Estudio de las virtudes y los vicios en la \"Ilíada\"

September 12, 2017 | Autor: C. Carreira-Zafra | Categoría: Mimesis, Educación, Filosofía práctica, Ética, Aristoteles, Iliada, Homero, Iliada, Homero
Share Embed


Descripción

Cintia Carreira Zafra ESTUDIO DE LAS VIRTUDES Y LOS VICIOS EN LA ILÍADA

Trabajo de Fin de Grado dirigido por Marcin KAZMIERCZAK

Universitat Abat Oliba CEU FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES Grado en Educación Primaria 2014

2

A las obras de ficción debemos en gran parte la ampliación de nuestro horizonte de existencia.

PAUL RICOEUR

3

4

Resumen Aristóteles, junto con Platón, es considerado uno de los grandes padres del pensamiento occidental, y como tal, sus teorías siguen siendo referentes en el panorama académico actual. En este trabajo se pretende analizar las virtudes y los vicios seleccionados de la Ética a Nicómaco que establecen un diálogo con la Ilíada de Homero, y así evaluar el potencial pedagógico de esta epopeya

de manera especial a partir de los conceptos

aristotélicos de mimesis y catarsis, que toman como objeto de estudio algunas verdades universales del hombre.

Resum Aristòtil, juntament amb Plató, és considerat un dels grans pares del pensament occidental, i com a tal, les seves teories segueixen sent referents en el panorama acadèmic actual. En aquest treball es pretén analitzar les virtuts i els vicis seleccionats de l’Ètica a Nicòmac que estableixen un diàleg amb la Iliada d’Homer, i així avaluar el potencial pedagògic d’aquesta epopeia de manera especial a partir dels conceptes aristotèlics de mimesi i catarsi, que prenen com a objecte d’estudi algunes veritats universals de l’home.

Abstract Aristotle, along with Plato, is considered to be one of the founders of Western thought, and thus his work is still present in the contemporary academic world. In this study we intend to analyse some of the virtues and vices in the Nicomachean ethics that link with Homer’s Iliad. This will allow us to assess the pedagogic side of this epic on the basis of the concepts of mimesis and catharsis, which embody some universal ideas concerning humankind.

Palabras claves / Keywords Ilíada – Aristóteles – Homero – Virtud – Vicio – Mímesis – Catarsis

5

6

Sumario Introducción………………………………………………………………………………………….9 1. La mímesis pedagógica………………………………………………………………………11 1.1. El concepto de mímesis según Aristóteles y su reformulación por Paul Ricoeur…………………………………………………………………………………11 1.2. La noción de virtud (areté) y su contrario, el vicio (kakía), como modelos educativos………………………………………………..…………………18 2. Análisis de las virtudes y vicios……………………………………………………………...25 2.1. La valentía como acto de la fortaleza……………………………………………….25 2.2. Templanza y felicidad…………………………………………………………………31 2.3. La hybris como vicio de la magnanimidad………………………………………….35 2.4. La justicia ………………………………………………………………………………42 2.5. Piedad y caridad……………………………………………………………………….46 2.6. Las divinidades homéricas y su influencia en la vida de los héroes…………….58 Conclusiones……………………………………………………………………………………….69 Bibliografía………………………………………………………………………………………….71

7

8

Introducción La obras de la literatura universal consideradas como tales son aquellas que, debido a su carácter pedagógico, expresan verdades universales que somos capaces de reconocer y poner en práctica. Ese es el caso de la Ilíada, en la que Homero desarrolla unos potentes modelos pedagógicos que no pueden ser pasados por alto por ningún lector, porque corresponden a su naturaleza como ser humano.

La idea de imitación y de su consiguiente catarsis se encuentra presente en las teorías del filósofo griego Aristóteles, quien afirma que “el imitar, en efecto, es connatural al hombre desde la niñez, y se diferencia de los demás animales en que es muy inclinado a la imitación y por la imitación adquiere sus primeros conocimientos, y también el que todos disfruten con las obras de imitación” (Aristóteles, 2011: IV, 1448b).

Pero esa imitación no es tan simple como a primera vista se nos presenta, sino que Aristóteles aclara que “para ver si está bien o no lo que uno ha dicho o hecho, no sólo se ha de atender a lo hecho o dicho, mirando si es elevado o ruin, sino también al que lo hace o dice, a quién, cuándo, cómo y por qué motivo, por ejemplo si para conseguir mayor bien o evitar un mal mayor” (Aristóteles, 2011: XXV, 1461a) y por ello, habiendo identificado un modelo ético de conducta a imitar, se nos presenta como una obligación detenernos a analizar las características temperamentales del personaje que actúa y todos aquellos factores externos que le condicionan y que constituyen su marco de actuación: en eso consisten las ideas aristotélicas relativas a la ética.

El objetivo de este trabajo es realizar un estudio comparativo entre Aristóteles y Homero sobre la ética, y, más concretamente, sobre los vicios y las virtudes que se pueden encontrar en las acciones de los personajes de la Ilíada de tal manera que queden entrelazadas la tradición homérica y su recepción aristotélica. Así pues, la teoría aristotélica constituye un doble fundamento en la justificación del motivo del presente análisis: por un lado, la propuesta de un modelo ético de vicios y virtudes, y, por otro, el potencial epistemológico desprendido consecuentemente de ese mismo modelo. Tras verificar la validez de dichos fundamentos, se pretende comprobar, a su vez, de qué manera y hasta qué punto la tragedia griega supone un modelo educativo referente cuya lectura se torna de suma relevancia para la comprensión de las verdades éticas humanas.

El procedimiento mediante el cual se lleva a cabo la comparación aristotélico-homérica distingue dos partes: en primer lugar, un marco teórico donde se desarrollan las teorías aristotélicas de mímesis y catarsis junto con la formulación moderna del filósofo francés

9

Paul Ricoeur al respecto, así como ciertas ideas presentes en la Poética y en la Ética a Nicómaco que apoyan nuestra tesis. En segundo lugar, destacamos la parte central, en la que se procede a poner en práctica los conceptos esbozados a lo largo del trabajo con ejemplos literarios concretos presentes en la Ilíada, a partir de los cuales se verificará el potencial pedagógico que posee la obra de Homero en tanto que capaz de provocar una vivencia de aprendizaje significativo en el lector desde la perspectiva de mímesis y catarsis.

10

1. La mímesis pedagógica 1.1. El concepto de mímesis según Aristóteles y su reformulación por Paul Ricoeur Aristóteles desarrolla la teoría mimética en su Poética, si bien habría que diferenciar varios conceptos de mímesis según aquello a lo que se refieran, teniendo en cuenta que en la obra del filósofo, aparece desarrollado sólo en uno de sus usos.

Habiendo considerado la cita según la cual imitar se considera connatural al ser humano desde la infancia y es una actividad placentera a partir de la cual se fomenta el aprendizaje, Aristóteles afirma lo siguiente:

La imitación conlleva acción y ésta se realiza por individuos que actúan, quienes necesariamente son de una manera u otra en función de su carácter o su manera de pensar (pues por eso decimos que las acciones tienen determinadas cualidades). Dos son las causas de las acciones: la manera de pensar y el carácter y según éstas, tienen éxito o fracasan todos. Pero la imitación es el argumento. (Aristóteles, 2011: VI, 1449b)

Es decir, que una imitación presupone una acción que, a su vez, determinará a la persona que lleve la lleve a cabo, porque, como leemos a continuación: La tragedia es imitación no de personas, sino de acción y de vida, y la felicidad y la infelicidad están en la acción, y el objetivo es un tipo de acción, no la calidad. Y los personajes son tales o cuales según el carácter; pero según las acciones son felices o lo contrario. De ahí que no actúen para imitar los caracteres, sino que revisten los caracteres gracias a las acciones. (Aristóteles, 2011: VI, 1450a)

La acción, por tanto, es lo que cobra mayor relevancia en el proceso mimético, puesto que son las acciones las que se representan y se imitan y nunca las personas o sus caracteres.

Este concepto que Aristóteles esboza es desarrollado posteriormente por el filósofo francés Paul Ricoeur, quien defiende en su obra Tiempo y Narración que la mímesis consiste en la puesta en escena de una acción realizada por unos caracteres. Ricoeur (2000: 95) reconoce que “aprender, deducir, reconocer la forma: éste es el esqueleto inteligible del placer de la imitación (o representación) e imitar, de tal manera, se torna también como algo que nos mueve al goce, sea estético o ético”.

Respecto a este punto, deberíamos aclarar que tanto las ideas aristotélicas como las de Ricoeur se refieren a una mímesis estética, y se centran en diversas técnicas dramáticas

11

para representarla, así como la manera en que se construye la trama estableciendo la mímesis como objetivo final, entre otros. A grandes rasgos, podríamos catalogar la Poética como un tratado sobre las normas generales del arte, es decir, de la tragedia: la estructura formal que posee, la manera en que se organiza y los rasgos que la diferencian de la comedia y de otros géneros literarios. En Tiempo y Narración, el mismo título de la obra ya nos induce a pensar en qué va a focalizar Paul Ricoeur su atención: la narración y la temporalidad, la construcción de la trama, la historicidad. Pese a todo, ese único punto presente no significa que no existan otras lecturas subyacentes y persistentes a las que debamos aludir, como lo sería la mímesis en su rama pedagógica.

No cabe duda de que lo estético se ordena a algo superior sin lo cual carecería de sentido; reflexionamos sobre la trama y la narración porque pretendemos, en última instancia, obtener algo verosímil, es decir, lo más parecido a la realidad posible. Por ello afirma Ricoeur (2000: 96) que “sería un rasgo de la mímesis buscar en el mythos no su carácter de fábula, sino el de coherencia. Su sería de entrada un ”, porque lo que interesa de la narración, del mythos, es eso mismo, una acción verdadera, creíble y reconocible, extrapolable a nuestras propias acciones. Una fábula no es una fábula hasta que nos muestra su verosimilitud, gracias a la cual podemos juzgar hasta qué punto estamos reflejados en ella misma. Y ese reflejo es el que vamos a intentar analizar en el presente trabajo, el enfoque que queremos otorgar a una mímesis que, a partir de ahora, consideraremos pedagógica en tanto que puesta en escena1 de unos modelos de vida, de la misma manera que lo haría un profesor con su discípulo al mostrarle lo que está bien y lo que está mal, convirtiéndose los personajes de la Ilíada en esos mismos profesores de los que hablamos.

Aristóteles y Paul Ricoeur ya lo sugieren si tomamos sus ideas como punto de partida y las extrapolamos a niveles más concretos y específicos: la formación del carácter tiene que pasar, inevitablemente, por la interiorización e imitación de los modelos educativos que se presenten en la formación de cualquier educando. El ethos está ligado a la ética tanto como un modelo ético es lo que se pretende inculcar cuando educamos un carácter. En este estudio, concretamente, nos concentramos en la idea de imitación dentro del marco de una sociedad tradicional clásica griega precristiana, en la que los modelos a imitar son dioses y héroes, que se entretejen hábilmente en la historia gracias a la mitología en la que creía la sociedad.

Paul Ricoeur elabora la teoría de la triple mímesis, en la que distingue tres niveles de mímesis –conocidas como mímesis I, mímesis II y mímesis III- cuyas implicaciones 1

Véase otro ejemplo de este procedimiento en Turu (en prensa).

12

pedagógicas se analizarán en el presente estudio. En primer lugar, la mímesis I es aquella que se refiere a la ontología de la praxis humana, es decir, el saber acumulado a lo largo del tiempo y transmitido en la tradición, porque “imitar o representar la acción es, en primer lugar, comprender previamente en qué consiste el obrar humano” (Ricoeur, 2000: 129) y, más concretamente, “comprender una historia es comprender a la vez el lenguaje del y la tradición cultural de la que procede la tipología de las tramas” (Ricoeur, 2000: 119): La composición de la trama se enraíza en la pre-comprensión del mundo de la acción: de sus estructuras inteligibles, de sus recursos simbólicos y de su carácter temporal. Estos rasgos se describen más que se deducen. (…). Si es cierto que la trama es una imitación de acción, se requiere una competencia previa: la de identificar la acción en general por sus rasgos estructurales. (Ricoeur, 2000: 116)

De tal modo, explica Ricoeur (2000: 122) más adelante, como las acciones pueden valorarse para bien o para mal, es decir, juzgarse según una escala moral, toda acción adquiere un significado relativo cuyo valor, atribuido sobre todo a las acciones, se extiende a los que obran, a los cuales se los considera buenos o malos, como se lee en: La Poética [de Aristóteles] no supone sólo “agentes” sino caracteres dotados de cualidades éticas que los hacen nobles o viles. Si la tragedia puede representarlos “mejores” y la comedia “peores” que los hombres actuales, es que la comprensión práctica que los autores comparten con su auditorio implica necesariamente una evaluación de los caracteres y de su acción en términos de bien y de mal. (Ricoeur, 2000: 122)

Por otro lado, la mímesis II se entendería como aquella representación del actuar humano en la obra narrativa, cuyo significado coincide por completo en la concepción mimética de Aristóteles, mientras que la mímesis III constituye la recepción de la obra por parte del público y su consiguiente internalización, es decir, que: “mímesis III marca la intersección del mundo del texto y del mundo del oyente o del lector: intersección, pues, del mundo configurado por el poema y del mundo en el que la acción efectiva se despliega y despliega su temporalidad específica” (Ricoeur, 2000: 140).

Así pues, conforme a esta teoría, y según los objetos de estudio que aquí tomamos como ejemplo, las ideas aristotélicas referidas a la ética, que constituyen el marco común sobre el cual trabajamos, se considerarían la mímesis I, que enlazaría directamente con la obra de Homero (mímesis II) y la recepción que de ella hacen los lectores2 (mímesis III). Otra

2

Cabe matizar lo siguiente: “La percepción del lector no es fruto de la usurpación del papel de ser el centro de la unidad de significado, sino fruto de una comunicación exitosa entre el autor y el lector; en definitiva, fruto de una complicidad entre los dos” (Kazmierczak, 2009: 448).

13

analogía posible tendría lugar si catalogamos a Homero y sus textos como material susceptible de mímesis I, la mediación de Aristóteles y su reflexión ética sobre Homero como mímesis II y la aplicación vital que el educando extraería de esa doble mímesis como la mímesis III. En cualquier caso, esta misma mímesis III, que se orienta al aprendizaje, coincide en ambas analogías: “la Poética [de Aristóteles] es así una réplica a República X3 [de Platón]: la imitación, para Aristóteles, es una actividad y una actividad que enseña” (Ricoeur, 2000: 85).

Auerbach, sin embargo, siguiendo el modelo de Platón, parece argumentar que la Ilíada no supone un modelo de mímesis adecuado ni suficiente según lo que se esperaría de un proceso de imitación, purificación y catarsis. Afirma, pues, que “Homero (…) no conoce ningún segundo plano. Lo que él nos relata es siempre presente, y llena por completo la escena y la conciencia” (Auerbach, 2002: 10) y con ello compara esa aparente simplicidad con el relato del sacrifico de Isaac: si bien en la escena bíblica no se proporcionan detalles –los cuales son cuestionados, sin duda alguna, implícitamente–, en la narración de Homero “nada debe quedar oculto y callado” (Auerbach, 2002: 12): En él [Homero] la diversidad de vida psíquica se nos muestra sólo en la sucesión y cambio de las pasiones, mientras que los escritores judíos consiguen expresar las capas superpuestas y simultáneas de la conciencia y el conflicto entre ellas. Los poemas homéricos, cuyo refinamiento sensorial, verbal y, sobre todo, sintáctico parece tan superior, resultan, sin embargo, por comparación, muy simples en su imagen del hombre, y también en lo que respecta a la realidad de la vida que describen. Lo que más les importa es la alegría por la existencia sensible y por eso tratan de hacérnosla presente. (…) Y de tal manera nos encantan y se captan nuestra voluntad, que compartimos la realidad de su vida, y mientras estamos oyendo o leyendo nos es totalmente indiferente saber que todo ello es tan sólo ficción. El reproche que a menudo se le ha hecho a Homero, de ser mentiroso, no rebaja en nada su eficiencia; no tiene necesidad de copiar la verdad histórica, pues su realidad es lo bastante fuerte para envolvernos y captarnos por entero. (…) Se puede analizar a Homero, como lo hemos intentado nosotros, pero no se le puede interpretar. (Auerbach, 2002: 19)

Evidentemente, las narraciones del Antiguo Testamento están dotadas de una complejidad mayor si consideramos su implicación en la historia universal, pero incluso teniendo en cuenta esa consideración, Auerbach sigue considerando a los personajes de la tragedia homérica como demasiado simples en su complejidad interna. Por el contrario, tal y como se ha expuesto con anterioridad, lo que prima sobre los personajes es la acción, según las siguientes palabras: “la tragedia es la imitación de una

3

Esta cita alude a la crítica que hace Platón (2012: X, 556, 564, 578) a Homero cuestionando su capacidad como educador, crítica que se da por superada tras la lectura de la Ética a Nicómaco.

14

acción seria y completa, de una extensión considerable, de un lenguaje sazonado (…) y que por medio de la compasión y del miedo logra la catarsis de tales padecimientos”. (Aristóteles, 2011: VI, 1449b). Los personajes, por tanto, quedan relegados a un segundo plano en beneficio de las acciones, que conducen a la catarsis. Explica Ricoeur (2000: 90) al respecto que: Al dar así la preeminencia a la acción sobre el personaje, Aristóteles establece el estatuto mimético de la acción. En ética (cf. EN. II, 1105a, 30s.), el sujeto precede a la acción en el orden de las cualidades morales. En poética, la composición de la acción por el poeta determina la cualidad ética de los caracteres. La subordinación del carácter a la acción no es, pues, una constricción de la misma naturaleza que las dos precedentes; confirma la equivalencia entre las dos expresiones: “representación de la acción” y “disposición de los hechos”. Si se debe acentuar la disposición, entonces la imitación o la representación debe serlo de acción más que de hombres. (Ricoeur, 2000: 90)

Con todo esto, no se pretende infravalorar la importancia de los personajes como aquellos que llevan a cabo la acción, puesto que ellos son los encargados de expresar esas intenciones morales por las cuales hacen lo que hacen; es justo equilibrar la sucesión de acciones con la historia de los razonamientos que llevan a las mismas, como se lee a continuación: Los personajes (…) son, por así decir, representantes morales de su cultura, y lo son por la forma en que las ideas y teorías metafísicas y morales asumen a través de ellos existencia corpórea en el mundo social. (…) Por medio de sus intenciones, los individuos expresan en sus acciones cuerpos de creencia moral, ya que toda intención presupone, con mayor o menor complejidad, con mayor o menor coherencia, cuerpos más o menos explícitos de creencias, y algunas veces de creencias morales. (…) El locus de la cadena de razonamientos, el contexto que hace a cada eslabón parte de una secuencia inteligible es la historia de la acción, creencia, experiencia e interacción de ese individuo en particular. (MacIntyre, 2001: 46)

Habiendo enlazado acciones con personajes, resta por analizar la catarsis que de ellos se sigue. Dice Jaeger (1971: 657) que “sobre estos dos conceptos procedentes de la primitiva Grecia, el de paradigma y el de mímesis, modelo e imitación, descansa toda la paideia griega” y es por ello por lo que también se considera la purificación, la catarsis, como el objetivo final del proceso mimético. De tal modo, se consiguen aprehender los modelos éticos propuestos que se identifican con nuestra naturaleza: “La obra de arte es una purificación de la experiencia. No obstante, lo que purifica no es la experiencia real, sino la experiencia imaginaria; la obra purifica la experiencia que la propia obra evoca” (Redfield, 2012: 236).

15

Sospecho que con kátharsis Aristóteles quería expresar exactamente esta combinación de emociones y enseñanza. (…) Aristóteles dice que (…) sentimos placer en la imitación de esas cosas porque a través de la imitación aprendemos algo. De manera que tal vez el aprendizaje purifique de por sí. La tragedia, dice la definición de Aristóteles, purifica la piedad y el temor mediante la piedad y el temor. Esto parece ser una paradoja hasta que recordamos que la obra es algo que al mismo tiempo experimentamos y conocemos. Los prágmata, los sucesos del relato, operan sobre nosotros de un determinado modo. Pero, conforme llegamos a percibir la unidad de la trama, su lógica interna, percibimos nuestras propias emociones como las condiciones necesarias para nuestra comprensión de un orden formalmente coherente. Colocamos nuestras propias emociones a cierta distancia de nosotros mismos; al igual que el relato en sí, nuestras emociones se sitúan entre la realidad y la irrealidad, y se van purificando conforme llegamos a verlas dentro del orden formal que proporciona la obra. (Redfield, 2012: 110)

Podemos, así, distanciarnos de la obra y tomar conciencia de nosotros mismos y del relato en ese lapso existente entre nuestra propia realidad y la realidad –a la que llamaríamos irrealidad– del relato porque experimentamos, en primera persona, los hechos expuestos. Ricoeur (2000: 102) también entiende, con esto, que “la composición de la trama juzga las emociones, al llevar a la representación los incidentes de compasión y de temor, y las emociones purificadas regulan el discernimiento de lo trágico”. Y, porque “cada imitación surge de una intuición global, bien que esquemática, de las pautas que se encuentran en la experiencia. Mediante la visión de la imitación, las partes se reducen a un todo, y se reviste de totalidad, quizás por primera vez” (Redfield, 2012: 95) es por lo que se puede confirmar que contra más complejidad se encuentra en el mensaje transmitido –al contrario de lo que claman las críticas de Auerbach a la simplicidad de la Ilíada– menos cumplirá su función mimética y, por ende, menos atañerá a nuestra radicalidad como seres humanos. Cada uno es concreto en su especificidad, pero lo que provoca la respuesta catártica es una pregunta universal, y no razonamientos sofisticados inferidos a partir de una complejidad propia de la particularidad de un único ser humano. Por consiguiente, se deduce que aunque “los hombres de Homero nos dan a conocer su interioridad, sin omitir nada, incluso en los momentos de pasión; lo que no dicen a los otros lo dicen para sí, de modo que el lector quede bien enterado” (Auerbach, 2002: 12): Ya pueden ocurrir en él episodios externos o internos, en todo caso conciernen de una manera completamente personal a los hombres que los viven, pero también, y por lo mismo, a lo elemental y común a todos los hombres en general. Precisamente el momento “cualquiera” es relativamente independiente de las órdenes discutibles y vacilantes por los que los hombres luchan y se desesperan (…). Cuando más se le explota, tanto mejor se pone de manifiesto lo

16

elemental y común de nuestra vida; cuando más sean y más variados entre sí, y cuanto más simples los hombres que aparecen como objeto de estos momentos cualesquiera, con más vigor resaltará lo común a todos. (Auerbach, 2002: 520)

El hecho de identificar el objeto imitado con el objeto mismo es una cuestión sobre la que Redfield (2012: 84) reflexiona cuando comenta unas palabras de Gorgias acerca del motivo que en una tragedia desencadena que sintamos temor y piedad: “Nos asustamos no tanto por el enemigo como por la visión del enemigo; las apariencias de las cosas actúan sobre nosotros porque tomamos las apariencias por las mismas cosas” (Redfield, 2012: 84).

