Estética y arquitectura en la obra literaria de Alberto Ruy Sánchez

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Literatura y Patrimonio Histórico

Estética y arquitectura en la obra literaria de Alberto Ruy Sánchez

Rafael López Guzmán Dpto. Historia del Arte Universidad de Granada

S

on las palabras bien hilvanadas de sus libros, el significado preciso y, a la vez, etéreo de su prosa quien mejor nos comunica la per sonalidad de este escr itor mexicano. No obstante, si esbozamos una rápida hoja profesional, diremos que es Licenciado en Comunicación por la Universidad Iberoamericana de México. Pasará ocho años en París donde se doctora en Letras en la Escuela de Altos Estudios de Francia, bajo la dirección de Roland Barthes. Continuó como investigador en el área de cultura y poder, tutelada por Gilles Deleuze y François Châtelet, a la vez que coordinaba la colección Literatura Universal de la editorial Gallimard-Promexa. Ya en México inicia una fructífera labor como editor, intentando la consecución de trabajos formalmente estéticos y no por ello desprovistos de contenido. Así, dirige la revista Artes de México, en su nueva época desde 1988, heredando una publicación de prestigio que habia editado 202 números entre 1953 y 1981. Lo mismo sucede con la colección "Libros de la Espiral" con títulos como Arquitectura Vegetal. La casa deshabitada y el fantasma del deseo (Lourdes Andrade) o Arquitectura Imaginaria. Al Azrak, el palacio azul (León Rodríguez Zahar). Como autor de ensayos, narrativa y poesía, destacan entre sus títulos: Con la literatura en el cuerpo (Taurus, 1995), Tristeza de la verdad: André Gide regresa de Rusia (1991), Una introducción a Octavio Paz (1990), La inaccesible (1990) y Los demonios de la lengua (1987). Ahora bien, tres de sus obras, Cuentos de Mogador (1994), En los labios del agua (Alfagura,1996), y Los nombres del Aire (1987, reed. Alfaguara, 1996) for-

man una especie de trilogía dedicada a la ciudad e isla de Mogador (Marruecos) que el propio autor define "como una mujer inaccesible o como el fugaz recuerdo de un sueño". El valor literario de las mismas hizo que, concretamente Los nombres del Aire, fuera premio Xavier Villaurrutia. En ellas, a través de una literatura tremendamente sensual, ilustrada con caligrafías del ar tista marroquí Hassan Massoudy, nos transporta al sueño orientalista, pero no mediante la épica sino a través de lo cotidiano, el mismo prisma que proponía en uno de los textos editoriales de Artes de México para entender la pintura contemporánea: "...Artes de México se sitúa deliberadamente en la actitud de ver ojos nuevos mucho de lo que vemos todos los días y aceptar en esa cotidianidad manifestaciones del ar te que muchas veces no son aceptadas plenamente" (nº 6, 1989). La óptica lejana geográficamente desde México no le impide, por el conocimiento directo o por sus propias raíces, calar en el profundo significado de la vida y la estética islámicas. Raíces que señala en algunos editoriales de Artes de México, por ejemplo: "... el azulejo es en México una muestra de los orígenes árabes de nuestra cultura" (nº 24, 1994); o que le llevan a nivel literario a crear la genealogía del protagonista de En los labios del agua: "El abuelo de mi abuelo, llamado Jamal Al Gosaibi, llegó a Sonora del norte de Africa y, como muchos emigrantes, cambió su apellido por el de González, buscando simplificarse las cosas en su nuevo país". Por estas razones, consideramos de interés la descripción que de un hamman de Mogador hace nuestro autor. Creemos que, a través de sus palabras, podemos recrearnos en el significado profundo que el baño tiene para el mundo islámico, lejos de las tradicionales definiciones tipológicas, señalando sus distintas salas y su funcionamiento; la visita que Fatma (protagonista de la novela) hace al baño permite un conocimiento directo y percibido con los cinco sentidos, cuestión básica para comprender la estética islámica.

