ESTEREOTIPOS DE GÉNERO Y LA IMAGEN DE LA MUJER EN LOS MASS MEDIA

June 19, 2017 | Autor: M. José Magalhães | Categoría: Gender Studies, Media Studies, Feminism
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Capítulo 2. ESTEREOTIPOS DE GÉNERO Y LA IMAGEN DE LA MUJER EN LOS MASS MEDIA. YOLANDA RODRÍGUEZ CASTRO MARIA LAMEIRAS FERNÁNDEZ Mª VICTORIA CARRERA FERNÁNDEZ MARIA JOSE MAGALHAES

A lo largo de este capítulo llevaremos a cabo una aproximación al estudio de los estereotipos de género planteando un sucinto recorrido sobre éstos, para comprobar como los medios de comunicación se nutren de ellos, para seguir limitando a las mujeres en el desempeño de sus roles tradicionales de esposa y madre y, al mismo tiempo, reforzando una imagen de la mujer como “perfecta, guapa, delgada y joven”. En primer lugar empezaremos introduciendo el concepto de estereotipo de género, analizando la evolución de sus definiciones; para adentrarnos en el estudio de los estereotipos de género, desde una visión más global que incluye a los rasgos, los roles, las ocupaciones y las conductas que se atribuyen a hombres y mujeres. Para ello, abordaremos la doble dimensionalidad de los de estereotipos de género, por un lado, el nivel descriptivo en relación a las características intelectuales y a la apariencia física y por otro lado el nivel prescriptivo que se centran en las conductas y roles que “deben” tener hombres y mujeres. Seguidamente, analizaremos el papel de la mujer en los medios de comunicación. Demostrando que los medios de comunicación, en algunos casos, siguen perpetuando las desigualdades entre mujeres y hombres. Finalmente, reflexionaremos específicamente sobre el papel de los medios de comunicación en relación con la violencia de género. LOS ESTEREOTIPOS DE GÉNERO Podemos definir el estereotipo como un conjunto de creencias y estructuras que contiene el conocimiento y las ideas sobre los distintos grupos sociales; es decir, el conjunto de impresiones que las personas se forman sobre los grupos, al asociar determinadas características y emociones con grupos en particular. Estas impresiones, a veces sesgadas y frecuentemente esquemáticas, que nos formamos sobre los grupos, pueden penetrar en nuestro pensamiento y establecerse como base tanto para el prejuicio como para la discriminación. En esta línea, los estereotipos de género, son un subtipo de estereotipos sociales y por tanto están sometidos a los mismos procesos psicosociales Sin embargo, los estereotipos de género emergen como uno de los subtipos más potentes, que se

mantienen con mayor fuerza y confianza que incluso los estereotipos étnicos (Jackman, 1994). Rosenkrantz,Vogel, Bee, Broverman y Broverman (1968, p. 287) definen los estereotipos de género como creencias consensuadas sobre las diferentes características de hombres y mujeres en nuestra sociedad. De este modo, los estereotipos de género son un conjunto de creencias compartidas dentro de una cultura, sobre los atributos o características que poseen mujeres y hombres (Moya, 1998). Podemos identificar la doble dimensionalidad de los estereotipos de género: los descriptivos y los prescriptivos (ver figura 1). Los estereotipos de género “descriptivos” determinan como “deben ser” los hombres y las mujeres en relación a las características intelectuales y de personalidad, así como en relación a la apariencia física (estereotipos descriptivos corporales); mientras que los estereotipos de género “prescriptivos”, desplegados de los anteriores, establecen las conductas o roles que “deben llevar a cabo” hombres y mujeres (conductas). A continuación ahondaremos en cada uno de ellos.

Figura 1. Tipología de los estereotipos de género.

A. Estereotipos de Género Descriptivos En función de los estereotipos “descriptivos” se especifican los aspectos intelectuales y los rasgos de personalidad, así como la apariencia física de hombres y

mujeres. En relación a los aspectos intelectuales a los hombres les “corresponde” la ciencia, la razón y la lógica, y se les describe a través de los rasgos de la independencia, la asertividad y la dominancia; y a las mujeres se les atribuye la estética, la sensibilidad y la intuición, y se las describe desde la dependencia, la sensibilidad y el afecto (Lameiras, Rodríguez, Calado, Foltz & Carrera, 2006). En segundo lugar, en lo relativo a la apariencia física a los hombres se les describe como atléticos, dinámicos, fuertes y vigorosos; y a las mujeres se las describe como delgadas, estáticas, débiles y frágiles (Calado, 2008). A.1. Aspectos intelectuales y rasgos de personalidad (intrumentalidadexpresividad) de los estereotipos descriptivos Los aspectos intelectuales y los rasgos de personalidad en función del sexo biológico, contribuyen a configurar identidades femeninas y masculinas, de modo que frente al “yo” autónomo e independiente del hombre apoyado en las bases de la lógica y la razón, a la mujer se la identifica con un “yo en relación” que se centra en la sensibilidad y la intuición. La mujer socializada bajo el imperativo categórico “serás madre y te preocuparás por la vida y las relaciones” (Levinton, 1999) desarrolla lo que Gilligan define como “ética del cuidado” (1985). Desde una perspectiva psicoanálitica también Levinton (1999) plantea que la fuerte narcisización del apego que se promueve en las mujeres condiciona su identidad a la capacidad de relacionarse y, en consecuencia, mantener el vínculo con los demás representa la más eficaz inyección de autoestima. Esta dicotomía que describe a los hombres desde la instrumentalidad-autonomía y a las mujeres desde la expresividad-dependencia, se ha materializado en los conceptos opuestos de masculino-agentic frente a femenino-communal (Eagly, 1995). De esta forma los estereotipos descriptivos relativos a las características intelectuales y de personalidad pueden sintetizarse en los rasgos instrumentalidad/expresividad, y están fuertemente interconexionados con los estereotipos corporales. A continuación pronfundizaremos en cada uno de ellos. Los términos instrumental y expresivo, propuestos en 1955 por Pearson y Bales, hacen referencia a características o rasgos psicológicos asociados de forma diferencial para cada sexo en un grupo cultural determinado (Eagly, 1995), y que incluso se mantienen para una mayoría de grupos representando rasgos panculturales (Williams et al., 1999). En definitiva, a través de estos rasgos se enfrenta la mayor asertividad, actividad, competitividad y agresividad que se ha considerado prototípica de los hombres, frente a la mayor emocionalidad, ternura, pasividad, ansiedad y sociabilidad, con las que se ha caracterizado tradicionalmente a las mujeres. En este sentido, los rasgos de personalidad estereotipados por el género tienen una fuerte repercusión en el ámbito sexual, determinando un comportamiento y actitudes diferenciales entre hombres y mujeres,