De este modo, Redfield (2012: 80) entiende que la tragedia, mostrándonos a los héroes en dificultades, nos libera de las nuestras propias y, además, nos proporciona un placer combinado con instrucción. Explica a continuación que este efecto se produce, según palabras del poeta Timocles, porque la tragedia nos desvela que siempre hay alguien que está peor que uno. Salvando la ocurrencia, la mímesis pedagógica es profunda en tanto que deducimos, a partir de unos rasgos comunes a nosotros, una acción cuya esencia no se hubiera podido llegar a comprender sin esa ayuda: Nos enfrentamos aquí con un problema. ¿Qué es lo que aprende el niño? ¿Que las cosas se pueden imitar? El niño no señala y dice: ; dice: . No reconoce la imitación sino el signo original. Y el original –la vaca– ya lo conoce; de otro modo no hubiera podido reconocerlo en la imitación. Entonces, ¿en qué sentido puede decirse que aprende algo? (…) Aristóteles dice que qué es cada cosa. El aprendizaje se origina en este proceso de ir deduciendo, el cual se produce porque la imitación nos plantea ese problema. El dibujo de una vaca se parece en realidad muy poco a una vaca. De hecho, toda imitación debe ser diferente del original para ser una imitación; una vaca de imitación que fuera exactamente igual que una vaca sería una vaca. La imitación implica ciertas licencias en un contexto de disimilitud. El dibujo de una vaca comparte con la vaca determinados rasgos comunes; gracias a estos rasgos reconocemos el modelo. (…) La esencia de la imitación (para usar una expresión de Claude Lévi-Strauss) es la reducción. (…). El corolario de la reducción es la forma. La imitación es cualitativamente más simple que el original; de ahí que pueda ser más coherente; al ser menos compleja, resulta más comprensible. Así que, en cierto sentido, la imitación tiene más de vaca –o sea, es más evidentemente una vaca– que la propia vaca. Esta es la razón de que la imitación resulte agradable, más agradable que el original. Estando hecha para nosotros, nos habla mucho más directamente que pueda hablarnos nada de lo que hay en la naturaleza. En un cierto sentido, el dibujo nos muestra una vaca de tal modo que realmente podamos verla. (Redfield, 2012: 93)

Homero, tal y como determina Bowra (2008: 76), es plenamente consciente de lo que cuenta y en esa paradoja de la concepción homérica del mundo reside el valor de la vida

17

por sí misma: a pesar de reconocer la brevedad de la vida y la falta de una recompensa, la vida es deseable. La epopeya contiene una amplitud de experiencias y ejemplos suficientes como para

representar la vida; constantemente se desprende de ésta un

“ardiente anhelo de vida, que tanto más brilla cuanto más sombrías son las perspectivas que hay más allá de la vida” (Bowra, 2008: 76).

1.2. La noción de virtud (areté) y su contrario, el vicio (kakía), como modelos educativos

Antes de ahondar en el estudio de las virtudes y los vicios en concreto, es importante matizar lo que Aristóteles afirma sobre las virtudes al compararlas con los hábitos. Una virtud es tal porque es voluntaria, porque es el mismo hombre el que determina el fin en su acción y hace esto o aquello conforme a lo que quiere hacer y cómo quiere hacerlo. La virtud es una predisposición hacia determinadas acciones, fruto del hábito, y resulta similar al hábito en tanto que voluntaria, pero en la adquisición del hábito, del carácter habitual, sólo al principio interviene la acción, porque ésta permitirá que hagamos la primera de la serie de acciones que nos llevarán a adquirir dicha “cotidianidad” habitual. Las demás vendrán por sí solas casi sin esfuerzo una vez tengamos por costumbre ser buenos. Esto es, que existe una diferencia entre el hábito virtuoso y el hábito general que consiste en que el primero emplea el uso de la recta razón porque discierne objetivamente, mientras que el segundo es un hábito provocado por otras motivaciones y en el que no necesariamente la voluntad está implicada. Concluimos la cuestión, pues, determinando que siempre que la voluntad obedezca a la recta razón –en términos aristotélicos– será un hábito guiado virtuosamente, pero aquél que ignore los dictámenes de la misma, no gozará de virtud en su acción. Algo semejante sucede con el vicio: éste es, al igual que la virtud, tan voluntario como aquella, puesto que el hombre que actúa de manera incorrecta, ha elegido actuar de ese modo de la misma forma que el que actúa adecuadamente ha tomado las decisiones que le llevaron a actuar así.

Copleston (1994: 335), parafraseando a Aristóteles, se plantea de qué modo se opone la virtud al vicio y responde argumentando que todas las acciones buenas tienen la característica común de poseer cierto orden y que la virtud es un medio entre dos extremos a los que llamamos vicios –uno de los cuales lo es por exceso mientras que el otro lo es por defecto–: Es, por consiguiente, la virtud un estado electivo que se encuentra en la condición media relativa a nosotros, el cual se define con la definición con que lo definiría un hombre sensato. Y es una

18

mediedad entre dos vicios: el uno por exceso, el otro por defecto. Y lo es por el hecho de que unos se quedan cortos y los otros exceden lo conveniente tanto en las afecciones como en las acciones, mientras que la virtud encuentra y elige el término medio. Por lo cual, en lo que toca a su entidad y a la definición que pone de manifiesto su esencia, la virtud es una condición media, por más que con respecto a lo mejor y a la excelencia sea un extremo. (Aristóteles, 2012: II, 4

1106b)

La virtud se nos presenta como lo mejor, y, por el contrario, el vicio como aquello que debemos rechazar, aunque sólo sea por el terror que infunde el trágico sino de todos aquellos que viven subordinados a sus pasiones. Sea como sea, Aristóteles comprende que la virtud es el punto medio entre dos extremos; el punto medio es lo mejor, lo que hace a un hombre virtuoso, digno poseedor de la areté, término griego utilizado para referirse a la excelencia, cuya definición sería “ser siempre el mejor y destacarse de los demás” (Homero, 2008: VI, 208)5. “La voz areté expresa originariamente la idea de , –sobre todo en Homero–” (Redondo 2010: 139), es decir, que se pretende ser el mejor en la virtud.

En consecuencia, continúa explicando Copleston (1994: 336), cuando Aristóteles habla de la virtud como un medio, no piensa en uno que se tenga que calcular matemáticamente, sino que la virtud siempre será con respecto a cada uno de nosotros: la virtud como medio en relación a la dimensión ontológica entre el defecto y el exceso es un medio, mientras que en relación a la dimensión axiológica entre el bien y el mal es una excelencia.

Es así que podemos leer: La ética de Aristóteles es francamente teleológica. Considera la acción no en cuanto buena en sí misma sin tener en cuenta ningún otro aspecto, sino en cuanto que conduce al bien del hombre. Todo lo que lleve al logro de su bien o de su fin será una acción “buena” del hombre: la acción que se oponga a la consecución de su verdadero bien será una acción “mala”. (…) Si hay algún fin que deseamos por él mismo y para lograr el cual es por lo que queremos todos los demás fines o bienes subordinados, entonces este bien último será el mejor bien de todos, será, en una palabra, el Bien. (Copleston, 1994: 332)

Por consiguiente, podemos clasificar las decisiones entre aquellas que nos conducen al fin que nos corresponde alcanzar atendiendo a nuestra propia naturaleza o aquellas que nos alejan de ese fin. Aristóteles determina que ese fin grato de conquistar es el Bien: “el bien es lo deseable en términos absolutos y en verdad” (EN. III, 1113a) y atribuye a la areté la 4

A lo largo del presente trabajo, citamos la Ética a Nicómaco como EN y aludiendo a la numeración canónica. 5 Citando textualmente de Homero (2008: VI, 208): “descollar siempre, sobresalir por encima de los demás”. Las próximas citas de la Ilíada serán identificadas con IL.

19

preeminencia en cuanto a ser aquello que nos capacita para la felicidad, la cual es identificada con el Bien Supremo (EN. I, 1097b). Añade, a continuación, que del mismo modo en que cualquier artesano entiende que el bien y lo correcto residen en su función y actividad como artesano, también en el hombre se identifica el bien y lo correcto con su función y actividad como hombre. Y la función y actividad del hombre es específica y característica, que procede considerar aparte de la vida nutritiva, la del crecimiento y la sensitiva, propias de seres con una naturaleza distinta a la del hombre, como se aprecia a continuación: Queda, entonces, la vida activa del elemento que posee razón. Pero de éste, una parte la tiene en el sentido de que es obediente a la razón y otra en el sentido de que la posee y razona. Y como también esta última se dice tal en dos sentidos, hay que postular la que está en actividad, pues parece que es ella la que se dice tal en sentido más propio. Si la función del hombre es la actividad del alma conforme a la razón, o no sin la razón, y si decimos que genéricamente es la misma la acción de y la de tal (como por ejemplo, la de un citarista y la de un citarista competente, y esto sucede sencillamente, claro está, en todos los casos), porque la superioridad debida a la excelencia se suma adicionalmente a la actividad – pues propio del citarista es tocar la cítara, mas tocarla bien lo es del bueno…si ello es así, entonces el bien humano es una actividad conforme a la virtud, y, si las virtudes son más de una, conforme a la mejor y la más completa– . Y –todavía más– en una vida completa, pues una sola golondrina no hace verano, ni tampoco un solo día: y así ni un solo día ni un corto tiempo hacen al hombre feliz y próspero. (EN. I, 1098a)

Se concluye, pues, que la excelencia, la areté, es decir, la virtud del hombre, concede superioridad a su actividad, pero no es el bien humano una actividad, sino una actividad conforme a la virtud adquirida a lo largo del tiempo mediante el hábito. La cuestión se explica también con las siguientes palabras de Santo Tomás (2010: 95): Si la operación del hombre consiste en cierta vida, en obrar de acuerdo a la razón, se sigue que el obrar de acuerdo a la razón es propio del hombre bueno. Hacerlo del mejor modo será propio del mejor, vale decir, del hombre feliz. A la razón de virtud pertenece que quien la posee obre bien de acuerdo a ella, como la virtud del caballo es que, según ella, corra bien: si la operación del hombre bueno o feliz es obrar bien y del mejor modo, de acuerdo a la razón, se sigue que el bien humano, la felicidad, es la operación según la virtud. De tal manera que si es tan sólo una la virtud del hombre, la felicidad será la operación conforme a esa virtud. Si las virtudes del hombre son varias, la felicidad será la operación conforme a la mejor de ellas. Porque la felicidad no sólo es un bien del hombre, sino el mejor. (Santo Tomás, 2010: 95)

La virtud, según Espejo Muriel (1994: 11), para la sociedad griega, se vinculaba, por otro lado, directamente al honor, a ser el hombre más destacado por encima de los demás hombres mortales.

20

Pero realmente, si hay un elemento que define y articula esta ética, pensamos que es el honor, la areté. Esta sería el compendio de todas las cualidades deseables en el hombre, en el sentido de excelencia interior y exterior; también podríamos definirla como aquello que hace del hombre, un valiente, un héroe; o que es la expresión del más alto ideal caballeresco unido a una conducta cortesana selecta y al heroísmo guerrero; o que es el atributo propio de la nobleza,… en realidad, es una palabra intraducible. (Espejo Muriel, 1994: 11)

Existiría la consideración de que una de las acepciones de areté está directamente relacionada con la fuerza física, y por ello leemos en la Ilíada: “por exhibir la valía de sus pies” (IL. XX, 411), considerando que areté, tal y como está escrito en griego original, se traduce por valía. Entendemos, sin embargo, que la virtud es la excelencia de cualquier clase, incluyendo la física, pero no exclusivamente ésta, sino que la excelencia será mayor cuanto más numerosas sean las virtudes que se exhiban. Es por eso por lo que MacIntyre (2001: 156), citando a Fränkel, afirma lo siguiente: En la sociedad heroica, el hombre es lo que hace. Hermann Fränkel escribió del hombre homérico que [Fränkel, H. (1975). Early Greek Poetry and Philosophy]. Por lo tanto, juzgar a un hombre es juzgar sus acciones. Al realizar acciones de una clase concreta en una situación concreta, un hombre da fundamento para juzgar acerca de sus virtudes y vicios; porque las virtudes son las cualidades que mantienen a un hombre libre en su papel y que se manifiestan en las acciones que su papel requiere. (MacIntyre, 2001: 156)

El significado que entraña el concepto de areté y virtud, por tanto, fue cambiando lógicamente a lo largo del tiempo, pero fueron unas actualizaciones necesarias y acordes al momento que no erradicaban por completo el antiguo significado, sino que le añadían matices. En el mundo griego, tal como asevera Redondo (2010: 139) apoyándose en Jaeger, “el concepto de areté –que (…) es el concepto central de la educación griega– expresa desde la época arcaica, el objetivo de la paideia”: Paideia incluye un proceso de crecimiento y maduración; los términos que significan la “educación” (paideia) y la “nutrición” o “nutrimiento” tuvieron desde el principio un significado casi idéntico y permanecieron siempre emparentados. Ambos términos comienzan a diferenciarse cuando el concepto de paideia tiende a designar, cada vez más, la cultura intelectual. (…) Paideia asume el significado –más próximo al actual– de “formación integral”. (…) Constituye un valor digno de ser transmitido y es asimilable a lo que hoy entendemos por literatura nacional y por cultura (…). (Redondo, 2010: 136-138)

21

El papel de Homero en esta educación es destacable en tanto que “se le considera padre e inspirador de la paideia griega” (Redondo, 2010: 142). Pese a que no nos compete en este trabajo juzgar los motivos por los cuales la educación es materia de reflexión, sí se puede afirmar que “la educación no es posible sin que se ofrezca al espíritu una imagen del hombre tal como debe ser. (…) La cultura se ofrece en la forma entera del hombre, en su conducta y comportamiento externo y en su apostura interna” (Jaeger, 1971: 19), y la Ilíada se nos presenta como un modelo excelente de conducta porque se sustenta en la concepción del héroe homérico virtuoso que lucha con determinación para convertirse en un ejemplo para todos sus semejantes y, al mismo tiempo, trata de huir de la deshonra que supondría comportarse viciosamente: El héroe homérico se caracteriza por aspirar a la megalopsiquía –la grandeza de ánimo–, por abrazar un ideal agonístico de vida y por una peculiar concepción ascética del triunfo y de la superación. (…) La paideia no consiste en un proceso de moldeamiento dirigido desde el exterior. Todo lo contrario: su fundamento está en el modo de ser del alumno, en su naturaleza. La educación no hace otra cosa que potenciar la tendencia innata del hombre al perfeccionamiento. Por eso, puede decirse que “engrandece” su alma y lo humaniza: lo vuelve más hombre. (Redondo, 2010: 143-144)

Parafraseando a Redondo (2010: 142-143), el ideal propuesto como objetivo de la educación homérica es el ideal de la areté heroica, que aparece sobre todo en la Ilíada, en la cual el rasgo más destacable y esencial de ese héroe caballeresco resulta ser su afán de ser siempre el mejor y mantenerse superior a los demás, el deseo de sobresalir y destacarse, de ser excepcional. Es por ello por lo que la emulación tiene un papel muy relevante en la educación arcaica: se exige pues, que “el comportamiento del héroe sea modelo –paradeigma– de conducta (…). La figura del héroe tiene un carácter mítico: es encarnación de la suprema areté humana, ejemplo de la más alta humanidad” (Redondo, 2010: 144).

Redondo (2010: 144) expone también que otro rasgo esencial de esta educación griega es la tendencia innata a elevar a norma ideal lo esencial de los usos pedagógicos expresándolos en arquetipos vivos de perfección humana. De tal modo, el principal recurso educativo, continúa diciendo, es el ejemplo de areté a escala humana que desencadena la imitación (mímesis), considerada como una poderosa fuerza capaz de transformar por completo al discípulo. Es sabido que los griegos no racionalizaban el problema educativo: la reflexión consciente sobre el hecho educativo aparecerá en una época tardía y siempre acompañada, en primer lugar y para que se posibilite la eficacia de esa reflexión, de la fuerza persuasiva del paradigma.

22

Un paradigma concreto que destacamos de la Ilíada es Aquiles, porque en él se encuentran contenidas “la capacidad para la acción y para el discurso elegante: las necesidades de la vida y las del espíritu” (Redondo, 2010: 145). Se nos dice, además, que “Aquiles personifica así la más antigua formulación del ideal griego de educación, que intenta abrazar lo humano en su totalidad, pero al mismo tiempo es el prototipo de la genuina paideia –en la que el saber y la palabra están al servicio de la virtud–. “ (Redondo, 2010: 145).

Ante esto se podría objetar el hecho de que sea, precisamente, la cólera de Aquiles la que constituya el motivo de toda la acción de la obra, objeciones ante las cuales Jaeger (1971: 58) argumenta que: La Ilíada celebra la gloria de la mayor aristeia de la guerra de Troya, el triunfo de Aquiles sobre el poderoso Héctor. En ella se mezcla la tragedia de la grandeza heroica, consagrada a la muerte, con la sumisión del hombre al destino y a las necesidades de la propia acción. A la auténtica aristeia pertenece el triunfo del héroe, no su caída. (Jaeger, 1971: 58)

Jaeger añade, a continuación, que el hecho de que Aquiles decida ejecutar en Héctor la venganza de la muerte de Patroclo, incluso sabiéndose de antemano que tras la caída de Héctor le espera su propia muerte, es lo que confiere mayor profundidad humana a su victoria; su heroísmo no pertenece al tipo ingenuo y elemental de los antiguos héroes, sino que se eleva a la elección deliberada de una gran hazaña, pagando un precio tan alto por ella como lo es la pérdida de la propia vida (Jaeger, 1971: 59). Y, en virtud de ese desenlace, la pasión inicial de Aquiles que se nos presenta al principio de la obra, queda superada, hecho que reafirma su humanidad, contrariamente a lo que refuta Platón en La República6.

Ese heroísmo, ese alto ideal por el que Aquiles lucha y ante el cual está dispuesto a sacrificarse incluso a sí mismo –y así también sucede con otros personajes en la Ilíada, a distintos niveles– es el que se propone como modelo educativo tras la lectura de la epopeya: las virtudes que contienen los personajes, en su totalidad, son objetos catárticos para nosotros.

6

A lo largo de La República, Platón esclarece los motivos por los cuales considera que los hechos relatados por Homero son impropios y poco educativos, siendo uno de los motivos principales la excesiva pasión de los personajes. Tomamos como ejemplo de dicho argumento este fragmento: “Rogaremos a Homero y los demás poetas que no se enfaden si los tachamos, no por considerarlos prosaicos o desagradables para los oídos de los más, sino pensando que, cuanto mayor sea su valor literario, tanto menos pueden escucharlos los niños o adultos que deban ser libres y temer más la esclavitud que la muerte” (Platón, 2012: III, 173).

23

Esperamos de los hombres –es decir, les exigimos– que persigan la felicidad ateniéndose a la virtud; puesto que tenemos una cierta experiencia del mundo, sin embargo, esperamos también que a menudo no lo consigan. (…) El poeta cómico establece la omnipotente expectativa de que sus personajes se comportarán mal; el poeta de la tragedia que sus personajes se comportarán bien. (…) Esto no implica que en la comedia todos los personajes sean viciosos ni que en la tragedia sean todos virtuosos. Todo lo contrario. (…) La tragedia es vista, pues, como una puesta a prueba hipotética de los límites de las virtudes. (…) Del mismo modo, el hombre virtuoso define la función del hombre; él es el hombre por excelencia. El poeta trágico, que imita a los spoudaíoi, los hombres excelentes, investiga no solo a una determinada clase de hombres, sino al hombre per se. (Redfield, 2012: 131-132)

Y este hombre por excelencia al que Redfield menciona no será sino el más noble y excelente, aquél en cuya radicalidad más esencial se encuentre bondad: La areté (…) es sinónimo de : consiste en una especie de virtud o bondad moral general que otorga al hombre la nobleza y la hombría de bien. Constituye, por ello, lo más radical y esencial de la persona y el objetivo más profundo que puede plantearse la educación: conseguir que el alumno, no sólo actúe bien, sino que sea bueno. Lo segundo, como es natural, es el fundamento de lo primero. (Redondo, 2010: 140)

Retornando a las referencias homéricas, también son esclarecedoras las palabras de MacIntyre (2001: 160) al respecto de los valores éticos de la sociedad heroica en general, cuando expone que: Los héroes la de Ilíada no tienen dificultad en saber lo que se deben entre sí; sienten aidós –en el sentido propio de vergüenza– cuando se enfrentan con la posibilidad de obrar mal y, si esto no es suficiente, nunca falta otra gente que ponga las cosas en su sitio. El honor lo confieren los iguales y sin honor un hombre no vale nada. (MacIntyre, 2001: 160)

Para seguir con su argumentación, MacIntyre (2001: 160) se vale de una analogía con el ajedrez: es una cuestión de hecho si un hombre es buen jugador o si trama buenas estrategias o si un movimiento es correcto en una situación concreta. El juego del ajedrez está constituido y presupone un acuerdo sobre el cómo jugar, es decir, se conocen las reglas, y no tendría sentido plantearse que si el único movimiento que consigue dar jaque mate sería éticamente correcto; el que se lo plantee, estaría empleando una noción de “bien” desligada del juego, cuyo objetivo es ganar la partida. Así pues, ¿con qué propósito observan los personajes de la Ilíada las reglas que observan y honran los preceptos que honran? El yo de la era heroica no es el mismo que el yo de la modernidad en tanto que no da un paso hacia atrás para juzgarse desde el exterior: “en la sociedad heroica no hay , excepto el del forastero. Un hombre que intentara retirarse de su posición dada

24

en la sociedad (…), estaría empeñándose en la empresa de hacerse desaparecer a sí mismo” (MacIntyre, 2001: 161).

