosofía occidental –desde san Agustín en el siglo V a Emmanuel Lévinas en el siglo XX– en formas de decirlo y vivirlo no pocas veces ambivalentes, cuando no equívocas. El mismo Baggio indica que cuando se empieza a reflexionar en Occidente de política nos encontramos con Agustín de Hipona. Y entonces, aquellas primeras o tempranas comunidades cristianas ciertamente no tuvieron el problema de un ordenamiento político; es más, nos encontramos con una carta

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como la de Diogneto que teoriza sobre la ausencia o retracción del cristiano de la vida política: “Viven en el mundo como si no fueran del mundo”. Por lo tanto, no es el momento en el cual la comunidad cristiana se plantea el problema político; se lo plantearán más tarde. Dado que los cristianos no quieren dar culto al Emperador, en el cual no ven a un ser divino, porque sería idolatría, rechazan el orden fundamental del Imperio, el cual toleraba una infinidad de cultos, pero exigía que existiera un reconocimiento del fundamento divino de la autoridad. Los cristianos no lo hacen, por lo tanto, subvierten el orden, es gente peligrosa. Pero a La ciudad de Dios de san Agustín, se sabe, se la puede leer de diferentes maneras; y en tal divergencia de lecturas, o en el conflicto de esas divergentes interpretaciones puede hacerse de Agustín una insignia de un pensamiento teocrático que se inclina al fratricidio o de un pensamiento político secularizado, no secularista, que se orienta a una política fraterna. Por contrario imperio a las políticas fratricidas del césaropapismo o del papocesarismo, el pensamiento judeocristiano es, sin dudas, la primera operación de cabal secularización de la política, que pone proa a las políticas fraternas, en sentido secular o éticopolítico. Cuando leemos el “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 21) asistimos a esa fundamental distinción evangélica para discernir el orden secular o temporal del orden eterno. Ése es el legado filosófico y éticopolítico de Agustín cuando nos habla de los dos amores que fundaron dos ciudades: los ciudadanos de Jerusalén, la “ciuitas Dei”, que aman a Dios hasta el desprecio de sí mismos y los ciudadanos de Babilonia, la “ciuitas diaboli”, que se aman a sí mismos hasta el desprecio de Dios. Y esta distinción, como acontece en la parábola del trigo y la cizaña, no alude a cuerpos cívicos o políticos “externos”, sino que menta esa lucha que se libra en el interior del corazón de cada hombre y de cada pueblo para hacer crecer el trigo y disminuir la cizaña, en cada hombre y en cada pueblo… hasta que Dios, y sólo Dios, discierna al fin de los tiempos… o en la tarde de la vida de cada hombre o mujer, el destino de la bienaventuranza que le cupo a cada quien. Emmanuel Lévinas, pensador judío nacido en Lituania, tras las huellas de Franz Rosenzweig, pensador judío alemán, ha producido la mayor revolución filosófica en el campo de la ética, instaurándola como

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“filosofía primera” o metafísica. Y tal giro metafísico de la ética conlleva un abandono del paradigma del ser, o, lo que es lo mismo, de la primacía de la ontología fundamental. Desde Parménides a Heidegger, pasando por Hegel –entre muchos otros grandes pensadores, con todos los matices diferenciadores que hayan que añadirse– la filosofía se acogió a una cuestión metafísica, entendida “ontológicamente”, en la que la pregunta fundamental es “por qué hay ser y no más bien nada”. Si, como decía Aristóteles, el ser se dice de muchas maneras; el joven Heidegger consagró su vida a intentar dilucidar cuál sería ese sentido primero y primario de “ser” del cual se derivarían el resto de los plurales significados ontológicos. Aquí se cifra el inicio del itinerario de su pensar “ontológico fundamental”, donde el “ser” es el horizonte último del cual se derivaría las interrogaciones ontológicas fundamentales. Y es la ontología, no la ética, la disciplina filosófica fundamental. Tempranamente Lévinas acomete una crítica radical de esta primacía de la ontología fundamental de su maestro Heidegger, pues el joven filósofo judío, ya en su breve escrito Algunas reflexiones filosóficas sobre el hitlerismo (1934)1, comienza a vislumbrar en los entresijos de la magna obra heideggeriana Ser y Tiempo (1927) una filosofía de la injusticia y un alegato de inhumanidad. Ya entonces se dejaban leer ciertas “afinidades electivas” entre esa obra del filósofo de Friburgo y Mein Kampf de Adolf Hitler; en los años ochenta Lévinas ya había desarrollado buena parte de su obra más importante, y añade a ese opúsculo un epílogo en que deja sentada expresamente esa correspondencia entre Heidegger y Hitler, dos emblemáticos exponentes de una filosofía y una política de la mismidad, el egoísmo y la injusticia; en desmedro o negación, simple y llana, de la alteridad. Desde Jonia hasta Jena, desde los presocráticos hasta Hegel, había dicho Rosenzweig, la filosofía vino abogando por esa identidad o mismidad entre ser y pensar; el filosofar quedó así circunscripto a ser 1 Es un escrito de anticipación, por no llamarlo profético, de lo que sería la Shoa, pues es publicado en la revista católica francesa Esprit, dirigida por Emmanuel Mounier, al año siguiente al que Hitler asumiera el poder total y totalitario en Alemania, y al que Heidegger asumiera el primer rectorado nazi de la Universidad de Friburgo en Brisgovia.

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idealismo y esencialismo. Desde la misma Jonia presocrática hasta el Friburgo heideggeriano, a pesar de autoproclamarse atenta a la “existencia”, se radicaliza esa misma filosofía y política de la mismidad. Y, tanto la Lógica como la Ontología acunadas en esa matriz de Mismidad y Esencialismo vienen ejerciendo una violencia letal en contra del Otro. Rosenzweig alertó sobre la deriva políticamente totalitaria que se desprendía de la pretensión hegeliana de un Saber Absoluto, que partía de Sí Mismo y retornaba a Sí Mismo, por la mediación (y neutralización) de lo Otro que Sí Mismo. Tras sus pasos, Lévinas estará atento a los dos filosofemas primordiales que legara Rosenzweig; el Tiempo y el Otro: “necesitar del Otro para lo más propio y, lo que es lo mismo, tomar en serio al tiempo”, tales las dos tareas del filosofar nuevo, que rompía con el pensar “renovadamente” envejecido en que el Otro es olvidado o neutralizado y lo Mismo ejerce su prepotente violencia sobre él. O se filosofa desde Sí Mismo para Sí Mismo o se filosofa desde el Otro, haciéndose responsable infinitamente por el Otro. Todo cambia si cambia ese punto filosófico de partida, como –en contrapunto– se contrapone la “Ontología Fundamental” heideggeriana de la “Ética de la Responsabilidad Infinita” levinasiana: ser-para-mí o ser para-otro; ser-para-la-muerte o ser-contrala-muerte; guerra de todos contra todos o paz mesiánica; por qué hay ser y no más bien la nada heideggeriana o por qué hay bien y no más bien mal levinasiana… y así siguiendo. De la tríada de la Revolución Francesa “libertad, igualdad, fraternidad” el monoteísmo ético levinasiano, como no puede ser de otro modo, privilegia a la fraternidad –pero, una vez más, en sentido filosófico, no teológico o religioso–. La noción de fraternidad coimplica, obviamente, a la de paternidad, pero el padre compartido entre los hermanos no debe ser entendido ni biológica ni teológicamente. Este “monoteísmo” levinasiano, se ha dicho, debe ser comprendido éticamente –y ética, recordemos, comprendida como filosofía primera o metafísica–; ello significa que la fraternidad no se debe a relación genética alguna compartida con un ser parental. Esta individualidad o singularidad ética no es la de una relación genérica, sino la de un yo único que es interpelado para hacerse responsable infinitamente por el otro. Para Lévinas el hombre, en su

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finitud, es creado a imagen de Dios, como responsabilidad infinita por el Otro, con anterioridad a la infinitud de su libre albedrío. Habitualmente nosotros pensamos que si A es hermano de B, entonces B es hermano de A. La hermandad “lógica” es simétrica. Éticamente hablando, aquí, la hermandad es asimétrica. Es la radical e imprescriptible asimetría de lo interpersonal; la asimetría de la intersubjetividad ética. También la intersubjetividad se dice de muchas maneras, un breve repaso de ellas nos permitirá pasar desde Hegel a Lévinas, por las intermediaciones de Husserl y Heidegger. Hegel, desmarcándose de la subjetividad trascendental kantiana –amputada individualistamente de una “lógica” que abrazara lo intersubjetivo– inauguró en su Fenomenología del Espíritu la reflexión filosófica de lo intersubjetivo, sui generis, afirmando en ese periplo del Espíritu Absoluto en su despliegue, cómo en el tránsito de la “Autoconciencia” hacia la “Razón” o “Espíritu” tal despliegue dialéctico actualizaba “un yo que es un nosotros” hacia un “nosotros que es un yo”; esa es la intersubjetividad o el nosotros de la lógica dialéctica hegeliana. A fines de los años 20 Edmund Husserl, desde la novísima base de la Filosofía Fenomenológica que creara, afronta el desafío de pensar la intersubjetividad, pero –esta vez– desde la monadología o egología trascendental, según la cual la intersubjetividad queda circunscripta a los alcances de las intuiciones de esencia que no permiten superar una intersubjetividad o un nosotros, esta vez, sólo gnoseológico; siempre limitado a la violencia que ejerce el Mismo sobre el Otro. El “Ser-Con” (Mit-Sein) heideggeriano, como una estructura ontológica fundamental del “Estar” (Da-sein), a pesar de su velada apelación romántica al Volksgeist (Espíritu del Pueblo), no se libera del cerrojo de la hermenéutica de una Mismidad, para la que lo que cuenta es sólo la Interpretación (hermenéutica-ontológica) de “Mí Mismo”; como lo que cuenta, al fin de cuentas, es sólo el “Ser-Para– (Mí) –Muerte”; y la muerte del Otro me resulta indiferente. Lévinas es quien primero y más radicalmente plantea que la Intersubjetividad ha de ser Ética o no será. Sólo hay Ética del Nosotros si el punto de partida del filosofar – inmemorial y anárquico, dice Lévinas– es el Otro, y no soy Yo Mismo.

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La Ética del Nosotros levinasiana es una ética de la justicia y una ética de la responsabilidad infinita por el otro. Para caracterizarla viene a cuento ilustrarla con la metáfora evangélica de la paloma y de la serpiente. La ética de la serpiente es la ética maquiavélica, la ética del poder por el poder mismo; la ética de la paloma es la ética kantiana o del Quijote, la ética del deber por el deber mismo. El Evangelio enseña que hay que ser astutos como la serpiente y prudentes como la paloma; y allí se encuentra el quicio de una Ética de la Responsabilidad Infinita, que tiene por cometido responder al otro, responder del otro y responder por el otro. Y no hay que diluir o confundir esta ética de la responsabilidad con otras al uso –desde Max Weber a Jürgen Habermas, para citar dos notorias–, que son variantes más o menos larvadas de otras tantas Éticas y Políticas de la Mismidad. La ética como filosofía primera levinasiana, por otro lado, tampoco puede homologarse o confundirse con éticas de paloma, o idealistas, pues éstas son éticas desencarnadas; no atienden al prójimo, como ironizaba un discípulo de Kant, es una ética de las manos limpias porque no tiene manos. El imperativo ético existencial levinasiano es intransferible; el Otro necesitado –el huérfano, la viuda, el extranjero– me interpelan; y a nadie puedo transferir esa responsabilidad infinita de ir en su auxilio; sacarme el pan de la boca para dárselo; no dejarle morir solo; sustituirlo. Ése es el imperativo de bondad y santidad filosóficas en las que estoy encausado ante el rostro del otro necesitado. 2. De la tragedia política y educativa a la revolución política y educativa pensada desde la Nación Argentina, hoy Desde el diálogo La República de Platón hay una doble coordenada ética, la educativa y la política (la Paideia y la Politeia), y no hay filósofo ni filosofía que, en forma expresa o tácita, no pague el tributo filosófico a la educación del hombre y la política del hombre que expresa su filosofar. Desde tal perspectiva cabe exponer aquí un doble laberinto trágico en el que está encerrada la filosofía actual; el de la doble tragedia democrática y educativa, que aspiran a evadirse de ese encierro.

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En Cristianismo y Democracia (1942) Jacques Maritain denunció lo que denominó la “tragedia democrática”, durante la Segunda Guerra Mundial cuando su país, Francia, estaba ocupado todavía por los alemanes, que “La tragedia de las democracias modernas consiste en que ellas mismas no han logrado aún realizar la democracia”. Y más allá de las atendibles causas políticas y económicas que coadyuvaron a ese fracaso, decía que “la causa principal es de orden espiritual (…)” ya que el “principio esencial” de las democracias modernas “viene de la inspiración evangélica y no puede subsistir sin ella”. Que durante un siglo “las fuerzas directrices de las democracias modernas” han renegado “del Evangelio y del cristianismo, en nombre de la libertad humana, y a las fuerzas directrices de las capas sociales cristianas, combatir durante un siglo las aspiraciones democráticas en nombre de la religión”. Y concluía, “La guerra ha despertado trágicamente a los hombres. Si las democracias ganan la paz después de haber ganado la guerra, será a condición de que la inspiración cristiana y la inspiración democrática se reconozcan y reconcilien”. Ese diagnóstico, que aspira a sostenerse legítimamente como una filosofía política se puede resumir diciendo que la tragedia democrática pivota sobre la falta de buenos políticos y de buenos ciudadanos; y esa transformación de los corazones de políticos y ciudadanos sólo será posible si se reconcilian ética y política. Después de la larga era amoral del maquiavelismo, que inauguró el nefasto divorcio entre ética y política, dice Maritain, hay que aspirar y trabajar denodadamente por la inspiración de acciones de buena ética y buena política, porque “no hay buena ética con mala política y no hay buena política con mala ética”. Análogamente a lo que Maritain planteó para la democracia, a finales del siglo XX lo hizo el médico argentino Guillermo Jaim Etcheverry para la educación en su libro Tragedia Educativa (2000). Dicho sucintamente, la tragedia educativa consiste en que somos malos alumnos y somos malos maestros. Y la razón de este fracaso de la escuela, ya lo señaló lúcidamente el pedagogo brasileño Paulo Freire. Su Pedagogía del Oprimido y su Educación como práctica de la libertad, en los tempranos años 70, denunciaban que “nadie educa a nadie; nadie se educa

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solo; todos –decía– nos educamos los unos a los otros en diálogo sobre el mundo”. La esencia de la escuela es el diálogo; la escuela será liberadora si el diálogo es liberador y emancipador de todas las injusticias. También el diálogo se dice de maneras equívocas. Frente a la verdadera educación, de la verdadera escuela dialógica se vienen erigiendo las escuelas de opresión e injusticia, las escuelas bancarias, que imponen el monólogo autoritario. No es una coincidencia fortuita que el pensamiento educativo y emancipatorio de Freire coincide con el pensamiento dialógico de Rosenzweig y Lévinas. El escritor argentino Leopoldo Marechal enseñó que de los laberintos sólo se puede salir por arriba; y el “arriba” del doble laberinto trágico democrático y educativo que acabamos de reseñar consiste en la doble revolución democrática y educativa que hemos de protagonizar. Y si no lo hacemos nosotros, los hombres y mujeres comunes y corrientes, de los pueblos y naciones, no lo podrá hacer nadie por nosotros. Es por ello que para terminar esta acotada tarea de pensar la Nación Argentina hoy desde la perspectiva filosófica, tenemos que acometer en esta instancia una caracterización y ejemplificación de la Nación Argentina hoy: de dónde venimos, a dónde estamos y a dónde queremos ir. Como decía Sören Kierkegaard sólo podemos comprender quienes somos, echando una mirada hacia nuestro pasado; y sólo podemos vivir cabalmente nuestra existencia, mirando hacia nuestro futuro. Hacer justicia a nuestra argentinidad es dirigir una mirada al complejo y rico entramado de las hebras que van entretejiendo nuestra historia, desde nuestros más remotos orígenes hasta nuestro hoy; y realizar la verdad y la justicia de nuestra destinación como Pueblo de la Nación Argentina es tener la valentía y la inteligencia para soñarnos en los sueños de las utopías más plenificadoras de las que seamos capaces: la de la pasión por la verdad y la justicia y la del compromiso por el bien común, en una opción preferencial por los pobres; afrontando la responsabilidad infinita por el Otro que nos dicta la Ética del Nosotros.

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3. Desafíos del Bicentenario Argentino: Pensar diacónico y dialógico para la Nación Argentina, desde la Mundialización de la Fraternidad y la Ética del Nosotros Emmanuel Lévinas, obediente discípulo de Rosenzweig, sabía la trascendencia del pensamiento nuevo, o pensamiento dialógico (dialogisches Denken), que había de revolucionar al pensamiento viejo o pensamiento lógico (logisches Denken). El pensamiento nuevo es dialógico porque es el pensamiento del tiempo y del otro, o, dicho resumidamente, es el tiempo del otro. En cambio, el pensamiento viejo, esencialista y monológico, es el pensamiento que neutraliza el tiempo, pues el tiempo es siempre aquí mi tiempo; es mi yo el que mide “el” tiempo. Hecha esta aclaración significativa es importante advertir el giro ético-metafísico que introduce Lévinas aquí: pensamiento dialógico, sí, porque en el diálogo verdadero siempre le hablo a alguien; la razón, solitaria y solipsista, en cambio, sólo se habla a sí misma; pensar es dialogar en silencio consigo mismo, decía Platón. Pero, antes del diálogo, dice Lévinas, está la diaconía; el servicio incondicional al otro; hacerme cargo infinitamente del otro necesitado; guardar para con el otro, siempre, una responsabilidad infinita. Como el resto del mundo, vacilante y crepitante a los golpes de la globalización, la Argentina del Bicentenario tiene que afrontar graves desafíos. Para resumirlos en dos ejes, filosóficamente considerados, tienen que ver con las asignaturas pendientes de la Revolución Democrática y de la Revolución Educativa. El vaciamiento de la cultura política que padecemos es grave, y no es cuestión de echarles las culpas a la clase política, porque ambos –oficialismo y oposición– son de la misma calaña corrupta que vienen llevando al país a la degradación e indignidad en la que estamos sumidos. ¿Quiénes son o quiénes somos, entonces, los responsables de tamaña decadencia, desgobierno y anarquía? A quienes habitamos este bendito suelo argentino, precipitadamente, nos resulta cómodo vociferar, ayer como hoy, que se vayan todos. Porque nosotros, para nuestro interior, decimos “yo, argentino”. Yo no fui; yo no tengo nada que ver con esto y no quiero tener nada que ver con esto. Hete aquí que ése es el problema de la gravísima falla y falta de Argentinidad. No

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tenemos el gobierno (y la oposición) que nos merecemos; tenemos la clase política que más se parece a nosotros. La asignatura pendiente de la Revolución Educativa, el meollo de la Tragedia Educativa –Argentina en particular–, es nuestra incapacidad como maestros y como alumnos de dialogar; y el diálogo será siempre de sordos si no respetamos incondicionalmente al interlocutor; si no escuchamos con ese mismo respeto y atención lo que nos dice, y si no le hablamos con ese mismo respecto y claridad. Sin diálogo no hay escuela; sin escuela no hay democracia. El grave déficit político, por otra parte, se cifra en la incuria o despreocupación respecto de lo público, y nuestra gravosa falta de compromiso por el bien común. El “yo, argentino” que está siempre pronto a salir de nuestros labios, porque es lo que rebosa de nuestros corazones, es la más explícita confesión del “principio irresponsabilidad” que signa nuestro fallido carácter argentino. Una vez más, una Nación Argentina y un pueblo argentino que quieran salir del doble laberinto trágico democrático y educativo en el que están encerrados, habrán de consagrarse con toda su mente, con toda su alma y con todo su corazón, a la pasión por la verdad y justicia y al compromiso por el bien común; en ellas consisten la Revolución Democrática y la Revolución Educativa que desafía a la adveniente conmemoración del Bicentenario de la Nación Argentina a cumplirse en el año 2016.

Reflexiones sobre el concepto de Nación* Alicia Di Paola Universidad Católica de Santiago del Estero Sede Buenos Aires [email protected]

En la Parroquia San Agustín de Buenos Aires se celebró el Bicentenario de la gesta de mayo de 1810 con un ciclo de conferencias propiciadas bajo el lema: Queremos ser Nación. Estimamos que las siguientes reflexiones sobre el concepto de Nación deben ser consideradas como una simple aproximación a partir de la cual intentamos contribuir a la celebración del acontecimiento histórico. Como puede fácilmente advertirse, el hilo conductor de estas reflexiones está dado por la “Oración por la Patria” que rezamos los católicos argentinos desde 2003, mediante la cual nos dirigimos al “Señor de la historia” diciéndole: “Queremos ser Nación”. En esta perspectiva, nos pareció importante aprovechar este tiempo conmemorativo para meditar y preguntamos qué entendemos por Nación cuando rezamos. Si bien en la oración hay una “línea programática”, si fuera pertinente usar este término para una plegaria, nos pareció que estamos en un tiempo oportuno para profundizar en el tema. En particular, porque queremos ser nación supone asumir un compromiso con la construcción de la misma. Dos problemas se abren, dos cuestiones se pueden pensar: el querer ser y el qué queremos ser. Tal vez, deberíamos agregar una tercera: cómo queremos construir, cómo debemos construir los cristianos. El concepto Nación es polisémico, dificultoso de explicar. Las líneas de investigación que se abren son innumerables. Por ello, nos propone* Texto de la conferencia pronunciada el 28 de abril de 2010 dentro del ciclo Queremos ser Nación. Reflexiones en el contexto del Bicentenario (abril-noviembre 2010), organizado por la Junta Parroquial de la Parroquia San Agustín de Buenos Aires. El título original de aquella conferencia fue Nación: distintas visiones del concepto.

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mos en la medida de lo posible contribuir en algo, tan sólo en algo, a su precisión y esclarecimiento. Quizá, la falta de precisión del concepto se debe, como sucede con la mayoría de los conceptos de las ciencias sociales, por un lado a la inexistencia de consenso en el mundo académico, en la filosofía política o la ciencia política; pero también a que está ligado a la praxis concreta, a la construcción de la realidad histórico-política. A menudo, su ambigüedad es testigo de lo complejo de esta realidad. Un ejercicio intelectual y esclarecedor –que aquí no podemos hacer– sería mostrar por lo menos desde el siglo XVIII hasta nuestros días, cuándo y por qué el concepto de Nación es analizado y discutido, cuáles son las condiciones de contexto que acompañan el análisis y la discusión. La indagación de dicho concepto también se complica por el hecho de que existen términos que están asociados con él y que tienen similar imprecisión: pueblo, ciudadanía, comunidad, estado, patria, inclusive comunidad y sociedad. En la literatura que trata sobre estas cuestiones no es difícil notar el desplazamiento continuo de uno hacia otro en una misma argumentación, unas veces usados como sinónimos; otras, no suficientemente deslindados. Por otra parte, ya es un lugar común, estamos viviendo una época de cambios, crisis, transformaciones, nuevos desafíos, nuevas realidades que se abren ante nosotros y los conceptos para nombrarlas están todavía en construcción. Podemos hacer nuestras las palabras del monje benedictino de Sankt Galle, Notker, que comenzaba así una de sus cartas: “Querido amigo mío, que has nacido al término de una época…” (Instituto de Altos Estudios Económicos, 1954) y tal vez, esta es la razón por la que hablamos sobre estos temas in signo balbi, como tartamudeando… Estado – Nación Estado Estado y Nación se distinguen y vinculan. Se distinguen porque el Estado es un tipo de sistema político cuyo principio organizador es el orden jurídico, racional y convencional, orden jurídico que impera sobre un espacio geográfico que se denomina territorio y que demarca

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fronteras. Lo político se autonomiza y son las instituciones estrictamente “políticas” las encargadas de la toma de decisiones; se separa cada vez más lo público de lo privado o sociedad civil. Lo que le otorga legitimidad al poder es la Nación, de allí la definición de Estado: la nación jurídicamente organizada. La lealtad que en otro tiempo se depositaba en la tribu, la religión o el señor feudal se traslada al Estado. En el siglo XVIII y XIX surgen “las pasiones nacionales” y la política adquiere un temple religioso, aparece el mártir secular, los nacionalismos en su forma moderna (Chabod, 1987). A esta forma particular de sistema político se lo denomina EstadoNación o Estado Moderno porque surge en esa época histórica. También comienza a usarse en la edad moderna el término Estado con un sentido novedoso. “El problema del nombre “Estado” no sería tan importante si la introducción del nuevo término, en los umbrales de la época moderna, no hubiese dado ocasión para sostener que no solamente corresponde a una necesidad de claridad terminológica, sino que resolvió la exigencia de encontrar un nuevo nombre para una realidad nueva: la realidad del Estado, precisamente, moderno. Este debe considerarse como una forma de ordenamiento tan diferente de los anteriores, que ya no puede ser llamado con los antiguos nombres. Efectivamente es una opinión muy difundida y sostenida con autoridad por historiadores, juristas y escritores políticos que con Maquiavelo no se inicia únicamente el éxito de una palabra, sino la reflexión sobre una realidad desconocida para los escritores antiguos” (Bobbio, 1989). A su vez, sobre la unidad Estado-Nación y la delimitación territorial se estructura el orden internacional. La constitución de este orden puede ubicarse a partir del Tratado de Westfalia (1648). Ello marca la vida histórico-política de toda la modernidad europea y no europea, y se proyecta hasta el siglo XX, en el cual esta forma de organización nacional e internacional comienza a ser puesta en cuestión. Caída y construcción de formas imperiales, sociedad o comunidad internacional, globalización o mundialización, se articulan especularmente con los sistemas políticos particulares produciendo cambios en ambos. La interacción externointerno es constitutiva de lo político. Con el Estado Nación se instaura una forma particular de esa vinculación.

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Desde la dimensión política, entonces, Estado y Nación están profundamente asociados; esta asociación se identifica con un nombre: Argentina, Francia, Brasil, etc. Nación Ahora bien, ¿cuándo aparece el término Nación? Es en el Medioevo y con las Universidades (Chabod, 1987) que este concepto adquiere un uso que, si bien está alejado de la dimensión política a la que hacíamos mención anteriormente, resulta novedoso y significativo. La universidad era una institución que hoy podríamos llamar globalizada; a ella acudían estudiantes de distintas zonas de Europa. Estos se organizaban conforme a la lengua, las costumbres o los lugares de origen. La etimología de la palabra Nación, es nacer. Así por ejemplo, Copérnico que había jurado fidelidad al Rey de Polonia, cuando se inscribe en Bolonia lo hace en la natio germanorum (Vernet, 1974). Nación desde este punto de vista no significaba una dependencia jurídica, ni política. En el Renacimiento y acompañando el lento surgimiento del Estado en el sentido antes mencionado, el término Nación comienza a ser utilizado para referirse al “carácter” de los pueblos relacionando este carácter con distintos factores, como el clima por ejemplo. Posteriormente, estos factores se amplían. Como determinantes de ese carácter aparecen la tradición histórica, la moral, la política o lo religioso, y se escriben los ensayos sobre el carácter de las naciones. En 1691 Houdar de la Motte en el ballet La Europa galante construye el imaginario de las naciones. Así por ejemplo, los franceses son volubles e indiscretos; los italianos celosos y violentos; los españoles fieles y novelescos… (Chabod, 1987). Las naciones tienen un carácter, un modo de ser propio, pero hay que advertir que éste se relaciona con un sistema político determinado. Los análisis de las costumbres, del modo de ser colectivo, lo realizan hoy la sociología o la psicología social y se hacen presente también en lo que se denomina marca país. En la construcción del concepto Nación pueden encontrarse dos grandes corrientes filosófico-políticas: la voluntarista, ligada a la ilustración, y la organicista, al romanticismo (Galli, 2004).

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Con el romanticismo alemán aparece la lengua como fundamento de la Nación. Con J.G. Herder se inicia una manera particular de entender al hombre. Si antes se concebía una naturaleza humana común sólo modificada por el ambiente o la educación, el filósofo romántico establece una diferencia originaria: cada Nación es algo en sí misma, tiene una esencia, un quid. Cada Nación es, moralmente, un mundo. Herder es el creador del vocablo nacionalismo (Chabod, 1987). Los Discursos a la nación alemana de J. G. Fichte fueron publicados en 1808 y escritos durante la ocupación napoleónica francesa. En ellos se busca reafirmar desde un sustrato esencial el sentimiento nacional alemán. Esta sustancia cultural procura establecer o, está ya articulada, con el sistema político. La intención es la promoción de la Nación-Estado alemana. La Nación como unidad cultural, lingüística y religiosa se autoafirma en prosecución del poder soberano y tiende, al mismo tiempo, a cerrarse sobre sí misma. Esta manera romántica de entender a la Nación tiene su contraparte en Ernest Renan, quien afirma: “para nosotros una nación es un alma, un espíritu. Resulta del pasado, de recuerdos, de sacrificios, de glorias, con frecuencia de duelos y de penas comunes; en el presente, del deseo de continuar viviendo juntos. Lo que constituye una nación no es el hablar la misma lengua o el pertenecer al mismo grupo etnográfico; es haber hecho grandes cosas en el pasado y querer hacerlas en el porvenir… el olvido, incluso diría que el error histórico, son un factor esencial en la creación de una nación, y de aquí que el progreso de los estudios históricos sea frecuentemente un peligro para la nacionalidad… hemos visto lo que basta para crear tal principio espiritual, la raza, la lengua, los intereses, las afinidades religiosas, la geografía, las necesidades militares… una nación es un alma, un principio espiritual… dos cosas constituyen este principio, la una está en el pasado, la otra en el deseo, la voluntad de seguir viviendo juntos” (Renan, 1983). Esto es dicho por Renan en una conferencia en La Soborna en 1882. En 1870 comienza la guerra franco-prusiana como resultado de la cual Alsacia y Lorena son anexadas a Alemania. Históricamente la Nación, como fuente que legitima al Estado, se constituyó sobre una lengua común, una cultura, una religión común. Renan sostiene que no siempre esto es así, y cita el caso de Suiza. Es

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cierto, pero es cierto también que en su concreción histórico-política –y subrayamos política–, la Nación se identificó con una lengua común, el castellano en España, por ejemplo. Pero, si subrayamos política es porque no necesariamente dicha concreción está enlazada con una sustancia determinante de la Nación como es el caso en el romanticismo. ¿Puede hablarse de una comprensión católica del concepto de Nación? Sólo como débil esbozo a la resolución del problema recogemos lo que afirma J.C. Scannone en La nación que queremos (2004). La concepción de Nación se inscribe en la teoría política de Suárez, depende de la libre opción de los que la constituyen sin negar la sociabilidad natural. Esto lo dice refiriéndose al concepto “Nación” tal cual aparece en los documentos del Episcopado argentino. Por eso cabe la pregunta: ¿queremos ser nuevamente la Nación argentina? (Galli-Fernández, 2004). “Queremos ser Nación” implicaría, por tanto, afirmarse en la voluntad ético– política de querer vivir en comunión de destino, querer seguir siendo argentinos. Nación y Bicentenario ¿Cuál es la relación entre la Nación y el Bicentenario? ¿Por qué festejamos el 25 de mayo? Pregunta anodina podría pensarse. El 25 de mayo es para nosotros, los argentinos, el inicio de la patria. Aunque puede ser cuestionada desde el ámbito académico, si se le preguntara de sopetón a un historiador profesional cuándo comienza la Argentina, diría sin dudar el 25/5/1810 (Romero, 2007). A esta imagen han contribuido los textos escolares, afirma Romero. La Generación del 37 proclamó a Mayo como el momento fundador de la nacionalidad; la bosquejó Sarmiento y Bartolomé Mitre escribió la primera gran versión de la historia argentina que consagró en términos científicos la idea de que la Nación había nacido en mayo de 1810 (Romero, 2007). Pero fueron los historiadores que iniciaron con la moderna metodología de su tiempo la profesionalización de la historia a principios del siglo XX los que la legitimaron de forma erudita. Esta visión fue acep-

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tada aún por el revisionismo histórico. Historia-Geografía y Civismo contribuyeron a formar el “sentido común” de lo que es ser argentino, afirma Romero; contribuyeron a construir la conciencia nacional, la conciencia que los argentinos tenemos de nosotros mismos. Los textos fundadores como los de Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López proyectaron al pasado una Nación que ellos mismos estaban haciendo. Y los creadores de la nueva escuela histórica argentina construyeron una “historia nacional” con todo el rigor científico. La construcción del relato histórico fue obra de profesores del secundario que “cristalizaron la visión de la escuela nueva (historiográfica)” (Romero, 2007). La Nación existe, es anterior al Estado, nace en Mayo, se organiza a partir del 1853 y está asociada al territorio. La conquista y ocupación es la del territorio de la actual Argentina, el territorio es concebido como inherente a la Nación. Esta tradición se mantiene en los textos escolares hasta fines del siglo XX, mediados de los 80 según el autor citado. Somos conscientes que estamos soslayando, pero no por falta de relevancia, la constitución de la conciencia nacional a través de la filosofía y la literatura. Hablar del relato a partir del cual se funda dicha conciencia no significa negar el hecho histórico, ni pulverizar la conciencia argentina como muchos historiadores mediáticos pretenden, sin constituirla sobre la base del rigor histórico. No se trata de destruir esa identidad nacional anunciando que estamos sostenidos sobre una ficción. Se trata de reconstruirla reflexiva y racionalmente desde la situación histórica actual, la cual nos convoca a un desafío de identidad e integración novedoso. Nuestro imaginario colectivo nos dice que hubo un conjunto de próceres que realizaron la gesta de mayo. En 1826 Rivadavia propone construir un monumento en memoria de los autores de la revolución de mayo. Raúl Molina explica que el propósito de Rivadavia era “robustecer la tradición del país para despertar la conciencia patriótica y que gravitara por encima de intereses partidarios” (Molina, 1967). El debate en el Congreso y en la prensa fue intenso. Hubo razones que resultaron verdaderas excusas: la falta de agua corriente para alimentar la fuente del monumento, o que muchos de los participantes en la revolución o

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sus viudas estaban ya premiados, etc. Por las cuales este proyecto no se llevó a cabo. No obstante, las realmente significativas se manifestaron a lo largo del debate: ¿qué debía entenderse por “autores de la revolución”? Tal debate ponía en evidencia un problema más importante, preludio de lo que vendría: la disputa entre federales y unitarios. Por cierto, que también se mostraban las pasiones todavía fuertes de aquellos que habían intervenido en el hecho: “poco a poco, los oradores van tomando partido entre los dos bandos en los que se había dividido la sala: el uno partidario de la sanción con el Ministro de Gobierno a la cabeza y el otro con Paso y Gorriti por su rechazo” (Molina, 1967). Como dijimos, la primera cuestión se centró en el alcance de los términos autores de la revolución. ¿Quiénes eran los autores: los que la prepararon o los que la ejecutaron? Gorriti responde a esta cuestión cuando afirma que los sucesos de mayo habrían respondido a un movimiento general en toda América pero, dado que la revolución porteña contaba con el respaldo de la fuerza, es acá donde tuvo éxito, mientras que en las provincias se corría un gravísimo riesgo (Molina, 1967). Repensar la revolución de mayo incorporando las posiciones de los “provincianos” o de ese movimiento general en toda América ¿no abriría a la gestación de una nueva identidad nacional? Repensar el relato para crecer y para construir es una tarea racional y madura. Aunque no siempre acordamos con los puntos de vista y fundamentos sustentados en el libro ¿Qué es una nación?, la pregunta de Renan revisitada nos resulta interesante esta compilación organizada en torno a la significativa tarea de “repensar la Nación argentina”, incorporando la espacialidad y la revisión de la definición de Renan. Tomamos sólo uno de los artículos, ya que no es nuestro propósito el análisis exhaustivo de la obra, sino mostrar la tarea reflexiva que se está llevando a cabo en nuestro país, tarea que retoma investigaciones actuales realizadas en otros espacios. En síntesis, mostrar de algún modo la diversidad existente sobre el tema que nos preocupa. ¿Será porque el búho de Minerva levanta su vuelo al atardecer? El artículo seleccionado es Naciones y miradas de la historia, de la autora Alcira Argumedo, quien re-visita la definición de Nación dada

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por Renan. Recordemos lo esencial de ésta: una nación es un pasado y un futuro, el pasado se plasma en un relato fundante que es lo que se recuerda y también de ciertas cosas del pasado que hay que olvidar; por otro lado, es un futuro querido en común. Argumedo sostiene que el sentimiento de nacionalidad se ha construido sobre una ficción, sobre una determinada versión de la historia a lo que Jauretche denomina política de la historia. ¿Qué olvidó la narración argentina de su historia y desde dónde se piensa el olvido? El espacio desde donde se intenta pensar es la Patagonia. Como en todos los estados nacionales, “también en la Argentina existe una política de la historia concebida por sus clases dominantes, que se estructura y consolida a partir de fines del siglo XIX y tendrá a dos de sus máximas figuras en Bartolomé Mitre y Domingo Sarmiento. Es pertinente al respecto preguntarse desde la Patagonia cuándo comienza y cuál es la verdadera historia de sus territorios. Porque esa historia puede remitirse al 10.000 a.C. cuando arriban los primeros pobladores… quienes en tiempos más cercanos serán los Mapuches; o puede suponerse que la historia real recién comienza hace 120 años, luego de la Conquista del Desierto” (Argumedo, 2004). Nuestra autora trata de mostrar que esta forma de pensar la Nación desde la Patagonia y los aborígenes de la zona no puede sustentarse en la idea del progreso y en la forma civilización-barbarie con la que la tradujo Sarmiento, según la cual habría una cultura superior a otra. El esfuerzo de Argumedo sería mostrar cuáles son los valores propios de la cultura aborigen o las culturas autóctonas americanas. A diferencia de la civilización occidental, éstas constituirían sociedades de amparo, porque buscaban garantizar el bienestar del conjunto de sus miembros. Otro aspecto destacado de las mismas sería la forma en que se vinculaban con la naturaleza. Por último, el alto valor de la solidaridad y la reciprocidad. No obstante, estos pueblos (¿o naciones sin poder político?) fueron olvidadas, no consideradas para la constitución del Estado-Nación. No obstante, a partir de la reflexión y fundamentalmente de la praxis organizada, los pueblos originarios buscan, actualmente, redefinir la Nación. Este pensar desde un determinado espacio no es nuevo. Puede recordarse, por ejemplo, el intento de pensar la realidad africana desde la

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negritud (Aimé Césaire – Léopold Sédar Senghor) y la literatura sobre la conciencia primitiva (muy diferente a la de Lucien Lévy-Bruhl) elaborada en el siglo XX, durante el proceso de descolonización del África. A partir de estas consideraciones, tanto la de la primer polémica sobre la revolución de mayo, con la posición de Paso y Gorriti, como la del pensar desde la Patagonia mapuche, ¿cómo quedaría delineada la historia? Y lo que es más importante: ¿cuál es la propuesta de futuro?; ¿qué y cómo podemos construir juntos?; ¿habría distintas naciones que legitimen al Estado y éste sería un Estado plurinacional? Las naciones, ¿podrían también vincularse a distintos poderes políticos y la forma Estado-Nación, que denominamos con un nombre propio, desaparecería? ¿Cómo se modificaría la constitución del territorio? ¿Creceríamos hacia formas confederadas? ¿O la estructura sería regional? Son sólo algunas preguntas posibles. Preguntas para pensar las tensiones de la realidad actual, de esta realidad que se está haciendo en el interjuego y la trama de distintos actores y miradas. Crisis de la Nación Según Scannone, en los documentos del Episcopado sobre la situación argentina se nota un agravamiento de la crisis cultural y de la identidad nacional argentina. Por eso hay un llamado a ser Nación. Lo interesante es que se hable de crisis moral. La crisis conlleva siempre perplejidad, cambio en las creencias, confusión… La crisis dice acerca del final de algo conocido y el inicio de lo nuevo desconocido, ante lo cual sentimos vértigo. Pero lo interesante de remarcar moral es que entre ese final y el nuevo comienzo está nuestra libertad. De lo contrario no sería crisis moral. Puede haber lucha, drama, pero no agonía trágica. Los hombres de mayo discreparon entre sí. Los de 1826, cuando miraron la historia, también discreparon. Nosotros nos enfrentamos asimismo con distintos puntos de vista para mirar y evaluar el pasado, el presente y el futuro. Pero al decir crisis moral, se anuncia una buena noticia, porque estamos afirmando que no hay determinismos inexora-

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bles, no hay bloques ontológicos que organizan la lucha y construyen a pesar nuestro la “historia”. José Ingenieros en La evolución de las ideas argentinas (1918) dice: “…dos filosofías políticas inconciliables serpentean bajo la historia encarnadas en dos partidos antagónicos: el que intenta realizar la Revolución, concibiéndola como un cambio de régimen liberal y democrático, y el que procura impedirla limitándose a desear una sucesión administrativa respetuosa de los intereses creados por el antiguo régimen colonial. En los períodos críticos, la Revolución fue comprendida por minorías ilustradas que durante el año XIX procuraron imponer sus ideales a mayorías conservadoras que los ignoraban o los temían; el partido revolucionario tuvo sus personajes representativos en Mariano Moreno y Juan José Castelli, que extendieron jacobinamente su espíritu y su autoridad en los respectivos escenarios civiles y militar. Los más conservadores representados por las oligarquías de los municipios coloniales, no aceptaron los principios revolucionarios y se aprestaron a combatirlos bajo los auspicios de Cornelio Saavedra y Gregorio Funes” (Ingenieros, 1918-1920). Toda esta obra de Ingenieros intenta mostrar el serpentear de estos dos bloques en todos los períodos históricos que describe. ¿Es inexorable este enfrentamiento? ¿Es un enfrentamiento trágico o dramático? Pareciera que para Ingenieros es inexorable. Retomemos la caracterización de la crisis como crisis moral. A partir de ella y de la libertad que “serpentea”, podemos escuchar una buena noticia: hay historia. “En un sentido adecuado el término historia se emplea con referencia al hombre. Hay historia porque en el hombre se verifica algo nuevo, que no está predeterminado en las causas. La historia a nivel del hombre indica por tanto el conjunto de acontecimientos (distintos por consiguiente de los procesos de carácter puramente natural o determinista) que tienen su raíz en la libertad personal y en la comunidad humana (personal y cultural)” (Gevaert, 1980). Pero la primera y gran noticia es que: Jesucristo es el Señor de la historia. Él es la alegría de la esperanza que no defrauda. No hay fuerzas primordiales puras –reptantes o no– que arrastran la historia, ésta es el

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producto de nuestra libertad y nuestra responsabilidad: Él es el Señor de la historia. Esta buena noticia que nos alienta y sostiene en el querer ser Nación, hace que podamos realizar una pregunta más aún, pregunta que interpela nuestra responsabilidad: ¿cómo debemos construir si Él es el Señor de la historia? Construirla es tarea propia del hombre y construir la historia argentina es nuestra propia tarea, pero, ¿qué características tiene que tener la praxis cristiana? Nos parece ésta una reflexión interesante para culminar esta celebración festiva y pensante del Bicentenario de la Revolución de Mayo. Bibliografía Argumedo, A. (2004). “Naciones y miradas de la historia”: Vernik, E. (Comp.), Qué es una nación. La pregunta de Renan revisitada. Buenos Aires. Prometeo. Bobbio, N. (1989). Estado, Gobierno y Sociedad. México. FCE. Chabod, F. (1987). La idea de Nación. México. FCE. Galli, C. M. (2004). “Reconstruir la Nación, construir la Región”: Fernández, V. M. y Galli, C. M., La Nación que queremos. Propuestas para la reconstrucción. Buenos Aires. San Pablo, pp. 27-67. Gevaert, J. (1980). El problema del hombre. Introducción a la Antropología Filosófica. Salamanca. Sígueme. Ingenieros, J. (1918-1920). La evolución de las ideas argentinas, I. Buenos Aires. Talleres Gráficos Argentinos. Instituto de Altos Estudios Económicos de Sankt Gallen (1954). La nueva visión del mundo. Conferencia internacional sobre el nacimiento de una nueva era, la era de la perspectiva. Buenos Aires, Sudamericana. Molina, R. A. (1967). La primera polémica sobre la Revolución de Mayo: 1826. Buenos Aires [s.n.]. R enan, E. (1983). ¿Qué es una Nación? Madrid. Centro de Estudios Constitucionales. Romero, L. A. (Coord.) (2007), La Argentina en la escuela: la idea de Nación en los textos escolares. Buenos Aires. Siglo Veintiuno.

Centenario y bicentenario. Dos momentos para pensar argentina* Celina A. Lértora Mendoza CONICET – Buenos Aires [email protected]

Centenario y Bicentenario son dos momentos privilegiados para un balance sobre la historia del país, al que se puede añadir el Sesquicentenario. Promueven balances generales que tienen aspectos positivos y negativos. Son aspectos positivos: 1. Son ampliamente convocantes, diversos sectores, no sólo los profesionales de la historia, se sienten reclamados y motivados; 2. Logran difusión en los medios, y son más dialogantes que los estudios aislados; 3. Suscitan debates que pueden ser enriquecedores. Son aspectos negativos: 1. Pueden (y suelen) estar teñidos de la ideología imperante, sea de la cultura general, o del régimen imperante; 2. Estos balances son propensos a la simplificación y a los extremos; 3. Por lo mismo, pueden impedir una discusión serena, reforzando los extremos. A pesar de los peligros, considero que esos momentos han sido realmente hitos en la historia de la conciencia argentina y una mirada sobre cómo se celebraron estos fastos puede ayudarnos a recrear y revisar la imagen que a lo largo del tiempo, hemos tenido de nosotros mismos. 1. El Centenario Fue una celebración fastuosa en lo externo y a la vez produjo gran cantidad de material documental y literario. Una revisión, desde luego * Texto de la conferencia pronunciada el lunes 9 de agosto de 2010 en la VI Semana

Agustiniana de Pensamiento – Pensar la Nación hoy: el aporte de la filosofía (9-13 de agosto de 2010) – Auditorio de la Parroquia San Agustín de Buenos Aires.

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no exhaustiva, de este material, muestra un discurso “optimista” y “autogratificante”, con reiteración de conceptos como: “modernización”, “grandeza”, “progreso” etc., que coincide en general con el “tono” de la época. La Revista de Derecho, Historia y Letras que dirigía E.S. Zeballos, publicó durante casi una década el dossier “Crónica intelectual del Primer Centenario de la República Argentina. 1910-1916”, en forma sistemática hasta 1915 y luego más esporádicamente, intercalando con otros centenarios de la gesta emancipadora, como el combate de San Lorenzo, la Declaración de la Independencia, etc. Se publicaron diversos documentos producidos sobre todo en mayo de 1910, en diversas ciudades del país y por numerosas personalidades de la política, el clero y la intelectualidad. Es un dossier de más de 300 documentos. Hice un estudio más pormenorizado (Lértora de Mendoza, 2005). Los discursos son de variada extensión; algunos, muy breves, no llegan a una página, otros superan las 15, y en varios casos el editor los ha cortado o resumido, por lo que es posible que el original superara las 20 páginas. Esto no significa que los discursos largos contengan necesariamente mejor material que otros más cortos. Lo que sí puede apreciarse en los largos discursos, es que el aspecto relevante de los mismos queda rodeado (atenuado y hasta casi sumergido) por dos elementos complementarios que aparecen regularmente: la retórica semipoética patriótica y la narrativa histórica convencional. Las temáticas más relevantes fueron: 1. La valoración de los Hombres de Mayo. Incluimos en esta denominación no sólo a los que participaron puntualmente en 1810, sino a quienes contribuyeron a la historia militar y política hasta c. 1830. De los discursos surgen los siguientes datos: 1° El personaje más celebrado es San Martín, aún cuando no participó en 1810, pero a quien se considera no sólo el continuador de la lucha emancipadora, sino el personaje imprescindible sin el cual ella no se hubiera concretado.

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2° El segundo personaje más celebrado es Belgrano, pero no tanto por su participación en 1810 cuanto por la creación de la bandera, que siempre se menciona como símbolo de la patria. Belgrano pues, junto con San Martín, representan los símbolos de la patria. 3° En la nómina de los demás personajes celebrados hay variantes, pero en buena parte de los discursos se menciona a Moreno, Rivadavia, incluso Sarmiento (que queda fuera de los parámetros de celebración), junto con obvias referencias a quienes formaron la Primera Junta. 4° Aunque no se menciona a Rosas por su nombre, en casi todos los discursos, sean de tinte liberal o clericales, que en pocas frases pretenden dar una visión de toda la historia, se mencionan “los tiempos oscuros” de la anarquía y el despotismo, como un mal que fue preciso superar. En síntesis, los discursos, que en otros aspectos evidencian notorias diferencias y oposiciones ideológicas, en este punto son un claro ejemplo de lo que podríamos llamar “la historia oficial” argentina anterior al revisionismo. 2. La idea de progreso. Este es un punto omnipresente, y de general consenso: la Argentina ha realizado un significativo progreso en un siglo y a pesar de los “tiempos oscuros” antes mencionados. El tono es siempre seguro y positivo, aunque con diferentes matices, que contribuyen a la mesura, y expresan las condiciones que la sociedad debe cumplir para su desarrollo. 3. La presencia del interior y el federalismo. En los discursos pronunciados en el interior, o en actividades en Buenos Aires relativas a las provincias, el “provincianismo” es también una nota determinante. Llamo “provincianismo” al esfuerzo por presentar, en la medida de lo posible, la grandeza, pujanza, servicio patriótico, etc. de las unidades orgánicas en que se están realizando las celebraciones: provincias (dis-

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cursos en su capital), departamentos (en ciudades del interior de las provincias) e incluso localidades y pequeños pueblos. 4. La educación, la cultura. El tema educativo aparece repetidamente sobre todo porque muchos actos se realizaron en escuelas, aunque también en otras instituciones el tema es abordado, aunque en forma más tangencial. En general se consideran dos aspectos: la importancia de la educación y la evaluación de la situación. 5. La ciencia y la tecnología. Están menos presentes que la educación (y la “instrucción”). En realidad, al menos en este material publicado en la revista, las referencias a los avances científicos se concentran en los discursos pronunciados en actos de apertura y cierre de congresos o en banquetes a congresistas. Casi siempre, cuando se trata de un acto oficial, se hace referencia a la ciencia útil, en términos similares a los que ya se usaban 30 años antes. Un punto importante es la vinculación entre ciencia y desarrollo tecnológico, constituyendo una intersección con el tema del progreso. El caso de los ferrocarriles es claro: en muchos discursos se los menciona como signo evidente de progreso, y en el Congreso sobre ferrocarriles se vincula este progreso al necesario desarrollo de la tecnología científica. 6. La mujer. Aquí debemos una distinción. Por una parte, ver qué papel tuvo la mujer como oradora de las celebraciones, por otra, qué se dice de ella en los discursos, sean de hombres o de mujeres. 1° La mujer oradora: es interesante constatar una significativa presencia femenina entre los oradores seleccionados para publicar. Si bien en su mayor parte son directoras, docentes o elegidas para hablar en nombre de madres o de alumnas de las escuelas, hay también mujeres que hablan en representación de sociedades de socorro o de comunidades, no siempre formadas exclusivamente por mujeres. 2° El tema de la mujer: está sorprendentemente presente, incluso en discursos y en párrafos en que la mención resulta notoriamente for-

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zada. Siempre se la menciona junto con las fuerzas vivas, integrando la trilogía: trabajadores-mujeres-niños, que es vista como “promesa” de progreso futuro, vinculándose a la educación y a la sustentación de valores sociales y espirituales. 7. Los inmigrantes. Es significativa la presencia del tema. Una primera impresión notable es que la inmigración siempre es vista en positivo, se trata de personas que han ayudado al país de tal modo que sin ellos el progreso actual hubiese sido imposible. Esta apreciación es particularmente destacada por los funcionarios. Esta mención es siempre explícita mientras que las alusiones a los peligros de las “fuerzas disolventes” son indirectos y de sujeto desdibujado aunque, por cierto, se refieren a ideas políticas, sociales y religiosas que han venido con ellos. 8. La presencia de colectividades extranjeras. Es uno de los rasgos salientes de la celebración de Mayo. En casi todos los lugares cuyas celebraciones recoge esta Crónica, las colectividades de inmigración realizan actos de homenaje, destacándose muy particularmente la italiana y la española. En el caso de la colectividad italiana, se acentúan los nexos habidos en la centuria anterior. En el caso de la española, hay varios elementos ideológicos que se enuncian: a) El sentimiento de ser madre patria y con ello cierta autojustificación del período anterior a 1810; b) El orgullo por los “hijos” que ha dado en América, que han continuado sosteniendo sus valores hispanos; c) El aporte que hacen actualmente con su propia inmigración, ratificando lo que dicen los argentinos sobre el tema. 9. La presencia de España. No sólo como comunidad de inmigrantes, sino como “madre patria” y también como ocasional enemigo, la presencia de España es muy significativa. En este punto podemos distinguir varias ideologías que coexisten en los discursos, a veces en un mismo acto.

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a) En un extremo, diríamos “hispanofilia”, se considera a los argentinos sobre todo como “hijos de España” de sus tradiciones, valores, etc. Esta visión es compartida por la gran mayoría del clero en sus propios discursos u oraciones patrióticas en celebraciones litúrgicas; b) En el otro extremo, la “hispanofobia”, culpa a España y también al clero, del atraso de las colonias que exigió tan grandes sacrificios para emanciparse y progresar; c) En una posición intermedia, se honra a los mártires de la libertad, sin cuestionar en forma explícita la legitimidad del dominio español ni su propia política colonialista. 10. La interpretación de los sucesos de Mayo y su prospectiva. Si bien muchos discursos, como ya se ha dicho, se limitan a una evocación basada en la “historia oficial”, se aprecia también una reflexión sobre el sentido histórico del acontecimiento de Mayo. Los modelos interpretativos que se encuentran en el material analizado (sin pretensión de exhaustividad) son los siguientes. a) El anhelo de libertad, entendida en un sentido naturalista, casi biológico. En este caso el balance del siglo XIX contiene sombras (la anarquía, la tiranía) y luces (la organización nacional y la secuencia de gobiernos legítimos). Un valor que se asocia al de la libertad es el de la democracia, que se menciona reiteradamente. La prospectiva continúa la misma línea: se exhorta y se exige afianzar el régimen constitucional, la libertad, asegurar el respeto a las instituciones y a las normas. En este sentido el mayor peligro es el de los caudillismos o intentos regresivos. b) Una explicación racional del encadenamiento causal de las conductas. Es decir, no se trata de un espontaneísmo cuasi milagroso, sino el resultado de causas precisas y necesarias (“fatales” en la expresión de la época) y que no surge de cero sino que está precedido por otros movimientos que sólo se aprecian como antecedentes con posterioridad. El caso más mencionado es el de las invasiones inglesas de 1806 y 1807. Además, se explica así también el centralismo porteño, la teoría de la representación del interior y otros aspectos específicos de los sucesos.

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En esta visión, además de la lucha militar, se rescatan otros aspectos significativos: 1° La difusión de ideas libertarias y de antecedentes fallidos; 2° La participación popular representada en los cabildos; 3° El aporte eclesiástico. c) La revolución vista como la lucha emancipatoria guiada por ciertos ideales, entre los cuales la libertad aparece como el primero o más urgente, pero no el único. Los otros dos ideales que se mencionan son la patria y la tradición, incluyendo la religión. En esta visión de tipo conservadora, los peligros que asechan son tanto los impulsos egoístas, utilitaristas y hedonistas, como las ideologías disolventes. 11. Los peligros y su conjuro. En el horizonte de la fe en el futuro aparecen reiteradamente advertencias de situaciones que se avizoran como peligrosas actual o potencialmente. La índole de estos peligros depende también de los valores que se vean amenazados. a) Peligro de disolución de las instituciones debido a ideologías revulsivas. En algunos casos se menciona el anarquismo como especialmente pernicioso. b) Peligro de adormecimiento o paralización de las fuerzas vitales y las virtudes laborales que han contribuido al crecimiento y cimentado el progreso. Por una parte el hedonismo, por otra la ignorancia (voluntaria, culpable, por haraganería), y también, en forma contrapuesta, el excesivo egoísmo, apego al dinero, utilitarismo. c) Peligro de pérdida o tergiversación de los valores tradicionales, especialmente los religiosos. Ese es el discurso que esgrimen los clericales, a veces uniéndolo al reclamo contra el anarquismo, considerado por ellos como la suma de todos los males cívicos posibles. Estas advertencias incluyen a veces el reconocimiento de las fuerzas morales y religiosas del pueblo. 12. Las reflexiones críticas. Una minoría de discursos enfoca la realidad de modo de la celebración en sí misma de modo crítico, reflexio-

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nando sobre el contenido y el imaginario que subyace en los discursos que se escuchan o en las propuestas que se presentan. Voy a tomar sólo un ejemplo. El escrito de Alfredo Colmo, “El balance el Centenario” (Colmo, 1918). Este discurso fue leído el 29 de mayo, en un acto organizado por la Comisión Vecinal del Centenario de la Parroquia de Flores, y publicado entonces en un folleto. En el “exordio” de ese folleto el autor aclara que se decide a publicar su escrito para iniciar una reacción contra la tendencia imperante, que consiste en poner el acento sólo en las glorias militares, señalando que la emancipación ha sido no sólo política, sino y sobre todo económica y social. El territorio argentino, a diferencia de otros de América, no ofreció a los conquistadores riquezas fáciles. El progreso sólo pudo venir el trabajo. Esta tarea es la más ardua y durará largo tiempo. Mientras esto no suceda, deberemos hablar sólo de una “emancipación parcial”. Colmo señala virtudes y defectos del carácter nacional. Un resumen del mismo es el siguiente párrafo: “Nuestro carácter nacional tiene mucho de pueril, a pesar de su fondo elevado y previsor. Somos sobre todo impulsivos: juzgamos y procedemos de primera intención. Eso es lo que nos hace inconstantes e ilógicos. Parecemos incapaces de un esfuerzo sostenido e inalterable: abandonamos en seguida más de una meritoria iniciativa; nuestros centros sociales, científicos y aun políticos, parecen todos condenados a muerte prematura. Y de otro lado, somos constantes en la contradicción; acá fuertes, allá débiles; hoy grandes, mañana pequeños; con unos somos verdad, con otros disimulo; nos dejamos cegar por las pasiones más diversas, y alternamos por momentos en el cuadro de nuestros actos, un caprichoso fantaseo de desidia y de deber, de rencor y de olvido, de inercia y de acción. Pero siempre permanece latente ese fondo previsor de honda vista y de carácter viril, que es nuestro título y blasón” (Colmo, 1918:12-13). La fibra del buen carácter puede apreciarse en todos los sectores sociales, niños, ancianos, mujeres. A pesar de estos naturales defectos del carácter que ha mencionado, considera que el país puede contar

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“con un pueblo que en el preciso instante sea idea y sentimiento, fibra y acción, puede, digámoslo sin reatos, confiar seguro en su porvenir” (Colmo, 1918:14). Por otra parte, señala –positivamente– que somos el país sudamericano que más sangre europea tiene en su población, que nuestras industrias tienen vida propia y que nuestros ferrocarriles son el orgullo de Sudamérica. Nuestra legislación es de las más avanzadas y nuestra ciencia lleva la primacía en América Latina. En cambio no se puede decir lo mismo en el terreno del arte. En síntesis considera que el país marcha a la cabeza de la civilización sudamericana. Pero nos falta una conquista: la de nosotros mismos. Esta conquista se expresa en los siguientes términos: la educación personal, corporal y espiritual, el culto a la verdad, el respeto al derecho, el cumplimiento del deber. Nos hace falta, insiste, la educación pública y cívica para mantener la conciencia viva del bien común. Síntesis La celebración tuvo un cariz –y un efecto– optimista. Hubo una positiva valoración global del pasado. Las “sombras” se explicaron causalmente y se consideraron no repetibles. Se afianzó la visión heroica de la historia, en las cabezas de San Martín y Belgrano. Se afianzó la idea de progreso, como marco, y especialmente en ciencia, educación y producción. Se valoraron positivamente todos los sectores: mujeres, niños, inmigrantes, trabajadores, porteños y provincianos, etc. 2. El Sesquicentenario Tomo los datos de investigaciones presentadas en las VI Jornadas de Historia de FEPAI, abril 2010 (en prensa).