adoptando ellos un rol “activo” y ellas un rol “pasivo”, lo que, sin duda, determinará fuertemente la satisfacción de ambos géneros con esta importante dimensión, así como la capacidad de negociación en la gestión de las relaciones sexuales protegidas, lo que convierte al género en una importante variable psicosocial a tener en cuenta para el desarrollo de programas y estrategias de intervención, en aras de promover una sexualidad no sólo satisfactoria, sino también protegida (Lameiras, Faílde, Rodríguez, Carrera y Foltz, 2008). Los rasgos instrumentales y expresivos han sido utilizados ampliamente como equiparables y representativos de las dimensiones de masculinidad-feminidad (Bem 1974), con lo que, como podremos comprobar, no todos están de acuerdo (Spence, 1993). Tres grandes momentos han caracterizado la conceptualización y en consecuencia la medida de estos rasgos. El primer momento lo representa el test de masculinidad y feminidad propuesto por Terman y Miles (1936), formado por un conjunto de ítems que permitían diferenciar claramente a mujeres y hombres, como polos opuestos de una misma dimensión. Así, desde esta primera aproximación conceptual se asume la unidimensionalidad y la bipolaridad del género, que vendría determinada por la existencia de un dimorfismo biológico. De esta forma, desde esta aproximación, conocida como modelo de congruencia, se defiende que la mayor salud mental vendría condicionada por la congruencia entre sexo biológico y género de feminidad o masculinidad. De forma que tal y como aparece en la figura en un polo se situaría la masculinidad y en el polo opuesto la feminidad. El segundo momento se hará posible gracias a las críticas de Constantinople (1973) a la unidimensionalidad de la escala de Terman y Miles (1936), que culminarán con la defensa de la bidimensionalidad. A partir de este momento se empieza a considerar la posibilidad de que el género femenino versus masculino no sean polos opuestos de una misma dimensión, sino constructos separados e independientes y, la aportación más significativa de este segundo momento la va a representar Bem (1974) con su modelo de androginia, que ha tenido una gran aceptación al considerar que los rasgos intrumentales-expresivos no están determinados por el sexo, y por tanto pueden ser expresados indistintamente por hombres y mujeres; y lo que es más interesante, de forma compatible. Es decir, que tanto hombres como mujeres podrían mostrar rasgos asociados tradicionalmente a cada sexo, y que sería precisamente esa capacidad de compatibilizar ambos rasgos la que aportaría al sujeto las mejores destrezas psicológicas y las más adaptativas. De modo que, a través de este modelo se intenta minimizar el determinismo de las características biológicas en la construcción del género, de forma que, independientemente del sexo biológico, las personas podrían desarrollar “cualidades” masculinas o femeninas, siendo precisamente aquellas personas capaces de desarrollar ambas cualidades las que alcanzarían su mayor funcionalidad práctica y con ello un mayor ajuste psicológico (Lameiras, Rodríguez, Calado, Foltz y Carrera, 2006)

Esta teoría no ha estado exenta de controversia, y ha sido cuestionada por estudios más recientes, en los que se vincula el mayor ajuste psicológico, no a la combinación de rasgos instrumentales y expresivos, sino fundamentalmente al despliegue de rasgos instrumentales. Pero este segundo paso bidimensional tampoco es suficiente para conceptualizar y medir las amplias dimensiones de masculinidad y feminidad, que no han estado exentas de controversia por las dificultades de condensar en una única medida psicológica toda su complejidad y amplitud. El Bem Sex Role Invetory (BSRI) (Bem, 1974) y el Personality Attributers Questionnaire (PAQ) (Spence et al., 1974), publicadas en el mismo año, representan las dos escalas más utilizadas para medir rasgos de personalidad estereotipados por el género (Twenge, 1997). De hecho en el trabajo de Blanchard, Suher y Hetzog (1994) se comprueba que el rasgo de género medido por el BSRI representa solamente uno de los componentes del complejo constructo muldidimensional de los roles de género. En este sentido, ya desde 1978, Spence y Helmreich abandonan los conceptos de masculinidad y feminidad por etiquetas más descriptivas como instrumentalidad y expresividad. Reservando las etiquetas de Masculinidad y Feminidad para describir la identidad de género, más global, al que cada persona se autoadscribe. Una prueba de la inadecuación de utilizar los conceptos de masculinidad y feminidad para identificar lo que miden tanto la escala BSRI como el PAQ es, según Spence y Buckner (2000), la ausencia de correlación entre estas escalas con aquellas que miden actitudes hacia los sexos. Aunque Spence y Buckner (2000) subrayan que en caso de que existiera alguna relación deberían ser mutuamente congruentes. Es decir, que si existiese relación los hombres que asumen rasgos más instrumentales serían, a su vez, los que asumirían actitudes más sexistas y por su parte las mujeres que se definen con rasgos expresivos serán las que asumirían las actitudes más sexistas. Lo que no se comprueba empíricamente (Spence y Buckner, 2000; Lameiras et al., 2006). Así, la aportación de Spence a través de una conceptualización multifactorial, representa el tercer paso en la conceptualización y medida de los rasgos de género y un nuevo intento para clarificar estos conceptos. Así, Spence (1993) propone en su teoría de la Identidad de Género Multifactorial que las distintas categorías de actitudes, rasgos, intereses, preferencias y conductas, que diferencian a los hombres y a las mujeres en una cultura dada no se fundamentan en un único factor subyacente, sino en un número de factores independientes. Y sugiere la existencia de cuatro dominios críticos que habría que tener en cuenta: 1) la identidad de género, que hace alusión al sentido básico de masculinidad y feminidad que un individuo tiene; 2) los rasgos de personalidad instrumentales y expresivos, que están asociados estereotípicamente con los hombres y las mujeres en las sociedades occidentales; 3) los intereses relacionados con el género, conductas de rol y actitudes en relación a los derechos de los hombres y las mujeres; y, finalmente 4) la orientación sexual. En la misma línea Lipa (1991; 1995), proponen el “diagnóstico de género” (gender diagnosticity) que implica que el grado por el que un item muestra diferencias