Las virtudes, si bien universales, apelan al ser humano en particular, concretamente a cada uno de nosotros, a nuestra identidad, y es gracias a esa apelación individual y específica que el lector puede experimentar la experiencia catártica y aprehender el modelo ético que el personaje está representando: La identidad heroica conlleva singularidad y explicabilidad. Soy responsable de hacer o no lograr hacer lo que cualquiera que ocupe mi papel debe a los demás, y esta responsabilidad sólo termina con mi muerte. Hasta mi muerte tengo que hacer lo que tengo que hacer. Además, esta responsabilidad es singular. Tengo que hacer lo que debo a, para y con individuos concretos, y soy responsable ante éstos y los demás individuos miembros de la misma comunidad local. El yo heroico no aspira a la universalidad, incluso aunque retrospectivamente podamos reconocer en sus méritos un valor universal. (MacIntyre, 2001: 161)

2. Análisis de las virtudes y vicios 2.1. La valentía como acto de la fortaleza

La valentía, considerada como virtud, dice Aristóteles que es el término medio entre el miedo y la confianza. Existen, sin embargo, muchas clases de valentía en relación a la situación en la que deba ser demostrada: aquella más digna de ser mencionada, en primer lugar, es la que hace referencia a la ausencia de miedo en relación a una muerte en la que se conserve el propio honor. Eso no significa que el valiente no sienta el temor que supone acercarse a un fin que parece definitivo para toda la eternidad, sino que tendrá el valor suficiente como para aceptar lo que se le presente con una actitud razonable, en vistas a un bien mayor, como se lee en: Es valiente aquel que soporta y teme lo que debe y por la razón que debe, y tal y como debe y cuando debe, e igualmente también el que siente confianza (pues el valiente sufre y obra como es merecido y tal como es razonable: el fin de toda actividad es el que corresponde a su condición –también para el hombre, claro; y la valentía es cosa buena, luego de tal clases luego será también su fin, ya que cada cosa se define por el fin–. Por consiguiente, el valiente soporta y realiza las acciones que corresponden a la valentía por causa del bien). (EN. III, 1115b)

Teniendo como objetivo y causa al bien, por su concreción y especificidad, no se aceptan excesos o carencias en las actitudes que disponen a él. Por ello, aunque la valentía implica cierto nivel de animosidad, combatividad e intrepidez en el espíritu, tener esos

25

rasgos por separado, sin ser valiente, no conduce a la virtud. El valiente es animoso y resiste lo que debe resistir en orden al bien, como se ha dicho, pero existe la posibilidad de ser animoso y cobarde al mismo tiempo, con lo cual un hombre podrá ceder a cualquiera de sus impulsos e ignorar el bien subyacente que se desprende de cada resistencia exigida en una situación. Los combativos, por otro lado, tan alejados estarán de la valentía cuanto menos estén en condición adecuada para luchar contra otros y más se dejen llevar por la ira sin objetivos claros, mientras que los intrépidos acabarían siendo unos temerarios.

Existe una valentía a la que Aristóteles se refiere como política que tiene que ver con el deseo de gloria de los que la poseen y el pudor, o más bien, la vergüenza, que supondría no destacarse como el más virtuoso -en tanto que ejemplo de la virtud de la fortalezaentre los cobardes: Esta fortaleza política es la que más se asemeja a la verdadera. (…) Esta fortaleza se da en razón de la vergüenza o verecundia, que es el temor de la deshonra, pues se huye del propio oprobio por un bien, por un deseo honesto, en cuanto esa fortaleza busca el honor que es un testimonio de honestidad. (…) Luego, porque el honor es algo cercano al bien honesto, y el vituperio a la deshonra deshonesta, de allí que esta fortaleza es cercana a la verdadera fortaleza, que tiende al bien honesto y huye del deshonesto. (Santo Tomás, 2010: 213)

Aristóteles presenta al Héctor de Homero como un modelo de valentía de este tipo, el cual, justo momentos antes de encontrarse con Aquiles en la que será su última batalla, escucha los lamentos de su madre Hécuba pidiéndole que no vaya a la lucha. Él no se apiada de ella, sino que Homero dice que “no convencían el ánimo de Héctor, que aguardaba firme al monstruoso Aquiles, que ya se acercaba.” (IL. XXII, 91-92). Poco importará más tarde que el domador de caballos huya cuando vea a Aquiles acercársele, porque ya ha demostrado suficiente valor esperando al que se convertirá en su asesino, sino que Héctor permanece estoicamente quieto, pensando en las ignominias a las que Polidamante lo sometería si cediera a lo que éste le sugiere en otro momento, es decir, si decidiera no luchar con Aquiles. Es de valientes considerar todas las opciones posibles puesto que todo acto de valentía tiene su razón de ser, y Héctor se plantea qué pasaría si se presentase ante Aquiles despojado de sus armas, le devolviese todas sus riquezas y a Helena y esperara que el guerrero se apiadase de él. Concluye que no puede hacer eso, porque su deseo de alcanzar fama y gloria en el tiempo es tan fuerte como el terror que le provoca pensar que podría convertirse en un cobarde y que toda la sociedad le juzgaría por ello. Se queda, como se ha dicho, y a continuación, sucede que Homero pinta una impactante escena en la que Héctor desaparece corriendo mientras Aquiles, gritándole y avasallándole, le persigue.

26

Podríamos pensar que Héctor es un cobarde por huir, pero estaríamos emitiendo un juicio equivocado: sería temerario quedarse al considerar la ira con la que Aquiles va a buscarle, sería de locos no tener miedo en este momento, sería casi, podríamos decir, inhumano, y sobre todo, impropio de un héroe del calibre de Héctor, tan humano y piadoso como el que más, que jamás se aparta de sus acertados juicios. La fortaleza, pues, no se refiere al miedo a la infamia, a la pobreza o a los males personales, sino a la muerte, por ser ésta el más terrible de los males (Santo Tomás, 2010: 206) en tanto que es algo desconocido, después de lo cual no se conoce lo que habrá, pero sí el fin de la vida terrenal. Finalmente, Héctor le dice a Aquiles: “Ya no huiré de ti, hijo de Peleo, como hasta ahora. Tres vueltas he dado a la gran ciudad del divino Príamo sin osar resistir tu ataque; mas ahora el ánimo me impulsa a detenerme frente a ti, y te apresaré o me apresarás” (IL. XXII, 250) La decisión final está tomada: Héctor se encara a Aquiles sabiendo que sólo uno logrará salir vivo de ahí. Y eso es lo que determina su valentía, la cual no ha sido puesta en duda, ni siquiera por Homero, cuando escribe que “delante huía un valiente [Héctor], pero uno mucho mejor [Aquiles] lo perseguía” (IL. XXII, 158), sugiriendo sutilmente el inminente fallecimiento del héroe troyano, que líneas después quedará confirmado cuando Zeus ponga en la balanza las vidas de ambos y

la de Héctor caiga por su propio peso

directamente al Hades.

Existen otro tipo de menciones más claras que muestran la adquisición de valor como resultado del miedo, como por ejemplo, cuando Agamenón anima a sus tropas a prepararse para la posible guerra entre ellos y las huestes de Aquiles, y comenta que “al que yo vea que por su voluntad lejos de la lucha trata de quedarse junto a las corvas naves, no habrá para él medio de librarse de los perros y de las aves de rapiña” (IL. II, 391-393). Agamenón comprende que a veces, la valentía debe forzarse un poco, puesto que no todo el mundo tiene el ánimo dispuesto a ser valiente constantemente, pero sí si existe una amenaza física y terrorífica frente a la que quedan comprometidos. Se nos plantea, de pronto, la siguiente cuestión: si aquello que predomina como motivación es el miedo a la amenaza física, ¿son realmente virtuosos?7 Dice Santo Tomás (2010: 213) que

7

Tejada (2004: 11) analiza las posibles implicaciones de lo que supone la relación entre virtud y obligatoriedad a partir de las reflexiones de Marcia Baron, profesora de Ética y Filosofía del Derecho en Indiana University: “Por su parte, Marcia Baron opina que no se puede cultivar la virtud sin sentido del deber (…). Según Baron, para ser virtuoso no basta actuar según los deseos, sino que antes se deben valorar las cosas como dignas de ser deseadas, como algo que uno tiene obligación de desear. Si esto es así, existe una obligación de ser virtuoso. En este punto Baron parece intuir lo que, según veremos más adelante, es el aspecto preceptivo del bien. Intuye efectivamente que el sujeto, cuando desea algo después de valorarlo como bien, ya no sólo desea algo, sino que el objeto se le presenta como una meta a alcanzar. Actúa no sólo por un deseo de ser virtuoso, sino por el sentido de la obligación de ser virtuoso. En efecto, parece fundada la denuncia de que la importancia del deber moral no es percibida adecuadamente por la ética de la virtud. Se prescinde de él para subrayar los deseos o tendencias humanas, pero la experiencia

27

“aquellos que son fuertes coaccionados por el temor de los castigos por los que gobiernan la ciudad (…) son inferiores [a otros tipos de fortalezas] porque no actúan valientemente por la vergüenza de deshonestidad, sino por el temor del castigo”.

Héctor también instruye a los suyos a ser fuertes y valientes, a que ataquen las naves de los aqueos. Es así que podemos leer: “Al que yo vea en otro sitio que no sea junto a las naves, allí mismo me las ingeniaré para matarlo, y quizá no le hagan partícipe del fuego tras la muerte sus parientes y parientas, sino que los perros lo arrastrarán delante de nuestra ciudad” (IL. XV, 348-351). No obstante, no por ser instigados a demostrar una fortaleza determinada no pueden ser considerados valientes, sino que lo son, pero en un grado inferior.

Es curioso comparar las instrucciones de Agamenón y de Héctor hacia sus respectivos combatientes y descubrir que difieren en muy pocos aspectos, utilizando incluso las mismas palabras y expresiones, aparentemente simples, para decir lo que quieren decir sin que el resultado sea menos amenazador. Usan, por ejemplo, el verbo “ver” y automáticamente se podría pensar que hubieran existido mejores verbos para expresar el mismo sentido, pero no todos hubieran sido adecuados para mantener el significado que implica éste: ver es el primer paso para todo. A partir de la idea aristotélica que Santo Tomás (Quaestiones disputatae de veritate, q.2, a.3, arg.19) recoge en la conocida fórmula “nada hay en la inteligencia que antes no haya estado en los sentidos”, juzgarán Agamenón y Héctor a los cobardes, es decir, si en algún momento los ven actuando como tales, no antes. Los dos coinciden, además, en que serán los animales los que den cuenta de sus cuerpos una vez muertos en lugar de lo que sería honorable. Manifiestan opiniones encontradas, en cambio, en lo que respecta al sujeto que se encargará de hacerlos sufrir. Héctor afirma rotundamente que será él mismo el que los matará si no cumplen con los estándares de valentía esperados, mientras que Agamenón no especifica quién llevará a cabo el castigo prometido. En esta mínima diferencia estriba lo que ensalza a Héctor por encima de Agamenón: Héctor se compromete siempre por su patria hasta el punto de actuar él mismo en orden al bien de su pueblo, al honor de su tierra. La constante pietas8 que demuestra supone un punto de inflexión en su personaje que hace que podamos clasificarlo como uno de los principales protagonistas de la obra, al igual que podemos hacerlo con Aquiles.

Aristóteles relaciona el coraje con la rabia, esto es, el ímpetu, el cual manejado con la disposición de la libre elección y teniendo unos objetivos finales concretos y virtuosos, se del sentido del deber, que surge después de que el sujeto ha valorado algo como digno de ser perseguido, es ineludible y por consiguiente debe ser parte de la consideración moral” (Tejada, 2004: 11). 8 Este concepto será desarrollado más adelante en el presente trabajo.

28

convertirá en valentía también, porque coopera con la nobleza del ser humano al obrar por el bien, siendo acompañado por el ímpetu. Sin embargo, cabe diferenciar el ímpetu con el que los animales sobrellevan sus acciones: ellos no podrán ser virtuosos puesto que su respuesta impetuosa es algo innato a sus instintos, una respuesta a un estímulo externo – ya sea miedo o dolor, por ejemplo– y que no es conscientemente razonada tal y como los hombres podrían hacen frente a estímulos de la misma clase. El coraje virtuoso, pues, acompaña a la elección y finalidad de la acción y sostiene la honra del hombre con motivo de un acto valeroso no determinado por miedo o apasionamiento. Homero presenta incontables ocasiones en las que los dioses infunden arrojo en el espíritu de sus héroes, con resultados favorables siempre y cuando esos mismos dioses estén de acuerdo en conceder la victoria. Por ejemplo, cuando Ares, impelido por Apolo, baja a la tierra a incitar a los troyanos a que se dispongan para luchar, y tomando la figura de Acamante para que no le reconozcan, les dedica un discurso que concluye cuando leemos: “con estas palabras excitó la furia y el ánimo de cada uno” (IL. V, 470). Con ello, a continuación Sarpedón recrimina a Héctor porque no cree que esté haciendo mucho para ganar la contienda y el domador de caballos se ofende tanto que reanuda los ataques al bando contrario.

La misma dinámica sigue la escena que se presenta más adelante, donde como ya indica el mismo título del canto, empieza a cumplirse el plan de Zeus, que envía a la diosa Disputa, también conocida como Discordia, a que excite el ánimo de los combatientes de todos los bandos con tal de acelerar la batalla: “dio un elevado y terrible chillido estridente [Disputa] e infundió gran brío a cada uno de los aqueos en su corazón, para combatir y luchar con denuedo” (IL. XI, 10-12). Tras su exclamación, sorprendentemente y como sucede en todas y cada una de estas escenas en las que el ímpetu es transmitido a los oyentes, aquellos que han escuchado la llamada a la guerra obedecen con la inquebrantable convicción de que hacen lo que tienen que hacer. Las palabras de Disputa son, ya no sólo un consejo a seguir, sino una disposición a imitar. Y la imitan a la perfección, ya que se nos dice, más adelante que “al instante el combate se les hizo más dulce que regresar en las huecas naves a la querida tierra patria” (IL. XI, 13-14) y que Agamenón, acto seguido, dio un grito y se colocó la armadura. Ese grito es el determinante: es el mismo grito que ha dado Disputa, el ejemplo de brío y valentía que les es mostrado a los combatientes en ese instante concreto. De tal manera, Disputa es el modelo que abre las puertas a que los otros puedan ser como ella.

Es destacable recalcar el protagonismo de los dioses en el hecho de infundir ánimo a los mortales: en ningún caso ha sido un hombre el que ha gritado impetuosamente para animar a sus hombres. Al menos, jamás antes del discurso y/o grito de un dios, de lo que

29

se desprende que la valentía tiene algo de divino que los hombres sólo pueden adquirir a través de la mediación de seres superiores, en este caso, divinos. La imitación de la que antes se hablaba, por tanto, se hace siempre a partir de un modelo excelente en tanto que superior, deseable. Nadie querría imitar a un humano más que al mejor de ellos y, en sentido último, al dios que encarna la perfección, a pesar de que los dioses griegos encarnan una arbitrariedad que no se hubiera sostenido como modelo de virtud según los estándares de Aristóteles rigurosamente entendidos.9

Una escena en la que se destaca precisamente ese protagonismo divino sucede cuando Poseidón habla con Agamenón y le comunica la predilección que los dioses le tienen, así como el deseo de que perezca Aquiles. Tras ello, Poseidón, también habiendo tomado el cuerpo de un anciano, “dio un grito al lanzarse por la llanura. Como el alarido que profieren nueve o diez mil hombres en combate, cuando traban la marcial disputa, tan intensa fue la voz que el poderoso sacudidor de la tierra emitió de su pecho” (IL. XIV, 147-151). La consecuencia es, previsiblemente que “a cada aqueo le infundió gran brío en su corazón, para combatir y luchar con denuedo” (IL. XIV, 151-152).

La cuestión divina se retoma más adelante, momento en el que somos testigos de la conversación entre Zeus y Apolo. Zeus le dice a Apolo que vaya a buscar a Héctor y añade: “ocúpate tú en persona, flechador, del esclarecido Héctor: despierta en él gran furia” (IL. XV, 231-232) y se nos dice que Apolo hace caso a su padre y desciende de su morada a la tierra en busca de Héctor. Así, parece ser que entre los mismos dioses también existiría una especie de jerarquía en la escala de perfecciones como existe entre los hombres -héroes y no héroes, por ejemplo-, puesto que Zeus es ensalzado por encima de todos los demás en incontables ocasiones, y la dinámica que adquieren los héroes humanos también se convierte, en los dioses, en una inherente convicción de saberse responsables de infundir valor en los humanos. Humanos y dioses se nos presentan diferentes en sus capacidades, pero no tanto en sus vidas y acciones, como se aprecia. Ambos seres adquieren dinámicas similares relacionadas con las cuestiones que aquí nos atañen, aunque las posibilidades de unos son distintas de los otros: los héroes infunden ánimo a sus súbditos cuando han sido animados por una divinidad, y la divinidad (la mejor de ellas, Zeus) infunde a animar a los héroes a las otras divinidades menores. Todos tienen un modelo a imitar que les abre las puertas para actuar valerosamente o como un

9

Se nos plantea la cuestión de si la virtud es, en cierta manera, una virtud infusa, ante lo cual Santo Tomás (Summa Theologiae, I-IIae, q.63, a.3) contempla que todas las virtudes que adquirimos por nuestros actos, ya sean intelectuales o morales, proceden de ciertos principios naturales que preexisten. Sin embargo, como existe el caso de que se existen virtudes que nos son conferidas por Dios, es necesario que a estas virtudes teológicas respondan otros hábitos causados divinamente en nosotros los cuales deberán estar respecto de esas virtudes teológicas en la relación en que están las virtudes morales e intelectuales respecto de los principios naturales de las virtudes.

30

modelo para todos aquellos sobre los que estén al cargo. Por ello, y volviendo al punto de si son virtuosos aquellos que actúan movidos por el consejo de otros, se afirmaría que sí, puesto que la consecuencia que tiene este dejarse llevar por alguien mejor es, cuanto menos, favorable al bien mayor.

2.2. Templanza y felicidad

Aristóteles empieza clasificando la templanza como una virtud que atañe a la parte irracional del alma y por tanto, como el punto medio entre dos placeres. Y dado que los placeres abarcan orígenes muy distintos, el filósofo separa los placeres anímicos de los corporales y termina diciendo: Conque la templanza tendría que ver con los placeres corporales –aunque ni siquiera con todos ellos: quienes se complacen con los objetos de la visión, como por ejemplo, colores, formas y dibujos tampoco reciben el nombre de templados ni de intemperantes –. Y sin embargo podría parecer que es posible también en esto complacerse como se debe y por exceso y defecto. (EN. III, 1118a)

Ante ello, Santo Tomás (2010: 222) afirma que “la fortaleza se refiere a las pasiones del temor y de la audacia, que están en la irascible, en cambio, la templanza se refiere a los deleites y tristezas que están en la concupiscible”. Por eso más adelante, ambos se plantean que la templanza interpela a la parte animal del hombre, porque éste comparte los deleites de los animales, pero hay objetos con los cuales los animales no pueden deleitarse. Los deleites corporales son “los que terminan en cierta pasión corporal del sentido externo” (Santo Tomás, 2010: 222) y los anímicos, en cambio, se cumplen por la sola aprehensión interior. Homero también ejemplifica esta diferencia al comparar las pasiones de los animales con las de los hombres: Menelao ve cómo Paris se le acerca, y se alegra tanto “como el león se alegra al toparse con un gran cadáver cuando halla un cornudo ciervo o una cabra montés y está hambriento” (IL. III, 23-25). Se entiende, pues, que Menelao se deja arrastrar por sus más viles pasiones y actúa como un animal, guiado exclusivamente por el hambre de venganza, en lugar de tener otra reacción más humana, moderada por la templanza en su sentido amplio.

Aristóteles habla también de placeres particulares y comunes: hay ciertos objetos deseables que no son comunes a todo el mundo, sino más propios de ciertos temperamentos o edades, como por ejemplo el amor lo es para los jóvenes. Sin embargo, que sea particular no significa que no pueda servir a ese bien mayor del que se ha hablado, pero sí con matices. Homero presenta esta cuestión cuando Tetis, sabiendo que su hijo no sobrevivirá a la guerra, le dice: “bien estaría que te unieras a una mujer en el

31

amor, pues no sólo ya no me vivirás largo tiempo, sino que además cerca de ti se aproximan la muerte y el imperioso destino” (IL. XXIV, 130-132). Y estas palabras nos llevan a la discusión sobre el porqué de su recomendación para buscarse a una mujer. ¿Está ese consejo ayudando a Aquiles a conseguir la felicidad?