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La celebración del Sesquicentenario fue cuidadosamente preparada y se preveía también una actividad que reprodujera, con las variantes del caso, el proyecto celebratorio del Centenario. Las dificultades políticas del gobierno de Arturo Frondizi truncaron varios de estos proyectos de celebración y el resultado quedó muy por debajo de lo esperado. Una encuesta realizada entre el año pasado y éste, a personas de más de 60 años, revela que no recuerdan nada significativo de esas celebraciones. A la inversa de 1910, no quedó en el imaginario social un recuerdo de la fecha en tanto hito. El discurso es diferenciado, no tiene la misma solidez temática y valorativa. Se aprecian divisiones bastante profundas sobre la historia, el presente y el futuro: –La “cuestión nacional”, el revisionismo y las nuevas ideologías. –El “desarrollismo”. Si bien puede ser considerado como el paralelo de la idea de “progreso”, no es una categoría tan sólidamente compartida. Posiciones disconformistas críticas al derrotero nacional: –Por el “apartamiento de la tradición americanista que había señalado la generación emancipadora”; –Por el perfil economicista, el cual junto con “el asignado destino pastoril y mercantil, habían apartado al espíritu heroico y trascendente” que hubiera permitido desarrollar el potencial energético necesario para situarse con los grandes del mundo; –Por “la espuria alianza entre oligarquía e imperio”, típica idea revisionista, que cuestionaba a un amplio espectro de la dirigencia partidaria, pero con una responsabilidad diluida frente al énfasis puesto en los denominados “factores de poder”, entendidos como mecanismos estructurales y despersonalizados, que asignaban al “verdadero” enemigo fuera del campo nacional. –Por las divisiones ideológicas importantes: el petróleo, la enseñanza privada (“laica o libre”) se apoyaban en supuestas “traiciones” a las tradiciones. Algunos nombres:

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–Planteos histórico-interpretativos: Diego Pró, Enrique Zuleta Álvarez, Roberto Marfany, Carlos Ibarguren (h) y Raúl Scalabrini Ortiz; –Planteos más o menos revisionistas: Julio Irazusta, Scalabrini Ortiz, Vicente Sierra, Jaime Gálvez, Enrique Zuleta; –Catolicismo tradicionalista: Guillermo Furlong, Roberto Marfany. Síntesis Al medio siglo del discurso de 1910 vemos las modificaciones del imaginario: –La celebración tuvo un cariz –y un efecto– optimista– Ya no lo es tanto, aunque una buena parte confía en el proyecto desarrollista. –Hubo una positiva valoración global del pasado – Ya no, porque se cuestiona la historia oficial y aparecen diversas miradas revisionistas. –Las “sombras” se explicaron causalmente y se consideraron no repetibles – No, se reafirma la idea del “continuismo sombrío”. –Se afianzó la visión heroica de la historia, en las cabezas de San Martín y Belgrano – Comienza a cuestionarse, significativamente los “héroes” son poco mencionados; no tanto criticados como silenciados. –Afianzó la idea de progreso, como marco, y especialmente en ciencia, educación y producción – Precisamente se cuestiona el modelo de la Generación del ‘80; se confía en general en los nuevos rumbos de la educación (universitaria, después de la reforma del 18) y de la ciencia, con la creación de institutos especialmente dedicados a la producción científica, como el Conicet. –Valoraron positivamente todos los sectores: mujeres, niños, inmigrantes, trabajadores, porteños y provincianos, etc. – Esto sí, e incluso se reafirma. 3. El Bicentenario Es una apreciación muy provisoria, puesto que el período de celebración recién comienza.

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No se vislumbra, a nivel público, el mismo interés. Las celebraciones parecen haberse pensado con carácter de Show mediático, donde el hecho mismo que se celebra queda desdibujado. Los poderes políticos no lograron consenso en una celebración conjunta como sucedió en 1910 y 1960; esto significa también que no percibieron este consenso como políticamente redituable. Aparece una más marcada separación entre los políticos profesionales y el resto de la ciudadanía. Escasa producción de documentos de gran alcance público; la Jerarquía Eclesiástica Católica se redujo a la “Oración por la patria”; los credos no católicos adhirieron con documentos escuetos (por ejemplo en el Tedeum en la Catedral de Buenos Aires el 25 de mayo). La producción intelectual tiene circulación reducida a sus propios canales y evidencia la reafirmación del panorama ideológico de la intelectualidad: 1) el pensamiento latinoamericanista, con muchas variantes; 2) el nacionalismo (católico o no); 3) el neoliberalismo en sus versiones filosóficas y sociológicas; 4) el periodismo intelectual independiente, muy matizado y fragmentado. Conclusión A cien años de distancia la sociedad argentina ha perdido, en general, tres notas que están siempre presentes en las más variadas posiciones expresadas en los temas anteriormente mencionados del Centenario y que todavía tienen alguna relevancia en el Sesquicentenario, aunque bastante disminuida. Estas tres notas son: la fe en el progreso y el destino venturoso del país, el respeto a sus próceres con su misión modélica y el orgullo de la argentinidad. La fragmentación del discurso que se aprecia a lo largo del siglo, ha confluido –pareciera– en una “contravisión” en la cual aparecen (al menos) otras tres notas: la fragmentación del tejido social (no se aprecia al conjunto como relevante, sino a algunos sectores, casi siempre minorías queer); la duda o el cuestionamiento a todos y cualesquiera de los

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agentes históricos; la reticencia e incluso la negativa a admitir modelos (sean o no históricos) y/o ideas directrices generales. Es posible que la fragmentación del discurso esté evidenciando a un nivel más profundo, la fragmentación misma de la sociedad y de su propio imaginario. Bibliografía Lértora Mendoza, C. (2005). “La visión del Centenario según la Revista de Derecho, Historia y Letras de Buenos Aires”: V Jornadas de Historia. Hacia el Centenario, Buenos Aires, FEPAI, pp. 43-66. Colmo, A. (1918). “El balance del Centenario”: Revista de Derecho, Historia y Letras, año 20, tomo 61, 9-17.

Una mirada católica desde España Félix García Moriyón Universidad Autónoma de Madrid

Introducción Si bien el proceso de secularización y desencantamiento del mundo tiene ya más de dos siglos de historia a sus espaldas, en los últimos tiempos en España se ha producido un profundo abandono de las referencias religiosas en la manera de ver el mundo y los seres humanos. El desfondamiento religioso de la sociedad y la reaparición de un laicismo militante parece que nos sitúa en un paisaje diferente al que se vivió en las décadas del 60 y 70 del pasado siglo. Ello es compatible, por otra parte, con el crecimiento fuerte de manifestaciones religiosas que hasta el momento no tenían una aceptación muy grande. Dos de estas son especialmente significativas: por un lado, una cierta espiritualidad difusa que, inspirada muchas veces en filosofías orientales, combina un hedonismo suave (búsqueda del bienestar y equilibrio personal) con una fusión con la naturaleza y las fuerzas que la animan; por otro lado, un fundamentalismo fuerte y militante que vuelve a definiciones tajantes de la propia pertenencia religiosa, encontrando refugio a la desorientación en la seguridad de la comunidad de creyentes (algunas sectas entrarían en este modelo de vivencia religiosa). Ambas tendencias se dan también en el seno de las religiones clásicas, entre las que se encuentra la Iglesia Católica. Por un lado, hay quienes buscan una práctica religiosa a la carta, en la que se toma del cristianismo cuanto tiene de paz interior y encuentro con uno mismo; se abandonan, sin embargo, las prácticas sacramentales habituales y se mantiene una actitud distante frente a la enseñanza del magisterio ordinario. En el otro extremo, adquieren cierto protagonismo las corrientes eclesiales más fundamentalistas. Estas últimas están muy presentes entre los católicos, un sector importante de los cuales parece volver al Syllabus de Pío IX, texto publicado en 1864 para combatir el modernismo, o

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a la dura condena que León XIII hizo del liberalismo y el socialismo en 1888. En este contexto considero necesaria una reafirmación de las implicaciones filosóficas del catolicismo, gracias a la cual encontremos pistas que permitan revitalizar un estilo católico de estar en el mundo. Mi enfoque pretende ser fiel a la larga tradición eclesial, pero lejano a esas tendencias extremas que deben interpretarse como reacciones inadecuadas a tiempos difíciles. No pretendo realizar un ejercicio apologético ni un contraataque radical para hacer frente a las amenazas, más percibidas que reales. Pretendo presentar más bien una reflexión sobre el impacto que tiene la creencia religiosa tal y como se configura en el catolicismo (una modalidad muy concreta del cristianismo) en nuestra manera de ver el mundo, esto es, en nuestra cosmovisión. Ser católico marca una manera de ser y obrar que se puede recoger en algunas tesis básicas, que expondré a continuación. Me parece además importante subrayar desde el principio, que no me basta con una exposición de mi condición de cristiano, puesto que cristianos hay muchos, siendo los católicos la corriente más importante, al menos en número de miembros. Ya hace cerca de cinco décadas, José Luis López Aranguren dejaba claro que el catolicismo y el protestantismo son dos formas de existencia que tienen puntos en común, pero que muestran también marcadas diferencias. Me sitúo, por tanto, en la lectura vivida que los católicos han ido haciendo del mensaje evangélico en los dos mil años de existencia. El catolicismo y los católicos La primera observación que conviene hacer apunta a la constatación de que en estos momentos no resulta fácil hablar del catolicismo como un todo unitario que viniera determinado por perfiles bien definidos tanto en las opciones teóricas como en sus manifestaciones prácticas. La diversidad ha sido siempre un rasgo de la Iglesia, reconocida ya en los escritos evangélicos cuando se menciona la pluralidad de dones. A lo largo de la historia ha habido diferentes estilos de vivir el cristianismo en el seno de la Iglesia y se han dado fuertes disputas sobre temas secundarios y básicos, acerca de cuestiones de moral o de doctrina teológica, por lo que nunca ha sido del todo justo ofrecer una visión homogeneizadora

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de la tradición católica. Es igualmente cierto que con cierta frecuencia una excesiva preocupación por la unidad eclesial ha acentuado el papel fiscalizador de la jerarquía imponiendo acuerdos de manera forzada y apagando disidencias que podrían haber sido enriquecedoras para la propia vida interior de la comunidad creyente. En este sentido tienen bastante razón quienes denuncian las prácticas de control ejercidas mediante mecanismos propiamente eclesiales, como era la Congregación del Santo Oficio, o por mecanismos mucho menos sutiles, como era la Inquisición. Las listas de libros prohibidos o las amenazas de excomunión, seguidas de la expulsión de la Iglesia de quienes no estaban dispuestos a volver al redil, han sido moneda frecuente en la tradición eclesial hasta tiempos muy próximos. Todavía se practica más de lo debido y en un decreto de 1975 de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sucesora de la anterior, se insistía en el derecho y el deber de los obispos de exigir que las publicaciones sean sometidas a la aprobación de la Iglesia, para garantizar su pureza doctrinal. Ahora bien, insistir en esa imagen del catolicismo como comunidad fuertemente jerarquizada, duramente doctrinaria y renuente a la práctica de la libertad de expresión interna y externa, no hace justicia a lo que en realidad ha sido la vida de la Iglesia y se mantiene más bien con fines panfletarios cuyos perfiles actuales se originan en las polémicas de algunos ilustrados contra la propia Iglesia. Recordemos, por ejemplo, cómo ha quedado profundamente grabado en la memoria colectiva el famoso llamamiento de Voltaire a aplastar al infame, en el que sintetizaba con su cuidado estilo provocador todo el rechazo que esa faceta de la Iglesia suscitaba. En el enfrentamiento con los cambios introducidos por la Ilustración a lo largo del siglo XVIII tomó fuerza en la Iglesia una larga tradición antiliberal y antidemocrática, con una visión conservadora y autoritaria de la sociedad, que reforzaba una actitud de obediencia ante el poder establecido. Esa concepción jerárquica de la sociedad (incluyendo, por tanto, la obediencia) beneficiaba a una Iglesia también muy jerarquizada, y más todavía en aquellos países en los que la Iglesia Católica y su jerarquía formaban parte claramente del bloque dominante. No es de extrañar que el anticlericalismo, que conduce a una decidida actitud antirreligiosa, tuviera más difusión en países como Francia, España o

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Italia, siendo menor su impacto en los países sajones. Más adelante, bien entrado el siglo XIX, ese autoritarismo eclesial volvió a crecer con el miedo al comunismo, unida a una incapacidad para elaborar una doctrina de la libertad y la autonomía del juicio que aproximara más la doctrina eclesial a los avances culturales de la época. La vinculación de los católicos a la derecha política es algo que procede de antiguo y se mantiene todavía, como demuestran los estudios de sociología electoral que se vienen haciendo en nuestro país, y también en otros países (Aja Valle, 2000). Basta con escuchar cualquier mañana la emisora radiofónica de la Iglesia española, la COPE, para darse cuenta hasta qué punto es de derechas, además de la derecha más extrema y virulenta, de la que, de la mano de Jiménez Losantos y otros periodistas, no duda en convertir la corrección fraterna en mordaz e insultante descalificación del contrario. Eso no quiere decir en absoluto que los católicos hayan mostrado siempre un frente político monolítico, y los testimonios de vinculaciones políticas a partidos o corrientes de izquierdas son antiguos, con una importante presencia en los principios del siglo XX que se manifestó con cierto vigor en países como Francia. Desde luego, esta pluralidad política y cultural de los católicos se acentúa claramente en los años cincuenta y sesenta, momentos en los que la aproximación del cristianismo en general y de los católicos en particular hacia posiciones de izquierdas es clara y significativa. Corrientes como la de cristianos por el socialismo, la teología de la liberación o las comunidades de base, por mencionar algunas muy diversas, no hacen sino mostrar con claridad que el paisaje social y político de los católicos ha variado profundamente, lo que ocasiona que en la actualidad sea realmente difícil identificar a los católicos con una opción específica1. El Concilio Vaticano II puede considerarse como el punto de inflexión que rompe con la dominante vinculación del catolicismo con la derecha, sin llegar a acabar con su carácter mayoritario. Y lo que puede resultar más interesante para resaltar la pluralidad a la que estoy haciendo referencia, en dicho concilio se retoma una concepción de la Iglesia menos 1 Puede servir de referencia general el libro editado por Díaz-Salazar y Giner, 1993, con una interesante contribución de Juan Linz, “Religión y política”.

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jerárquica y más evangélica, menos dominada por el derecho canónico y más por la fe compartida. Cierto es que algunos señalan que en las dos últimas décadas se está produciendo un retroceso en este planteamiento, como ya he comentado anteriormente, lo que nos lleva de nuevo a polarizaciones muy poco adecuadas, pero lo que parece innegable es que en estos momentos, aun siendo mayoría los católicos que apoyan opciones políticas de derechas, hay otros que se sitúan en corrientes claramente de izquierdas, hasta el punto de que se podría mantener que dentro de la Iglesia Católica se da un pluralismo de opciones políticas que no se encuentra en otras instituciones. Y la pluralidad se da igualmente en asuntos de tipo moral, económico, cultural o social en general. Religión y liberación de la humanidad Es importante mantener con fuerza una tesis que no goza de total aceptación en la época actual. Dicho de forma sucinta y precisa, mantengo que la religión, en cuanto mensaje de salvación y religación con la divinidad, ha constituido un elemento liberador en la historia de la humanidad (Rappaport, 2001; es justo la tesis contraria a la defendida por Barrington Moore, 2001). Esta tesis es aplicable a todas las religiones y de forma específica a la religión cristiana en sus diferentes confesiones, con la católica entre ellas. Resulta, sin duda, una tesis en gran parte difícil de demostrar o verificar, en la medida en que se trata de una afirmación de carácter muy general y podría resultar casi imposible acumular evidencias empíricas suficientes como para darla por probada. Eso no quiere decir que no se pueda aportar pruebas procedentes tanto de los principios proclamados por las religiones clásicas como de las prácticas auspiciadas desde esas mismas religiones para avalar lo que, en cierto sentido, no deja de ser una petición de principio. Es más, esta afirmación puede aplicarse con especial relevancia a los cristianos, quienes han propuesto desde sus orígenes una práctica personal decididamente inclinada a unos valores que refuerzan la solidaridad entre los seres humanos y la protección de los más desfavorecidos, todo ello anclado en su defensa del amor como elemento central y configurador de la propia creencia religiosa y de las prácticas eclesiales.

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Bien es cierto que esa afirmación no pretende ocultar en absoluto la complicidad del catolicismo con prácticas de brutal represión social, entre las que sin duda se incluyen algunas bastante violentas que atentan contra la integridad física de las personas, sin olvidar las prácticas de represión y control social más ideológicas. No es en absoluto despreciable el papel legitimador que se le dio al cristianismo en la larga tarea de expansión imperial desarrollada por Europa desde los albores de la Baja Edad Media, con las Cruzadas como primera empresa política, económica y militar en la que las motivaciones religiosas ocuparon un lugar preferente para legitimar o encubrir actos de expolio o de pura barbarie, como la toma de Jerusalén en 1099. Incluso si nos remontamos a los inicios del cristianismo, no debemos tampoco olvidar que, en especial desde su transformación en religión oficial, se cedió a la tentación de utilizar la violencia para garantizar la ortodoxia, una de las obsesiones más nocivas en la historia de la Iglesia. En este sentido, merece la pena destacar la práctica iniciada durante el pontificado de Juan Pablo II de hacer una lectura de la propia historia en la que se asumen los males cometidos y se pide perdón por ellos. No es mucho, pero desde luego es algo más de lo que es habitual en otras instituciones también centenarias e igualmente cargadas de actos de barbarie a sus espaldas. La tesis contraria que identifica religión con barbarie carece, por tanto, de rigor histórico y aparece como un prejuicio ideológico consolidado sobre todo en la edad contemporánea. Es cierto que desde antiguo han existido pensadores que han mostrado una visión muy negativa de la religiosidad en general, asociándola a ignorancia y miedo, como también desde el principio de la historia de la Iglesia Católica algunos autores han considerado como dominante su papel represor y su tendencia a recurrir a la violencia. No sólo esta tesis es tan difícil de probar como su contraria, sino que exige sin duda pasar por alto una amplia evidencia que la refuta. Cuando Karl Kautsky llegaba a decir que la iglesia es “la máquina de explotación más gigantesca que el mundo haya visto jamás”, no estaba tanto exponiendo una tesis históricamente constatada cuanto expresando un lema de gran interés para la lucha política, lo que le sitúa, por tanto, en la línea de los panfletos, muy eficaces, pero muy poco rigurosos. Algo similar se puede decir de las obras de Karlheinz

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Deschner, quien habla de la “obra del diablo” para referirse a la Iglesia o redacta un monumental estudio titulado “historia criminal del cristianismo”. Este tipo de análisis sigue y seguirá contando con una cierta audiencia sin necesidad de aportar pruebas específicas, aunque podrá poner numerosos ejemplos de prácticas muy negativas arropadas e incluso animadas desde el interior de la Iglesia Católica, incluyendo a las propias jerarquías católicas. Sin continuar con la polémica en términos de búsqueda de la evidencia empírica que permita zanjarla en un sentido u otro, considero que es importante tener en cuenta tres consideraciones que nos llevan a profundizar algo más en el problema de la vinculación de la religión católica con la práctica del mal en la historia. La primera de ellas tiene que ver con un hecho relevante: dada la importancia que tienen las creencias religiosas para las personas, no debe extrañarnos que todos los grupos que han ejercido el poder hayan procurado no sólo controlar las posibilidades críticas del mensaje religioso, sino utilizarlo a su servicio como instrumento de control social. En este sentido, la tesis de Karl Marx identificando la religión como opio para el pueblo sigue teniendo valor y no deja de ser una práctica habitual. Algunas manifestaciones religiosas actuales dan cumplida cuenta de esta posibilidad, resultando innecesario poner ejemplos. Cuando fue abriéndose paso desde el siglo XVI la idea de sacar la religión del debate político y de las reglas de convivencia que debían regir la vida social y política, se estaba reconociendo el peligroso papel que la religión puede jugar en tareas de dominación y exterminio del enemigo. Entendido en ese sentido, el laicismo constituye una valiosa aportación a la mejora de la convivencia entre los seres humanos. Una segunda observación que en gran parte refuerza la anterior, es la dramática experiencia que el siglo XX ha tenido con los regímenes que se han proclamado ateos y que han suprimido toda referencia religiosa de su proyecto político, justificando alguno de ellos su ateísmo militante en la concepción de la religión como algo opresor y contrario a sus propuestas de liberación de la humanidad. En esos casos, la violencia ejercida contra la población y el despótico control de la sociedad por una minoría ha sido tan grande o mayor que el que se ha dado en sociedades de reconocida inspiración religiosa. Los episodios del nazismo, el

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estalinismo o los khmer rojos de Pol-Pot son suficientemente conocidos como para albergar dudas al respecto. Eso nos debe llevar a pensar que la intolerancia tiene su origen en más escondidos hontanares. No hace falta tampoco mencionar ejemplos tan extremos. Sin renunciar a las conquistas aportadas por las democracias contemporáneas, no podemos tampoco olvidar que en ellas se da un control social muy fuerte, lo que nos lleva a hablar de proyectos de homogeneización o de fabricación del consenso que pueden hacer palidecer otros proyectos antiguos, desde luego más sangrientos pero probablemente no tan eficaces (Chomsky y Herman, 1995)2. Vistas algunas prácticas actuales de control social, la Inquisición no pasa de ser una burda aproximación más sanguinaria que eficaz. Insisto en ello: la religión no deja de ser una pieza más, muy importante por otra parte, hábilmente utilizada en la lucha por el poder. Por último, conviene reivindicar con energía que tanto a lo largo de la historia como en la actualidad, la presencia de personas de profundas convicciones religiosas en el lado de los sectores sociales más desfavorecidos ha sido masiva. No son los católicos los únicos que toman partido directo por los más débiles, ni tampoco dan ese testimonio todos los católicos, pero desde luego que son mayoritarios en esas áreas de completa marginación y sufrimiento. Es más, están ahí precisamente por coherencia con sus convicciones religiosas, porque consideran que eso es precisamente lo que les pide su propia fe. Y no se trata sólo de testimonios de personas individuales, más o menos significativos, como pueden ser los de Dorothy Day, Simone Weil o la madre Teresa, sino de una labor en la que están implicadas instituciones eclesiales de muy diverso tipo que llevan adelante una comprometida y en algunos arriesgada tarea de solidaridad con los excluidos y los oprimidos. Optimismo metafísico El Libro en el que se basa la religión católica comienza con un relato de la creación del mundo por Dios. A lo largo de los primeros versículos 2 Foucault ha llamado también la atención sobre el tema del control social en las sociedades contemporáneas, anticuado en torno a la cárcel, el manicomio y la escuela.

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del primer capítulo se va repitiendo una valoración realizada por Dios después de terminar cada una de las etapas de su empresa creadora: “vio Dios que era bueno”. Considera el creador que ha hecho un buen trabajo, que no hay mal en su creación, como no podía ser menos dada su condición divina y el generoso amor con el que emprende la tarea creadora. El mundo, la realidad, es buena, lo que se traduce en un profundo optimismo metafísico. Es más, cuando termina la creación del ser humano eleva el listón de su satisfacción y proclama que ese ser creado a su imagen y semejanza es “muy bueno”. Serán constantes los lamentos provocados por la presencia del mal en el mundo, e incluso se podrán dar en determinados momentos, con cierta reiteración por otra parte, tendencias a ofrecer una visión más pesimista de la creación y más en concreto de la condición del ser humano sobre la tierra, pero por encima de esas inclinaciones al pesimismo, lo que vuelve una vez tras otras es una visión profundamente optimista. El mundo está bien hecho y la realidad muestra en lo más profundo de su ser la huella bondadosa de Dios. Si seguimos la elaboración filosófica del mensaje cristiano realizada desde las primeras décadas del cristianismo, nos encontramos con una constante apelación a este optimismo metafísico, resistiendo toda aproximación a planteamientos en los que se deja la puerta abierta a la presencia dominante del mal. San Agustín se opone radicalmente a los maniqueos, a quienes conoce bien por haber formado parte de ellos y ni siquiera deja espacio para la exaltación de un principio del mal coexistiendo con el bien divino. No pretende en ningún caso negar que exista el mal en el mundo, pero desde luego no ocupa un lugar preferente y su presencia queda apagada por la exuberante presencia del bien. Del mismo modo, en la gran filosofía cristiana elaborada en las universidades y monasterios medievales, se consolida una visión de la realidad en la que los trascendentales del ser son la unidad, la verdad, la bondad y la belleza. Esto es, el ser, en tanto que ser, es bueno. Como no podía ser menos, dada la concepción de Dios como realidad absolutamente trascendente, los seres creados se caracterizan por la contingencia, como señala Tomás de Aquino, o la finitud, que diríamos ahora, pero finitud y contingencia no son indicadores de ninguna maldad ontológica, sino más bien rasgos intrínsecos de su condición de criaturas. No se trata de

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un optimismo al estilo del que elaborará más adelante Leibniz, aunque el de este gran filósofo no deba ser echado tampoco en saco roto, pero quizá este último pensador esté excesivamente condicionado por el problema de la reconciliación entre la bondad divina y la presencia del mal en el mundo. Vuelven constantemente a la práctica cristiana visiones más bien negativas o pesimistas, mucho menos acentuadas precisamente en la tradición católica que en otras variantes del cristianismo que se distancian a partir del renacimiento. Durante toda la Edad Media se da amplia audiencia a una visión de la existencia humana basada en un claro desprecio del mundo, en el que la consideración del más acá como valle de lagrimas posiblemente impida ver la bondad de este mundo y lleve a añorar la liberación de las cadenas terrenales para acceder a la plenitud del reino de los cielos; esa visión ha tenido amplio eco en la tradición católica, pero siempre ha sido rebatida3. Incluso en la religiosidad popular persiste la tendencia a atribuir a Dios los muchos males que nos ocurren, entendidos estos como castigos divinos encaminados a nuestra corrección. No obstante, en la Edad Media las doctrinas de cátaros y albigenses, son consideradas interpretaciones erróneas del mensaje evangélico puesto que carece de apoyo una concepción negativa de la realidad, tanto la humana como la del mundo en general. Y también habían sido rechazadas con anterioridad las doctrinas gnósticas en las que se daba una interpretación igualmente negativa de la realidad mundana. Ahora bien, esa visión negativa del mundo, el demonio y la carne, no puede ser interpretada como un desprecio del cuerpo o de la realidad terrenal, por más que así lo haya sido de forma reiterada. Constituyen más bien un rechazo de una situación de pecado que exige del ser humano una profunda conversión para dar paso a los nuevos cielos y la nueva tierra en los que el mal ya habrá sido definitivamente vencido. En el mismo relato del Génesis se narra la irrupción del pecado en el mundo como consecuencia de una decisión libre del ser humano, pero en ningún caso el pecado es condenación definitiva de la realidad 3 Un desarrollo más amplio de esta tesis lo he expuesto en García Moriyón, 1986:33-42.

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creada o del ser humano, como volveré a comentar más adelante. Lo que se presenta al mismo tiempo es la promesa de redención, y para los cristianos la creación entera gime en dolores de parto esperando la manifestación definitiva de los hijos de Dios, tal como lo expresa San Pablo en la carta a los romanos. No es difícil de entender, por tanto, que la mirada limpia de San Francisco de Asís le lleve a exaltar a todas las criaturas en un luminoso cántico espiritual, reconocimiento gozoso de la bondad de las criaturas hermanadas por la filiación divina compartida. Es un optimismo apoyado en la presencia salvífica de Dios, que cuida de sus criaturas y procura que nada se pierda. A los seres humanos les toca una cierta responsabilidad frente a toda la creación, a la que tiene que dotar del sentido del que carece en plenitud. Podemos entender esta desde el modelo agustiniano de las dos ciudades o desde los planteamientos sumamente sugerentes de la teología del proceso inspirada en la filosofía de Whitehead. El resultado final sigue siendo el mismo: el mundo tiene sentido y nuestra presencia en él también la tiene. Es una obra buena pendiente de alcanzar la plenitud, que ha quedado aplazada, mas no cancelada, como consecuencia de una equivocada decisión humana. Una reflexión de la religión desde los supuestos de la teología del proceso conduce a una reafirmación del optimismo. En ese proceso encajan perfectamente las ideas sobre la concepción lineal del tiempo, el sentido de la temporalidad en el que se dan los tres momentos configuradores del tiempo: la memoria del pasado, que es actualizado en cada celebración religiosa; la irrupción reiterada de la eternidad en la existencia histórica presente de los seres humanos, haciendo en cierto modo visible la redención; y la esperanza en el reino de los cielos como promesa definitiva. Nunca debe entenderse éste en el sentido del optimismo propio de los autores ilustrados que elaboraron el mito del progreso en la historia. Puede que la humanidad haya progresado incluso en el sentido moral; parece necesario igualmente colaborar en todo aquello que puede hacer que la vida en este mundo sea mejor de lo que es, en el sentido de paliar el sufrimiento atendiendo las necesidades del huérfano, la viuda y el extranjero. Sin embargo, la idea del tiempo no se reduce a una progresiva e imparable mejora de esas condiciones de vida que

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desembocaría en un paraíso terrenal en un futuro lejano, convertido así en definitiva justificación de todos los males anteriores. Los cristianos nos situamos más bien el tiempo del “ya, pero todavía no”, esto es, en un mundo atravesado por el pecado estructural y el pecado personal, pero un mundo en el que en cada momento es posible lograr, al decir de Benjamin, que el Reino de los Cielos se haga presente irrumpiendo con fuerza para mostrar la vigencia efectiva de unas relaciones interpersonales y sociales basadas en el profundo amor de Dios que se actualiza en el amor entre los seres humanos. Y todo ello con la firme convicción, basada en la esperanza, de que el final de la historia es un final feliz en el que por fin surgirá la nueva creación para todas y cada una de las personas que han formado parte del género humano desde sus inicios. Nada tiene de extraño que quienes hemos sido llamados a vivir en esta fe, esta esperanza y esta caridad, tengamos en definitiva una profunda visión optimista, en la que la alegría de vivir ayuda a superar los muchos momentos de desorientación y desconcierto, de dudas y vacilaciones, momentos que suelen acompañar incluso a quienes han sido agraciados con el don de la fe. Una propuesta de plenitud de sentido La experiencia religiosa está marcada por dos ejes: la búsqueda de plenitud y sentido y la superación del mal y de la muerte presentes en el mundo. Es muy importante llamar la atención sobre los dos ejes, dado que con alguna frecuencia se tiende a pensar que en nada quedarían las religiones sin el miedo profundo del ser humano a la muerte. Y no cabe la menor duda de que esa reflexión sobre la muerte, vivida con miedo, angustia o desesperación en algunos casos, pero también con serenidad, coraje y dignidad en otros, acompaña desde siempre a las prácticas religiosas y desempeña en ellas un papel muy importante. Ahora bien, si no queremos desvirtuar el problema desde el principio, constituye una exigencia subrayar que la preocupación por la muerte forma parte del problema del sentido de la existencia humana dado que, como lo muestra la reflexión filosófica, el horizonte de la muerte de la que somos cons-

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cientes con antelación, es un problema al que hace falta dar respuesta ineludiblemente si queremos que la vida tenga algún sentido4. Se equivocan quienes desde el mismo catolicismo parecen empeñados en mostrar que la vida que prescinde completamente de toda referencia a Dios es una vida carente de sentido. Puede que al mantener esa tesis se aproximen a los postulados sartrianos, puesto que Sartre nos daba a elegir entre Dios o el absurdo, optando, como no podía ser menos en su caso, por el absurdo. O puede que estén pensando en Dostoievsky quien mantenía que si no existe Dios, todo está permitido. El caso es que hay muchos entre los católicos que parecen inclinados a mantener esta radical opción de modo y manera que niegan la posibilidad de sentido a quienes no creen en Dios o no admiten la dimensión religiosa del ser humano. No obstante, la realidad no parece ser esa y son diversas las propuestas de sentido que se dan entre los seres humanos, algunas de las cuales prescinden drásticamente de cualquier referencia a Dios o la religión. En algunos casos, como ya mencioné antes, se da un paso más y se afirma precisamente lo contrario: es la religiosidad la que impide encontrar el sentido genuino de la vida puesto que induce a los seres humanos al error, bien desviando su atención hacia realidades que no existen, bien proporcionando un falso consuelo que no pasa de ser un autoengaño. Para estos pensadores, los creyentes de cualquier religión son más bien unos ilusos, en ningún caso unos genuinos ilusionados. Admitido lo anterior, esto es, constatando el hecho de que las personas religiosas, y los católicos entre ellos, no poseemos la exclusiva del sentido, eso no debe llevarnos en ningún caso a la posición contraria. Todas nuestras convicciones se apoyan en una específica propuesta de sentido, en el profundo convencimiento de que es la referencia a Dios, tal y como se ha hecho presente en Cristo y tal y como ha sido interpretado por la comunidad eclesial a lo largo de dos milenios, la que permite al ser humano elaborar una concepción del mundo y de la persona que le llevan a su plenitud existencial. Tiene sobrada razón en No deja de ser significativo que un autor como Savater, alejado de toda veleidad religiosa, inicie su libro de divulgación filosófica con un capítulo significativamente titulado “La muerte para empezar” (Savater, 1999). 4

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este sentido Carlos Díaz cuando dedica una gran parte de su esfuerzo intelectual, por no decir el núcleo del mismo, a mostrar precisamente la necesidad de articular una antropología teocéntrica, pues sólo en la medida en que referimos nuestra existencia a Dios, llevamos nuestra vida hasta el límite de sus posibilidades y sacamos de nuestro interior lo mejor que llevamos dentro5. No se trata además de una propuesta de sentido basada en una pura opción de fe no racional, sino que se trata de un convencimiento profundamente racional, puesto que la creencia en Dios es razonable y conforme a todo lo que el ser humano exige para ser libre y llegar a la plenitud de su vivir. Es en ese sentido en el que se reivindica la oferta de sentido y se mantiene que sólo la relación con Dios nos hará libres y verdaderos; sólo en Él se encuentra la posibilidad de un humanismo profundo que ayude a los seres humanos, a todos y cada uno de los serse humanos, a vivir plena e intensamente6. Se trata de una buena noticia que queremos compartir, pero que nunca debemos imponer, pues exige siempre el libre y racional consentimiento de cada persona concreta. Y esto nos permite retomar el lugar de la muerte en la creencia religiosa. Me interesa en este momento abordar el problema de la muerte como mal, como el mal por excelencia porque es en ella donde aflora con completa negatividad la finitud humana. Estoy pensando además en la muerte del inocente, no en la que se produce al final de una larga vida llena de satisfacciones y bienestar. La muerte absurda, de la que hablaba Camus, o la muerte injusta de quien se la encontró sin merecerla, por más que siempre quede la sospecha de que no es válido hacer referencia a merecimientos cuando de muerte hablamos. Y mi planteamiento va justo en la dirección contraria al que se dio al plantear el problema de la Lo dejó bien claro ya en su libro Contra Prometeo. Una contraposición entre ética autocéntrica y ética de la gratuidad (Díaz, 1991) y no ha dejado de insistir en ese tema desde entonces, bebiendo sobre todo en las fuentes del personalismo contemporáneo. En línea con lo que estoy defendiendo aquí, es importante también su libro Preguntarse por Dios es razonable (Díaz, 1989). 6 Una de las más sugerentes antropologías religiosas que he leído es la de José Ignacio González Faus, Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre (González Faus, 1987). 5

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teodicea en la edad moderna. No se trata para mí en absoluto de cómo hacer compatible la existencia del mal con la presencia de un Dios bondadoso, porque planteadas así las cosas no hay solución y perdemos además una de las más hermosas contribuciones del cristianismo. El mal, por radical que pueda llegar a ser y lo ha sido en demasiadas ocasiones, no es, por tanto, una objeción a la existencia de Dios, sino un escándalo que remite a la acción salvífica de Dios. Es la presencia del mal la que hace absolutamente necesaria la presencia salvífica de Dios, y no sólo en el sentido de la prueba kantiana para la demostración de la existencia de un reino de los fines en el que la justicia fuera instaurada. Más bien nos remite directamente al momento de la oración en el huerto y la cruz. En el huerto de Getsemaní Jesús experimenta hasta el límite el mal, el silencio de Dios y el abandono de quienes le acompañar; pero no renuncia y acepta lo que le ocurre: si es posible evitar el cáliz del sufrimiento extremo y la muerte, mejor, pero no debe hacerse su propia voluntad sino la del Padre. Y eso lo dice Dios Hijo a Dios Padre7. De este modo responde Dios al mal moral, que en definitiva está emparentado con el mal metafísico por excelencia que es la muerte: ofreciéndose a sí mismo en la cruz, aceptando ser víctima propiciatoria definitiva y última. Y para ello debe pasar por la amarga soledad del Viernes Santo, sin complacencias, sin sumisiones y sin renuncias, sino más bien con la serena fuerza que concede la promesa de bienaventuranza a las personas que sufren, porque ellas serán consoladas. El mal sólo es superado si se acepta hasta sus últimas consecuencias sin devolverlo, si se tiene la suficiente fuerza y confianza en Dios como para asumirlo íntegramente sin traspasarlo a los demás. Ese es el mensaje central de Jesús, Dios encarnado que acepta sin fisuras la condición humana y se convierte en último y definitivo chivo expiatorio, abriendo el doble camino cristiano para la superación del mal: no seas nunca cómplice del mal, no lo cometas ni lo devuelvas, no dejes de denunciarlo y de curarlo en la medida

Léanse con provecho las páginas que Carlos Díaz dedica a este tema en Preguntarse por Dios es razonable (1989:484-487; o las de Juan Luis Ruiz de la Peña en Teología de la creación (1986:157-175). 7

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de tus posibilidades, y confía plenamente en que los que sufren serán definitivamente consolados8. Y desde aquí podemos entender una de las convicciones más provocadoras de los cristianos: la muerte ha sido vencida por la vida y la resurrección de Jesús es primicia del destino que a todos nos espera. Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe, y el consuelo definitivo procede de quien tiene palabras de vida eterna. Existe, por tanto, una resurrección final, en la que todos juntos tendremos la posibilidad de entrar definitivamente en el Reino de los Cielos, el destino originario de los seres humanos, aplazado como consecuencia del pecado. Cierto es que la creencia en una vida más allá de la muerte, acompañada de la afirmación de la libertad del ser humano para elegir su propio camino, abre la puerta a la posible condenación, pues de no ser así no estaríamos hablando en serio ni de la libertad ni del Reino. Pero lo que es más cierto todavía, lo que se afirma una vez tras otra a pesar de las muchas dudas que constantemente suscita, es la promesa de que hay unos nuevos cielos y una nueva tierra en los que, resucitados en cuerpo y alma, experimentaremos de modo definitivo lo que supone vivir en plenitud, envueltos en el cuidadoso amor de Dios. Dios es amor Hay en el museo del Prado de Madrid dos cuadros que, por curiosas coincidencias del destino, pueden verse casi al mismo tiempo, aunque se encuentran en salas distintas. Uno es de Tiziano y nos muestra el momento en el que Zeus, convertido en lluvia de oro, posee a la bella Dánae y engendra a Perseo; el otro es de Tintoretto, y narra el momento en el que Jesús, preparado ya para dar la vida por todos los seres humanos, sus discípulos incluidos, les lava los pies. Desde los primeros tiempos del cristianismo se tuvo conciencia de que había una profunda diferencia entre los dioses griegos y los cristianos, poniendo el énfasis en lo que desde entonces ha sido el hilo conductor del mensaje cristiano: 8 Encuentro muy sugerente la lectura de las obras de René Girard, en concreto Veo a Satán caer como un relámpago (Girard, 2002).

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Dios es amor, y no hay mayor amor que aquel del que da la vida por sus amigos, y más todavía por sus enemigos. Frente al eros defendido por los griegos, se levanta el ágape cristiano que será conceptualizado como la virtud de la caridad. El discurso sobre Dios en el cristianismo no se puede reducir a ningún tipo de antropologismo. Desgraciadamente, en torno al año 1000 se cambió una larga tradición que había impedido realizar ninguna imagen de Dios en el arte cristiano, siguiendo así la tradición judía que sí fue mantenida a su vez por el Islam. Es entonces cuando se consolida en la imaginería cristiana, sobre todo en la católica, esa figura de un Dios Padre, de avanzada edad y aspecto bondadoso, un Dios Hijo y un Dios Espíritu Santo, en este caso con la tendencia a representarlo como paloma. Esta concesión encaminada posiblemente a favorecer la catequesis de una población analfabeta, no hace en absoluto justicia a la auténtica y profunda originalidad el mensaje cristiano, que hunde sus raíces en el Antiguo Testamento pero que adquiere una renovada interpretación en el Nuevo. Dios es lo totalmente otro, la más completa trascendencia y cualquier discurso sobre Él debe partir del reconocimiento de su inadecuación. Incluso cuando hacemos referencia al rasgo que mejor lo define, el amor. Lo expone bien von Balthasar: sólo el amor es digno de fe, por lo que la teología debe poner en el centro de su discurso la glorificación del amor divino, el Dios que se muestra no siendo más que amor, el Dios crucificado hecho donación al hombre de una manera total, gratuita y amorosa (von Balthasar, 1995)9. La donación es el eje del mensaje cristiano: recibimos un don de Dios, sin merecerlo, un don que Él nos da de forma gratuita y unilateral, sin pedir ni esperar nada a cambio. Es puro amor y pura gracia, y sólo deformaciones provocadas por prácticas históricas inadecuadas han podido ver en Dios el déspota enemigo de la libertad del ser humano. Es Dios quien empieza amando, nos ama primero y nos llama a dar una respuesta amorosa a su amor, lo cual implica esencialmente el encuentro con el prójimo como encuentro en el amor absoluto que siempre será mucho más que cualquier amor humano. 9

La referencia la he tomado de Amengual, 1991:225-227.

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Ciertamente en el Antiguo Testamento aparece con frecuencia la imagen de un Dios guerrero y justiciero, propenso al castigo de los culpables que de él se alejan. Es cierto también que esa imagen algo más violenta de Dios está vinculada a la constante afirmación de que es un Dios celoso que no admite compartir el culto con otro dioses que no pasan de ser creaciones humanas, y en esos celos se pone de manifiesto esa relación amorosa. Pero basta con releer el hermoso diálogo de Dios con Abrahán para darse cuenta de que nos encontramos con un Dios que, sin hacer en ningún momento dejación de su absoluta trascendencia, se muestra al ser humano como un Dios cercano, dispuesto siempre a entablar un diálogo amistoso y a mostrarle su incondicional apoyo. En El Cantar de los Cantares, recurriendo al lenguaje propio de la poesía amorosa, es Dios quien dice al ser humano: “aparta de mi tus ojos que me están matando de amor” (6, 3). Difícil expresar de mejor manera y con mayor fuerza cómo se concibe la relación que Dios tiene con el ser humano. Y lo mismo hará el profeta Oseas quien ejemplifica con su propia vida la fidelidad de Dios a su pueblo a pesar de sus muchas infidelidades. Y todo el Nuevo Testamento no será más que un despliegue desbordante de Dios como amor, ejemplificado de manera absoluta en el hecho mismo de la encarnación y muerte del propio Dios como hito central de toda una historia de las relaciones de Dios con los seres humanos que deben leerse siempre como historia de amor y salvación. Es más, esa idea de Dios como amor llega hasta el mismo concepto de Dios, independientemente de su relación con el ser humano. Sin renunciar nunca al monoteísmo más estricto, la Iglesia tardó bastante tiempo en alcanzar una comprensión de la persona divina como una relación trinitaria en la que el Padre, el Hijo y el Espíritu se mantienen desde toda la eternidad en permanente relación de diálogo, comunicación y autodonación. Y tardo porque la idea era y sigue siendo de difícil comprensión, dado que consiste básicamente en mantener al mismo tiempo la unidad y la pluralidad en las personas divinas, tomándose en serio el hecho de la creación, el acontecimiento de la encarnación y el de la presencia permanente en la propia Iglesia de Dios. Las tres personas desvelan el ser de Dios como pura comunión y comunidad, en la que la distinción de cada persona está vinculada a la relación de comunión

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que mantiene con las otras; y esa comunión es la que se manifiesta en la obra creadora y en la redentora. Un monoteísmo sin ninguna matización puede dar paso a una forma más jerarquizada y menos relacional de la divinidad, mientras que al señalar esa dimensión trinitaria se está poniendo el énfasis en que Dios es, por encima de todo, relación y diálogo. Conviene insistir en ello no sólo porque recoge una de las aportaciones más originales del cristianismo, por más que la idea de trinidad haya estado presente en religiones anteriores, sino porque tiene profundas consecuencias para comprender hasta qué punto Dios debe ser entendido como amor y en qué medida eso debe repercutir igualmente en la manera en que entendemos la relación que nosotros mantenemos con él y la que debemos mantener entre nosotros10. Se encuentra igualmente aquí un último fundamento de otro de los rasgos básicos del cristianismo, y más todavía del catolicismo: la necesidad de que la fe sea siempre un acto comunitario, la celebración religiosa de quienes se reúnen en nombre de Dios, de tal modo que Dios está presente entre ellos. La Iglesia es, sobre todo, asamblea, comunidad de creyentes, que se extiende más allá de esta vida para incluir, en la comunión de los santos, a todos los que nos precedieron y que de algún modo siguen activos en la vida eclesial. El pecado y el perdón El ser humano es libre y como tal ha sido creado por Dios. Así lo expresa con claridad y firmeza San Pablo, para quien ya no hay ni hombre ni mujer, ni judío ni gentil, ni siervo ni señor, con lo que se establece la completa igualdad de los seres humanos y se apela a su libre aceptación de la oferta salvífica de Dios. La libertad se entiende desde luego como plenitud, y en ese sentido la obediencia Dios, la aceptación de su oferta salvífica, constituye el camino más seguro para y desde su finitud y fragilidad no siempre elige correctamente. Ahora bien, la libertad, llevada hasta su más radical ejercicio, implica igualmente la posibilidad de rechazar dicha oferta salvífica. Una vez más podemos volver al relato 10 Para profundizar algo más en la implicaciones de la doctrina trinitaria de Dios, Moltmann, 1986.

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del Génesis para entender lo que puede significar la libertad humana. Crea Dios al ser humano a su imagen y semejanza y le sitúa en un paraíso, esto es, en condiciones óptimas para su desarrollo personal. Las condiciones no pueden ser mejores, pero el relato nos muestra cómo el ser humano, mediante una decisión personal tomada en un momento determinado, decide rechazar la oferta e iniciar un camino por sí mismo. Ese camino no es en absoluto el que le va a permitir acceder a la libertad en su sentido más pleno, pero es el que decide tomar. El pecado se sitúa, por tanto, en el mismo origen de la humanidad y va a determinar decisivamente su futuro. Eso sí, es un pecado del que el hombre es responsable y al que no está fatal e irreversiblemente ligado. Del mismo modo en que lo cometió, queda a su alcance poder superarlo en la medida en que actúe correctamente y no vuelva a pecar. Ahora bien, si seguimos la explicación ofrecida por el autor bíblico, parece ser que el pecado consiste precisamente en no haber aceptado algo que va a ser consustancial a la relación religiosas inaugurada por Abrahán. Dios es sobre todo don, oferta gratuita de apoyo al ser humano y el fallo de éste consiste sobre todo en no entrar en la dinámica del don y de la gracia, en no aceptar que la propia libertad y la responsabilidad que le acompaña no consiste en un autonomía que reniega de la deuda en la que está situado frente a Dios. Erróneamente parece que Adán y Eva interpretan esa situación de deuda originaria, propia de su condición de criatura, como una condición de sumisión y dependencia negativa, y en eso consiste básicamente la tentación de la serpiente. Es cierto que la Biblia concede al ser humano un lugar privilegiado, cualitativamente distinto a todos los demás seres de la naturaleza, pero ese dominio es compatible con la deuda que no debe interpretarse como un límite, sino como un punto de partida y no lleva aparejado ningún tipo de sumisión. El hecho de que yo esté en deuda con Dios, no exige de mí una actitud de sumisión, sino a lo sumo de reconocimiento, así como la aceptación de unos deberes tan originarios e incluso más que mis propios derechos. Mi plenitud existencial se encuentra en la capacidad de recibir, en la espera atenta al don de Dios, y nunca en una tarea prometeica de la que soy único responsable. Y, recíprocamente, se encuentra en mi capacidad

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de dar, de sentirme en deuda absoluta frente al Otro que me sale al paso y me mira a los ojos. Corresponde a san Ignacio de Loyola, según dicen algunas tradiciones, una expresión que expone con cierta claridad lo que no tuvieron en cuenta nuestros antecesores en el paraíso, y lo que nosotros mismos seguimos sin asumir plenamente. Decía Ignacio, que hay que hacer las cosas como si todo dependiera de nosotros y nada de Dios, pero debemos confiar como si todo dependiera de Dios y nada de nosotros. No sólo estamos, por tanto, en deuda sino que necesitamos constantemente la ayuda de Dios para salir adelante llegando a ser de ese modo quienes realmente somos y quienes podemos llegar a ser. No hay espacio para el pelagianismo, como bien veía san Agustín, sino para el esfuerzo humano abierto y receptivo a la intervención graciosa de Dios. Porque hay algo que además destaca en ese relato de la creación: por importante que allí aparezca el pecado, más importante todavía resulta la presencia del perdón. El relato no termina con una condena irreversible, sino más bien con la promesa irrevocable de Dios que garantiza que, a pesar de todo, el mal no tiene la última palabra. Los seres humanos podemos fallar, en parte por nuestra condición finita, en parte por ese pecado original que no sitúa a todos en condiciones de labilidad provocada por lo que antes llamé el pecado estructural. Dios, sin embargo, no falla nunca y con su gracia misericordiosa podemos contar siempre, incluso en aquellos momentos en los que se han acentuado las amenazas de una condena infernal. Es más, no se trata de perdonar una vez, dando paso de ese modo al proceso de conversión, sino de perdonar cuantas veces sea necesario, hasta setenta veces siete. Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia y si bien debemos tomarnos en serio la posibilidad de la condena definitiva, mucho más en serio nos debemos tomar el infinito y misericordioso amor de Dios. El perdón se instaura así en el corazón del mensaje evangélico y Dios será el misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad, atento siempre a prestar ayuda al ser humano para liberarlo de lo peor que lleva dentro y para darle la fuerza de la que carece. El perdón supera con creces a la culpa y el pecado, y de ahí que en la liturgia medieval se consolidara una expresión que recoge ese sentimiento liberador: fe-

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liz culpa que mereció tal salvador. El lado positivo de la culpa se sitúa precisamente en la posibilidad que abre a la intervención salvífica de Dios. Judas no acaba de entender hasta qué punto Dios es capaz de perdonar y busca en el suicidio una solución final a su impotencia; Pedro parece entenderlo mejor y acepta la oferta de perdón, sin dejar de lado la exigencia de arrepentimiento. El perdón cura del mal y abre la puerta a la salvación, siempre que estemos dispuestos a pedirlo y a recibirlo confiados. En el Barroco español, en plenas discusiones sobre la gracia y la misericordia divinas con las otras confesiones cristianas, los grandes autores clásicos españoles expusieron teatralmente la lectura católica de esa aceptación de la gracia y es de eso de lo que tratan obras como El condenado por desconfiado o La vida es sueño. La dialéctica del perdón y el pecado es al mismo tiempo una dialéctica del amor de Dios y de la confianza humana en ese amor. Está claro que nosotros podemos fallar, pero sabemos con seguridad que no habrá fallos por el lado de Dios. En ese sentido, el sacramento de la penitencia tienen un profundo valor salvífico, y también terapéutico si nos limitamos al plano del equilibrio personal de los seres humanos. Eso sí, no hay perdón en principio para quien no lo pide como tampoco lo hay para quien no se arrepiente. Toda la práctica de la confesión en la tradición católica, más allá o más acá de las acertadas críticas contra sus posibles desviaciones enfermizas y opresoras, es sobre todo una práctica liberadora que invita al ser humano tanto al reconocimiento de su propia fragilidad pecadora como a la conversión completa para seguir la exigencia evangélica de llegar a ser perfectos como lo es el Padre celestial. Los manuales de confesores dejaron siempre muy claros los cinco pasos necesarios para acceder al perdón. El primero de ellos, el examen de conciencia, es una petición de ser honestos con uno mismo, de no engañarnos ni buscar falsos subterfugios a nuestra debilidad. Sigue el dolor de corazón, como muestra del impacto emocional que en nosotros debe tener el reconocimiento de lo que hemos hecho mal, cuidando de ese modo el ejercicio de los adecuados sentimientos morales, entre los que se cuenta claro está el de la vergüenza por la conducta indigna. No hay posible perdón para quien no se plantea un serio propósito de cambiar, para quien no está dispuesto a enmendar los pecados cometidos y convertirse para alcanzar

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un corazón nuevo. No basta tampoco con el reconocimiento interior del pecado cometido, sino que es necesario su reconocimiento público, bien sea en un acto comunitario de penitencia bien se realice en la intimidad del confesionario. Y el reconocimiento debe ser explícito: es demasiado fácil hacer una declaración genérica de que somos grandes pecadores; lo difícil, pero al mismo tiempo lo auténticamente liberador, es decir exactamente lo que hemos hecho mal y a quien hemos hecho el mal. Por último, es necesaria una cierta expiación del pecado cometido, esto es, hay que cumplir la penitencia. Como bien decía una de las madres argentinas de la plaza de Mayo cuando los obispos pedían perdón por su complicidad con las salvaje dictadura militar, bien está que pidan perdón, pero sólo se tomará en serio su arrepentimiento si cumplen con la penitencia, a ser posible en la cárcel. Una creencia pública En contra del prejuicio convertido en idea políticamente correcta, la religión católica no es en absoluto un asunto privado que deba ser mantenido en la intimidad. Que duda cabe de que existe una relación directa con Dios que resulta insoslayable y que se expresa en pluralidad de prácticas religiosas, con la oración como hilo conductor de las mismas. Que duda cabe también que de que ha sido bueno para las sociedades humanas superar aquellas etapas en las que se exigía una identificación entre el estado y la confesión religiosa, fuera esta el cristianismo o el islamismo, por más que sigan peligrosamente vigentes algunas tendencias a recuperar una confesionalidad encubierta o de baja intensidad. Ahora bien, esto no quiere decir en absoluto que las convicciones religiosas no deben tener implicaciones públicas muy concretas y muy fuertes. No hay, en principio, justificación para una práctica religiosa que se refugia en el fuero de la vida privada y procura no aflorar en ningún momento, bien por el prurito de no molestar o en otros casos por la parcial vergüenza que puede provocar en algunas personas tener que reconocer en público que se poseen unas creencias que no están de moda. Como han visto algunos autores, tanto de dentro como de fuera, el mensaje evangélico contiene pura dinamita social. Podremos magnificar

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la llamada a la sumisión a la autoridad que presenta san Pablo, pero el evangelio es más bien una exigencia de conversión con claras consecuencias sociales y políticas, mucho más próximas a la exigencia de justicia (“misericordia quiero, no sacrificios) y de igualdad radical entre todos los seres humanos. El canto de María alaba que Dios derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los ricos despide vacíos y a los pobres colma de bienes. Los ricos y los poderosos no suelen salir bien parados en el evangelio, como tampoco se van de rositas los clérigos que secuestran el mensaje salvífico de Dios. En la permanente disputa para traducir a prácticas sociales efectivas las exigencias evangélicas no ha habido nunca total acuerdo, pues algunos han querido siempre que se tomaran en serio esas exigencias y otros se han esforzado con denuedo para garantizar que no afectaban a su posición de privilegio. Como ya dije antes, posiblemente los segundos han tenido bastante éxito, como no podía ser menos dado que controlan los mecanismos que permiten configurar una opinión pública y apoyar determinadas fórmulas de organización social. Eso no ha sido óbice para que siempre se haya mantenido, con enorme capacidad de dar vida a la propia institución eclesial, las demandas de los primeros, esto es, de quienes pedían más justicia y más amor. Es más, me atrevería a conjeturar que la permanencia de la Iglesia durante 2000 años, se debe probablemente a que el Espíritu ha soplado sobre todo en estos a pesar de las dificultades puestas por quienes querían desactivar las reivindicaciones de justicia social. Por otra parte, esta exigencia está bien presente en la amplia y sólida doctrina social de la Iglesia, por más que haya en ellas notables limitaciones. No hay desde luego fórmula política, económica o social, que pueda considerarse como directamente católica, y los intentos de formar partidos políticos con ese adjetivo no suelen conducir a buen puerto. Lo que sí ha habido siempre por parte de la doctrina oficial es la petición de que los católicos no se queden en casa sino que contribuyan, desde sus creencias, a la construcción de la sociedad. Se ha solicitado de los mismos una vida pública acorde con sus convicciones religiosas. Inercias muy arraigadas siguen haciendo parecer que, cuando se trata del poder establecido, la Iglesia tiene cierta tendencia a defender las posiciones

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más conservadoras del orden social, tal y como funciona, y parece que le resulta más sencillo a la jerarquía movilizar a los fieles para condenar el matrimonio de homosexuales o la presencia de la religión en las escuelas que para salir a la calle defendiendo la paz y condenando la guerra de Irak, por limitarme a ejemplos recientes de la vida española. Parece como si no se atreviera del todo a propiciar las necesarias transformaciones sociales que hagan efectivamente posible los requerimientos de justicia y amor fraterno contenidos en el evangelio, incompatibles con una sociedad que convierte en legal una desigualdad social que hace que unos escupan sangre para que otros vivan mejor. Parece igualmente que se mueve con más facilidad en el terreno de la caridad, entendida como la organización de instituciones dedicadas a la atención de los más desfavorecidos, mientras que no plantea ninguna demanda seria de cambio estructural que provocaría un notable descenso del número de personas necesitadas de auxilio caritativo. Queda de todos modos clara la necesidad de no guardar la luz debajo de un celemín o de ser sal de la tierra. Y eso entendido no sólo como necesidad imperiosa de proclamar la buena nueva del reino de los Cielos y el mensaje de salvación ofrecido por Jesús, sino también en el sentido de exigir que aquí y ahora colaboremos en la construcción de una sociedad en la que la justicia y la paz se besen. Nada de quedarse en casa, reunidos con familiares y amigos y disfrutando de ese modo de una tranquila vida; tomando las palabras prestadas a Blas de Otero, salir a la calle y a las plazas públicas, pues “ya es hora de pasear el cuerpo y mostrar que, pues vivimos anunciando algo nuevo”. Hay una renuencia fundada a dejar en manos del estado la plena gestión de la vida pública, pues se detecta en esa estatalización una peligrosa tendencia a la implantación de mecanismos potentes de control social., y de ahí que se haya insistido siempre en la importancia de la acción subsidiaria de la sociedad civil, con capacidad para llevar adelante la gestión de sus propios asuntos. Pero nada tiene eso que ver con posibles políticas al estilo de las que actualmente promueve el neoliberalismo más radical. El compromiso debe seguir siendo siempre el mismo: dar la cara por los más débiles y buscar estructuras sociales más justas. Y luchar porque las leyes que rigen la vida social de los seres humanos se adecuen a las

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exigencias del evangelio. No hay salvación sin liberación, por más que esta última no agota a la anterior. Bibliografía Aja Valle, J. (2000). “El perfil de los votantes de izquierdas en las elecciones generales del 2000”: http://www.unavarra.es/puresoc/es/c-ponencias.htm (VI Congreso vasco de sociología – Grupo de Actores y comportamientos políticos) Amengual, G. (1991). “La Gloria de Dios en von Baltasar”: Diálogo Filosófico, nº 20, 225-227. Balthasar, H. U. von (1995). Sólo el amor es digno de fe. Salamanca. Sígueme. Barrington, M. Jr. (2001). Pureza moral y persecución en la historia. Barcelona. Paidós. Díaz, C. (1989). Preguntarse por Dios es razonable. Madrid Encuentro. Díaz, C. (1991). Contra Prometeo. Una contraposición entre ética autocéntrica y ética de la gratuidad. Madrid. Encuentro, 2ª ed. Díaz-Salazar, R. y Giner, S. (Ed.) (1993). Religión y sociedad en España. Madrid. Centro de Investigaciones Sociológicas. García Moriyón, F. (1986). “Contemptum mundi”: Laicado, nº 74, 33-42. Girard, R. (2002). Veo a Satán caer como un relámpago. Barcelona. Anagrama. González Faus, J. I. (1987). Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre. Santander. Sal Terrae. Moltmann, J. (1986). Trinidad y Reino de Dios. La doctrina sobre Dios. Salamanca. Sígueme. R appaport, R. (2001). Ritual y religión en la formación de la humanidad. Madrid. Cambridge. Ruiz de la Peña, J. L. (1986). Teología de la creación. Santander. Sal Terrae. Savater, F. (1999). Las preguntas de la vida. Barcelona. Ariel.