de género varía a través de las sociedades, culturas y momento históricos, de modo que las diferencias individuales relacionadas con el género deben ser computadas en cada población estudiada y no basarse en índices fijos de ítems que diferencian a los sexos en una población normativa particular. Estas medidas de diagnóstico de género que propone Lipa (1991, 1995) serían independientes de los superfactores de personalidad los Big Five (cinco grandes factores de personalidad- apertura a la experiencia, consciencia, extraversión, amigabilidad, y neuroticismo- propuestos por Costa y MaCrae en 1985, que actualmente obtienen mayor aval empírico que los modelos multirasgos)-, mientras que la masculinidad y feminidad medidas tanto por el PAQ como por el BSRI no lo son. Además, el Diagnóstico de Género (Lippa, 1991), clasifica a los individuos en tres grupos: de género típico (hombres masculinos y mujeres femeninas), de género atípico (hombres femeninos y mujeres masculinas) y de género extremadamente típico (hombres muy masculinos y mujeres muy feneminas), captando mejor el significado “real” de “masculinidad”/”feminidad”. Para ello mide los comportamientos e intereses del género típico, atípico y extremadamente típico, mediante la frecuencia de participación en determinadas actividades de ocio y hobbies, así como a través de la apariencia física, los intereses ocupacionales y la orientación sexual. Así, puesto que el binomio de rasgos instrumentales-expresivos no representa un dominio exclusivo adscrito a cada sexo, ni representa dimensiones más amplias y complejas de masculinidad y feminidad; éste ha evolucionado siguiendo la pauta de los cambios sociales que han caracterizado las últimas décadas, dentro de los que destaca la masiva incorporación de las mujeres al ámbito laboral. Los resultados del meta-análisis llevado a cabo por Twenge (1997), en el que se analizan los cambios en los rasgos instrumentales y expresivos medidos a través del BSRI y PAQ en las tres últimas décadas, muestran que las mujeres reportan una mayor presencia de rasgos instrumentales a la hora de describirse, al igual que los hombres, aunque estos con un incremento menor. Así la mujer llega a desarrollar el nivel de instrumentalidad de los hombres reteniendo al mismo tiempo características más expresivas (Spence y Buckner, 2000). Esto hecho ha estado influido por los avances, que han permitido la incorporación de la mujer al ámbito público, sin abandonar, no obstante, sus obligaciones en el privado. Adquisición de nuevos rasgos, que no se ha producido en los hombres de forma equivalente, de forma que en ellos la “deprivación” de rasgos expresivos quizá sea el reflejo de no haber realizado su “trasvase” equivalente al mundo privado (Lameiras et al, 2006a; Rodríguez, Lameiras, Magalhaes y Carrera, 2010)). En este contexto se cuestiona el modelo de androginia que, tal y como se ha señalado, sostiene que el mejor ajuste psicológico está relacionado con la capacidad de desarrollar rasgos instrumentales y expresivos; a favor del modelo masculino (Whitley, 1984; Lippa, 2001), en el que se plantea que son las personas, tanto mujeres como hombres, que poseen rasgos instrumentales las que presentan un mayor ajuste psicológico (Spence, 1984). Sin embargo, el modelo masculino no ha estado, tampoco,

ajeno a las críticas, y pese a la popularidad de la que goza en la última década está siendo cuestionado. De cualquier forma, la perspectiva multidimensional implica que las interacciones de los rasgos relacionados con el género-instrumentalidad y expresividad-, las actitudes, las conductas, los intereses y los atributos físicos, constituyen elementos cruciales en la formación de la identidad de género de las personas (Aube, Norcliffe, Craig y Koestner, 1995). Esto supone superar la visión “simplista” de la bidimensionalidad, reconociendo que hombres y mujeres son mucho más complicados y diversos que lo que sugieren tanto el modelo unidimensional como el bidimensional (Lipa, 2001). En definitiva, los estereotipos de género descriptivos “imponen” las características de personalidad que deben asumir hombres y mujeres como representantes de un determinado sexo. Los rasgos instrumentales y expresivos, inicialmente equiparados a los constructos más amplios de masculinidad y feminidad, se han ido convirtiendo en meras etiquetas descriptivas que pueden extrapolarse a ambos sexos. Lo que viene a demostrar una vez más que hombres y mujeres no constituyen dos grupos heterogéneos enfrentados, sino que son individuos únicos que asumen unos u otros rasgos independientemente de su sexo. En este sentido, en las últimas décadas las mujeres han sido más proclives a adquirir rasgos instrumentales, a la vez que mantienen sus rasgos expresivos, reflejo de su incorporación al ámbito laboral y compromiso con el ámbito privado-doméstico; mientras que los hombres se muestran deprivados de un nivel equivalente de rasgos expresivos de forma congruente a la no asunción de su cuota de responsabilidad en el ámbito privado (Lameiras, Rodríguez, Carrera y Calado, 2006). A.2. Aspectos relativos a la apariencia corporal de los estereotipos de género descriptivos Los estereotipos de género descriptivos sobre el cuerpo de hombres y mujeres son centrales no sólo en la formación de la imagen corporal, sino sobre todo en su repercusión sobre la expresión y vivencia de la sexualidad. Que se traduce y manifiesta a través del lenguaje corporal, capacitando al sujeto para el mundo relacional y afectivo, para dar y recibir afecto y placer; y por tanto, condicionando estrechamente su satisfacción con esta importante dimensión. Como veremos, los estereotipos corporales femeninos refuerzan el “cuerpo objeto” de una mujer frágil y pasiva, casi normativamente descontenta con el mismo. Frente a los estereotipos corporales masculinos, que ponen de manifiesto un “cuerpo sujeto” que se expresa en la acción y dominación de otro (Calado, 2008). El estereotipo femenino de “fragilidad corporal” se pone de manifiesto en la investigación llevada a cabo por Sheldon (1954) sobre las diferentes formas corporales, constándose que los cuerpos de hombres y mujeres se asocian con diferentes formas corporales. Así, según esta investigación, los tipos de físico humano básicos según su