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"Como todas las mujeres de Mogador, Fatma frecuentaba el hammam, que durante las mañanas abría sus humedades tan sólo a los cuerpos femeninos, reservando el agua de sus tardes para lubricar las asperezas de la complicidad masculina. ¿Qué era el hammam por la mañana? Torbellino secreto: grito, pastilla de jabón disuelta en agua, cabellera enredada, yerbas de olor evaporadas, un gajo de naranja en una fuente de semillas de granada, menta y hashish en labios gruesos, depilaciones apresuradas, sandalias de madera hinchada, tierra roja para teñir el pelo, un durazno mordido, flores obesas, azulejos vivos, desnudez sumergida que se mueve como reflejo de la luna en el agua. Al igual que el horno público, al que cada mujer lleva su harina amasada y hablando con las otras espera a que su pan se haga, el hammam es uno de los lugares donde las mujeres de Mogador pueden tejer los hilos delgados de sus complicidades. Ninguna de las tres religiones mayoritarias en la isla ha logrado extender sus prohibiciones hasta el hammam. Dentro de sus muros ninguna frase del Corán, del Talmud o de la Biblia puede ser pronunciada, mucho menos escrita y se supone que ni pensada. Las mujeres se cuidan de entrar siempre con el pie derecho y salir con el izquierdo, como si tan sólo un paso fuera dado entre la entrada y la salida; así sitúan al hammam fuera del espacio y del tiempo. Por lo tanto el hammam tiene sus propias leyes, que son las de la purificación total del cuerpo, del que se busca extraer toda la tristeza porque es dañina, y ejercitarlo en el placer que revitaliza. Son las leyes de la más vieja brujería que busca estimular la belleza y la vida ocultando las declinaciones de la edad. Lo que afuera es ilícito, dentro del hammam es tan inconsistente como una fruta cuya cáscara se diluye en el aire y no se sabe ya dónde comienza. Las temperaturas progresivas, los cuerpos surgiendo del vapor como si ésa fuera su materia, las voces y sus ecos, los masajes infalibles, la enorme fatiga y la excitación adormecida, son algunas de las mil felices antesalas que el asiduo del hammam recorre en su viaje sin meta. El descanso y la limpieza no son lo primero que se busca en el hammam, aunque pueden ser algunas de sus muchas consecuencias. Como las otras mujeres, Fatma sabía que por la tarde, al cambiar el sexo de sus habitantes, el edificio mismo del hammam era diferente al que ella conocía, como lo es el día de la noche. Ya los rumores que se oian desde la calle después de mediodía eran aviso de las transformaciones del lugar. Si por las mañanas las risas se hacían agudas y a veces chillantes, pulidas como puntas de agujas entretejidas en la maraña de voces: gritos oscilantes entre el llanto y el canto; por la tarde las oleadas se iban enronqueciendo hasta culminar varias veces en vociferaciones aisladas que exageraban notablemente sus tonos varoniles, como queriendo incrustar en los otros la erección de su presencia. Pero aunque la prepotencia de la tarde y la histeria de la mañana fueran los dos rígidos extremos que mantienen tensos a los muros del hammam, sus muchas habitaciones y fuentes desencadenan, mañana y tarde, los laberintos propicios a la existencia de los ánimos y los sexos intermedios. Una inscripción sobre la entrada del hammam, en gruesos caracteres rojos entrelazados con una fina caligrafía de otros colores encendidos, decía:

Entra. Ésta es la casa del cuerpo como vino al mundo. La del fuego que era agua, la del agua que era fuego. Entra. Cae como la lluvia, enciéndete como la paja. Que tu virtud sea la alegre ofrenda en la fuente de los sentidos. Entra.

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Aquella mañana, Fatma entró al hammam resintiendo el contraste entre la luminosidad aplastante del exterior y la penumbra salpicada de colores por los pequeños vitrales que desde el techo distribuían su dosis de sol sobre la primera habitación. Era un cuarto muy grande, uno de los más amplios del lugar, con las paredes encaladas tan sólo, y una hilera de ganchos a la altura de la cabeza, donde las mujeres dejaban todas sus telas. Junto a la puerta había una silla alta desde la cual una mujer obesa y vociferante cuidaba las cosas de todas, y recogía el dinero que cada una pagaba para iniciar el recorrido de las aguas. Fatma veía de golpe más de cien telas diferentes colgadas en los muros. Los mantos, túnicas y velos reunían más tejidos que en cualquier almacén de Mogador. ...

Vestida del color de los cristales, Fatma entraba discretamente en la conversación de las otras sólo con mirarlas bajo los mismos reflejos; y siguiéndolas a distancia entró en la segunda habitación. Ahí los cristales ya no velaban las miradas y la piel era devuelta a su propio color. Los muros estaban cubiertos de mosaicos pintados con grecas y trazos voluptuosos que en todo se acomodaban a los pliegues más recónditos de los cuerpos, conviniéndose en su eco infinito. Ya no ocultándolos sino descomponiendo su existencia y multiplicando sus secretos: confundiendo a los cuerpos con sus imágenes, otorgándoles una extensión más sutil que su propia sombra. ...

En esa habitación el agua era menos caliente. En las tres siguientes la temperatura aumentaba poco a poco, hasta llegar a la habitación central, donde una gran fuente en medio del cuarto hacía brotar agua hirviente. Fatma pasaba suavemente por cada una de esas temperaturas sabiendo que son la escalera que lleva a la puerta, que finalmente se abre sobre una región de semisueños similares a los que diariamente, durante largas horas, veía desde su ventana."

Alberto Ruy Sánchez: Los nombres del Aire (México, Alfaguara, 1997)

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