“A mitad de camino entre la verdad y la preferencia”. El utilitarismo moral de Richard Rorty en Una ética para laicos Germán Ramos UCA – Buenos Aires

La propuesta moral que ofrece Richard Rorty en su libro Una ética para laicos se puede sintetizar en la sentencia que expresa el título de nuestro artículo. Rorty defiende un relativismo que se opone al fundamentalismo, pero que no cae por ello en la afirmación del “todo vale”, como si cualquier opción fuese igualmente válida. Nuestro autor gravita en un relativismo moral que, a la vez que rechaza el fundamentalismo, intenta dar respuesta a los siguientes interrogantes: ¿Es posible encontrar el fundamento de la moralidad? ¿O esa pretensión es tan sólo un vicio metafísico? El fundamentalismo entiende por “fundamento” aquello que da razón del ideal moral, y que es algo distinto y previo a éste. Este fundamentalismo moral se apoya ya en Platón, y más específicamente en la “convicción platónica de que en lo profundo del corazón de todo ser humano existe un punto de referencia moral, fijo, independientemente del modo en que ese ser humano fue criado, independientemente de su cultura y de su tradición” (Rorty, 2009:37). El fundamentalismo moral sostiene, según Rorty, que existe en la naturaleza humana una estructura fija e independiente de los condicionamientos sociales y culturales, que puede funcionar como punto de referencia moral. En ese punto de referencia se apoya para condenar, por ejemplo, la homosexualidad. Las prácticas homosexuales serían una forma de conducta que atenta contra esa estructura fija presente en la naturaleza humana, y por lo tanto, se trata de prácticas inadecuadas y reprobables. De este modo, es la naturaleza humana la que nos indica lo que es bueno o malo, o mejor dicho, cuáles son los ideales morales que debemos perseguir y cuáles los que debemos rechazar. Ésta es, en

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definitiva, la cuestión que Rorty desea solucionar, a saber, la de si es posible encontrar un fundamento que dé razón de los ideales morales que postulamos como buenos, y si ese fundamento es algo distinto al ideal mismo, anterior y más abarcativo, como pretende el fundamentalismo. Esta cuestión que acabamos de esbozar se puede entender, simplificada, de la siguiente manera: ¿Por qué creemos que hay ideales morales que son buenos y que deben ser realizados, y en cambio, condenamos otros como nocivos y perniciosos? ¿En qué nos basamos para hacer esta distinción? Solemos pensar, sin demasiados cuestionamientos, que la solidaridad con los más necesitados es algo bueno, e incluso creemos que es algo que debe ser realizado. Sin embargo, muchas personas se niegan a ser solidarias con los demás y no ven en el ideal de la solidaridad una exigencia moral. Ante este hecho podríamos preguntarnos por qué hay gente que se niega a ser solidaria. Las campañas que buscan generar conciencia sobre este tema parten del hecho innegable de que la solidaridad es buena; a lo que se atienen es al problema práctico de cómo lograr que la gente la practique. Pero la solidaridad como ideal moral no es puesta en duda. Ahora bien, desde la perspectiva de Rorty hay una pregunta previa. Lo fundamental no es saber por qué la gente no es solidaria, sino por qué debemos ser solidarios. El primero es un problema práctico; el segundo, filosófico. Desde el punto de vista que adopta Rorty, la solidaridad no aparece ya como un ideal moral inapelable; de lo que se trata justamente es de cuestionar ese ideal moral: ¿De dónde proviene esa exigencia? ¿Tiene un valor, o es tan sólo una arbitrariedad? En la presentación del libro de Rorty, Gianni Vattimo explica que hay una diferencia significativa entre el ser y el deber. Vattimo nos dice que durante mucho tiempo la filosofía se había encargado de mostrar que la representación que nos hacemos de la realidad es fiel. La tradición metafísica europea se desarrolló bajo esta impronta, y el quehacer de los filósofos consistía, en consecuencia, en aportar las garantías que demostraran que el mundo real es tal como lo vemos y lo pensamos. En el campo de la especulación acerca de la moralidad esta tradición metafísica se tradujo en la convicción de que si nuestro conocimiento es un “espejo de la naturaleza”, entonces debemos aprender a observar la realidad. Y “observar la realidad” quiere decir, en este caso, seguirla,

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respetarla. La tradición metafísica desarrollada en Occidente terminó identificando nuestra capacidad de contemplar el mundo con nuestro deber de observar y respetar las normas. Si observamos las cosas tal como son aprendemos entonces a observar el deber. Es la realidad la que nos dicta las normas. Pero Rorty –sigue Vattimo–, siguiendo en esto a Heidegger, denunció que ese ideal era una ilusión metafísica. Vattimo afirma que las normas no pueden extraerse de los hechos. Para explicarse recurre al siguiente ejemplo: es un hecho que soy un hombre. Pero cuando alguien me anima a ir la guerra con el pretexto de que “debo ser hombre”, en ese caso es algo distinto lo que se supone. El sujeto que me anima a ir a la guerra debería explicarme por qué “debo ser hombre”, es decir, debería fundamentar la exigencia que carga sobre mis hombros. No debemos confundir el ser con el deber, o dicho de otro modo, lo que somos con lo que deberíamos ser. Somos lo que somos, y si alguien nos dice que no somos lo que debemos ser, entonces esa persona debe explicarnos por qué debemos ser eso que nos exige. La moralidad que depende de la tradición metafísica esbozada más arriba deja de lado este punto fundamental, y esto es así porque, como ya dijimos, para esa tradición nuestro “estar en el mundo” consiste en contemplar la realidad tal cual es, y luego, en consecuencia, observarla, es decir, respetarla. Si no hay una correspondencia sinonímica entre el ser y el deber, entonces el fundamentalismo moral se apoya en lo que podríamos llamar una “superstición”. El fundamentalismo sostiene, según Rorty, que existe en la naturaleza humana una estructura que puede funcionar como punto de referencia moral. Esta convicción se basa en la creencia de que nuestro conocimiento refleja la naturaleza tal cual es, y de que es ese conocimiento el que nos marca las normas que debemos respetar. Ahora bien, para Rorty esa creencia no es más que una ilusión metafísica. Y esta ilusión metafísica, lejos de ser inofensiva, es muy cuestionable, porque a partir de ella se ha desarrollado una moralidad que impone límites a la conducta del hombre y reduce significativamente su grado de felicidad. Lo primero que se propone Rorty, entonces, es desenmascarar esta ilusión metafísica.

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El fundamentalismo moral, como ya dijimos, se apoya en una superstición. Para explicarse en este aspecto Rorty se vale de la especulación del filósofo George Santayana. Dice Rorty: “El filósofo George Santayana afirmó que la superstición es la confusión de un ideal con el poder, es creer que cualquier ideal debe estar en cierto modo fundado sobre algo ya existente, sobre algo trascendente que postula este ideal ante nosotros” (2009:14-15). Para el fundamentalismo, los ideales deben fundarse en algo más amplio que ellos mismos, deben fundarse en algo trascendente. Y esta suposición es la que Rorty considera, junto con Santayana, una “superstición”. No hay nada, aducen ambos, “más grande” o “más abarcativo” que los ideales mismos; no tiene sentido preguntarse por el fundamento de esos ideales. Y no tiene sentido porque, en última instancia, “la única fuente de ideales es la imaginación humana” (2009:15). Esta afirmación pone a Rorty en el campo del utilitarismo y del relativismo. Su relativismo moral consiste en afirmar que no hay otro fundamento para los ideales morales más que nuestra imaginación. Y en consecuencia, su relativismo se constituye en contraposición al fundamentalismo, como una negación de lo que éste último afirma. Si la fuente de nuestros ideales morales no se encuentra en algo que los trasciende sino en nuestra propia imaginación que los postula, entonces no tiene sentido apelar a criterios neutrales para deducir qué ideal es preferible sobre los demás. Hay que abandonar, según Rorty, la costumbre de formular preguntas metafísicas acerca del fundamento de nuestros ideales o preguntas epistemológicas acerca de los criterios de preferencia entre un ideal y otro. Dice Rorty: “Deberíamos dejar de pensar en aquello que un ideal pretende de nosotros e interrogarnos acerca de la índole de nuestras obligaciones para ser fieles al ideal. Dedicarse a un ideal moral es como dedicarse a otro ser humano. Cuando nos enamoramos de otra persona, no nos interrogamos acerca del origen o la índole de nuestro empeño por cuidar del bienestar de esa persona. Es igualmente inútil hacerlo cuando nos enamoramos de un ideal” (2009:16). Si volvemos al ejemplo de la solidaridad que antes mencionamos, podríamos decir que la propuesta de Rorty consiste en concentrar nuestros esfuerzos en todo lo que ese ideal implica, en lugar de debatir acerca del fundamento o el origen del mismo. El conocimien-

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to o desconocimiento de ese fundamento, argumenta Rorty, no debería modificar en nada nuestra entrega al ideal en sí mismo. Es el ideal y no su fundamento el que debería preocuparnos. ¿Qué les queda a nuestros ideales si se les quita su fundamento? Quedan tan sólo ellos, los ideales mismos. El fundamento de un ideal es la razón o el “por qué” que lo justifica. Ahora bien, deberíamos preguntarnos lo siguiente: ¿por qué necesitamos justificar nuestros ideales, y justificarlos sobre algo trascendente con respecto a ellos, sobre algo objetivo, algo que todos puedan reconocer? Porque de lo contrario, se suele aducir, nos volveríamos “animales” que conducen ciegamente su conducta. Rorty cree, en cambio, que abandonar la pretensión del fundamentalismo puede significar la posibilidad de encontrar ideales estimulantes y de llevar a cabo esfuerzos heroicos y altruistas en pos del hombre y su bienestar. Y en cambio, sostener una visión fundamentalista de la moral produce en muchas personas una infelicidad innecesaria que podría ser evitada. Un ejemplo de esto es lo que sucede con los homosexuales. La condena que sufren los homosexuales se basa en la concepción de que la moralidad encuentra su apoyo en una estructura fija presente en la naturaleza del hombre, según la cual su conducta es “anti-natural” o simplemente perversa. Lo que debemos preguntarnos es si vale la pena sostener una visión fundamentalista de la moral, cuando eso implica reducir la felicidad humana en base a lo que dicta cierta “superstición”, o si, en cambio, no debemos ayudarnos mutuamente a conseguir nuestros deseos y alcanzar así la máxima felicidad posible. Para Rorty, como para John Stuart Mill y los utilitaristas, ésta última es la única obligación moral que tenemos. Considerar, como considera Rorty, que el objeto de toda especulación filosófica o de todo culto religioso es producto de la imaginación humana tiene múltiples consecuencias. Una de ellas es la negación de reconocer alguna cosa como definitiva. Nuestra imaginación podría crear ideales nuevos, y reemplazar así los que estaban vigentes hasta ese momento. Así lo explica el mismo Rorty: “Retomemos la analogía que cité anteriormente: es estúpido pedir una prueba del hecho de que aquellos a quienes amamos son las mejores personas posibles de las que podríamos enamorarnos. Pero obviamente podemos desenamorarnos

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de una persona por habernos enamorado de otra. De modo análogo, podemos abandonar un ideal porque ya empezamos a anhelar otro. Lo que no podemos hacer, en cambio, es optar entre dos personas o entre dos ideales haciendo referencia a criterios neutrales” (2009:16). Crear los ideales implica rechazar la creencia de que haya algo ya existente con lo que nuestras convicciones morales deberían corresponderse. Más adelante volveremos sobre este tema; será suficiente remarcar por ahora que en consonancia con esto último hay otra consecuencia que se sigue del planteo de Rorty, que es la siguiente: el rechazo del fundamentalismo nos abre a nuevas posibilidades, nos mantiene dispuestos a escuchar todas las sugerencias que puedan servir para acrecentar la felicidad humana. En cambio, los planteos del tipo del fundamentalismo pueden reducir considerablemente, desde el punto de vista de Rorty, esa felicidad a la que todos aspiramos. La objeción que se le hace a este planteo es que supone una contradicción evidente, a saber, la contradicción de sostener que cualquier convicción moral es buena, tanto como las demás; o mejor dicho, para no usar un lenguaje de contrastes cualitativos, que cualquier convicción moral es igualmente válida, ya que no existe un criterio neutral que nos permita juzgarlas inequívocamente. Rorty advierte en su libro que esta crítica se dirige a un tipo de relativismo ilusorio, que no es el que sostienen los filósofos. El relativismo puede adquirir un significado útil y respetable si se lo define como la negación del fundamentalismo. Bien entendido, el fundamentalismo consiste en la afirmación de que los ideales morales son válidos si se fundan en la realidad. En consecuencia, el relativismo bien entendido consiste en la afirmación de que “estaríamos mejor sin conceptos como obligaciones morales incondicionadas fundadas sobre la estructura de la existencia humana” (Rorty, 2009:19). A partir de esta afirmación, Rorty va a defender el relativismo como él cree que debe ser entendido; y va a defenderlo en polémica y discusión con las afirmaciones del Sumo Pontífice Benedicto XVI al respecto. Rorty refiere en su libro que Benedicto XVI no rechaza completamente el relativismo. Al contrario, el Papa sostiene que en el campo de la política el relativismo es en gran parte veraz. Cuando se trata de construir la convivencia en sociedad en base a los principios de igualdad, respeto

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y libertad, no existen absolutos. Ese fue precisamente el error, sostiene Benedicto, de las teorías que plantean modelos sociales basados en posiciones absolutistas, como el marxismo. Sin embargo, nos dice Rorty, el Papa no está dispuesto a reconocer como válido el relativismo absoluto, esto es, la afirmación de que cualquier cosa es igualmente válida. Al contrario, afirma que, aún cuando la construcción de una vida en común y ordenada en base a la libertad y el respeto no puede lograrse partiendo de visiones absolutistas, sin embargo hay ciertas verdades inapelables que no pueden ser pasadas por alto. Entre estas verdades inapelables se encuentran, por ejemplo, el respeto por la vida humana, la búsqueda de la justicia social, el rechazo de todo lo que atenta contra la dignidad de las personas. En consecuencia, si bien debemos reconocer que el relativismo posee cierta legitimidad en el campo de la política, no podemos permitir que adquiera un alcance ilimitado, ya que de lo contrario aquellas verdades fundamentales e inapelables podrían correr riesgo y ser puestas en duda. El problema con el relativismo, sostiene Benedicto, reside justamente en su tendencia a volverse ilimitado. Rorty no intenta, por su parte, refutar directamente la posición del Papa respecto al relativismo. De hecho, reconoce que él tiene razón cuando afirma que “la necesidad de poner límites al relativismo demuestra que toda vez que la política promete ser redentora promete demasiado; toda vez que la política pretende hacer el trabajo de Dios se vuelve no divina, sino diabólica” (2009:21). Rorty está dispuesto a reconocer que, en cuanto a lo político, el relativismo no puede redimir al hombre; pero no está dispuesto a admitir, por otra parte, el punto central de la crítica de Benedicto XVI, a saber, que el hombre necesite ser redimido. “Los relativistas como yo –dice Rorty– concordamos en que el derrumbe del marxismo nos ayudó a comprender por qué la política no debería intentar ser redentora. Y no porque se tenga a disposición otro tipo de redención, aquella que los católicos creen factible encontrar en la Iglesia, sino porque la redención siempre fue –ya desde el principio– una mala idea” (2009:22). No hay redención posible, cree Rorty, porque no hay necesidad de redención. Es inútil buscar en la política aquello que el hombre de ningún modo necesita. “Los hombres –dice Rorty– necesitan que se los

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haga más felices, no que se los redima, porque no son seres degradados, almas inmateriales apresadas en cuerpos materiales, almas inocentes corrompidas por el pecado original” (2009:22). Rorty sostiene que la creencia de que el hombre necesita ser redimido proviene de una suposición singular, que consiste en diferenciar entre una parte inferior del alma y otra superior. La parte inferior es terrena y mortal, mientras que la superior es espiritual e inmortal. La redención ocurre cuando la parte superior del alma logra imponerse y gobernar a la parte inferior. Este esquema puede entenderse de distintas maneras: como la razón que doma y controla las pasiones de la sensibilidad, o como la gracia que transfigura la naturaleza y derrota al pecado. En ambos casos, sin embargo, la convicción de fondo es la misma. El hombre es el escenario de la lucha entre estas dos tendencias del alma, a saber, aquella que se contenta con su finitud, y aquella otra que anhela el infinito. Es esta lucha y este anhelo por lo infinito la que mantiene con esperanzas a la fe, según Benedicto XVI. La fe se adecua a la naturaleza del hombre porque le marca el camino hacia su propia realización. Sólo Dios puede llevarnos hacia la infinitud anhelada. Sólo Dios puede redimirnos. Y la finalidad de esa redención consiste, como ya dijimos, en trascender la finitud, en vencer la mortalidad y el sufrimiento, de modo tal que la existencia del hombre se vea transfigurada y elevada a la espiritualidad más pura. La tradición en la que se inserta el Papa identifica la inmortalidad con la inmaterialidad y la espiritualidad. Rorty reconoce, por su parte, que a quienes disienten con esta tradición se los critica por carecer del sentido de lo espiritual. Pero es él mismo quien advierte que el término espiritualidad puede ser entendido de dos formas diferentes, y que la pertinencia de esa acusación depende del sentido en que se tome el término: “Si por espiritualidad se entiende una aspiración a lo infinito, esta acusación está perfectamente fundada; pero si en cambio se considera la espiritualidad en el sentido elevado de nuevas posibilidades que se abren a los seres finitos, entonces no lo es. La diferencia entre estos dos significados del término espiritualidad es la diferencia entre tener la esperanza de trascender la finitud y tener la esperanza de un mundo donde los seres humanos lleven vidas largamente más felices que aquellas que viven en la actualidad” (Rorty, 2009:24).

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De aquí se puede ver con más claridad que el relativismo moral, tal como lo presenta Rorty, aspira a la realización de un bien determinado, aunque no identifica ese bien con el anhelo de inmortalidad y de trascendencia. Los relativistas sostienen que el hombre debe esforzarse por maximizar su felicidad, por acrecentar significativamente su satisfacción. Es en sentido que debemos entender el relativismo, y no como la teoría absurda del “todo vale”. Ahora bien, aun cuando esta concepción escapa a esa versión ingenua y falaz, no deja de ofrecer, sin embargo, ciertas dificultades que no pueden ser pasadas por alto. El principio de maximización de la felicidad consiste en “cerrarle las puertas” al anhelo de trascender el mundo y su finitud, y abocarse, en cambio, a conseguir aquello que incremente la satisfacción. El problema surge cuando intentamos fundar la moralidad en base a este principio. Es cierto que para Rorty la búsqueda de un fundamento de la moralidad es una tarea inútil, ya que no existe algo trascendente a los ideales morales que les sirva de cimiento. Quien no reconoce que la fuente de la moralidad está en la imaginación del hombre, y en la capacidad que ésta tiene de postular nuevos ideales, se engaña. La fundamentación de la moralidad en base a la estructura de la naturaleza humana es una “superstición”, una ilusión que desarrolló la metafísica occidental, y que Rorty se esfuerza por combatir. Si bien esto es cierto desde el planteo rortyano, también es cierto que la moralidad basada en este esquema puede ser problemática a la hora de pensar en la convivencia social. En última instancia, la moralidad tiene que ver más con el orden social –el orden en el que se establecen las relaciones entre los individuos– que con el orden privado y personal. ¿Cómo podemos imaginar una sociedad en la que cada uno de sus individuos busque maximizar su propio beneficio, al margen de los intereses del resto? ¿Qué sucedería en el caso de que la maximización de mi satisfacción esté abiertamente en oposición a la satisfacción de otro? ¿Cómo se podría realizar un juicio en un caso semejante? Estas figuraciones bastan para poner de manifiesto que cuando se rechaza la suposición de que nuestros ideales se fundan en un orden trascendente, que está por encima –o mejor dicho, “por debajo”, como fundamento– de los deseos de los individuos, entonces la moralidad choca contra un cúmulo de contradicciones.

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Rorty es consciente de estas dificultades e intenta dar una respuesta. Sostiene, en primer lugar, que para el relativismo no hay deseos “buenos” o “malos” en sí mismos-lo que implicaría recaer en una visión fundamentalista de la moralidad–, aunque sí cree que hay deseos que son “reprobables”. El principio fundamental para discernir qué deseos son reprobables y qué deseos son favorables es el principio de equidad, postulado por William James. El principio de equidad sostiene que los deseos favorables son aquellos que no interfieren con otros deseos. Desde esta perspectiva se puede responder a la pregunta que esbozamos más arriba acerca de la moralidad y la convivencia social. No hay deseos malos en sí mismos, pero sí hay deseos reprobables desde el punto de vista de la equidad. Y esos deseos reprobables son los que impiden la maximización de la felicidad: “Para Stuart Mill, Dewey, Habermas y los demás filósofos de la democracia social la respuesta a la pregunta ‘¿son malos algunos deseos humanos?’ es ‘no, pero algunos deseos ponen un palo entre las ruedas de nuestro proyecto de maximizar la satisfacción completa del deseo’. Por ejemplo, mi deseo de que mis hijos tengan más para comer que los hijos de mis vecinos no es intrínsecamente malvado, pero ese deseo no debería hacerse realidad. No existe un deseo intrínsecamente malvado, sólo existen deseos que subordinar a otros en pro de la equidad” (Rorty, 2009:25-26). Desde esta perspectiva se comprende que cuando Rorty habla de “maximización de la felicidad” no la entiende como la maximización individual de la felicidad, sino como la búsqueda de la mayor cantidad de felicidad posible, tanto intensiva como extensivamente. El relativismo moral se propone que la mayor cantidad de individuos sean felicidades, y que puedan a su vez alcanzar el máximo grado posible de satisfacción. Para el relativismo moral, al revés de lo que podría suponerse, la felicidad nunca es una cuestión meramente individual. Por ello es que Rorty sostiene que de lo que se trata es de “ampliar el ámbito del nosotros”, es decir, tomar en consideración los deseos y aspiraciones de más personas: “Para quienes adoptan el ideal utilitarista de maximización de la felicidad, el progreso moral consiste en ampliar la franja de personas cuyos deseos tomar en consideración” (2009:26). Rorty se refiere en este texto al “progreso moral”, y lo identifica con la ampliación de nuestro respeto

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y tolerancia con respecto a los deseos de los demás. Sin duda que para que este esquema moral funcione debe existir una reciprocidad en la tolerancia y el respeto; sólo puedo exigir tolerancia si soy tolerante con los demás. Y la tolerancia se funda a su vez en la imposibilidad de determinar la moralidad de modo objetivo. No hay forma de juzgar los deseos o ideales, y esto porque, sencillamente, no hay deseos buenos o malos en sí mismos, más allá de lo que dicta el principio de equidad. Esto es justamente lo que rechazan aquellos que sostienen una moralidad basada en el fundamentalismo. Rorty cree que, con respecto a estas cuestiones, el relativismo es más provechoso para el progreso moral de las personas. Para apoyar sus afirmaciones, cita el caso de la visión que los ricos tenían de los pobres, y afirma que el cambio de esta visión significó un progreso a nivel social: “El ejemplo más obvio de esta ampliación es el cambio que se produjo cuando los ricos empezaron a considerar a los pobres como conciudadanos suyos, antes que personas cuyo lugar en la vida había sido decretado por Dios (…) Sólo cuando llegaron a esa coyuntura pudieron empezar a considerar riqueza y pobreza como instituciones sociales modificables, antes que como partes de un orden inmutable” (2009:26). Resta tan sólo volver a plantear, por última vez, la cuestión relativa a la elección o la preferencia entre una moral fundamentalista y una moral relativista. Es que Rorty se da cuenta, y lo admite con toda sinceridad, que la inclinación por una moral relativista no tiene otra justificación más que la preferencia. Se inclina por el relativismo moral porque considera que de este modo el hombre progresará moralmente y alcanzará la maximización de la satisfacción. Y rechaza el fundamentalismo por la razón inversa, es decir, porque a partir de él el hombre se estanca en una concepción moral que reduce significativamente esa misma satisfacción. No hay otro argumento que justifique la inclinación por una moral relativista más que la preferencia por determinado destino para el hombre. La discusión en torno al problema moral se reduce, en definitiva, a lo siguiente: Rorty cree que es preferible inclinarse por el relativismo; Benedicto XVI cree, por su parte, que el fundamentalismo es preferible. Ambos tienen razones de peso para apoyar sus preferencias. Pero el hecho es que ninguna razón puede volver necesaria una preferencia. A

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fin de cuentas, tanto Rorty como el Papa sostienen modelos distintos de moralidad, y su inclinación, lejos de estar fundada en absolutos, se basa en la preferencia respecto de los futuros posibles para la humanidad. Si adoptamos este punto de vista nos vemos forzados a admitir, con Rorty, que nuestra elección moral, esto es, nuestra preferencia o inclinación por un modo u otro de concebir la moralidad, no puede realizarse en base a principios filosóficos. “La filosofía –dice Rorty– no impone límites al uso de la imaginación: es un producto ulterior de la imaginación”. (2009:27-28). No podemos, entonces, restringir la creatividad de nuestra imaginación en base a principios de orden filosófico. Pero tampoco podemos apelar a la experiencia cuando se trata de elegir la concepción moral. La historia, entendida como el cúmulo de experiencias que el hombre ha acopiado a lo largo de su peregrinaje por el mundo, puede ser interpretada de distintas maneras, y ningún hecho del pasado puede justificar, por sí mismo, nuestras preferencias en cuanto a la ética. Éste es el caso de quienes creen que el fundamentalismo es erróneo porque, a partir de su esquema, se cometieron atrocidades contra la dignidad y los derechos de las personas. Pero el hecho es que aquí, como en otros casos similares, todo depende del enfoque que se adopte y la intención con la que se interpreten los hechos. Si volvemos al tema del fundamentalismo-entendido como la afirmación de que nuestros ideales morales deben estar fundados en la realidad–, podríamos decir que a lo largo de la historia inspiró tanto actos violentos y atroces, como la persecución de los herejes por la Inquisición, como actos de abnegación y sacrificio, como la labor a favor de los pobres de la Madre Teresa de Calcuta. En definitiva, concluye Rorty, no podemos apelar a un tribunal neutral cuando se trata de elegir la concepción moral más adecuada. Ni la filosofía, ni tampoco la historia, pueden definir esta cuestión. Ninguna de ellas puede poner límites a nuestra imaginación. El relativismo, tanto como el fundamentalismo, es el producto de una concepción del hombre y de su destino. La disputa que se da entre ellas es la de dos productos de la imaginación humana. “Es la competencia –dice Rorty–, no entre una visión que se corresponde con la realidad y otra que no, sino entre dos poemas visionarios: uno ofrece una visión de ascenso vertical hacia algo más grande que lo meramente humano, el otro una visión de pro-

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greso horizontal hacia un amor cooperativo común a escala planetaria” (2009:29). Discusión La ética de Rorty, tal como la acabamos de esbozar, debe ser interpretada en la clave del “pensamiento débil” de Vattimo. Si bien es este último quien es reconocido como el filósofo del pensiero debole, sin embargo Rorty se emparenta mucho con él. De hecho, ambos filósofos se reúnen en el libro El futuro de la religión. Solidaridad, caridad, ironía para explicitar cómo el pensamiento débil está en la base de la racionalidad posmoderna. El libro de Rorty que estamos comentando debe ser leído e interpretado en esta clave. Y uno de los principios fundamentales del pensamiento débil es el rechazo de los “absolutos”, sean estos de orden moral, religioso o epistemológico. No podemos apelar, cree Rorty, a criterios de carácter absoluto cuando pensamos en el fundamento de la moralidad, como son el orden natural, la ley divina, la naturaleza humana. No podemos apelar a ellos porque implican una concepción particular de la moralidad, que consiste, como ya hemos visto, en la creencia de que los ideales morales deben fundarse sobre algo que sea ya real. Esto último es lo que Rorty entiende por fundamentalismo, y la negación de esta afirmación es lo que entiende por relativismo. En ambos casos, lo que define la moralidad no es un absoluto, sino, por así decir, un absoluto relativo, esto es, cierta preferencia por un determinado futuro para el hombre. Rorty no utiliza el término absoluto relativo –que, por lo demás, es contradictorio– pero afirma que tanto el Papa como él son absolutistas, aun cuando sus planteos son diametralmente opuestos: “Si hay voluntad de formularlo de este modo, puede decirse que ambas partes creemos en los absolutos. El papa cree en absolutos distintos a aquellos en que creemos los filósofos como yo. Reconozco, por ende, que todos cuantos tienen convicciones morales son absolutistas exactamente como los demás; pero querría agregar que ése no es el punto en torno del cual discuten los filósofos. Más bien discuten acerca de la pregunta de si necesitamos o no la metafísica, si necesitamos o no la teología, si necesitamos una representación del mundo que ya tenga en sí los ideales que querríamos postular como en trance de ser” (2009:31-32).

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Esta afirmación de Rorty equivale a decir que su relativismo no se opone a una visión absolutista, pero sí a una visión fundamentalista. Podemos decir incluso que su relativismo es una forma de absolutismo, en la medida en que cualquier convicción moral, sea relativista, sea fundamentalista, se vive y se siente como una exigencia de carácter absoluto. La pregunta que podríamos hacernos ahora es de dónde proviene esa exigencia, es decir, qué es lo que nos mueve a abrazar determinado ideal, y por qué a algunos los mueve cierto ideal y a otros los mueve uno diferente. Si seguimos el planteo de Rorty, deberíamos responder que lo que nos mueve a abrazar un ideal determinado es la preferencia por cierto futuro para el hombre. Rorty cree que el relativismo es preferible por encima del fundamentalismo ya que gracias al primero se logra la maximización de la felicidad, mientras que el segundo pone trabas al desarrollo pleno del hombre. Lo que divide a relativistas y fundamentalistas es, entonces, la preferencia. Ahora bien, y aquí está lo interesante, para Rorty esa preferencia no es totalmente arbitraria. Cada uno de nosotros posee ciertas convicciones morales, y siente y vive esas convicciones como exigencias de carácter absoluto. Nadie se entrega a un ideal que no crea valioso, importante. Pero, por la misma razón, nadie está dispuesto a admitir que sus convicciones morales son el fruto de una preferencia puramente arbitraria; nadie cree que “da lo mismo” sostener convicciones diferentes a las que uno tiene. Por lo tanto, aquí se plantea un conflicto, que Rorty sintetiza de la siguiente manera: “Lo que pretendo decir es que ya deberíamos dejar de presentar una antítesis entre verdad universal necesaria y preferencia arbitraria; y en cambio deberíamos afirmar que no se toman decisiones importantes como resultado de un ejercicio de preferencia arbitraria, o bien mediante el fundamento garantizado en la verdad universal. En algún lado siempre estamos a medio camino” (2009:41). Entre la verdad definitiva y la arbitrariedad absoluta (que en el campo de la moral se puede expresar mediante la afirmación del “todo vale”) hay una esfera intermedia. Esa esfera –explica Vattimo en el epílogo del libro de Rorty– constituye el campo de la persuasión. Cuando dialogo con una persona que no comparte mis gustos, mis preferencias, o que incluso sostiene convicciones morales diferentes a las mías, entonces

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lo único que puedo hacer es intentar mostrarle la conveniencia de mis propias inclinaciones. Si creo, por ejemplo, que la austeridad es el mejor modo de vida, y me encuentro con alguien para quien las riquezas y la fama constituyen el ideal más elevado, entonces lo que me queda es mostrarle lo conveniente de una vida que se basta a sí misma, sin la necesidad de preocuparse por obtener y conservar las riquezas y la fama. Lo mismo sucede en los campos que no son considerados como “morales”, como cuando discutimos acerca de la predilección entre Mozart o Beethoven, o entre gustos culinarios, o entre preferencias literarias. En todos estos casos, tanto como en los que se relacionan con la moral, lo que se pretende no es demostrar porqué algo está bien o está mal, sino convencer de la preferencia de algo. Entre la verdad absoluta y la preferencia arbitraria hay un campo intermedio, y ese es el campo que Rorty y Vattimo le adjudican a la reflexión ética. La pregunta que queda sin respuesta en el libro de Rorty es en qué consiste este “campo intermedio”. Y creemos que queda sin respuesta porque, sencillamente, Rorty no puede responderla. Dar una respuesta a esa pregunta implicaría rechazar el análisis de la moral tal como lo presentó en su libro. Para decirlo de otra manera, responder a esa pregunta equivaldría a abandonar el relativismo. Y desde aquí se puede ver mejor que el propósito de Rorty no era tan sólo definir el fundamento de la ética, sino sobre todo marcar los límites de lo que se considera “moral”. Para Rorty y los utilitaristas, el campo de la moral se puede definir sencillamente y de modo unívoco. Hay una sola esfera de lo “moral”, y una vez definida esa esfera lo que resta es calcular las consecuencias de las acciones en vistas de la felicidad humana. Así lo entiende Charles Taylor en su artículo La diversidad de bienes: “En la perspectiva utilitarista, una posición ética se valida a partir de datos brutos. Se miden las consecuencias de los procesos en función de la felicidad humana y se escogen aquellos con el mejor saldo favorable. Lo que cuenta como felicidad humana se considera aproblemático desde el punto de vista conceptual: un dominio, entre otros, de hechos científicamente determinables. Se puede abandonar todo factor científico o teológico –mandatos divinos, derechos naturales, virtudes– que impida la resolución científica de las cuestiones éticas. Llanamente, podemos calcular” (1996:65). El problema

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de la ética utilitarista, afirma Taylor, consiste en reducir el campo de la moralidad a una sola esfera de bienes. Lo bueno es lo útil, y lo útil es lo que permite maximizar la felicidad humana. Ahora bien, es un hecho que en nuestra vida nos topamos con una diversidad de bienes, y que esos bienes pueden ser incompatibles entre sí. La ética se encarga de estudiar esa diversidad y de brindar los criterios para la elección entre bienes distintos. Pero para poder hacer esto, la reflexión ética debe tener en cuenta que los bienes que se nos presentan son, de hecho, distintos. Y esta diversidad de bienes se nos hace evidente sólo cuando atendemos a lo que Taylor llama los “contrastes cualitativos”. Dice Taylor: “A lo que apunto con el término ‘contraste cualitativo’ es al sentimiento de que un modo de actuar o vivir es superior –o inferior– a otros” (1996:71). El propósito de Taylor en su artículo es desenmascarar los reduccionismos epistemológicos que falsean el verdadero carácter de los problemas éticos, ya que los presentan de modo homogéneo. Estos reduccionismos se basan en la suposición de que “lo ético” puede ser delimitado inequívocamente. Para el utilitarismo, lo moral –es decir, aquello que debemos realizar– es lo que satisface el deseo de la mayoría. De esta manera, el campo de la ética se reduce a esa esfera previamente delimitada. Esto equivale a decir que el utilitarismo establece a priori lo que es “moral”. Ahora bien, Taylor cree que los problemas éticos sólo se entienden si apelamos a los lenguajes de contrastes cualitativos. Esos contrastes cualitativos se refieren a los sentimientos por lo cuales juzgamos que ciertos bienes son superiores o inferiores a otros. Los sentimientos de admiración o desprecio, de respeto o de obligación son, por así decir, las respuestas subjetivas frente a la diversidad de bienes objetivos que se nos presentan. La “integridad personal”, por ejemplo, es un bien que me inspira respeto y ante el que me siento obligado. Ese bien conlleva una exigencia moral: debo esforzarme por vivir según lo que considero importante y noble. Los sentimientos que me inspira ese bien me indican que es preferible por sobre otros bienes. El respeto que suscita en mí la integridad personal no es el mismo que el que suscita, por ejemplo, el ideal de la “buena reputación”. La búsqueda de la integridad personal me puede llevar, incluso, a poner en juego mi reputación. Estas distinciones entre bienes más preferibles que otros sólo es posible

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si atendemos a las distinciones cualitativas. Si, por el contrario, “cerramos nuestros ojos” –por así decir– ante la diversidad de bienes y definimos previamente el campo de “lo moral”, entonces estas distinciones desaparecen. Pero cuando desaparecen, la ética se vuelve una ilusión. No se puede, por tanto, delimitar a priori el campo de la moral, ya que eso implica dejar de lado los contrastes cualitativos. Cuando decimos que no se puede delimitar a priori el campo de la moral, queremos decir que no es posible definir lo moral sin atender a la diversidad de bienes. Esa diversidad de bienes, como hemos explicado, se hace evidente por los contrastes cualitativos que realizamos, es decir, por la discriminación entre bienes superiores e inferiores. El problema con este planteo –y aquí volvemos a Rorty– es que vuelve dificultosa la validación de la ética. Cuando hablamos de la validación de la ética nos referimos a la justificación o fundamentación de nuestros ideales morales. Cuando no se está de acuerdo con el fin elevado que se debe perseguir, entonces la validación de ese bien se vuelve indispensable. Si creemos que la integridad personal es el ideal más elevado y lo proponemos como un bien que debe ser realizado, entonces debemos validarlo de algún modo, es decir, debemos dar razones que muestren porqué ese bien es el más elevado y debe ser realizado. Pero cuando hacemos esto, es inevitable que choquemos con otras interpretaciones de la moralidad, que sostienen ideales distintos y que postulan modelos de validación diferentes. Este enfrentamiento entre concepciones morales distintas es justamente el que pretende evitar Rorty. Una ética para laicos es aquella que no está subordinada a la religión y a su visión fundamentalista y que constituye un recurso imprescindible para garantizar el desarrollo del hombre contemporáneo. De esta manera, Rorty evita la polémica con otras visiones de la ética: el bienestar de la mayoría (así podríamos sintetizar el ideal que Rorty propone como el más elevado) es más aceptado que, por ejemplo, el “ágape” cristiano (el ideal de amar a los hombres como Dios los ama); y cuando decimos “más aceptado”, queremos decir que es más fácil validar el primero que el segundo. La estrategia de Rorty, por tanto, tiene una finalidad conciliatoria. Él cree que en un mundo globalizado y multicultural como en el que vivimos, las concepciones rígidas de la ética pueden causar mucho daño. Por

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ello sostiene que estaríamos mejor sin planteos fundamentalistas. Pero el costo de su estrategia es el falseamiento de la esencia de la ética. Ese falseamiento consiste en presentar una forma de reduccionismo moral: no se tiene en cuenta la diversidad de bienes, sino que se delimita a priori el campo de lo moral. No hay dudas de que procediendo de esta manera se evitan las engorrosas discusiones acerca del fundamento y de los límites de la moral. Pero esas discusiones son engorrosas porque, por así decir, la ética misma es engorrosa. Lo que queremos decir es que la esencia de la ética consiste en buscar el fundamento de nuestros ideales morales y en delimitar el alcance de los mismos. Para ello, debemos apelar a los lenguajes de contrastes cualitativos, ya que no hay otra manera de pensar la moralidad. Quien no quiera caer en discusiones puede evitar este camino. Pero por ello mismo creemos que evitará la reflexión ética. Con esto no pretendemos afirmar que el planteo de Rorty carezca de valor o que deba ser rechazado. Creemos que el utilitarismo rortyano es una alternativa válida ante el escepticismo, entendiéndolo como la imposibilidad de arbitrar entre posiciones rivales. Es innegable que el ideal del bienestar de la mayoría es noble, e incluso que debe ser tenido muy en cuenta con el fin de evitar la discriminación de todo tipo y los abusos de poder o autoridad. Pero sostenemos, apoyándonos en la crítica de Taylor, que el utilitarismo de Rorty consiste en un reduccionismo moral, ya que pretende brindar criterios absolutos de moralidad, prescindiendo de la discusión acerca de los contrastes cualitativos. Es por esto que Rorty, hacia el final de su libro, afirma que el campo de la reflexión moral se encuentra a medio camino entre la verdad universal y la preferencia subjetiva. Creemos que en esta afirmación Rorty cae presa de su propio reduccionismo. Si definimos, como hace Rorty, que el límite de la moral es el bienestar de la mayoría, y que la reflexión ética consiste en el cálculo de las consecuencias de nuestros actos en vistas a ese bienestar, de modo tal que se elijan aquellos que dejan un saldo más favorable, entonces coartamos nuestro camino de antemano. Si la reflexión moral consiste sólo en eso, y no en la discusión acerca de la diversidad de bienes, es imposible saber porqué unos ideales son preferibles con respecto a otros. Rorty no puede responder a esta pregunta, y por eso afirma que la elección de determinado ideal moral está fundada

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en algo intermedio entre la pura subjetividad y la objetividad absoluta, es decir, entre la preferencia y la verdad. Pero con esto no resuelve la cuestión, sino que pone de manifiesto su reduccionismo moral. Para resolver esta cuestión hay que volver a plantear el problema del fundamento de la moralidad, por más riesgoso que esto pueda parecerle a Rorty. No hay dudas de que el problema de la validación de nuestros ideales morales es una cuestión delicada y dificultosa. Pero, justamente, en esa dificultad reside la esencia de la reflexión acerca de la moralidad. Bibliografía Rorty, R. (2009). Una ética para laicos. Buenos Aires. Katz. Taylor, Ch. (1996). “La diversidad de bienes”: La Política: Revista de Estudios sobre el Estado y la Sociedad, n. 1.

La llamada del sommelier es más persuasiva que la llamada del predicador Mario Alfonso Sanjuán Zaragoza – España

¿Por qué tomamos bebidas alcohólicas? Pregunta tan antigua como el mundo que ha producido miles de libros, cientos de teorías, muchísimas opiniones, posturas irreconciliables y donde filósofos, sociólogos, psiquiatras, médicos, humanistas, religiosos y moralistas han opinado y pontificado emitiendo alabanzas, anatemas, denigraciones, loas, bendiciones, castigos, penas del infierno…, en fin, de todo hay. El porqué, la razón de beber, lo que lleva a la botella, la tendencia al alcohol es única y exclusivamente por su acción sobre el Sistema Nervioso Central (S.N.C.), que es donde actúa. Adelantemos que es errónea la teoría de que el alcohol es estimulante, todo lo contrario, es depresor del S.N.C. Depresor de lo último aprendido, que es la educación, la convivencia y el respeto humano, las funciones propias de la corteza cerebral, de lo más desarrollado del cerebro. Al deprimirlo, aflora el cerebro reptiliano que poseemos con la mala educación, gritos, insolencia, falta de comportamiento y demás características del alcoholizado. Nadie con el alcohol se pasa de educado, siempre se pasa de gamberro. Se bebe porque desinhibe, porque da valor, porque quita los frenos sociales, bloquea la timidez, hace valeroso al cobarde, anima al apocado, permite que las personas rompan el hielo social y entren en contacto, se crean que la botella hace compañía y ya no estén solos, es el supuesto consejero ante penas, infidelidades, quiebras morales y económicas, apuros y demás avatares de la vida. Su acción sobre el S.N.C., soporte del psiquismo, hace que las personas busquen ese equilibrio que precisan para desenvolverse en las diferentes situaciones vida. ¿Es el alcohol la muleta social que nos permite seguir andando? Eso lo debe de contestar cada persona. Lo cierto es que una persona sin

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angustias, sin apuros ni tensiones no suele ir a la botella. El alcohol en pequeñas cantidades y cantidades bebidas en un tiempo suficientemente largo para que permita al hígado metabolizarlo, puede ser útil para que el joven tímido se acerque a las chicas, para que se integren los jóvenes en grupos, para hacer fluidos los actos sociales, para ayudar a lidiar ciertas dolencias físicas o psíquicas, puede llegar a ser un producto lubricante en los roces sociales. El problema es saber encontrar esta cantidad y este tiempo de consumo, pues al pasarse se deprime el S.N.C. y se entra en el tórrido mundo del achispado, del ligeramente ebrio, llegando a la sordidez del ebrio (del borracho para entendernos). El máximo al que aspira la filosofía es a la Ataraxia, a la imperturbabilidad, a la indiferencia ante las penas, al Cinismo, palabra que hoy en día supone doblez, bellaquería, pero cuyo original significado proviene de Cunnis, perro, para indicar la indiferencia del perro ante los problemas. Esta Ataraxia la buscan todos los humanos pero es muy difícil conseguirla, es un diletantismo intelectual muy difícil. La mayoría de las personas creen encontrarla en la anestesia psíquica originada por el alcohol. Siempre se habla de bebidas fuertes y bebidas ligeras. Esto merece una aclaración: En líneas generales solo hay tres bebidas. La cerveza, que con sus 3, 4 ó 5 grados de alcohol es la más ligera. El vino, con sus 10 a 13 grados y los destilados, que hoy en día están estandarizados a 40 grados. Hay destilados con muchísimo más alcohol, sobre todo en las fabricaciones artesanales, pero prácticamente todas las presentaciones comerciales las han unificado en 40 grados. Por lo que llamarle bebida fuerte al vodka y suave al anís carece de sentido. Esta tipificación, por grado alcohólico, es importante por lo que señalaba anteriormente del tiempo. En líneas generales podríamos decir que la cerveza permitirá que el hígado pueda trabajar y no haya acumulación de alcohol en sangre por lo que es más manejable que un coñac o un whisky que al ser bebidos de golpe sus 40 grados producen una alta tasa alcohólica. Vemos ahora unas características de las bebidas más consumidas:

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Vodka El prototipo de las bebidas fuertes, de los machos– machos, de los cosacos, de los mongoles de las estepas rusas que ya hemos visto hoy en día solo tienen unos humildes 40 grados como el femenino pipermint o el anís de las ancianitas. En sus tiempos se hacía de patata. Esta, cuando estaba bien, la comían los humanos. Cuando se estropeaba se la daban a los cerdos y cuando estaba tan dañada que ni estos la querían se empleaba para destilarla. Cada casa tenía un alambique artesanal obteniéndose un líquido de 80 a 95 grados que ningún humano actual soportaría. Un líquido tan fuerte y tan malo que se impuso, y todavía se mantiene, el beberlo de un trago sin posibilidad de paladearlo o saborearlo. Tras el trago se esperaba el efecto explosivo en el estómago y su brusca subida al cerebro rezando por no morir en el intento. Fue en 1908 cuando el ruso Smirnoff empezó a destilar por medios científicos y llevó a lo que ahora conocemos, pero hasta aquella época era un líquido para estómagos sólidos y cerebros de piedra. En la actualidad se obtiene vodka de las papas, remolacha, centeno, trigo y todo producto rico en almidón. Como anécdota digamos que la famosa botella del Absolut Vodka fabricado en Suecia es la copia de un envase de producto farmacéutico, ya que en los siglos XVII y XVIII el vodka se vendía en las farmacias como medicamento para todo, desde los cólicos hasta las plagas. Otro día les contaré el mundo del alcohol en la terapéutica, en la farmacología, como remedio. Les adelanto que el whisky irlandés elaborado clandestinamente se empleaba como bebida, como analgésico, como espasmolítico, llegando a antirreumático en forma de fricciones. Esto de no poder saborear las bebidas también lo tenemos en América. En Méjico antes de atreverse con un trago de tequila tenían que meterse en la boca zumo de limón y sal, cuya mezcla anestesia las papilas gustativas y así era posible tragar ese líquido. Ahora con los nuevos mecanismos de destilación podemos beberla sin anestesia previa, aunque el rito de la sal y el limón se mantiene. Lo que nos lleva a un dato original: El saborear la bebida. Esto era totalmente desconocido hasta hace escasos cien años. Nadie podía pala-

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dear una cosa con 90 grados de alcohol, ardiente, horrible y explosiva. Lo que también ocurría con el vino pues este solía estar avinagrado, ácido, picado, estropeado. Dentro de las bebidas potentes tenemos el orujo, que se obtiene por la destilación de los hollejos, pepitas y escobajos de la uva prensada denominándose grappa en Italia, marc en Francia y orujo en España. Como bebida mítica tenemos el ajenjo o absenta denominada hada verde, musa verde, hydra verde, y demonio verde, una bebida de 50 a 90 grados que causó furor de 1880 a 1914, cuando fue prohibida en Europa por los trastornos mentales que producía. Su consumo era camino al manicomio, aunque se olvida que Édouard Manet, Alfred de Musset, Eduard Munch, Strindberg, Baudelaire, Rimbaud, Degas, TolouseLautrec, Van Gogh, Gauguin, Modigliani, Mallarmé, Jack London, Verlaine, Picasso, Hemingway, Oscar Wilde y Edgar Alan Poe así como la mayoría de los genios de la pintura y la literatura fueron fieles consumidores de esta bebida, ya que creían que estimulaba la creatividad. En su composición entra la Artemisa absinthium que contiene el producto thuyone con cierto parentesco con los componentes de la marihuana. Su sabor anisado tiene un final de un amargo muy intenso que se subsanaba vertiendo agua helada sobre un terrón de azúcar que se colocaba en una cuchara sobre la absenta. Su halo de sustancia afrodisíaca, capaz de provocar todo tipo de ensoñaciones creo una mística que no había artista o aspirante a artista que no se aferrase a la botella para conseguir la inspiración. Creo que puede resumirse su efecto en la opinión de Oscar Wilde que decía: “Después de la primera copa, ves las cosas como quisieras que fuesen. Después de la segunda, las ves como no son. Finalmente, ves las cosas como realmente son y esa es la cosa más horrible del mundo”. La letra de los tangos argentinos está impregnada de citas sobre esta bebida: “…Y en esta copa de ajenjo/ en vano pretendo mis penas ahogar”. “Hoy que ya soy espectro del pasado/ pido al ajenjo la fuerza olvidar…”. “¿Qué vas a hacer al ver/ mañana un poco neblina/ en el ajenjo de humo de tus locuras?”.

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“Siglo de oro de ese tiempo/ en que el ñato Monteagudo/ borracho de pernod/ se quiso suicidar”. “El veneno verde del pernod/ fue tu amigo de bohemia/ y tu triste inspiración…”. “…y en un pernod mezcló a Paris con Puente Alsina”. En la actualidad se ha levantado la prohibición de fabricar absenta y hay en el mercado unos simulacros como el Pernod, Pastis y el Pastis de Marseille. Además no pueden superar los 45 grados por lo que solo son sombras de la auténtica absenta. Es imposible hablar de todos los destilados existentes desde el amarula de Sudáfrica al sake de Japón, la ginebra típica de Inglaterra, el jägermeister de Alemania, el ron de Cuba, la cachaça de Brasil, el pisco de Perú y Chile, el mezcal de México con gusano incluido y pulque, el cognac de Francia, el arak de Turquía y por lo tanto nos quedaremos únicamente con el whisky. Whisky Se dice que si todo whisky escocés que se bebe en el mundo procediese de Escocia, el peso de las botellas hubiese hundido ese territorio en el mar. La triste realidad es que es la bebida más falsificada en el mundo, hay destilerías de pseudo whisky desde el Ártico al Antártico, pasando por todos los países de África. Lo sorprendente es beber una botella auténtica. Otro dato original es que el whisky más vendido en el mundo no es escocés sino japonés y parece que el más fino, ya que lo que solemos beber, rasca desde el esófago hasta el alma. El japonés Masakatsu Taketsuru se fue a Escocia en 1918, aprendió todo lo habido y por haber sobre la fabricación del whisky y tras vuelta a su país abrió unas destilerías que están ganando las medallas de oro, tanto en el single malt como en el best blended. No es pequeña proeza derrotar a los escoceses Glenmorangies o Balvenies. Parece ser que las tierras de Hokkaido reúnen características similares a las Highlands de Escocia.

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Volviendo a Escocia, los hermanos James y John Chivas, John Alexander Walker, los hermanos Usher, John Haig, John Dewar y Long John crearon las destilerías que han acaparado el mercado mundial, tanto produciendo whisky de malta, whisky de grano, blends y pure malt. En Escocia siempre se pregunta cuál es el mejor whisky, contestándote que los pruebes todos y optes por el que más te gusta. Aunque no he llegado al record de catarlos a todos ellos me permito aconsejar el Laphroaig de Islay. Siempre se ha dicho que el whisky es dilatador coronario, por lo que viene muy bien para prevenir la angina de pecho y el infarto de miocardio, pero esto es falso, solo dilata los vasos cutáneos con la típica facies rubicunda del bebedor habitual. Lo cual es una buena excusa para beberlo. Pero también es cierto que en 1505 el Guild of Surgeon Barbers (Gremio de Barberos Cirujanos) obtuvo el monopolio de su destilación por ser un medicamento sumamente útil desde el cambio de dentición de los niños a las jaquecas, resfriados, como estimulante del espíritu y revitalizador del cuerpo. Terminemos este apartado con una curiosidad: el Chivas de 21 años de envejecimiento se denomina Royal Salute ya que son 21 los cañonazos que se disparan en la coronación de un nuevo rey o reina. Referente al apartado de vinos, poco hay que decir en una Argentina donde tienen una amplia experiencia en el consumo de este producto. Únicamente digamos que cada día lo elaboran mejor. Un apartado en el vino es el Champan, un vino gasificado que a quien le gusta lo vuelve loco y a quien le parece una gaseosa lo desprecia. Todo va en gustos. Referente a las cervezas, el grupo de menor graduación alcohólica, de 4 a 5 grados todo el mundo sabe de ella, sobre todo en verano. Únicamente digamos que cada vez están entrando más las cervezas belgas realizadas con las fórmulas de los monasterios de la Edad Media, con graduaciones alcohólicas de 8 a 10 grados. ¿Y la voz del predicador qué pinta en esto? Los anglosajones apreciaron que cuando pasaba el ejército con sus bandas de música o procesiones con músicos todos los clientes de los bares y pubs salían a la calle, momento en que aparecía un predicador para hablarles de los peligros

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del alcohol, de la condenación eterna y de la redención de sus almas si abandonaban la bebida. ¿Les hacían caso? Podríamos decir que sí ya que a Salvation Army (Ejército de Salvación) todavía se le ve y oye por las calles de Inglaterra y Estados Unidos con sus orquestas y sus pláticas. Pero nadie ha contado el número de los que han dejado de beber por oírlos. Parece ser que la voz del sommelier tiene mayor aceptación que la del clérigo. Podríamos valorar este punto partiendo de la famosa Ley Seca de los Estados Unidos, de la que se ha escrito y se han hecho tantas películas de los gangsters que traficaban con alcohol que nos hemos olvidado de los hechos reales. El primero, es que nunca se puso en práctica. Toda la población de los Estados Unidos siguió bebiendo como antes, la única diferencia es que tenían que pagar más y el tabú de lo prohibido los empujaba a beber con más intensidad, como auténticos dromedarios ante largas caminatas en el desierto. La segunda, es que hubo tanto alcohol falsificado con alcohol metílico que se disparataron las cegueras consecuentes a esta intoxicación. La tercera, que se arruinó a todos los bodegueros de California que estaban elaborando un vino bastante aceptable. Cuarto, que se disparató la delincuencia a unos niveles solo comparables con lo que estamos viendo en estos días que ocurre en Méjico, en las ciudades fronterizas por donde pasa la droga como Ciudad Juárez. Y quinto, que desde el principio se vio que esta Ley Seca o Prohibition impulsada por el senador Michael Volstead era un disparate que nadie tenía intención de cumplir, ni policías, ni jueces, ni ciudadanos, ni ancianitas, nadie. Era tal la corrupción, que se llegó al extremo que del millón de policías de Estados Unidos, solo hubo siete que no se vendieron: los Untouchables (Intocables) de Eliot Ness, quienes han pasado a la posteridad no se sabe si por honrados o por tontos. Ya dijo el poeta griego Alfeo de Mitilene hace 2600 años que “el vino lo dio a los humanos el hijo de Sémele y Zeus (es decir, Dionisios), para olvido de penas”. Así que ¿quién soy yo para cuestionar tan antigua sabiduría?