forma corporal son fundamentalmente tres: endomorfos (blando, redondo, gordo), mesomorfos (robusto, musculoso, atlético) y ectomorfos (alto, delgado, frágil). De modo que la figura del hombre ideal de nuestra sociedad se adaptaría, en función de esta clasificación, a una forma mesomorfa; mientras que la de la mujer ideal se aproximaría en estos momentos más con una forma ectomorfa, más ligada a la patología. Así, para las mujeres el cuerpo ideal en alza está representado por “cuerpos tubulares”, esbeltos y extremadamente delgados, potenciándose la pérdida de peso. Para los hombres el cuerpo ideal es un cuerpo musculoso, que se cultiva a través del ejercicio físico. De modo que frente a la imagen “débil” y “frágil” de la delgadez femenina se está afianzando la imagen “fuerte” y “vigorosa” del cuerpo masculino. Este estereotipo de “belleza femenina” impone un patrón contra natura, puesto que de forma natural el cuerpo de las mujeres tiene forma de ánfora y no de tubo, dando lugar a un descontento normativo con el propio cuerpo; lo que no sucede en el caso del hombre, pues en éste el ideal de belleza masculina es más acorde a su propia constitución (Lameiras, Carrera y Rodríguez, 2004). Esta hipótesis se constata también en investigaciones relativas a los ideales de belleza interiorizados por adolescentes y jóvenes, en las que se observa que tanto chicos como chicas consideran que el ideal corporal de ellas es más delgado que el ideal de ellos, y que además el ideal corporal femenino descrito por las chicas es aún más delgado que el ideal corporal femenino descrito por los chicos (Thompson, Corwin y Sargent, 1997). La influencia de los mass media en la trasmisión de estereotipos corporales de género es innegable (ver figura 2). Así, el excesivo énfasis en la delgadez que se fomenta desde los medios de comunicación promueve que ésta se convierta en sinónimo de belleza. De hecho, el peso se ha convertido en el principal indicador de la insatisfacción corporal de las mujeres (Dittmar et al., 2000). En este sentido, las investigaciones que han analizado programas televisivos que tienen entre su principal audiencia a los/as jóvenes y adolescentes, comprobando que un 76% de las actrices están en bajo peso, un 19% están en la media y sólo un 5% están por encima de la media; mientras que en relación a los actores el 33% de ellos están por debajo del promedio de peso, el 54% en un peso medio y el 13% por encima de éste (Fouts y Burgraff, 2000; Fouts y Vaughan, 2002). De forma que las actrices con sobrepeso y los actores con sobrepeso están infrarrepresentados en la sociedad norteamericana en las comedias de situación, siendo más aceptable para los hombres que para las mujeres tener sobrepeso. En relación al ideal corporal masculino, los estudios confirman que el tipo corporal muscular y en forma de “V” funciona como ideal de belleza para los hombres (Petrie et al, 1996; Mishkind, Rodin, Silberstein y Striegel-Moore, 1986). Spitzer, Henderson y Zivian (1999) comprueban que los modelos masculinos ganan músculo entre 1977-1996. También Leit, Pope y Gray (2001) encuentran que los modelos de las páginas centrales de Playgirl incrementan su musculatura. No obstante, aunque es

evidente la menor atención al ideal normativo de belleza masculina desde los medios de comunicación al compararlo con el ideal de belleza femenina, no podemos olvidar que cada vez es mayor la presión que se ejerce sobre los chicos respecto a su imagen corporal. Algunos hitos son la aparición de Playgirl y Chippendales (década de los 70), las películas de actores musculosos como Rambo (década de los 80) o la industria cosmética para chicos (década de los 90).

Figura 2. Contenidos que se difunden a través de los medios de comunicación Así, junto al imperante estereotipo de delgadez y fragilidad femenina, se impone, complementariamente, un estereotipo de pasividad y objetivación del cuerpo de la mujer. Mientras que los ideales de apariencia para los chicos son de cuerpo atlético que se mueve y actúa, para las chicas, éstos se centran en la delgadez, la belleza y la juventud (Cohane y Pope, 2001; Dittmar et al., 2000). En este sentido, Martínez Benlloch (2001) pone de relieve que los contenidos de género (masculinidad/ feminidad) se reflejan en la forma en que se expresa el reconocimiento y la autovaloración en la adolescencia. De forma que los chicos centran su reconocimiento y autovaloración en variables de autocontrol, poder personal, competencia y funcionamiento corporal (visión dinámica del cuerpo), mientras que las chicas lo vinculan a la preocupación por el peso, el atractivo sexual, y el extrañamiento corporal (visión del cuerpo como objeto). Siguiendo este planteamiento Franzoi (1995) considera que el cuerpo puede verse desde una perspectiva estática, de objeto, (centrarse en sus partes) y ser evaluado estéticamente (socialización en la apariencia), o bien, desde una perspectiva dinámica de proceso y ser valorado en su funcionalidad (socialización en la acción); siendo la perspectiva estática la más negativa, al estar sometida a la mirada y al criterio normativo de atractivo, y la que se da con mayor frecuencia en las mujeres (ver figura 3).

Nos encontramos, por tanto, ante la dicotomía pasivo/activo propia de los estereotipos de feminidad y masculinidad, respectivamente, que determinará de forma global la expresión y vivencia de la sexualidad, y en concreto el comportamiento adoptado en la relación sexual. En esta línea, un estudio cualitativo con adolescentes ingleses, utilizando entrevistas centradas en discusiones de grupo, comprueba que una diferencia entre la percepción del atractivo femenino y masculino es que los hombres son vistos como más atractivos en acción (por ejemplo haciendo deportes), mientras que las mujeres son percibidas como más atractivas permaneciendo estáticas (Lloyd, Dittmar, Jacobs, y Cramer, 1997); lo que confirma los estereotipos de género en función de los cuales las mujeres son objetivadas y ubicadas en el polo de pasividad frente al polo de actividad asociado a la masculinidad. De hecho el estándar de belleza masculina establecido tiene como medio para alcanzar este ideal la realización de ejercicio y gimnasia (Mosse, 2001). En los hombres el estereotipo culturalmente establecido ejerce una mayor presión social hacia un ejercicio físico que propicia una imagen de fuerza y potencia, mientras que los modelos de mujer reflejan una actividad física dirigida a la consecución de una imagen corporal que mezcla un cuerpo delgado (ectomorfico) con un cuerpo definido y fibrado (mesomorfico) (De Gracia, Marco, Fernandez y Juan, 1999). Este dato es relevante, ya que, la práctica de ejercicio o deporte contribuye no sólo al desarrollo del autoconcepto y a otras variables a nivel emocional y cognitivo, sino que también aporta grandes beneficios para la salud física. Balaguer, Pastor y Moreno (1999) comprueban en una investigación sobre estilos de vida que los/as adolescentes españoles/as disminuyen la cantidad de actividad física y práctica deportiva entre los 11 y los 17 años. A estas edades se da mayor importancia a la apariencia y a otras cuestiones, tales como la diversión o la relación social con otros iguales (Moreno, Cervelló y Martinez, 2007; Castillo, Balaguer y Duda, 2000; Piéron, Telama, Almond, y Carreiro, 1999). No podemos pasar por alto que se establecen diferencias entre los patrones de práctica deportiva en chicos y chicas. De hecho, en el estudio sobre actitudes y prácticas deportivas en el período 1990 y 2005, llevado a cabo por el Instituto de la Mujer, se observa que las españolas tienen menos interés por practicar deporte que los hombres; y aunque en los últimos 15 años este interés ha aumentado, los hombres continúan realizando más actividad física que las mujeres. Además, se ha comprobado que las mujeres llevan a cabo actividad física motivadas por cuestiones de apariencia, relaciones sociales y disfrute (Wilson y Rodgers, 2002; Hellín, Moreno y Rodríguez 2006; Moreno, Cervelló y Martínez, 2007) y los hombres por motivos relacionados con la competición y reconocimiento social (Kilpatrick, Hebert y Bartholomeu, 2005).