Cabe mencionar en este apartado la felicidad, puesto que son los placeres sensibles los primeros promotores de la felicidad que la mente considera –erróneamente– cuando se habla de cómo se adquiere y consigue ésta. La felicidad es, para Aristóteles, el Bien. Pero no es fácil considerar qué clase de vida- vida excelente, porque no se puede desligar el verdadero Bien de la virtud- , se relaciona con una vida feliz: “Para los amantes del bien es placentero aquello que es placentero por naturaleza. Y esto son las actividades conformes a la virtud” (EN. I, 1099a). De ahí que se siga, más tarde, que “la felicidad es una cierta actividad del alma conforme a una virtud perfecta” (EN. I, 1102a). De tal manera, si no se tuviera en cuenta a Aquiles como un héroe virtuoso en su globalidad, la recomendación de su madre sería un mero llamamiento a dejarse llevar por sus pasiones, a un abandono placentero y libre de cargas en el que él podría confiarse a una mujer. Sin embargo, es imprescindible matizar que, dado que Aquiles goza de una vida casi modélica10 sabría manejar razonablemente esa vida en el amor, y que incluso ella le haría más virtuoso, porque el amor –correctamente entendido según los dictámenes de la ética aristotélica– es una actividad conforme a la virtud y placentero en sí mismo porque sentir placer pertenece a los placeres del alma. Dice Aristóteles (EN. I, 1100b) que “es claro que si seguimos los golpes de fortuna llamaremos muchas veces feliz y luego infeliz al mismo hombre poniendo de manifiesto que el hombre feliz es una suerte de camaleón y que su base es inestable”, para a continuación, poner el ejemplo de Príamo, el cual, no obstante haber sufrido numerosos infortunios y tener motivos para ser considerado un desdichado, sigue siendo tildado de feliz, puesto que su vida ha estado llena de dicha hasta que se truncó por los muchos infortunios. Los hijos son la gloria de Príamo, su más alto motivo de orgullo y felicidad, como queda patente cuando parlamentan éste y Hermes sobre el destino del cuerpo de Héctor mientras yace en campamento aqueo. Comunica Hermes a Príamo, pues, que “hasta tal punto los felices dioses cuidan de tu hijo, incluso muerto, porque les era grato en el fondo del corazón” (IL. XXIV, 422-423), sentencia ante la cual leemos que Príamo es capaz de alegrarse.

10

Para profundizar sobre los caracteres de los personajes de Homero véase Bowra (2008: 23-89): los griegos conciben a sus personajes como una unidad, una totalidad de circunstancias y acciones que, sin embargo, también viven en la posibilidad de actuar y errar, no haciéndolos por ello menos virtuosos, sino más humanos y conscientes del esfuerzo que deben hacer para ser virtuosos.

32

Por otro lado, momentos antes de esa escena, Príamo es presentado como un padre celoso de la vida de sus hijos, hasta el punto de querer recuperarlos también de la muerte –como es el caso de Héctor– para celebrar los apropiados ritos funerarios. No es tristeza ni desdicha lo que transmite mientras reúne toda la cantidad posible de regalos para convencer a Aquiles de que Héctor le sea devuelto: “El anciano ni eso [una copa que los tracios le habían procurado cuando fue en embajada como precioso galardón] escatimó en su palacio, pues lo que su ánimo más deseaba era rescatar a su hijo” (IL. XXIV, 235-237). Acto seguido, reprende e increpa a los troyanos y a unos cuantos de sus hijos el hecho de que no hagan nada más que contemplar su desdichada angustia mientras se dispone a partir en busca de Aquiles:

¡Id enhoramala, ultrajadores, baldones! ¿Es que no hay también en vuestra casa llanto y por eso venís a atormentarme? ¿No os basta con los dolores que Zeus Cronida me ha dado al perder a mi mejor hijo? Mas vosotros os enteraréis también, pues mucho más fácil será para los aqueos exterminaros ahora que él está muerto. Mas ojalá que antes de ver esta ciudad devastada y destruida ante mis propios ojos, descienda a la mansión del Hades. (…) ¡Daos prisa, viles hijos, ruines! ¡Ojalá a todos juntos en vez de a Héctor os hubieran matado junto a las veloces naves! ¡Ay de mí, desgraciado por completo! Engendré a los mejores hijos en la ancha Troya, y de ellos a fe que ninguno me queda: ni Méstor, parejo a un dios, ni Troilo, gozo del carro de guerra, ni Héctor, que era un dios entre los hombres y no parecía ser hijo de un hombre mortal, sino de un dios. Ares los ha hecho perecer y me han quedado todos estos baldones, mentirosos, danzarines, valiosos sólo en las cadencias del coro, depredadores de los corderos y cabritos de vuestro propio pueblo. (IL. XXIV, 239-262)

Tal y como se puede observar, Príamo ostenta una infelicidad conocida por todo el pueblo troyano y que él mismo no duda en hacer patente al menospreciar a sus hijos vivos y ensalzar a aquellos que han fallecido, pero la nobleza que le confiere su estatus y sus glorias pasadas, así como las de sus hijos11, no lo envilecen ni merman su bondad, sino todo lo contrario: Incluso en estos casos se abre paso la luz del bien cuando uno soporta con dignidad muchos y grandes infortunios no por insensibilidad, sino porque es noble y magnánimo. (…) En efecto, decimos que quien de verdad es bueno y sensato sobrelleva todos los golpes de fortuna con buena compostura y saca el mejor partido de lo que hay en cada momento. (EN. I, 1100b)

Por consiguiente y, aunque es innegable la certeza de las palabras de Príamo sobre su sufrimiento, podemos afirmar que su bondad está intacta y que sabe sobrellevar la desgracia con magnanimidad. 11

Nótese que los dioses son considerados, según palabras del propio Príamo, como los responsables de haber mermado su numerosa prole. La cuestión de las interferencias divinas en la vida de los mortales se trata más adelante en el presente estudio.

33

Retomando el tema central de este subepígrafe, el siguiente ejemplo contrario a la falta de continencia guiada por la razón que anteriormente demostraba Menelao, nos lo proveen los ancianos y príncipes troyanos en una de sus múltiples asambleas, cuando ven ascender a la torre al botín robado por Paris y por el cual todos han peleado y seguirán peleando, Helena, cuya belleza, dicen todos, es propia de las diosas del Olimpo. No se sabe quién pronuncia las palabras, o más bien Homero plasma, como realmente parece ser, el pensamiento general de todos los considerados sabios en el momento, pero reconocen que es fácil que todos quieran combatir para conseguirla. A pesar de ello, prefieren vivir en paz sabiendo que no la despojaron de una familia de la que, de hecho, Paris ya la ha despojado –porque recordemos que Helena es la esposa de Agamenón e incluso tiene una hija pequeña–. Se lee, pues: “No es extraño que troyanos y aqueos, de buenas grebas, por una mujer tal estén padeciendo dolores (…). Pero, aun siendo tal como es, que regrese en las naves y no deje futura calamidad para nosotros y nuestros hijos” (IL. III, 156-160). “La vejez les había retirado del combate, mas eran consejeros valiosos” (IL. III, 150-151), se dice de esos mismos ancianos, con lo que podría afirmarse que la templanza conlleva cierta experiencia vital –en la que también interviene la prudencia– que se educa a lo largo de los años. Un niño, por ejemplo, no puede ser templado hasta que no se le eduque a ello y progresivamente, alcance la madurez suficiente que le permita obrar de tal manera que su modus operandi habitual utilice la recta razón. Un niño no habría sido capaz de distinguir entre quedarse con Helena como botín porque es muy bella o devolverla porque la paz siempre es preferible. Un niño, por último, podría ser incontinente, pero nunca intemperante. Los rasgos del intemperante quedan definidos de la siguiente manera: El que persigue los excesos del placer, o los placeres en exceso, con premeditación, por sí mismos y no por algo diferente que resulte de ellos, es el intemperante. Éste no será necesariamente proclive a arrepentirse, de modo que es incorregible, pues el que no se arrepiente es incorregible. (EN. VII, 1150a)

Si consideramos que el opuesto del intemperante es el temperante, lo mismo sucederá con el incontinente, que resultará ser el opuesto del continente. Y ambas virtudes, continencia y templanza, son las que determinan la diferencia entre sus respectivos extremos viciosos: la continencia tiene que ver con la contención –no trabajando a su favor la precipitación ni la debilidad–, mientras que la templanza presupone un acto racional del que se es consciente y en el cual se mantienen firmes sus ejecutores. Por ello Aristóteles

34

tiene en mayor consideración al incontinente que al intemperante, porque el primero no es vicioso radicalmente en tanto que no interviene su razón, es decir, el incontinente no persevera por causa de la pasión de una manera certera como lo hace el intemperante, del cual no se espera cambio por su firme obstinación.

Sea como fuere, respecto al grado de conciencia y responsabilidad del hombre hacia sus actos, añade Pieper (2007: 226) lo siguiente, con la intención de aclarar que es el hombre el responsable de todo lo que hace e incluso de todo lo que no hace; es él el que decide, aunque se equivoque y yerre ya sea consciente o inconscientemente: No deja de ser misterioso, aunque lo vivamos a diario, el hecho de que el orden interior del hombre no sea algo que se dé espontáneamente, como una realidad natural, al igual que se observa en el cristal, en la flor o en el animal. Las mismas fuerzas que alimentan la existencia humana pueden pervertir el orden interior, hasta llegar a la destrucción de la persona moral. (…) Cuando decimos que los sentidos han dominado a la razón no hemos hecho más que una metáfora; es una forma de hablar. En realidad, es el mismo sujeto el responsable de lo moral y de lo inmoral, el que edifica el propio yo o lo destruye. Alma de toda decisión, por la que se mantiene o se hace saltar el orden interior, es la persona total e indivisible: . (Pieper, 2007: 226).

2.3. La hybris como vicio de la magnanimidad

Uno de los motivos que caracteriza a la Ilíada es la hybris de sus personajes. De hecho, el desencadenante de toda la narración es la hybris que comete Agamenón al arrebatarle una parte del botín a Aquiles, que a su vez provoca la cólera de éste y la consiguiente tragedia. Santo Tomás (Summa Theologiae, II-IIae, q.162, a.1) define la soberbia por oposición a la humildad; tiene que ver con la magnanimidad en tanto que existe una desordenada presunción al desear la propia excelencia, deseo en el que interviene el apetito irascible, ya que es de razón desear la propia excelencia. La excelencia de una obra consiste en su magnitud, y habiendo considerado con anterioridad la noción de areté también como la más deseable en el ideal de héroe homérico, la magnanimidad es claramente una virtud mientras que la soberbia, un vicio. “Es magnánimo el que se considera a sí mismo merecedor de grandes cosas, siéndolo” (EN. IV, 1123b), pero el soberbio, aquél que comete hybris, se excede al creer que es merecedor de esas grandes cosas.

Por ello, la soberbia supone un paso más allá de la intemperancia, porque, aun utilizando la recta razón aristotélica, se cree más de lo que es, según afirman las siguientes palabras:

35

El grado de hybris no se mide por la grandiosidad del talento, sino por su ordenación o no a algo distinto (…). Se puede ser grande –el mejor- e incluso saberse el más grande, pero no por eso se es soberbio. Porque utilizas esta capacidad para acometer una gran misión. El héroe no es arrogante, si pone sus cualidades al servicio de una causa, que es superior a él; y al servicio de otras personas, que son de alguna forma también superiores a él. (Ginebra, 2013: 143)

Como el magnánimo “está en la disposición debida con respecto a los honores y deshonras” (EN. IV, 1123b), su objetivo es conseguir el honor, y no hay mejor hombre que el honorable, prosigue el filósofo, de tal manera que “si el magnánimo es merecedor de las mejores cosas, sería el mejor hombre, pues el mejor es el merecedor de algo mejor y el más excelente lo es de las mejores cosas. Por consiguiente el verdaderamente magnánimo debe ser un hombre bueno” (EN. IV, 1123b). La idea de bondad se retoma más adelante de nuevo, cuando leemos: “La magnanimidad es como un cierto ornamento de las virtudes: las hace más grandes y no se da sin aquéllas. Por esto es difícil ser verdaderamente magnánimo, pues no es posible serlo sin la nobleza moral” (EN. IV, 1124a).

El primer ejemplo de hybris que encontramos en la Ilíada es el ya mencionado anteriormente: el adivino Calcante recomienda a Agamenón que devuelva a Criseida a su padre para aplacar la ira del dios Apolo, que ha escuchado las súplicas de Crises para que su hija le sea devuelta. Agamenón acepta de mala gana y se atreve a reclamar un botín equivalente a la pérdida que va a sufrir. En este caso, y sin considerarse este reclamo como una soberbia irreparable, sí es el paso previo a la posterior soberbia que mostrará más adelante el Atrida. Desde este momento Aquiles se nos presenta como un justo conocedor de las leyes relacionadas con la cantidad de botín que cada participante en la guerra debe reclamar para sí: Nunca tengo un botín igual al tuyo, cada vez que los aqueos saquean una bien habitada ciudadela de los troyanos. Sin embargo, la mayor parte de la impetuosa batalla son mis manos las que la soportan. Mas si llega el reparto, tu botín es mucho mayor, y yo, con un lote menudo, aunque grato, me voy a las naves, después de haberme agotado de combatir. (IL. I, 163-168)

Aquiles se sabe, pues, merecedor de un mayor botín, pero no se ha quejado hasta ahora porque la retribución por la lucha no se realiza en pos de un bien mayor como sí sucede con la lucha en sí misma. Sin embargo, es justo que no permita que le quiten lo poco que recibe, porque sería una absoluta deshonra que, siendo una costumbre legítima en las dinámicas de la guerra, él, el mejor guerrero que alguna vez los aqueos pudieron tener, no reciba un pago por sus hazañas, mientras que Agamenón, que a pesar de ser el que

36

ostenta el cargo más alto12 sin mostrar una mínima actitud de liderazgo e implicación, consiga mejores favores que cualquier otro.

El clímax de la escena se produce cuando Agamenón amenaza a Aquiles diciéndole que si no es debidamente recompensado, tomará su botín: Pero te voy a hacer esta amenaza: igual que Febo Apolo me quita a Criseida, yo con mi nave y con mis compañeros la voy a enviar, puede que me lleve a Briseida, de bellas mejillas, tu botín, yendo en persona a tu tienda, para que sepas bien cuánto más poderoso soy que tú, y aborrezca también otro pretender ser igual a mí y compararse conmigo. (IL. I, 181-187)

Aquiles se aflige, dice el texto, y vacila unos segundos sobre cuál es la mejor decisión: matar a Agamenón o contener su cólera. De pronto, se le aparece Atenea y Aquiles le pregunta si ha llegado ahí “¿Acaso a ver el ultraje del Atrida Agamenón?” (IL. I, 203), y la diosa le anima a que no se excite, confesándole que “un día te ofrecerá [Agamenón] el triple de tantos espléndidos regalos a causa de este ultraje: tú domínate y haznos caso” (IL. I, 213-214). Temeroso de los dioses, rasgo elogiable en la tradición literaria griega, Aquiles afirma rotundamente que “al que les obedece, los dioses le oyen de buen grado” (IL. I, 218), mas calumnia a Agamenón insultándole y sentenciando que el día que lo necesiten, él ya no estará para ayudarles, tal y como leemos en: Añoranza de Aquiles llegará un día a los hijos de los aqueos sin excepción, y entonces no podrás, aunque te aflijas, socorrerlos, cuando muchos bajo el homicida Héctor sucumban y mueran. Y en tu interior te desgarrarás el ánimo de ira por no haber dado satisfacción al mejor de los aqueos. (IL. I, 240-244)

No es soberbia la manera en que Aquiles responde, aunque pueda parecerlo, sino que el soberbio ha sido Agamenón por los motivos expuestos: no es soberbia cuando se reclaman cosas grandes para el más grande, que respeta las decisiones divinas, en este caso, y proclama, aunque de manera aparentemente grave y amenazante, la solemne advertencia de que se retira del combate.13 Y así será: Aquiles aparece por última vez en el segundo canto y se mantiene ausente hasta el noveno. 12

Dice Poratti (2000: 34) al respecto: “Hybris no es una violación directa de las normas, sino que se da en conductas para las cuales el sujeto está en principio habilitado por su posición social normal, y que al no encontrar un límite efectivo se extienden sobre el espacio de otros”. 13 Es posible considerar que su decisión está completamente imbuida por la virtud de la prudencia, que, en orden moral, tiene un lugar preeminente entre todas las demás virtudes: “La virtud de la prudencia es la y el fundamento de las restantes virtudes cardinales: justicia, fortaleza y templanza; que, en consecuencia, sólo aquel que es prudente puede ser, por añadidura, justo, fuerte y templado; y que, si el hombre bueno es tal, lo es a merced de su prudencia” (Pieper, 2007: 33). Añade Palet (2007: 50) que “el dominio de la prudencia con respecto a las demás virtudes estriba en que la prudencia es la causa de que las restantes virtudes, en general, sean virtudes. (…) Sólo la prudencia perfecciona la rectitud impulsiva e instintiva del obrar, las disposiciones naturalmente buenas, para elevarse al grado de auténtica virtud”.

37

La ausencia de Aquiles no lo relega a protagonista de segundo grado en la historia, puesto que hasta el canto segundo los ejemplos expuestos confirman que la Ilíada es un libro básicamente confinado a relatar la cólera de Aquiles que tuvo lugar en los últimos años del asedio a Troya por culpa del ultraje que Agamenón cometió contra él. Siendo eso suficiente, la reaparición del hijo de Peleo resulta todavía más conmovedora en lo referente a su profundidad, porque sus discursos –aunque ciertamente erróneos en ese momento, como a continuación se expondrá– giran en torno a la moral, la justicia y las tradiciones en aquella época: His withdrawal from battle puts the whole Trojan expedition in jeopardy and casts a dark shadow over the plot. Achilles’ isolation and absence from action also bring the hero to reflection and eventually to a questioning of the very reasons for fighting and of the basic social and moral bonds of heroic society. (…) Achilles, the best of the Achaeans, learns what the hero can and cannot achieve. (Kahane, 2012: 108)

Y, aunque es indudable que Aquiles aprende, yerra al mantenerse firme en su decisión de no volver al combate, proporcionándonos el segundo ejemplo de hybris en la epopeya griega: Igual lote consiguen el inactivo y el que pelea con denuedo. La misma honra obtienen tanto el cobarde como el valeroso. Igual muere el holgazán que el autor de numerosas hazañas. Ninguna ventaja me reporta haber padecido dolores en el ánimo exponiendo día a día la vida en el combate. (…) ¿Por qué hemos de luchar con los troyanos los argivos? ¿Para qué ha reunido una hueste y la ha traído aquí el Atrida? ¿Acaso no ha sido por Helena, la de hermosos cabellos? ¿Es que los únicos de los míseros humanos que aman a sus esposas son los Atridas? Porque todo hombre que es prudente y juicioso ama y cuida a la suya, como también yo amaba a ésta [Briseida] de corazón, aunque fuera prenda adquirida con la lanza. (…) Quien me dio recompensa me la ha quitado luego por ultrajarme, el poderoso Agamenón Atrida. (…) El providente Zeus le ha quitado el juicio. (…) Ni aunque me diera tantos bienes como granos de arena y polvo, ni siquiera así Agamenón lograría ya persuadir mi ánimo, si antes no me paga entera la afrenta, que devora el corazón. (IL. IX, 318-387)

Estas palabras, pronunciadas delante de la embajada formada por Ulises que va a verle en nombre de Agamenón y le ofrece regalos en su nombre, conforman una parte del largo discurso que les presenta: no es la primera parte un exceso de confianza en sí mismo ni en su propia excelencia, porque tal y como se ha dicho, él es el que más merece todo lo que pide y por lo que parece vanagloriarse –sin ánimo narcisista, sino como constatación de lo obvio– sino que es el final el que precipita el error, ya que ni siquiera escucha las Para una mayor profundización sobre la cuestión de la prudencia, véase Santo Tomás (Summa Theologiae, II-IIae, q.47), Aristóteles (EN. VI) y Pieper (2007: 33-82).

38

ofertas que le hacen –teniendo en cuenta que Aquiles había sido caracterizado por escuchar las explicaciones de los otros– porque está cegado por su propio orgullo. La soberbia, pues, reside en que no dedica ni siquiera un minuto a reflexionar sobre cuál es la mejor decisión en ese momento, es decir, que no olvida la afrenta provocada por Agamenón a pesar de que por su causa, el pueblo aqueo ya ha sufrido la ira de Héctor al no poder defenderse de él con el único guerrero que tiene que puede batirse con él, Aquiles. Como resultado de ello, ahora, Héctor, según las palabras de la comitiva que visita a Aquiles “haciendo gran gala de su brío, exhibe terrorífica furia confiando en Zeus y ya no respeta ni a los hombres ni aun a los dioses, pues una brutal rabia lo posee” (IL. IX, 237-239).

Constatamos que Aquiles es consciente de su tozudez cuando confirma que el mensaje que pueden transmitir de vuelta a Agamenón es una resuelta negativa “porque mi cólera me mantiene lejos” (IL. IX, 426).