Textos y glosas

Los inicios del humanismo: Francesco Petrarca Marcela Borelli UBA – CONICET Buenos Aires

Tal como el título lo anticipa, este trabajo se propone rastrear los comienzos del Humanismo haciendo hincapié, sobre todo, en la figura de Petrarca como su iniciador. Para ello, analizaremos el contexto filosófico en el que tuvo lugar este movimiento, concentrándonos, principalmente, en la disputa que el poeta mantuvo con el pensamiento escolástico. Dentro de dicho contexto, perfilaremos la concepción de Philosophia del poeta, resaltando los aspectos que lo constituyeron como aquel que sentó las bases de la reforma humanística. Añadiremos, hacia el final, un apéndice con un breve itinerario biográfico e intelectual. El contexto filosófico del siglo XIV A finales del siglo XI, Occidente conoció, tras el reingreso de Aristóteles y de sus escritos naturales y morales, una noción de scientia radicalmente distinta, que traerá como consecuencia el surgimiento de un nuevo método de interpretación y de una nueva forma de transmisión y de aprendizaje de los conocimientos. Esta nueva forma mentis, tan radicalmente diversa de la que la cultura monacal hasta entonces conocía, alcanzará su plena madurez en el siglo XIII en el método escolástico, que se desarrolló en el seno de los claustros universitarios. Las actitudes que asumieron los intelectuales frente a este reingreso de la filosofía aristotélica fueron diversas y podrían clasificarse en tres grandes líneas. En primer lugar, encontramos la recepción crítica del pensamiento de Aristóteles, en la que prima el intento por hacer coincidir los principios dogmáticos de la fe y el proceder de la racionalidad. Los principales exponentes de esta actitud son Tomás de Aquino

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y Alejandro Magno. En segundo lugar, la recepción acrítica, en la que los principios de la razón y las enseñanzas de la fe son considerados completamente por separado, al punto de poder afirmar, por medio de los procedimientos científicos, verdades contradictorias a la fe. En este sentido, se considera que no hay que hacer esfuerzos para resolver la concordia discordantium, pues la verdad que el teólogo busca es diversa de la perseguida por el filósofo (Lohr, 1982:80-81). A quienes adoptaron esta postura se los denominó también “averroístas latinos”, por cuanto consideraban a Averroes como el intérprete más adecuado de Aristóteles. El representante por excelencia de esta actitud es Siger de Bravante. En tercer lugar, hallamos el rechazo de la filosofía aristotélica e incluso la condena de alguna de sus tesis. Quienes adoptaron esta actitud veían en Aristóteles y en sus comentadores un pensamiento pagano que representaba una amenaza. Tradicionalmente, los teólogos habían intentado resolver los problemas que surgen de la relación entre fe y razón utilizando como recurso a las autoridades y buscando un punto común que armonizara los textos relevantes a la cuestión. Esta misma concordancia es la que se ve desafiada por la nueva forma mentis del método escolástico. Pero, aunque estos intelectuales optaron por el rechazo del pensamiento aristotélico, tuvieron que aceptar y asimilar algunos elementos propios de éste, aún sin recurrir a sus textos. Como contrapartida, buscaron refugio en San Agustín y en los neoplatónicos. Los representantes más significativos de esta actitud son Buenaventura y John Peckam. Este nuevo contacto con textos aristotélicos hasta ese momento desconocidos significó tanto una reorganización profunda del sistema educativo universitario como el surgimiento de un nuevo modo de argumentación y producción de conocimiento filosófico, basado en un método claramente reglado: el escolástico. Este sistema, una enciclopedia de las ciencias, les brindó una autonomía en relación a la tradicional manera de entender la función monacal, pues ya no se trataba simplemente de transmitir, sino de interpretar. Significó, también, una revolución en el sistema educativo que condujo a una reorganización del cursus honorum de los estudiantes: la facultad de Artes se independizó de la de Teología y devino una facultad filosófica.

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Ya en el siglo XIV, asistimos a la crisis de este sistema. En el interior de los claustros universitarios se pueden reconocer tres grandes vertientes en las que el método escolástico derivó tras su progresivo agotamiento y esterilidad (Magnavacca, 1993:7-33). En primer lugar, la línea especulativa, que deriva de la síntesis entre filosofía y teología que Tomás de Aquino había intentado llevar a cabo por medio de la no incompatibilidad de ambas y Duns Escoto, por la conciliación, y que puso el acento, mayormente, en el refinamiento de la técnica escolástica de la disputatio, convirtiendo, de algún modo, aquello que era considerado un instrumento de enseñanza y conocimiento en un fin en sí mismo. El método escolástico devino, de este modo, en theologia disputatrix. En segundo lugar, la vertiente del averroísmo latino, que se fue configurando, cada vez más, como una ciencia de la naturaleza, que consideraba al hombre como una parte integrante de aquella y que fue dejando relegada, de algún modo, la consideración de la dimensión espiritual del hombre. En tercer lugar, hacia fines del siglo XIII y principios del XIV, surge la corriente lógico-experimentalista, heredera de la lógica ockhamista y del experimentalismo de Bacon, que pone el acento en lo individual, lo empírico, y suplanta la consideración del universal inteligible por la del universal intuíble. Se distinguen en esta línea las escuelas Mertonense (Bacon), la de París (Buridan) y la italiana de Padova y Bologna (Galileo). En el marco de este mapa intelectual, surge el Humanismo como un movimiento que comienza a gestarse por fuera del ámbito universitario. Veremos más adelante cómo Petrarca, aún sin formar parte de la vida interclaustros, no era ajeno a ella o a las diversas vertientes que tenían lugar en su seno. Los inicios del Humanismo Aunque diste mucho de ser una cuestión zanjada, la mayoría de los críticos coinciden en establecer los inicios del Humanismo en la Italia del siglo XIV. En efecto, si, en líneas generales, definimos el Humanismo como el “retorno a la antigüedad clásica”, surge el problema de establecer los límites de su comienzo. Ciertamente, se podría argumentar

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que, ya en el siglo XIII, personajes tales como Dante, Albertino Mussato y Giotto también habían vuelto su mirada a las fuentes clásicas. Incluso podría correrse el límite aún más atrás en el tiempo y mencionar a Juan de Salisbury, quien mostraba interés por autores clásicos como Cicerón, Séneca y Platón, entre otros (Burke, 1998:25 y ss.). Sin embargo, los estudios coinciden, en general, en que lo que constituye a Petrarca en el iniciador del movimiento humanístico fue la amplitud de sus intereses y sus logros como poeta, como escritor, como erudito y como filósofo, logros que, de algún modo, señalaron el rumbo que tomará la reforma de los humanistas en las generaciones posteriores, no sólo italianas, sino también de otras partes de Europa. No fue un hecho fortuito que el Humanismo tuviera sus inicios en tierra italiana. De hecho, existen explicaciones de diversa índole, tanto culturales como intelectuales y político-sociales que dan cuenta de las razones o causas que dieron lugar a este fenómeno. Durante el siglo XIII, París y, en especial, las facultades de Artes y de Teología parisinas, constituyeron, sin duda, el centro intelectual en torno al cual tenía lugar la vida intelectual escolástica. Sin embargo, ambas facultades no penetraron con tanta fuerza en el territorio italiano como sí lo hicieron en otras partes de Europa. En efecto, los centros universitarios más importantes de la península fueron Bologna y Padova, en los que se estudiaba Derecho y Medicina, respectivamente. En ellos, la forma mentis escolástica no logró penetrar con tanta fuerza como en otras partes del continente. Por otra parte, las ciudades-estado italianas tenían un gobierno relativamente autónomo y una economía floreciente. La alta jerarquía entró en crisis y permitió, de esta manera, el avance de nuevos grupos al poder, que demandaron una educación que los pudiese convertir en ciudadanos capaces de formar parte de la vida política. Tuvo lugar, entonces, el surgimiento de una generación de homines novi, educados en un ambiente laico y que comenzaban a tener mayor conciencia de la singularidad cultural que los distinguía de otras partes de Europa. Viajeros, navegantes, comerciantes e intelectuales, independientes relativamente de las instituciones eclesiásticas, serán los actores que desencadenarán una vuelta de la vida hacia lo antiguo (Burucúa y Ciordia, 2004:

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introducción general). Esta, a su vez, desencadenará la confrontación de dos horizontes diversos, el del pasado más inmediato –y, al mismo tiempo, contemporáneo– de la escolástica y el de la antigüedad clásica. Las obras filosóficas, históricas y científicas son los instrumentos que se asumen para dar a los hombres una formación idónea para la vida civil que vuelva a traer el esplendor de la antigua república y que devuelva las artes y las ciencias al camino que los antiguos habían marcado y que los “bárbaros”1 habían dejado en el olvido. Si el reingreso de los textos científicos aristotélicos produjo una reforma del sistema educativo y conllevó la introducción de un nuevo método científico, conformado, de esa manera, lo que se denomina la forma mentis escolástica, el renacimiento del interés por los textos clásicos traerá como consecuencia, en cambio, el nacimiento de una nueva concepción de la educación y, con ello, una nueva forma de interpretar la realidad, alejada del método escolástico ya agotado en sí mismo. Los studia humanitatis (como la retórica, la lógica, la gramática, la historia y la moral) surgirán como un nuevo campo entre la educación básica de los gramáticos (lectura y escritura) y la educación técnica, fuertemente especializada, de las universidades. La educación se centrará, sobre todo, en las letras, en el arte del discurso, y estará cargada de un fuerte acento político y ético. Esta escuela responde a las exigencias de la afirmación de un ciudadano laico y le brindará una dimensión moral a la vida civil, más allá de la educación religiosa y teológica (Garin, 1958). Frente a la gramática especulativa de las universidades, nacerá una gramática histórica, que será el fundamento de una renovación filosófica y que, a partir de Valla, será llamada a combatir el “certamen del latín” (Rico, 2002) y será puesta como el fundamento de la renovación de otras disciplinas (como la arquitectura y la pintura). Sin embargo, para poder hablar de un plan consciente de educación, habrá que esperar al siglo XV. Aún así, la crisis de la escolástica y de los Tanto en Petrarca como en muchos otros autores, la disputa con la filosofía escolástica toma un fuerte acento nacionalista, en los términos de los italianos que se consideran los genuinos herederos de la antigua Roma contra los ‘bárbaros’ galos, representantes por excelencia del escolasticismo (cf. Rico, 2002). 1

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ideales de educación vigentes hasta el momento ya puede verse reflejada en Petrarca, quien, si bien no pensó efectivamente en un proyecto educativo y se mostró indiferente a la cuestión2, fue siempre un crítico de las formas de la universidad. La disputa con i moderni A pesar de no formar parte de los claustros universitarios, Petrarca no era ajeno a las disputas que se desarrollaban en su interior y en el seno del papado aviñonés. Encontramos en sus obras testimonios que refieren a cada una de las vertientes del escolasticismo del siglo XIV. Así, a los lógico-experimentalistas los denominaba el agmen britannicum, cuya incursión en tierra siciliana lamenta en una de sus epístolas (cf. Epistole Familiares, V, 6). En otros innumerables pasajes de su obra, se refiere a la teología, a la que denomina ventosa philosophia (cf. Epistole Familiares, XVII, 1), en clara referencia a su modo de discutir con palabras cuyo significado permanece oscuro hasta para los que disputan. Llamaba, por otra parte, a los fisicistas los seguidores del “perro Averroes”. En una de las epístolas que forman parte de la colección de Epystole Seniles, Petrarca invita a un monje agustino, Luigi Marsili, a escribir una invectiva contra canem illum rabidum Averroim (Epistole Seniles, XV, 6). A continuación analizaremos las críticas y reacciones de Petrarca contra la forma mentis escolástica y, avanzando en ellas, perfilaremos su propia concepción de Philosophia. Cabe aclarar que, si bien critica una filosofía sistemática y construida a modo de una catedral, su crítica apunta al modo mismo de hacer filosofía. No encontraremos, opuesto a éste, un nuevo sistema, sino una nueva forma de pensar la labor filosófica y la filosofía misma3. Por otra parte, el mismo Petrarca no se 2 De hecho, en 1349 Clemente VI le concedió a Firenze la institución de una universidad. Boccaccio y otros admiradores de Petrarca presionaron a las autoridades comunales para que invitaran al poeta a cubrir una cátedra, que finalmente decidió rechazarla (cf. Dotti, 2004). 3 Muchos autores han querido ver en la falta de sistematicidad y en las aparentes contradicciones de los textos humanistas una señal de la poca relevancia que tenían

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consideró a sí mismo un filósofo; pero no por ello debemos desestimar la relevancia filosófica de sus escritos. Si bien en sus críticas podemos identificar, muchas veces, las diversas vertientes del escolasticismo, en general, aquellas pueden ser leídas como refiriéndose al escolasticismo en su totalidad. Tal es el caso del método del comentario y la disputatio. En innumerables pasajes, Petrarca no vacila en lanzar sus dardos contra los dyalectici, sobre todo en lo que hace a su modo de hablar, a la avidez que demuestran por disputar sobre todas las cosas y a la oscuridad de su lenguaje, tal como lo revela el siguiente pasaje: “Ag. Exacto, la palabrería de los dialécticos –que jamás tendrá término– fluye a borbollones de compendios a base de definiciones semejantes, en tanto que alardea de suscitar debates eternos: pero qué sea realmente eso mismo de que hablan, en general lo ignoran. (…) Contra hombres de esta calaña (…) bueno es arremeter ¿Por qué, olvidados de la realidad, envejecéis entre palabras, y, con el cabello cano y arrugas en la frente, os dedicáis a infantiles inepcias?”4.

Petrarca se refiere a la dyalecticorum garrulitas, a la constante repetición de las definiciones que toman de los libros de sententiae, tales como el de Pedro Lombardo, y a los comentarios y disputas que se generan en torno a ellas, sin llegar nunca a una verdadera y propia comprensión de aquello que se discute. El afán de estos es ganar una disputa al maestro antes que comprender verdaderamente, introduciendo, de este modo, complicaciones y oscuridad en el discurso, tanto más devastadoras cuanto reposan sobre traducciones deficientes, desviándose así de la sus textos para el pensamiento filosófico (cf. Kristeller, 1979), otros, sin embargo argumentan que ello responde al fenómeno de una filosofía que está cambiando y buscando nuevas fuentes y medios de expresión (Garin, 1958). 4 Secretum, I: Ista quidem dyaleticorum garrulitas nullum finem habitura, et diffinitionum huiuscemodi compendiis scatet et immortalium litigiorum materia gloriatur: plerunque autem, quid ipsum vere sit quod loquuntur, ignorant (…) Contra hoc (…) iuvat invehi: – Quid semper frustra laboratis, ah miseri et inanibus tendiculis exercetis ingenium? Quid, obliti rerum, inter verba senescitis, atque inter pueriles ineptias albicantibus comis et rugosa fronte versamini?

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verdad. Por otra parte, en este pasaje, el dialéctico aparece caracterizado como un senex puer, es decir, un viejo que envejece en juegos de niños. En efecto, el poeta no despreciaba las artes del trivium y el quadrivium, sino que consideraba que debían ser aprendidas durante la juventud y tomadas en su justa dimensión, es decir, como medios y no como fines en sí mismos, de modo tal de no envejecer en “infantiles inepcias”. Uno de los testimonios más importantes en lo que hace a la disputa de Petrarca contra la escolástica es, sin duda, el De sui ipsius et multorum ignorantia5. Este tratado fue compuesto hacia 1367 durante el regreso del poeta de su estadía en Venecia, durante la cual lo habían visitado en su casa cuatro jóvenes aristotélicos6 que, escandalizados frente a la poca simpatía que el poeta tenía por Aristóteles, decidieron llevar a cabo una disputa para juzgar si la fama de Petrarca de ser un hombre sabio era fundada o no. Finalmente, llegaron a la conclusión de que era un buen hombre, pero ignorante. A lo largo del tratado, escrito como respuesta a esta acusación, el poeta criticará diversos aspectos del escolasticismo y formulará su propia concepción de ignorancia. En el tratado De ignorantia, el ataque va dirigido, mayormente –aunque no de manera exclusiva–, contra el aristotelismo extremo y contra una filosofía que es concebida principalmente como una scientia naturalis. Sobre ella dice el poeta: “Existe aquel que sabe una infinidad de cosas sobre las bestias feroces, sobre los pájaros y sobre los peces: cuántos pelos tiene en la cabeza el león, cuántas plumas en la cabeza el buitre, con cuántas espirales el pulpo envuelve un náufrago (…) Todas estas nociones o son en gran parte falsas (…) o bien no han sido ciertamente verificadas por quien las reporta, (…) aún admitiendo que respondieran a verdad, no contribuirían en nada a nuestra felicidad. ¿De qué puede servir, por Dios, conocer En delante nos referiremos a él como De ignorantia. Aunque en el tratado no se menciona en ningún momento el nombre de los cuatro jóvenes, sabemos de quiénes se trata gracias a anotaciones marginales dos códices, el Marciano C IV 86 y el Palatino parmense 29: Leonardo Dandolo, un hombre de armas; Tommaso Talenti, un mercader; Zaccaria Contarini, un noble y Guido Bagnolo, un médico. 5 6

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las particularidades de las conchas, de los pájaros, de las serpientes, e ignorar, en cambio, y despreciar la naturaleza humana, el fin de nuestro nacimiento, de dónde venimos y hacia dónde vamos?”7.

Esta filosofía que concibe al hombre como un objeto más de la naturaleza a nada conduce, pues no busca el fin último de toda filosofía, que es, según la concepción petrarquesca, la salvación y la vita beata. Es decir, deja desamparado al hombre en cuanto al conocimiento de sí mismo, de su naturaleza interior y de la realidad que lo acompaña, sin ofrecerle respuestas e ignorando los fines últimos de todo cristiano. Petrarca, apoyándose en Agustín, sostiene que todo hombre desea por naturaleza ser feliz, pero que la felicidad no es equiparable al conocimiento. De hecho, el conocimiento puede dar lugar, muchas veces, a la infelicidad8. Volveremos sobre esto más adelante. Por otra parte, el aristotelismo extremo, al sostener la doctrina de la doble verdad, llegará a negar a Cristo mismo en nombre de la razón: “Es más (…) puesto que les falta el coraje de echar fuera sus propios errores, tienen la costumbre de declarar formalmente que por el momento discuten dejando del todo aparte a la fe. Y esto ¿qué otra cosa es sino buscar la verdad repudiando la verdad y abandonando, por así decirlo, el sol, calarse en los abismos más profundos y oscuros de la tierra en busca de la luz en medio de las tinieblas?”9. 7 De ignorantia II, “Multa ille igitur de beluis deque avibus ac piscibus: quot leo pilos in vertice, quot plumas accipiter in cauda, quot polipus spiris naufragum liget (…) Que quidem vel magna ex parte falsa sunt (…) vel certe ipsis auctoribus incomperta, (…) que denique, quamvis vera essent, nichil penitus ad beatam vitam. Nam quid, oro, naturas beluarum et volucrum et piscium et serpentum nosse profuerit, et naturam hominum, ad quod nati sumus, unde et quo pergimus, vel nescire vel spernere?”. 8 Ec. 1, 18, “Cuanto mayor la sabiduría, mayores son los problemas; mientras más se sabe, más se sufre”, dice Agustín (conf. 8, 8, 19). 9 De ignorantia II, “Quinetiam (…) ubi ad disputationem publicam ventum est, quia errores suos eructare non audent, protestari solent se in presens sequestrata ac seposita fide disserere; quod quid, oro, est aliud, quam reiecta veritate verum querere, et quasi, sole derelicto, in profundissimos et opacos terre hiatus introire, ut illic in tenebris lumen inveniant?”.

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Petrarca sólo admitirá una única verdad, la de la fe, y acusará de herejes a los aristotélicos extremos por postular un discurso de doble verdad y por sostener las tesis de la razón por sobre aquellas de la fe, realizando afirmaciones que entran en contradicción con los datos de esta última. Estos dos últimos puntos nos llevan directamente al siguiente aspecto del aristotelismo que Petrarca cuestionará. Se centrará en la figura de Aristóteles criticando el estatuto de auctoritas que los averroístas le concedían. Para ello mostrará que el estagirita erró no sólo en cuestiones de la razón, sino también en la consideración de asuntos que atañen a la naturaleza humana, sobre todo los relacionados con la felicidad: “Por mi parte, creo que Aristóteles fue una personalidad de gran relieve y de mucha doctrina, pero era un hombre y por ello sostengo que él pudo ignorar algunas cosas, es más, muchas (…) Yo creo, ciertamente, y no tengo dudas que él equivocó del todo el camino, como se dice, no sólo en argumentos de poca monta, en los cuales el error es leve y poco peligroso, pero también se equivocó en cuestiones importantísimas que arrastran con sí la suprema salvación”10.

Evidentemente, el reproche teológico de ignorar los fines últimos de los cristianos se dirige, más que al propio Aristóteles, a los aristotélicos contemporáneos a Petrarca. Los filósofos antiguos no son culpables de haber vivido antes de la revelación: no hay herejía en quienes no se beneficiaron de ella. Petrarca, aunque no tiene esta generosidad con el estagirita, no duda en decir de Platón, apoyándose en la autoridad de Agustín, que si hubiera vivido en nuestra era se habría hecho cristiano. Otro punto de análisis se dispara a partir del fragmento anterior, la aparición de un topos típicamente humanístico, el de afirmar que ‘Aristóteles fue un hombre y pudo errar’. Aún si esa fórmula ya aparecía en 10 De ignorantia IV, “Ego vero magnum quendam virum ac multiscium Aristotilem, sed fuisse hominem, et idcirco aliqua, imo et multa nescire potuisse arbitror; (…) credo hercle, nec dubito, illum non in rebus tantum parvis, quarum parvus et minime periculosus est error, sed in maximis et spectantibus ad salutis summam aberrasse tota, ut aiunt, via”.

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algunos textos escolásticos anteriores, tal como demuestra Bianchi11, en el Humanismo –y, sobre todo, con Petrarca– aparecerá con mayor fuerza, codificada en la batalla antiperipatética y antiescolástica, en la que se devuelve a Aristóteles a su dimensión humana y se lo desplaza de su status de auctoritas12. “Pero estos, como hemos dicho, están de tal modo capturados por el amor de un solo nombre que consideran un sacrilegio expresar sobre un argumento cualquiera un parecer distinto del suyo”13.

El ataque no está dirigido directamente contra Aristóteles, sino que se centra principalmente en el uso que se hacía de su pensamiento en el escolasticismo, que sostenía la credibilidad de ciertas tesis únicamente sobre la base del prestigio otorgado al autor y que limitaba el horizonte de la labor filosófica a un mero comentario de las obras del estagirita. Habrá que esperar a las generaciones que siguieron a Petrarca para encontrar una sistematización del nuevo método de interpretación humanístico. Éste fue presentado con el nombre de adnotationes. En él se prestaba mayor atención a cuestiones que hacen al análisis filológico de las palabras y de las oraciones, se buscaban paralelos históricos clásicos, se ilustraba el texto recurriendo a autores clásicos y contemporáneos Se sabe que entre el siglo XIII y el XIV muchos otros teólogos hicieron de la denuncia de los ‘errores’ de Aristóteles un motivo no secundario de la estrategia orientada a remarcar las insuficiencias de toda aproximación ‘naturalística’ y puramente racional a la comprensión de la realidad: la Collatio in Haexämeron de Buenaventura, el De erroribus philosophorum de Egidio Romano, el Exigit ordo de Nicolás de Autrecourt, etc. (cf. Bianchi, 2003:113 y ss.). 12 La frecuentación de los códices de los autores antiguos y el refinamiento de las herramientas filolológicas en las generaciones humanísticas posteriores – que tienen como referentes a Valla y Poggio Bracciolini– imprimió en ellos una sensibilidad nueva y nuevos horizontes. Las auctoritates que para los escolásticos no tenían ni tiempo ni rostro, y estaban, de algún modo, desprovistas de su dimensión humana, devendrán luego hormbres con una biografía y una historia, con pasiones, opiniones, serán interlocutores de los humanistas. Esto agudizará la conciencia de la diversidad de hombres y de la singularidad de cada uno (cf. Rico, 2002). 13 De ignorantia IV: “sti vero, ut diximus, sic amore solius nominis capti sunt, ut secus aliquid quam ille de re qualibet loqui sacrilegio dent”. 11

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más que a comentadores medievales. El método de la quaestio escolástica quedará extinguido (cf. Schmitt, 200435 y ss.). Por otra parte, Petrarca no sólo cuestiona el status de auctoritas del estagirita, sino que también rechaza algunas tesis de su pensamiento, sobre todo las que atañen a la eternidad del mundo, puesto que entran en contradicción con las verdades de la fe. En su afán de demostrar su espíritu crítico, Petrarca también criticará algunas tesis de Cicerón, autor a él más cercano, sobre todo las relacionadas con la multiplicidad de dioses. Insistiendo sobre Aristóteles, sostiene que, en lo que atañe a sus consideraciones sobre la virtud, no encuentra en sus escritos el estímulo necesario que debe tener un texto para inflamar a un hombre a amar la virtud: “En verdad, veo que Aristóteles define y clasifica egregiamente la virtud y trata sobre ella con agudeza y así hace para todas las características propias ya sea del vicio, ya de la virtud. Cuando he aprendido esto, sé un poquitito más de cuanto sabía antes; pero mi ánimo quedó igual que antes, y así ni mi voluntad ni yo mismo hemos mutado. De hecho, una cosa es saber y otra es amar, una es comprender y otra es querer. Él enseña, no lo niego, qué cosa es la virtud; pero la lectura de sus libros no contiene –o lo contiene en número muy reducido– aquellos estímulos, cuyas palabras ardientes que hacen solícito e inflaman la mente a amar la virtud y a odiar el vicio”14.

Evidentemente, las traducciones de Aristóteles que circulaban en el siglo XIV, oscurecidas por el rígido latín escolástico, no suscitaron en Petrarca demasiado interés15. 14 De ignorantia IV, “Video nempe virtutem ab illo egregie diffiniri et distingui tractarique acriter, et que cuique sunt propria, seu vitio, seu virtuti. Que cum didici, scio plusculum quam sciebam; ídem tamen est animus qui fuerat, voluntasque eadem, ídem ego. Aliud est enim scire atque aliud amare, aliud intelligere atque aliud velle. Docet ille, non infitior, quid est virtus; at stimulos ac verborum faces, quibus ad amorem virtutis vitiique odium mens urgetur atque incenditur, lectio illa vel non habet, vel paucissimos habet”. 15 En efecto, el manuscrito Par. 6458 contiene algunas obras de Aristóteles que formaron parte de la biblioteca personal de Petrarca, de las cuales anotó sólo dos, la

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La descripción intelectual de las virtudes propuesta por el estagirita ayuda a comprender lo que son, pero no a adquirirlas y, por lo tanto, a devenir mejor. Petrarca reprocha a Aristóteles una suerte de intelectualismo en el campo de la ética, la cual, de este modo, se ve imposibilitada de realizar su fin propio: impulsar al hombre a amar las virtudes. El poeta se pregunta, en este sentido “¿De qué sirve saber qué es la virtud si, una vez conocida, no se la ama? ¿De qué sirve el conocimiento del pecado si este, una vez conocido, no suscita repugnancia?”16. El saber o el conocimiento no tienen valor por sí mismos, sólo lo adquieren cuando la actividad intelectual se combina con la esencia más verdadera de la vida moral (cf. Fenzi, 2008:59 y ss.). El conocimiento es concebido por el poeta siempre en relación con la ética. La elocuencia de los autores clásicos, tales como Cicerón, Séneca e incluso Horacio, contiene ese estímulo que lleva a una efectividad de la ética. La claridad para Petrarca es el síntoma más claro del saber: “Aquello que uno entiende claramente puede expresarlo con claridad y transfundir en el espíritu de quien escucha aquello que tiene en el fondo de su espíritu”17. Además de esta exigencia de una retórica puesta al servicio de la ética, debe haber un retorno al conocimiento de sí mismo, una vuelta hacia la interioridad, que Petrarca pretende compartir con autores, no sólo cristianos, como Agustín, sino también paganos, como Séneca, Horacio y Cicerón. Con ellos comparte el gusto de una retórica elegante y, al mismo tiempo, fuertemente moral, que no sólo tiene una función estética, sino también ética, pues por la dulzura de su persuasión encamina al alma a apreciar la filosofía en su ápice moral. Este acento en la elocuencia de los clásicos no debe ser pasado por alto, pues es una nota fundamental que hace de Petrarca uno de los que sentarán las bases de la reforma humanística. La vuelta a los clásicos Política y la Ética a Nicómaco, con algunos signos marginales, pero pocos, lo cual demuestra que verdaderamente Petrarca estudió con poco interés los textos de Aristóteles (cf. Nolhac, 1892:335-338). 16 De ignorantia IV; “Quid profuerit autem posse quid est virtus, si cognita non ametur? Ad quid peccati notitia utilis, si cognitum non horretur?”. 17 De ignorantia IV: “Nam quod clare quis intelilgit, clare eloqui potest, quodque intus in animus suo habet, auditoris in animum transfundere”.

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también significó hallar en ellos un latín que respondiera a las necesidades de la vida cotidiana, a las que no brindaba una respuesta satisfactoria el ya agotado y estéril latín escolasticista. La reforma del latín que emprendió la generación de Valla intentaba, además, devolver a su antigua perfección el resto de las disciplinas. Esa reforma supuso un llamado a “combatir el certamen del latín contra los galos” (Rico, 2002:21), llamado que había sido ya, de algún modo, preanunciado por Petrarca. De la mano de esta defensa de la eloquentia, se inserta la defensa del valor de la poesía como vía de acceso a la verdad. La escolástica había definido la poesía como “infima inter omnes doctrinas”18. La tradición medieval, por su parte, había mantenido una postura ambigua en relación con ella, pues no se combatía la poesía en general, sino un modo particular de poetizar. La poesía poseía, por un lado, el sentido de un puro adorno retórico, por otro, el sentido de un instrumento sumo de visión o intuición ideal (Garin, 2005:47 y ss.). De este modo, la poesía profana tenía un fin meramente didáctico que servía de apoyo, de subsidio sensible: habituaba al hombre a volcarse al alma pero sin encontrar la meta, mostrando sólo la necesidad de encontrar una visión profunda que trascendiera las apariencias. Su función era meramente preparatoria: hacía sentir la insuficiencia de quedarse en el sentido literal y la necesidad de trascenderlo, era mero integumentum o velo de la verdad. Las fábulas poéticas eran falacias que servían a la verdad sólo en la medida en que llevaban más allá de los velos de la ficción. La poesía profana era admitida en la educación pero con cierta repugnancia y bajo la convicción de que era un elemento indispensable en la cultura. La poesía sacra, por otra parte, inspiraba la visión divina que se ocultaba tras el velo de la alegoría. Así, se distinguían diversos sentidos distintos de la interpretación alegórica de las Escrituras: por un lado, el literal y, por el otro, el alegórico, que se subdividía, a su vez, en otros dos, el anagógico y el moral19. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, I, 9. El sentido literal que remite al aspecto histórico o material del texto; el sentido alegórico, que trasciende el sentido material para dirigirse al espíritu que anima la letra funciona, a su vez, como velo o integumentum que esconde profundas verdades bajo la literalidad. Éste sentido alegórico admite, a su vez, una subdivisión entre el 18 19

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Petrarca traspone este modelo hermenéutico, concebido en torno a las lecturas de las Santas Escrituras, al ámbito de la poesía profana. Hay un intento, por parte del poeta, de restaurar la forma, de reencontrar y defender el valor poético, una búsqueda de reivindicar una autonomía de la poesía similar a aquella que había conseguido la filosofía frente a la teología en el seno de la escolástica. A la luz de este intento podemos leer el siguiente pasaje de la Collatio Laureationis: “Pero, si el tiempo no me faltara, y no temiera infundir fastidio en vuestros oídos, fácilmente podría demostrar que los poetas, bajo el velo de la ficción, trataron cuestiones ahora de física, ahora de moral, ahora de historia, si es verdadero aquello que a menudo suelo decir: entre el oficio del poeta, del historiador y del filósofo –sea moral, sea natural– hay la misma diferencia que entre el cielo nublado y uno sereno, pues es la misma luz la que subyace a uno y otro; mas, en cuanto a la capacidad de quien observa, es distinta. Sin embargo, esto hace a la poesía más dulce. Cuanto más laboriosa es la búsqueda de la verdad, más dulces se hacen sus frutos”20.

A la poesía profana subyace la misma verdad que a las restantes artes. Pero ésta, a diferencia de la filosofía y de la historia, la transmite embellecida y, con ello, su carácter de “velo” o de “fábula ficticia” se ve atenuado, y toma un valor positivo en cuanto adorno de la verdad transmitida que sólo es accesible a los espíritus más nobles.

sentido anagógico, que reviste un carácter de ascensión espiritual que eleva al alma a las realidades sublimes; y el sentido moral, que remite al plano de lo inmanente. 20 Petrarca, 2004: IX. (traducción propia): “Sed, si tempus non deforet, nec vererer auribus vestris inferre fastidium, possem facile demonstrare poetas, sub velamine figmentorum, nunc fysica, nunc moralia, nunc hystorias comprehendisse, ut verum fiat quod sepe dicere soleo: inter poete et ystorici et philosophi, seu moralis seu naturalis, officium hoc interesse, quod inter nubilosum et serenum celum interest, cum utrobique eadem sit claritas in subiecto, sed, pro captu spectantium, diversa. Eo tamen dulcior fit poesis, quo laboriosius quesita veritas magis atque magis inventa dulcescit; hoc non tam de me ipso, quam de poetice professionis effectu dixisse satis sit, neque enim, quamvis poetarum more ludere delectet, sic poeta videri velim, ut non sim aliud quam poeta”.

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Finalmente, frente a la acusación de los cuatro jóvenes aristotélicos, el poeta opondrá una concepción propia de la ignorancia, que supondrá, a su vez, una concepción de la filosofía y un modo de concebir al hombre. Si bien el averroísmo fue un fenómeno complejo que revistió varias aristas, podemos decir que el aristotelismo extremo ligaba estrechamente el conocimiento y la felicidad. Apoyados en la concepción de que el hombre es un animal racional y de que su racionalidad lo distingue de las demás especies, sostenían que la felicidad del hombre residía en el ejercicio de la racionalidad (Bianchi, 2003). Por medio de la actividad racional, se produce una unión intelectual con las sustancias separadas y en ello consiste la felicidad especulativa, distinta de la beatitud teológica, y tal es el fin de la filosofía. De esta manera, filósofo es aquel que desarrolla en grado máximo la racionalidad y, así, deviene imagen terrena de Dios. De hecho, en 1277 el obispo de París, Stefano Tempier, condenará algunas de las tesis sostenidas por los averroístas. Dos de ellas merecen mención: “quod non est excellentior status quam vacare philosophia” y “ultima perfectio hominis est ut sit perfectus per scientias speculativas, et hoc est sibi ultima felicitas et vita perfecta”. El ignorante, por su parte, es una tabula rasa pues carece de scientia y es asimilado a las bestias. Petrarca, por su parte, apoyado en una profunda desconfianza del poder visivo del alma, sostiene: “no estoy dispuesto a admitir que un hombre cualquiera haya podido alcanzar con medios humanos un saber universal”21. Tomando como referencias a Agustín y la Biblia22, sostiene que el conocimiento es dolor, pues quien conoce experimenta sus límites y su exilio de la felicidad: “Porque en esta vida Dios no puede ser en absoluto conocido plenamente, pero puede ser amado con ardiente devoción; y el amor de Dios, en todo caso, es un amor feliz, mientras es tal vez fuente de infelicidad

De ignorantia III: “neque ulli hominum humano studio rerum omnium scientiam fuisse cognoscere”. 22 Ver nota 14. 21

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el conocerlo, como sucede a los demonios, que en el infierno tiemblan frente a él cuando lo han conocido”23.

El conocimiento es algo diferente de la felicidad y, más aún, puede ser su enemigo. Por ello, afirma que prefiere antes ser llamado un buen hombre que un sabio: “La cultura pertenezca por tanto a éstos que me la quieren quitar (…) A mí se me reserven la humildad y la consciencia de mi ignorancia y de mi fragilidad. (…) Para ellos ha sido escrito: “La devoción a Dios es sabiduría”24, y de mis discursos ellos serán más y más confirmados en su convencimiento de que yo soy un hombre honesto, pero sin cultura”25.

Si no le es consentido ser un hombre culto, pide, al menos, ser bueno. La ciencia debe curar la formación del espíritu. Por ello, la virtud es más que el saber, la prefiere por sobre la ciencia. De hecho, Petrarca sostiene que muchos iletrados han llegado a la ascensión de su espíritu, aún sin tener ciencia (tal es el caso, por ejemplo, de Antonio el Eremita). El saber humano es poco o nulo en comparación con el divino; lo es también en comparación con el saber de otros y, finalmente, en comparación con el conocimiento que cada uno tiene de sí mismo: “Pero, mientras tanto, hasta que no llegue el fin de este exilio, con el cual tendrá fin esta nuestra imperfección, me consuelo –dentro de los límites que por ahora nos son concedidos– considerando la naturaleza a todos común; (…) y me refiero al metro del saber humano, que. en sí mismo es siempre limitado si se lo relaciona al espacio restringido en el cual está comprendido y asume grandeza sólo en comparación con otros 23 De ignorantia IV: “Nam et cognosci ad plenum Deus in hac vita nullo potest modo, amari autem potest pie atque ardenter; et utique amor ille felix semper, cognitio vero nonnunquam misera, qualis est demonum, qui cognitum apud inferos contremiscunt”. 24 Agustín, De Civitate Dei, XIV, 28. 25 De ignorantia II: “Litere igitur sint, vel horum qui illas michi auferunt, (…) Mea vero sit humilitas et ignorante proprie fragilitatisque notitia et nullius nisi mundi et mei et insolentie contemnentium me contemptus, de me diffidentia, de te spes; postremo portio mea Deus, et, quam michi non invident, virtus illiterata”.

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hombres. Por otra parte, cuán mísera cosa es este saber, Dios mío, por grande que sea, que es concedido de abrazar a una mente humana; es más, qué nulidad es el saber de un hombre, sea quien fuere si, se lo compara no digo con el saber de Dios, sino con su ignorancia personal”26.

La ignorancia, en consecuencia, es una condición propia del hombre, dada su naturaleza finita y mortal. Esto no significa, ciertamente, que la cultura sea innecesaria, sino que con ella se añade un ornamento extra con el que la virtud se embellece. Dado que el hombre no puede, con sus propias fuerzas, lograr el conocimiento de Dios en esta vida, debe contentarse con el ejercicio de la fe, es decir, de la pietas, que es la verdadera sabiduría. La scientia asume un valor eminentemente práctico: no es un fin en sí mismo, sino un medio que sólo adquiere valor si se subordina al valor moral. Por lo tanto, la filosofía, concebida principalmente como ética, no debe contentarse con conocer las virtudes, sino que debe ayudar al hombre a devenir mejor. Es de la mano de Agustín, de Platón y de Cicerón que Petrarca dará forma a su definición de filosofía27. En su epístola Fam. XVII, 1, le expondrá a su hermano Gerardo cuál es la verdadera filosofía. Para ello, partirá de la definición ciceroniana de la filosofía como ars vitae28 y, siguiendo a Platón –mediado por Agustín en De civitate Dei VIII, 8–, definirá el fin del vivir bien como vivir según la virtud. Y, puesto que quien conoce e imita a Dios vive según la virtud y, por ello, es feliz, filosofar es amar a Dios y filósofo es el amator Dei. Aquí inserta a Agustín 26 De ignorantia III: “Sed me interim, dum presentis exilii finis adest, quo nostra hec imperfectio terminetur, qua ex parte nunc scimus, nature communis extimatione consolor. Idque omnibus bonis ac modestis ingeniis evenire arbitror, ut agnoscant se pariter ac solentur; his etiam quibus ingens obtigit scientia – secundum humane scientie morem loquor – que in se semper exigua, pro angustiis quibus excipitur, et collata aliis ingens fit. Alioquin quantulum, queso, est, quantumcunque est, quod nosse uni ingenio datum est? Imo quam nichil est scire hominis, quisquis sit, si non dicam scientie Dei, sed sui ipsius ignorantie comparetur?” 27 Petrarca mencionará hacia el final del De ignorantia los tres autores más caros a él: Platón, Agustín y Cicerón. De entre todos los filósofos, sostendrá, Platón es el príncipe. A él le atribuye el primado por que es aquel que intuyó y se acercó más a la verdad. Agustín será, por su parte, el filósofo de Cristo (Epystole Familiares, XVII, 1). 28 Cicerón, Tusculanae Disputationes, II, 11.

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y la etimología que hace de la palabra “philosophia” como “amor a la sabiduría”. Ahora bien, si Dios es la sabiduría por medio de la cual han sido hechas todas las cosas, y la sabiduría es la segunda persona de la Trinidad, Cristo, entonces, aquel que ame a la sabiduría, es aquel que ame a Cristo y de ello se sigue que el cristiano es el verdadero filósofo. Dado que la sabiduría hacia la que aspira la filosofía es el amor de Dios, la pietas, que es lo que nos está concedido conocer de Dios en los límites de nuestra racionalidad finita (al contrario de lo que comúnmente sostenían los averroístas), debemos ser conscientes de nuestra naturaleza finita y creada; debemos, pues, conocernos a nosotros mismos para descubrirnos creaturas. En consecuencia, para que no se nos pierda de vista nuestra condición de creados y para elevar el pensamiento a la verdad, la filosofía debe ser, también, cogitatio mortis: “Reflexionar sobre la muerte, armarse contra ella, predisponerse a despreciarla y soportarla, ir a su encuentro si la situación lo exige, y soportar con elevación del espíritu esta vida breve e infeliz a cambio de la vida eterna, de la felicidad, de la gloria: esta solamente es la verdadera filosofía, de la cual algunos han dicho que otra cosa no es, sino meditación sobre la muerte. Tal definición de la filosofía, aunque acuñada por los paganos, es, sin embargo, propia de los cristianos, los cuales deben nutrir un desprecio por esta vida, esperanza en la vida eterna, deseo de la muerte”29.

Teniendo presente nuestra condición de mortales en todo momento, debemos actuar conforme a ella y dominar nuestras pasiones. La filosofía, entonces, ya no es definida como un método científico, con sus reglas de proceder para descubrir conocimientos, sino que es, esencialmente, regla moral, escuela de vida, pensamiento sobre la muerContra medicum II: “Illam certe premeditari, contra illam armari, ad illius contemptum ac patientiam componi, illi si res exigat occurrere, et pro eterna vita, pro felicitate, pro gloria brevem hanc miseramque vitam alto animo pacisci, ea demum vera philosophia est, quam quidam nichil aliud nisi cogitationem mortis esse dixerunt. Que philosophie descriptio, quamvis a paganis inventa, cristianorum tamen est propria, quibus et huius vite contemptus et spes eterne et dissolutionis desiderium esse debet”. 29

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te. No es un saber racional, sino que implica un modo de vivir según la virtud, un modo particular del espíritu que es consciente de su condición de creado, una costumbre o arte de vida y un modo de hablar elocuente: “En fin, no tienes ninguna de las características que no dejan dudas sobre la personalidad de un filósofo: ni el modo de vivir, ni el espíritu, ni la costumbre, ni la inteligencia, ni el lenguaje”30.

Conclusión Frente a la insatisfacción de una filosofía que se revelaba inadecuada para las exigencias de la vida y de una sociedad que estaba cambiando, Petrarca se vuelca a la exploración del hombre interior, espiritual, y hacia la formulación de una nueva visión de la historia. Hemos visto cómo en él se gesta una toma de conciencia y una formulación de una antropología que dista mucho de ser aquella del fisicismo y de los tecnicismos de la escolástica. Su concepción de la filosofía se opone a las disciplinas científicas (lógica y natural) que, de algún modo, dejaban abandonados los problemas humanos de la vida más concreta. Las respuestas a estas inquietudes las encontró en los autores clásicos romanos y en los Padres de la Iglesia, sobre todo en Agustín. En ellos halló una cultura más humana, los studia humanitatis –gramática, retórica, poesía, moral, historia–, distinta de la escolástica. Encontró, también, una vuelta hacia la interioridad, una meditación sobre el individuo real y su destino, sobre su historia terrena y sobre su actuar en ella. A partir de ellos, mostró que la lógica de los asuntos humanos distaba mucho de ser aquella de Aristóteles (Garin, 2005:47 y ss.), que no era palabra divina, sino que era un producto histórico, de un hombre sumergido en un contexto histórico, un hombre a fin de cuentas, con quien se podía dialogar pero que distaba de ser una auctoritas, como una verdad adquirida de una vez por todas e incuestionable. 30 Contra medicum II, “Postremo, eorum qui certius probant philosophum, nichil habes: non vitam, non animum, non mores, non ingenium, non linguam”.

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Por otra parte, dio impulso a las investigaciones sobre el hombre, al pensar humanamente y a concebir la filosofía como una “escuela de vida”, un arte para la vida. Su comportamiento filológico frente a los textos se irá conformando en las generaciones venideras como un nuevo modo de hacer filosofía. Anexo: Petrarca biógrafo de sí mismo Hacer un breve resumen de la biografía petrarquesca puede resultar una tarea ardua y ello por varias razones. Al contrario de lo que sucede muchas veces con otros autores, en el caso de Petrarca, encontramos una enorme cantidad de datos sobre su vida gracias tanto a sus epístolas personales como a las anotaciones que cuidadosamente hacía sobre los manuscritos que poseía. Esto puede resultar una ventaja, pues podemos conocer la lista de sus libros favoritos31, la dieta de alimentos que llevaba (Epystole seniles, XII, 1), etc.; pero, por otra parte, es también una desventaja, porque muchas veces las fechas de muchas de sus obras son aquellas que Petrarca quiso establecer de acuerdo con la imagen de sí mismo que quiso transmitir a la posteridad. En consecuencia, a menudo las fechas de ciertos escritos no se corresponden con las que el autor quiso darle y esto genera amplios debates y desacuerdos entre los filólogos más calificados. A continuación, haremos un muy breve repaso de los eventos de su vida que resultan más significativos, a fin de reconstruir el itinerario intelectual del poeta. Hacia 1304, nació Petrarca, en Arezzo, una localidad cercana a Firenze. Su familia pertenecía a una larga generación de notarios –su padre también lo fue– originarios de Incisa. Durante algunos meses el padre de Petrarca fue a trabajar a Firenze y tuvo que huir de ella asediado por las persecuciones llevadas a cabo contra los blancos y los ghibelinos, las mismas que obligaran a Dante a exiliarse algún tiempo atrás. En 1312, la familia se muda a Avignon, donde Petrarca iniciará sus primeros 31 Esta lista de sus libros preferidos la hallamos en un folio del manuscrito BNP lat. 2201, que contiene, entre otras obras, el De vera religione de San Agustín.

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estudios de retórica y gramática bajo la tutela de Convenevole da Prato. Algunos años más tarde, comenzará sus estudios de jurisprudencia en Montpellier y luego los continuará en Bologna, junto a su hermano menor, Gerardo, un personaje que será de gran significación en su vida. Su padre, Petracco, gran admirador de Cicerón y de Virgilio, fue uno de los primeros en familiarizar a Petrarca con los grandes autores clásicos de Roma y, desde su más tierna infancia, se afanó en la búsqueda de las obras de estos grandes autores. Si bien los estudios de jurisprudencia no eran del interés de Petrarca, los inició merced a las insistencias de su padre, quien, viendo la distracción que eran las letras para su hijo, un día descubrió dónde tenía atesoradas las obras el joven Francesco y las quemó, permitiéndole salvar de la hoguera dos ejemplares, uno de Cicerón y otro de Virgilio. Cuando en 1326 fallece su padre, ambos hermanos abandonan los estudios en Bologna y vuelven a la Provenza. Por aquella época, un 16 de abril de 1327, tiene lugar el famoso encuentro con Laura en la Iglesia de Santa Chiara de Avignon. No hay registros de ninguna recolección de sus poemas en lengua vulgar, que luego formarán parte de su Canzoniere, sino que la primera tiene lugar entres los años ‘30 y ‘40. Gracias a su amigo Giaccomo Colonna –a quien había conocido durante sus años de estudio en Bologna– en 1330 comienza a trabajar para el cardenal Giovanni Colonna y lo sigue hacia su sede de Lombez. Allí conocerá a sus dos grandes amigos, Lelio y Sócrates32. En 1333 emprende un viaje por el norte de Europa, importante porque dará con un manuscrito del Pro Archia de Cicerón, texto que será fundamental a la hora de hacer su defensa de la poesía. Una vez que vuelve a Avignon, conoce y entabla una muy significativa amistad con Dionigo del Borgo San Sepolcro, quien le regalará un pequeño ejemplar de las Confesiones de San Agustín, al cual Petrarca atribuirá su conversión. Ambos son los apodos con los que Petrarca se referirá a ellos en sus obras, sus verdaderos nombres eran Lello di Pietro Stefano dei Tosetti, un romano, y el flamenco Ludovico Santo di Beringen, cantante en la capilla del cardenal respectivamente. A Sócrates dedicará en 1350 el conjunto de sus Epystole Familiares. 32

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En 1336 hará su primer viaje a Roma y allí contemplará, en las ruinas de la antigua Roma, su antigua grandeza. Su lengua y su civilización se le revelarán como el único horizonte posible de una renovación de la actividad intelectual. Allí conocerá a Landolfo Colonna, un canónigo en Chartres y muy agudo anotador de Livio, de quien Petrarca tomó algunas características de su glosatura. Luego de este viaje, en el año 1338, comenzará a componer el África, un poema dedicado a la segunda mitad de la guerra púnica hasta la victoria de Escipión el Africano, y el De viris illustribus, un catálogo de la vida de los antiguos conductores romanos. Ambas obras tienen por finalidad exaltar la Roma republicana33. En 1340, a partir de lo compuesto hasta entonces de las dos obras, le llega tanto desde la Universidad de París cuanto desde Roma, la oferta de su coronación como poeta. Por motivos claramente políticos34, Petrarca elegirá ser coronado en Roma, pero antes de la ceremonia que se llevó a cabo en el Campidoglio, el 8 de Abril de 1341, fue a Nápoles, donde fue examinado y juzgado digno del honor de poeta por parte del rey Roberto d’Angiò35. El segundo período de su vida, caracterizado por los años ‘inquietos’ (1342-1353) 36, comienza luego de su coronación. Las características 33 Sin embargo, en su madurez y con cierto tinte más realista, el poeta modificará esta posición y se inclinará por la exaltación de la figura de Julio César, exaltando de algún modo la Roma monárquica o imperial. 34 Una de las constantes de la política cultural que llevará a cabo Petrarca a lo largo de toda su vida será la polémica anti-francesa, en nombre de la superioridad de Roma. Esta se reflejará tanto en su insistencia en el retorno del papado a Roma, cuanto en su apoyo a la restauración de un gobierno republicano en Roma llevado a cabo por Cola di Rienzo, que finalmente se verá frustrado. Por otra parte, también se verá reflejado en su constante polémica contra el supuesto primado intelectual y cultural parisino que se verá claramente reflejado en su Invectiva contra eum qui maledixit Italie, compuesto en 1373. 35 Petrarca cuenta con detalles las vicisitudes de su coronación como poeta tanto en la epístola a la posteridad, como en el cuarto libro de sus Epystole Familiares, el cual curiosamente está encabezado por la famosa carta en la que relata su ascensión al monte Ventoso donde se le revela el peligro de la ebriedad de la gloria mundana y el llamado divino, más lejano pero, aún así, más verdadero. 36 Así por lo menos los denomina Fenzi (2008).

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principales sobre las cuales se desarrollará serán dadas por su dependencia de la familia Colonna y, en general, de la curia papal. Durante estos años, se esforzará por encontrar un modo diverso de vida que garantice tanto el máximo de libertad personal cuanto de renombre y prestigio. Otra de las características propias de este período será la de sus continuos traslados entre la Provenza (a la cual volverá sucesivamente en 1342, 1346 y por último durante los años 1351-1353) y el norte de Italia, sobre todo en Parma y Padova. En 1343, su hermano Gerardo decide entrar a la vida religiosa y toma el hábito de monje cartujo en el monasterio de Montrieux. Ese mismo año nacerá la hija natural de Petrarca, Francesca, de madre desconocida. Para Petrarca, estos dos hechos representarán para Petrarca una contraposición entre dos modos diversos de vida, sobre los cuales meditará especialmente en su famosa epístola en la que relata su ascensión al monte Ventoso (Epyst. Fam. IV, 1) y en el Secretum, pero también en muchos otros lugares paralelos de su producción. Hacia fines de ese año se establece en Parma y continuará trabajando sobre el África y el Rerum memorandarum libri37. En los años sucesivos, su producción literaria cambia de dirección: las obras que hasta entonces estaban caracterizadas por su erudición y por su impronta claramente romana (como las del África y el De viris illustribus) se vuelcan hacia un carácter ético y siempre caracterizado por la introspección y la propia experiencia de vida. En 1346, establecido en Valchiusa, tras una visita de su amigo Philippe de Cabassoles, comienza la composición del De vita solitaria, texto que enriquecerá y ampliará hasta el año 1370. En 1347 comienza la composición del Secretum, que encontrará su forma final en 1353. Al comienzo del mismo año, tras una visita breve a su hermano en el monasterio cartujo de Montrieux, comienza la composición del De otio religioso, cuya composición terminará alrededor de 1356.

Inspirado en el modelo de Valerio Máximo, recoge una serie de sucesos ejemplares sacados de fuentes literarias e históricas que llegan hasta personajes modernos, entre ellos el rey Roberto d’Angiò. 37

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Además de las obras en prosa y de las poesías en italiano, Petrarca compuso poesías en latín. Estas están reunidas en dos obras, una de ellas son las Epystole metrice, cuya reunión se remonta al 1350, compuestas por tres libros y sesenta composiciones. La otra, compuesta entre los años 1346 y 1348, está integrada por doce églogas que toman por modelo a las virgilianas, reunidas bajo el título Bucolicum carmen, en las que bajo la figura pastoral afronta una serie de temas que tienen que ver con su vida personal y con sus enfrentamientos con la curia de Avignon. Entre mayo y diciembre de 1347 tuvo lugar la primera revuelta de Cola di Rienzo que consistió en un intento de restablecer el sistema de gobierno inspirado en la antigua República romana en Roma. En un primer momento, Petrarca celebra este advenimiento como la manifestación de su deseo; sin embargo, finalmente le quitará su apoyo. El año 1348 fue el fatídico año de la peste negra, en la que Petrarca perdió a muchos de sus amigos, incluso a su amada Laura y al cardenal Giovanni Colonna. Se aleja, entonces, del círculo francés y se separa definitivamente de los Colonna. Ese año escribirá los Psalmi penitentiales. Sus relaciones con Avignon se irán haciendo cada vez más leves, mientras que comenzará a estrechar los vínculos con los Visconti en Milano, enemigos acérrimos del papado y de Firenze. Petrarca se ve obligado a volver a Avignon en 1351 y rechaza el cargo de secretario papal que le es ofrecido. Tras un intercambio epistolar con un médico de la corte del papa que duró hasta 1355, culmina la invectiva Contra medicum quendam. La tercera etapa de la vida del poeta, la de sus últimos años, está caracterizada por su establecimiento definitivo en el norte de Italia. En 1353 se va a vivir a una casa cercana a la iglesia de Sant’Ambrogio bajo la protección de los Visconti. Esto generó una fuerte reacción contraria por parte de sus amigos florentinos. En 1354 se dirige hacia Venecia, donde oficiará de embajador para solucionar el conflicto que la ciudad mantenía con Genova. Ese mismo año comenzará a componer el De remediis utriusque fortuna. Los años siguientes viajará entre las ciudades de Milano, Pavia, Venezia y Padova.

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En 1366 escribirá al papa Urbano V exhortándolo a devolver la sede papal a Roma. Al año siguiente, por pedido de un amigo suyo, compondrá el De sui ipsius et multorum ignorantia. En 1368, se establecerá en Arquà donde transcurrirá los últimos años de su vida. Durante sus últimos años trabajará en algunas obras. Retomará el De viris illustribus tras el pedido de Francisco de Carrara, pero no lo completará, pues el capítulo dedicado a César terminará conformando una obra aparte: el De gestis Caesaris. En 1373 compone la Invectiva contra eum qui maledixit Italie en defensa de Italia como la heredera del modelo de civilización romana contra los franceses de Avignon. En sus últimos días Petrarca se dedicó a finalizar el Canzoniere y los Trionfi. En 1374, fallece. Bibliografía Fuentes Petrarca, F. (1978). “Secreto Mío”: Obras: I Prosa (al cuidado de F. Rico). Madrid. Alfaguara. Petrarca, F. (1955). Prose (a cura di Martelloti, G.; Ricci, P.G.; Carrara, E.; y Bianchi, E.). Milano-Napoli. Riccardo Ricciardi Editore. Petrarca, F. (2004). De sui ipsius et multorum ignorantia. Biblioteca Italiana (http://www.bibliotecaitaliana. it). Petrarca, F. (2004). Contra medicum quendam. Biblioteca Italiana (http:// www.bibliotecaitaliana. it). Petrarca, F. (2004). Collatio Laureationis, Biblioteca Italiana (http://www. bibliotecaitaliana. it). Petrarca, F. (1937). Le Familiari (Edizione critica a cura di Vittorio Rossi, vol. III°: Libri XII-XIX con un ritratto e quattro tavole fuori testo, G.C. Sansoni). Firenze. Edizione Nazionale delle Opere di Francesco Petrarca, XII.

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La crisis del siglo XIV: Nicolás de Autrecourt Gustavo Fernández Walker UBA – UNSAM Buenos Aires

I En un siglo caracterizado por la dispersión de escuelas de pensamiento –o, mejor aún, por una diversidad de doctrinas en las que resulta difícil encontrar verdaderas “escuelas” de pensamiento en sentido estricto–, Nicolás de Autrecourt suele ser señalado como un típico hombre del Trecento. Difícil de caracterizar, su pensamiento nos ha llegado en forma fragmentaria, pero con la suficiente densidad como para merecer un estudio atento, circunstancia que en las últimas décadas parece haber ganado ímpetu gracias a la publicación de diversos escritos dedicados a su vida y a su obra1. A pesar de esa fragmentariedad, resulta posible encontrar, en los pocos textos conservados de Nicolás, las hebras de lo que pudo haber sido el hilo conductor de su pensamiento. En ese sentido, resulta insoslayable referirse a su sostenido esfuerzo por desmantelar el complejo entramado de la filosofía de corte aristotélico elaborado en el siglo anterior, esfuerzo que subyace a sus dos principales obras conservadas, el tratado Exigit ordo y la correspondencia con Bernardo de Arezzo y Gilles du Foin. El objetivo del presente trabajo es analizar en qué medida la crítica a las categorías aristotélicas de pensamiento no conlleva, en el caso de El punto de inflexión en las investigaciones dedicadas a Nicolás de Autrecourt lo constituye sin duda el impresionante trabajo de Zénon Kaluza (Kaluza, 1995). A partir de la obra de Kaluza, continuada en diversas publicaciones dedicadas a aspectos particulares de la vida y obra de Nicolás de Autrecourt, siguieron nuevas ediciones y estudios de sus textos conservados que permitieron superar la imagen un tanto unidimensional que hasta ese momento se tenía del filósofo lorenense. Al final del trabajo se consigna una bibliografía actualizada de los estudios ultricurianos. 1

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Nicolás de Autrecourt, una valoración negativa de la filosofía entendida como práctica profesional en un marco institucional-universitario. Por el contrario, la noción de philosophia que parece desprenderse de los textos ultricurianos no opone a la exacerbación de la cultura libresca un retorno a una concepción filosófica de corte agustiniano –como lo harán otros autores del siglo XIV–, sino que se propone eliminar los vicios propios de la actividad filosófica universitaria para perfeccionar un modelo profesional que, en sus líneas fundamentales, se mantiene incuestionado. Con el objeto de trazar un perfil del verus philosophus tal como parece entenderlo Nicolás de Autrecourt, se tomará la noción de escepticismo como concepto clave para comprender, en toda su complejidad y riqueza, la propuesta ultricuriana. En efecto, si bien Nicolás, en su correspondencia con Bernardo de Arezzo, denuncia explícitamente a los “académicos”, sus propias doctrinas fueron ya en su época atacadas por ser, ellas mismas, potencialmente escépticas. Este trabajo pretende dar cuenta de tal ambigüedad, de modo tal de establecer en qué medida el verus philosophus ultricuriano se mantiene igualmente distante de tres de los diversos tipos ideales que el filósofo puede asumir en la Edad Media: (a) el sabio agustiniano, (b) el escéptico-académico y (c) el magister universitario de inspiración aristotélica. II En primer lugar, es necesario caracterizar brevemente estos tres tipos ideales. A grandes rasgos, la historia del pensamiento medieval muestra un paulatino pasaje de (a) a (c). La figura del sabio agustiniano, que entendía la filosofía como una escuela de vida y preparación para la muerte, va dejando paso a un perfil de filósofo que se consolida como un profesional de una determinada scientia, de clara inspiración aristotélica. Y si bien esa creciente profesionalización no es un exclusivo producto de la reaparición de los textos de Aristóteles por mediación de la cultura árabe –en efecto, el proceso se inicia con bastante anterioridad a la reintroducción del corpus aristotélico en el Occidente latino–, no es menos cierto que la confrontación con un modelo árabe de pensamiento científico de corte aristotélico aceleró profundamente los cambios que ya

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habían comenzado a manifestarse en las nacientes universidades, y en los que jugó un papel fundamental el paso de una cultura de raigambre eminentemente rural y monástica a una cultura urbana que fue estableciendo nuevos canales de transmisión del conocimiento y, sobre todo, nuevos perfiles intelectuales. En cuanto al modelo “académico”-escéptico, su carácter de rara avis en la historia del pensamiento medieval exige un análisis más cauteloso. En rigor, se trataría de un tipo ideal en el sentido más estricto, una figura retórica creada con el objeto de permitir destacar, por oposición, las características positivas del verdadero filósofo. En tal sentido, prácticamente no existen testimonios de un autor medieval que haya abrazado explícitamente el escepticismo2. Sí, en cambio, es posible advertir en qué medida la caracterización negativa del “académico” como aquel que descree de la capacidad humana de alcanzar algún tipo de conocimiento cierto acerca del mundo permite valorar positivamente los esfuerzos del filósofo por ir en busca de una verdad cuya posesión puede resultar en todo caso lejana o difícil, pero de ningún modo imposible. Si, como propone Christophe Grellard (2007:328-342), no hay, en el Medioevo, una “filosofía escéptica” sino un “problema escéptico” en filosofía, las fuentes medievales de ese problema se remontan, principalmente al Agustín de Contra Academicos. Y si bien existen testimonios de manuscritos de traducciones latinas del Adversus Mathematicos y de las Pyrrhoniae Hypotyposes de Sexto Empírico, su circulación parece haber sido reducida y, en cualquier caso, la terminología y la caracterización general del escepticismo que atraviesa la Edad Media es de corte claramente agustiniano3. Otras fuentes para la consideración medieval del escepticismo deben buscarse en el Cicerón de las Academica, la Vida de Zenón de Diógenes Laercio o el propio Aristóteles (Segundos analíticos, Metafísica). 2 A excepción, tal vez, de la adscripción de Juan de Salisbury al “Achademicorum more investigandi” profesada en su Policraticus (cf. Porro, 1994:229-253). 3 Por caso, la distinción entre “academicismo” y “escepticismo” presente en Sexto Empírico es omitida en las discusiones medievales, que toman ambos términos como sinónimos.