Figura 3. El doble estandar corporal en función del género

B. Estereotipos Prescriptivos Tal y como se ha destacado, junto a los estereotipos de género descriptivos, relativos tanto a los rasgos intelectuales de personalidad como al cuerpo, que imponen las características que deben poseer hombres y mujeres, hay que destacar otro tipo de estereotipos que tienen su origen en los anteriores: los estereotipos prescriptivos. Los estereotipos “prescriptivos” condicionan el tipo de actividades y distribución de las ocupaciones para cada sexo (Pastor, 2000). De modo que los roles o papeles asignados para cada sexo se proyectan desde los estereotipos descriptivos, lo que implica reconocer que la existencia de roles o papeles diferenciados para cada sexo es la consecuencia “natural” de asumir la existencia de características (aspectos intelectuales, rasgos de personalidad y apariencia física) diferentes. De esta forma, se considera que los hombres poseen los rasgos “necesarios” para ostentar el poder y gobernar las instituciones socio-económicas y políticas, justificando así el poder estructural masculino, y relegando a la mujer al ámbito familiar y doméstico. Provocado la división del espacio público y privado como ámbitos separados para ambos sexos, apoderándose el hombre del espacio público o político (productivo) y relegándose a la mujer al espacio privado o doméstico (reproductivo).No obstante, al igual que sucedía con los rasgos instrumentales y expresivos, los cambios sociales de las últimas décadas han motivado que las mujeres, una vez desarrollados mayores niveles de rasgos instrumentales, se hayan incorporado al mundo público, “reteniendo” sus obligaciones en el privado. Lo que no ha sucedido a la inversa en sus compañeros, de modo que su

escasa atención prestada al mundo privado, está condicionando su adquisición de rasgos expresivos. Esta situación ha dado lugar al “conflicto trabajo-familia”, una de las principales consecuencias de la desigualdad de género más polémicas en la sociedad actual (Lameiras, Rodríguez, Carrera y Calado, 2006b). De forma que, con la masiva incorporación de las mujeres al mercado laboral en las últimas décadas del siglo XX, el ámbito público deja de ser dominio exclusivo de los hombres. Surgiendo así para esta “nueva” mujer y su compañero “nuevos” conflictos a la hora de compatibilizar las demandas que se producen en ambos espacios. Espacio Público Una conquista reciente por parte de las mujeres es su incorporación a los estudios universitarios superiores. En los últimos 30 años decisivos en la masiva incorporación de la mujer a los estudios universitarios, ya en la actualidad hay mayor número de mujeres matriculadas en la universidad que hombres (en el curso académico 2009-2010, un total de 764.054 mujeres y de 648.418 hombres estaban matriculadas en primer y segundo ciclo y grado; y 44.800 mujeres frente a 38.900 hombres matriculados en postgrado) (INE, 2011). Pero esta presencia no es homogénea, ya que éstas se distribuyen asimétricamente en las diferentes áreas de conocimiento. Muestra de ello, es que Ciencias Experimentales y de la Salud fue el área con una mayor participación femenina, el 53.8% frente al 46.2% de hombres. Por su parte, Ingeniería y Tecnología fue el área con una mayor participación masculina (73.4% de tesis aprobadas frente al 26.6% de las mujeres) (INE, 2011). Además las mujeres obtienen hoy en día las mejores tasas de rendimiento académico, acaparando el 52.5% de los premios nacionales fin de carrera otorgados en el curso 2002-2003 (Lameiras, Carrera, Núñez y Rodríguez, 2006a). En este estudio de revisión de la evolución que en los últimos quince años han experimentado los premios fin de carrera se comprueba que del total de 3092 premios nacionales fin de carrera entregados en nuestro país entre los cursos académicos 19871988 y 2002-2003 las mujeres obtienen el 39.4% de los mismos. Esta diferencia entre sexos puede explicarse por la mayor proporción de titulaciones tecnológicas (37% de las titulaciones ofertadas en España) que sobrerrepresentan la presencia masculina en el total de premios concedidos. La distribución de premios por sexo y áreas de conocimiento muestra una clara asimetría. Así en el área Técnica tan sólo el 18.8% de los premios otorgados en el período estudiado son para las mujeres, mientras que en Ciencias Sociales y Jurídicas y, Ciencias Experimentales y de la Salud el porcentaje de mujeres que obtienen premios supera al de hombres, con unos porcentajes de 53.4% y 50.9% respectivamente. Por su parte en Humanidades el porcentaje de mujeres premiadas es inferior al de hombres, con un 45.3% de los premios, aunque con un porcentaje más cercano a la simetría (Lameiras et al., 2006a). Según los últimos datos del Instituto de la Mujer (2010), esta tendencia se sigue manteniendo ya que en el curso académico 2009-2010, las mujeres siguen acaparando el 40.1% de los premios nacionales de fin de carrera.

Estos datos sobre la masiva presencia de la mujer en los niveles educativos más altos y con buenos resultados académicos, se debería corresponder con la situación laboral de las mujeres. Pero en contra de lo esperado, encontramos que las mujeres inactivas representan el 60.54% en el año 2010. De estas mujeres inactivas el 95.65% alega razones familiares (cuidado de hijos/as o cuidado de familiares mayores). Además acumulan la mayor tasa de paro (en el 2010 el 20.79 % frente al 19.9% de los hombres) (INE, 2011). En relación a estas cifras relativas al desempleo es importante matizar que a pesar, que solo 39.46% de las mujeres son activas laboralmente, éstas siguen ostentando los registros más altos de desempleo. Si nos centramos en el ámbito laboral universitario, el número de profesoras representa el 37.63 % del total de profesorado, presencia todavía más acusada si ascendemos en la categoría profesional, ya que éstas suponen el 18.43 % del total de Catedráticos/as de Universidad a nivel nacional (I.M., 2010). Las mujeres en el Senado durante el periodo 2008-2012 en momento de constituirse la Cámara representa el 28.24%, en el Congreso el 37.14% y en el Parlamento Europeo el 36% (INE, 2011). Por lo tanto, los mecanismos que dificultan el acceso de las mujeres a las posiciones más elevadas de la carrera profesional, deberán buscarse en aquellos indicadores de discriminación sexual subyacente en nuestra sociedad que operan a través de los estereotipos de género (Barberá, 2004). Espacio Privado La resistencia a la igualdad real entre géneros se constata también en el ámbito privado, ya que la entrada de la mujer en el espacio público no se ha correspondido con el tránsito del hombre al espacio doméstico. El Instituto de la Mujer realizó en el año 2006 un estudio comparativo de los usos de tiempo dedicados al desarrollo de las tareas domésticas, y demuestran que las mujeres siguen dedicando a las tareas domésticas más del doble de tiempo del que dedican los hombres; de manera que las mujeres invierten en la ejecución de las tareas domésticas 4 horas y 45 minutos y los hombres 2 horas y 8 minutos. Nos encontramos, por tanto, ante una nueva realidad caracterizada por la existencia de un espacio público compartido, pero que sin embargo todavía no es igualitario; y de un espacio privado en el que no se ha producido el trasvase masculino, con el consecuente aumento de responsabilidades, tareas y, en general, sobrecargas que la mujer ha de afrontar en su día a día. Es decir, se produce una fuerte resistencia de los hombres a asumir sus responsabilidades en el ámbito familiar-privado, que deriva consecuentemente en las dificultades que encuentran las mujeres a la hora de compatibilizar sus responsabilidades familiares y laborales, persistiendo así la discriminación de una forma mucho más sutil e implícita, con una falsa sensación de igualdad. De modo que las relaciones entre los sexos siguen condicionadas por las