Al hablar de la cólera, surge la cuestión relativa a los motivos que la provocan, tanto en Agamenón como en Aquiles: Esta cólera nace de haber sido ofendido el honor de los héroes, a quienes no mueve otro impulso que el afán de la honra debida a su areté. No obstante, Griffin [Griffin,

J. (1984).

Homero.] nos señala también que “el honor heroico es en los poemas homéricos inseparable de la posesión, y llamamos la atención sobre el hecho de que tanto la cólera de Aquiles como la venganza de Ulises fueron provocadas por privar a un héroe de algo que fue posesión suya”. (Espejo Muriel, 1994: 11)

Así, existe la posibilidad de que estos héroes de renombre, con el único objetivo de conseguir su propia excelencia y honor, se conviertan en soberbios. Cabría la discusión acerca de si realmente el honor es un fin bueno y deseable ya que todos los fines que así se caracterizan deberían conducir por el mismo camino al que tienden y, obviamente, la soberbia no es un camino semejante a bondad y al bien como objetivo final. Sin embargo, las ideas aristotélicas no niegan que el hombre bueno y justo, el héroe, en este caso, pueda oscilar a veces en los extremos contrarios. Si se da esa oscilación, es porque son humanos a pesar de todo, y la capacidad de corregir los propios errores es cuanto menos positiva y restablece el honor momentáneamente perdido. Por otro lado, aunque Aquiles se equivoque y actúe según la hybris, en su favor hay que decir que Zeus apoyó todas sus empresas desde el principio y, si bien no se enfurece ante su soberbia, sí lo hace ante la de Agamenón, cuyo honor queda mal posicionado tras las constantes alusiones del Atrida hacia su poca colaboración en las empresas bélicas e

39

interés ante las vidas de sus soldados. Ya desde el segundo canto se ilustra dicha idea, cuando se nos dice de Zeus que, tras haber discutido con Hera sobre el apoyo que Aquiles va a recibir por su parte –puesto que Hera no consiente en que Zeus lo ayude respondiendo a la previa súplica que Tetis le hizo para que salvara a su hijo– “dudaba en su mente cómo honrar a Aquiles y aniquilar a muchos sobre las naves de los aqueos” (IL. II, 3-4), es decir, que iba a rescindir a Aquiles por su sufrimiento y honrarlo, aunque ello nada tenga que ver con su funesto destino, el cual parecía insalvable en el canto primero (IL. I, 352), y supone ahora una opción más entre vivir sin gloria durante más tiempo o bien morir gloriosamente (IL. IX, 410-416). Pese a esta inesperada brizna de vana esperanza, podemos deducir que de nada va a servir creer que la vida de Aquiles será larga y duradera cuando su propia madre, Tetis, ya sentenció su muerte muchos versos antes.

El tercer ejemplo del que disponemos sobre actitudes soberbias en los personajes de la Ilíada nos lo proporciona Patroclo, el amigo íntimo de Aquiles, el único que se atreve a pedirle que vuelva a participar en la contienda aludiendo a lo cruel que es que no lo haga. “Y tú te has vuelto implacable, Aquiles. Que nunca me invada a mí una ira como esa que tú albergas, tan atroz. (…) Pues tus sentimientos son implacables” (IL. XVI, 29-35) dice Patroclo, que le pide seguidamente que le preste sus armas para hacerse pasar por él en combate y con suerte, provocar que los troyanos huyan ateridos con su presencia. En esta petición reside parte de la soberbia de Patroclo así como su destino final: por pedirle las armas morirá en combate y, aún peor, simular que es el gran héroe aqueo y vestir sus armas –el mejor identificativo de lo glorioso que es el que las viste para los griegos de aquella época– supone aceptar una excelencia y honores a los que él no está destinado. Homero dice: “así habló el muy insensato; pues su destino era el de suplicar para sí mismo la muerte cruel y la parca” (IL. XVI, 46-47). Aquiles, del que no esperaríamos una respuesta afirmativa, a pesar de que se contraría porque en la petición, Patroclo ha sugerido que no le gustaría que Aquiles falleciera –fallecimiento ante el cual el propio protagonista se mantiene impasible– le presta sus armas, simple y llanamente, porque lo considera su fiel compañero y amigo, el que nunca le traicionará. Sin embargo, Aquiles le pide a Patroclo que siga su consejo de la siguiente manera:

Haz caso al último consejo que voy a indicar a tus mientes; así ganarás quizá para mí una gran honra y gloria de todos los dánaos, y entonces la bella muchacha me devolverán y además me procurarán espléndidos regalos. Vuelve aquí después de expulsarlos de las naves. Incluso si el altisonante esposo de Hera te concede alzarte con la gloria, no ansíes combatir lejos de mí contra los aguerridos troyanos; me dejarás más deshonrado. (…) Da la vuelta en cuanto la luz de la salvación en las naves restaures y déjalos proseguir aún la liza por la llanura. ¡Ojalá, Zeus padre, Atenea y Apolo, no escape de la muerte ninguno de cuantos troyanos hay ni tampoco

40

ningún argivo, y que sólo nosotros dos emerjamos de la perdición y seamos los únicos que desatemos las sagradas diademas de Troya! (IL. XVI, 83-100)

Este consejo, que fascina por su ternura –una ternura al estilo de cualquier héroe griego, no al estilo de la ternura que esperaríamos hoy en día–, ejemplifica claramente cuál es la sólida relación de amistad que ambos mantienen, en la que los dos buscan recíprocamente el bien del otro.14 Dejando a un lado el notable egoísmo que Aquiles demuestra al pretender que sólo Patroclo y él sobrevivan a la contienda, y que forma parte de la misma soberbia con la que no aceptó las disculpas de Agamenón, Patroclo desobedece las órdenes de su amigo y, una vez en la guerra, sigue batallando. Esta desobediencia no es imprudencia, sino más bien soberbia, puesto que siendo consciente que el único que podría ganar a los troyanos es Aquiles –conciencia que la Ilíada se encarga de fomentar–, sigue intentando encontrar a Héctor y matarle: “Su ánimo le impulsaba hacia Héctor y ansiaba alcanzarlo mientras los ligeros caballos lo sacaban” (IL. XVI, 382-383).

Curioso resulta constatar, más adelante, la manera en que Héctor, mientras acaba con la vida de Patroclo, cree que Aquiles fue el instigador de que Patroclo quisiera batirse con él: ¡Infeliz! No te ha socorrido ni Aquiles, por valeroso que sea, que se ha quedado y sin duda te ha dado muchos encargos: ‘No regreses, oh Patroclo, conductor de caballos, a las huecas naves hasta que la túnica ensangrentada del homicida Héctor hayas desgarrado alrededor del pecho’. Sin duda eso te ha dicho y ha persuadido tu insensata mente. (IL. XVI, 837-842)

A pesar de que Aquiles es un héroe reconocido por todos y de que sus acciones no se ponen en tela de juicio porque se da por hecho que actúa rectamente en todo momento, Héctor lo juzga erróneamente al suponer que él ha sido un cobarde por mandar a alguien en lugar de presentarse él mismo en la contienda, cuando lo que Aquiles hace es más bien mostrar un poco de pietas para con sus ejércitos y reafirmar la amistad que tiene con Patroclo. Aquiles le permite luchar hasta cierto punto, porque ha decidido no luchar él mismo y mantiene su propósito, pero sin embargo, otro en su lugar puede participar en la batalla e intentar compensar su ausencia. En este caso, la pietas surge como acción que atenúa el vicio que reside en la hybris.

14

“Perfecta, sin embargo, es la amistad de los buenos y semejantes en virtud, pues éstos se desean mutuamente el bien por igual, en tanto que buenos; y son buenos por sí mismos. Son amigos sobre todo aquellos que desean el bien de sus amigos por ellos, pues tienen esa condición por sí mismos y no por concurrencia. Por consiguiente, su amistad perdura mientras son buenos, y la virtud es perdurable” (EN. VIII, 1156b).

41

2.4. La justicia “En la justicia se encuentra resumida toda virtud”, cita de la obra Teognis el filósofo Estagirita (EN. V, 1129b), y a continuación sigue diciendo que “[la justicia] es una virtud perfecta precisamente porque es un ejercicio de la virtud perfecta. Es perfecta, porque quien la posee puede conducirse virtuosamente con otros y no sólo consigo mismo” (EN. V, 1129b). De tal manera, de todas las virtudes descritas, la justicia es aquella que más necesita ser puesta en práctica repetidas veces. Si la virtud se adquiere mediante el hábito, el hábito se torna imprescindible en aquellas virtudes que solamente son tales cuando puestas en práctica en la comunidad, en vistas a un bien común, porque la justicia es lo que se le debe a otro. Dice Santo Tomás (Summa Theologiae, II-IIae, q.58, a.11):

La materia de la justicia es la operación exterior, en cuanto que esta misma, o la cosa que por ella usamos, es proporcionada a otra persona, a la que estamos ordenados por la justicia. Ahora bien: se dice que es suyo –de cada persona- lo que se le debe según igualdad de proporción, y, por consiguiente, el acto propio de la justicia no es otra cosa que dar a cada uno lo suyo. (Santo Tomás. Summa Theologiae, II-IIae, q.58, a.11)

Por el contrario, De Mier (2011: 69), parafraseando a Platón, califica a la injusticia como: La sublevación de una parte de las facultades del hombre, que conducen a la intemperancia, a la cobardía, a la ignorancia, en una palabra a los vicios. El hombre está facultado para conocer perfectamente cuándo está actuando de acuerdo con la justicia o con la injusticia, puesto que en realidad hay cualidades que pertenecen al cuerpo y otras que pertenecen al alma y entre las del alma está el saber distinguir entre la justicia y la injusticia. (De Mier, 2011: 69)

Se considera, pues, la justicia como una virtud eminentemente social en tanto que la justicia en el individuo es la misma que en el estado (Platón, 2012: 458c). No debería haber diferencias entre la justicia que el estado, esto es, la sociedad, muestre, respecto a aquella que ostenten sus ciudadanos de manera particular: “las costumbres y carácter del estado también se hallan en cada uno de los individuos, puesto que han sido los ciudadanos quienes han creado el Estado partiendo de la propia concepción que del mismo tenían cuando quisieron fundarlo” (De Mier, 2011: 70) y, por consiguiente, en una sociedad como la griega, ser justo potenciaba, casi por osmosis, la justicia general, la cual era necesaria para una correcta organización de la vida entre los semejantes. Comentando lo que La República refleja, De Mier (2007: 82) utiliza un relato de la misma para ejemplificar que, para que el hombre sea justo, debe conocer el bien: Adimanto, el hermano de Platón, solicita a Sócrates que explique por qué la justicia es más beneficiosa si, de hecho, nadie la ama por sí misma más que por el horror que inspira la injusticia. Él, no obstante, le pide que demuestre que la justicia es bondad en sí misma, ya que nadie ha

42

probado que la injusticia sea el mayor mal del alma y la justicia el mayor bien. Termina el relato tras la petición de que la virtud de la justicia sea inculcada en la juventud para prevenirlos porque, una vez enseñada esa verdad, nadie se permitiría de buen grado comportarse injustamente.

Recordemos que existen distintos tipos de justicia también según el objeto al que se refieran: primeramente, la justicia universal y, en segundo lugar, la particular. La universal es aquella que responde a la ley, la obedece en todos los ámbitos y además: Impone las acciones virtuosas en el sentido de acciones materialmente virtuosas (puesto que, claro está, la ley no puede imponer las acciones virtuosas entendidas formal o subjetivamente), la justicia universal coincide más o menos con la virtud, vista ésta, de todos modos, en su aspecto social. (Copleston, 1994: 341)

La justicia particular, sin embargo, se distingue entre distributiva y correctiva. La correctiva es la que se encarga de restaurar una desigualdad hasta que la situación se torne equitativa mientras que la justicia distributiva tiene que ver con darle a cada uno lo que le corresponde.

Al contrario de lo que comúnmente se podría considerar, la justicia no se ajusta a la reciprocidad radical15: “Paréceles a algunos que también la reciprocidad es justa en sentido absoluto, como mantenían los pitagóricos, pues definían en general la justicia como . Pero la reciprocidad no se ajusta ni a la justicia distributiva ni a la correctiva” (EN. V, 1132b), sino que la definición definitiva de justicia se nos presenta unas páginas más adelante: La justicia es aquella virtud por la cual se dice que el justo es capaz de realizar lo justo por elección; igualmente, que es capaz de distribuir tanto para uno mismo en comparación con otro, como para otro en comparación con otro, y no hay manera que haya más de lo preferible para uno mismo y menos para el vecino –y de lo perjudicial, al revés– sino de lo mismo según proporción; e igualmente para otro en comparación con otro. (EN. V, 1134a)

Volviendo al análisis comparativo, dado que la justicia es darle a cada uno lo que se le debe, este concepto se puede observar con claridad en la escena entre Glauco y Diomedes, que se encuentran en batalla y deciden no acabar el uno con la vida del otro en orden a la amistad entre sus familias y a la hospitalidad compartida entre ambos linajes, igual de nobles. La hospitalidad es un concepto que los griegos tenían en muy alta estima, 15

La justicia aristotélica se opone radicalmente a la justicia de Radamanto, personaje mitológico hijo de Zeus y de Europa al que se le atribuye la creación de la ley del Talión por su frase: “Sufrir lo mismo que se ha hecho; he aquí la verdadera justicia”.

43

tal como afirma Hoces de la Guardia (1987: 46): “Como fuente de alianzas, los héroes habían de aprenderse sus genealogías, y con ellas los lazos de hospitalidad que los vinculaban religiosamente” y por ello Glauco y Diomedes deponen su ira y terminan por intercambiar sus armas, intercambio que Hoces de la Guardia (1987: 46) asegura que no es recíproco y que por ello Homero alude a una temporal locura inducida por Zeus en Glauco: “Debió resultar extraña esta tradición para un ambiente de intercambio de ‘cosas’ sobre una tasación igual para todo” (Hoces de la Guardia, 1987: 46). El mismo autor define la hospitalidad como “la acogida dispensada a un extraño o un extranjero por parte de un habitante del lugar al que ha llegado; el ritual que acompaña a esta acogida sellará la unión en amistad” (Hoces de la Guardia, 1987: 43), desde donde se deduce que el intercambio de regalos no es más que una transacción que tiene como objeto potenciar la amistad entre los implicados y que, aunque en este caso la situación del intercambio de regalos –las armas– sea desigual, no deja de ser lo que se le debe al otro. Escribe Homero: Evitemos nuestras picas aquí y a través de la multitud. Pues muchos troyanos e ilustres aliados tengo para matar, si un dios me procura a alguien y yo lo alcanzo con mis pies. Y tú también tienes muchos aqueos para despojar al que puedas. Troquemos nuestras armas, que también éstos se enteren de que nos jactamos de ser huéspedes por nuestros padres. (IL. VI, 226-231)

Aunque el intercambio no resulte recíproco, sí es justo si se tienen en cuenta las leyes de hospitalidad griegas por las cuales no se pueden dejar pasar los lazos de amistad que renuevan heredados de sus mayores (Hoces de la Guardia, 1987: 44), porque no se trata ya de una justicia correctiva particular en la que una situación injusta deba ser restablecida, sino una justicia universal que dicta lo correcto de mantener dicha hospitalidad entre hombres igualmente virtuosos.

Por otro lado, como ejemplo de aplicación de la virtud correctiva, en la que un juez trata de igualar la pérdida eliminando la ganancia (EN. V, 1131b), nos remitimos al momento en el que se llevan a cabo juegos funerarios en honor del fallecido Patroclo: una vez el cuerpo de Patroclo ha sido depositado en la pira funeraria en la intimidad, Aquiles dispone los premios que se entregarán para el certamen que se celebrará inmediatamente después de que la pira se apague. En una de las pruebas, Menelao se convierte en una víctima de las trampas del joven Antíloco, cuya participación en las mismas dista mucho de ser ejemplar, y Menelao le reprende: “¡Antíloco, antes tan discreto! ¡Qué has hecho! Has cubierto de vergüenza mi valía y humillado mis caballos al lanzar por delante los tuyos, que eran mucho peores” (IL. XXIII, 570-572). A continuación pide a los príncipes argivos y caudillos que se encuentran allí reunidos que dicten sentencia “con imparcialidad y sin partidismos”

44

(IL. XXIII, 574), pero acto seguido, sin ni siquiera dar tiempo a que los aludidos intervengan, rectifica su propuesta: “Yo mismo dictaré sentencia, y a fe mía que ningún otro de los dánaos podrá reprenderme, pues el fallo será recto” (IL. XXIII, 579-580). Consecuentemente, si bien la justicia aplicada no es la misma justicia que se seguiría de la consolidación de un estado, el concepto como tal sí existe en tanto que cada héroe presente es conocedor de lo que merece y no merece por su estatus natural en la jerarquía social establecida. Por ello, escribe Aristóteles que el juez pretende ser la justicia pero dotada de vida y de ahí que dirigiéndose al juez, uno se dirige a lo justo, y que los actos de justicia se dan en aquellos que participan de lo bueno en términos generales (EN. V, 1132a).

Menelao no necesita que otros ejerzan justicia por él porque goza de gran consideración por parte tanto del pueblo aqueo como del troyano por ser un destacado héroe y se le tiene por un hombre justo por ser virtuoso. Lo único que parece exigírsele a un sujeto que pretenda ejercer su justicia es que la otra parte implicada dé fe con su presencia, ante el público que pudiera corresponder, y no niegue lo obvio, porque resultaría una ignominia. Es por eso mismo por lo que Menelao asegura que ninguno de los dánaos podrá decir que su proceder y consiguiente sentencia no hayan sido rectas. “Jura que no has entorpecido mi carro adrede y con dolo” (IL. XXIII, 585), le pide Menelao a Antíloco, a lo cual éste le responde que le devuelve todo lo que tomó y que le daría todo lo que le pidiera: Tranquilízate ahora. Yo soy mucho más joven que tú, soberano Menelao, y tú eres mayor y de más valía. Sabes cómo resultan los excesos de un hombre joven: rauda es la imaginación, pero poco sutil el ingenio. Por eso, que tu corazón tenga paciencia: yo mismo la yegua que he ganado te la daré. Y si además otra cosa de mi casa aún mayor me reclamaras, bien pronto preferiría dártela antes que a ojos tuyos, criatura de Zeus perder para siempre el afecto de tu ánimo y parecer un criminal a las deidades. (IL. XXIII, 587-595)

El joven Antíloco, pues, no quiere enemistarse con Menelao y el héroe se siente complacido y retribuido por la injusticia, habiendo salvado su honor. Tan reconfortado se siente que, no queriendo ser injusto con la reprensión, le devuelve el premio que causó la disputa entre ambos, es decir, la yegua que Antíloco ganó con trampas y que le devolvió a Menelao tras su enfado: “¡Antíloco! Ahora soy yo quien va a retroceder y a deponer la ira. (…) La próxima vez cuida de evitar embustes con los que son mejores. (…) La yegua te voy a dar, aunque es mía, para que también éstos sepan que mi ánimo nunca es insolente e implacable”. (IL. XXIII, 602-611)

Insolencia y excelencia se entremezclan en su discurso: ya que él está más cerca de formar parte de la élite de los que son mejores, por edad, experiencia y virtud demostrada,

45

no debería demostrar trazos de soberbia. Una vez la injusticia queda solucionada, Menelao podría quedarse justamente con la yegua y nadie se la reclamaría pero, sin embargo, parece tener un mayor temor por ser clasificado de soberbio ahora que ya es visto como hombre justo y por ello le devuelve la yegua, ya que su objetivo era que su honor no resultara dañado más que conseguir aquello que se le debía.

De hecho, como apunta Redfield (2012: 292), Antíloco quiere aparentar que el problema no es de comportamiento sino de méritos, y entrega el premio a Menelao en razón de su estatus, convirtiendo un concurso competitivo en uno de hospitalidad y agasajos. Por consiguiente, Menelao puede haber rechazado, en último término, el premio, para resaltar la idea de que el que consigue el premio recibe los mayores honores, pero el más honrado en la entrega de premios es el dador. Sabiendo pues, que las virtudes son propias en hombres buenos y virtuosos que buscan la excelencia para sí, no podemos sino afirmar que el mejor de todos ellos será el que además busque el bien para los demás: Como observa Pieper [Pieper, J. (2007). Las virtudes fundamentales.], la realización de la justicia coincide con la idea de una plenificación óntica del hombre. Por esto es que Aristóteles concibe a la justicia como una virtud total (o completa), aquella disposición por medio de la cual reciben su nombre los hombres de bien. La justicia viene a ser, en consecuencia, el criterio para la caracterización de los hombres: el mejor hombre no es el que usa las virtudes para su propio beneficio; el mejor hombre es el que busca el beneficio de otros. […] Pero este querer lo justo no es el acto de una voluntad ciega. La justicia es, ante todo, un “hallazgo racional”, porque es el entendimiento el que lleva al hombre tanto al conocimiento de su bien natural como a la búsqueda de su felicidad. Por este motivo, y porque la felicidad humana consiste en la razón y la vida virtuosa, lo propio de la justicia es conducir a los hombres a la plenitud del espíritu. (Contreras, 2012: 76)

2.5. Piedad y caridad La virtud de la piedad no aparece como tal –al menos no bajo el mismo nombre– en la Ética a Nicómaco, pero sí es mencionada en la Retórica como uno de los sentimientos que provoca toda tragedia y con el cual “en la medida en que la ficción revela algo universal, puede percibirse como una exposición tanto sobre nosotros como sobre los personajes imitados” (Redfield, 2012: 135). Esto supone la posibilidad de identificarnos con los personajes que muestran signos de ella: “Sea la compasión un cierto pesar ante la presencia de un mal destructivo o que produce sufrimiento a quien no se lo merece y que podríamos esperar sufrirlo nosotros mismos o alguno de los nuestros” (Aristóteles, 2007. II, 1385b).

46

Se la relaciona, también, con la devoción hacia los dioses, la familia y la patria porque las personas se apiadan de quienes conocen (Aristóteles, 2007. II, 1386a) pero no de sus allegados más íntimos, porque si algo malo les ocurriera a éstos mismos, no sería compasión lo que sentiríamos por ellos, sino terror porque el mal ya ha aparecido y se siente como propio si lo sufren aquellos a los que más amamos.