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En todo caso, el viraje en la concepción de philosophia, que pasó de ser considerada una escuela de vida a convertirse en una práctica científica, conllevó un cambio similar en la caracterización de estos “académicos”. En efecto, también el escepticismo dejó de ser, a su modo, una escuela de vida –en el sentido en que pudo serlo el escepticismo antiguo, por caso– para encontrarse, a partir del siglo XIII, reducido a una serie de tópoi que los aspirantes a profesionales de la filosofía debían mostrarse capaces de superar dialécticamente, como parte de su formación universitaria. Es este esquema el que entra en crisis en el siglo XIV. La confianza en la filosofía aristotélica como matriz totalizadora del sistema del conocimiento comienza a verse minada, lo cual no implica, de ningún modo, que la influencia de Aristóteles desapareciera. En todo caso, para muchos filósofos desencantados4 con la hipertrofiación del método escolástico –que rápidamente degeneraba hacia el escolasticismo–, la solución se encontraba en un retorno a Agustín. Para otros, la nueva vía sería la del misticismo. Otros encontrarían que los avatares del siglo exigían concentrar los esfuerzos en una incipiente filosofía política. En cualquier caso, y si bien se mantenían con cierto vigor diversas tradiciones de pensamiento aristotélico-averroísta, lo cierto es que el siglo XIV marca un quiebre en la hegemonía “peripatética” en la filosofía europea de corte universitario5. III Es en ese marco en el que cobra sentido la crítica de Nicolás de Autrecourt: “Los doctores que, como ejercicio, se recriminan unos a otros, completan en sus discusiones cuadernos con largas exposiciones de las 4 El propio Nicolás alude a esta deceptio, un término caro a muchos autores de la época, en EO, 198, 3ss. Cf. la cita completa infra, n. 26. 5 Las filosofías extrauniversitarias, de creciente importancia a partir del siglo XIV (piénsese en Raimundo Lulio o Petrarca), quedan deliberadamente fuera del marco de este trabajo.

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palabras de Aristóteles. Ahora bien, si aceptan categóricamente que las palabras de Aristóteles son verdaderas por razón evidente, parecería del todo superfluo de su parte abandonar así la consideración de las cosas y dirigirse a las palabras de un hombre, pues no hay duda de que podrían lograr todo más rápidamente si obtuvieran una conclusión mediante cualquiera de las razones a su disposición”6.

El tratado Exigit ordo prodiga dardos contra los reverendi patres que dedican sus esfuerzos a desentrañar los oscuros textos de Aristóteles “hasta que sus cabellos se vuelven blancos”, descuidando así un tipo de investigación que debería prescindir de las meras palabras para dedicarse “a las cosas”. Ahora bien, esas primeras páginas del tratado han sido por lo general interpretadas poniendo un énfasis casi exclusivo en la primera mitad de la exposición de Nicolás, esto es, en la crítica a la exégesis de los textos de Aristóteles y Averroes. Pero esa mayor atención dispensada a la pars destruens del pensamiento ultricuriano condenó a un segundo plano su complementaria pars contruens, en verdad inseparable de la primera: la crítica a la recurrencia exclusiva a las auctoritates de Aristóteles y Averroes es puesta en boca de un amator veritatis que, ante todo, privilegia la investigación a cargo de la propia razón. No es la verdad de la fe la que se opone a la adhesión acrítica al corpus aristotelicum –aún cuando se recurra, en ciertas líneas del primer prólogo del tratado, a la lex cristiana como aquella que debe guiar los pasos del filósofo–, sino un tipo de duda al que, evitando los posibles anacronismos, bien podría caracterizarse como “metódica”:

6 Nicolás de Autrecourt, Exigit ordo, 197, 39ss: nam doctores qui ad invicem excercitii causa conferunt in determinationibus suis replent quaternos et processus formant longos in verba Aristotelis exponendo. Nunc autem si praecise verba Aristotelis accipiant esse vera propter rationem evidentem, eis superfluum omnino videtur sic considerationem dimittere rerum et se ad verba hominis convertere, nam dubium non est alicui quod brevius fieri poterat si a quolibet exprimeretur ratio propter quam tenebat conclusum. Sigo la edición del Exigit ordo realizada por O’Donnell (1939), incorporando las enmiendas sugeridas por Zénon Kaluza en su trabajo mencionado supra y por Antonella Musu en la traducción italiana del tratado.

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“Por consiguiente, en contra de los así engañados, propongo que algunas conclusiones de Aristóteles acerca del intelecto (…) no constituyen de ningún modo conocimiento. En tal proceso, habrá numerosas conclusiones sobre las cuales se habrá de investigar, mas no por medio de certezas, sino de dudas”7.

Si a esta referencia a la duda como metodología de investigación (dubitando inquiretur) sumamos las advertencias respecto del tipo de refutación que se pretende alcanzar de la filosofía de Aristóteles, se entiende que se haya podido leer en los textos de Nicolás de Autrecourt un latente escepticismo: “En primer lugar, examiné la doctrina de Aristóteles y de su comentador Averroes, y vi que mil conclusiones (o casi) habían sido oscuramente demostradas por ellos, y especialmente aquellas cuyo conocimiento en más alto grado desea el intelecto. Es cierto que no encontré razones demostrativas para oponer a todas, mas se presentaron otras razones por las cuales me resultó evidente que conclusiones opuestas a las suyas podían ser sostenidas con tanta probabilidad como las propuestas por ellos”8.

A la duda como método de investigación, se suma entonces la probabilidad como característica principal de las tesis opuestas a los dichos de Aristóteles. Si a eso sumamos las verisimiles conjecturas que Nicolás anuncia en su segundo prólogo al tratado9, tenemos prácticamente Ibid., 198, 14ss: Itaque proposui inter cetera contra sic deceptos aliquas conclusiones quas certum fuisse de intellectu Aristotelis […] ostendere ab eis nullo modo fore scitas. In cujusmodi processu erant quam plurimae conclusiones super non determinando sed dubitando inquiretur. 8 Ibid., 181, 6ss: Primo inspexi doctrinam Aristotelis et ejus commentatoris Averrois et vidi quod mille conclusiones, vel quasi, in occultis et specialiter in illis quorum cognitionem maxime desiderat intellectus erant ab eis demonstratae. Verum est quod non inveni rationes demonstrativas ad oppositum in omnibus, sed occurrerunt rationes aliquae per quas mihi visum fuit quod ita probabiliter possent teneri conclusiones oppositae sicut propositae ab eis. 9 Ibid., 197, 12ss: Adduco aliqua signa et aliquas verisimiles conjecturas quae debent in hac materia sufficere. 7

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todos los ingredientes para completar el perfil del académico que traza Agustín: “Y por ello, los Académicos parecían describir a su sabio –que, según ellos, nada debe afirmar– como uno que duerme y que abandona todos sus deberes. Y aquí ellos introdujeron una cierta probabilidad, a la que llamaban verosimilitud, y sostuvieron que de ningún modo el sabio deja de cumplir sus deberes, pues tiene sus reglas de conducta para seguir; pero que la verdad, sea por la oscuridad de la naturaleza, sea por las semejanzas entre las cosas, yacía escondida y confusa” (acad. 2, 5, 12)10.

El recurso a la metáfora del sueño es interesante. Se trata de una imagen recurrente en la historia de la filosofía –la referencia kantiana al “sueño dogmático” del que lo despertó la lectura de Hume es, en ese sentido, ejemplar–, pero que en el texto agustiniano aparece curiosamente invertida: el que “duerme” es, según la cita del Contra Academicos, el escéptico. Y, consecuentemente, es la filosofía cristiana la que lo “despierta”11. Por su parte, cuando Nicolás de Autrecourt recurre a la 10 Agustín, Contra Academicos, II, 5, 12: Unde dormientem semper, et officiorum omnium desertorem, sapientem suum Academici describere videbantur, quem nihil approbare censebant. Hic illi inducto quodam probabili, quod etiam verisimile nominabant, nullo modo cessare sapientem ab officiis asserebant, cum haberet quid sequeretur; veritas autem sive propter naturae tenebras quasdam, sive propter similitudinem rerum, vel obruta, sed confusa latitaret. 11 Ibid., I, 1, 3: Evigila, evigila, oro te; multum, mihi crede, gratulaberis quod pene nullis prosperitatibus quibus tenentur incauti, mundi huius tibi dona blandita sunt: quae meipsum capere moliebantur quotidie ista cantantem, nisi me pectori dolor ventosam professionem abiicere et in philosophiae premium confugere coegisset. Ipsa me nunc in otio, quod vehementer optavimus, nutrit ac fovet; ipsa me penitus ab illa superstitione, in quam te mecum praecipitem dederam, liberavit. Ipsa enim docet, et vere docet nihil omnino colendum esse, totumque contemni oportet quidquid mortalibus oculis cernitur, quidquid ullus sensus attingit. Ipsa verissimum et secretissimum Deum perspicue se demonstraturam promittit, et iam iamque quasi per lucidas nubes ostentare dignatur. (Despiértate, despiértate, te ruego; créeme, mucho te alegrarás de no haber sido cautivado por los favores mundanos que seducen a los incautos. También se empeñaban en seducirme a mí, que todos los días reflexionaba sobre estas cosas, de no ser por un dolor de pecho que me obligó a abandonar mi profesión de entonces y a refugiarme en el seno de la filosofía. Ella es la que ahora, en el tan ansiado descanso, me alimenta y conforta. Ella me ha liberado completamente de aquella

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misma metáfora, lo hace al modo “kantiano”: es precisamente el amicus veritatis el que pretende despertar a los que duermen el “sueño dogmático”. Un sueño que, en el nuevo contexto de la filosofía universitaria del Trecento, era inducido por el pensamiento aristotélico-averroísta12: “A causa de los discursos lógicos de Aristóteles y de Averroes, todos abandonaban las cuestiones morales y el cuidado del bien común (…) [y] cuando apareció el amigo de la verdad e hizo sonar su trompeta para despertar a los durmientes de su sueño, emitieron suspiros, hicieron en general signos de indolencia y, una vez recuperado el ánimo, se precipitaron sobre él casi armados para una guerra capital”13.

Con estos ingredientes, se completa el cuadro de un Nicolás que parece, por momentos, muy cercano a la caracterización agustiniana del sabio académico: se maneja con argumentos “probables”, aduce “conjeturas verosímiles”, investiga mediante dudas y se enfrenta a los dogmáticos haciendo sonar su trompeta. Nicolás incluso hace explícitas sus superstición, en la que yo te precipité conmigo. Porque ella enseña, y con razón, que no se debe dar culto ni estimación a lo que se ve con los ojos mortales, a todo lo que es objeto de la percepción sensible. Ella promete mostrar con claridad al verdaderísimo y ocultísimo Dios, y ya casi lo está mostrando a través de transparentes nubes.) Como se verá, Nicolás no compartirá la crítica a los sentidos (cf. infra, sección IV). 12 Porro se refiere al aristotelismo como “nuova filosofia dogmatica per eccellenza” (cf. Porro 1994:253). Bianchi y Randi, por su parte, apuntan: “In settant’anni [se refieren al lapso transcurrido entre mediados del siglo XIII y las primeras décadas del XIV], la filosofia aristotelica si trasforma da peggior nemico a principale alleato dell’ortodossia” (cf. Bianchi y Randi, 1990:60). 13 Nicolás de Autrecourt, Exigit ordo, 181, 16ss: Omnes propter logicos sermones Aristotelis et Averrois deserebant res morales et curam boni communis (…) cum insurrexit amicus veritatis et suam fecit sonare tubam ut dormientes a somno excitaret, emiserunt suspiria, omnino fecerunt signa tristitiae, et resumpto spiritu quasi armati ad capitale proelium in eum irruerunt. Se trata de uno de los pasajes más citados del tratado, al punto de que de él toma Kaluza el título de su monografía. Esa notoriedad del pasaje es, en parte, la que justifica cierta predisposición en la bibliografía secundaria a privilegiar el aspecto crítico de la filosofía de Nicolás por sobre su pars construens: en efecto, en el pasaje citado, la crítica a los reverendi patres se hace desde un ángulo moral y no desde una filosofía que pretende avanzar según los procedimientos científicos (es decir, los propios de una scientia, aún entendida en términos aristotélicos: cf. infra, sección IV).

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propias reglas de conducta14, detalladas en la segunda parte del primer prólogo al tratado. En rigor, se trata de una regla que recibe dos formulaciones diversas. Nicolás se apresura a señalar que su caso se inscribe dentro de la segunda, para evitar la crítica de que su refutación de Aristóteles está dirigida por el amor gloriae. Las reglas son las siguientes: “Y para que se muestre la verdad, propondré una regla moral que me parece notable y sumamente útil, y es la siguiente: Todo hombre a quien se le presenten acerca de determinadas cuestiones todos los conceptos que se le presentan a toda una comunidad –y se le presenten espontáneamente y a partir de sí mismo, y no recibiéndolos de otro–, y sobre estos y más allá de estos se le presenten, siempre a partir de sí mismo y no recibidos de otro, otros claros como aquellos y aún más claros, gracias a los cuales parece alcanzar las mismas cosas y en grado más íntimo, todo entendimiento de tal tipo puede mantener, sin considerarse presumido, algunas conclusiones que se apartan de las aceptadas por toda la comunidad, e incluso directamente opuestas a ellas; y ello con el grado de certeza necesario para su capacidad de juzgar”15 [R1]. “(…) en mi defensa, ofrezco otra regla civil, que es la siguiente: “En algunas cuestiones, una persona presenta algunos pensamientos que corren en contra de la opinión general. Discute la cuestión con personas cuyo juicio respeta. Tras mantenerse por mucho tiempo, porque sus puntos de vista han aparecido y aparecen aún claros para él, puede y debe, particularmente en cuestiones puramente especulativas, declarar su propio juicio honestamente, y presentar sus puntos de vista como verdaderos, para someter esos juicios a examen. Y por lo tanto, puesto Agustín sólo alude a las reglas de conducta de los Académicos, si bien no las explicita como tales. Cf. supra n. 11. 15 Nicolás de Autrecourt, Exigit ordo, 182, 36ss: Et ut veritas videatur ponam unam regulam, regulam moralem quae mihi videtur esse notabilis et utilis multum et est ista: omnis homo ad quem veniunt, et praecipue quasi naturaliter et ex se non receptive ab alio, omnes conceptus super aliquibus quaesitis qui veniunt ad aliquam totam multitudinem super illis et ultra quos quasi ex se non receptive ab alio veniunt conceptus ita, alii clari sicut isti et clariores, per quos ipsas res magis videtur attingere et sibi magis intimare, intellectus omnis talis potest ponere sine hoc quod sit caymotes vel praesumptuosus aliquas conclusiones in illis quaesitis praeter illas quae sunt positae a tota communitate, immo directe oppositas eis et cum certitudine satis sufficienti suo judicio. 14

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que una persona así no presenta una falsa opinión de su propio juicio, no cae en la falta a la que se aludió más arriba”. Ahora bien, yo soy una persona así”16 [R 2].

Si R1 pone especial énfasis en el hecho de que sea el propio juicio el que alcance las conclusiones de los razonamientos, sin recurrir a nada que provenga “de fuera”, R 2 parece abrir el juego a una participación a esas “personas cuyo juicio respeta”. De algún modo, las reglas se complementan: esos razonamientos ex se y no ab alio a los que una y otra vez hace mención Nicolás en R1, parecen ser la condición que se espera de aquel que luego, en R2, someta esos razonamientos a un tribunal de pares. Una verdadera discusión sólo puede tener lugar entre personas que, fideliter, presentan su propio pensamiento como fruto de un autoexamen minucioso. Ahora bien, tanto en estas reglas cuanto en la crítica mencionada en EO, 197, 39ss.17, pueden trazarse ciertos paralelismos con la caracterización agustiniana del sabio académico, pero sólo a condición de dejar constancia de que las semejanzas sólo se aplican a la pars destruens de la propuesta ultricuriana. La formulación misma de la crítica de Nicolás, tal como se puede leer en los prólogos al tratado, exige reparar con igual cuidado en su pars construens, que constituye, en definitiva, la verdadera motivación para la crítica a los así llamados “peripatéticos”. Allí se terminan las semejanzas: una vez desmantelada la alternativa peripatética, la propuesta de Nicolás de Autrecourt no se identifica con la filosofía académica, pero tampoco con el tipo de sabio que Agustín opone a los escépticos en su Contra Academicos. Un breve ejemplo permite apreciar esa distancia. Agustín parece llamar la atención sobre el hecho de que la filosofía escéptica –si es que Ibid., 183, 36ss: Igitur ad me exonerandum pono aliam regulam civilem quae est ista: omnis homo cui super aliquibus quaesitis occurrunt aliqua contraria toti communitati et tractatu habito cum aliquibus quos existimat recti judicii, stetit longo tempore quod sibi apparuerunt et adhuc apparent, potest et debet praecipue in mere speculativis manifestare fideliter suum judicium et ponere ea ut vera, sed ut consideretur in eis; et ideo, cum talis non habeat falsam existimationem de suo judicio, non incidit in illud vitium de quo supra. Nunc ego sum hujusmodi. 17 Cf. supra, n. 7. 16

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puede recibir el nombre de “filosofía”–, parece guiada por un llamado a la acción, un tipo de vida propio del sabio “académico”: “Llaman los académicos probable o verosímil lo que, sin asentimiento formal de nuestra parte, basta para movernos a obrar” (acad. 3, 11, 26)18.

Este tipo de motivación, será explícitamente cuestionada por Nicolás. La apelación al asentimiento puede funcionar muy bien en el ámbito forense –y Nicolás, hombre formado en leyes y, aparentemente, hábil en los tribunales, lo sabe muy bien19–, pero nada tiene que ver con la filosofía: “Ahora bien, en cuestiones especulativas, nuestro objetivo es el conocimiento en sí mismo, de modo que la realidad se manifieste en el alma. No es como la obediencia que se debe a la ley, en la que el objetivo no es el conocimiento, sino la acción. Allí, el legislador utiliza argumentos que pueden conseguir el asentimiento de los hombres, porque sabe que, si se da el asentimiento, sigue la acción. Pero aquí nuestro objetivo es la demostración, por lo cual no resultaría apropiado utilizar argumentos de esta índole. Mejor, intentemos buscar la verdad acerca de las cuestiones presentes en proposiciones de suyo evidentes y en la experiencia”20.

Se esconde, en estas últimas palabras, un verdadero programa filosófico del que Nicolás adelanta las líneas fundamentales: la verdad debe buscarse in propositionibus per se notis et in experimentis. Ahora bien, ¿existen garantías de éxito en esa búsqueda? Agustín, Contra Academicos, II, 11, 26: Id probabile vel verisimiles Academici vocant quod nos ad agendum sine assensione potest invitare. 19 Cf. las páginas que Kaluza dedica a reconstruir la formación en derecho civil de Nicolás y su posible influencia en su obra filosófica en Kaluza, 1995:23-31. 20 Nicolás de Autrecourt, Exigit ordo, 184, 32ss: Nunc in speculativis non quaerimus nisi ipsum scire ut res veniat in apparentia apud animam. Non est sicut in observantiis legalibus ubi quaeritur non cognitio sed opus; et ideo ibi talibus argumentis utitur legislator ut homines inducat ad assensum; nam scit quod assensu posito sequitur opus. Sed hic non quaerimus nisi evidentiam, et ideo non videtur quod dignum sit uti talibus argumentis; sed quaeramus veritatem quaesitorum in propositionibus per se notis et in experimentis. 18

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IV En su primera carta a Bernardo de Arezzo, Nicolás le reprocha que su aceptación de la tesis según la cual “el conocimiento intuitivo claro es aquel por el cual juzgamos que una cosa existe, exista ella o no” conduce a un escepticismo radical. La posición del franciscano, deudora de ciertas afirmaciones de Guillermo de Ockham, se apoya sobre la distinción entre causas naturales y causas sobreneturales. Brevemente, podría decirse que la omnipotencia divina es capaz de hacer por sí misma lo que hacen las causas subalternas. Así, alguien podría experimentar la percepción de un objeto, aun cuando ese objeto no exista realmente, puesto que la intervención divina sería capaz de generar la experiencia del objeto en el sujeto que conoce. Bernardo pretende salvar la experiencia afirmando que, de no producirse esa intervención sobrenatural, el curso natural de las cosas justifica nuestro asentimiento a la experiencia. Nicolás repara, sin embargo, que el sujeto que conoce no tiene la capacidad de discernir si se está produciendo efectivamente una intervención sobrenatural o no, puesto que desde su punto de vista, la experiencia en uno u otro caso sería la misma. Y puesto que no tiene forma de discernir si la experiencia es producida por el objeto o por la intervención divina, se concluye que no puede afirmar con certeza la existencia del objeto como causa próxima de esa experiencia. Nicolás va aún más lejos: no sólo Bernardo no puede afirmar la existencia de los objetos que percibe mediante los sentidos, sino que tampoco puede dar cuenta de sus propios actos, puesto que se requiere una segunda intención para dar cuenta de la primera, con lo cual el esquema se repite para las afecciones del alma. Por eso, concluye Nicolás, “me parece que de tu posición se siguen cosas aún más absurdas que las que resultan de la posición de los Académicos. Y por lo tanto, para evitar esos absurdos, en mis disputas en el Aula de la Sorbona, sostuve que poseo conocimiento evidente de los objetos de los sentidos y de mis propios actos”21. 21 Nicolás de Autrecourt, Prima epistola ad Bernardum, 17: Et, ut michi apparet, absurdiora sequuntur ad positionem vestram quam ad positionem Academicorum.

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Aquí resulta posible establecer claramente las diferencias que existen entre Nicolás de Autrecourt y la filosofía académica. No sólo porque califica las proposiciones de los académicos como meras absurditates, sino porque además resulta claro que Nicolás defiende la posibilidad de un conocimiento evidente cierto, a saber: los objetos de los sentidos y las propias afecciones del alma. Por cierto, la continuidad de la correspondencia con Bernardo de Arezzo –y posteriormente con Gilles du Foin, que se incorpora al debate para intentar rebatir las críticas de Nicolás a los principios aristotélicos sobre los que Bernardo hace descansar sus premisas– permiten observar hasta qué punto esa defensa de la posibilidad de un conocimiento evidente se construye a partir de premisas tan estrictas que, a fin de cuentas, lo que se gana en solidez se pierde en extensión. Es cierto que puede obtenerse un conocimiento evidente acerca del mundo, pero no es menos cierto que ese conocimiento resulta relativamente escaso22. Eso que en la correspondencia con Bernardo de Arezzo es afirmado explícitamente, el tratado ya parecía insinuarlo entre sus críticas a Aristóteles y Averroes. En efecto, en los pasajes citados más arriba y en muchos otros, resulta evidente que Nicolás opone a la actividad de los que rumian los textos aristotélicos una investigación “de las cosas” de la que es necesario dar cuenta. Y es que, una vez más, la dispersión propia de las primeras décadas del siglo XIV en las que Nicolás desarrolló su actividad universitaria, previa a la condena que pondría un súbito fin a su carrera, obligan a ser muy cuidadosos en el análisis, con el fin de evitar caer en simplificaciones. Por caso, es el tiempo de Juan Buridán como rector de la Universidad de París. ¿Acaso podría leerse este llamado ultricuriano de dirigirse “a las cosas” para alcanzar el conocimiento a partir de las proposiciones “de suyo evidentes y [a partir de] los experimentos” como una adscripción al experimentalismo buridaniano o a su teoría de la suppositio? La Et ideo, ad evitandum tales absurditates, sustinui in aula Sorbone in disputationibus quod sum certus evidenter de objectis quinque sensuum et de actibus meis. 22 Tal parece ser la conclusión de Grellard en su impresionante monografía sobre los principios que guían la teoría del conocimiento ultricuriana (cf. Grellard, 2005).

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respuesta es negativa: en cuanto a la teoría de la suposición, las últimas páginas del tratado están dedicadas a criticar las versiones más difundidas de esta teoría, la ockhamista y la buridaniana, si bien, lamentablemente, el final abrupto del único manuscrito que contiene el Exigit ordo no permite establecer una conclusión definitiva acerca de la posición de Nicolás al respecto23. Pero si algo demuestran los diversos pasajes del tratado en los que Nicolás analiza las cuestiones del movimiento, el vacío y otros problemas típicos de la física medieval, es que Nicolás de Autrecourt no era un experimentalista, en el sentido en que podían serlo los calculatores del Merton College o el propio Buridán. Ahora bien, es precisamente esta dificultad para adscribir a Nicolás de Autrecourt en las principales líneas de pensamiento de su época la que condujo a que se lo viera como un personaje del todo excepcional. En efecto, no se trata de un experimentalista, claramente no se trata de un místico, ni tampoco un averroísta. No pregona un retorno a Agustín y tampoco parece adscribir al ockhamismo: no sólo por el hecho de las críticas puntuales a los principios ockhamistas que defiende su corresponsal Bernardo de Arezzo, sino sobre todo porque, como sugiere un interesante estudio de Kaluza (1998:97-124), Nicolás de Autrecourt tampoco era un nominalista: su defensa del atomismo se combinaba con un realismo que el tratado presenta como alternativa superadora de la ontología aristotélica. ¿Cómo caracterizar, pues, la actividad filosófica tal como la entiende Nicolás de Autrecourt? Un camino posible consistiría en analizar toda su obra conservada para, a partir de sus proposiciones, trazar el perfil de filósofo que el propio Nicolás encarnó en su corta carrera universitaria. Esto exige un trabajo de largo aliento que excede el marco de esta monografía. Otro procedimiento consistiría en buscar aquellos pasajes en los que el autor hace explícito un tipo ideal de filósofo, independientemente del hecho de que, efectivamente, el propio Nicolás se haya ceñido a él en su obra. Se optará aquí por esta segunda variante. En ese sentido, contamos con un locus privilegiado para abordar la cuestión del lugar que el filósofo debe ocupar en una comunidad. 23

Cf. Nicolás de Autrecourt, Exigit ordo, 266, 28ss.

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Se trata de los prólogos a su tratado Exigit ordo. La mayoría de los estudios dedicados a la obra de Nicolás se detienen en estas páginas, no sólo por su inusual crudeza a la hora de criticar a Aristóteles y a sus epígonos, sino también por el curioso hecho de que, a falta de una breve introducción, el tratado ultricuriano presente dos prólogos, el primero de los cuales presenta, a su vez, dos secciones claramente diferenciadas. Así, si hubiera que caracterizar cada una de estas tres maneras diversas de encarar la presentación de su magnum opus, podría hablarse de una primera parte del primer prólogo en el que se manifiesta la intención del tratado, una segunda parte del primer prólogo en el que se ofrece su justificación, y un segundo prólogo que establece la metodología. A su vez, el hecho de que muchas de las proposiciones condenadas de Nicolás de Autrecourt hayan sido extraídas precisamente de estos prólogos, antes que de los diversos capítulos del tratado propiamente dicho, es un detalle más que justifica que se les haya dispensado tanta atención en la bibliografía dedicada a su vida y a su obra. Ahora bien, el interés excesivo dedicado a la primera parte del prólogo, en el que se manifiesta la intención del tratado, suele relegar a un segundo plano el prólogo segundo, de corte netamente metodológico. Y si en el primero se privilegiaban las virtudes morales que debe cumplir el filósofo, y los correspondientes –y aparentemente frecuentes– vicios de los que debía apartarse, en el segundo la preocupación pasa a ser otra: no se trataría, pues, de definir a los buenos filósofos, sino a los verdaderos. Desde ya, no es necesario remitirse a las sentencias medievales respecto de los trascendentales para comprender que ambas definiciones están estrechamente relacionadas. Si ens et verum convertuntur y, a la vez, ens et bonum convertuntur, es claro que hay una transitiva equivalencia entre bonum y verum. Pero si una lectura que se detenga exclusivamente en el primero de estos términos puede conducir a una caracterización del filósofo ultricuriano como un hombre que desprecia la vana curiositas de los maestros de la universidad en aras de un bien mayor que reside en el ámbito de la fe y la ley cristiana, una correcta lectura de la metodología propia del verus philosophus nos devuelve inequívocamente a la París de la Vico Straminum: el ámbito natural del verdadero filósofo sigue siendo, para Nicolás, el de la disputa universitaria.

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El propio Nicolás lo explicita en ese segundo prólogo: “[existen] maestros que, en sus cuestiones, de diez razones apenas resuelven completamente una, pero en favor de la proposición mayor o bien de la menor solamente alegan un dicho de Aristóteles o de su Comentador; las cuales, con todo, tal como aparecen en sus cuadernos, no son conocidas a partir de los términos, ni son tales que el intelecto asiente a ellas naturalmente, ni son algo que experimentemos en nosotros. En todas estas cuestiones y en otras similares vio mi mente que se encontraba el error y un no pequeño engaño, por lo cual, conducido por el celo de la caridad, creí que debía acudir en auxilio de su opinión. Sabe Dios que no es por amor a la gloria, sino porque creo que por medio de la investigación a partir de los principios reinará la verdad en el alma y no habrá más lugar para la falsedad”24.

Una vez más, Nicolás parece explicitar su programa: el camino para alcanzar la verdad es el de la investigación, caracterizada “científicamente”: el verdadero filósofo debe proceder per inquisitionem ex principiis.

V A modo de conclusión, podría decirse que una lectura cuidadosa de los prólogos del tratado Exigit ordo sugiere que el perfil de filósofo que Nicolás parece promover es uno más cercano a aquella descripción de la filosofía como scientia, si bien con reservas: las críticas a la práctica 24 Nicolás de Autrecourt, Exigit ordo, 198, 3ss: Tertium signum est in docentibus qui in suis quaestionibus de decem rationibus vix unam plenarie resolvunt, sed solum pro majori propositione vel minori allegant dictum Aristotelis seu ejus Commentatoris, ubi tamen propositiones sicut appareret eorum quaternos intuenti nec sunt notae ex terminis nec de his sunt quibus assentit naturaliter intellectus nec est aliquod quod experimur in nobis. Haec omnia et plura talia vidit animus meus in quibus esse errorem arbitratus et deceptionem non modicam, quocirca caritatis zelo ductus opinioni eorum succurendum existimavi. Scit Deus non amore gloriae, sed quia credo quod per inquisitionem ex principiis regnavit veritas in anima et amplius non erit locus falsitati.

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filosófica profesional de su tiempo es lo suficientemente explícita como para impedir que su nombre sea asociado a otras corrientes más claramente identificadas con esta tradición. A su vez, podría discutirse en qué medida los principios que guían la práctica profesional ultricuriana –principios que, en tanto tales, deben por definición caer fuera del ámbito propio de la scientia– no se encuentran pre-determinados por una idea del Bien que se identifica con la lex christiana. Sin embargo, como se pretendió mostrar en este trabajo, no resulta sencillo asociar sin más a Nicolás con una tradición que promueve la definición de philosophia ancilla theologiae: en ese sentido, Nicolás de Autrecourt es un típico exponente de una época en la que la filosofía conquistaba paulatinamente su independencia y abandonaba su papel meramente propedéutico. Pero, también, de un tiempo que todavía era profundamente medieval: las constantes referencias a la lex christiana en los prólogos del tratado no son meros recursos retóricos para evitar la condena episcopal –la excusatio vulpina fue otra de las acusaciones a Nicolás por parte de las autoridades eclesiásticas–, sino afirmaciones que ponen de relieve en qué medida la esfera de la scientia philosophia, aún siendo independiente, formaba parte de un universo ordenado en el que el Bien era la medida de todas las cosas, la propia scientia incluida. Las encendidas discusiones de la correspondencia con Bernardo de Arezzo, en cualquier caso, demuestran la medida en la que los propios filósofos de esta primera mitad del siglo XIV eran de algún modo conscientes de la tensión existente al interior de ese programa25. En el caso de Nicolás de Autrecourt, esa tensión parece resolverse en una filosofía Mutatis mutandis, se trata de la misma tensión tantas veces referida en el ámbito de la filosofía política en la Edad Media: si la vida terrena es un tránsito a la vida eterna, ¿cómo no esperar que las autoridades eclesiásticas se inmiscuyan en los asuntos terrenales, en los que puede decidirse la salvación de los fieles? No es muy distinto lo que ocurre en el ámbito científico: ¿puede la filosofía aspirar a una verdadera autonomía? Si la scientia es parte del plan divino, ¿se puede dejar de lado el mandato de la fe en una investigación que se reclama puramente racional? La respuesta excede el presente trabajo, pero permanece en el horizonte en tanto incide de algún modo en la caracterización del verus philosophus. Cf. al respecto el interesante trabajo de Max Lejbowicz y su interpretación del artículo 175 de la condena de 1277 (Quod lex christiana impedit addiscere) (Lejbowicz 1997:203-229). 25

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autónoma, de carácter científico (per inquisitionem ex principiis), pero fundamentalmente antidogmática (non determinado sed dubitando inquiretur). Ese antidogmatismo parece ser la característica fundamental del filósofo: “el verdadero filósofo, para apartarse del camino del vulgo, no debe aceptar ciertas cosas por delante de sus principios sólo porque sean famosas”26.

La via del verus philosophus corre igualmente alejada tanto del escepticismo cuanto del dogmatismo de las escuelas, y su fidelidad a la lex christiana se manifiesta entonces en el apego a esa vía. Bibliografía Agustín (1971). Contra Academicos (en Obras filosóficas, III). Madrid. BAC. Autrecourt, N. (2001). Correspondance. Articles condamnés (texte latin établi par L.M. de Rijk, Introduction, traduction et notes par Ch. Grellard). París. Vrin. Autrecourt, N. (2009). Il “Trattato” (traduzione, introduzione e note a cura di Antonella Musu). Firenze. Edizioni ETS. Bianchi, L. y R andi, E. (1990). Le verità dissonanti. Aristotele alla fine del Medioevo. Bari. Laterza. Caroti, C. y Grellard, C. (Eds.) (2006). Nicolas d’Autrécourt et la faculté des arts de Paris (1317-1340). Cesena. Stilgraf. Grellard, C. (2002). “Le statut de la causalité chez Nicolas d’Autrecourt”: Quaestio, 2, 267-289. Grellard, C. (2004). “Comment peut-on se fier à l’experience? Esquisse d’une typologie des réponses médiévales au problème sceptique”: Quaestio, 4, 113-135.

26 Ibíd., 197, 37ss.: Verus philosophus viam vulgi deserens non debet accipere aliqua pro principiis eo quod famosa sint.

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Grellard, C. (2004). “Les présupposés méthodologiques de l’atomisme: la théorie du continu chez Nicolas d’Autrécourt et Nicolas Bonet”: Ídem (Ed.) (2004). Méthodes et statut des sciences à la fin du moyen âge. Lille. Presses Universitaires du Septentrion, pp. 181-199. Grellard, C. (2005). Croire et savoir. Les principes de la conaissance selon Nicolas d’Autrécourt. Paris. Vrin. Grellard, C. (2007). “Scepticism, Demostration and the Infinite Regress Argument (Nicholas of Autrecourt and John Buridan)”: Vivarium, 45, 328-342. K aluza, Z. (1995). “Nicolas d’Autrécourt, ami de la vérité”: Histoire littéraire de la France, XLII, 1. París. Académie des Inscriptions et Belles Lettres. K aluza, Z. (1997). “Voir: la clarté de la connaissance chez Nicolas d’Autrécourt”: Micrologus V-1: la visione e lo sguardo nel Medioevo, 89-105. Kaluza, Z. (1998). “Les catégories dans l’Exigit Ordo. Étude de l’ontologie formelle de Nicolas d’Autrécourt”: Studia Mediewistyczne, XXXIII, 97-124 K aluza, Z. (2000). “Eternité du monde et incorruptibilité des choses dans l’Exigit Ordo de Nicolas d’Autrécourt”: Alliney, G. y Cova, L. (2000). Tempus, aevum, aeternitas. La concettualizzazione del tempo nel pensiero tardomedievale. Firenze. LS Olchski. K aluza, Z. (2004). “La convenance et son rôle dans la pensée de Nicolas d’Autrécourt”: Grellard, C. (Ed.), Méthodes et statut des sciences à la fin du moyen âge. Lille. Presses Universitaires du Septentrion, pp. 83-126. Lejbowicz, M. (1997). “Logique, mathématiques et contre-acculturation dans l’Université Médiévale”: Caroti, S. y Souffrin, P. (Eds.) (1997). La nouvelle physique du XIVe siècle. Firenze. Olschki, pp. 203-229. O’Donnell, J.R. (1939). “Nicholas of Autrecourt”: Mediaeval Studies, 1, 179-280 (primera edición del Exigit ordo, junto a la quaestio “Utrum visio

alicuius rei naturalis possit naturaliter intendi”).

Porro, P. (1994). “Il Sextus latinus e l’immagine dello scetticismo antico nel Medioevo”: Elenchos, 2, 229-253.

Sobre strix hispánica. Demonología cristiana y cultura folklórica en la España moderna1. Unas notas de aproximación Santiago Francisco Peña UBA – Buenos Aires

Tal vez exista ya la distancia suficiente como para calibrar el peso historiográfico de los estudios sobre la demonología renacentista. Actualmente, diversos historiadores continúan la propuesta de estudiar el discurso demonológico como un elemento central para pensar el espectro temporal que comunica la baja Edad Media con el otoño del Antiguo Régimen. Si es posible, entonces, reconocer al día de hoy la existencia de una escuela demonológica (la revista Magic, Ritual and Witchcraft, que vio la luz en 2006, es una firme materialización), mucho debe ésta a Stuart Clark y su cálida impresión de estar pensando con demonios, que, mucho más que –en tanto obra– un verdadero ejemplo de cómo descubrir una causalidad autónoma en el seno de un discurso, es también una exhortación a sumergirse en los derroteros mentales de un mundo acosado por el orden preternatural. De 1997 (momento de publicación de Thinking with Demons) a 2009, numerosos trabajos han seguido aquella línea, reconociendo en el discurso demonológico una generosa puerta de entrada para acercarse a las dimensiones culturales, sociales, políticas y epistemológicas que configuran la temprana modernidad. Autores como Armando Maggi, Walter Stephens, Michael Bailey, Hans Peter Broedel, Alison Rowlands, Alain Boureau, Isabel Iribarren, Peter Maxwell Stuart, Diane Purkiss, Malcolm Gaskill y Tamar Herzig, entre otros, se concentraron en los últimos años en diseccionar el problema: reconocer sus orígenes, reconstruir la dimensión contextual que le da sentido, arriesgar hipótesis 1 Campagne, F.A. (2009). Strix hispánica. Demonología cristiana y cultura folklórica en la España moderna. Buenos Aires. Prometeo, 387 pp.

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acerca de su real importancia, describir sus manifestaciones materiales. Campagne es un activo representante de esta joven tradición, y así lo demuestra mediante su prolífica producción científica, que no ha cesado desde que presentara a mediados de la década de 1990 sus primeros trabajos referidos al problema. Strix contribuirá a engrosar esta perspectiva, tal como lo hicieron sus libros anteriores sobre las interacciones con el orden preternatural: Homo catholicus. Homo superstitiosus –que no es sino su tesis de doctorado con ligeras modificaciones, defendida en la Universidad de Buenos Aires en 1999, publicada en el año 2002– y su edición comentada del Tratado de supersticiones y hechicerías de Martín de Castañega –su tesis de licenciatura defendida en 1994, publicada por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (donde se desempeña actualmente como profesor regular adjunto de Historia Moderna) en el mismo momento en que Oxford publicaba la opus magna de Stuart Clark. La antecedentes historiográficos se remiten a unas pocas décadas atrás: una vasta bibliografía sobre el problema de la caza de brujas asumió el desafío planteado por el “giro copernicano” operado en la década de 1960 gracias a los trabajos de Carlo Ginzburg, Hugh TrevorRoper y Robert Mandrou que, aunque proponiendo enfoques disímiles, dieron el impulso para el gran florecimiento de los 70, cuando aparecieron obras fundamentales como aquellas de Keith Thomas, Alan Macfarlane, Michel de Certeau, Hans Christian Erik Midelfort, Sidney Anglo, Jeffrey Burton Russell, Norman Cohn, William Monter, Alfred Soman, Robert Muchembled, Richard Kieckhefer y Edward Peters. Pasada una transición en los 80, momento en que Gustav Henningsen, Christina Larner, John Putnam Demos y Emmanuel Le Roy Ladurie sostuvieron el problema sobre la superficie, en la década de 1990 una nueva generación de historiadores supo enriquecer la investigación a través de aproximaciones interdisciplinarias a los estudios de género, el folklore, el análisis de discurso, el psicoanálisis y la historia del arte. Se destacaron en aquellos años, además del ya mencionado Clark, autores como Wolfgang Behringer (director de la monumental Encyclopedia of Witchcraft, publicada en 2006, al igual que la revista Magic recién mencionada), Brian Levack, Gábor Klaniczay, Eva Pócs, Bengt Ankarloo,

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Pierrette Paravy, Lyndal Roper, Sophie Houdard, Fernando Cervantes, James Sharpe y Robin Briggs. Pero Campagne nos recuerda que el problema no es tan flamante como parece, y he aquí una de las originalidades de Strix, porque se propone rescatar del olvido la prehistoria hermenéutica sobre la caza de brujas. El libro comienza, entonces, con una recuperación del “debate olvidado” del siglo XIX, cuyo clivaje distingue posturas positivistas y románticas en torno al interrogante acerca del origen del estereotipo del sabbat. En primer lugar, Campagne enumera cuatro escuelas fundamentales en el siglo XX, que deben mucho al romanticismo decimonónico: por un lado, quienes creían en la “realidad efectiva del mal encarnado por la sociedad de las brujas” (el exponente paradigmático sería el excéntrico sacerdote Montague Summers); una segunda teoría se apoyaba en Michelet y su propuesta de que existió efectivamente un culto satánico entre las clases oprimidas por el feudalismo, quienes se habrían inclinado por adorar en secreto al mismísimo diablo, enemigo del dios de sus explotadores; otra postura, que en algún momento fue canónica gracias al eficaz despliegue referencial de Margaret Murray, arriesgó que, donde las clases instruidas creyeron ver un complot urdido por el diablo para destruir a la cristiandad, había, en realidad, un culto de origen prehistórico que habría sobrevivido clandestinamente a la imposición del cristianismo, por lo que la represión judicial, viendo al diablo en lugar de aquella divinidad pagana adorada por estos fieles atávicos, habría sido producto de un “malentendido cultural”; por último, una cuarta escuela, cuyo representante principal es Ginzburg (y cuenta con un ilustre antecedente en el abate ilustrado Rovereto Girolamo Tartarotti –esto lo descubre Strix), quien viene planteando desde 1966 que fue la supervivencia de complejos folklóricos arcaicos, siempre en el campo del mito (a diferencia de Murray, que proponía la existencia de un rito efectivo), demonizados y perseguidos por la alta cultura teologal, el principal elemento constituyente del estereotipo del sabbat. Sin embargo, Campagne recuerda que las líneas fundamentales de esta cuatripartición ya habían sido trazadas en los siglos XVIII y XIX. Aquí comienza, entonces, un frondoso apartado referido a la génesis de estas escuelas. El comienzo, está, no obstante, en las antípodas de

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cualquiera de ellas: es dentro del paradigma racionalista que se plantean las primeras teorías sobre la witch-craze. Esta línea, tibia en el siglo XVIII (por el cuidado de los creyentes escépticos en no desacreditar el paradigma demonológico en su conjunto y el cínico entusiasmo que les provocaban a los ilustrados las supersticiones de sus primitivos antecesores), se hizo fuerte en el siglo XIX de la mano del análisis de nueva documentación y de hombres como Georg Conrad Horst, Jules Garinet, Johan Grässe, Wilhelm Gottlieb Soldan (quien impusiera el término witch-craze) y sus “herederos” Henry Charles Lea, George Lincoln Burr y Joseph Hansen, quienes consideraban que la brujería era producto de las retorcidas mentes de los zelotes religiosos que la condenaban. La participación de la cultura vernácula en la conformación del estereotipo era considerada, si no nula, al menos mínima. Ahora bien, el siglo XIX, como decíamos, también fue el siglo en que se dieron las primeras interpretaciones románticas del fenómeno, especialmente en Alemania. Partiendo de Kart Ernst Jarcke, para quien la brujería temprano moderna era “el remanente degradado de la antigua religión pagana de los germanos que había logrado sobrevivir en el seno de las clases populares”, no tardaron en aparecer continuadores como Franz Josef Mone, Joseph von Görres y el célebre Jacob Grimm, quienes sostuvieron y enriquecieron esta teoría, acompañada de una meticulosa recuperación escrita de tradiciones rurales arcaicas. Advertido este último punto sobre la “escuela romántica”, se comprende que sería imposible percibir las huellas de aquel debate diferido sin detenerse antes en el segundo enunciado del título: “cultura folklórica”. En Strix, el sustrato real del complejo mítico, relegado por los historiadores racionalistas a la “mera extravagancia” (como alguna vez Trevor-Roper se refirió a las ansiedades objetivadas de los hombres temprano modernos), o, en el mejor de los casos, al campo de la antropología y la etnografía, se vuelve un elemento central para comprender su construcción en la narración histórica. Por eso, honrando el verdadero exorcismo al romanticismo que hizo Ginzburg a través del caso de i benandanti y su posterior decifrazione del sabbat, en este trabajo se apreciará toda la fuerza de una cultura subterránea sin límites precisos que fue tan determinante como el discurso erudito en la constitución del

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crimen imaginario de la secta de herejes más poderosa y universal que jamás haya enfrentado la cristiandad occidental: la brujería. Pero la exposición de un tema común no ha dejado de advertir mutaciones espaciales y temporales: la caza de brujas no fue igual en el siglo XV que durante sus últimos estallidos significativos en el siglo XVII; y la diversidad se enriquece en cuanto son las fronteras geográficas las que se imponen. Campagne, en pos de su objetivo (“contribuir a desentrañar las relaciones existentes entre demonología cristiana y cultura folklórica en un escenario específico y en un período determinado”), se ha concentrado en el caso español, donde la demonología radical temprano moderna permaneció en los márgenes del discurso oficial. Un interrogante se impone: ¿cómo se puede apreciar el valor de la demonología en una cultura que la relega a la periferia? En Homo catholicus, la respuesta ofrecida fue novedosa: en la España temprano moderna –por motivos que aún permanecen en el plano de lo hipotético– el éxito que no tuvo la apostasía preternatural colectiva sí lo tuvo la noción de superstitio, una lítote de aquel artefacto teológico-folklórico llamado aquelarre. Sin embargo, el título de este nuevo libro advierte que la figura de la bruja no permaneció ausente: existe una strix hispánica que merece ser analizada en tanto modelo sui generis. Desde un principio, Campagne señala dos características distintivas de la bruja española: el infanticidio como ocupación exclusiva y la relativa ausencia del sabbat y la idea de complot que aquella reunión nocturna implica. Respecto al primer elemento, en el libro se detallan las múltiples referencias al asesinato de niños en la cultura folklórica ibérica que habrían configurado este estereotipo, cuya diferencia principal con los espacios culturales que sí adoptaron la noción de crimen colectivo es que la elite teologal nunca aportó el corpus demonológico que habría transformado a esta hechicera en miembro de una gran conspiración satánica. Pero la exclusividad del complejo mítico de la bruxa se diluye en tanto Campagne percibe que éste se asemeja a extendidos mitos del imaginario popular paneuropeo como el demonio infanticida, el aparecido-vampiro, el cortejo de las hadas y el espíritu de la pesadilla, todos –según la teoría de Claude Lecouteux– avatares específicos de la arcaica mitología del Doble.

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El Doble es, para el argumento del texto, un elemento clave, pues en aquella creencia estaría el denominador común de estas figuras preternaturales que acosan a los hombres modernos y cuyo origen puede rastrearse en un fenómeno aún más amplio de carácter indoeuropeo. Campagne recuerda que, para la mentalidad arcaica, el alma es una entidad múltiple, por lo que, tras la muerte de un cuerpo, el Doble espiritual se libera y se constituye en un otro-yo físico que se manifiesta en la realidad como un ser material. En el poder de esta mitología se encontraría, entonces, la explicación para entender que la figura de la bruja-como-demonio-nocturno haya sobrevivido hasta nuestros días, teniendo en cuenta que logró mantener su individualidad incluso durante el apogeo del estereotipo del aquelarre. Por eso, la conclusión de esta “arqueología de la bruja” es que la bruja al oeste de los Pirineos no es sino un avatar regional del mahr, una de las manifestaciones del Doble, especializado en el acoso nocturno y el infanticidio. Aún así, el análisis sería incompleto sin la referencia a otro de los complejos míticos de la península ibérica: el saludador, personaje que, aunque trabajado en Homo catholicus, en el plan de Strix adquiere un rol heurístico fundamental. Aquí, a diferencia de la manifestación hispánica de la figura de la bruja, Campagne resalta que nos enfrentamos con una originalidad sin parangones en otras regiones fuera de la península ibérica. Nuevamente, el método comparativo se impone: ¿es posible encontrar vínculos entre los saludadores, los chamanes, la mitología del Doble y los sistemas arcaicos de posesión? La respuesta es desalentadora: estas creencias sólo describen aspectos tangenciales del fenómeno y convertirlas en categorías (especialmente la de “chamanismo”) es una práctica que merece más precaución por parte de las ciencias sociales y su tendencia a establecer generalidades. Pero parece que la solución está al alcance de la mano al observar que muchas de las características principales de los saludadores se encuentran en un arcaico fondo de creencias mediterráneas donde se fusionaron la inmunidad ante animales venenosos y el culto a los santos. Y aún más todavía: el saludador parece responder a la imagen de los cunning-men o wise-folk paneuropeos, cuya traducción al castellano es dificultosa, pues eran no sólo sanadores y herbolarios, sino que también incluían entre sus facultades el poder de

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adivinar, exorcizar, detectar brujas y neutralizar maleficios. Así, Campagne considera que es posible hablar, en el caso de los saludadores, de “cunning-men ibéricos”. Por último, Strix aborda un aspecto que termina de completar el rompecabezas: ¿cuáles son las interacciones de estos complejos míticos de larga data con la mentalidad temprano moderna, donde “el temor a confundir significantes y a malinterpretar significados adquiere […] características patológicas”? Campagne refiere a la idea de que las originalidades de la figura dinámica del saludador desafiaron las herramientas hasta el momento ofrecidas por una elite teológica poco permeable a los postulados más radicales de la demonología (el modelo agustiniano de superstición y el pragmático método de discernimiento de espíritus). Por eso, la respuesta no fue una inmediata demonización de sus prácticas (aunque haya habido firmes intentos en esa dirección –los de Pedro Ciruelo y Francisco de Vitoria, por ejemplo, quienes con sus teorías ad hoc acerca del merecimiento de la gracia rozaron ciertas proposiciones donatistas), pero tampoco una legitimación sin condiciones: si estos cunning-men no eran ni agentes demoníacos ni santos, ¿qué eran? y ¿cuál era la respuesta correcta por parte de los agentes de la ortodoxia? Para responder estos interrogantes, en el último capítulo se plantean las estrategias seguidas por los representantes de la religión oficial para “capturar el significante”. Por un lado, Campagne propone una pista ya considerada en Homo catholicus como mecanismo de aculturación: la mímesis fue el camino seguido por muchos párrocos para “reducir el desafío de la otredad”, intentando reconquistar así el monopolio de lo sagrado en las áreas rurales, a veces tan superficialmente cristianizadas que algunos autores –con quienes Campagne acuerda en términos generales– han hablado de una recristianización de Europa durante el Renacimiento. Los resultados de esta estrategia de apropiación clerical se demostrarían más bien modestos, pero no es baladí que la propia Inquisición haya recurrido este procedimiento al intentar apropiarse del complejo del saludador –como lo demuestra el Santo Oficio portugués en 1609 con el documento Dos Saludadores, en el que el mismísimo Dios de los cristianos es considerado como el saludador por antonomasia. En definitiva, la Inquisición lusitana creó su propio estereotipo: un

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saludador que respondía a las exigencias morales de Trento y que poco tenía que ver con los numerosos cunning-men que recorrían la península sanando enfermedades, detectando brujas y ostentando prodigios. La solución fue, entonces, de compromiso: cada caso debía ser analizado individualmente, evidenciando una vez más el fracaso de los teólogos temprano modernos en su intento de imponer un sistema objetivo de discernimiento. En síntesis, Strix es una contribución valiosa al campo historiográfico en que se inscribe y a la narrativa histórica en general. Las dos partes que lo constituyen aportan, cada una, un elemento original. En primer lugar, el debate olvidado es arqueológicamente recuperado del silencio para reconocer el verdadero lugar de la lectura romántica de las objetivaciones demonológicas, paradigmática en nuestros días, lejos de las observaciones revolucionarias de Michelet y de las efectistas inferencias de Murray. Por otro lado, y en relación con el consenso historiográfico que hoy admite la existencia de una fluida comunicación entre las elites culturales y los sectores subalternos, los complejos míticos ibéricos son debidamente historizados, desde sus orígenes hasta sus metamorfosis diacrónicas y su papel en las guerras semióticas de la modernidad temprana. Si la decifrazione del discurso supersticioso se mostró sugestiva en 2002 para acercarse a la particular apropiación del discurso demonológico en la España moderna, aquí se percibe un paso más en esa dirección, sólo que ahora el desafío es planteado vis-à-vis a la demonología y a su propensión a buscar afinidades electivas en la cultura folklórica y resignificarlas.

Apuntes sobre la teología mística de la iglesia de oriente. A propósito del trabajo de Vladimir Lossky1 Julián Barenstein UBA – CONICET Buenos Aires [email protected]

En Teología mística de la Iglesia de Oriente, Vladimir Lossky (1903-1958), uno de los teólogos más brillantes de la Iglesia Ortodoxa, recorre y examina todos los elementos fundamentales de la teología del cristianismo oriental, desde la concepción de las tinieblas divinas –un punto cenital propio de esta tradición– hasta su objetivo final: la unión con Dios. En pro de ello recurre a un sinnúmero de autores de cuyo arco temporal se despliega entre primeros los tiempos de la Iglesia de Oriente y principios del s. XX (pseudo Dionisio Areopagita, Clemente de Alejandría, Gregorio de Nisa, Gregorio Nacianceno, Gregorio Palamas, Atanasio, Dionisio de Alejandría, Juan Damasceno, Teodoreto de Ciro, Simeón el nuevo teólogo, Basilio, Máximo el confesor, Gregorio de Tesalónica, Marcos de Éfeso, Cirilo de Alejandría, Ireneo, Filareto de Moscú, Leoncio de Bizancio, Nicolás Cabásilas, Tikhon de Voronej, Filoteo de Constantinopla y el P. Florensky entre otros), a los que compara o contrapone con otros –tanto filósofos como teólogos– de Occidente (Platón, Aristóteles, Orígenes, Plotino, Agustín, Pedro Lombardo, Tomás de Aquino, Juan Escoto Erígena, Paracelso, Fourier, Comte, y Jacob Boehme, por mencionar a los más célebres), siguiendo la premisa de que la Iglesia Ortodoxa no sería lo que es si no hubiese existido una tradición de la Iglesia Romana y viceversa, y que juzgar una y otra Iglesia desde un terreno neutral sería juzgar el cristianismo como no cristiano.