asimetrías que imponen los estereotipos de género que hunden sus raíces en el paradigma patriarcal, un legado del que no logramos desprendernos. LA MUJER Y LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN Tal y como se ha demostrado los estereotipos de género (descriptivos y prescriptitos) impregnan todos los ámbitos de la sociedad (educativo, laboral, cultural, económico y social). En este apartado nos centraremos en analizar en cómo los medios de comunicación siguen nutriendo los estereotipos de género, atribuyendo roles, conductas y ocupaciones diferentes a hombres y a mujeres, de forma que siguen perpetuando las desigualdades entre ambos géneros. España se ha caracterizado por la aprobación de leyes pioneras para promover la igualdad entre hombres y mujeres siguiendo con las directrices marcadas por acuerdos internacionales como la Conferencia Mundial de la Mujer de Beijing de 1995. En relación con el ámbito de los medios de comunicación, se creó en 1994 el Observatorio de la Publicad Sexista, actualmente denominado Observatorio de la Imagen de las Mujeres (OIM), dependiente del Instituto de la Mujer. Éste, actualmente, está reforzado por la Ley orgánica 3/2007 para la Igualdad efectiva entre hombres y mujeres, en el que, en su título tercero, hace referencia explícita a la Igualdad y los medios de comunicación en sus artículos del 36 al 40. En los que incide que los medios de comunicación social sobre todo los de titularidad pública, velarán por la transmisión de una imagen igualitaria, plural y no estereotipada de la mujer y del hombre en la sociedad y también promoverán el conocimiento y la difusión del principio de igualdad entre mujeres y hombres (art. 36). Además entre sus objetivos estaría el de utilizar un lenguaje no sexista, el de colaborar en las campañas institucionales dirigidas a fomentar la igualdad entre mujeres y hombres para erradicar la violencia de género (art. 37-38), y sobre todo en la Corporación de RTVE (art. 37) y la Agencia EFE (art. 38) promover la incorporación de la mujer a puestos de responsabilidad directiva y profesional. El principal objetivo del Observatorio de la Imagen de las Mujeres (OIM) sería analizar la representación de las mujeres en la publicidad y en los medios de comunicación, ver cuáles son los roles más significativos que se les atribuyen y, en el caso de que éstos sean sexistas y discriminatorios, llevar a cabo las medidas oportunas para suprimir las visiones estereotipadas de las mujeres. El procedimiento de actuación del Observatorio de la Imagen de las Mujeres (OIM) se inicia a partir de las quejas de la ciudadanía por vía e-mail, teléfono o carta o bien por oficio, profundizando en el análisis de la publicidad o de los contenidos sexistas que aparecen los distintos medios de comunicación (prensa escrita, radio, televisión, o Internet). Una vez activada la queja o denuncia, para determinar la existencia de sexismo de los contenidos, se basan en el artículo 3º de la Ley General de Publicidad que dice que se consideran ilícitos los anuncios que presentan a las mujeres de forma vejatoria, bien utilizando particular y directamente su cuerpo o partes del mismo como mero objeto desvinculado del

producto que se pretende promocionar, bien su imagen asociada a comportamientos estereotipados que vulneren los fundamentos de nuestro ordenamiento (art. 3). Entre los criterios que se tuvieron en cuenta para el análisis de los contenidos o imágenes sexistas denunciados, podemos destacar los siguientes: mostrar comportamientos o actitudes que conlleven implícita o explícitamente algún tipo de violencia contra las mujeres; presentar a las mujeres en situación de subordinación frente al hombre, relegando a la mujer al trabajo doméstico, menospreciando sus actividades profesionales, sus valores, y utilizando sus atributos corporales exclusivamente como un objeto sexual, decorativo y al servicio de la sexualidad y los deseos del hombre; fomentar un canon de belleza femenino basado en una perfección corporal “irreal” que implica delgadez y juventud; y finalmente en utilizar un lenguaje que claramente invisibiliza a las mujeres. Aunque se supone que a finales de cada año el Observatorio de la Imagen de las Mujeres (OIM) presenta sus datos, el último informe del que podemos hacer referencia es el del año 2008. A continuación presentaremos los datos más relevantes extraídos de dicho informe titulado “Tratamiento de la variable Género en la publicidad que se emite en los medios de titularidad pública” (OIM, 2008). En el año 2008 se han registrado un total de 317 denuncias contra publicidad o contenidos sexistas. El 21% de las quejas hacen referencia a contenidos que atentan contra la dignidad de la mujer, el 19.20% sobre estereotipos, el 14.20% de las denuncias fueron sobre contenidos que muestran a la mujer como objeto sexual y el 10.40% de las quejas fueron sobre contenidos de violencia hacia la mujer. Otra dato destacable es que el 86% de las quejas interpuestas fueron realizadas por mujeres. Este dato es revelador, en cuanto que nos muestra la existencia de una mayor concienciación de las mujeres en la lucha y reinvindicación de su imagen y papel en la sociedad. El medio de comunicación más denunciado fue la televisión, que acapara el 42% de las denuncias. Un dato llamativo es que las denuncias cursadas no solo hacen referencia a los contenidos publicitarios (60%), sino que ahora se ha incrementado el número de quejas sobre los contenidos de programas de televisión y de páginas de Internet (40%). Podemos mencionar algunas de las quejas plasmadas en el informe referidas a algunos programas de televisión como “Supermodelo” o “Cambio radical”, que transmitían la idea de que la mujer para ser feliz tenía que guapa y delgada, recurriendo incluso si hiciera falta a operaciones de cirugía estética. Otro de los programas denunciado fue el de “Escenas de matrimonio”, en el que las mujeres aparecían como seres muy complejos y difíciles de entender, que hacían la vida de sus parejas insoportable, de manera que reproducían a través de escenas de la vida cotidiana los dos lados del sexismo ambivalente. Las escenas presentaban dos tipos de mujeres, por un lado, estaba la mujer joven que era “sumisa y dócil” que adora a su marido e intentaba facilitarle la vida al máximo y el marido la recompensaba cuidándola y protegiéndola (sexismo benevolente), y por otro lado, estaban dos mujeres (una de mediana edad y la otra mayor) que eran las “malas” que complicaban la vida a sus