Redfield (2012: 134) apunta que la piedad y el temor no son emociones coordinadas, sino que, por el contrario, el miedo da origen a la piedad en ciertas circunstancias y la piedad es el miedo inducido por una determinada distancia y proximidad. De tal manera, se desarrolla la mencionada devoción hacia los dioses, la familia y la patria como deseo de evitarles pesares y horrores. No es objeto de este trabajo analizar la evolución histórica del concepto de piedad, pero la piedad que consideraban los griegos para con sus personajes no guarda excesivas similitudes con la definición de piedad de hoy en día tal y como la considera Zambrano (1989: 104): La piedad no puede definirse adecuadamente, menos que ningún otro sentimiento porque constituye el género supremo de una clase de ellos: amorosos o positivos. No es el amor propiamente dicho en ninguna de sus formas y acepciones; no es tampoco la caridad, forma determinada de la piedad descubierta por el Cristianismo; no es siquiera la compasión, pasión más genérica y difusa. (Zambrano, 1989: 104)

El concepto acuñado tradicionalmente como mores maiorum incluye por definición, los conceptos de piedad, respeto y amor. Esta “moral de los ancestros” o “costumbre de los antepasados” resultaba toda fuente de derecho público y privado en el pueblo romano, y no puede entenderse la producción literaria e historiográfica latina sin saber qué significan las mores maiorum (Martino, 2009: 49). Tal y como podemos leer en Santo Tomás (Summa Theologiae, II-IIae, q.101, a.1), la idea de retribución se retoma de nuevo:

El hombre se hace deudor a otros de diverso modo según la diversidad de su excelencia y de los beneficios recibidos de ellos. En uno y otro concepto tiene el primer lugar Dios, que es el más excelente, y para nosotros el primer principio de ser y de gobierno; mas secundariamente los principios de nuestro ser y dirección son los padres y la patria, de quienes y en la cual hemos nacido y sido alimentados, y por esto después de Dios el hombre es principalmente deudor a los padres y a la patria. Luego, así como pertenece a la religión dar a Dios culto, así en grado

47

secundario pertenece a la piedad tributar culto a los padres y a la patria. (Santo Tomás. Summa Theologiae, II-IIae, q.101, a.1)

Expone Senovilla (2004: 366) que Aristóteles habla de la piedad en tanto que filial: los hombres nunca podrán devolver el honor que a los dioses se les debe. Por la misma naturaleza propia de toda relación paternofilial, fundamentada sobre los valores de gratuidad y gratitud, es precisa la piedad para honrar piadosamente a los dioses, la familia -entre la que se incluyen los antepasados- y, por añadidura, a los que participan de la vida ciudadana. Santo Tomás matiza lo relativo a las relaciones con los ciudadanos con lo siguiente: “las relaciones de los consanguíneos y conciudadanos más se refieren a los principios de nuestro ser que otras relaciones; y por lo tanto a estas se extiende más particularmente el nombre de piedad” (Summa Theologiae, II-IIae, q.101, a.1, ad.3).

Remitiéndonos a la Ilíada, y según la alusión que Aristóteles hace al respecto de cómo la amistad y la justicia están íntimamente ligadas a la piedad, nos percatamos nuevamente de que en la sociedad griega retratada en la obra de Homero existe una jerarquía social implícita y explícita a partes iguales. Lo que convierte esa jerarquía, sin embargo, en algo altamente positivo para el pueblo y para el crecimiento de éste como una unidad dotada de sentido no es la subordinación o el sometimiento a algo o alguien superior, sino que su valor reside en la participación de la piedad dentro de ese concepto jerárquico: En cada una de las constituciones se manifiesta la amistad en la misma medida que la justicia: la del rey con sus súbditos se manifiesta en la superioridad para conceder bienes: pues hace bien a sus súbditos, si, siendo bueno, se preocupa de ellos para que tengan bienestar. Por eso Homero llamó a Agamenón . También es de esta clase la del padre. (…) Por naturaleza el padre tiene la capacidad de gobernar a sus hijos, los mayores a sus descendientes y el rey a los súbditos. Y esas amistades se basan en la superioridad, por lo que también se honra a los padres. Y, claro, también en estas relaciones la justicia no es la misma, sino conforme al mérito, pues así es igualmente la amistad. (EN. VIII, 1161a)

Así pues, si Homero se complace en utilizar sintagmas adjetivales invariables (epítetos homéricos) para cada uno de sus personajes, no lo hace meramente por una cuestión de estilo, sino porque el propio héroe como personaje lo exige. En otras palabras, se podría argumentar que Homero quiere ser piadoso de la misma manera que él hace que sus personajes lo sean: considerar a Agamenón como “el pastor de su pueblo” es reconocer que se le debe algo a alguien grande, es justo y piadoso llamarle bajo ese nombre porque es uno de los líderes más reconocidos por su labor política. Del mismo modo, el último verso de la Ilíada nos dice: “Así celebraron los funerales de Héctor, domador de caballos” (IL. XXIV, 804). Sucede lo mismo con Héctor, pues: el domador de caballos recibe un

48

sobrenombre acorde con su estatus y sus acciones, por las cuales viene a resultar el mejor ejemplo de pietas en la obra de Homero, tal y como apunta Bowra (2008: 68) al decir que: Si Aquiles representa el ideal puro del heroísmo personal, Héctor representa una adaptación nueva de ese heroísmo donde aparece estrechamente vinculado al deber del individuo con respecto a su ciudad y su familia. Con esto Homero demuestra los consciente que era del cambio efectuado en la vida griega desde la época micénica a la suya. (…). Homero presenta este importantísimo cambio en el contraste entre las figuras de Aquiles y Héctor. En la práctica, la dura prueba del campo de batalla podía conferir ciertas semejanzas a ambos ideales, pero entre ellos hay una diferencia real, histórica, y podemos observar cómo la tradición viva del pasado se modificó para acomodarse a las condiciones nuevas del presente” (Bowra, 2008: 68).

No en vano se le atribuye a Horacio el dicho “dulce et decorum est pro patria mori”16. Es digno de admiración observar cómo la mayoría de los héroes no sucumben cuando la patria sí lo hace, ninguno se rinde cuando el resto de los mortales abandonan la causa, porque su conciencia les dicta que quedarse es lo correcto, que ellos son los hombres predestinados a salvar aquello que sería insalvable sin su presencia. Es piadoso, así, que respetando su patria, sacrifiquen sus propias vidas y mueran por ella, puesto que ella, en cierto sentido, les proporcionó la vida en tanto que la vida social y familiar en la que se vieron insertados desde el nacimiento. Desde esa perspectiva, comprendemos cómo Héctor no se apiada de su mujer Andrómaca lo suficiente como para ceder a las súplicas de ella para que se quede y no vaya a la lucha. Los dos saben que Héctor va a morir, y ya no sólo ellos, sino las sirvientas de la familia que “estaban llorando a Héctor, todavía vivo, en su propia casa; pues estaban seguras de que de regreso del combate ya no llegaría tras huir de la furia y de las manos de los aqueos” (IL. VI, 500-502). Incluso el mismo Héctor se afana en convencer a su mujer y a él mismo de lo contrario, de que va a vivir –quizá en un acto humano de intentar evitar en apariencia la pesadumbre de saberse ya fallecido incluso antes de empezar el combate–: “No te aflijas demasiado por mí en tu ánimo, que ningún hombre me precipitará al Hades contra el destino” (IL. VI, 486-487). Antes de estas palabras, Andrómaca, curiosamente, que es la que empieza la conversación con él mientras éste se ha mantenido en silencio, le recrimina que no se apiada de ella ni de sus hijos: ¡Desdichado! Tu furia te perderá. Ni siquiera te apiadas de tu tierno niño ni de mí, infortunada, que pronto viuda de ti quedaré. Pues pronto te matarán los aqueos, atacándote todos a la vez. Y para mí mejor sería, si te pierdo, sumergirme bajo tierra. Pues ya no habrá otro consuelo, cuando cumplas tu hado, sino sólo sufrimiento. (…) ¡Oh, Héctor! Tú eres para mí mi padre y mi augusta

16

“Dulce y honorable es morir por la patria”.

49

madre, y también mi hermano, y tú eres mi lozano esposo. Ea, compadécete ahora y quédate aquí, sobre la torre. No dejes a tu niño huérfano, ni viuda a tu mujer. (IL. VI, 407-432)

Esta recriminación apela a todo lo que un héroe debería considerar: parece que se esté dejando llevar por una especie de hybris al no apiadarse de su mujer y su hijo, al no honrarles como se merecen ni protegerles. Sin embargo, Héctor le responde con lo siguiente: “me lo impide el ánimo, pues he aprendido a ser valiente en todo momento y a luchar entre los primeros troyanos, tratando de ganar gran gloria para mi padre y para mí mismo” (IL. VI, 444-446). De hecho, esa gloria con la que quiere honrar a su padre es una piedad mayor que aquella que pudiera sentir hacia Andrómaca porque, al relacionarla con la gloria para sí en tanto que un elemento más de la comunidad convierte la lucha en un bien común que se espera de los héroes más que el relegarse a la vida familiar, a pesar de que, como matiza más adelante, el temor de que su mujer quede desamparada y en peligro de ser hecha una esclava por el enemigo le persigue constantemente. Por otro lado, el decir que ha aprendido a ser valiente recuerda a las afirmaciones aristotélicas por medio de las cuales la virtud se adquiere mediante un hábito, es decir, que se aprende a ser valiente por el mucho serlo, como se dice de los héroes. En el caso de Héctor, en esta escena, por ejemplo, su valentía queda supeditada a la pietas por la patria y los suyos: ¿cómo iba a poder quedarse con su mujer e hijo sabiendo que si no luchara, podrían perecer de todas formas? Por ello, el hecho de que no se compadezca de Andrómaca le conduce a una compasión más alta y más perfecta a partir de la cual podrá retribuir el honor a aquello a lo que se le debe retribuir. Gracias a esta retribución, al hecho de supeditar el bien propio al de la comunidad mediante un sacrificio que elimina todo egoísmo de la acción humana, podemos descubrir la estrecha relación que guarda la piedad con la virtud teologal de la caridad. Para la filosofía clásica, según explica García (2010: 174), amar es querer desinteresadamente algo por lo que es en sí mismo, es decir, un acto de la voluntad a partir del cual la persona tiende a poseer un bien. Y, así pues, volviendo a Aristóteles: Sea pues amar querer para alguien lo que se considera bueno, en interés suyo, y no en el nuestro, y estar dispuesto a llevarlo a efecto en la medida de nuestras fuerzas. Y amigo es el que ama y es correspondido en su amor. Y creen ser amigos los que creen encontrarse en disposición mutua. Sobre estos supuestos, es forzoso que sea amigo quien comparte nuestra alegría por lo bueno y nuestro dolor en los pesares, sin otro interés que el nuestro. (Aristóteles, 2007: II, 1380b)

Esta “actitud de entrega y donación que se olvida de sí misma, ; (…) es una inclinación que puede buscar a Dios, pero también a otras personas (al amigo, a la amada, al hijo…)” (Pieper, 2007: 435) y por eso entendemos a Santo

50

Tomás (Summa Theologiae, II-IIae, q.24, a.2) cuando alega que “la caridad es cierta amistad del hombre con Dios fundada en la comunicación de la bienaventuranza eterna”. Al igual que las virtudes morales –estas son, las cardinales– tienen su fundamento en lo humano, las teologales son las que establecen una relación con lo divino17 que, a su vez, puede llevar a extenderlas hasta las relaciones humanas. La definición del amor ha sido discutida por numerosos autores, y, si ahondamos en el diálogo establecido entre Aristóteles y Santo Tomás, detectaremos lo fácil que resulta malinterpretarla. Ante la definición que impone Aristóteles se pregunta Santo Tomás (Summa Theologiae, II-IIae, q.27, a.2) si amar, por ser un acto de caridad, es idéntico con el querer lo bueno, es decir, con la benevolencia. Su respuesta es la siguiente:

La benevolencia, en sentido propio, es un acto de la voluntad que consiste en querer un bien para otro. Pero este acto de la voluntad difiere del amor, tanto del que radica en el apetito sensitivo como del que se sustenta en el apetito intelectivo, que es la voluntad. En realidad, el amor que está en el apetito sensitivo es una pasión, y toda pasión inclina a su objeto con cierto impulso. Pero la pasión del amor no surge súbitamente, sino después de consideración asidua de la cosa amada. Por eso, el Filósofo, en IX Ethic., queriendo mostrar la diferencia que hay entre la benevolencia y el amor pasión, dice que la benevolencia carece de convulsión y de apetito, esto es, de la impetuosidad de la inclinación, pues el hombre desea el bien para otro sólo por decisión de la razón. Por otra parte, el amor-pasión brota de la costumbre, mientras que la benevolencia surge, a veces, repentinamente, como acontece con los púgiles que luchan, que deseamos la victoria de uno de ellos sobre el otro. (Santo Tomás. Summa Theologiae, II-IIae, q.27, a.2)

En esta misma línea, continúa Pieper (2007: 467) diciendo que la mediación de esa discusión consistiría en alegar que naturalmente no es suficiente desear lo bueno, sino que hay que hacerlo. Sin embargo, es evidente que a la benevolencia le falta algo decisivo para ser amor, lo que vendría a suplir la razón. Distinguimos entre amor y benevolencia porque el ejemplo de Andrómaca y Héctor podría dar lugar a confusión: en ellos se muestra hasta qué punto la caridad sacrifica el ser personal por el otro sin que ello incurra en malentendidos o sentimientos viles el uno contra el otro. Homero capta especialmente esta diferencia en la joven pareja troyana, tal como interpreta Bowra (2008: 78): Homero (…) considera el amor pasional como una fuerza peligrosa y destructiva. A pesar de que jamás condena a Helena, la hace lamentar su triste sino que ocasionó al mundo tantos sufrimientos, y muestra poca simpatía hacia Paris, a quien Héctor reprocha su pereza y que no desempeñe un papel gallardo en la batalla. (…). Pasión tan extremosa alteraría muy probablemente el precario equilibrio de las relaciones humanas, y por eso no puede aprobarse. Por el contrario, Homero describe con honda simpatía el calor de los afectos hogareños. Su

17

Un diálogo y una relación con la divinidad porque “cualquier acto de caridad merece la vida eterna, que se dará a su tiempo, no inmediatamente” (Santo Tomás. Summa Theologiae, II-IIae, q.24, a.6).

51

Héctor y su Andrómaca están completamente enamorados el uno del otro, y el apoyo de ésta a su marido se revela con las palabras que le dirige (…). Aunque el código de honor exige que Héctor arriesgue su vida por Troya, le confiesa a su esposa que ni Troya ni su padre ni su madre significan tanto para él como ella, y en su mutuo amor vemos cómo los héroes homéricos estaban necesitados de algo para contrarrestar y para mitigar la violencia de sus vidas belicosas. (Bowra, 2008: 78)

El amor, pues, es puesto en escena en la Ilíada en todas sus formas, ya sea el eros –o amor de concupiscencia– o el ágape –amor de benevolencia–, reprochándole al primero la falta de intención y nobleza que sí se encuentra en el segundo. Sin embargo, aunque “el eros sería un amor egoísta e imperfecto, mientras que el ágape (o caritas) sería el modelo perfecto y desinteresado, (…), en realidad uno y otro van unidos; o más precisamente el eros conduce al ágape” (García, 2010: 175).

También encontramos, en la Ilíada, un claro ejemplo de amor de amistad, sobre la cual dice Cicerón (1999: VI, 20) que “no es otra cosa que una consonancia absoluta de pareceres sobre las cosas divinas y humanas, unida a la benevolencia y amor recíprocos”. Así, la amistad y la benevolencia son un presupuesto para el amor, que es, en última instancia, una virtud principal. En este sentido, dice también Echavarría (2005: 377) que “la perfección de la persona es la perfección de la caridad”. Tomemos la relación entre Aquiles y Patroclo como modelo para este tipo de caridad, ya que:

La amistad recíproca acompaña a la elección y la elección depende de una disposición. Igualmente, a quienes se ama se les desea el bien por ellos mismos, no siguiendo una afección, sino una disposición. Y cuando se ama al amigo, se ama lo bueno para uno mismo, pues si el hombre bueno se convierte en amigo, se convierte en un bien para aquel de quien es amigo. Por consiguiente, cada uno de los dos ama lo que es bueno para sí y devuelve una parte igual tanto por su voluntad como por placer. (EN. VIII, 1157a)

Patroclo y Aquiles son amigos hasta el punto de que la ira de Aquiles cambia de objeto cuando Héctor asesina a Patroclo y se dirige, en concreto, al asesino, dejando en un segundo plano los asuntos relacionados con Agamenón que le atañían. Se arrepiente profundamente Aquiles de que por haber mandado a Patroclo a la guerra éste haya fallecido y, en su desesperación, le promete a Patroclo un sacrificio humano en su honor que no tiene precedentes en la tradición griega, dejando claro que Patroclo, si bien no es conocido por sus hazañas bélicas, no deja de ser por ello menos magnánimo, sino que lo es tanto como el mismo Aquiles, porque, como se ha visto, los amigos son semejantes en virtud si es que mantienen una amistad recíproca en vistas al bien de ambos:

52

¡Ay! ¡Qué palabras más baldías proferí aquel día por animar al héroe Menecio en su palacio, cuando aseguré que le llevaría a Opunte a su hijo cubierto de gloria, tras saquear Ilio y adjudicarse su parte en el botín! Pero Zeus no les cumple a los hombres todos sus propósitos, pues el destino de ambos es que enrojezcamos en la misma tierra aquí, en Troya, ya que tampoco a mí me darán la bienvenida de regreso al palacio Peleo, el anciano conductor de carros, y Tetis, mi madre, sino que la tierra me acogerá aquí en su seno. Ahora, Patroclo, ya que voy a ir bajo tierra después de ti, no te tributaré las exequias hasta que traiga aquí las armas y la cabeza de Héctor, el asesino tuyo, oh magnánimo amigo. Degollaré delante de tu pira a doce ilustres vástagos de los troyanos, irritado por tu muerte. (IL. XVIII, 324-337)

Se podría incluso afirmar que la muerte de Patroclo tiene un efecto purificador en Aquiles en tanto que lo devuelve a la realidad presente, alejándole de las banalidades cotidianas como lo sería su previo enfado con Agamenón por el botín. Tras esta escena, se sucede, en el siguiente canto, el reencuentro entre Agamenón y Aquiles, momento en el que Aquiles reconoce que es consciente de la inutilidad de su cólera al preguntarle al Atrida: “¿Fue realmente lo mejor para ambos, para ti y para mí, por muy afligido que estuviera nuestro corazón, obstinarnos en una devoradora riña por una muchacha?” (IL. XIX, 56-58). Concluye comunicando lo siguiente: “Mas dejemos en paz lo pasado por mucho que nos aflija y dobleguemos, como es fuerza hacer, el ánimo en el pecho. Ahora yo ya depongo mi ira; no debo mantener para siempre un furor obstinado (IL. XIX, 65-68)”. Agamenón coincide, e incluso se atreve a culpabilizar a Zeus de haberse ofuscado con arrebatarle el botín a Aquiles, “Mas ¿qué podía haber hecho? La divinidad todo lo cumple” (IL. XIX, 90). Acto seguido, quieren procurarle a Aquiles regalos para restituirle la ofensa de la que fue hecho víctima, pero, sorprendentemente, el héroe aqueo ha perdido todo interés en lo que sea que pudieran ofrecerle, y rechaza los regalos, como también la comida: Otro momento habrá mejor para ocuparnos de esas faenas, cuando haya un descanso en el combate y el furor en mi pecho ya no sea tan grande. Mas ahora yacen desgarrados aquellos a quienes ha doblegado Héctor Priámida cuando Zeus le otorgó la gloria, y vosotros dos nos instáis a comer. Si por mí fuera, ahora mismo mandaría al combate a los hijos de los aqueos en ayunas y sin probar bocado, y sólo a la puesta del sol, tras habernos cobrado la afrenta, dispondría una gran cena. Pero antes no podría penetrar por mi garganta ni bebida ni comida, ahora que mi compañero ha muerto y yace en la tienda desgarrado por el agudo bronce con los pies vueltos a la entrada y los compañeros lo rodean con gran duelo. Por eso nada de lo que dices me importa, sino la matanza, la sangre y el doloroso gemir de los hombres. (IL. XIX, 200-214)

No cabe duda de que la pérdida que ha sufrido Aquiles no puede ser restablecida de ninguna manera, y la profundidad de sus palabras y de sus sentimientos hacia éste son un claro ejemplo más de lo valiosa que resultaba la amistad que compartían, y que ahora, como dice Aquiles, “mi corazón ha dejado de gustar la comida y la bebida (…) porque te

53

añora” (IL. XIX, 319-321) y “ninguna desgracia mayor podría sufrir, ni aunque me enterara de la muerte de mi propio padre (…) o la de aquel hijo mío que se me cría en Esciro” (IL. XIX, 321-326). Algo similar mantiene Bowra (2008: 78), como se lee en: Cuando muere Patroclo, Aquiles queda abrumado de dolor, y sigue incluso con el corazón partido cuando ha saciado su sed de venganza dando muerte a Héctor, hasta el punto de que le resulta casi un consuelo saber que no ha de vivir mucho tiempo. La misma incertidumbre de la vida heroica hace necesarios tales efectos, y cuando la muerte los rompe, la pérdida es casi irreparable. El amor de Aquiles por Patroclo se basa en la completa identidad de ambiciones y metas; uno y otro se comprenden mutuamente y se encuentran por entero identificados. Amistad tan profunda exige sacrificios, y Patroclo se sacrifica por el honor de Aquiles, empañado por su negativa a combatir, sintiéndose obligado a restituirle su anterior lustre. (Bowra, 2008: 78)

Retomando el hilo argumentativo, una piedad también relacionada con el amor y el respeto es la que nos presenta Aquiles cuando atiende al padre de Héctor, Príamo, que va a buscarle a su campamento para suplicarle que le devuelva el cuerpo fallecido de su hijo, sabiendo que Aquiles estaba siendo dominado por la ira y que podría fácilmente matarle por haberse atrevido a presentarse ante él para hacerle esa petición: “entró el alto Príamo sin que ellos lo notaran, se paró cerca y estrechó las rodillas de Aquiles y le besó las manos terribles y homicidas que a tantos hijos suyos habían matado” (IL. XXIV, 477-479). La escena, pues, empieza cuando Príamo adopta la posición de ruego típica de la cultura griega, muy similar a la que adoptó Tetis cuando fue a rogarle a Zeus que actuara en favor de Aquiles (IL. I, 500-501). Acto seguido, el padre de Héctor aclara por qué Aquiles debe escucharle: ¡Acuérdate de tu padre, Aquiles, semejante a los dioses, que tiene mi misma edad y está en el funesto umbral de la vejez! (…) Pero mi desdicha es completa: he engendrado los mejores hijos en la ancha Troya, y de ellos afirmo que ninguno me queda. (…) Y el único que me quedaba y protegía la ciudad y a sus habitantes hace poco lo has matado cuando luchaba en defensa de la patria, Héctor. Por él he venido ahora a las naves de los aqueos, para rescatarlo de tu poder, y te traigo inmensos rescates. Respeta a los dioses, Aquiles, y ten compasión de mí por la memoria de tu padre. Yo soy aún más digno de piedad y he osado hacer lo que ningún terrestre mortal hasta ahora: acercar a mi boca la mano del asesino de mi hijo. (IL. XXIV, 486-506)

El hecho de que Príamo le haga recordar a Aquiles a su padre y a los dioses asienta las bases de la piedad que se espera del héroe aqueo: respetar a los dioses y a su padre, Peleo, conllevaría devolverle el cuerpo del fallecido Héctor a Príamo. Si analizamos la escena desde el punto de vista de la virtud de la justicia, Aquiles tuvo que haber retornado a Héctor al lugar a donde pertenece, esto es, con su familia, para que reciba la apropiada incineración. Que la devolución no haya sido hecha, sin embargo, no convierte a Aquiles en injusto o iracundo; es cierto que éste, arrastrado por la ira contra Héctor porque mató a

54

su amigo Patroclo, decide apropiarse de Héctor y maltratar el cuerpo delante de todo el mundo. Si nadie le reprende sus acciones es porque Aquiles tiene el poder para hacerlas de facto: ninguna ley escrita dictamina que el cuerpo del guerrero caído en la batalla deba ser devuelto a su familia obligatoriamente, si bien es cierto que por obedecer a la piedad, tradicionalmente se espera que los fallecidos reciban los apropiados ritos funerarios. Es por ello por lo que este vacío legal en el breve lapso de tiempo entre el fallecimiento de Héctor y su recuperación por parte de Príamo no da motivos suficientes para caracterizar a Aquiles de poco virtuoso, sino más bien al contrario, porque escucha las razones de Príamo y decide honrar a su propio padre y a los dioses como es debido.