1 Lossky, V. (2009). Teología mística de la Iglesia de Oriente. Barcelona. Herder, 207 pp.

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El texto de este verdadero manual de teología mística se articula en doce capítulos. El primero, “Teología y mística en la tradición de la Iglesia de Oriente”, más allá de constituir una introducción general al tema, precisa una serie de conceptos que el lector debe tener en mente en lo sucesivo. Uno de los principales es el de “teología mística”, el cual –según Lossky– designa una espiritualidad que expresa una actitud doctrinal en donde la experiencia mística sería la fructificación personal del contenido de la fe común, mientras que la teología, una expresión, para pública utilidad, de lo que puede ser experimentado por cada uno. El autor presenta en este capítulo todas las cuestiones que se plantean acerca del Espíritu Santo, de la Trinidad, de la Iglesia, y de la Gracia, como girando en torno a un mismo núcleo místico: la unión con Dios. En el segundo capítulo, “Las tinieblas divinas”, Lossky explica, partiendo de los escritos del pseudo Dionisio, las dos vías teológicas posibles: la que procede por afirmaciones (“teología catafática” o “positiva”) y, la que lo hace por negaciones (“apofática” o “negativa”), que es la propia de la teología mística. Se trata de la vía imperfecta que conduce a un cierto conocimiento de Dios y de la perfecta, que lleva a la ignorancia total respectivamente. La perfección de esta última radica en que, por estar más allá de lo existente, revela a Dios como incognoscible por naturaleza, y, por consiguiente, establece que para acercarse a Él hay que negar todo lo que no es Él, de modo tal que procediendo por negaciones, el hombre logre elevarse gradualmente hasta la cima del ser, abandonando al mismo tiempo todo lo que puede ser conocido para acercarse a lo desconocido en las tinieblas de la ignorancia absoluta. No se trataría de una rama de la teología, de un capítulo o de una introducción inevitable sobre la incognoscibilidad de Dios tras la cual se pasa a la exposición de la doctrina en los términos habituales, propios de la razón humana y de la filosofía que el autor llama “vulgar”. Por el contrario, el apofatismo enseñaría a ver los dogmas de la Iglesia en un sentido negativo, una suerte de prohibición al pensamiento en su afán por seguir vías naturales y formar conceptos que reemplacen las realidades espirituales. El tercer capítulo, “Dios-Trinidad”, aborda el misterio de la Trinidad, fundamento inconmovible de todo el pensamiento religioso cristiano, para expresar el cual, los padres del s. IV –un siglo trinitario

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por excelencia– se sirvieron de los términos ousía e hypóstasis (tres hipóstasis o personas que conforman una unidad desde el punto de vista de la ousía). En la exposición del dogma trinitario –explica Lossky– el pensamiento oriental hace un camino inverso al occidental: parte de las personas para considerar a continuación la naturaleza única. El cuarto, “Energías increadas”, da cuenta de las dýnameis o energías por las que Dios procede en el exterior: no son Dios en su esencia, pero al ser inseparables de la esencia divina, dan testimonio de la unidad del ser simple de Dios. Estas energías revelan los nombres innumerables de Dios (Sabiduría, Vida, Poder, Justicia, Amor, Ser, Dios, etc.), aunque también enseñan que muchos de ellos siempre permanecerán desconocidos para los hombres, puesto que el mundo no puede contener la plenitud de la manifestación divina que se revela en las energías, fundamento de toda experiencia mística. En el quinto, “El ser creado”, se presenta la creación como una obra de voluntad y no innata que supone el paso del no-ser al ser. Puesto que esta tradición considera que todo está así contenido en el Lógos –segunda persona de la Trinidad–, primer principio y el fin último de todas las cosas creadas, y que por él ha creado el Padre todas las cosas, el universo, junto con el hombre, ha sido creado para ser deificado: está llamado a entrar en la Iglesia de Cristo para ser transformado, después de la consumación de los siglos del reino eterno de Dios. En el sexto, “Imagen y semejanza”, se desarrolla precisamente esta idea que lleva por título. La misma implica una comunión con Dios que supone la Gracia, en donde la imagen es una virtud que se extiende a toda la raza entera, que ni aun el pecado de Adán puede destruir; aunque haya dividido a los hombres, éstos en cuanto género siguen compartiendo una sola naturaleza. El séptimo, “Economía del Hijo”, da cuenta de que solo Dios puede revertir los efectos del pecado de Adán y devolver al hombre la posibilidad de la deificación. No hay necesidad natural en la encarnación y la pasión, se trata de una obra de la voluntad, un misterio del amor divino en donde la humanidad de Cristo completa la manifestación de la Trinidad.

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En el octavo, “Economía del espíritu Santo” se estudia cómo lo que en la tradición de Oriente es común al Padre y al Hijo es la divinidad que el Espíritu Santo comunica a los hombres en el seno de la Iglesia haciéndolos partícipes de la naturaleza divina, una vez convertidos en miembros de Cristo. El Espíritu Santo –sigue el autor– fue enviado a la Iglesia en nombre del Hijo, hay pues que llevar el hombre al Hijo, ser miembro del cuerpo, para recibir el Espíritu Santo, el cual se encuentra presente en cada uno de los que lo reciben, como si no fuera comunicado más que a él solo con un sello de relación personal y única con la Trinidad. En el noveno, “Dos aspectos de la Iglesia”, se desarrolla la misión de las dos personas divinas enviadas al mundo. Se trata de dos funciones diferentes aunque el Hijo y el Espíritu Santo cumplen en la tierra una obra idéntica: crear la iglesia en la que se hará la unión con Dios. Por una parte, es necesario estar unido al cuerpo de Cristo para recibir la gracia del Espíritu Santo: todas las condiciones para alcanzar la unión con Dios se dan en la Iglesia (asimilada a menudo por los padres griegos al paraíso terrestre). Por otra, en la Iglesia, por medio de los sacramentos, la naturaleza humana entra en unión con la naturaleza divina en la hipóstasis del Hijo, cabeza del cuerpo místico. La iglesia se presenta así como la realización de la economía trinitaria y como una revelación del Padre en la obra del Hijo y del espíritu Santo. En el décimo, “Vía de unión”, el autor explica que la deificación o theósis de las criaturas se realizará en su plenitud en el siglo futuro, después de al resurrección de los muertos. A pesar de ello, desde aquí abajo, es preciso que esa unión deificante se efectúe cada vez más, cambiando la naturaleza corruptible y corrupta y adaptándola a la vida eterna. Si bien Dios ha dado a la Iglesia todas las condiciones objetivas (todos los medios para alcanzar ese fin), es necesario que el hombre produzca las condiciones subjetivas necesarias, pues la unión se realiza en la synergéia, es decir, en una cooperación del hombre con Dios. Este lado subjetivo de la unión con Dios está constituido por la vida cristiana. En suma, todas las condiciones necesarias para alcanzar ese fin último se dan a los cristianos en la Iglesia. Pero la unión con Dios no es el fruto de

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un proceso orgánico e inconsciente: se realiza en las personas por causa del Espíritu Santo y la propia libertad. En el undécimo, “La luz divina”, Lossky describe la luz o iluminación como el carácter visible de la divinidad, de las energías o de la gracia en la que Dios se da a conocer. No se trataría de una luz de orden intelectual, como a veces lo es la iluminación del intelecto tomada en sentido alegórico y abstracto. Tampoco es una realidad de orden sensible. Esta luz colma al mismo tiempo los sentidos y la inteligencia, revelándose al hombre entero y no solo a una de sus facultades. Para ver la luz divina con los ojos corporales como la vieron los discípulos de Cristo en el monte Tabor, hay que participar de dicha luz, ser transformado por ella en mayor o menos medida. La experiencia mística supone, pues, un cambio de naturaleza, su transformación por la gracia en donde el cuerpo no debe ser un obstáculo en la experiencia mística: la luz colma la persona humana que ha llegado a la unión con Dios; no es ya un éxtasis (un estado pasajero que arrebata, que saca al ser humano de su experiencia habitual), sino una vía consciente en la luz, en la comunión incesante con Dios. La luz divina se convierte en principio de la consciencia: en ella cada uno conoce a Dios y se conoce a sí mismo. En el último, “El festín del Reino”, el autor se ocupa de los dogmas de fe sobre la Encarnación, explicando que si bien están presentes tanto en la tradición de Oriente como en la de Occidente, en cuanto a los dogmas más interiores (los más misteriosos) no hay comunidad entre la Iglesia de Roma y las de Oriente. El cambio de espíritu, la metanóia, es arrepentimiento. En la vía apofática de la teología oriental es el arrepentimiento ante la faz del Dios vivo. Sin Él, los dogmas serían, o bien, verdades abstractas, autoridades exteriores, impuestas desde el exterior a una fe ciega, o bien, razones contrarias a la razón, recibidas por obediencia y adaptadas luego a nuestro entendimiento en lugar de ser misterios revelados, principios de un conocimiento nuevo que se abre ante el hombre y adapta su naturaleza a la contemplación de las realidades que sobrepasan a cualquier entendimiento humano. Es por ello que –remata Lossky– la actitud apofática en su conjunto es un homenaje rendido incesantemente al Espíritu Santo.

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Como apéndice de este trabajo sumamente esclarecedor, de gran interés para el estudioso de la teología y de la filosofía patrística y medieval, el autor incluye su propia traducción de la Teología Mística de pseudo Dionisio Areopagita, uno de los textos fundacionales de la tradición oriental.

Ideas y acciones sociales de Monseñor Roberto Tavella en la versión de Arsenio Seage – Salta, 1948-1956 Mario Gustavo Parrón Universidad Nacional de Salta [email protected]

“Todo en él fue grande: ya fuera un rasgo de su inteligencia o una decisión de su voluntad. Bien plantado, como un árbol, tenía una corteza exterior recia, que podría, a veces, confundir; pero adentro había médula rica de equilibrada sensibilidad” (Mons. Carlos Mariano Pérez, cit. en Seage 1975:7).

Introducción El presente trabajo tiene por objetivo reflexionar sobre el pensamiento y las iniciativas sociales que llevó a cabo monseñor Roberto Tavella, durante su desempeño como arzobispo de la provincia de Salta (1935-1963). Particularmente, analizaremos aquellas tareas emprendidas desde 1948 hasta 1956. Para ello, serán tenidos en cuenta los argumentos presentados por su biógrafo, Arsenio Seage, quien publica tres tomos en los que sintetiza la vida y obra de Tavella, desde sus inicios en la actividad religiosa y hasta su muerte. El estudio se complementará con los resultados de las investigaciones que fueron realizadas durante la década de 1970 por los historiadores Colmenares (1973) y Chiericotti (1977), vinculados al Instituto San Felipe y Santiago. En primer lugar, consideramos que es posible especificar las características esenciales de la trayectoria formativa del obispo, a los efectos de interpretar las formas en que implementó su plan pastoral en el contexto social salteño, logrando intermediar –como actor político y religioso– entre las políticas del gobierno provincial y las demandas del

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“pueblo salteño”, y de acuerdo con las directivas que eran emitidas desde el cuerpo eclesiástico a nivel nacional1. En tal sentido, identificar y entender las lógicas de las acciones pastorales llevadas a cabo desde y en las parroquias que conformaron la arquidiócesis, nos posibilitará aseverar cómo se logró, no sólo canalizar las demandas de la propia sociedad por medio de las constantes intervenciones del arzobispo en los ámbitos parroquiales y en sus instituciones laicales, sino también controlar las instancias de movilización social por medio de un constante proceso de interiorización ideológica que, evidentemente, manifestó la fuerza de la influencia de la Iglesia Católica a nivel local2. Tavella, ¿hombre de Dios u hombre del César? La dinámica de su acción apostólica en la Provincia de Salta Según Seage, la historia de la Iglesia Católica en su conjunto, constituye un objeto de estudio fundamental para el quehacer del historiador, del cual uno no debe prescindir al momento de reflexionar sobre su “actuación benéfica” e “intervención influyente” en la historia de la humanidad. Desde esta perspectiva, es posible explicar en parte, la realidad socio-histórica de la ciudad de Salta, por lo menos desde 1935-1963 a través del estudio de las tareas eclesiásticas que se emprendieron desde la Iglesia Católica, en este caso durante la dirección del primer arzobispo de Salta, Monseñor Roberto José Tavella. Ciertamente su biógrafo le atribuye a Tavella un rol fundamental dentro de los diversos espacios institucionales de la sociedad salteña. Entiéndase Episcopado Argentino. Este ensayo constituye una aproximación al estudio sobre la ingerencia de la Iglesia Católica en la sociedad capitalina de la provincia de Salta, durante la primera experiencia peronista. Temática que buscamos profundizar en el Proyecto de investigación Nº 1805: “Transformaciones socioeconómicas y culturales durante el Estado peronista salteño (1946-1955)” – CIUNSA. Sólo se realiza un breve análisis de lo que constituye en realidad una problemática más extensa que deberá ser abordada en futuros trabajos de investigación. 1 2

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Sin embargo, será necesario realizar estudios futuros en los que nos permitamos resignificar el protagonismo de aquellos actores sociales y políticos que, si bien no pertenecieron a la jerarquía eclesiástica –cuya historia aún no está escrita–, formaron parte, por tradición o adhesión, de la mencionada institución. Una de las características esenciales de la formación presbiteral de Tavella, está vinculada con su desempeño como eclesiástico y su espíritu patriótico3 (la voz de la Iglesia), asumidos al momento de contrastar con sus proyectos sociales y políticos, las tendencias secularizadoras de las tres primeras décadas del siglo XX; que habían sido internalizadas en las instituciones de la sociedad civil o en aquellas que constituían el aparato estatal. En efecto, dichas manifestaciones anticlericales se expresaron en el pensamiento liberal y socialista de la época y se constituyeron en objeto de confrontación y conflicto permanente en relación con su acción pastoral4. Desde su vinculación con la obra salesiana5, Tavella asesoró a los Círculos Católicos Obreros, y a los centros de ex alumnos salesianos y cofradías religiosas de la provincia de Buenos Aires6, incentivándolos a formarse –en las periódicas reuniones– en el estudio de la Doctrina Social de la Iglesia7, a los efectos de adquirir “conciencia y criterios para juzgar y actuar”. Su responsabilidad como eclesiástico y principal referente de la Iglesia Católica, consiste en asumir una postura defensiva respecto a los principios democráticos y el progreso social de la patria. He aquí la fusión o tensión que se puede observar entre la Iglesia y el Estado, en relación con determinados objetivos, tales como el de rescatarla de la perdida paulatina de su ingerencia en la sociedad. 4 Arsenio Seage expresa que para Monseñor Tavella el fin último de sus tareas pastorales estuvieron motivadas por el celo apostólico de preservar la pura tradición y la cultura del pueblo. 5 Como salesiano, Tavella estuvo muy vinculado con la obra salesiana en la Argentina, de allí su peculiar formación eclesiástica. 6 Tres metas fueron objeto del asesoramiento espiritual de Tavella, a saber: mejorar el nivel cultural y religioso, ahondar las enseñanzas de la sociología cristiana y ampliar la eficacia asistencial. Su apostolado fue emprendido en sus inicios en la parroquia de Bernal, localidad de la provincia de Buenos Aires. 7 Seage señala que la referencia documental que enriqueció su proceso formativo lo constituyó la Encíclica “Rerum Novarum”, “verdadera constitución de un 3

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Indudablemente, su acción social y cultural pudo extenderse por otras localidades de Buenos Aires, tales como San Nicolás, Lanús y Capital Federal, expresándose concretamente en la conformación de asociaciones de laicos, cofradías, oratorios, capillas y periódicos. En efecto, la dinámica de su acción apostólica empezó a tener mayor importancia gracias a estos emprendimientos que le posibilitaron a Tavella enriquecer su experiencia religiosa, y le permitieron desarrollar un vasto plan pastoral al asumir ya su cargo como arzobispo de la provincia de Salta. De las múltiples acciones que se concretaron durante su mandato, es importante destacar la fundación en el año 1948, del Instituto de Humanidades, primera casa universitaria de la provincia, perteneciente al Arzobispado de Salta8. En éste funcionaron el Ciclo Básico de Humanidades (que fue reemplazado en el año 1951 por la Escuela de Profesores Secundarios), la Escuela Superior de Religión y la Especialización en Humanidades Clásicas. Fue recién en el año 1952 cuando se creó el Bachillerato Humanista Moderno, que en opinión de Olga Chiericotti constituyó, “el mayor aporte cultural de monseñor Tavella a Salta” (Colmenares y Chiericotti, 1984:456), puesto que el gobierno de la Nación lo reconoció como el primer bachillerato humanista de la república. Al mismo tiempo, se fueron incorporando los bachilleratos humanistas de las provincias de Córdoba, Buenos Aires, San Juan y Entre Ríos hasta tanto lograron actuar posteriormente de forma independiente. Preocupado por la niñez y la ancianidad, Tavella promovió el establecimiento de la Orden religiosa de los Hermanos Hospitalarios Hijos de la Inmaculada Concepción, quienes crearon un Hogar Agrícola para varones en la localidad de Vaqueros, departamento de La Caldera, Salta. Asimismo, realizó todos los trámites necesarios para promover la rama femenina de la congregación, formando la Pía Sociedad de las Hijas de la Inmaculada Concepción de la Caridad (Colmenares y Chiericotti, 1984:454). Estas iniciativas pudieron concretarse gracias a los vínculos mundo de mayor justicia social y económica”. 8 El Instituto de Humanidades, estuvo vinculado con la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán.

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que el arzobispo tenía con las congregaciones religiosas asentadas en la ciudad y la fuerte relación que estableció con los curas párrocos de la arquidiócesis. Según Chiericotti y Colmenares (1984), Tavella reglamentó y determinó algunas medidas respecto al culto y a las prácticas rituales. La finalidad de las mismas consistía en mantener un cierto orden en los diversos sectores de la sociedad y lograr establecer un disciplinamiento de los fieles laicos en los ámbitos en los que se éstos se desempeñaban. Para ello, se organizaron misiones barriales y se fundaron dentro de la Acción Católica, asociaciones juveniles y la Liga de Madres de Familia, “con el objeto de que contribuyeran a velar –en sus hogares y fuera de ellos– por los jóvenes, quienes a menudo eran incitados a concurrir a locales de diversión nocturna” (1984:456). Tavella mantuvo una estrecha relación con algunas órdenes religiosas como la de los franciscanos, que realizaban sus actividades misionales en los departamentos del norte de la provincia de Salta. Acostumbraba a visitar periódicamente las parroquias pertenecientes a dichas localidades a los efectos de conocer y plantear posibles respuestas a las diversas realidades en las que sus fieles laicos debían llevar a cabo su “acción discipular”. No obstante, es factible que estas visitas representaran para entonces la ocasión para reorganizar y reafianzar la labor evangelizadora de la iglesia desde el nivel local al provincial, evidentemente en concordancia con las líneas pastorales emanadas desde la jerarquía eclesiástica a instancia nacional. En la ciudad capitalina, las líneas de acción eran transmitidas en ámbitos tales como las Asambleas Arquidiocesanas Catequísticas, en las que constantemente el arzobispo hacía hincapié en la necesidad de profundizar el conocimiento de la doctrina católica, a fin de enriquecer la enseñanza de la religión en las escuelas de la arquidiócesis. Las sesiones de las mencionadas asambleas se llevaron a cabo en octubre del año 1954. En ellas se reflexionaba sobre las problemáticas de la realidad social y se deliberaba en sus posibles soluciones, basándose en el método catequístico: ver, juzgar y actuar. En consecuencia, Tavella logró incorporar e integrar a personas pertenecientes a diversos sectores de

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la sociedad a sus obras de apostolado específicamente religioso como notoriamente social (Seage, 1978:398). En el texto biográfico de Arsenio Seage, es muy significativa la parte en la que el autor hace referencia a la participación fiel y fervorosa de Tavella al momento de organizar conjuntamente con representantes de otras órdenes religiosas la novena y la festividad dedicada al Señor y Virgen del Milagro. Señala que el arzobispo imponía con sus reflexiones –homilía y pacto de fidelidad– y las características de su persona, la “imagen del pastor” que “da la vida por sus ovejas”. Esta representación imaginaria era afianzada durante las visitas que realizaba por diversos lugares de formación y peregrinación de Europa9, tales como España, Francia e Italia en las que tenía la oportunidad de actualizarse particularmente en cuestiones relacionadas con el desarrollo de la educación humanística y la pastoral social10. Asimismo, Seage sostiene que, estando en el exterior, Tavella se mantiene al tanto de lo que está ocurriendo para entonces en el país y de cómo la Iglesia Católica se veía amenazada por las políticas centralizadoras y desacralizadoras del gobierno peronista planteadas hacia los años 1954 y durante 1955. Particularmente, hace referencia a la crítica de Tavella hacia la disposición de la cámara de diputados de la nación de que sólo podían otorgar los títulos de bachiller los establecimientos vinculados al Ministerio de Educación de la Nación. Si bien éstas medidas afectaban a los colegios jesuíticos de El Salvador (Buenos Aires) y el de la “Inmaculada” (Santa Fe), también repercutiría de manera indirecta sobre los emprendimientos del Bachillerato Humanista Salteño. El autor también plantea que Tavella, encontrándose en París, se solidariza con los arzobispos de Córdoba y Santa Fe y con el obispo de la Rioja, que eran acusados “enemigos del gobierno de Perón” (1978:402). Ello indica que tenía una amplia visión de un trabajo pastoral organizado que trascendía las fronteras físicas y culturales de su arquidiócesis. Tavella conoció varios institutos y casas de formación sacerdotal y peregrinó a diversos santuarios de Europa. 10 Tavella señalaba constantemente la importancia que tenía las Humanidades Clásicas en la formación de la mentalidad de los jóvenes. 9

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Ahora bien, sería conveniente transcribir una parte del texto de Seage, en las que expone algunas consideraciones que Tavella presenta en un escrito titulado “Perón y la Iglesia”11, a los efectos de observar los términos contundentes con los que el arzobispo expresaba sus ideas y puntos de vista, criticando lo que él consideraba como débiles fundamentos en los que se basaba el discurso del gobierno peronista: –Es muy grave acusación contra una parte del episcopado, pues “el no pensar como Perón, no es ningún delito”; –Perón no es ningún empleado de investigaciones, lo que dijo fueron referencias de otros; ahora bien, las referencias en los discursos de Perón muestran vaguedades y errores de información; ya anteriormente hizo acusaciones tan tendenciosas como absurdas contra la A. C de meterse en política; –Perón niega que tenga conflictos con la Iglesia, sólo con algunos obispos; pero el desconocimiento público y descomedido de los derechos y respeto que se les debe, es ya un conflicto con toda la Iglesia –La masa obrera, por lo que se deduce de la “Página Gremial” de los diarios, interpreta las palabras del presidente como la declaración de guerra a la Iglesia. –Lo ocurrido es una demostración más de la posición equívoca y peligrosa de la política justicialista, “porque nada puede ser peor para un gobierno que contradecirse a sí mismo” (1978:406)12. De estas aseveraciones se pueden extraer dos cuestiones interesantes. En primer lugar: ¿en qué medida los miembros de la Iglesia deben participar activamente del mundo de la política resignificando sus roles en la sociedad? Y, en segundo lugar, ¿es posible afirmar que el permanente requerimiento que hace Tavella al pueblo de Salta por perseverarse en la Fe católica (permaneciendo fieles a la religión, insistiendo en la expresión simbólica del pacto de fidelidad hacia los santos patronos) se Las consideraciones surgieron de la lectura de otras cartas y de los diarios peronistas de Buenos Aires, La Prensa y Democracia. 12 La cursiva es mía. 11

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constituya en una estrategia de movilización social? Movilización a nivel local a tal punto que puede interpretarse como un deseo por mantener la preeminencia de la Iglesia por encima de la política estatal. Hacia enero de 1955, Tavella llegó a Salta desde Buenos Aires, no pudiéndose entrevistar con el presidente de la nación. Sin embargo, se advierte cómo en su homilía del 16 de enero de ese mismo año, monseñor retoma algunas ideas del papa Pío XII, a las que se adhiere al momento de considerar y criticar aquellas posiciones que buscaban separar la Iglesia de todos los asuntos que “tocaban” la realidad de la vida cotidiana. Apoyándose en los documentos del episcopado argentino13, Tavella “no descuidaría oportunidad (…) para hablar de la iglesia, de sus vicisitudes, obligaciones, derechos; y de los compromisos de los fieles para con ella siempre y en esta especial coyuntura. Jamás Salta iba a oír tanto y tan fuerte sobre este tema; jamás, tanto contra toda tiranía y prepotencia que intentara avasallar las conciencias y las libertades de los hijos de Dios” (1978:409). Así, Arsenio Seage señala que la actividad legislativa del gobierno peronista contra la Iglesia antes y durante el año 1955, “alcanzó puntos de acelerada violencia”. Ciertamente, la ley del divorcio, los decretos sobre la prostitución y algunas medidas como la supresión de la enseñanza católica en las escuelas públicas, repercutieron de sobremanera en las tomas de decisión y en las maneras del adoctrinamiento de los arzobispos del país, conduciéndolos a exhortar al “pueblo” (también se traduce la “Grey Católica”) de las respectivas jurisdicciones en las que ejercían la autoridad, a permanecer fieles al obispo, es decir, a la religión. Tanto la aplicación de las medidas anticlericales como la persecución de parte del gobierno nacional y provincial a través de la policía y representantes de la CGT (Confederación General del Trabajo) a miembros católicos, ya fuesen laicos o clérigos14, permitieron a algunos biógrafos como Seage, sobredimensionar la labor de los que él considera como los principales protagonistas de la historia. Si bien el biógrafo El emitido durante la Pastoral de cuaresma, 19 de marzo de 1955. La referencia textual de Arsenio Seage es el acto religioso de la festividad de Corpus Christi del 11 de junio de 1955, la capital de la provincia de Buenos Aires. 13 14

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hace referencia a los sujetos que fueron perseguidos durante esos años conflictivos, resalta la figura de monseñor Tavella para el caso de Salta, al momento de definirlo particularmente por su fuerte personalidad y capacidad para interpretar correctamente los deseos del pueblo. A su vez, presenta a Tavella como un “santo”, es decir, aquél que supo encaminarse y conducir al pueblo hacia el camino correcto de la prudencia y del bien, porque era hombre de fe, fiel a su madre, la Iglesia. Si bien el biógrafo logra reconstruir los hechos ocurridos en la ciudad de Salta, destacando la labor de muchos civiles que a través de la distribución de panfletos repudiaban las acciones que el gobierno federal cometía en Buenos Aires, resulta interesante observar cómo se detiene a destacar el protagonismo de Tavella que junto a otros militantes católicos habían sido objeto de opresión –especialmente aquellos que formaban parte de las filas de la Acción Católica– por parte de la policía federal, miembros de la CGT y directivos del peronismo. Para contrarrestar y neutralizar la acción persecutoria, Tavella propuso la realización de la novena en honor de las sagradas imágenes del Señor y Virgen del Milagro. Esta experiencia de devoción es interpretada por Seage como una instancia de revalorización del fin último de la Iglesia consistente en la toma de conciencia “sobre su peregrinar histórico y su presencia en la formación de la mente y cultura argentina” (1978:421). Sin embargo expresa, en mí entender, la fuerte injerencia que tiene la Iglesia en la sociedad y su capacidad movilizante sobre el laicado, incitándolo a mantener fidelidad a los santos patronos y a “purificarse de las propias culpas”, causa de toda persecución contra la religión. Al respecto, resulta interesante la información que Seage recoge de la gente más allegada al arzobispo, entre ellos familiares y miembros del clero arquidiocesano. En los testimonios orales, se destaca en todo momento el temple de monseñor Tavella como hombre conciliador y pacífico, con un gran dominio sobre sí y sus acciones pastorales, pues “tuvo oportunidad en forma muy destacada, no sólo de ser modelo de absoluta adhesión a Cristo y a su iglesia sino que llegó, en fuerza de su pública actuación, a constituirse en arquetipo de los demás” (1978:428). Es factible que ello sea un indicador de los múltiples contactos que el arzobispo estableció con los diferentes sectores políticos y sociales de

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la ciudad, particularmente con sujetos pertenecientes a las clases altas15. En este sentido, es necesario destacar que para el caso salteño no hubo enfrentamientos entre la autoridad eclesiástica y la del gobierno de la provincia, representada en la persona del Dr. Ricardo Durán, que participó junto a las altas autoridades civiles y militares del sagrado culto del Milagro. ¿Qué sucedió después de la tormenta? Fue a través de la organización del Primer Congreso Arquidiocesano del Apostolado Laico, realizado en agosto de 1956, cuando Tavella manifiesta la necesidad de poner en práctica tres ejes de acción, a saber: a) la promoción y formación del seminario, a través del estudio de las ciencias clásicas; b) educación católica para los jóvenes, por medio del restablecimiento del Bachillerato Humanista); y c) penetración de las masas, mediante la realización de diversas actividades parroquiales. Asimismo, junto a su vicario general Ángel Vergara, realiza un estudio del plano de la ciudad de Salta “para crear nuevas jurisdicciones eclesiásticas y erigir templos en las recientes barriadas” (1978:430). En efecto, se desmembró del gobierno arquidicocesano, parte de su territorio, creándose con cinco departamentos de la provincia (Orán, San Martín, Rivadavia, Santa Victoria e Iruya) la diócesis de Orán. De este modo, el congreso arquidiocesano nuevamente retomaba la cuestión de orientar al laicado católico hacia su compromiso con la vida política de la ciudad y del país según las enseñanzas del magisterio de la Iglesia. En tal sentido, la Acción Católica se constituyó en el espacio propicio para la formación de futuros dirigentes para la política, la economía, la educación, la cultura, etc. Tavella se ocupó de manera pública por dar respuestas al asunto de la política partidaria, incitando particularmente de que “los católicos participen activamente en la política partidaria, para llevar a los partidos el ideario católico, social y político. La Iglesia no tiene ni quiere tener partido suyo, dependiente de la jerarquía” (1978:431). Con éste propósito, el arzobispo dejaba claro que desde la iglesia no se debía dirigir ninguna clase de partidos políticos, pues sólo formaba a los fieles para 15

Por ejemplo, las familias Cornejo y Remy Aráoz.

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que participen en éstos no importando la tendencia ideológica, siempre y cuando la misma sea compatible con los principios y valores de la doctrina católica. Sin embargo, es interesante observar cómo la máxima autoridad de la iglesia ya había admitido en varias ocasiones su total rechazo a lo que él consideraba como la tiranía, es decir el gobierno de Perón y un cierto acercamiento hacia la nueva autoridad política, el general Pedro Aramburu, que durante las jornadas en las que se desarrolló el congreso antes mencionado, se acercó al Palacio Arzobispal para venerar las sagradas imágenes en el interior de la Catedral de Salta. En esa ocasión, se le solicitó al general la reimplantación de la religión en las escuelas de todo el país. Ahora bien, será necesario destacar la importancia que Tavella le concedió a la Acción Católica Argentina, ya que la organización interna de esta asociación que le era fiel, le permitía emprender proyectos para unificar las fuerzas del laicado. A esta expresión del movimiento católico contribuyó la tarea que empezó a realizar la Legión de María, asociación que se estableció en la arquidiócesis el 1 de octubre de 1958. La misma contuvo a fieles pertenecientes a sectores populares pobres. Es factible que el arzobispo tuviera entonces la necesidad de organizar dichas instituciones a fin de de penetrar en ciertas zonas de su jurisdicción, movilizando a la gente que formaba parte de éstas. Es decir, su objetivo era llegar a través de esos fieles a aquellas zonas de la ciudad en las que estaba ausente o no tenía una fuerte impronta la autoridad clerical. Nuevamente el Milagro del año 1956, reforzó la identidad de la Iglesia Católica en Salta (basada en el fervor popular y la fidelidad al legado tradicional del cristianismo católico), custodiada por la persona de su obispo y su cuerpo clerical. A fines de ese mismo año, Tavella emitió un documento oficial que se leyó en todos los templos de la ciudad. En tal escrito se hacía hincapié nuevamente, en la necesidad de que los católicos intervengan en política en forma organizada. Sin embargo, señalaba que los dirigentes de la Iglesia, representada en sus obispos, párrocos y sacerdotes “debían mantenerse ajenos a las luchas partidarias por encima de toda rivalidad meramente política” (1978:437). Siendo imparciales,

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mantendrían la unidad de la grey; en consecuencia la misma Acción Católica debía mantener la misma actitud y comportamiento. Representando al Episcopado Argentino en el CELAM (Consejo Episcopal Latino Americano) que se realizó en Bogotá, Colombia, Tavella fue entrevistado y nuevamente reafirmó lo que vendría a significar su tesis apostólica consistente en aseverar que son sólo los gobiernos que se “topan con los valores trascendentales de la vida espiritual de los pueblos, valores inculcados y sostenidos por la iglesia” (1978:438), los que terminan en tiranías y en el caos. Evidentemente, hacía referencia el monseñor, al gobierno de Perón en la Argentina, después del golpe militar del año 1955. “A la sombra de Tavella: una herencia problemática” Como se ha visto en los párrafos precedentes, la actividad apostólica de Tavella tuvo implicaciones políticas muy importantes. En su conjunto, su plan pastoral adquirió demasiada significación para los diversos sectores que constituían la sociedad salteña (desde aquellos que pertenecían a las clases terratenientes, comerciantes y empresarios por miembros de clase media y de grupos populares) puesto que contenía actividades que respondían a una lógica de acción de formación integral del hombre y del ciudadano en sentido amplio de la palabra y constituía una iniciativa propia del contexto de la época consistente en la cuidado por lograr la dignificación de la persona que era planteada no sólo desde la iglesia sino también desde el poder político. Efectivamente, la dinámica de su labor apostólica en la Provincia de Salta estuvo muy influenciada por las líneas de acción que devenían desde el episcopado argentino y de la Santa Sede, en un momento histórico preconciliar respecto al Concilio Vaticano II. Indudablemente, Tavella tuvo una amplia mirada respecto de su actividad misional dentro y fuera de las jurisdicciones que conformaron su arquidiócesis. Ello se puede observar cuando uno analiza los propósitos de su proyecto evangelizador y concluye que, por un lado, se propuso mantener la “unidad” de las parroquias de la arquidiócesis de Salta, a pesar de lo disímiles que eran

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sus realidades; y, por otro lado, desarrollar una propuesta de formación integral basada en la formación humanística de sus fieles laicos. Los comentarios de Arsenio Seage sobre la personalidad de monseñor Tavella y por lo que recuerda de lo que hizo en sus actividades pastorales, nos manifiesta su imagen “carismática”, ya que se constituyó en un líder indiscutible que conservó su celo apostólico, manteniéndolo pese a las circunstancias de conflicto entre la Iglesia y el poder de turno tanto a nivel local como nacional. Sin embargo, desde esta perspectiva se asevera que el carisma del arzobispo se rectifica con sus hechos, es decir actuando con el “pueblo salteño” al momento de poner freno a las tendencias secularizadoras de la época, conduciéndolo según los designios de la divinidad “por el camino del mantenimiento de la moral y las buenas costumbres”. Si bien se logró durante su mandato canalizar el potencial transformador de los laicos por medio de las instituciones tales como la Acción Católica y la Legión de María, que se constituyeron en ámbitos en los que podían formarse cristianamente sus conciencias para luego actuar por ejemplo en la vida política, queda claro que Tavella reconoce que el quehacer de la Iglesia tiene un límite, puesto que no está llamada a engendrar espacios públicos que divida a la sociedad. En otras palabras, la Iglesia no se encontraba llamada a conducir a los partidos políticos, independientemente de la injerencia que podía tener en los fieles laicos que los conformaban. Esta cuestión aún hoy en día sigue siendo problemática para los laicos que buscan ser contenidos en sus acciones políticas por las instituciones que los forjaron doctrinariamente. Sin duda, la llamada “Fiesta del Milagro” que aún ocupa un lugar troncal en la vida de los salteños, significó para la Iglesia salteña de mediados del siglo XX, un momento importante para contener y controlar las fuerzas sociales dentro del ordenamiento social establecido. Sin embargo, desde la lectura que se hace de la biografía de Seage sobre Tavella, uno puede concluir, que tal movilización convocante de políticos, altas dignidades clericales, militares y ciudadanos en general, reforzaba un sentimiento de identidad que permitió neutralizar las opiniones diver-

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gentes y reencauzar la tarea evangelizadora dentro del marco institucional estatal y eclesiástico configurado en un pasado lejano16. Bibliografía Boletín del Instituto de San Felipe y Santiago de Estudios históricos de Salta. Boletín Oficial de la Arquidiócesis de Salta. Números desde 1946-1955. Bruno, C. (1966). Historia de la Iglesia en la Argentina. Buenos Aires. Don Bosco. Casado, R. (s/f). La Acción Católica Vanguardia Evangelizadora de la Iglesia. Chiericotti, O. (1977). El Primer Bachillerato Humanista Argentino, Salta. Colmenares, L. O. (1973). El Arzobispo Tavella, fundador de la primera casa universitaria de Salta. Salta. Instituto de Humanidades de Salta. Cuadernos Franciscanos (1965). Convento San Francisco de Salta. Año X, nn. 29-32, agosto. Ghio, J. M. (2007). La Iglesia Católica en la política Argentina. Buenos Aires. Prometeo Libros. Seage, A. (1975). Tavella, Primer Arzobispo de Salta, Tomo I. Rosario. APIS. Seage, A. (1981). Tavella. Primer Arzobispo de Salta, Tomo II. Salta. Talleres Gráficos del Servicio Penitenciario de la Provincia de Salta. Seage, A. (1987). Arzobispo Tavella. Primer de Salta, Tomo III. Córdoba. Oficinas Buena Prensa.

Con esta aseveración no se desea desnaturalizar la esencia espiritual de la festividad del Milagro, que forma parte de la concepción de la Iglesia Católica como comunidad imaginada basada en la dimensión de la fe. 16

Aproximaciones a un nuevo modelo de racionalidad propuesto por Carlos Díaz: la razón cálida Pedro José Grande Sánchez Madrid

En el panorama de la filosofía española hay autores –muy pocos– consagrados, otros –muchos– aunque muy interesantes, desconocidos por el gran público, y un número aún menor de grandes maestros, que aunque son conocidos, difícilmente podemos decir de sus obras que se les haya prestado la debida atención que merecen. Este es el caso singular de Carlos Díaz (1944), el máximo exponente del personalismo comunitario en España e Iberoamérica. La influencia de este filósofo ha sido decisiva para las muchas generaciones que han entrado en contacto con él a lo largo de sus años de docencia en la Universidad Complutense de Madrid, en la que actualmente enseña Filosofía de la Religión, o bien en las muchas universidades en las que ha sido invitado para dictar cursos y conferencias, incluso a través del Instituto Emmanuel Mounier en España, México, Argentina y Paraguay, del que es fundador, así como por su revista Acontecimiento, pero también por Communio, o por el sinfín de editoriales y empresas en las que ha trabajado. Carlos Díaz es uno de los grandes filósofos de nuestro país que ha gastado siempre su vida al servicio de las personas y de la filosofía. Este filósofo que nunca ha escondido su verdadera condición de cristiano y de compromiso con la Iglesia, es un autor prolífico, sus más de cien libros así lo atestiguan. Este dato nos revela que nos encontramos ante un pensador único que se encuentra siempre en un proceso de continuo movimiento de ideas. El problema es que entre tanto libro, el lector puede o bien marearse y decidir no embarcarse en su navegación filosófica, o bien limitarse a captar una perspectiva parcial de su pensamiento que lleva gestando desde hace ya algunos años. Razón Cálida. La relación como lógica de los sentimientos (2010), creemos que constituye

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el primer libro en donde Carlos Díaz ha intentado presentar de la forma más clara y sistemáticamente posible su proyecto filosófico. Por eso bien merece que le dediquemos una atención especial. Haciéndose eco de la célebre frase que dijera el premio Nobel de la Paz, Albert Schweitzer: “ha sido necesaria ordeñar muchas vacas, pero el queso lo he hecho yo”, el filósofo Carlos Díaz reconoce que muchos de los capítulos del libro están constituidos por un elenco de autores y textos variopintos1 en donde al final obtenemos una imagen de conjunto única e inteligible realizada por él. En realidad podemos también aplicar este proceso al conjunto de su filosofía, ya que ha sido necesario que su autor haya reflexionado estos problemas a lo largo de toda su obra escrita, para que podamos degustar ahora finalmente este excelente queso curado para todos los paladares. Si tuviéramos que resumir con cuatro palabras la esencia de este gran libro, estas serían: sabiduría, piedad, deleite y utilidad. Se trata de las finalidades o virtudes que según su autor, todo buen libro que se precie debería poseer y, en efecto, creemos que la Razón cálida ofrece en sus páginas buenas dosis de cada una de ellas. Al final del prólogo, su autor siente la necesidad de mostrar su gratitud hacia un alumno y amigo suyo que le ha hecho sentirse “menos miserable, acogido, incondicionalmente acogido. Sólo con algunas personas he tenido en mi vida –dice su autor– una experiencia semejante”. Y la verdad es que quién conozca o haya conocido a Carlos Díaz sabe perfectamente que esa incondicionalidad de la que él mismo habla, ese don que constituye la esencia del per-donar, puede atribuírsele también a su persona. Para quienes han tenido la fortuna de conocerle, en él la experiencia de la auténtica filosofía socrática se hace visible. Razón cálida consiste en primer lugar en intentar constatar que el gran proyecto de la Ilustración ha fracasado. El ideal de la razón ilustrada ha sido para su autor uno de los mayores engaños jamás perpetrados en la historia de la filosofía. El esfuerzo ingente de esta empresa a lo largo de los tres últimos siglos ha sido inversamente proporcional al voluUna de las críticas que le hacemos es su voluntario descuido a la hora de citar las referencias bibliográficas. Mala costumbre que otros filósofos antes que él ya hicieran como Heidegger o el español Zubiri. 1

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men de sus resultados positivos. Si examinamos detenidamente nuestro mundo, aquella tesis esgrimida por los ilustrados de cómo la confianza en el Progreso y en la Ciencia han sido los únicos medios favorables para la liberación del hombre, nos lleva a la conclusión de que la Ilustración se ha “deslustrado”. La Ilustración ha alcanzado su mayoría de edad y las promesas emancipatorias que nos hicieron aquellos hombres embriagados por la razón, herederos de Prometeo, han resultado ser fallidas. Estas podrían resumirse en cuatro: la omnisciencia, el individualismo, la desconfianza y, por último, la irreligión. Los análisis que hace su autor de los que él mismo denomina como los cuatro jinetes del apocalipsis resultan muy útiles para comprender cómo la arquitectura de la razón fría que ha impregnado toda nuestra civilización, no es sino un modelo racional que ha fracasado y que debe ser sustituido por otro mejor que pueda resultar más adecuado para vivir en nuestro mundo. Este modo de pensar se acerca según su autor a la racionalidad cálida de Oriente. Autores como Soloviev, Bulgakov, Berdiaev o Florensky pueden despertar a Occidente del sueño ilustrado, sin embargo, el capítulo en donde Carlos Díaz habla de ellos, lamentablemente adolece de falta de profundidad. Ahora bien, su planteamiento queda ya desde ese momento expuesto como la tarea urgente de ampliar los parámetros del racionalismo egológico en el que nos encontramos sumergidos, desde el racionalismo de Descartes, al que denomina “profeta frío”, y que llega hasta la mismísima modernidad con Nietzsche, “el profeta de la nada”, hacia lo que más bien podríamos denominar un nuevo tipo de racionalismo, que su autor denomina cálido, que pueda ofrecernos planteamientos antropológicos más ricos. Y es que las distintas formas en las que ha sido tratada la persona por los filósofos modernos, estas han terminado por diluirla en un mundo sin más vida que la propia, celebrando así “la apoteosis de este hipotético e inexistente yo”. En este sentido, Carlos Díaz señala que es necesario una rectificación del cogito ergo sum cartesiano por el diligor ergo sum: soy amado, luego existo. En adelante, la razón tiene que acoger al amor para comprender en toda su grandeza al otro que nos ama. Solo con la medida del amor y no de nuestra razón, podemos llegar a reconocer al reconocimiento de un tú. La razón pura es una quimera, pues como indica su autor, “nada habría

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más fácil para derrotar a un racionalista simplificador que pedirle una definición exhaustiva de esta”. Para Carlos Díaz, la razón cálida frente a la pura, incluye no solo el pensamiento, sino también la voluntad, la razón tiene que hacerse palabra cálida. Pero hay que subrayar que aunque el filósofo personalista se dirige contra los usos indebidos de la razón, no quiere suprimir la lógica, más bien lo que intenta es proponernos un nuevo modelo de relación como lógica de sentimientos. Carlos Díaz apunta a un cambio de marcha, planteado con anterioridad en otro libro suyo (Entre Atenas y Jerusalén, 1994), el giro de la razón griega a la hebrea. Este viraje consiste en “reorientar la razón griega basada en la polaridad sujeto/objeto (alétheia) hacia la razón hebrea sujeto/sujeto (emet)”. El concepto hebreo emet, significa fidelidad, fiabilidad y es el punto de partida para la comprensión de la historia de la Alianza del pueblo de Israel con Yahvé. Este nuevo logos resulta decisivo para comprender el nuevo marco de esta razón cálida. El Dios de la Alianza tiene como principio de actuación la hesed (benevolencia) y junto a emet expresa la nueva estructura del mundo fundada por la voluntad de Dios. Solo después, según su autor, Atenas reelaborará esta ontología modificando los principios que la sostenían. El amor que tiene Dios por los hombres se revela a través de su Palabra fiel. Por tanto esta razón adquiere ya un sentido dialógico y, por ende, necesariamente también una conciencia utoprofética como reacción ante la razón fría, aunque sólo cuando tenga que serlo. Para Carlos Díaz la razón cálida barbariza sin incurrir en la barbarie de la razón fría o del dogmatismo irracionalista. Esta nueva comprensión de la razón exige que la comprendamos desde el nomadismo ya que carece de patria. Además la nueva racionalidad no puede ignorar la dimensión afectiva. Algunas de las patologías que ha generado la vieja razón por su falta de com-pasión son las atrofias afectivas del esteticismo, relativismo, escepticismo, ceguera y el embotamiento, así como las hipertrofias afectivas del sentimentalismo, autocomplacencia, histeria y el exhibicionismo, contra todas ellas emerge la razón cálida. Por otro lado, la razón fría no puede abrirse a lo Totalmente Otro, “al Dios-paramí que irrumpe e interrumpe en mi vida”. Resulta interesante la imagen que nos ofrece el autor para mostrar este giro: “entre arrodillarse para

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pensar (nueva forma de apostolado del posmoderno) y pensar para arrodillarse (ejemplar forma de modernidad del profeta) ha estado siempre la cosa, entre el creo para entender (credo ut intelligam) que busca creer primero para entender luego, y el entiendo para creer (intelligo ut credam) que prefiere entender primero para comprender después”. Carlos Díaz defiende que la razón cálida es la única fuente racional capaz de comprender lo divino y es que desde los parámetros del pensamiento frío, pensar en un ser infinito no es sino con-vertirlo en un objeto clausurado de mi mente. Dios que se presenta como noúmeno, lo Otro en sí, queda objetivado en mi mente desde la concepción griega de la razón. Resulta imprescindible por consiguiente que para descubrir al Ser Totalmente Otro vayamos más allá de la razón. Este descubrimiento sólo puede llegar, según Carlos Díaz, por el amor, supuesto que nos lleva a pensar cálidamente o, lo que es lo mismo, apertura de un yo que monologa para entrar en diá-logo con un Tú. Salir al encuentro del otro desde el amor o pasar del saber al querer. Algunas de estas reflexiones que han sido ya apuntadas por el filósofo judío Lévinas quedan aquí reelaboradas desde y para el cristianismo. Cristo se presenta a los ojos del creyente como el arquetipo del verdadero Tú que ha de tener todo hombre, pero de la misma manera también podemos afirmar que la persona deja de ser cognoscible desde sí misma en la medida que necesita de Aquél. Otro de los núcleos interesantes del libro consiste en los análisis fenomenológicos de las diferentes dimensiones de la razón cálida: utoprofética, terapéutica e interpersonal. La nueva lógica enseña que la razón más profunda de la existencia es el amor, precisamente porque como señala su autor coinciden ambos límites. En este sentido, el amor tiene también como trasfondo el dolor. Lejos de rechazar la compasión como Nietzsche, Freud, Schopenhauer o Feuerbach, Carlos Díaz la abraza porque “si no me dueles no existes para mí. Si no te duelo no existo para ti. (…) Me dueles también cuando me excluyes, cuando la sociedad se me resiste y me deja fuera (generando re-sentimiento), me duelo cuando me resisto”. Los problemas que aquí se plantean son un buen ejemplo para demostrarnos porque desde la razón fría de la Europa post-ilustrada no podemos resolverlos.

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El prójimo débil, enfermo, excluido, etc., reclama una nueva forma de racionalidad. La razón tiene que tenerlos (doles ergo sum) como referencia y punto de partida. De manera que la razón no debe limitarse a tener sólo un mero papel crítico de resistencia contra la injusticia. “Quien no lucha contra el mal lo promueve”. A su juicio la felicidad y la esperanza son las armas que tiene el justo, y la razón cálida debe perseguirlas hasta que, como si se tratara del fuego robado a los dioses, pueda extenderlas a todos los hombres. Además las acciones utoproféticas, como afirma su autor, si quieren servir para algo, tienen que alinearse siempre con los más necesitados, esto es, viviendo personalmente, actuando localmente y pensando globalmente con ellos. Desde abajo. Frente a lo injusto y con resistencia pacífica. Esta actitud militante y profética que ha caracterizado siempre a Carlos Díaz y que se presenta en este libro como nuevo modelo de racionalidad, es una tarea o rebelión cálida que tiene que ser personal y, al mismo tiempo, comunitaria para ser verdadera. “El profeta es conciencia crítica y exigente, lo mismo para denunciar la hipocresía y la dureza de corazón –invitando a la conversión–, que para destruir los cimientos del orden viejo y para proponer un mundo mejor”. La razón cálida es revolucionaria pero también terapéutica, no busca suprimir el dolor, esa es la lógica, denuncia Carlos Díaz, que tienen los mecanismos del etnocentrismo para excluir a las víctimas. El dolor ha sido siempre un gran maestro de la vida. Absolutamente brillante es el testimonio que recoge el filósofo de una cuidadora de la Residencia Norte para ilustrar lo que Hundertwasser denomina las cinco pieles del dolor. Para ser un buen orientador, para ayudar a sanar, hay que dar sentido al dolor del otro, y de esto Carlos Díaz sabe mucho, el repertorio de habilidades que nos muestra para poder ayudar al doliente herido así lo confirma. Al final del capítulo se abren nuevas vías que deberían desarrollarse detenidamente en un futuro no muy lejano por su autor: “El verbo therapeuo, la terapia, significa etimológicamente “servir a alguien más poderoso”: Cuando entréis en una ciudad, sanad a los enfermos que haya en ella y decid: “ya os llega el reinado de Dios”. Teología de la salud, pues, teología terapéutica de una vida eterna (zoé aionios). Es la salud como gozo de ser eternos, y de serlo agradecidamente. La vida

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sana entraña una actitud básica de alabanza y de acción de gracias, de lo contrario no se viviría en forma saludable desde este punto de vista. Quien vive desde la fe en Dios escucha en lo más íntimo de su ser: hay esperanza para tu futuro”. La relación cálida interpersonal es acaso una de las partes que más ha venido subrayando su autor a lo largo de sus trabajos anteriores (2000). Para Carlos Díaz toda relación personal comienza siempre con un vocativo. El nuevo modelo de racionalidad tiene que desplegarse desde la llamada que supone el Vocativo, hacia el Genitivo que es la respuesta. Relación dialéctica que nos abre al don de esa relación vocativo-genitivo que su autor denomina Dativo, el ser para ti. Sin esta d (on) atividad en la que consiste la persona entendida como don, la vida terminaría entendiéndose como Acusativo, tal y como ha venido desde los inicios de la modernidad desarrollándose por Descartes, Hobbes o Rousseau, etc. La crisis del hombre moderno ha puesto de manifiesto que el acusativo es la antítesis de cualquier forma de relación personal. Lo antipersonal de este caso “surge cuando el yo y el tú se vuelve yo sin ti (el alma bella se vuelve corazón duro cuando se encierra en su coraza), y a partir de ahí yo contra ti, o yo contra mí”. Por otro lado, el ablativo dice su autor “es un dativo hecho hábito vital: para ti, contigo, hacia ti, desde ti, en ti… (…) ese ablativo pasa a ser hablativo”. Una vida que se ha esforzado por ser dativa siempre, termina haciéndose ablativa. Por último, en esta dialéctica, cuando el nominativo es tratado como “yo pienso, luego yo existo”, el lugar que merecidamente le corresponde es el último lugar. Amor est nomen personae, recuerda Carlos Díaz citando a Tomás de Aquino, el nombre del hombre nos ayuda para poder acogerlo y no tratarlo como a un ello. Primero el pro-nombre del otro, el nuestro al final. Y cuando surge el des-encuentro entre un yo y un tú aparece el per-dón que “es renunciar al derecho por amor a favor de un amor sin derechos. Perdonar es renunciar a tener la última palabra”. En los dos últimos capítulos, su autor reflexiona desde la persona al personalismo comunitario, “del nada más que personas al nada más y nada menos que personas” construyendo el asiento para que la razón cálida pueda presentarse como la única alternativa real que puede hacer

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hoy la filosofía contra los numerosos reduccionismos científicos que existen. Bibliografía Díaz, C. (1994). Entre Atenas y Jerusalén. Madrid. Atenas. Díaz, C. (2000). Soy amado, luego existo, IV volúmenes. Bilbao. DDB. Díaz, C. (2010). Razón Cálida. La relación como lógica de sentimientos. Madrid. Escolar y Mayo Editores.

Primer Congreso Internacional Cusano de Latinoamérica. El problema del conocimiento en Nicolás de Cusa: genealogía y proyección Nadia Russano UBA – Buenos Aires

En el año 2004 tuvo lugar en la ciudad de Buenos Aires el Primer Congreso Internacional Cusano de Latinoamérica, en el que investigadores nacionales y extranjeros han logrado poner de manifiesto tanto la profundidad especulativa de Nicolás de Cusa como la actualidad de ciertos aspectos de su doctrina filosófica. En consonancia con el espíritu de prolongación de la integración y del intercambio que caracterizó dicho coloquio, el Círculo de Estudios Cusanos de Buenos Aires, la Sección de Estudios de Filosofía Medieval de la Universidad de Buenos Aires y el Cusanus Institut de la Universidad de Trier, convoca en el 2008 al Segundo Congreso Internacional Cusano de Latinoamérica, realizado en la Biblioteca Nacional entre los días 19 y 22 de agosto, en la ciudad de Buenos Aires1. Intentaré exponer de manera precisa y sistemática las disertaciones que han tenido lugar en el Primer Congreso Internacional Cusano de Latinoamérica, llevado a cabo, como he mencionado, del 1 al 4 de junio del año 2004. 1 Este segundo coloquio abordó el pensamiento de Nicolás de Cusa en torno al problema de la relación entre Identidad y Alteridad, tema pasible de ser abordado desde muy diversas perspectivas, puesto que constituye uno de los hilos conductores fundamentales que estructuran el pensamiento del cusano. El encuentro contó con la presencia de importantes personalidades del ámbito académico, como por ejemplo, Klaus Reinhardt, Claudia D’Amico, Jorge Machetta, Francisco Bertelloni, Gerhard Krieger y Oscar Federico Bauchwitz. En la revista Patristica et Mediaevalia, editada por los miembros de la Sección de Estudios de Filosofía Medieval y cuyo director es Francisco Bertelloni, se ha publicado en el volumen XXX del año 2009 un artículo informativo sobre cuestiones temáticas y organizativas concernientes a este congreso.