maridos, ya que no cumplían con sus obligaciones domésticas, derrochaban el dinero que sus maridos ganaban y eran reacias a mantener relaciones sexuales con sus parejas (sexismo hostil). En cuanto a las actuaciones del año 2008 por parte del Instituto de la Mujer en relación a los contenidos sexistas en publicidad o contenidos de programas o páginas de Internet, fueron dirigidas a 26 empresas, en 15 casos solicitando la rectificación o bien el cese de los contenidos sexistas, y en otros 11 casos, haciendo recomendaciones para conseguir un mejor tratamiento de la imagen de la mujer. Finalmente, las principales conclusiones a las que llegó el Informe del OIM (2008) sobre si en las cadenas de titularidad pública existía un tratamiento diferencial en relación al género, son las siguientes: aunque inicialmente existía una representación ecuánime de las apariciones de hombres y mujeres, se comprobó que la imagen la mujer se seguía relacionando con la maternidad y las tareas domésticas mientras que la imagen de los hombres aparecía vinculado mayoritariamente a los estereotipos profesionales (abogado, ingeniero, etc.). Es cierto, que hoy en día se ha pasado de relegar la mujer exclusivamente al ámbito privado, a jugar también un papel en la esfera pública-laboral. De forma que la imagen de la mujer ya no se asocia exclusivamente al ámbito privado, tareas domésticas, sino también al ámbito público, la mujer trabajando fuera del hogar. Así, que se potencia la “doble jornada laboral” de la mujer, es decir, la mujer “superwoman” es aquella que trabaja dentro y fuera del hogar. Otra de las conclusiones es que el 70% de las voces en off son masculinas, ellos informan desde la “credibilidad”, mientras las voces femeninas se utilizan para anuncios de productos del hogar, de limpieza, de cuidado o de belleza. También se ha observado claramente que la educación de las mujeres se basa en los pilares básicos que son el romanticismo y el cuidado de los demás. En palabras de Marcela Lagarde (2005 p. 348) las mujeres hemos sido configuradas socialmente para el amor, hemos sido construidas por una cultura que coloca el amor en el centro de nuestra identidad. Las mujeres aprendemos a amar para la fusión, interiorizando desde pequeñas una ética del cuidado que les relega al ámbito doméstico y reproductivo, abocándoles a la desvaloración de sí mismas como sujetos autónomos, que sólo pueden ser y existir a través de la entrega abnegada al otro. Por otra parte, los hombres interiorizan desde pequeños su rol en el espacio público, orientado a la competitividad y al poder, totalmente alejados del mundo de las emociones, se les enseña a vincularse desde y para la separación, única forma de obtención de su identidad como sujeto autónomo (Sanz, 1995; Maltas, 2003). Es evidente que la visibilidad de las mujeres en los medios de comunicación no tiene el mismo tratamiento y presencia que la masculina. Así queda evidenciado, en un estudio reciente, en el que se analiza a las mujeres como protagonistas de la información en la prensa escrita de diarios de cobertura nacional (Sánchez, Quintana y Plaza, 2009). De las 13.000 noticias analizadas en este estudio, en menos de un 13% las mujeres resultaban protagonistas. Los resultados fueron similares, si analizaban las fotografías

de las noticias, en las que la mujer de forma individual aparecía en un 7.5% mientras que el hombre asciende a un 24.3%. En las portadas de los periódicos, las mujeres la protagonizaban en un 6.49%, casi tres veces menos que los hombres (24.05%). Además este estudio, se constata cómo algunas secciones son más proclives a las diferencias de género. De forma que las mujeres suelen aparecer en secciones de información liviana como Sociedad, Cultura, Vida/ Ocio/ Gente; mientras que los hombres protagonizan principalmente las secciones de información dura que serían las secciones de Nacional, Internacional/Mundo, Deportes o Economía (Sánchez, Quintana y Plaza, 2009). Por lo tanto, queda claro que los medios de comunicación no otorgan la visibilidad ni el tratamiento adecuado a la mujer, y que se siguen apoyando en los estereotipos masculinos y femeninos de manera que siguen perpetuando las desigualdades de género. A continuación, en un nivel de análisis más sucinto, intentaremos reflexionar específicamente sobre el papel de los medios de comunicación en relación con la violencia ejercida contra las mujeres. LA VIOLENCIA DE GÉNERO EN LOS MASS MEDIA El poder de los medios de comunicación sobre cómo son creados y transmitidos los significados es incontestable. De manera, que es muy importante llevar a cabo un análisis crítico para desafiar los mecanismos de desempoderamiento (disempowerment) de las mujeres así como el refuerzo de los estereotipos de género. El lenguaje ayuda a construir nuestro mundo individual y social y los medios de comunicación han sido designados como el "cuarto poder" (Castells, 2003). Dan forma al discurso público y legitiman las estructuras sociales existentes. Los medios de comunicación no son solamente un vehículo de información, al mismo tiempo, interpretan, apoyan, disminuyen, silencian y defienden a determinados sectores en detrimento de otros. Sobre la relación entre la violencia de género y los medios de comunicación, nos planteamos tres cuestiones para reflexionar. La primera hace referencia al papel de los medios de comunicación como un mecanismo de objetivación y silenciamiento de las mujeres. La segunda cuestión, es sobre el papel que pueden desempeñar los mass media en términos informativos y políticos, en el sentido de que pueden transmitir mensajes de igualdad y conseguir una mayor consciencia sobre la violencia de género. Y la tercera cuestión, advierte sobre los posibles efectos de mimetismo de las noticias y reportages sobre la volencia contra las mujeres, particularmente sobre el femicidio. La IV Conferencia de las Naciones Unidas sobre la Mujer ha elegido el área de los medios de comunicación como elemento clave para crear conciencia sobre la discriminación contra las mujeres, en la que la violencia es una dimensión fundamental. Fue considerada un área importante para lograr el cambio social. En este sentido, ya Sharon Stone (1993) había argumentado que esta perspectiva optimista de la utilización de los medios de comunicación para los movimientos sociales, a menudo, se enfrenta a una acción opuesta por parte del sector dominante de la sociedad.