Por otro lado, existiría la posibilidad de que Aquiles hubiera tomado la decisión mucho antes de que Príamo la forzara, como se aprecia cuando leemos: “¡No me provoques más ahora, viejo! Yo mismo he decidido liberar y darte a Héctor: de Zeus me ha llegado un mensajero, la madre que me dio el ser, la hija del marino anciano” (IL. XXIV, 560-562). Recordemos también que mientras Héctor y Aquiles luchan, el domador de caballos le suplica a Aquiles lo siguiente: ¡Te lo suplico por tu vida, tus rodillas y tus padres! No dejes a los perros devorarme junto a las naves de los aqueos; en lugar de eso, acepta bronce y oro en abundancia, regalos que te darán mi padre y mi augusta madre, y devuelve mi cuerpo a casa, para que al morir del fuego, me hagan partícipe los troyanos y las esposas de los troyanos. (IL. XXII, 339-343)

La réplica de Aquiles a Príamo es similar a aquella (IL. IX, 318-387) que hizo ante la embajada presidida por Ulises que le visitó en su campamento y le ofreció regalos de parte de Agamenón si deponía su ira y volvía a la lucha: No implores, perro, invocando mis rodillas y a mis padres. ¡Ojalá que a mí mismo el furor y el ánimo me indujeran a despedazarte y a comer cruda tu carne por tus fechorías! Tan cierto es eso como que no hay quien libre tu cabeza de los perros, ni aunque el rescate diez o veinte veces me lo traigan y lo pesen aquí y además prometan otro tanto, y ni siquiera aunque mandara pagar tu peso en oro Príamo Dardánida. Ni aun así tu augusta madre depositará en el lecho el cadáver de quien ella parió para llorarlo. Los perros y las aves de rapiña se repartirán entero tu cuerpo. (IL. XXII, 345-354)

Aquiles no se deja convencer y, movido por cierto matiz soberbio, en el fragor de la batalla, asegura, terroríficamente, que permitirá que Héctor sea pasto de los perros. Y así sucede, cuando dice: “. Dijo, e imaginaba ignominias contra el divino Héctor” (IL. XXII, 393-394). Ignominias que se cumplen inmediatamente después, cuando arrastra al fallecido por el suelo hasta llenarlo de polvo, delante de todos los que

55

habían asistido a la escena. Se nota, así, una falta de piedad por parte de Aquiles al no escuchar las palabras de Héctor que le recuerdan que hay que honrar a los padres y a los dioses. Sin embargo, tampoco esta falta de piedad lo convierte en vicioso, puesto que será compensada más adelante, en el encuentro entre Príamo y Aquiles que veníamos detallando anteriormente, es decir, cuando devuelva por fin a Héctor. Es por eso por lo que podemos pensar que Aquiles, asediado por la culpa que en algún momento deja entrever, haya decidido incluso antes de que Príamo fuera a verle y a pesar de su radical posición previa, ceder ante las costumbres y honrar al trinomio “dioses-familia-patria” más que a sus propios impulsos irreflexivos.

En cambio, sí se descubre soberbia y poco honor retribuido a los dioses en el momento en que Aquiles decide matar a todo aquél que se encuentre sólo por vengar la muerte de Patroclo. Licaón, por ejemplo, le pide clemencia y Aquiles no duda en responder con uno de sus largos monólogos de nuevo: ¡Insensato! No me hables de rescate ni me lo menciones. Antes de que el día fatal alcanzara a Patroclo, grato de algún modo era para mi alma perdonar la vida a los troyanos, y a muchos apresé vivos y vendí. Pero ahora no ha de escapar de la muerte ninguno de todos los troyanos que la divinidad arroje en mis manos ante Ilio, y, sobre todo, ninguno de los hijos de Príamo. Por esa razón, amigo, vas a morir. ¿Por qué te lamentas así? También Patroclo ha muerto, y eso que era mucho mejor que tú. ¿No ves cómo soy yo también de bello y de alto? Soy de padre noble, y la madre que me alumbró es una diosa. Mas también sobre mí penden la muerte y el imperioso destino y llegará la aurora, el crepúsculo o el mediodía en que alguien me arrebate la vida en la marcial pelea, acertando con una lanza o una flecha, que surge de la cuerda. (IL. XXI, 99-113)

No hay excusa en la falta de piedad de Aquiles, porque la muerte de su amigo puede causar mucho dolor, pero no por ello pueden sacrificarse vidas con el objetivo de vengar una sola –sin tener ya en cuenta que la venganza no es más que una actitud viciosa e incorrecta porque el que se siente inclinado a cometerla no está obedeciendo a su parte racional– y mucho menos justificar la muerte de uno porque sea inferior a otro. Es cierto que la pérdida de los grandes héroes se llora más que la de aquellos cuyas hazañas son menores, es justo que así sea porque cada uno recibe lo que se le debe, pero eso no significa que ese pretexto sirva para aligerar la carga que supone hacer desaparecer una vida humana. Además, Aquiles mismo reconoce que antes se apiadaba de las almas y que ahora no. Por lo tanto, en ese preciso momento, no está siendo un modelo de pietas, ya que antes hacía lo correcto y ahora no.

Si nos remitimos de nuevo a la escena en que Príamo rogaba a Aquiles piedad, ambos se ponen a llorar uno al recordar a su hijo y el otro al pensar en su padre, respectivamente. La muestra de sufrimiento de Aquiles lo humaniza respecto a la actitud que había venido

56

mostrando hasta entonces: se levanta y ayuda “al anciano a incorporarse, apiadado de su canosa cabeza y de su canoso mentón” (IL. XXIV, 515-516). A continuación, pronuncia unas palabras que resultan ser el resumen de toda la epopeya en lo que respecta a la cuestión del sufrimiento humano y la desgracia: ¡Desdichado! ¡Cuántas desgracias ha soportado tu corazón! ¿Cómo te has atrevido a venir solo a las naves de los aqueos para ponerte a la vista del hombre que a muchos y valerosos hijos tuyos ha despojado? De hierro es tu corazón. Pero ea, siéntate en ese asiento. Los dolores, no obstante, dejémoslos reposar en el ánimo, a pesar de nuestra aflicción. Nada se consigue con el gélido llanto, que hiela el corazón. Pues lo que los dioses han hilado para los míseros mortales es vivir entre congojas, mientras ellos están exentos de cuitas.

18

(…) Nada conseguirás por

mucho que te atormentes por tu hijo; no lo resucitarás y puede que antes sufras otra desgracia. (IL. XXIV, 518-551)

El tono del héroe aqueo no es arrogante ni altivo, sino que parece comprender el sufrimiento de su semejante porque es el suyo propio, porque él también se siente como una marioneta de unos dioses que están exentos de los padecimientos de los mortales, si bien no matiza que estén o no bajo sospecha de sufrir otras angustias de naturaleza distinta. Después de que Aquiles confirme que va a devolverle a Príamo aquello que le ha venido a reclamar, termina recordándole la osadía que supone para un anciano como él haberse presentado ante él, el cual, teniendo la rebeldía suficiente y la fuerza para apoyar su causa, podría haber desacatado las leyes tradicionales –entendidas, en siguiente ejemplo, como los mandatos dictaminados por Zeus– y haberle matado: “Por eso no me remuevas ahora aún más los dolores en el ánimo, no sea que yo, anciano, no te deje en las tiendas tal cual, aunque seas un suplicante, y que de Zeus viole los mandatos” (IL. XXIV, 568570). Esta cuestión nos lleva a la discusión sobre si la piedad de Aquiles es doble: devuelve a Héctor para retribuirle el honor debido a los padres (tanto el suyo propio como a Príamo), los dioses y la patria, pero también no mata a Príamo por el respeto que se merece, el cual le reconoce todo el pueblo y Aquiles mismo. Del mismo modo, Príamo es un ejemplo de piedad en tanto que se afana en cumplir con el precepto divino de sepultura. Por otro lado, si recordamos que la definición de justicia, genéricamente, es dar lo que se le debe a otro, curiosa alusión a la misma la que hace Aquiles tras haber mandado disponer el cuerpo de Héctor para que su padre pueda llevárselo. Le pide perdón a Patroclo por haber aceptado el rescate de Príamo –algo así como unos regalos cuyo valor supla aquello de lo que se le va a privar– y le asegura que “también de éste [del rescate]

18

Habremos de volver más adelante sobre la cuestión de la arbitrariedad divina.

57

yo te daré la parte debida” (IL. XXIV, 595), demostrando que la piedad no está reñida con la justicia, y que ambas pueden compaginarse por igual sin desvirtuarse la una a la otra. Es posible, pues, rendir honores a los mayores, los dioses y la patria según el concepto de pietas sin olvidarse de ser justo; la piedad no es un llamamiento a la injusticia como el perdón no lo es al permisivismo, sino algo con lo que nos relacionamos con un mundo que, a veces, resulta más que incomprensible: Razón y justicia son hermanas, andan juntas, la una es en práctica lo que la otra es en el conocimiento. (…) Si no sólo de pan se vive, quiere decir que la justicia y la razón no bastan. ¿No habrá, además de los saberes distintos y claro, necesidad de otros, menos distintos y claros, pero igualmente indispensables? (…) ¿No habrá siempre más que ordenando, sustentando a todo lo claro y visible, a lo que se puede enumerar, un cimiento de misterio? (…) Piedad es saber tratar con el misterio. (…) El misterio no se halla fuera; está dentro y en cada uno de nosotros, al par que nos rodea y envuelve. En él vivimos y nos movemos. La guía para no perdernos en él, es la Piedad. (Zambrano, 1989: 107)

Finalmente, la escena nos provee de otro ejemplo a partir del cual se deduce el gran valor de la hospitalidad19 entre conocidos. Aquiles organiza un banquete a modo de cena y al acabar, ambos se admiran y respetan mutuamente, olvidando sus rencores al primar entre ellos el linaje noble de grandes familias guerreras y virtuosas, heroicas, como se lee en: Después de saciar el apetito de bebida y de comida, el Dardánida Príamo se quedó mirando a Aquiles, admirado de lo alto y bello que era; al verlo se parecía a los dioses. Y también Aquiles admiraba al Dardánida Príamo, al contemplar su noble aspecto y al oír sus palabras. (IL. XXIV, 628-632)

La admiración mutua irá seguida de una invitación casi obligatoriamente aceptada a quedarse Príamo en el hogar de Aquiles, confirmando que “la hospitalidad da lugar a las relaciones personales, a falta de lazos de sangre, y nos muestra la carencia de derecho internacional (…). Luego, la hospitalidad se considera como levadura social, como base de relaciones sociales” (Hoces de la Guardia, 1987: 56).

2.6. Las divinidades homéricas y su influencia en la vida de los héroes Los dioses viven una cómoda existencia de nosotros y son inmortales; constantemente tienen conflictos, pero no conocen la auténtica tristeza ni desastres definitivos [Adkins, A. W. H. (1960). Merit and Responsability: A Study in Greek Values.], y crean el mundo de los humanos a partir de sus conflictos. Las historias de los dioses suelen contar el origen de las cosas: cómo se inventó la lira o cómo se introdujo el error entre los hombres. Las historias de los héroes, en contraposición, son historias de desastres y sufrimiento, a veces, superados, más a menudo 19

La hospitalidad y su definición son temas analizados en el apartado que se refiere a la justicia.

58

sobrellevados. Cuentan peleas, estratagemas, trabajos y, sobre todo, batallas. (…) Cuentan, no la fundación de las ciudades, sino su destrucción. Se compara la vida del hombre con la de los dioses. (Redfield, 2012: 64)

Así pues, al comparar la vida del hombre con la de los dioses se evidencian sus aparentes diferencias: el hombre sufre y los dioses no. Y la mayoría de veces, como queda reflejado en la Ilíada, el hombre sufre por causa de los dioses, que han decidido que así sea. Hasta qué punto los héroes son libres bajo esa determinación divina previa es una cuestión de sumo interés para determinar la naturaleza de unos dioses que tienen tanto –o incluso más– protagonismo que los propios mortales en el poema griego. Bordas (2006: 69) se atreve a esbozar, incluso, que los héroes son lo que son por el conocimiento que tienen sobre los dioses y sus actitudes hacia los mortales: “El está seguro de sí mismo ya que reconoce de antemano el poder que tienen los dioses (…), que empuja a los personajes en un sentido u otro”. Muestra, además, el ejemplo de la conversación entre Príamo y Helena cuando ésta resulta injuriada por ser vista como el origen de la disputa entre los pueblos. Príamo le asegura a la mujer que no es ella la que debiera ser acusada de nada: “Para mí tú no eres culpable de nada; los causantes son los dioses, que trajeron esta guerra, fuente de lágrimas, contra los aqueos” (IL. III, 164-165).

Otra postura a considerar es la que adopta Fénix en el noveno canto de la epopeya: Los propios dioses son flexibles, y eso que su supremacía, su honra y su fuerza son mayores. Pero incluso a ellos, con ofrendas y amables plegarias, con libaciones y grasa de víctimas, los hombres los aplacan, suplicándoles cuando uno comete una transgresión o un yerro. (IL. IX, 497501)

Observamos que existe la posibilidad de culpar o no a los dioses sobre las desgracias que suceden, del mismo modo en que los mortales son libres o no de suplicarles misericordia o piedad al saber que de ellos depende su sino, pero de ninguna manera se puede obviar el hecho de que las decisiones divinas están muy por encima de las que los héroes pueden tomar por sí solos, argumento que nos conduciría a la reflexión sobre si realmente los héroes pueden ser virtuosos como se espera de un héroe en mayúsculas estando influenciados por los dioses. Esto es: ¿Confieren los dioses, a su antojo, los rasgos que determinan que un mortal sea un héroe o no lo sea? Y si así fuera, ¿en qué dirección se mueven esos antojos divinos? Una segunda cuestión a tratar sería el libre albedrío que les está permitido al común de los mortales o bien si les queda alguno tras la intervención divina sobre sus vidas. Lo que es claro es que ninguno de los personajes de la Ilíada se atreve a cometer la terrible ofensa de hacer cualquier cosa sin tener en cuenta la bendición u opinión de los

59

dioses. Todos, sin excepción, suplican a las divinidades. Todos recurren a ellos y les escuchan cuando éstos adquieren formas humanas y se presentan ante ellos en batalla o cualquier otro lugar. Obviar a Zeus y a los demás dioses de la propia historia humana sería un absurdo en el que Homero no cae, ya que tomemos el personaje que tomemos de la Ilíada, intentará establecer relación con la divinidad. Uno de los muchos ejemplos de la fórmula típica con la que se recurre a los dioses para pedirles apoyo es aquél en que Príamo pide una señal a Zeus sobre si debería ir o no a parlamentar con Aquiles para pedirle el cadáver de Héctor. Príamo, así, necesita la seguridad de saber que si parte hacia las naves del enemigo es porque Zeus consiente su expedición: ¡Zeus padre, regidor del Ida, el más glorioso y excelso! Concédeme al ir ante Aquiles hallar en él amistad y compasión. Envíame un agüero, el rápido mensajero que es para ti la más querida ave de rapiña y cuyo poder es el más excelso, que venga a la derecha, para que yo mismo lo vea con mis ojos y vaya fiado en él a las naves de los dánaos, de rápidos potros. (IL. XXIV, 308-313)

“Así habló en su plegaria, y le escuchó el providente Zeus. Al punto envió un águila, el agüero de cumplimiento más seguro, el sombrío cazador al que también llaman negro” (IL. XXIV, 314-316) explica Homero a modo de respuesta para Príamo. De esta manera, todo parece depender de que los dioses escuchen a los mortales y consientan sus decisiones o no, pero no por ello se les debe menos respeto u honores. De hecho, en la escena, es Hécuba, la mujer de Príamo, la que le sugiere razonablemente que haga la petición:

Toma, haz una libación a Zeus padre y ruégale llegar a casa de regreso de los enemigos, ya que tu ánimo te insta a ir a las naves en contra de mi voluntad. Ruega, por tanto, al Cronión, que arremolina oscura nube y que desde el Ida contempla toda la extensión de Troya, y pídele un agüero. (…) Y si Zeus, el de ancha voz, no te envía su mensajero, jamás entonces yo te impulsaría ni te aconsejaría ir a las naves de los argivos por intenso que sea tu deseo. (IL. XXIV, 287-298)

Es así la piedad divina la que se pone en duda constantemente por los héroes griegos. Según el análisis que Konstan (2007: 12) infiere a partir de la teoría de la piedad que Aristóteles desarrolla en la Retórica, los dioses, que son mucho más poderosos que los seres humanos y viven para siempre, estarían incapacitados para experimentar misericordia y, cuanto más elevado sea nuestro concepto de los dioses, tanto más lejos estarán ellos de sentir ninguna compasión por los humildes mortales. En la medida en que lo divino es imaginado como trascendente, continúa afirmando Konstan (2007: 12), la descripción de Aristóteles parece eliminar la posibilidad de misericordia divina, porque éste especifica que sentimos misericordia por aquellos que son, en algún sentido fundamental, semejantes a nosotros mismos.

60

Sin embargo, “en la épica homérica, de hecho, hay varias escenas en las que los dioses son descritos como misericordiosos” (Konstan, 2007: 14): por ejemplo, cuando Aquiles llora la muerte de Patroclo, los dioses cuidan de él y lo alimentan para que no esté hambriento y sufra aún más. Es curioso notar la manera en que Zeus reprende a Atenea suavemente que no se haya compadecido antes de Aquiles, dando a entender que él se compadeció primero cuando leemos: Al verlos con tan gran duelo, el Cronión se compadeció y al punto dijo a Atenea estas aladas palabras: . (IL. XIX, 340-348)

Se desprende de todo ello lo siguiente: La misericordia de los dioses, sin embargo, no es una cualidad en la que los seres humanos puedan confiar. En general, los personajes homéricos no piden misericordia de sus dioses, y cuando lo hacen, reconocen que el resultado de tal petición es, en cualquier caso, dudoso. (…) La misericordia de los dioses, pues, no es algo que se dé por hecho. (Konstan, 2007: 14)

No obstante, es inadmisible prescindir de una relación con lo divino, como ya se ha dicho, incluso aunque el resultado no tuviera la más mínima garantía de éxito y es por ello por lo que esta búsqueda de aprobación se repite a lo largo de todos los cantos, igual que un niño buscaría el consejo de su padre incluso cuando éste no quisiera dárselo. Desde este punto de vista, el dilema de los héroes para con sus dioses no difiere mucho de nuestra propia posición: el hombre es un ser religioso que busca a Dios, que se siente llamado por Él y desea agradarle y complacerle siguiendo su voluntad y designios. Evidentemente, los dioses griegos distan mucho del Dios cristiano, que es tomado como justo y misericordioso en cualquier ocasión, no siendo así en el caso de los griegos. Éstos últimos encontraron radicales diferencias entre orden intemporal e histórico de unos dioses que en último término, se repliegan sobre sí mismos, y en el de un solo Dios que se expande hacia afuera, que interviene en la historia haciéndose carne:

En el orden intemporal o eterno hay un primer Dios, el "Dios desconocido"; y un segundo Dios, emanación del primero e intermediario entre el Dios Supremo y el mundo. Él organiza la materia, ella misma eterna, para formar un mundo sin principio ni fin. El primer Dios es "Pensamiento que se piensa a sí mismo"; el segundo es "Pensamiento vertido ad extra" y, por ello, causa eficiente del universo. Ahora bien, tanto si lo concebimos al modo del Dios Supremo como si lo entendemos a la manera del segundo Dios, es imposible que Dios, Espíritu puro, se encarne en este mundo material. (Saura, 1997)

61

Parece ser, pues, que los griegos entenderían a sus dioses como inmortales –quizá no tanto eternos, porque no han existido desde siempre, sino que nacen de otros dioses, como es el caso, por ejemplo, de Afrodita– que organizan la materia, pero es inconcebible para ellos que sus espíritus pudieran ser una presencia real en el mundo terrenal, que pudieran adquirir ese elevado nivel de concreción existencial, y es por esto por lo que los dioses antropomórficos que presenta Homero no bajan a la tierra más que para dar consejos a los héroes y volver rápidamente al Olimpo.