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El congreso tiene como propuesta temática central el problema del conocimiento en la obra de Nicolás de Cusa, y se articula en torno a una conferencia de apertura, una conferencia de cierre, y cuatro ejes que dividen el tema central en subtemas específicos. Estos son: primero, “Genealogía del pensamiento cusano”, segundo, “Hombre y conocimiento: perspectiva teórica”, tercero, “Hombre y conocimiento: perspectiva práctica”, y cuarto: “Proyección del pensamiento cusano”. La conferencia de apertura estuvo a cargo del doctor João María André, de la Universidad de Coimbra, y se titula “Conocer es dialogar. Las metáforas del conocimiento y su dimensión dialógica en el pensamiento de Nicolás de Cusa”. La tesis sostenida aquí es que en el cusano “el proceso de conocimiento es asumido como un proceso profundamente dialógico” (p. 16), y profundiza, en su fundamentación, el carácter dialógico de las nociones de conjetura y símbolo, esenciales en la tradición gnoseológica cusana. A su vez, el autor muestra cómo la formulación misma de las metáforas cusanas del conocimiento refleja la dimensión dialógica, y, finalmente, cómo esta dimensión dialógica se consuma en la noción de concordia. A continuación, tuvo lugar el desarrollo del primer eje, titulado “Genealogía del pensamiento cusano”, que consta de cuatro conferencias y dos ponencias. La primer conferencia, a cargo de Oscar F. Bauchwitz, se titula “Nicolás de Cusa y Escoto Eriúgena: aportes para una metafísica más allá de la ontoteología”. Se trata de una reflexión que resalta los puntos de contacto de los pensamientos eriugeniano y cusano, en vistas a una respuesta a la crítica heideggeriana de la historia de la metafísica como “olvido del ser” y como “ontoteología”. En la segunda conferencia, Peter Casarella expuso su ensayo “La productividad de la imagen en san Buenaventura y Nicolás de Cusa”. Asumiendo el hecho de que “la hipótesis de una imagen productiva (…) se funda en Platón y en el neoplatonismo” (p. 49), el autor se propone, a través del desarrollo de tres aspectos de la imagen productiva, resaltar los puntos de convergencia y divergencia de las concepciones de la imagen en Buenaventura y el Cusano, destacando que en ciertos sentidos ambos son herederos de la tradición platónica. En tercer lugar, el doctor Rafael R. Guerrero se propuso iluminar ciertos elementos del pensa-

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miento cusano presentes en la filosofía neoplatónica árabe, anclándose principalmente en la noción cusana de docta ignorantia y en la común procedencia de ambos pensamientos de una misma fuente: el neoplatonismo. Su conferencia se tituló “¿Docta ignorancia en el neoplatonismo árabe?” Luego de la última exposición del doctor Gerhard Krieger, de la Universidad de Trier, denominada “Omnes differentiae concordantur, Cusanus und der Nominalismus”, se dio lugar a dos ponencias: la primera, a cargo de la estudiante Séphora María Alves Bezerra, se titula “Mestre Eckhart e Nicolau de Cusa: o homen semelhança e expelho de Deus”, y la segunda, a cargo del licenciado Ezequiel Ludueña, “Teología mística y cristología. El Pseudo Dionisio y Nicolás de Cusa”. En esta última, el autor pretende mostrar la coincidencia de la mística cusana y la mística de Dioniso Areopagita en lo que toca a los puntos esenciales. Para esto, primero desarrolla la teología mística cusana y, luego, ciertos elementos de la mística del areopagita, para fundamentar dicha convergencia. La primer conferencia, por otra parte, tiene como propósito fundamentar que tanto Meister Eckhart como Nicolás de Cusa conciben al hombre como una imagen que expresa perfectamente la esencia de Dios en tanto Creador. La argumentación de dicha hipótesis recorre, en su desarrollo, el Sermón II Intravit Iesus in queoddam castellum de Eckhart y el capítulo III del De Filiatione Dei de Cusa. El segundo eje consta de seis conferencias y 5 ponencias, que abordaron el pensamiento cusano desde una perspectiva teórica. En la primera conferencia, “Il tema del peccato originale nella teoria della conoscenza di Cusano”, G. Cuozzo hace un tratamiento de la noción cusana de “pecado original” en tanto divisio, esto es, separación del hombre respecto a Dios. Luego analiza cómo opera tal noción en la teoría del conocimiento del cardenal alemán. A continuación, A. Eisenkopf expone el ensayo “Thinking between quies and motus. (Neo–) platonic implications and their usage as epistemological concepts in the Trialogus de possest”. Partiendo del supuesto de que el cusano usa el aenigma del trompo en el De Possest para ilustrar diferentes nociones de movimiento que se relacionan con la tradición neoplátonica que recepciona, la propuesta del autor es realizar un análisis cercano de este aenigma que nos proporcione la base para interpretar los elementos metafísicos y episte-

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mológicos que reflejan la presencia de dicha tradición en el pensamiento cusano. La tercer conferencia se titula “De Ludo Globi. The Way of Ascention towards God and the Way of the Self-Knowledge” y corresponde a la doctora A. Kijewska, quien ilustra la metáfora cusana de la pelota y el jugar con una pelota como imagen del alma humana y su camino hacia el auto-conocimiento, es decir, hacia su propio centro, y por lo tanto hacia Dios mismo. A continuación, Jorge Machetta, en su ensayo “La negación en cuanto principio primero de la metafísica cusana”, parte de la pregunta acerca de la posibilidad de la negación como principio, cuya respuesta exige un recorrido tal que desemboca en la conclusión del distanciamiento de Nicolás respecto tanto de la tradición escolástica como también de la tradición neoplatónica, manifestando la originalidad de la especulación cusana en cuanto a la comprensión del primer principio. En la quinta conferencia, H. Schwaetzer (“Perspectivas de la ciencia cusana acerca de la mens”) sostiene la tesis de que el cusano fue un precursor de la ciencia moderna de la naturaleza, en tanto desarrolla “una concepción de la ciencia a partir de las condiciones del conocimiento humano” (p. 186). Finalmente, R. A. Ullmann analiza qué significan y qué función ejercen las nociones de coincidentia oppositorum y de theologia negativa dentro de la filosofía cusana, en una interesante exposición titulada “O não saber como saber: De Docta Ignorantia”. Como ya se ha mencionado, siguen a estas conferencias cinco ponencias. En la primera, R. Di Rienzo (“La inmortalidad de la mente”) realiza un recorrido detallado de la obra cusana De Mente, a partir de la resignificación que hace Cusa del tradicional problema de la inmortalidad del alma, concebido ahora como inmortalidad de la mente, analizando los argumentos aducidos por el cusano para determinar dónde encuentran estos su fundamento. La segunda ponencia, llevada a término por J. Gonzáles Ríos (“La fuerza significativa de ‘lo no-otro’ como enigma de lo no-otro mismo”) despliega la cuestión de la negación del primer principio y la búsqueda cusana de un nombre conjetural negativo que nombre el nombre innombrable de Dios (“lo no otro”). Como reza el título de la ponencia, el autor pretende “mostrar la fuerza significativa de la expresión “no otro” como enigma de lo no otro mismo, para poner en

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evidencia de esta manera las dimensiones lingüística y metafísica de la negación que es anterior a la oposición entre la afirmación y la negación” (p. 220). En tercer lugar, E. Olivera Ferreira (“Sobre conhecimento e liberdade em Nicolau de Cusa”) dedica su ponencia a una reflexión en torno a la relación dialéctica entre conocimiento y verdad, y entre autoconocimiento y ejercicio de la libertad humana, partiendo del supuesto de que el hombre busca por naturaleza un conocimiento verdadero y absoluto, que le permita a su vez comprender su papel en el mundo. A continuación, P. Pico Estrada (“Cuerpo y conocimiento en el diálogo Idiota de Mente de Nicolás de Cusa”) rastrea en el De Mente los elementos que permitan relacionar cuerpo y conocimiento, partiendo de la pregunta “¿para qué necesita el hombre del cuerpo?” (p. 233), siendo que la mente se auto-conoce separadamente del cuerpo, y al autoconocerse, intuye el principio de todo (Dios). Finalmente, Cecilia Rusconi (“El doble movimiento del despliegue especular en el opúsculo De Beryllo”) tiene como meta una posible interpretación de la noción cusana de aenigmática scientia. Este concepto, nos dice la autora, significa el modo de conocer propio de una mens finita (humana), por lo cual esta mens será el punto de partida del trabajo. A continuación tuvo lugar al tercer eje, el cual se desarrolla en cuatro conferencias y cinco ponencias, bajo el tópico “Hombre y conocimiento: perspectiva práctica”. La primer conferencia corresponde a Francisco Bertelloni, quien expone su artículo “Observaciones sobre la argumentación cusana en el Proemium al Libro III de De Concordantia Catholica” que consiste, como expresa el título, en un detallado análisis de la argumentación y los recursos teóricos cusanos en torno al tema central del Libro III, esto es, el poder temporal, i.e. el Imperio como corpus de la Iglesia. A continuación, Claudia D’Amico, en “Ignorancia y conjetura en la propuesta de concordia de Nicolás de Cusa”, recupera la noción de ignorancia entendida como doctrina máxima, y analiza cómo ésta opera junto con la noción de conjetura en la propuesta de concordia fidei de Nicolás de Cusa. En tercer lugar M. Riedenauer sostiene, en su trabajo “Pluralità di prospettive finite nell’orizzonte dell’infinito. Conseguenze della epistemología nuova di Cusano”, la tesis de que es posible derivar un pluralismo epistemológico sin relativismo en la epis-

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temología cusana, abordando nociones como discursividad, conjetura y metafísica perspectivista. Llega finalmente el turno de I. Wikström, con su ensayo “The two wings of the Eagle. Certainty and uncertainty as a form of life” En esta conferencia, la autora se hace cargo de la noción cusana de “certeza”, tema no muy debatido hasta el momento, para especificar cómo opera este concepto en el De Coniecturis y en el Idiota De Sapientia, y en la filosofía cusana del lenguaje en general. Acto seguido, procede la primera ponencia, titulada “Concordancia y política”, donde la profesora Victoria Arroche se propone iluminar conceptos propios del pensamiento político cusano –específicamente de la obra De Concordantia Catholica – desde ciertas concepciones metafísicas de De Docta Ignorantia, para evidenciar la compatibilidad entre el pensamiento práctico y el pensamiento metafísico del cardenal. Julio Castello Dubrá, en segundo lugar, expone “Nicolás de Cusa y Marsilio de Padua: un análisis comparativo sobre la función y el alcance de la noción de consenso”. A partir de los puntos en común entre Marsilio de Padua y el Cusano, y sin presuponer una influencia doctrinal de aquél hacia éste, el conferenciante se propone analizar comparativamente la noción cusana de consenso a partir del Defensor Pacis de Marsilio y De concordantia catholica de Nicolás M. D’Ascenzo, por su parte, en “La síntesis entre jerarquía y consenso en el De Concordantia Catholica de Nicolás de Cusa”, expone un ensayo de síntesis de las nociones de jerarquía y consenso para problematizar las concepciones cusanas de gobierno y derecho en el marco de las teorías políticas medievales. En la cuarta ponencia, “Fides una, ritus diversus”, el doctor Ricardo O. Díez contextualiza la obra cusana De pace fidei en el “umbral epocal que separa dos modos diversos de estar el hombre en el mundo” (p. 333). El autor fundamenta cómo desde cierto punto de vista el libro es moderno –en tanto confía en la racionalidad humana–, pero por otro lado Nicolás de Cusa nunca abandona en su doctrina filosófica la creencia y la fe en Jesucristo. Por último, Simone Alexandra Thomas, de la Universidad de Trier, cierra este núcleo temático con su ponencia titulada “Gleichheit und Goldene Regel. Zum Verständnis praktischer Prinzipien bei Nikolaus von Kues”.

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El cuarto eje, breve pero profundísimo, tiene como perspectiva la proyección del pensamiento cusano. Se realizaron tres conferencias llevadas a término por importantes doctoras en Filosofía de Buenos Aires. La primera conferencia, a cargo de la doctora Celina Lértora Mendoza, se titula “La docta ignorancia y la epistemología popperiana” y tiene como fin discutir la tesis de Miguel Angel Quintanilla sobre un presunto precedente de la teoría popperiana de la verosimilitud en la docta ignorancia del cusano. El objetivo es analizar en qué sentido hay (si es que hay) un precedente teórico tal, evitando todo riesgo de anacronismo. En la segunda conferencia, la doctora Silvia Magnavacca, propone, en “Ecos cusanos en J. L. Borges: “La Biblioteca de Babel”“, una lectura cusana de un relato de Jorge Luis Borges titulado “La Biblioteca de Babel”. La autora nos informa, a modo de justificación, que “entre las insondables lecturas que nutrieron su visión del mundo y que se reflejan en su literatura no pueden faltar las concernientes al pensamiento de Nicolás” (p. 365). La tercer y última conferencia de este eje es encabezada por Silvia Manzo y se titula “Imágenes venatorias del conocimiento en Nicolás de Cusa, Giordano Bruno y Francis Bacon”. Recordándonos que durante los siglos XVI y XVII la metáfora del conocimiento como “caza” (venatio) era muy utilizada, la autora hace un recorrido por las distintas significaciones de la imagen de la caza en Cusa, Bruno y Bacon, o lo que es lo mismo, en el recorrido temporal que va desde el tardo medioevo hasta la modernidad temprana, y cómo la transformación de la concepción de la naturaleza desencadena distintas lecturas de la metáfora venatoria a lo largo de dicho periodo. Fiel al objetivo de posibilitar el intercambio productivo entre investigadores ya consagrados y con una respetada carrera académica, y aquellos que aún están en formación, el Congreso dio lugar a una serie de exposiciones llevadas a cabo por estudiantes de la ciudad de Buenos Aires. Comienza C. Aragón, cuyo ensayo (“La influencia pitagórica en Nicolás de Cusa”) parte de la pregunta sobre la posibilidad de la relación entre el concepto de infinitud potencial cusana con la Teoría de los Principios platónica de los Agrapha Dogmata, pregunta justificada en tanto el propio Nicolás se confiesa deudor de la tradición pitagórica y de la Academia (a través, claro, del neoplatonismo). G. A. Cataldi

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(“¿Hay rastros de Dios en el lenguaje?) desarrolla las consideraciones del cusano acerca de un nombre apropiado para Dios en De Li Non Aliud”, y propone señalar las dificultades en la especulación y en la argumentación de Nicolás en la búsqueda de un nombre divino en la obra De li non aliud. En tercer lugar, D. de Zavalía (“La filosofía ante el Abismo: la apropiación cusana”) rescata la originalidad de la apropiación cusana del Abismo (aquello que está más allá del ámbito discursivo filosófico, en tanto exceso de ser), ya que el autor considera que esta apropiación es el criterio que marca la relevancia de un discurso filosófico en el diálogo que constituye la historia de la filosofía. A continuación.N. Strok (“Nicolás de Cusa: diálogo con dos aristotélicos”) hace un recorrido de los avatares que generó el planteo del principio de la coincidencia de opuestos, especialmente en uno de los contemporáneos del cusano, Juan Wenck, quien consideraba peligrosa la doctrina cusana en tanto se oponía al principio aristotélico de no-contradicción. Finalmente, G. M. Varela (“Idiota cusano, ignorancia actual y filosofía”) expone una propuesta de búsqueda de un punto de partida de la creación filosófica, reconociendo la ignorancia como constitución intrínseca del propio ser. Para este análisis, el autor se basa, fundamentalmente, en la figura del Idiota cusano. La conferencia de cierre de este importantísimo coloquio fue realizada por el doctor Klaus Reinhardt, de la Universidad de Tréveris, cuya propuesta es problematizar e ilustrar la teoría del conocimiento simbólico de Nicolás de Cusa a través del análisis de la interpretación cusana de los nombres divinos, especialmente los nombres trinitarios PadreHijo-Espíritu Santo que, sostiene Reinhardt, aparecen devaluados en la doctrina cusana, lo cual implicaría un cambio del cusano respecto de su tradición. En el trabajo, titulado “Conocimiento simbólico: acerca del uso de la metáfora en Nicolás de Cusa”, se analiza, también, la noción de metáfora y la consideración que de ella hace Nicolás en su filosofía. A modo de conclusión de este artículo, manifiesto que entiendo que un coloquio de estas características es condición del intercambio de conocimiento entre instituciones extranjeras y nacionales, lo cual no solo amplía y actualiza las investigaciones en torno a un tema determinado, sino que también es sumamente importante para el aprendizaje y la in-

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tegración de aquellos investigadores que están en camino de formación. Esto se justifica en tanto muchas de las ponencias que se han realizado tanto en el primer congreso como en el segundo, manifiestan el fruto del esfuerzo de los investigadores en formación del Círculo de Estudios Cusanos de Buenos Aires (cuyos directores son, cabe recordar, Claudia D’Amico y Jorge Machetta). En este sentido, D’Amico afirma que “este Primer Congreso Internacional consagra un trabajo que llevamos a cabo hace ya diez años y, al mismo tiempo, auspicia la prolongación de un tiempo de fructuoso intercambio con los especialistas y centros de todo el mundo”.

Rincón Poético Emanuel López Muro La Plata – Provincia de Buenos Aires [email protected]

Madre-luna Un ángel de sol te brilla en el vientre. Él te alimenta te serena te cubre de lunas, de cálidas noches, de verano. Él aliviará tus pechos, recorrerá el valle de tu angustia. Y serás palacio, abrigando su luz. Él te adoptará sin dudas. Aceptará su nombre Hará reverdecer el tallo de tus ojos. y te llenará de versos pezones. un ángel de sol te juega en el vientre... con su desnudez, con su frágil latir de blancos perfumes, te devolverá todo... (el abrigo), ...el silencio... (el nido), ...el viento... (la pureza), ...la espera... (el jazmín), ...la piedra... la feliz entrega Y habrá una sola idea. un ángel de sol te brilla en el vientre. Él te dará a luz.

Vida simple una vida con g u i r n a l d a s cada d í a cumplir años quiero en este viaje bailar ligero reír cada caída y jugarnos en vida, la vida en el juego quiero profundidades oceánicas en nuestros charcos y descalzos nuestros pies verdes de pasto quiero los ojos probando flores y la piel

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estrenando cercanías del alma bajo las lucecitas de la luna quiero cada noche una fiesta y por las mañanas, primeros de enero quiero que el cielo sea cielo los pájaros, pájaros y tus senos, senos Es un deseo que primavero: una vida simple, quiero.

Notas Bibliográficas

Obras de y sobre san Agustín Agustín de Hipona, La Ciudad de Dios, BHL, Madrid 2006, 1149 pp. La editorial Bibliotheca Homo Legens inició en 2006 el proyecto de publicar cada año 12 títulos relevantes en la historia del pensamiento. El número 6 fue La Ciudad de Dios de san Agustín. Se trata de la traducción cedida por la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC) realizada por los agustinos Santos Santamarta del Rio y Miguel Fuertes Lanero, con introducción y notas del agustino recoleto Victorino Capánaga (BAC, tomos XVI-XVII, año 1977). Edición muy cuidada, digna de la magna obra de san Agustín, “libro floresta” tal cual escribiera Giovanni Papini, a cuya frondosidad acudimos muchos y con frecuencia para cobijarnos a la sombra de nuestro árbol preferido. Agustín reflexionó particularmente en La Ciudad de Dios sobre le tema de la historia. Tiempo e historia son elementos fundamentales en el pensamiento del Hiponense. Sin ser propiamente una filosofía de la historia, La Ciudad de Dios contribuyó a la construcción de ulteriores filosofías de la historia. La historia es un tema capital en el pensamiento cristiano y tiene que ver con la verdad central del cristianismo: la encarnación. Para Agustín la voluntad divina se temporaliza e historifica, lo eterno se hace tiempo e historia humana. Dios temporaliza su eternidad en el mundo y la salvación sucede en el tiempo cuando alguien lee el pasado, vive el presente e interpreta el futuro con su luz. Los cristianos dicen desde antiguo que es Dios quien dirige la historia temporal con su providencia. Las propuestas de Dios son eternas, pero respecto de los hombres pueden cambiar de signo, porque se hacen temporales y su realización también depende de las opciones humanas. La salvación –piensa Agustín– consiste en que Dios continúa queriendo salvarnos en la historia y la opción depende de nuestra opción temporal. Por eso la historia del hombre es peregrinatio y su condición ser caminante, homo viator. No en vano el cristianismo ha tenido desde los orígenes conciencia de su misión histórica y de su papel en la cultura. Esto nace para Agustín de la verdad encarnacional de la fe cristiana. De lo que se trata –y es éste el desafío de los cristianos– es de encontrar los cauces adecuados para su despliegue y desarrollo. En ello estamos implicados los cristianos de cualquier época. Por eso La Ciudad de Dios de san Agustín continúa siendo una obra interesante para quienes deseamos una cada vez mejor ciudad de los hombres. José Demetrio Jiménez, OSA

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Notas bibliográficas

Olmo Veros, R. del, San Agustín, EDIBESA, Madrid 2010, 158 pp. Dentro de las vastas posibilidades de encontrar obras referidas a san Agustín, esta es una bien representativa interpretación del Hiponense, que abarca sus diferentes etapas personales y vivenciales: antes, durante y luego de su conversión a la fe cristiana. El autor no toma aquellos años previos a su conversión de forma reprochable, sino que recorre una faceta que no se debe ocultar de este fiel católico. Pero sobre todo, esta obra cuenta la historia de una persona de carne y hueso, tan real como la de cualquier otra. A su vez nos permite entrever algunos aspectos interesantes; por un lado, su educación, que no se circunscribe sólo a su formación académica, sino que inunda todos los ámbitos de la vida; por otro su carisma, que excede las fronteras de su época. El libro que presentamos ofrece al lector la posibilidad de ahondar en la figura notable y trascendente que aportó entre los años 395-430 un sello ineludible para toda la comunidad católica de todos los tiempos. El índice muestra un recorrido simple y, a la vez, cronológico de sus pasos por el mundo. Incluso la introducción se desarrolla dentro de un marco narrativo y alentador para aquel lector que gusta de una notable biografía. Si bien las notas a pie no abundan, la dinámica de la lectura del texto genera que no sea tan necesario. Posee al final de la obra una amplia referencia bibliográfica, en donde el lector podrá encontrar las fuentes citadas y profundizar aún más en la vida de este santo, incluso si se buscara realizar alguna labor de índole investigativa. En la contratapa se presenta un retrato realista y conciso donde el autor describe una serie de sentimientos encontrados que sugieren comportamientos que nos resultan familiares. Para cualquier persona que desee introducirse en el mundo de san Agustín cuenta con un libro que lo guiará a un conocimiento más acabado y preciso de su vida. Juan Manuel Millet

Cormio, P. (Ed.), Dio parla nel silenzio del cuore. Vivere la Quaresima con Sant’Agostino, Città Nuova, Roma 2009, 222 pp. Presentamos esta obra prolijamente editada por Città Nuova en un formato de ágil lectura. Se trata de una elaborada antología de los escritos del Hiponense, realizada por Pasquale Carmio, religioso agustino egresado del Instituto Patrístico “Augstinianum” de Roma. Antología apta para la meditación personal, la lectura litúrgica y la predicación cuaresmal. En los textos, didácticamente seleccionados de modo cronológico y de acuerdo con el calendario litúrgico propio de la Cuaresma, resalta

Notas bibliográficas 345

la riqueza y la belleza del estilo de literario de san Agustín. Estamos, sin duda, ante un interesante aporte para la meditación y la espiritualidad agustiniana. Felicitamos al autor y a la editorial. Pablo D. Guzmán

Orden de San Agustín y Espiritualidad Agustiniana Marín de San Martin, L., Los Agustinos. Orígenes y Espiritualidad, Institutum Historicum Augustinianum (col. Studia Augustiniana Historica, 16), Roma 2009, 311pp. El año 2009 vio luz de imprenta este encomiable trabajo del teólogo e historiador agustino Luis Marín, en una cuidada edición, revisada respecto de la edición Religión y Cultura (Agustinos: novedad y permanencia, Madrid 1990) y aumentada con el capítulo IV: La espiritualidad de la Orden de San Agustín (pp. 195-242), ampliación del estudio anteriormente publicado en San Agustín, un hombre para hoy. Congreso Agustiniano de Teología. 1650 aniversario del nacimiento de San Agustín. Buenos Aires 26-28 de agosto de 2004, vol. 1. Religión y Cultura. Buenos Aires 2006, pp. 295-346. La obra ofrece un acercamiento integrador a la historia y espiritualidad de la Orden. La amplia bibliografía, así como los detallados índices, permiten al lector el conocimiento de las fuentes de la espiritualidad de la Orden. Interesante la presentación realizada por el también agustino e historiador P. Miguel Ángel Orcasitas, Presidente del Instituto Histórico de la Orden, particularmente en lo que se refiere a las fechas fundantes como Orden mendicante. Relevante igualmente el prólogo del agustino Enrique Martín Sanz, presentando el papel que juegan figuras relevantes de aquel tiempo en la emergencia histórica de la Orden, recepcionando en su tiempo la espiritualidad de san Agustín, padre espiritual e inspirador –también en el siglo XIII y en adelante– de esta forma de vida en la Iglesia y para el mundo. Pablo D. Guzmán

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Notas bibliográficas

Viñas Román, T., La Orden de San Agustín. Orígenes. Pervivencia. Carisma. Espiritualidad. La institución monástica agustiniana en su historia, Ediciones Escurialenses, San Lorenzo del Escorial 2010, 236 pp. En la consideración de la historia de la Orden de San Agustín se acepta y asume que el origen canónico de la misma data de las denominadas dos uniones: 1244 y 1256. El agustino P. Teófilo Viñas Román viene desde hace tiempo proponiendo que hay “viejos monasterios o eremitorios que se decían del Orden de San Agustín mucho antes de las Uniones…” (p. 58). Estudia particularmente el caso de España, citando el de Salamanca, el de San Ginés de la Jara (Murcia) y el de Santa María de Stagno (Barcelona), todos ellos en el siglo XII. Está demostrado, según refiere el autor y matiza el prologuista, P. José Rodríguez Díez, también agustino, “que a mediados del siglo VI, emigrado de África con otros monjes de origen agustiniano a causa de la persecución vándala, el abad Donato funda el monasterio Servitano (localizado en el reino de Valencia), sucediéndole en el cargo su discípulo hispano el abad Eutropio, asistente al Concilio III de Toledo (589) e influyente en la conversión al cristianismo del visigodo rey Recaredo” (p. 9), y que poco después sería nombrado Obispo de Valencia. El abad Eutropio escribió hacia el año 588 “una Carta de cariz agustiniano a su obispo diocesano Pedro de Arcávica sobre disciplina monástica en que muestra conocer el Ordo monasterii y la Regula Augustini” (p. 9). El prologuista cita los estudios de L. Verheijen y David Gutiérrez para considerar dicho monasterio Servitano como “continuación del monacato agustiniano en tierras ibéricas” (p. 9). Por su parte el P. Viñas considera que fundador es quien crea el fundamento, por ello san Agustín no es sólo “Padre espiritual”, sino también “Fundador”. Por eso dice no poder “estar de acuerdo, en modo alguno, con algunas de las obras que vienen apareciendo en los últimos años” (p. 13). Además de esta discutida propuesta, que ocupa los cuatro primeros capítulos de la obra (pp. 17-80), el P. Viñas estudia la teología del carisma (pp. 81-94), la renovación posconciliar en la Orden de San Agustín (pp. 95-110), el carisma fundacional de San Agustín (pp. 111-127), carismas, carisma fundacional y espiritualidad (pp. 129-146), la escuela teológica agustiniana (pp. 147-166), la escuela ascético-mística hispano-agustiniana (pp. 167-187), las reformas: Recoletos y Descalzos (pp. 189-206) y los Canónigos Regulares de San Agustín (pp. 207-226). Concluye el libro con la bibliografía (pp. 227-230). Continúen, pues, investigando los historiadores. Como dice Sócrates en la Apología que lleva su nombre escrita por Platón, cada tanto necesitamos –cual tábano al lado de un caballo grande y bello, pero lento– que alguien nos “aguijonee” para continuar progresando. José Demetrio Jiménez, OSA

Notas bibliográficas 347

Sánchez Pérez, E., Los agustinos cuyanos. Inventario archivístico y documentación (siglos XVII-XIX), Religión y Cultura (Colección Historiográfica Agustiniana), Salta 2010, 441 pp. Presentamos los resultados de la investigación archivística y documental realizada por el autor sobre los agustinos en la región de Cuyo (centro oeste de la actual R. Argentina), correspondiente al Convento de San José en San Juan de la Frontera y al Convento de Santa Mónica de Mendoza, ambos desaparecidos en sus integrantes tras los procesos de secularización del siglo XIX y en su arquitectura por los reiterados temblores y terremotos que cada tanto sacuden la región en la que se ubican las actuales ciudades de San Juan y Mendoza. Un trabajo minucioso que ha requerido de la constancia del archivista y del empeño del historiador. Loable, por tanto, una publicación de estas características; necesario también el reconocimiento a la labor que en la última década viene realizando Emiliano Sánchez Pérez, agustino, Licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Madrid, actualmente doctorando en la Universidad Católica Argentina. Como él mismo refiere, “el material inventariado es archivístico y prácticamente todo manuscrito, contenido en cajones, carpetas o legajos” (p. 3), perteneciente a los siguientes archivos: Archivo General de la Provincia de Mendoza, Archivo de la Honorable Legislatura de Mendoza, Archivo del Arzobispado de Mendoza, Archivo General del la Provincia de San Juan, Archivo del Arzobispado de San Juan de Cuyo, Archivo de la Legislatura de San Juan de la Frontera, Archivo Parroquial de San Agustín de Valle Fértil (San Juan), Archivo del Arzobispado de Córdoba, Archivo General de la Nación (Buenos Aires), Biblioteca Nacional de Chile, Archivo Agustiniano del Vicariato San Alonso de Orozco de Argentina y Uruguay (Buenos Aires), Archivo de la Provincia Agustiniana de Chile (Santiago), Archivo de la Biblioteca del Convento de Santo Domingo de Buenos Aires, Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, Archivo Histórico de la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires, Archivo Histórico de San Luis, Archivo de la Curia Eclesiástica de Salta, Archivo Nacional de Asunción del Paraguay y Archivo General Agustiniano de Roma. Un trabajo, pues, ingente, después del cual el autor considera concluido su turno. “Ahora esperamos la palabra impresa del estudioso e investigador, del que solicito –dice–, además de su comprensión por las inevitables deficiencias y lagunas que pueda encontrar, las sugerencias que en un hipotético futuro inmediato pudieran ser útiles para completar y perfeccionar, lo que aún no está acabado. No hemos creado nada, sólo hemos abierto una brecha, destinada a recrear el pasado” (p. 5). Tarea que auguramos realizará el mismo Emiliano Sánchez Pérez, quien con seguridad atenderá las sugerencias que se le acerquen. José Demetrio Jiménez, OSA

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Notas bibliográficas

Bueno García, A., (Ed.), La labor de traducción de los agustinos españoles, Estudio Agustiniano, Valladolid 2007, 424 pp. En el libro La labor de traducción de los agustinos españoles, prologado por Georges L. Bastin de la Université de Montréal, Antonio Bueno García reúne una colección de dieciséis artículos escritos por investigadores de primer orden lo cuales desempeñan sus actividades en algunas de las instituciones más prestigiosas en materia de estudios sobre la Orden de San Agustín. Se trata de R. Clara Revuelta Guerreo, Agustín Rubio Semper, Rocío Anguiniano Pérez, Cristina Adrada Rafael, Juan Miguel Zarandona Fernández, Manuel García Teijeiro, Ana María Mallo Lapuerta, Carmen Cuéllar Lázaro y el editor mismo, todos ellos profesores e investigadores de la Universidad de Valladolid. Se recogen también textos de autores extranjeros pertenecientes a eminentes instituciones como Christian Balliu del ISTI-Haute École de Bruxelles y del ISIT-Institut Catholique de Paris, Luís Resines Llorente, del Estudio Teológico Agustiniano de Valladolid, Pío de Luís Vizcaíno del Estudio Agustiniano de Valladolid, Lieve Behiels de la Lessius Hogeschool de Amberes (Bélgica), Rafael Lazcano González, Colaborador de la Real Academia de la Historia, Hugo Marquant de Haute École Léonard de Vinci y del Institut Libre Marie Haps, y Modesto González Velazco de OSA, del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial (Madrid). En el primer artículo, “Claves para una teoría de la traducción: perspectiva desde la labor agustiniana”, Antonio Bueno García presenta los principios de una teoría de la traducción monacal, de la cual –según se afirma– no hubo Escuela, pero sí un concepto pasible de ser rastreado. La búsqueda del mismo nos remite a una suerte de convención entre la figura del traductor y el lector, que se trasluce en la forma y el contenido del mensaje a traducir. De este modo, los traductores agustinos devienen considerados como modificadores y revisores de los textos, los cuales comentan, completan, y hasta defienden, teniendo como fin último la gloria de Dios y de la Orden sin una explícita intención teórica. En el segundo trabajo, “Orientación didáctica de las traducciones agustinianas” de R. Clara Revuelta guerrero, la autora –como anuncia en el título mismo del artículo– aborda la orientación didáctica de las traducciones agustinianas, haciendo hincapié en algo que ya había sido sugerido por el artículo anterior, aunque dentro de ciertos límites. El texto se centra en un examen de todas las herramientas didácticas que el traductor utiliza en cumplimiento de su oficio: prólogos, notas, comentarios, epílogo, etc. El tercer texto, “Agustinos y traducciones durante el Renacimiento”, escrito por Christian Balliu, estudia la traducción en la época llamada “Renacimiento”. Así pues, a partir de un sólido esquema interpretativo, el autor reseña los hitos de la traducción renacentista, fundamentalmente en Francia, entre los cuales se destacan Nicolás de Oresme (1323-1382), Lefèvre d’Etaples (1450-1537) y otros importantes autores.

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El cuarto, “Inquisición y control administrativo y eclesiástico”, escrito por Agustín Rubio Semper y en este artículo el autor se centra sobre el papel de la Inquisición como instrumento de control, principalmente en el plano social. Para ello, examina los índices de libros prohibidos desde 1559 (el índice de Valdés) hasta 1640 (el índice de Sotomayor). Se trata en total de cinco índices que –en palabras del autor– “dibujan perfectamente los contornos de la cultura en letra impresa que se consideraba que debía quedar fuera del alcance del lector hispano”. En quinto lugar, “La labor traductora de los PP agustinos en Filipinas: un puente entre dos culturas” de Rocío Anguiniano Pérez, nos transporta hasta el s. XVI, puntualmente a 1542, año en el cual cuatro monjes agustinos llegan a Filipinas para emprender una campaña evangelizadora. En el artículo, la autora muestra como la traducción se convirtió en soporte fundamental de dicha obra evangelizadora. El sexto, “Traducción y tipología textual: La Orden de San Agustín en Nueva España en los siglos XVI y XVII” de Cristina Adrada Rafael analiza las condiciones socio-históricas y políticas emergentes en la Nueva España de los siglos XVI y XVII, para demostrar la tendencia europeo-céntrica que condicionó, en diversos aspectos, la relación entre colonizados y colonizadores. El séptimo artículo, “Los agustinos y los catecismos para los indios en América” de Luís Resines Llorente, trata el asunto de los catecismos. Si bien este es un tema harto conocido, el autor lo retoma aquí desde la perspectiva de la traducción, dando un nuevo enfoque a la cuestión. El contenido del trabajo sobre la figura de cinco traductores y siete catecismos: Agustín de Coruña, Juan de Guevara, Juan de la Cruz, Juan de la Anunciación y Juan de Medina y siete obras escritas por ellos. El octavo, “Agustinos traductores de la regla de San Agustín (Regula ad servos Dei) al español hasta 1900” de Pío de Luis Vizcaíno, aborda en importantísimo tema de la traducción de la regla de San Agustín por parte de los agustinos. Se trata, por poco, de una actividad de redundancia, concebida por los miembros de la Orden como una exigencia existencial. En efecto, aunque el texto de las reglas constituya una obra menor (de tan sólo 2113 palabras), configura la base de la familia agustiniana. En el noveno, “El padre Vicente Menéndez Arbesú, traductor de Paul Lejeune”, Lieve Behiels, nos presenta el examen de la traducción de un texto, À ceux qui souffrent (A los que sufren) de 1914, del arcipreste Paul Lejeune. La autora elige para su examen el modelo de análisis textual de Christine Nord y, aplicándolo al pie de la letra, determina sus factores externos (emisor, finalidad, destinatario, canal, lugar y fecha, motivo y función) e internos (temática, contenido, contenido implícito y conocimientos presupuestos, estructura, elementos no verbales, léxico, sintaxis, tono y efecto) para poner, finalmente, se pone de relieve la finalidad de la traducción. El trabajo de Behiels se cierra con un anexo que contiene el primer capítulo de la primera parte del original en francés de À ceux qui souffrent acompañado de una traducción castellana.

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Notas bibliográficas

Los artículos décimo, décimo primero y décimo segundo versan sobre la traducción literaria. El primero de ellos, “La traducción literaria y la Orden Agustina: los márgenes de una labor” de Juan Miguel Zarandona Fernández, califica a la traducción literaria de “labor marginal” en la Orden Agustiniana, apoyando esta declaración en dos casos paradigmáticos de traducción del inglés al castellano: el de Juan Mateos, traductor agustino de Robert Hugh Benson (1871-1914) al español y el de Celso García Morán, traductor agustino de William Shakespeare (1564-1616) al español. En el segundo de estos artículos, “Las traducciones de los clásicos griegos en fray Luís de León” de Manuel García Teijeiro, el autor, después de efectuar una correcta y esquemática contextualización del biblismo español en los siglos XII y XIII, aborda la necesidad de la traducción española de la Biblia, o, al menos, partes de la misma. El recorrido de su investigación lo llevará a mostrar, finalmente, que la traducción del Libro de Job por parte de fray Luís de León ha de comprenderse como una propia biografía espiritual. El tercero de estos trabajos, “La traducción del Libro de Job, de fray Luís de León” de Rafael Lazcano González, no sólo complementa el artículo anterior, sino que pasa revista a la traducción de autores latinos, de los Salmos, del Libro de Job y del Cantar de los Cantares. Revisa, asimismo, las traducciones del griego y de la poesía clásica, i.e., de Píndaro, y pone en evidencia los conocimientos filológicos de fray Luís de León. El artículo décimo tercero, “La traducción de textos científico-técnicos de los agustinos españoles” de Hugo Marquant esboza un panorama de la traducción, sobre todo científica, dentro de la Orden de San Agustín, principalmente en las áreas de ciencias naturales, matemáticas, medicina y agricultura, con el objeto de dar cuenta de la modernidad de los traductores agustinos. El peculiar artículo décimo cuarto, “Los guiones sobre la vida de San Agustín” de Ana Ma Mallo Lapuerta, analiza un guión cinematográfico sobre la vida de San Agustín, titulado “Hasta descansar en ti” de 1954, escrito por Desiderio Blanco. En 2004 a partir de dicho guión, la Federación Agustiniana Española produjo una película en formato DVD con una duración de 45 minutos, la cual fue traducida al inglés y al italiano. El décimo quinto, “La obra traductora de los agustinos españoles desde la lengua alemana” de Carmen Cuéllar Lázaro, ofrece una catalogación de treinta y cuatro textos y quince traductores agustinos de lengua alemana. En el cuerpo del trabajo se reseñan los escritos de los traductores, añadiendo gran cantidad de datos de interés. El último texto, “Traductores agustinos del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial (1885-2005)” escrito por Modesto González Velazco, es un catálogo de traductores del Real Monasterio del Escorial entre los años 1885 y 2005. Se trata de setenta y cinco traductores distribuidos en cinco categorías fundamentales: lenguas semíticas, lenguas clásicas, lenguas modernas, versiones del español a otras lenguas

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y estudios sobre traducciones. El autor ofrece un análisis breve de los principales escritos de cada traductor. La obra en su conjunto, la cual rebalsa en minuciosos detalles y una gran cantidad de información, es de profundo interés para todos aquellos que pretendan iniciarse o especializarse en los estudios supeditados a la traducción en el marco de la Orden de San Agustín, así como para quienes estén interesados en la teoría de la traducción en general y en sus métodos, estilos, funciones, etc. Asimismo, dichos interesados podrán encontrar en las últimas páginas de la obra (pp. 407-422) el detalle de una sustanciosa bibliografía sobre los temas y autores de los que versan los artículos del presente volumen. Julián Barenstein

Literatura cristiana antigua y Patrología Santos, D. M. y Ubierna, P. A., El Evangelio de Judas y otros textos gnósticos. Tradiciones culturales en el monacato primitivo egipcio del siglo IV, Bergerac Ediciones, Buenos Aires 2009, 192 pp. Diego M. Santos, del Centro de Estudios del Egipto y el Mediterráneo Oriental (CEEMO) de Buenos Aires, y Pablo A. Ubierna, docente de la Universidad de Buenos Aires (UBA) e investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), con el aval de Centro Argentino de Estudios Bizantinos y del Cercano Oriente Medieval y el Instituto Multidisciplinario de Historia y Ciencias Humanas (IMHICIHU-CONICET), inauguran con el presente texto la colección Bizantina & Orientalia. La obra está articulada en tres partes. En la primera los autores dan cuenta –con pasmosa erudición– de las noticias que la Antigüedad Tardía nos ha legado acerca del Evangelio de Judas, que pertenecería a la secta de los denominados “cainitas” y presentaba una imagen de Judas muy diferente de la de los Evangelios canónicos. Para ello, analizan críticamente los textos heresiológicos de Ireneo de Lyon e Hipólito de Roma, el Adversus haereses –escrito hacia el 180– y el Sintagma –compuesto antes del 222– respectivamente, y los de otros autores relacionados como Teodoreto, Ps. Tertuliano, Tertuliano, Filastrio, Epifanio, Ps. Jerónimo, Isidoro hispalense, Paulo y Honorio augustudonense. Así también pasan revista a las recepciones modernas de dichas obras y, consecuentemente de aquellas noticias, que van desde la publicación

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del texto de Ireneo por Erasmo de Rotterdam (Basilea-1526) hasta el redescubrimiento del Evangelio de Judas en el año 2006. En la segunda parte, se reconstruye el contexto en el cual se realizó la traducción copta del Evangelio conservada en el Codex Tchacos, la única copia conocida actualmente. El ambiente cultural que diera lugar a la traducción es el de un s. IV egipcio marcado por la convivencia e interacción de un cristianismo episcopal con uno cismático que generó un clima propicio para el multipartidismo –arrianismo, origenismo, anti-origenismo, gnosticismo, maniqueísmo y hasta resabios de paganismo egipcio– del cual resultó finalmente el monacato, que presentaba una nueva forma de interacción por la cual gente de diversa procedencia, como Pacomio –un converso de familia pagana con pocos recursos– y Teodoro –un miembro de la élite letrada–, podían compartir una misma forma de vida signada por la ascesis. En la tercera y última parte, se presenta una traducción anotada, la primera en castellano, del Evangelio de Judas acompañada de una edición del texto copto, la traducción del breve Libro de Alógenes, descubierto en la Biblioteca de Nag Hammadi y del texto P. Bala’ izah 52, un fragmento de un códice de papiro gnóstico procedente del monasterio del mismo nombre. Como corolario, el lector encontrará una bibliografía extensa, completa y actualizada (pp. 169-192). No podemos dejar de llamar la atención sobre el hecho de que el trabajo en su conjunto es excepcional, no sólo por los temas que aborda –que hacen que todo el texto sea una rara avis en nuestro medio– sino también por la claridad explicativa de los autores. Por ello, si bien reviste un especial interés para los iniciados en la materia, la fluidez de su prosa lo hace accesible al lector profano. Julián Barenstein

O’Loughlin, Th., The Didaché. A Window on the Earliest Christians, Baker Academic, Grand Rapids-Michigan 2010, 185 pp. La Didajé o Doctrina de los Doce Apóstoles es uno de los primeros documentos cristianos, más antiguo que muchos de los escritos que componen el Nuevo Testamento. Un texto corto que muestra la experiencia de fe de la segunda generación de cristianos y las sendas de vida que transitan. En este sentido, aporta indicaciones históricas, exegéticas, cultuales y morales relevantes, ofreciendo conocimientos únicos sobre la vida de aquella comunidad y su legado para el futuro. Thomas O’Loughlin es Profesor de Teología de la Historia en la Universidad de Nottingham. Sus publicaciones anteriores –sobre la teología céltica en la literatura irlandesa antigua y sobre san Patricio– señalan su trayectoria en lo que se refiere al aprecio por las antigüedades cristianas. Con este escrito pretende asomarse al primer

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siglo de la era cristiana desde el interior mismo de una comunidad creyente y abrir así una ventana al hombre de hoy para considerarla. Por tratarse de una introducción, no abunda en aparato crítico ni en notas. No obstante, al final del libro ofrece una buena guía para su lectura y estudio, así como un detallado índice bíblico y de textos antiguos, de nombres y materias. Estamos, pues, ante un interesante estudio introductorio, accesible, que pone frente a nosotros información suficiente y necesaria para el conocimiento de una comunidad cristiana del siglo I, interesante y valioso tanto para el creyente como para el académico. José Demetrio Jiménez, OSA

Amato, E. y Ventrella, G., I Progimnasmi di Severo di Alessandria (Severo di Antiochia?), Walter de Gruyter, Berlin-New York 2009, 181 pp. Presentamos al primera traducción completa de los Progymmnasmata de Severo de Alejandría, identificado quizá con Severo I, Patriarca de Antioquía del 512 al 518, hipótesis por la que parecen decantarse los autores de este estudio (p. 12). Se trata de un detallado comentario a una obra que se presenta al estilo de los “ejercicios preliminares” que los maestros de retórica realizaban en la Grecia clásica para el adiestramiento de sus alumnos, praeexercitamina de los latinos: hablar con fluidez y expresarse correctamente, desarrollar habilidades lingüísticas y aprender modalidades básicas para la comunicación. Precedida de un detallado índice de abreviaciones bibliográficas (pp. XIII-XXV), otro de ediciones de autores antiguos (pp. XXVI-XXXIII) y un estudio preliminar sobre el autor de estos Progimnasmi, la obra se articula de la siguiente manera: Género y Tipología de los “Progimnasmi” de Severo (pp. 13-29): narración y etopeya; La lengua (pp. 30-39): morfología, sintaxis y léxico; y Prosa rítmica (pp. 40-49), que incluye tablas porcentuales relativas a cláusulas primarias y secundarias de narraciones y etopeyas. El resto del libro contiene el texto, traducción y comentario de las narraciones (pp. 51-60) y las etopeyas (pp. 61-152). En un apéndice (pp. 153-158) los autores publican la primera traducción en lengua italiana del discurso In patria Romae de Callinico de Petra y la declamación de Adriano de Tiro, que acompañan con su comentario. Un detallado índice de nombres (pp. 159-162) y de citas antiguas (pp. 163-181) culminan esta publicación, que hace honor a la trayectoria de sus traductores y comentaristas, así como a la magnífica labor de la editorial. José Demetrio Jiménez, OSA

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Notas bibliográficas

Nieva, J.M., Ver en el no-ver. Ensayo crítico sobre el “De Mystica Theologia” de Dionisio Areopagita, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán (Colección Tesis), Tucumán 2010, 226 pp. El autor se propone “dilucidar si Dionisio puede llamarse un místico cristiano y qué valor es necesario conceder a esta adjetivación” (p. 12). Dicha investigación fue el tema de su tesis doctoral. De Mystica Theologia es –como se ha escrito– un corto tratado (apenas cuatro páginas y media en la transcripción griega de esta obra, pp. 13-17) de larga influencia en la historia de la teología. Afirmar desde la negación (apófasis) (pp. 107-133), alcanzar el conocimiento desde el no-conocimiento (agnosía) (pp. 134-152) por la hénosis (pp. 153-174), esto es, la experiencia del pensamiento y de la conciencia por la cual, superándose a sí mismos, pensamiento y conciencia realizan su máxima posibilidad (p. 157). Dionisio es un místico, concluye el autor: un neoplatónico cristiano para quien Dios, el Uno personal que es Misterio absoluto, transciende nuestra comprensión y denominación. El cristianismo parece ser para Dionisio una religión de misterios, lo cual significa que por su “insistencia tan marcada sobre lo oculto y lo secreto hace difícil percibir la dimensión histórica” del mismo (p. 212). Estamos –concluye el autor– ante una persona que en esta obra, De Mystica Theologia, ofrece una respuesta a la “tensión hacia Aquél que plenifica y colma el alma con resplandores más que bellos, tan bellos que el alma es ciega ante tanta Luz desbordante, ante la Tiniebla más que luminosa del silencio que inicia en lo secreto” (p. 214). Respuesta que “es el signo más claro del esfuerzo hecho por el Areopagita para decir, con el lenguaje neoplatónico, una verdad a la cual tendemos todos los hombres” (p. 214). Interesante el estudio que nos ofrece el Dr. Nieva, Profesor Asociado de Filosofía Antigua en la Facultad de Humanidades de la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA) de Tucumán y Jefe de Trabajos Prácticos también de Filosofía Antigua en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de la misma ciudad (UNT). A quien felicitamos por esta obra, así como a quienes fomentan en la Colección Tesis de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNT la publicación de las tesis de sus doctorados. José Demetrio Jiménez, OSA

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Filosofía y antropología Zanotti, G., Existencia humana y misterio de Dios, UNSTA, Tucumán 2009, 57 pp. Gabriel Zanotti es un filósofo con un carisma que se caracteriza por su vocación docente y su sentido del humor. Este carisma eminentemente oral, lejos de ser depuesto en la puerta de entrada a la escritura, es llevado al corazón mismo de su pluma. En las pocas páginas del presente libro, Zanotti se embarca en una reflexión sencilla y profunda (binomio que en el autor es inquebrantable) sobre las implicancias metafísicas y teológicas de la existencia humana. Se trata del mandamiento socrático del conócete a ti mismo, de la aventura del descubrirse, y de ser fiel a uno mismo, que solo es posible en la conciencia de la propia corporalidad, finitud y esencial apertura al otro (y al Otro) que, con su mirada amorosa nos devuelve la esencia propia perdida en la existencia inauténtica del correr y el hacer, y que nosotros conocemos mediante una “razón amante” (no calculadora). Pero todo este camino adquiere un sentido más hondo frente al telón de fondo que es Dios mismo como sentido último de la existencia humana, como creador de toda existencia, como Aquél en quien nuestra libertad se realiza, de quien esperamos una mirada misericordiosa, en quien habitamos como en nuestro hogar, y a cuya Providencia confiamos el sentido de nuestro sufrimiento. Martín Grassi

Mosto, M., El mal y la libertad: Ensayos, Sabiduría Cristiana, Buenos Aires 2009, 208 pp. La Dr. Marisa Mosto, titular de la cátedra de Ética en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Católica Argentina, emprende en esta colección de artículos y ensayos, escritos entre el 2001 y el 2008, un camino de reconquista del existente humano en su inviolable dignidad personal. En las 200 páginas que conforman el libro, la autora explora las distintas experiencias humanas de la libertad y del mal, muchas veces iluminadas y explicitadas en las grandes obras de la literatura (se citan asiduamente textos de Kafka, Dostoievski, Beckett, Goethe, Ibsen), intentando aprehender su fondo metafísico y, en algunos casos, teológico. Con una perspectiva filosófica que encuentra en Santo Tomás de Aquino una fuente privilegiada, Mosto acude a la reivindicación de lo humano en autores contemporáneos como Edith Stein, Josef Pieper y los pensadores de la Escuela de Frankfurt (Benjamin, Adorno, Horkheimer, Marcuse), derogando ante todo una concepción inmanentista-tecnicista del sentido del

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Notas bibliográficas

hombre que termina por subsumir la existencia personal en el devenir de una historia que legitima el mal y la violencia y que arroja al hombre a un absurdo sin salida. Son las experiencias del amor, ante todo, las que desencadenan el movimiento creador del hombre y la fortaleza suficiente para enfrentar el inextirpable mal que yace en el fondo de la existencia como una herida abierta y que es producto también de sus actos libres, elevándose así el hombre a una dimensión trascendente y teológica que lo libera de la ceguera de un sistema ideológico alienante y mutilante dominado por una razón instrumental que lo fragmenta y destruye. En efecto, para la autora, la vida humana tiene un carácter esencialmente intencional y dialogal que hace posible la revelación de un otro en quien es posible redescubrirse y realizarse. Pero en esta apertura se comprende también al hombre como un icono vivo, como un ser en quien se manifiesta la Mirada Creadora del Dios Padre, única que sostiene la existencia y fuente de todas las miradas. La existencia humana se revela así como imago Dei y como irradiación de la Luz divina. Martín Grassi

Pico della Mirandola, G. y Vives, J. L., De la Dignitat de l’Home y Faula de l’Home (edició i traducció al càrrec de Andreu Grau i Arau), Proteus (Col. lecciò DELOS: Clàssics de l’Ètica), Barcelona 2008, 106 pp. En este libro, el Prof. Andreu Grau i Arau de la Universitat Ramon Llull, especialista en filosofía de la Edad Media y el Renacimiento europeo, presenta la traducción del latín al catalán de dos obras clásicas del pensamiento occidental, escritas por autores de fama universal: la celebérrima Oratio de hominis dignitate (Discurso acerca de la dignidad del hombre) de Giovanni Pico Della Mirandola (Mirandola 1463-1494) y la no menos conocida Fabula de homine (Fabula del hombre) de Joan Lluís Vives (València 1492 – Bruges 1540). La Oratio de Pico de 1486, animada por el espíritu de la escuela neoplatónica de Florencia, no fue concebida como una obra individual. Es el discurso que el Mirandolano pensaba ofrecer a sus interlocutores como antesala a la discusión de 900 tesis o conclusiones sobre omni re scibile. Se trataba de un conjunto de tesis redactadas según el método escolástico de París que habría de ser sometido a discusión ante una asamblea de sabios procedentes de todos los rincones de Europa. Pico pensaba argumentar en forma de ataque y defensa con la esperanza de poner así en evidencia los principios de una pax philosophica que oficiaran como fundamento para la pax fidei, cuya búsqueda había sido compartida por los espíritus más elevados del convulsionado quattrocento. El propósito de la Oratio es pues, variado: templar el ánimo de

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los disputatores, barrer de antemano con posibles objeciones y presentar al hombre como el sustrato sobre el cual ha de arraigarse la paz tan ansiada. En el conjunto del texto, la teoría del hombre microcosmos ocupa un lugar de preeminencia: es una pieza para articular la argumentación que lleva hasta la idea de la libertad del hombre como fundamento de su dignidad. La condición esencialmente libre ser humano es la que hace de este un magnum miraculum, un ser al que, al modo de los camaleones, le es concedido ser lo que desee. La Fabula de Vives de 1518, de una extensión casi cinco veces menor que la de la Oratio, aunque profundamente inspirada en ella y en las obras de Marsilio Ficino, presenta al hombre como el actor principal en el gran teatro del mundo. En el texto, los dioses olímpicos, con motivo de la celebración del cumpleaños de Juno, esposa de Júpiter, asisten a la representación de tragedias, comedias, sátiras, etc. cuyos actores son todos los seres que componen el universo. Pero, habiéndoseles consultado sobre qué actor les parecía el mejor, los dioses respondieron que ninguno era más admirable que el hombre, puesto que al verlo creían hallarse frente a un espejo. En efecto, el hombre que campea en la obra del filósofo valenciano, al igual que el camaleón piquiano, puede imitar todo género de vida, incluso la de los dioses y hasta la del padre mismo de estos: Júpiter. Tal es el júbilo que el hombre-actor produce en los convidados que hacia el final de la obra, es invitado a continuar con su actuación en este gran escenario. Existen varias traducciones de la Oratio. Por sólo mencionar algunas de las más importantes, contamos con la italiana de E. Garin de 1942; la traducción italiana e inglesa de 2005, realizada por los integrantes de The Pico Project-Progetto Pico. Las castellanas de A. Ruiz Díaz de 1972, de L. Martínez Gómez de 1984, y la más reciente y exhaustiva de S. Magnavacca de 2008. Asimismo hay dos traducciones catalanas, una de 2001 y otra, a cargo de A. Seva, de 2004. La Fabula de homine ha sido traducida a diversos idiomas. Se han de tener en cuenta especialmente dos traducciones al castellano, una de L. Riber de 1947 y otra de J.F. Alsina de 1988, así como también la catalana de M. Duran de 1996. Estas nuevas traducciones que aquí se reseñan llegan muy oportunamente, durante un período de avivamiento y revitalización de los estudios humanísticos y sobre el Humanismo. El prof. Grau no sólo acompaña los textos con una introducción muy útil para caracterizar a los autores y su contexto, sino que también ha sabido lidiar con las argucias retóricas de los escritores latinos, volcando sus palabras en un límpido y elegante catalán. Julián Barenstein

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Notas bibliográficas

Trias Mercant, S., Diccionari D`Escriptors Lul.listes, Edicions Universitat de les Illes Balears (Col. lecció Blaquerna, 6), Palma 2009, 481 pp. + CD. El profesor Sebastià Trias Mercant (1933-2008) fue uno de los escritores lulistas más prolíficos y profundos del s. XX y de la porción del XXI que le tocó vivir. Entre sus muchos méritos destaca el de haber sido rector de la Maioricensis Schola Lullistica en el período 1987-1993 y vocal del Consell Rector de l’Estudi General Lul.lià durante el año 2001. Esta obra póstuma que aquí presentamos bien puede ser vista como una muestra de su trabajo y de su conocimiento acerca del “asunto luliano” en toda su complejidad. En la introducción al cuerpo del diccionario, el autor señala que la historia del lulismo ha estado dividida entre dos grupos de personajes: uno constituido por los seguidores, admiradores y defensores de Llull y otro por los traductores de sus obras, biógrafos, apologistas e intérpretes de las doctrinas lulianas. Al mismo tiempo, este segundo grupo ha sido clasificado de acuerdo con tres modelos: el bibliográfico, el doxográfico –propio de los siglos XVII y XVIII– y el histórico. El prof. Trias Mercant, por su parte, se propone desarrollar un modelo ausente hasta el momento: el del diccionario. Así pues, habiendo optado por el criterio de la brevedad, se ha centrado en unas pocas notas para la redacción de cada artículo: (1) la geografía y la cronología del autor reseñado, (2) una pequeña biografía de su actividad intelectual y su situación lulista, (3) la relación de sus escritos con la tradición manuscrita o las ediciones correspondientes y (4) una bibliografía analítica de su personalidad científica y de los libros escritos. Así las cosas, aquí son considerados escritores lulistas aquellos que han dedicado su investigación a estudiar la biografía y obra de Llull –como Anthony Bonner, Lola Badia Pàmies, Jordi Gayà Estelrich, Fernando Domínguez Reboiras y el autor mismo–, aquellos medievalistas que, aprovechando alguna relación con sus estudios, han escrito tangencialmente sobre el doctor illuminatus y su obra –como Miguel Asín Palacios y Fernand van Steenberghen– (en este caso se trataría más bien de lulólogos que de lulistas), y aquellos que, habiendo leído las obras del filósofo mallorquín, han asimilado su pensamiento en su propia filosofía –como Giovanni Pico Della Mirandola, Nicolás de Cusa y Giordano Bruno–. A fin de evitar la ocasionalidad, el diccionario se limita a registrar lulistas que han escrito por lo menos tres artículos sobre Llull o sus seguidores, así como aquellos que, a pesar de haber escrito solo uno o dos artículos, pertenecen a alguna institución luliana, aquellos cuyos trabajos han abierto nuevas vías de investigación luliana o consolidado las ya existentes y a los escritores pioneros en la investigación lulista en su país. Asimismo, solo han sido incluidos en el diccionario los autores comprendidos en el espacio que se extiende desde el s. XIV (el de los discípulos directos de Llull y

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los primeros copistas de sus obras) hasta 1991 (año en que la revista Estudios Lulianos, cambia su nombre por Studia Lulliana). Por último, se ha de mencionar que la obra cuenta con una gran cantidad de bibliografía actualizada hasta el año 2003 y un apéndice de clasificación cronológica de los autores. Todo el material presente en la obra hace que el Diccionari D`Escriptors Lul.listes sea una verdadera historia bibliográfica del lulismo, de profundo interés para todo lector de lengua catalana que desee emprender o perfeccionar sus estudios lulianos. Julián Barenstein

Jouvenel, B., La ética de la redistribución, Katz, Buenos Aires 2010, 126 pp. Parece tarea muy sencilla hacer apología de la redistribución de los recursos como función primordial de cualquier gobierno, dado que la tarea que les es encomendada consiste en lograr el bienestar social; la forma más popularmente conocida de lograrlo es la “transferencia” de riquezas desde los que más tienen hacia los que menos tienen. ¿Como se pone en práctica? Mediante la aplicación de impuestos “progresivos”, por los cuales se ve disminuida la renta de los más ricos, hacia las arcas del estado, quien debe satisfacer las necesidades de los pobres, mediante el uso eficiente y eficaz de esos recursos. Esto es muy bien aceptado por la sociedad en general, como un gesto de “solidaridad” para los que no pueden satisfacer sus necesidades básicas de subsistencia, y de esa manera, lograr el bienestar de un mayor número de personas. Es claramente conocido desde tiempos inmemoriales el deseo del hombre de estar mejor física, espiritual y económicamente. Este anhelo de progreso lleva al mismo a querer mejorar su salario para poder lograr su ansiado bienestar. Pero esto “aumento” en el valor del mismo llevará aparejada una “disminución” simultánea, debido a la carga tributaria “progresiva” que este hecho conlleva. Estos impuestos “progresivos” (a rentas más altas, impuestos más elevados) desmotivan ese afán del hombre por querer mejorar, y querer que los más necesitados estén mejor, ya que “a más trabajo, menor renta”. Sostiene Jouvenel: “Si más bienes es la meta hacia la cual deben dirigirse los esfuerzos de la sociedad, ¿por qué razón “más bienes” deberían ser una meta dudosa para el individuo?” Esta menor renta, provocada por el desincentivo del hombre a trabajar más por menos, se traduce en un menor ingreso de impuestos al estado, y por consiguiente, menor cantidad de dinero destinada a los individuos de menores recursos. Ello deriva en un mayor “individualismo”, en detrimento del “socialismo”

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Notas bibliográficas

bien entendido. Ahora bien, ¿es ético desmotivar a quienes anhelan su bienestar, como derecho del hombre? He aquí el primer cuestionamiento del autor, muy bien fundamentado. Por otra parte, el receptor de esos ingresos es el estado, siendo quien decide qué hacer y qué no hacer con los mismos. De esta manera se transforma en “administrador” de recursos destinados a una clase social determinada, por ejemplo, parte de esos recursos irán a un hospital público para que puedan ser atendidos aquellos que no pueden acceder a un sistema privado de salud. Pero como prima la igualdad de derechos hacia todos los individuos, ese mismo hospital podrá atender a una persona que no pase necesidades básicas. Cabe destacar que esta traslación monetaria dota al estado de cierto poder de decisión sobre el futuro de la gente, pudiendo corromperse y favorecer más a unos que a otros. Entonces, ¿puede el estado cumplir en forma correcta con su tarea de redistribución de la riqueza, o tiende a la corrupción favoreciendo a una clase social determinada y perjudicando a otras? Nos encontramos aquí con el segundo cuestionamiento del autor, en cuanto a la capacidad del estado de cubrir las necesidades de toda la población por igual. Por último, ¿pueden las necesidades de la población en su totalidad, tan disímiles y antagónicas, medirse con la misma vara? ¿El “dejar de ganar” de unos se transformará siempre en el “bienestar” para otros? Último cuestionamiento de la obra, que parece, como los anteriores, no tener respuesta: “Cierta pérdida de ingresos no significaría para los más ricos tanto como la ganancia consiguiente significaría para los más pobres”. Pero no es justamente esa la misión del autor, sino atreverse a cuestionar, y de esa forma, hacer reflexionar al lector acerca de la ética de la redistribución de la riqueza, lo cual logra de una manera impecable. Karina De Luca

San Buenaventura, Obras completas I (edición bilingüe a cargo de León Amorós, Bernardo Aperribay y Miguel Oromí), BAC, Madrid 2010., 686 pp. A principios del 2010 la Biblioteca de Autores Cristianos lanzó la reedición de su versión de las obras completas de San Buenaventura, para su colección BAC THESAURUS, con la publicación del volumen I que aquí presentamos. Tal como acostumbra la editorial, se trata de una edición bilingüe anotada. Este primer volumen, respetando la edición anterior, se abre con una introducción a cargo de León Amorós, que brinda al lector, no sólo los datos biográficos pertinentes, sino también las claves para arrancar con el estudio de su sistema de pensamiento.