Juzgándolos con módulos humanos, los dioses griegos, según palabras de Bowra (2008: 44), quizá no siempre se comportaran con seriedad, pero, a pesar de todo ello, tenían en sus manos la fortuna del hombre, el cual estaría pecando de imprudente si no prestara atención debida al poder omnipotente: “en la risa de Homero frente a los despreocupados goces de los dioses hay un profundo respeto hacia ellos, aunque no sea más que porque, en última instancia, son inexplicables y por ello se les debe mirar con reverencia y temor” (Bowra, 2008: 44)

Más adelante, sigue desarrollando ese pensamiento con las siguientes palabras: Detrás, alrededor y por encima del hombre están los dioses, y los pensamientos y las acciones humanas que se ejecutan en su mayoría de acuerdo con su finalidad en el mundo habitual han de juzgarse con lo que los dioses piensan de ellas y hacen para promoverlas o estorbarlas. Frente a la omnipotencia de los dioses las luchas de los hombres se muestran, con todos sus prodigiosos esfuerzos y con su futilidad tan frecuente, en su valor esencialmente humano, que difiere del valor divino, pero que en su propia esfera no es menos grandioso ni menos digno de buscarse. (Bowra, 2008: 44)

Bordas (2006: 64) argumenta que cada uno de los personajes de la Ilíada encarna y representa un papel determinado: el personaje homérico es un arquetipo universal en sí mismo y posee su propio “sello” que lo identifica, convirtiéndolos en los héroes de la civilización y los prototipos de la literatura griega. Además, sugiere que las acciones que llevan a término son las que los definen; ellos no son más que lo que hacen y por ende, son personajes con una vitalidad elemental, primaria: rebosan alegría de vivir plenamente la vida en todas sus manifestaciones, fueran buenas o malas. El personaje homérico vive su vida de forma resuelta, no es un ser confuso ni torpe frente a la vida, sino que, al contrario, se nos aparece de forma clara, sin dobleces, muy consciente y objetivo; actúa, el hombre homérico, con independencia de sus propios sentimientos de su subjetividad. (Bordas, 2006: 64)

62

La independencia de la subjetividad supone el punto de inflexión a partir del cual deducimos que su virtuosismo no es un añadido externo que reciban de unos dioses caprichosos, sino que es un rasgo que se ganan día a día a partir de lo que hacen. Existe la posibilidad de que los héroes desobedecieran a las divinidades, pero no lo hacen –por norma general–. Eso les hace virtuosos, es decir, ahí reside su heroicidad: no están determinados por los dioses en tanto que pueden no respetar su voluntad y arriesgarse a la ira divina, una ira divina que no valdría como excusa para formular una teoría relacionada con la coacción, porque la libertad humana es mucho más fuerte y valiosa que la amenaza de enfado, por grave que sea, a pesar de la constante apariencia de determinismo en la vida de los personajes de la epopeya. Si un héroe hubiera querido ignorar los mandatos divinos porque no se sintiera libre, sino más bien determinado por estos mismos, lo hubiera hecho. En la literatura griega existen ejemplos de personajes que cometen errores o desafían a la autoridad por distintos motivos: el desafío es posible, al igual que el castigo posterior –ya que existen pocos personajes que tras la rebeldía hayan sido perdonados misericordiosamente, sino más bien al contrario–, por lo que si no se produce, es que son libres, como también lo fueron Prometeo, Orfeo o Sísifo en su momento. Y en la medida en que son libres, su virtud les pertenece, son dueños de ella porque la hacen suya día a día, en cada hábito que adquieren. No deberíamos obviar tampoco que la acción moral exige de una libertad para ser considerada como tal, como argumenta Copleston (1994: 337) parafraseando a Aristóteles (EN. I, 1100a): Un presupuesto necesario para la acción moral es el de la libertad, ya que sólo con sus acciones voluntarias (tomando este término en un sentido amplio) se hace el hombre responsable. Quien actúe bajo alguna constricción física externa o en la ignorancia, no podrá ser tenido por responsable. El miedo puede disminuir el carácter voluntario de una acción, pero un hecho como el arrojar la carga del barco por la borda durante una tempestad, aunque ningún hombre sensato lo realizaría en circunstancias ordinarias, es empero voluntario, puesto que procede del agente mismo. (Copleston, 1994: 337)

Incluso así, no sería incompatible decir que “el hombre homérico acepta, sin reparos, lo que la vida le ofrece, es parte integrante de su mundo, del mundo que le ha tocado vivir y morir y en sus formas existe un elegante decoro” (Bordas, 2006: 66), porque es cierto que aceptan lo que les viene, tanto la ayuda de Zeus como su ira, pero la aceptación no supone, en ningún caso, resignación ni pérdida de libertad potencial; el poder dominar los propios impulsos, como apreciamos a continuación, es un buen indicador de la existencia de virtud en los héroes, una virtud no infundida directamente por los dioses: El conocimiento conduce al hombre homérico al mundo al que existe, el que es: comprende lo bueno y lo malo, el orden existente que acepta de igual forma que acepta las consecuencias,

63

fruto de sus actos y todo ello sin asomo de ira, de rabia o de frustración; lo acepta de forma clarividente, se podría decir que lo acepta con la altanería de quien sabe que es, que sabe dominar sus impulsos, guiando su propia fuerza hacia la acción que ha de ejecutar. (Bordas, 2006: 68)

Espejo Muriel (1994: 17) enumera los rasgos de las divinidades griegas, entre los que destacan que, si bien las burlas o indiferencia frente al sufrimiento humano no son más que la expresión hiriente de su rango divino, son los portadores de una mayor areté y timé que los hombres. Además, no pueden alterar el curso del destino del hombre arbitrariamente, y si Zeus se somete al resultado de esa operación, no supone que se esté sometiendo a un poder superior, sino a un orden interno en el transcurso de su acción. Lo interesante, pues, concluye Espejo Muriel (1994: 17), es que puede darse una actividad divina que produce el mal y otra que produzca el bien; el influjo de éstos en el hombre es triple: favorable, adverso o favorable y adverso al mismo tiempo. Sea como sea, los dioses influyen en los hombres pero no hasta el punto de privarles de su propia y libre capacidad de deliberación. Los dioses olímpicos forman parte de la acción al mismo tiempo que se mantienen distantes. De este modo median entre los actores y el público. El conocimiento que tienen los dioses del sino es parcial; de no ser así no podrían participar en la acción. Su conocimiento del sino es mayor que el de los hombres; esto es lo que hace patente su mayor distanciamiento. Pueden intervenir en la acción a favor de sus favoritos y castigar a sus enemigos, pero esta intervención, como hemos visto en los casos de Sarpedón y Héctor, tiene el límite de las necesidades primordiales de la trama. Los dioses deben permitir que ocurra la acción. Pero luego, una vez completa la acción, los dioses pueden intervenir para concluirla. (…) Los dioses están obsesionados por la pureza, es decir, por el adecuado final de las cosas, obsesión que se pone de manifiesto en su preocupación por los funerales. (Redfield, 2012: 307)

Los comentarios de Redfield (2012: 311) al respecto de la intervención divina en la epopeya toman un cariz más radical cuando afirma que la cualidad más notable de los dioses es su inestabilidad y que parecen menos coherentes que los personajes humanos: “los héroes tienen sus momentos buenos y sus horas bajas, pero los dioses cubren todo el abanico que va de lo sublime a lo ridículo” (Redfield, 2012: 311). Los dioses representan fuerzas elementales. En la Ilíada, puede significar simplemente (por ejemplo, XVII, 88). (…) En alguna medida los dioses de la Ilíada conservan la grandeza y la potencia de estas fuerzas elementales. Pero los personajes en un relato solo pueden estar marcados por hasta cierto punto si se quiere que la historia tenga algún sentido e interés. Si la trama debe urdirse de acuerdo con alguna posibilidad o necesidad inteligibles, los acontecimientos deben limitar hasta cierto punto a los personajes, y entre ellos también a los dioses, cuyos motivos debemos ser capaces de conocer y comprender. En la Ilíada sabemos que Poseidón odia a los troyanos

64

porque él construyó una muralla para su último rey, Laomedonte, pero este no solo se negó a pagarle sino que incluso lo amenazó con cortarle las orejas y venderlo como esclavo (XXI, 441457). (…) Y de este modo los dioses se convierten en criaturas como nosotros, que quedan desprovistas de su misterio puesto que adolecen de rencores demasiado humanos. (Redfield, 2012: 312)

Zeus, por ejemplo: él es el dios supremo, pero pierde solemnidad cuando discute con Hera sobre el mandato que ha tomado una vez ha escuchado las súplicas de Tetis. De hecho, es Hera la que lo hostiga de mentiroso y le otorga un rol de esposo que lo humaniza a nuestros ojos: “¿Qué dios, urdidor de dolos, ha trazado esta vez planes contigo? Siempre te gusta deliberar cuando estás lejos de mí y tomar decisiones clandestinas, y jamás hasta ahora conmigo has sido benévolo ni has osado decirme el plan que proyectas” (IL. I, 540543). Zeus, por su parte, le contesta imbuido en el juego y avivando la discusión marital: “Hera, no esperes realmente todos mis propósitos conocer; difícil para ti será, aun siendo mi esposa” (IL. I, 545-546). Tras intercambiar algunas recriminaciones más, se nos hace patente de qué modo los dioses también pueden sentir miedo, el cual, en cierta medida, sería de una naturaleza medianamente equiparable a la angustia de los humanos, salvando las distancias de que ellos se saben mortales y los dioses, inmortales.

Amenaza Zeus diciendo a Hera: ¡Desdichada! Siempre sospechas y no logro sustraerme a ti. Nada, empero, podrás conseguir, sino de mi ánimo estar más apartada. Y eso para ti aún más estremecedor será. Si eso es así, es porque así me va a ser caro. Mas siéntate en silencio y acata mi palabra, no sea que ni todos los dioses del Olimpo puedan socorrerte cuando yo me acerque y te ponga encima mis inaferrables manos. (IL. I, 561-567)

A lo que leemos a continuación que “sintió miedo la augusta Hera, de inmensos ojos, y se sentó en silencio, doblegando su corazón: se enojaron en la morada de Zeus los celestiales dioses y entre ellos Hefesto” (IL. 568-571). Hera tiene, por tanto, miedo de las represalias de Zeus, e incluso algunos que otros dioses, especialmente Hefesto, no apoyan la soberanía implícita en las palabras del que es considerado como el padre de todos los demás dioses. Así, los dioses también padecen tribulaciones internas y comprenderían, a su modo, los sentimientos de los mortales.

Retomando la hipótesis de Redfield (2012: 313), observamos que la existencia de unos dioses con rasgos humanos es casi una exigencia de la trama para que ésta continúe y sea entendible:

65

Los dioses se hallan dentro de la historia en la medida en que sus actos están condicionados por sus experiencias. Por las mismas razones, sus poderes son finitos y sus actos esforzados, pues de lo contrario conseguirían satisfacer sus intenciones inmediatamente y el relato terminaría antes de empezar. (…) Además, en ocasiones la intervención de un dios es inmediata e irrefrenable. (…) No obstante, más a menudo la intervención de los dioses es indirecta, y en ocasiones ineficaz. (…) Zeus es incuestionablemente la más alta divinidad y es responsable tanto de mantener el orden en el cielo como de ejercer el orden jurídico en la tierra (que se mantengan los juramentos, que se reciba a los invitados, etc.). Pero, puesto que evidentemente el mundo no es disciplinado, Zeus fracasa tan a menudo como consigue imponerse. (Redfield, 2012: 314)

Una formulación semejante detalla Bowra (2008: 68) al afirmar que el poder de los dioses es irrefutable y que Homero es plenamente consciente de él: ellos –los dioses– tienen un poder casi ilimitado, pero por ser su vida eterna, pasan gran parte de su tiempo como lo pasarían los hombres que estuvieran libres de peligro y de la muerte. Puesto que parece, entonces, que carecen de limitaciones humanas, aprovechan para disfrutar de las mismas diversiones que los hombres tan difícilmente se ganan para sus momentos de ocio. Sin embargo, cuando empiezan a manifestar realmente su lado humano, hay una tendencia a privarles de la dignidad y a hacer de ellos figuras de comedia a un nivel tal que a veces su conducta resulta quedar incluso muy por debajo del nivel esperado en los hombres (Bowra, 2008: 69). No debemos olvidar, empero, que “a pesar de que los mitos sobre los dioses son a menudo muy divertidos, no por eso se ha de infraestimar a los dioses, porque, en última instancia, todo depende de su voluntad y sus caprichos” (Bowra, 2008: 70).

Nos gustaría recalcar de nuevo las palabras de Konstan (2007: 22) al respecto de la capacidad de los seres divinos de relacionarse con los mortales: “aunque los dioses paganos grecorromanos podían sentir misericordia ocasionalmente, no era su rasgo primordial, y los filósofos nunca le dieron su aprobación como característica divina”. Esto significa que Zeus podrá mostrar misericordia, así como todos los demás moradores del Olimpo, pero por una razón meramente arbitraria que puede tener que ver con la necesidad de ese impulso piadoso en la trama para que ésta siga adelante o bien por un remoto sentimiento al empatizar con el sufrimiento humano.

Esta arbitrariedad divina intempestiva no es una cuestión fácil de abordar, pero concluimos este capítulo con la siguiente explicación, que puede servir como un brevísimo resumen de lo que los autores mencionados anteriormente han argumentado ya: Los dioses son todo lo que los héroes no son, es decir, inmortales, despreocupados e invulnerables (excepto frente a otros dioses). Los dioses definen el mundo humano a través de

66

sus diferencias con él, pues son aquello que no somos. Pero en la épica los dioses se complican con los mortales. Ello da lugar a una contradicción: los dioses son despreocupados pero se preocupan por nosotros y les conmueven nuestras preocupaciones, así que, aunque son libres, nuestra finitud los limita. (Redfield, 2012: 318)

67

68

Conclusiones La cuestión introductoria planteada en este estudio giraba en torno a la capacidad de la Ilíada para ser un modelo ético de vicios y virtudes cuyo potencial epistemológico favoreciera y posibilitara un aprendizaje significativo en el lector. A primera vista, y, sin partir de ningún contexto ético concreto, sería fácil y, no exento de cierta coherencia, objetar que, dada la vitalidad –una vitalidad que, en ciertos episodios, roza muy de cerca los límites de la radicalidad extrema– de las pasiones que se expresan en la obra, su lectura no supondría un beneficio para el lector, sino más bien al contrario.

No obstante, una vez realizado el análisis comparativo entre las historias homéricas y su recepción por parte de la tradición aristotélica clásica, tradición hacia la cual parece lógico dirigirlas por el hecho de que ambos, Homero y Aristóteles, comparten una sólida base cultural común, hemos llegado a las siguientes conclusiones.

Corroboramos, pues, que la epopeya tiene un papel pedagógico en lo que atañe a ciertas verdades universales del hombre tales como el bien y la felicidad, y que su valor como canal mimético y catártico queda patente al observar la configuración de los personajes y sus acciones –en las cuales el lector se puede ver reflejado– enmarcadas en la realidad presentada por Homero, una realidad también fácilmente extrapolable a ese lector contemporáneo. La vitalidad anteriormente mencionada que se encuentra en la obra homérica no es sino un motivo más para considerarla más veraz y concluyente en el argumento que se viene afirmando a lo largo de este análisis: la humanidad debe primar por encima de cualquier otra cosa para que logremos vernos reflejados en los mismos dilemas, sufrimientos y alegrías de cualquiera de los troyanos o aqueos, es decir, para que la purificación que conlleva el proceso de mímesis tenga lugar.

De tal modo, el potencial epistemológico de la Ilíada permite entrar en conocimiento de un modelo ético determinado. De esto se deduce que, procediendo a partir de una lectura atenta, consciente y reflexiva de la obra de Homero, descubrimos un modelo de vida concreto que responde a las exigencias de la naturaleza del ser humano que busca la felicidad. Por añadidura, el entramado ético que se seguiría de esa búsqueda de la felicidad, tiene también su razón de ser en la obra. Así pues, parece quedar confirmado que es posible extraer una experiencia significativa –entendida como aprendizaje– a partir de la lectura de la Ilíada.

69

70

Bibliografía A) Bibliografía básica ARISTÓTELES. (2012). Ética a Nicómaco. Madrid: Alianza Editorial. ARISTÓTELES. (2011). Poética. Madrid: Alianza Editorial. HOMERO. (2008). Ilíada. Barcelona: RBA Libros. RICOEUR, P. (2000). Tiempo y Narración I. México: Siglo Veintiuno Editores.

B) Bibliografía secundaria ARISTÓTELES. (2007). Retórica. Madrid: Alianza Editorial. AUERBACH, E. (2002). Mímesis. México: Fondo de Cultura Económica. BORDAS, LL. (2006). En torno a la Ilíada. Paisajes y personajes. Barcelona: Edicions Bellaterra. BOWRA, C. M. (2008). Introducción a la literatura griega. Madrid: Editorial Gredos. CICERÓN, M. T. (1999). De amicitia. Madrid: Gredos. CONTRERAS, S. (2012). La justicia en Aristóteles. Una revisión de las ideas fundamentales. En Ágora. Estudos Clássicos em Debate 14, (pp. 63-80). Extraído el 20 de enero de 2014, de: http://www2.dlc.ua.pt/classicos/4.%20S.%20Contreras.pdf COPLESTON, F. (2004). Historia de la filosofía. Volumen I. Barcelona: Editorial Ariel. DE MIER, J. L. (2011). La justicia en La República de Platón. (Trabajo de Final de Máster). Universitat Abat Oliba CEU, Barcelona. ECHAVARRÍA, M. F. (2005). La praxis de la Psicología y sus niveles epistemológicos según Santo Tomás de Aquino. (Tesis doctoral). Universitat Abat Oliba CEU. Gerona: Documentia Universitaria. ESPEJO MURIEL, C. (1994). Religión e ideología en Homero. En Studia Historica – Historia Antigua,

vol.

XII,

(pp.

9-20).

Extraído

el

15

de

diciembre

de

2013,

de:

http://gredos.usal.es/jspui/bitstream/10366/73349/1/Religion_e_ideologia_en_Homero.pdf GARCÍA, J. A. (2010). Antropología filosófica. Una introducción a la Filosofía del Hombre. Navarra: EUNSA. GINEBRA, G. (2013). La hybris del directivo y su competencia. En ECHAVARRÍA, M. F. (Ed.), La formación del carácter por las virtudes. Estudios interdisciplinares. Volumen I.

71

Templanza e intemperancia: propuestas terapéuticas y educativas, (pp. 133-148). Barcelona: Ediciones Scire. HOCES DE LA GUARDIA, A. L. (1987). La Hospitalidad en Homero. En Gerión, Nº 5, (pp. 4356).

Extraído

el

18

de

febrero

de

2014,

de:

http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=909502 JAEGER, W. (1971). Paideia. Los ideales de la cultura griega. México: Fondo de cultura económica. KAHANE, A. (2012). Homer: A guide for the perplexed. London: Bloomsbury Academic. KAZMIERCZAK, M. (2009). El papel del autor en algunas corrientes de la teoría y la crítica literarias. En OSPINA, H. (Ed.), Actas del III Encuentro Mesoamericano “Escritura-Cultura” y del I Coloquio “Escritoras y Escritores Latinoamericanos” (pp. 440-456). San José, Costa Rica: Promesa. KONSTAN, D. (2007). La piedad divina. Desde el paganismo hasta el cristianismo. En Auster

12,

(pp.

11-23).

Extraído

el

3

de

noviembre

de

2013,

de:

http://www.auster.fahce.unlp.edu.ar/article/view/AUSn12a02/4131 MACINTYRE, A. (2001). Tras la virtud. Barcelona: Editorial Crítica. PALET, M. (2007). La educación de las virtudes en la familia. Barcelona: Ediciones Scire. PIEPER, J. (2007). Las Virtudes fundamentales. Madrid: Rialp. PLATÓN. (2012). La República. Madrid: Alianza Editorial. PORATTI, A. R. (2000). Diké, la justicia antes de la justicia. En AA.VV., Márgenes de la justicia. (pp. 31-64). Buenos Aires: Altamira. REDFIELD, J.M. (2012). La Ilíada, naturaleza y cultura. Madrid: Editorial Gredos. REDONDO, E. (Dir.). (2010). Introducción a la Historia de la Educación. Barcelona: Ariel SAURA, E. (1997). Entre la “Madre” griega y el “Padre” cristiano. En Revista Sol Negro. Nº 5.

Extraído

el

10

de

marzo

de

2014,

de:

http://www.galeon.com/filoesp/Akademos/general/es-areop.htm SENOVILLA, J. A. (2004). La virtud de la piedad en Santo Tomás de Aquino. Fuentes y análisis textual. (Tesis doctoral). Facultad Eclesiástica de Filosofía de la Universidad de Navarra, Pamplona. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Summa Theologiae. Consultada el 3 de junio de 2014, de: http://hjg.com.ar/sumat/ SANTO TOMÁS DE AQUINO. Quaestiones disputatae de veritate. Consultada el 1 de junio de 2014, de: http://www.corpusthomisticum.org/qdv01.html

72

SANTO TOMÁS DE AQUINO. (2010). Comentario a la Ética a Nicómaco de Aristóteles. Navarra: EUNSA. TEJADA, P. (2004). El debate deber-virtud. (Tesis doctoral). Facultad de Teología de la Universidad

de

Navarra.

Extraída

el

27

de

septiembre

de

2013,

de:

http://www.unav.es/tmoral/virtudesyvalores/index20.htm TURU, M. (en prensa). El potencial educativo de La vida es sueño: la virtud en escena. En KAZMIERCZAK, M., & SIGNES, M. T. (Eds.), Educando a través de la palabra hoy: aportaciones sobre teoría y didáctica de la lengua y la literatura. Vigo: Editorial Academia del Hispanismo. ZAMBRANO, M. (1989). Para una historia de la piedad. Málaga: Editorial Torre de las Palomas.

73

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.