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Asimismo, reaparece al final del volumen, a modo de apéndice, el léxico buenaventuriano que acompañaba cada volumen de la edición anterior, seguido de un índice analítico. Allí el lector encontrará, por una parte, compilados los términos propios del vocabulario técnico del autor, con sus respectivas definiciones; y por otra, la remisión a los pasajes pertinentes en sus distintas obras. Concretamente, este volumen I reúne: Breviloquio, Itinerario de la mente hacia Dios, Reducción de las ciencias a la teología, Cristo maestro único de todos y Excelencia del magisterio de Cristo. Cada obra cuenta además con su propia introducción a cargo de los traductores. Así pues, se hallan aquí reunidas las piezas que, tanto para el estudioso de Buenaventura, como para el lector no especializado, constituyen un paso obligado en la lectura. En ese sentido, cabe recordar que Breviloquio es –dicho rápidamente– la obra que refleja la rerum natura según el doctor seráfico. En efecto, allí intenta explicar la realidad toda, desde el Primer Principio, hasta el fin de los tiempos, momento del retorno. La obra está conformada por siete partes, porque, de acuerdo con nuestro autor, para desplegar el tema propuesto, es necesario recurrir a la teología y ella, a su vez, versa sobre siete cuestiones fundamentales: la Trinidad de Dios, la creación, la corrupción por el pecado, la encarnación del Verbo, la gracia del Espíritu Santo, la medicina de los Sacramentos, y el juicio final. Cabe destacar que aquí Buenaventura retoma la reflexión sobre problemas ya tratados en su Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo. Por ello mismo, esta edición de la BAC de su Breviloquio nos brinda una gran herramienta para su estudio, mediante las remisiones que oportunamente, a pie de página, se hacen a los lugares paralelos. El Itinerario de la mente hacia Dios es la obra donde Buenaventura esquematiza la estructura de la realidad, por medio de una interpretación ontologizante de la teoría agustiniana de la iluminación. De esta suerte, lo que en Agustín sirve para explicar el mecanismo del conocimiento humano, en Buenaventura fundamenta el ser de cada nivel de la creación, en tanto es reflejo del Creador y el Creador mismo reflejado, en la medida de las posibilidades de cada tipo de criatura. Ahora bien, el Itinerario…, obviamente, no se agota en este esquema, sino que tiene fundamentalmente la pretensión de mostrar el camino que conduce de vuelta hacia el Principio, a la única criatura capaz de llegar tan lejos: el hombre, porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. En ese sentido, a través de sus siete capítulos, representa en orden ascendente los siete niveles que conforman la via beatitudinis desde el punto de vista gnoseológico. La Reducción de las ciencias a la Teología, aunque aparece en tercer lugar en este volumen I de la BAC, es el primer paso del sistema de pensamiento de Buenaventura, dado que con ella sienta la perspectiva metodológica a partir de la cual lo construye, al subordinar la razón a la fe, la filosofía a la teología, y “reducir” los distintos tipos de conocimiento “científico” a la sapientia. No obstante lo dicho, cabe aclarar que una de las acepciones de “reductio” remite al hecho de reconducir y es precisamente éste el sentido fundamental que tiene en el caso de nuestro autor. En

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Notas bibliográficas

última instancia, las distintas ramas del saber que aquí se describen son, en rigor, ordenadas, o más bien reconducidas –no reducidas– hacia un saber superior al cual aluden y –una vez más– reflejan, en tanto que es una y la misma la luz que vuelve cognoscibles sus respectivos objetos de estudio. Finalmente, cierran este volumen dos sermones que desde distintas perspectivas retoman la figura de Cristo Jesús como magister. En Cristo maestro único de todos, Buenaventura, apoyándose en Juan 14, 6 Ego sum via, veritas et vita, desarrolla la tesis según la cual Cristo, en tanto Verdad, es por consiguiente luz fontal de todo conocimiento y, consecuentemente, único legítimo maestro, no sólo de los cristianos, sino también de toda la humanidad. En la Excelencia del magisterio de Cristo, en sintonía con el opúsculo anterior y apoyándose en Mt 22, 16 Magister, scimus quia verax es et viam Dei in veritatem doces, tras postular la necesidad de que el hombre se reforme en cuanto a la parte irascible, la concupiscible y el entendimiento, nuestro autor retoma la figura de Cristo como único portador de la palabra capaz de sanarlo, pues, siendo absolutamente inconmutable, solamente él puede brindarle la estabilidad necesaria para lograrlo. Lamentablemente, el lector no encontrará en esta reedición un repertorio bibliográfico actualizado, ni una traducción más afín a nuestro castellano actual, ya que, aunque renovada en su soporte material, reproduce la edición de la década del sesenta. Diana Fernández

Ordine, N., El umbral de la sombra. Literatura, filosofía y pintura en Giordano Bruno (prólogo de Pierre Hadot y traducción de Silvina Paula Vidal), Siruela, Madrid 2008, 381 pp. Nuccio Ordine, de la Universidad de Calabria y actual secretario del Centro Internacional de Estudios Brunianos (CISB) de Nápoles, ha escrito numerosos artículos y libros sobre Giordano Bruno (1548-1600), su entorno social, artístico y político y co-dirige la edición crítica bilingüe de las Opere Complete del filósofo de Nola. En El Umbral de la Sombra presenta, en palabras de Pierre Hadot –su prologuista–, un “notable modelo metodológico de exégesis filosófica, reconstruyendo de manera extremadamente minuciosa el itinerario intelectual que siguió Bruno entre 1582 y 1585”. Entre dichos años ven la luz todas sus obras en lengua vulgar: la comedia El Candelero, escrita en París en 1582 y los célebres diálogos italianos, divididos en dos tríadas conocidas como “diálogos metafísicos” –La Cena de las cenizas, De la causa, el principio y el uno, Del infinito, el universo y los mundos– y “diálogos morales”, –La

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Expulsión de la bestia triunfante, La Cábala del caballo Pegaso y De los heroicos furores–, publicados en Londres entre 1584 y 1585. Si bien el trabajo está dirigido a iniciados en la materia, debido a la fluidez de su prosa y a la claridad de sus explicaciones, resulta asequible para quienes quieran emprender estudios sobre Giordano Bruno. En el texto, dividido en ocho capítulos, el autor, distanciándose de otros especialistas pero sustentado por un esquema interpretativo muy sólido, lee en la producción de las siete obras italianas un proyecto unitario y calculado. En primer lugar, señala que la elección del volgare para los diálogos por parte de Bruno implica la voluntad de expresar su “nueva filosofía” con una lengua viva, alejada del latín fosilizado de las universidades. En segundo lugar, focaliza en el hecho de que Bruno sólo utiliza dos géneros: comedia y diálogo. En su opinión, funde los esquemas propios de dichos géneros transfiriendo elementos dialógicos al teatro y teatrales al diálogo para dar curso a su “filosofía nolana” en clave cómica. De este modo las obras desde El Candelero hasta los Furores estarían, no sólo animadas por una misma intención, sino también circunscritas a una idéntica clave interpretativa: se presentarían como teatro de opuestos y al mismo tiempo como puesta en escena de la vida. Así pues, los razonamientos de Bruno –que evocan constantemente la figura del sileno– son en su aspecto externo totalmente ridículos, pero si uno los ve abiertos y penetra en ellos, encontrará que constituyen los únicos discursos que tienen sentido. En la presentación de la nueva filosofía, a su juicio, lo cómico se convierte en el elemento para demoler lugares comunes, reglas sin sentido y prescripciones superfluas tanto en filosofía como en poesía y pintura. Siguiendo entonces el esquema de Ordine, El Candelero, convertido en una verdadera overture, iniciaría el camino de Bruno en el desarrollo de la “nueva filosofía”. La dialéctica realidad-apariencia hace que sus escenas se presenten como escenas de la vida. Al espectador-lector de esta obra se le exige un esfuerzo de síntesis que le permitiese reducir la aparente multiplicidad de las vicisitudes de los personajes a un punto de unión: la ignorancia, el desconocimiento de sí mismo y, a su vez, la presunción de la propia sabiduría. La Cena de las cenizas, el “manifiesto de la filosofía nolana”, rompe con toda la jerarquía geocéntrica para declarar que en el universo infinito, tanto los agregados atómicos más grandes como los más pequeños gozan de igual dignidad por estar animados por la misma fuerza vital. El De la causa, el principio y el uno, establece las unidades de forma y materia, disociadas por siglos de filosofía aristotélica. La materia en acto y en potencia es idéntica: es una la materia que constituye todo lo “corpóreo e incorpóreo”, no sufre mutaciones, lo que cambia es el compuesto que de ella toma forma, es todo lo que hay en el universo y fuera de éste no hay divinidad, ni saber, ni religión, ni magia. Cerrando la tríada metafísica, en el Del infinito, el universo y los mundos, el Nolano demuestra que la infinitud del universo no hace otra cosa sino exaltar y magnificar la potencia divina. Con La Expulsión de la bestia triunfante y La Cabala del caballo pegaso el filósofo penetra en el terreno de la moral y la religión para reestablecer los nexos destruidos por siglos

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de barbarie entre religión y sociedad civil para ligar al hombre con el hombre, mediante la adopción de un culto que, uniendo la ley divina con la ley civil, favorezca la cohesión social e incite a asumir comportamientos “heroicos en la vida ciudadana”. Al final de la segunda tríada, con De los heroicos furores, entra en escena la filosofía contemplativa. Tras haber reescrito bajo la égida de lo infinito las relaciones del hombre con el cosmos, la materia, la naturaleza y la ética, Bruno se dispone a reescribir la relación entre el hombre y el conocimiento. Lo hace una vez más tratando de romper los límites dentro de los cuales la búsqueda del saber se hallaba circunscrita. El furor heroico es, en efecto, un ímpetu racional, un proceso que remite a la aprensión intelectual, nada tiene que ver con comportamientos irracionales, ni con el olvido y la negligencia de uno mismo, sino, justamente, con el conocimiento de sí mismo, cuya carencia era el eje sobre el que rotaba la dialéctica de El candelero. El autor señala que en el último diálogo y en sintonía con la culminación de su proyecto subversivo, Bruno llega a subvertir, de forma más radical que en sus obras precedentes, la identidad del género dialogal. Funde prosa y poesía, verso y comentario, imágenes y palabras: ni la poesía ni la pintura deben estar subordinadas a reglas estéticas abstractas, sino estar al servicio de un proyecto filosófico. Finalmente, el esfuerzo que debe hacer el filósofo furioso por superar su individualidad encuentra su paradigma en el mito del origen de la pintura. El acto fundador de la pintura habría consistido en contornear con líneas la sombra de un cuerpo humano. En el plano simbólico, sigue el autor, es fácil ver que tiene en común el filósofo y el pintor: ambos trabajan con sombras, fabrican imágenes a partir de proyecciones, comparándolas continuamente con una realidad constituida sobre la compleja relación entre sustancia y apariencia. En este sentido, pintor y filósofo se esfuerzan por superar el estadio de las sombras para llevar su expresión al nivel más elevado. Ninguno de los dos debe limitarse a “dibujar la sombra”, es decir, a reproducir mecánicamente un modelo. El paso de la imitatio a la inventio, implica traspasar el umbral de la sombra; sin este paso es imposible alcanzar el nuevo, infinito, horizonte. Por último no podemos dejar de mencionar que la excelente traducción que aquí reseñamos, a cargo de la prof. Silvina Vidal de la UNSAM, revisada por Miguel Ángel Granada de la universidad de Barcelona y presidente del CISB, cuenta además con una muy buena edición. El cuerpo del texto está acompañado por una gran cantidad de notas (pp. 233-361), muy útiles para quien quiera profundizar en los temas desarrollados, un índice analítico muy completo (pp. 363-381), un repertorio de imágenes (pp. 149-174) que ilustran las explicaciones del prof. Ordine y dos apéndices (pp. 217-232) sobre Bruno y la pintura de Caravaggio. Julián Barenstein

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Derrida, J., Carneros. El diálogo ininterrumpido: entre dos infinitos, el poema, Amorrortu (Colección Nómadas), Buenos Aires 2009, 76 pp. El interés de Jacques Derrida por las cuestiones afines al lenguaje y a la interpretación queda claramente manifiesto en este opúsculo llamado Carneros, miembro de la colección Nómadas, dedicada en gran parte a pensadores franceses. En primer lugar, es importante remarcar la congratulación y nostalgia con que el autor se dirige a Gadamer. Constantemente recurre a su auxilio para poder vislumbrar y comprender esto que él denomina “la barrera de las lenguas”. Las prácticas de la traducción y de la interpretación nos abren nuevas puertas en la misma medida que cierran otras: no se trata de puras evidencias, hay siempre algo misterioso, oculto y que permanece indescifrable. Yace aquí la cuestión de la “indecisión”, comprendida como vehículo y no como actitud paralizante. En segundo lugar, y regresando casi a las puertas del romanticismo, resalta esa exquisita tesis que afirma que es en la poesía donde habita propiamente la lengua, y no en el discurso filosófico y científico. El autor insiste en mostrar la conexión que hay entre los términos “pensamiento” (Denken) y “agradecimiento” (Danken): el texto es una mano que se extiende y bendice. La lengua y la poesía alemanas le resultan propicias para mostrar cómo anidan en ellos sus ideas acerca de estas cuestiones afines a la filosofía del lenguaje. Por último, Derrida no dudará en mostrarnos que el camino del diálogo implica justamente la compañía de otro. De aquí que se muestre sensible ante la ausencia de su interlocutor –Gadamer–, con quien igualmente continúa dialogando en sus pensamientos. Hay un diálogo interior que perdura más allá de la muerte, puesto que el diálogo es por esencia infinito. Eugenia Varela

Aristóteles, Categorías (Traducción, notas e introducción por Eduardo Sinnot), Colihue, Buenos Aires 2009, 232 pp. La editorial Colihue presenta, dentro de su colección Colihue Clásica, uno de los textos capitales de la filosofía antigua: las Categorías de Aristóteles. Si bien este breve tratado es de los primeros del Estagirita y nos ha llegado, a su vez, incompleto, es entre sus escritos uno de los más leídos y comentados por la tradición. En efecto, es aquí donde aparecen por primera vez ideas fundamentales de la filosofía aristotélica,

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que se definen en su toma de distancia respecto del platonismo y que han puesto las bases para el pensamiento occidental. El tratado data alrededor del año 347 a.C. y fue escrito como base para las lecciones o debates en la Academia. Compuesto por tres grandes partes, Antepraedicamenta, Praedicamenta y Postpraedicamenta, el texto no presenta una unidad orgánica en tanto que en la primera parte no se define claramente lo que sea una categoría, en la segunda no se tratan la totalidad de ellas y, en la última, los temas no están en estrecha vinculación con los de las partes anteriores. En la primera parte se trata acerca de la homonimia, la sinonimia y la paronimia (cap. I); de la clasificación de las expresiones y de los entes (cap. II); de la transitividad (cap. III); y de las categorías en general y su enumeración (cap. IV). En la segunda parte, se trata de cada categoría en particular, aunque no se encuentre el tratamiento de todas ellas: la sustancia (cap. V), la cantidad (cap. VI), la relación (cap. VII), la cualidad (cap. VIII) y la acción– pasión (cap. IX). En la última de sus partes, Aristóteles analiza el tema de la oposición (cap. X), de los contrarios (cap. XI), de la anterioridad (cap. XII), de la simultaneidad (cap. XIII), del movimiento (XIV) y del “tener” (cap. XV). El trabajo del Profesor Eduardo Sinnot (Doctor en Filosofía, Filología Griega y Lingüística General por la Universidad de Münster, Alemania) es lo que brinda a la presente edición su valor particular. Movido a la vez por una preocupación pedagógica y crítica, el Dr. Sinnot facilita el acceso a esta obra a través de una traducción sumamente cuidada y clara que complementa con una extensa introducción y una vasta cantidad de notas que iluminan con éxito un texto de por sí oscuro. El lector que ha tenido presente en todo momento el traductor ha sido, según él mismo confiesa, el estudiante de filosofía que se acerca por vez primera a la filosofía aristotélica, por lo cual el texto se brinda, a un tiempo, de un modo de fácil entendimiento y con un bagaje crítico que permite la profundización en el estudio pormenorizado de la obra, sobre todo gracias a la ingente bibliografía citada y a la minuciosidad de las notas aclaratorias. Martín Grassi

Arellano, I.; Strosetzki, C.; y Williamson, E. (Eds.), Autoridad y poder en el Siglo de Oro, Iberoamericana/Vervuert, Madrid/Frankfurt 2009, 293 pp. Los frutos de algunos trabajos de los equipos de investigación de las Universidades de Oxford, Münster y Navarra aplicados al tema Autoridad y Poder en el Siglo de Oro se ven encomiablemente editados por los profesores I. Arellano, C. Stroserzki y E. Williamson en el volumen 62 de la Biblioteca Áurea Hispánica de la Editorial

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Iberoamericana/Vervuert. La labor de esta editorial es conocida y meritoria, difundiendo trabajos como el este que presentamos, referidos a la práctica del poder en ámbitos públicos y privados, la imagen de estas prácticas desde lo escrito –los espejos de Príncipes por ejemplo– a lo ceremonioso, ofreciendo desde los terrenos literarios y religiosos un acertado reflejo de esta dinámica aurisecular. El retrato de la canonización de san Ignacio y san Francisco Javier en 1622, realizado por Arellano, remarca la relación de lo litúrgico, lo hagiográfico y la celebración de la canonización de tan importantes figuras de la Compañía de Jesús con los estrechos vínculos de Religión y Poder Político de aquellos tiempos. A este interesante análisis, le continúan los trabajos de Cerstin Bauer-Funke sobre la relación Poder, Autoridad y Autoría, Luis Galván, Tobías Leuker, Michael Peters –aportando nuevas señales sobre el estudio de las estrategias de poder y la percepción del poder en la picaresca del Siglo de Oro–, Rivero Iglesias, Roncero, Stosetzki, Thacker, Thompson, Truman –analizando el papel de la Inquisición y el mundo de la erudicción en la primeras décadas del XVIII–, llegándose a tratar el poder simbólico en los ceremoniales diplomáticos (Weller), el tópico autoridad desde la mirada siempre vigente de Don Quijote y Sancho (Williamson), culminando el volumen con dos apreciables textos, uno sobre la muerte de Carlos V y el recomendado Emblema? Imago auctoritatis de Rafael Zaffa. Sin duda, la lectura de este volumen posibilitará acercarnos de mejor modo a ese tiempo de encuentro con lo Otro, para tener mejores senderos de acercamiento a la estructura mental y social Áurea, tan estudiada y reflexionada también en estas tierras americanas. Pablo D. Guzmán

Teología y religión Fray Luis de León, Dios y su imagen en el hombre. Lecciones inéditas sobre el libro I de las Sentencias (1570) [Edición de Santiago Orrego], EUNSA [Colección de Pensamiento Medieval y Renacentista], Pamplona 2008, 493 pp. Fray Luis de León (1528-1591), sacerdote agustino, humanista y poeta, es una figura señera del Renacimiento español. Como dice la nota editorial de este libro que presentamos, “uno de los personajes emblemáticos de la historia de la cultura hispánica”. Célebre por sus obras literarias en prosa y verso, es digno de atención

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su trabajo académico en el ámbito de la filosofía y la teología. Este texto es muestra fehaciente de ello. Se trata de sus lecciones en la Universidad de Salamanca durante el curso 156970, siendo catedrático de Durando (Ludovici Legionensis, O.E.S.A. – Quaestiones super Durandum in Primum Sententiarum et super Primam Partem Divi Thomae ex Codice 1.834 Bibliothecae Generalis Universitatis Conimbricensis). El texto bilingüe, transcripto, traducido, verificado en sus fuentes y anotado por Santiago Orrego Sánchez, filósofo chileno doctorado en Navarra, va precedido de una completa y clarificadora introducción del mismo traductor (pp. 15-369). Los temas abordados por Fr. Luis son los siguientes: “Proemio: si la teología es ciencia” (pp. 39-47), “Sobre el gozo y el uso” (pp. 48-71), “Sobre la unidad de la existencia de Dios” (pp. 72-127), “Sobre la imagen de la Trinidad en el hombre” (pp. 128-155), “Sobre las procesiones divinas” (pp. 156-259), “Sobre las relaciones divinas” (pp. 260-275), “Sobre las personas en general” (pp. 276-325) y “Sobre las personas divinas en particular” (pp. 326-375). Continúa el texto con las lecciones dadas por el suplente de Fr. Luis, el licenciado Agustín de Mendiola, sacerdote de Pamplona y posteriormente jesuita, probablemente a partir de febrero de 1570: “Sobre la ciencia de Dios” (pp. 376-423), “Sobre las ideas divinas” (pp. 424-443), “Sobre la presencia de Dios en las cosas” (pp. 444-461) y “Sobre la causalidad de la ciencia de Dios y los futuros contingentes” (pp. 462-475). Culmina la obra con unos excelentes índices de la Sagrada Escritura y textos afines, Concilios y textos eclesiásticos, autores y obras citadas y textos de Tomás de Aquino. Nuestra sincera felicitación al Editor y a la Editorial por esta publicación, que hace justicia una vez más a la egregia figura de Fr. Luis, un cristiano sincero, un religioso fiel, un intelectual comprometido. José Demetrio Jiménez, OSA

Canet Vayá, V. D. (Ed.), El religioso presbítero: dos dimensiones de una sola vocación, Centro Teológico San Agustín, Madrid 2010, 241 pp. Presentamos la Actas de las XIII Jornadas Agustinianas, organizadas por el Centro Teológico San Agustín (CTSA) de El Escorial (Madrid), que tuvieron lugar en el Colegio San Agustín de Madrid los días 13 y 14 de marzo de 2010. En el contexto del Año Sacerdotal, conmemorativo de los 150 años de la muerte de san Juan María Vianney, nos ofrecen la oportunidad de fijar la atención y reflexionar sobre la especificidad del religioso sacerdote.

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La edición de estas Actas está encabezada por una Presentación del Director del Centro, Vicente Domingo Canet Vayá, OSA (pp. 13-21). La Jornadas comenzaron con un Saludo del Prior General de la Orden de San Agustín, P. Robert F. Prevost (pp. 2326). Las conferencias pronunciadas y ahora publicadas son estas: El religioso sacerdote y su circunstancia (Luis González-Carvajal Santabárbara, pp. 29-51), ¿Aprender de san Agustín en la catequesis de hoy? (Luis Resines Llorente, pp. 53-90), Pastoral de la vocación: la llamada que se va haciendo respuesta estimulada por el itinerario de formación sacerdotal (Secundino Movilla López, pp. 91-111), El religioso sacerdote en Juan Pablo II y Benedicto XVI (José A. Martínez Puche, OP, pp. 113-140), Nota sull’icona del “religioso presbítero” in Agostino d’Ippona. Modalità di una proposta vocazionale (Vittorino Grossi, OSA, pp. 169-193; traducción en castellano pp. 195-216) y El religioso sacerdote en la Iglesia particular (Carlos Amigo Vallejo, OFM, pp. 217-232). Acompañó a las conferencias una Mesa Redonda que tuvo como moderador a Alejandro Moral, OSA, y como participantes a Javier Antolín Sánchez, OSA; José Manuel González Durán, OAR; Víctor Gil Grande, Sch.P.; y Antonio Graciá Albero, O. Carm. (pp. 141-168). El lector tiene a su alcance los temas abordados en las Jornadas, expuestos con claridad y competencia por relevantes teólogos y pastores. Felicitamos al CTSA por su labor, particularmente a su actual Director, quien una vez más coordinó las Jornadas con destreza y cuidó con esmero la publicación de sus Actas. José Demetrio Jiménez, OSA

Fraboschi, A. A., “Scivias”, de Hildegarda de Bingen (primera parte). Lectura y comentario al modo de una “Lectio medievalis”, Miño y Dávila, Buenos Aires 2009, 575 pp. Scivias o Scito vias Domini [“Conoce los caminos del Señor”] (1141-1151) es la primera obra profética de Hildegarda de Bingen. Este texto es considerado multimediático, pues en él confluyen imágenes, música y drama para transmitir las visiones de la abadesa. El texto se compone de tres libros que incluyen veintiséis visiones, cuyos temas son: la Creación, la Redención y la Santificación en correspondencia con cada persona de la Trinidad. Esta edición presenta la traducción del primer libro que está compuesto por seis visiones. Por otra parte, incluye la reproducción a color de algunas de las iluminaciones hechas sobre el manuscrito bajo la supervisión de la misma Hildegarda. La edición cuenta, por otra parte, con una introducción a la vida y obras de la abadesa, otra al presente texto y un breve resumen de cada una de sus divisiones; y dos capítulos dedicados al método de la lectio medievalis de las antiguas

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escuelas monásticas en la temprana Edad Media, en el que no sólo lo intelectual, sino también la corporalidad entran en juego. Consiste en un modo de lectura atento que desemboca en una meditatio sobre los misterios divinos y, finalmente, en una oratio por medio de la cual el lector, enriquecido, se eleva al Creador. Sobre este modelo la autora hace una lectura del texto de Hildegarda. El cuerpo de la obra de la abadesa contiene la traducción del núcleo de la visión misma, luego la glosa de la propia Hildegarda y se añaden algunos elementos por parte de la traductora a modo de comentario personal, a fin de ayudar a la comprensión de algunas imágenes o bien a la inclusión de temas que son verdaderas digresiones, algunos aportes de otras obras paralelas de la autora y de su correspondencia, y elementos del pensamiento filosófico de la época. Hacia el final se incluyen un apéndice biográfico en el que se incluyen los nombres mencionados a lo largo de la obra para quienes no están familiarizados con la autora o la época; una detallada lista de bibliografía y un apéndice digital con los textos latinos cuya traducción aparece en el cuerpo del libro que puede hallarse en el sitio web de la editorial. La Dra. Fraboschi presenta el texto de la abadesa como una lectura y comentario al modo de la lectio, logrando que la lectura de un texto tan críptico y difícil se torne en una enriquecedora y muy interesante experiencia. Marcela Borelli Hernando Moreno, P., Familia: don divino, proyecto humano, Guadalupe, Buenos Aires 2010, 214 pp. La editorial Guadalupe ha publicado las reflexiones del agustino Pablo Hernando Moreno sobre la familia, título que acompaña de un sugerente subtítulo: don divino, proyecto humano. Con prólogo del también agustino Mons. Cipriano García Fernández, Obispo Emérito de Cafayate (pp. 7-9), el autor comienza “estas sencillas reflexiones acerca de la familia en la actualidad, proponiendo como modelo a la Sagrada Familia de Nazaret, que para nosotros los cristianos es un permanente ejemplo a seguir” (p. 13). La obra se articula de la siguiente manera: La familia en los documentos eclesiales (pp. 11-58), Textos bíblicos sobre la familia (pp. 59-84), Páginas variadas sobre la familia (pp. 85-115) y Los desafíos de la familia hoy (pp. 117-209). Interesante aproximación, pues, para quienes desde la fe cristiana viven el don divino de la familia en su proyecto humano de vida. Reflexiones pastorales que el autor acompaña con textos magisteriales, relatos y poemas, oraciones y comentarios autobiográficos. Vaya por ello esta breve reseña acompañada de la felicitación pertinente al autor y a la editorial. José Demetrio Jiménez, OSA

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Historia, Arte y Bibliotecología Gorzalczany, M. A. y Olmos Gaona, A., La Biblioteca jesuítica de Asunción, Edición de los autores, Buenos Aires 2006, 464pp. Es indudable que estamos ante una obrita de dimensiones incalculables. En apariencia modesta, sólo en apariencia, pues son estos trabajos concienzudos los que colaboran verdaderamente con la actividad del investigador profesional o el simple curioso de nuestro pasado colonial. Un pasado que, a todas luces, no puede ni debe ser soslayado, pues su riqueza se ve desenterrada a cada paso que damos en nuestro presente. La Compañía de Jesús fue una de las últimas Órdenes de la Iglesia en arribar al Nuevo Mundo, tras la conquista civil-militar. Una vez establecido el Imperio y su nueva red social y política, había que articularlo acorde a los lineamientos originarios: la incorporación de nuevos fieles al cristianismo, como bien nos señala Vicente Sierra, causa primera de la ocupación de América. Todas las órdenes en su conjunto trabajaron sobre ese magno objetivo, pero ninguna quizá llegó tan atrevidamente al alma de los aborígenes y criollos como la Compañía. El Paraguay fue el epicentro de esta actividad febril, ganando almas, pero también consolidando la presencia hispánica en estas tierras, más aún teniendo en cuenta la amenaza lusitana, siempre en ciernes. Dos grandes metas se habían trazado: por un lado, incorporar al indígena al sistema español; por otro, educar a las élites criollas en sus diversos colegios, como verbigracia, el Real Colegio Convictorio de Nuestra Señora de Monserrat en Córdoba, el más humilde Colegio de la Inmaculada en Santa Fe o el Colegio de San Ignacio en Buenos Aires. A partir de 1767, cuando Carlos III tomó la célebre y lamentable decisión de extrañamiento de la Compañía de todos sus territorios, el Colegio del Paraguay y su Biblioteca permanecerán en el más críptico silencio durante dilatado tiempo. Hasta se llegó a creer que su índice se había extraviado. Los autores de la obra que presentamos llevaron a cabo la pesquisa necesaria para sacarlo a la luz, constituyéndose de esta manera en libro de consulta obligada para todo aquel que desee penetrar en la vasta labor jesuítica en el Paraguay. Los autores, de manera magistral, ofrecen al lector un estudio preliminar detallado sobre las vicisitudes del Colegio y la Biblioteca desde su creación, sin excluir obviamente los pillajes a que se vieron sometidos tras la expulsión. A continuación se detallan los libros del inventario y, como colofón, la edición facsimilar. Pensamos que ha sido éste un esfuerzo destacable, sobre todo por la naturaleza misma de tan ardua empresa, que llega en muy buena hora para auxilio de quienes

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aspiran a continuar el trabajo de investigación del reconocido historiador jesuita P. Guillermo Furlong Cardiff, a quien está dedicado este volumen. Rossa Norma Botta

Bonnet, M. R. y Cierbide, R. (Eds.), Estatutos de la Orden de San Juan de Jerusalén. Edición crítica de los manuscritos occitanos (S. XIV) / Les Status de l’Ordre de SaintJean de Jérusalem. Édition critique des Manuscritis en Langue d’Oc (XIVe Siécle), Universidad del País Vasco Servicio Editorial, Bilbao 2006, 378 pp. Sin duda que la ardua, silenciosa y paciente labor de transcribir documentos es y será una labor reconocida y estimada por aquellos que desde su saber intentan trabajar la memoria y el tiempo. La tarea de seleccionar, clasificar, ordenar y, ante todo, buscar se ve magníficamente representada en este volumen que presentamos, de singular valor para filólogos romanistas, historiadores abocados a los procesos medievales y muy especialmente aquellos que trabajan la Historia de las Órdenes Militares Medievales y el derecho en el Medioevo. Punto culminante de una tarea emprendida por los Profesores R. Cierbide y M.R. Bonnet, de la Universidad del País Vasco y de la Universidad de Arlés respectivamente, que presentan con erudición, un amplio aparato crítico y bibliográfico y un abundante glosario de término, estos textos fundacionales de una Orden tan significativa en el recorrido de la historia medieval. En su estudio preliminar, la Prof. Bonnet explica la importancia de estos documentos, realizando un acercamiento a la importancia de la peregrinación a Tierra Santa S. XI, la fundación de la Orden Hospitalaria por Gérard y su vinculación a la Provenza, la creación de la leyenda y la compilación de estos estatutos, su estructuración y su significado. Sin dejar de destacar la relevancia del Gran Priorato de Saint Gilles y la organización de la Orden en lenguas. Es de señalar que para el ámbito local, es de mucha importancia la advertencia que realizan los editores sobre el uso de la lengua romance y el desconocimiento del latín por parte de una buena porción de los miembros de la Orden de San Juan de Jerusalén. Una situación muy asentada, a excepción del conocimiento en vista a una funcionalidad litúrgica que poseían los Capellanes, característica que se acentúa luego de la caída de Acre en 1291. Los autores señalan que el Gran Maestre Guillermo de Villaret (1296-1305) encargó al caballero lombardo Guglielmo del Santo Sepolcro que se ocupara de compilar la regla, estatutos, los Esgarts y las costumbres de la Orden, con el objeto

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que el Papa Bonifacio VIII de su confirmación. A los manuscritos provenientes de los archivos comunales de Arlés y departamentales de Toulouse y Valence-sur-Rhône se le adjuntan una serie de láminas facsimilares de los mismos, así como mapas referenciales. Pablo D. Guzmán

Fernández García, R. (Coord.), Varia Palafoxiana: Doce estudios en torno a don Juan de Palafox y Mendoza, Gobierno de Navarra, Pamplona 2010, 380 pp. En este estudio se muestra el camino que recorrió Juan de Palafox y Mendoza y cómo llegaría a ser una de las figuras culmines del Siglo XVII en España y México. En el libro se redactan los hechos más significativos a lo largo de sus años de vida tras una ardua puesta de investigación, integrado por varios y apasionados profesores que han enriquecido dicho trabajo desde su óptica y aportando su conocimiento. Los doce estudios dejan ver la amplitud de su obra y el desarrollo que tuvo este Obispo por sus pasos por América y específicamente en México. Lo describen como un hombre muy culto y preocupado por lo que acontecía a su alrededor y a su vez gran defensor de los derechos indígenas. La obra señala en su índice las pautas para identificar sus ejes y temas principales y nos provee de un cómodo y dinámico recorrido cronológico y geográfico para indagar los pasos de Juan de Palafox durante sus días en México y también en sus recorridos por Europa, sin dejar de lado sus valores religiosos, históricos y culturales. En la introducción se hace referencia al comienzo de esta investigación en el año 1959, durante el tercer centenario de su muerte y cómo con la aportación de nuevos investigadores desde distintas latitudes del mundo se configura esta obra. Se Encontramos igualmente notas y referencias al pie de página que ayudan a comprender el sentido de los textos y guían hacia otras bibliografías y autores. El libro aporta ilustraciones referidas a cartas que el escribiera Palafox durante sus viajes. Entre ellas se destaca la escrita al sumo Pontífice Inocencio X, sobre temas referidos a “jesuitas, diezmos y jurisdicción”. Se encuentran propuestas en un orden cronológico. Hombre de letras, autor de vastas obras, sacerdote, defensor de los derechos indígenas, noble, virrey de nueva España, bibliotecario, etc. Este libro no podría retratar y reflejar mejor a la persona de Juan de Palafox y Mendoza. El propósito de su lectura es acercar al lector por este recorrido, enmarcándolo dentro del siglo XVII, para re-

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flexionar acerca de un pensador cristiano cuyo compromiso, legado, pensamiento y problemáticas son acordes a la realidad actual. Juan Manuel Millet

Maillard-Luypaert, M. et Cauchies, J. M. (Coord), Autour de la Bible de Lobbes (1084) Les institutions. Les hommes. Les productions. Actes de la Journée d’Étude organisée au Seminaire Episcopal de Tournai. 30 mars 2007, Facultés Universitaires Saint-Louis et Centre de Recherches en Histoire du Droit et des Institutions (Cahiers du CRHIDI), Bruxelles 2008, 238 pp. El Cahier que comentamos recoge los comentarios consagrados a un manuscrito sacro de fines del siglo XI, desde un enfoque pluridisciplinaire, como bien menciona el Director del CRHIDI, Jean Marie Cauchies. Sin lugar a duda un manuscrito de carácter excepcional. A lo largo del trabajo se estudian las relaciones entre el poder político y lo eclesial en relación a la Abadía de Lobbes, en pleno proceso alto-medieval. El análisis de la Biblioteca de la Abadía realizado por François Dolbeau merece una especial atención, para distinguir, desde la composición misma del espacio de libros abacial, el entramado socio-político del contexto donde se elabora intelectual y materialmente esta excepcional obra, que de manera codicológica es analizada por Lucien Reynhout y Pierre Maurice Bogaer, mientras que la descripción material e iconográfica corre a cuenta de Jacqueline Leclerq-Marx y Noemi Thys. Jacqueline Leclerq-Marx es conocida por sus aportes al estudio del arte medieval, tal como refleja su encomiable trabajo en Los monstruos antropomorfos de origen antiguo en la Edad Media. Persistencias, mutaciones y recreaciones, editado en los Anales de Historia del Arte por la UCM. De apreciado interés para los medievalistas locales, se adjunta un interesante y bien cuidado cuadernillo a color con imágenes de la obra analizada. Cuenta con un actualizado conjunto de notas y bibliografía de referencia. Estamos, pues, ante otro distinguido aporte de los Cahiers del CRHIDI al estudio del mundo medieval. Pablo D. Guzmán

Ayrolo, V., Funcionarios de Dios y de la República. Clero y política en la experiencia de las autonomías provinciales, Biblos, Buenos Aires 2007, 254 pp. Este libro pretende ser una aproximación a la Historia Política de la Provincia de Córdoba durante el período de la autonomía. Tiene su puerta de acceso a la co-

Notas bibliográficas 375

munidad en el clero secular en los siglos XIX y XX. El clero y la Iglesia –entendida como una configuración de difícil delimitación para la época– son las hendiduras desde donde, como estrategia, se fue filtrando para observar al mundo político y social de un lugar que cobra sentido de sí, estudiado de forma particular, es decir permitiendo pensar el espacio regional. Es por ello que no pretende ser una historia del clero, o de la Iglesia, sino de la vida política y de su constante construcción y deconstrucción en una de las provincias que será parte de la futura república Argentina: Córdoba. Por otro lado, intenta demostrar de qué manera se conjugaron los factores ideológicos y políticos para darle coherencia a una organización “estatal” a la que denominamos provincia-diócesis, como unidad dotada de un sentido y una lógica propios. Así también cómo participó el clero activa y directamente en esta construcción, proporcionando los fundamentos teóricos al nuevo sistema, colaborando en su legislación y resolviendo problemas de gobierno, como también legitimando, desde los lugares que le estaban reservados (púlpitos, confesionarios, escritos periódicos, entre otros), lo actuado por sus partes civiles. Para entender cómo funcionaba la unidad político-administrativa que denominaba provincia-diócesis, este libro pretende conocer a los hombres que la administraban y en este sentido el estudio del clero es importante para varias cuestiones entrelazadas. El clero, heredero de la única legitimidad que no fue puesta en cuestión con la convulsión revolucionaria, continuará siendo depositario del sentido moral católico romano de la sociedad. Esta cualidad se verá unida a la pertenencia social y de origen que le dio una nueva cuota de integridad y de poder, pero enfatizando que más allá del clero están los seglares y su visión de los hombres y de las instituciones. Por eso es importante tener en cuenta de cómo fueron y de cómo debieron ser las cosas, pero sin hacer ningún juicio, porque cada momento va de la mano con su realidad, por ello es “historia”; analizando principalmente su visión del funcionamiento social, del lugar que debían ocupar los actores y de las expectativas de la imagen del mundo que les llegaba. Por lo tanto se asomará hacia preguntas que intentan dar cuenta de cómo se conjugaron la cultura y la política para dar coherencia a experiencias políticas particulares, como la de la provincia-diócesis de Córdoba. Llegando así a resultados que permiten concluir que al clero le competía guiar a los hombres en el camino del logro de la vida eterna y al estado, encarnado en los hombres políticos de la élite, le correspondía velar para que ese camino fuese seguro y efectivo. Jimmy Cayo Tello Suyón

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Notas bibliográficas

Condivi, A., Vida de Miguel Ángel Buonarroti (edición y traducción de David García López), Akal, Madrid 2007, 126 pp. La editorial Akal presenta, dentro de su colección Fuentes del arte, uno de los textos capitales en relación al artista italiano del Renacimiento Miguel Ángel Buonarroti. Se trata de la primera edición auténtica de Vida de Miguel Ángel Buonarroti de Ascanio Condivi en lengua castellana, traducida de su edición original italiana de 1553. La biografía escrita por Condivi, discípulo de Miguel Ángel, es una referencia innegable y tradicional para comprender tanto la trayectoria como la personalidad del artista, cuyo valor principal radica en los conocimientos directos que poseía el autor en tanto persona próxima al biografiado y en su carácter de narración autorizada en vida por el propio Miguel Ángel. Las fuentes que utiliza Condivi, según él mismo explicita, son las declaraciones efectuadas por su maestro que él se ha dedicado a “observar y escribir”. Tal cercanía no sólo le otorga legitimidad a su perspectiva sino que le es útil para diferenciarse de una versión sobre la vida del mismo artista publicada por Giorgio Vasari tres años antes, en 1550, cuyos argumentos pretende refutar. Es probable que el mismo Miguel Ángel haya ejercido una importante influencia en esta biografía que se presenta como una respuesta a la anterior y que consigue exaltar sus méritos y justificar aquellas actitudes que habían sido criticadas por sus contemporáneos. Vida de Miguel Ángel Buonarroti se inicia con dos dedicatorias: la primera consagrada al “Santo Padre”, el papa Julio III, quien ocupaba el solio de san Pedro en el momento en que la misma fue publicada; y una segunda, cuyos destinatarios son los lectores, en la que enfatiza su objetivo de dar a conocer la vida y el arte de este hombre ejemplar desde una posición privilegiada signada por la cercana relación respecto al artista. A continuación, el cuerpo de la obra presenta una estructura singular dado que no respeta una descripción equilibrada de todos los períodos vitales del biografiado: privilegia notoriamente los primeros años del pintor, escultor, arquitecto y literato y coloca un énfasis especial en sus primeros trabajos que no se corresponde con la celeridad con la que describe los años posteriores y sus obras de madurez. Entre ellas, sólo se destaca una mayor concentración en los frescos realizados en la Capilla Sixtina, la sacristía de San Lorenzo y, fundamentalmente, el monumento fúnebre de Julio II. Más allá de esta diferencia en el tratamiento de sus diferentes etapas, hay un patrón constante que recorre toda la narración basado en las persistentes loas y en los exacerbados elogios por parte del autor y discípulo. Las estimaciones se registran desde el comienzo del texto a partir de la construcción de una genealogía que coloca a Miguel Ángel en una posición elevada como descendiente de los Condes de Canossa, y continúan a lo largo del desarrollo creando una imagen del artista como genio autodidacta, dotado por la naturaleza de habilidades innatas, imposibles de adquirir a

Notas bibliográficas 377

través del estudio con maestros. De este modo, la biografía de Condivi cobra la forma de una pieza justificativa de Miguel Ángel, que defiende convenientemente sus actos y posturas. Sin embargo, este rasgo no opaca la importancia del texto que presenta un valor inigualable para conocer en detalle la vida, obra y personalidad de uno de los grandes artistas de la historia. El trabajo de David García López como editor, traductor y responsable del estudio preliminar sobre la biografía otorga un valor particular a la edición. Con un doble objetivo, tanto pedagógico como crítico, presenta una introducción que facilita el acceso a la obra en tanto logra explicar de manera concisa tanto el contexto, como los motivos y las características principales de Vida de Miguel Ángel Buonarroti. A su vez, concibe una traducción sumamente cuidada que respeta el estilo original generando así un acercamiento a la lengua del siglo XVI y una inmediatez respecto a la vida miguelangelesca. La misma se complementa con una basta cantidad de notas que no sólo resultan sumamente útiles al aclarar el significado y las intenciones de las afirmaciones contenidas en el texto sino que también proporcionan una bibliografía especializada que se detalla sobre el final del libro y que podrá reponer el lector interesado. La obra admite diferentes tipos de destinatarios. Por un lado, resulta apropiada para el lector corriente que se acerca al texto con el afán de obtener mayor conocimiento sobre el artista en tanto la introducción y las numerosas notas reponen la información necesaria para que sea capaz de abordarla. Por otro, se trata de un trabajo tradicional de importancia fundamental para el especialista concernido profesionalmente en la vida de Miguel Ángel. Diana Saarva

Pérez Tripiana, A. y Sobrino López, M. A., Jesús en el Museo del Prado, PPC, Madrid 2009, 208 pp. Partiendo de las pinceladas de grandes maestros como Fra Angélico, Murillo, Goya, Velázquez, Juan de Juanes, o Correggio, este libro nos acerca a un mayor conocimiento y aprecio de treinta obras pictóricas del Museo del Prado, situándonos en un tema religioso central: La vida de Jesús de Nazaret. El libro nos sumerge de una manera lógica y progresiva en las obras que presenta. La metodología considera la cita de textos evangélicos o apócrifos a modo de epígrafe. Para conocer las herramientas que el artista utilizó, contamos con una ficha técnica de personajes, movimientos, luz y colores.

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Notas bibliográficas

A través de un método iconológico, el autor hace una breve pero concisa descripción de la obra que, a diferencia del estudio de la forma, transmite el contenido o, si se quiere, el tema principal. Un pantallazo final tanto de la biografía del artista como a lo sucedido en su época, sumado a unas imprescindibles claves bíblicas, nos permiten llegar al objetivo central de este libro: obtener una visión global de la obra. Lo único que, a nuestro parecer, resulta arriesgado por parte de los escritores de esta obra, son las palabras que utilizan al tratar de revelarnos las “intenciones del autor”, ya que la única forma de saberlas es mediante la voz viva del artista o por algún testimonio escrito. A pesar de esto, este libro nos nutre de conocimiento para apreciar una obra de arte, esto es, los elementos necesarios para que nuestra calificación sea valedera. Piero Iurato

Agradecimientos A la Universidad Autónoma de Madrid, por el canje de su prestigiosa revista Edad de Oro y por el envío gratuito de la totalidad de la colección. Al Servicio de Publicaciones de la Biblioteca Nacional de la Republica Argentina, por un total de 35 ejemplares de sus nuevas ediciones. A la Junta de Andalucía, por el envío de dos excelentes volúmenes dedicados a Alonso Cano.

Libros recibidos Gavin, J., SJ, They are like the Angels in the Heavens. Angelology and Anthropology in the thought of Maximus the Confessor, Institutum Patristicum Augustinianum (col. Studia Ephemeridis Augustinianum, 116), Roma 2009, 322 pp. Di santo, E., L’Apologetica dell’Ambrosiaster. Cristiani, pagani e giudei nella Roma tardoantica, Institutum Patristicum Augustinianum (col. Studia Ephemeridis Augustinianum, 112), Roma 2008, 607 pp. Cutino, M., L’Alethia di Claudio Mario Vittorio. La parafrasi biblica come forma di espressione teologica, Institutum Patristicum Augustinianum (col. Studia Ephemeridis Augustinianum, 113), Roma 2009, 260 pp. Gill, M. J., Augustine in the Italian Renaissance. Art and Philosophy from Petrarch to Michelangelo, Cambridge University Press, New York 2006, 281 pp. Appiah, K.A., La ética de la identidad, Katz, Buenos Aires 2007, 401 pp. Schenone, H., Santa María. Iconografía del Arte Colonial, EDUCA, Buenos Aires 2008, 636 pp. López Gajate, J., Il Mio bel Cristo Benvenuto Cellini, Ediciones Escurialenses, El Escorial 2010, 120 pp. Melloni, J., El Cristo interior, Herder, Barcelona 2010, 152 pp. Varela Orol, C. y Gonzales Fernández, M., Heterodoxos e malditos. Lecturas prohibidas na Universidade de Santiago (transcripción de documentos de Ma de Lourdes Pérez González, Universidade de Santiago, Santiago de Compostela 2002, 526 pp.

380 Conde de Floridablanca, Cartas desde Roma para la extinción de los jesuitas. Correspondencia julio 1772-septiembre 1774 (edición de E. Giménez López), Publicaciones de la Universidad de Alicante, Alicante 2009, 627 pp. Flasch, K., Meister Eckhart Philosoph des Christentums, C.H. Beck Verlag, München 2010, 363 pp. Rodríguez Moreno, J.J., Marginados disidentes y olvidados de la historia, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, Cádiz 2009, 388 pp. K eel, H.-S., Meister Eckhart: An Asian Perspective, Eerdmans (col. Louvain Theological & Pastoral Monographs, 36) Louvain 2007, 319 pp.

Nieremberg, J. E., De la diferencia entre lo temporal y eterno (edición facsimilar del primer “incunable” del Río de la Plata, impreso en 1705 en la misión jesuítica de Loreto, en el actual territorio de Misiones, escrito por el P. Juan Eusebio Nieremberg, de la Compañía de Jesús, traducido al guaraní por el P. Joseph Serrano, de la Compañía de Jesús), Instituto Bonaerense de Nu-

mismática y Antigüedades (con el aporte de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires y la Bolsa de Comercio de Rosario), Buenos Aires 2010, 648 pp.

Revistas recibidas Anuario de Estudios Bolivianos, Archivísticos y Bibliográficos – Nº 13-2007: Edición del Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia, La Paz, 809 pp. Edad de Oro – Año 2009 – Número 28: Ediciones del Departamento de Filología Española de la Universidad Autónoma de Madrid, Madrid, 461 pp. RIED – Revista Iberoamericana de Educación a Distancia – Volumen 12 – Nº 1, Junio 2009: Universidad Técnica Particular de Loja (Ecuador), 223 pp. Revista de la Facultad de Filosofía, Ciencias de la Educación y Humanidades – Año XIII – Nº 14, Abril 2009: Universidad de Morón, Buenos Aires, 310 pp. Teología – Tomo XLVI – Número 98, Abril 2009: Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica Argentina, Buenos Aires, 177 pp.

381 Revistas Agustinianas de intercambio permanente Analecta Augustiniana. Revista del Instituto Histórico de la Orden de San Agustín.

Roma.

Archivo Agustiniano. Revista de Estudios Históricos de los Agustinos - Valladolid - España. Augustinianum. Revista del Instituto Patrístico “Augustinianum” de Roma. Estudio Agustiniano. Revista del Estudio Teológico Agustiniano de Valladolid – España. La Ciudad de Dios. Revista de los Agustinos de la Provincia Matritense – El Escorial – Madrid. Mayéutica. Revista de los Agustinos Recoletos de Marcilla – Navarra. Religión y Cultura. Revista de los Agustinos de la Provincia “España” – Madrid. Revista Agustiniana. Revista de los Agustinos de la Provincia de Castilla – Madrid. Rivista di Studi Culturali. Revista del Collegio Internazionale Agostiniano Santa Monica – Roma.

Abreviaturas de las obras de san Agustín acad. – De academicis (Contra los académicos). adn. Iob – Adnotaciones in Iob liber unus (Anotaciones al libro de Job). adult. coniug. – De adulterinis coniugiis (Las uniones adulterinas). agon. – De agone christiano (El combate cristiano). an. orig. – De anima et eius origine (Naturaleza y origen del alma). bapt. – De baptismo (El bautismo). beata u. – De beata uita (La vida feliz). bono coniug. – De bono coniugali (El bien del matrimonio). bono uid. – De bono uiduitatis (La bondad de la viudez). c. Faust. – Contra Faustum manichaeum (Réplica a Fausto, el maniqueo). c. Sec. – Contra Secundinum manichaeum (Respuesta al maniqueo Secundino). cat. rud. – De catechizandis rudibus (La catequesis de los principiantes). cath. fr. – Ad catholicos fratres (Carta a los católicos sobre la secta donatista – La unidad de la Iglesia). ciu. – De ciuitate Dei (La ciudad de Dios). conf. – Confessionum (Confesiones). cons. eu. – De consensu euagelistarum (Concordancia de los evangelistas). corr. et gr. – De correptione et gratia (La corrección y la gracia). Cresc. – Ad Creconium grammaticum partis Donati (Réplica al gramático Cresconio, donatista). d. an. – De duabus animabus contra manichaeos (Las dos almas). diu. qu. – De diuersis quaestionibus octoginta tribus (Las 83 diversas cuestiones). diu. qu. Simpl. – De diuersis quaestionibus ad Simplicianum (Cuestiones diversas a Simpliciano). doctr. chr. – De doctrina christiana (La doctrina cristiana). donat.p. coll. – Ad donatistas post collationem (Mensaje a los donatistas). duab. an. – De duabus animabus (Las dos almas). duas ep. pel. – Contra duas epistolas pelagiani (Réplica a las dos cartas de los pelagianos). Dulc. qu. praef. – Respuesta a las ocho pregunta de Dulcidio. en. Ps. – Enarraciones in psalmos (Comentarios a los salmos).

Abreviaturas 383

ench. – Enchiridion (Manual de fe, esperanza y caridad). ep. – Epistula (Carta). ep. fund. – Contra epistulam Manichei quam uocam fundamenti (Réplica a la carta de Manés, llamada “del Fundamento”). ep. gal.– Epistulae ad Galatas expositio (Exposición de la Carta a los Gálatas). ep. Io. – In epistulam Ioannis ad partos (Tratados sobre la Primera Carta de san Juan). ep. Rm. inch. – Epistulae ad romanos inchoata expositio (Exposición incoada de la Carta a los Romanos). exc. urb. – De Urbis excidio (La devastación de Roma). Exp. prop. Rm. – Expositio quaerandam propositionum ex epistula ad Romanos (Exposición de algunos textos de la Carta a los Romanos). fid. et op. – De fide et operibus (La fe y las obras). fid. et. symb. – De fide et symbolo apostolorum (La fe y el símbolo de los apóstoles). fid. rer. – De fide rerum quae non videtur (La fe en lo que no vemos). Gen. litt. – De genesi ad litteram (Comentario literal al Génesis). Gen. litt. imp. – De genesi ad litteram opus imperfectum – Comentario literal al Génesis (incompleto). Gen. man.– De genesi contra manichaeos (Comentario al Génesis en réplica a los maniqueos). gest. Pel. – De gestis Pelagii (Actas del proceso contra Pelagio). gr. et lib.arb. – De gratia et libero arbitrio (La gracia y el libre albedrío). grat. Chr. – De gratia Christi et de peccato originali (La gracia de Cristo y el pecado original). Hept. – Quaestiones in Heptateuchum (Cuestiones sobre el Heptateuco). imm. an.– De immortalitate animae (La inmortalidad del alma). Io. eu. tr. – In Ioannis euangelim tractatus (Tratados sobre el Evangelio de san Juan). Iul. – Contra Iulianum (Réplica a Juliano). Iul.o. imp. – Contra Iulianum opus imperfectum (Réplica a Juliano – obra inacabada). lib.arb. – De libero arbitrio (El libre albedrío). mag. – De magistro (El maestro). Max. – Contra Maximum haereticorum (Debate con Maximino, obispo arriano). mend. – Contra mendatium (Contra la mentira). mor. Eccl. – De moribus Ecclesiae catholicae (Las costumbres de la Iglesia católica y las de los maniqueos). mus. – De musica (La música).

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abreviaturas

nat.b. – De natura boni (La naturaleza del bien). nat. et gr. – De natura et gratia (La naturaleza y la gracia). nupt. et conc. – De nuptiis et concupiscentia (El matrimonio y la concupiscencia). op. mon. – De opere monachorum (El trabajo de los monjes). ord. – De ordine (El orden). pecc. mer. – De peccatorum meritis et remissione (Consecuencias y perdón de los pecados, y el bautismo de los niños) perseu. – De dono perseuerantiae (El don de la perseverancia). praed. sanct. – De praedestinatione sanctorum (La predestinación de los santos). ps. Donat. – Psalmus contra partem Donati (Salmo contra la secta de Donato). qu. an.– De quantitate animae (La dimensión del alma). qu. Hept.– Quaestiones in Heptateuchum (Cuestiones sobre el Heptateuco). reg.– Regula ad seruos Dei (Regla a los siervos de Dios). retract. – Retractationum (Las Retractaciones). s. – Sermo (Sermón). s. dom.m.– De sermone Domini in monte (El sermón de la montaña). sol. – Soliloquiorum (Soliloquios). sp. et litt. – De spiritu et littera (El espíritu y la letra). spec. – Speculum (Espejo de la Sagrada Escritura). symb. – De symbolo ad catechumenos (Sermón a los catecúmenos sobre el Símbolo de los apóstoles). tr. – De Trinitate (La Trinidad). uera rel. – De uera religione (La verdadera religión). uirg. – De sancta uirginitate (La santa virginidad). uita – Uita Augustini a Possidio scripta (Vida de San Agustín, escrita por San Posidio). un. bapt.– De unico baptismo contra Petilianum (El único bautismo – Réplica a Petiliano). util. cred.– De utilitate credendi (La utilidad de la fe).

385 Normas de Publicación La Dirección de ETIAM comunica a los colaboradores las normas que han de guiar la elaboración de los artículos en esta publicación. 1. Los autores interesados en publicar artículos enviarán sus trabajos a: Biblioteca Agustiniana – Av. Nazca 3909 – C1419DFC Buenos Aires – R. Argentina. También podrán ser enviados a la siguiente dirección de correo electrónico: etiam@ sanagustin.org, en formato electrónico Word. Se adjuntará la biografía académica del autor. 2. El contenido de los trabajos ha de ubicarse en el área de las Ciencias Humanas, principalmente pensamiento de san Agustín y de los Padres de la Iglesia, teología, filosofía, exégesis, educación, espiritualidad, historia y literatura. 3. Las citas bibliográficas han de atenerse a las siguiente normas: a) Documentales: - Las obras de san Agustín irán en el texto del artículo entre paréntesis, del modo como se indica en el apartado Abreviaturas de las obras de san Agustín de esta misma revista. Ej: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti” (conf. 1, 1, 1). - Las obras de los Padres y Doctores de la Iglesia irán también entre paréntesis en el texto del artículo. La cita puede ir completa, p. ej.: (De Trinitate 9), si se refiere la obra en cuestión (en este caso de san Hilario de Poitiers) y el nombre del autor se encuentra en el texto; o abreviada, p. ej.: (STh I, q. 19, a. 9 ad 3), si se refiere la Summa Theologiae de santo Tomás de Aquino. En favor de claridad para el lector, la referencia completa puede ir en la bibliografía al final del artículo, tal como se indica en el apartado c) de esta nota. - Las citas archivísticas irán a pie de página en abreviatura. Ejs.: AGN, Sala VII, Leg. 291, pieza 4540, foja 1, San Miguel de Tucumán, 9 de octubre de 1614; AAS 98 (2006) 217-252. La referencia completa irá en la bibliografía al final del artículo: AGN – Archivo General de la Nación; AAS – Acta Apostolicae Sedis. b) Bibliográficas: se insertarán en el texto, entre paréntesis y siguiendo el modelo anglosajón (apellido del autor, año de edición de la obra y página). Ej.: (Ratzinger, 1991:394). Si el nombre y el apellido del autor hubiesen sido mencionados sin que medie la cita de otro autor, sólo se consignará entre paréntesis el año y el número de página (1991:399). c) La referencia completa de la bibliografía citada irá al final del artículo, ordenada alfabéticamente, según los siguientes ejemplos:

386 - Libros: Cáceres, A.M. (2005). Una ética para la globalización. Buenos Aires. Religión y Cultura. - Artículos de revistas: Langa, P. (1999). “Hacia el rostro de Dios en clave ecuménica”: Religión y Cultura, 208, 123-145. - Artículos de compilaciones: García-Baró, M. (2006). “San Agustín y la actualidad de la filosofía de la religión”: Jiménez, J.D. (coord.), San Agustín, un hombre para hoy. Buenos Aires. Religión y Cultura, tomo II, pp. 39-63. 4. El autor de cada artículo publicado recibirá de forma gratuita 2 ejemplares de la revista. 5. Los originales publicados en ETIAM son propiedad de la revista, siendo necesario citar la procedencia en caso de su reproducción parcial o total.

Se terminó de imprimir en Impresiones Dunken Ayacucho 357 (C1025AAG) Buenos Aires Telefax: 4954-7700 / 4954-7300 e-mail: [email protected] www.dunken.com.ar Diciembre de 2011

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