En la sociedad en general, las mujeres son las mayores víctimas de la violencia, pero también son víctimas de la violencia en los medios de comunicación (Bretthauer et al., 2006; Sarnavka 2003). Los hombres aparecen, también en los medios de comunicación como autores de la violencia (Glascock, 2001), en el papel de protagonistas y sujetos de la acción. Incluso en otros ámbitos, los hombres parecen más del doble de las mujeres en general y el comportamiento retratado va de los lugares de poder a los comportamientos de agresividad y de poder. Los medios de comunicación contribuyen así, a la violencia cultural y estructural (Galtung, 1995) y simbólica (Bourdieu, 1991) contra las mujeres, pero también puede ser un instrumento de sensibilización, de concienciación, de información y de presión de la política. Los medios de comunicación juegan un papel importante en la objetivación de la mujer y, especialmente, en su silenciamiento, lo que Gaye Tuchman (2000) ha llamado "aniquilación simbólica", debido a que las mujeres están completamente ausentes en el papel de los sujetos. En este sentido, el Observatorio de Medios de comunicación de Canadá (Media Watch, 2011), pone de manifiesto que los medios de comunicación, a pesar de incluir a las mujeres como periodistas, se sigue mostrando el mundo en gran medida a través de las lentes, las voces y las perspectivas masculinas. Yasmin Jiwani (2006) argumenta en su análisis, que existe sistemáticamente un discurso de negación del sexismo y racismo en los medios de comunicación. El autor describe cómo las relaciones sociales contemporáneas, tanto a nivel íntimo como institucional, son atravesadas a través de una red compleja e intersectorial de negociaciones, discursos y prácticas sociales sexistas y racistas. Las asociaciones feministas desde los años noventa están trabajando duramente para lograr la visibilización de la violencia ejercida contra las mujeres. Tal y como Deborah Rhode (1992) argumentó, el abuso de las mujeres no es más que el reflejo de los patrones de desigualdad existente en las relaciones de poder y en las normas sociales y, en otras preocupaciones a nivel de desigualdad de género, que se extienden más allá de las relaciones familiares y sexuales. Un punto de inflexión en nuestro país fue con el asesinato en 1997 de Ana Orantes por su ex-marido, por la gran alarma social que generó su difusión mediática, que propició la visibilización de este gravísimo problema. La difusión de noticias sobre la violencia de género, incluyendo el femicidio, ha constituido para el movimiento feminista, un instrumento político importante para colocar este grave problema de la violencia contra las mujeres en la agenda política y así exigir y reivindicar más políticas sociales de apoyo a las mujeres víctimas como ciudadanas con plenos derechos. Como respuesta institucional a esta alarmante realidad, en diciembre de 2004 se aprueba la primera Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género en España (BOE 313, 29 de diciembre de 2004). Finalmente, la tercera reflexión que es necesario plantear, gira en torno al papel de los medios de comunicación y su relación con el “efecto de mimetismo/imitación” (copycat effect), anteriormente ya relacionado con los casos de suicidio. En relación al

femicidio, una investigación reciente en nuestro país muestra un pequeño aumento del número de femicidios después de la exposición de una noticia de violencia de género en los medios de comunicación (Vives-Cases, Torrubiano-Domínguez & Álvarez-Dardet, 2009). Siguiendo esta misma línea, otros estudios manifiestan que la violencia, en general, al ser abordada en los medios de comunicación puede tener consecuencias negativas para los niños/as y jóvenes, y también se comprobó que estas consecuencias negativas se puedes extender a las mujeres (Reid & Gillian, 1995). Sin embargo, otros estudios han demostrado que la relación entre las conductas violentas y los medios de comunicación no son directas (Linz, Wilson & Donnerstein, 1992), sin embargo, constituyen una fuente importante de información y formación sobre todo para los y las jóvenes sobre comportamientos, actitudes y sexualidad. A continuación, abordaremos específicamente el tratamiento de las noticias de mujeres víctimas de la violencia de género. Este tipo de noticias casi siempre aparecen en la sección de sucesos y son noticia si se produce una muerte, en caso contrario los periódicos, los informativos de televisión, de radio, etc., no se suelen hacer eco de las denuncias de las mujeres sobrevivientes a la violencia de género. Tampoco se suele hacer un seguimiento del suceso de la muerte de una mujer pasado el tiempo, en relación a la condena del agresor. Y lo realmente importante es dar a conocer a la sociedad que la agresión (física, psicológica y/o sexual) hacia la mujer conlleva un castigo y que el delito no queda impune. Sin embargo, siguen apareciendo titulares de prensa como: “Aprobada la suspensión de condena a 126 lucenses acusados de maltrato” (La Voz de Galicia, 14/09/2010). Si analizamos el lenguaje utilizado, la mayoría de las noticias que aparecen en prensa escrita siempre utilizan la expresión “violencia doméstica”, sin preocuparse de las limitaciones que presenta este concepto. En primer lugar se considera violencia doméstica a todo tipo de violencia ejercida por el cónyuge o pareja, así como sobre aquellos miembros de la familia que forman parte del mismo núcleo de convivencia. De modo que con este concepto se abarca no solo la violencia que sufren las mujeres dentro del ámbito familiar sino también la que pueden sufrir los propios hombres, los/as hijos/as, los/as ancianos/as y discapacitados/as que forman parte de la familia y quedaría excluida la cometida por parejas con las que no se conviva. En segundo lugar el término violencia doméstica enmarca el ejercicio de la violencia al hábitat familiar, y aunque es cierto que este es el ámbito en el que más frecuentemente se comete la violencia contra las mujeres no es el único. Las mujeres también pueden sufrir violencia en el ámbito extra-familiar. Cuando hacen referencia a la mujer, suelen hacer alusión a ella en las noticias como “víctima”, como “caso” o “persona”. Esta forma de expresión lleva implícito un ocultamiento de la figura de la mujer y también de la problemática “real” que las mujeres tenemos en relación a la violencia de género en nuestra sociedad actual, en la que existen leyes para protegernos como la Ley integral contra la violencia de género (2004) pero que no están funcionando, porque las cifras de femicidios siguen siendo escalofriantes. Algunos ejemplos de titulares de prensa escrita serían: “Primera víctima

de Violencia doméstica en Galicia en un año” (La Voz de Galicia, 05/02/2007); “Nuevo caso de violencia doméstica en Jaen” (La Voz de Galicia, 22/03/2011). Por otro lado, cuando se describe a la mujer es importante tener cuidado con adjetivos como “era joven y guapa”, “salía con sus amigas”, “ya tenía una nueva pareja”, ya que son datos innecesarios que lo que hacen es restarle credibilidad a la mujer y se desviar el foco de atención de la noticia, de que una mujer fue agredida o asesinada por su pareja o expareja. En relación a la figura del agresor, muchas veces se percibe en la noticia, un cierto proteccionismo de la figura masculina, ya que en muchos casos se alude como su pareja o expareja y no se utiliza tajantemente el concepto “agresor”. Algunos ejemplos serían: “el ex–marido de la mujer muerta en Almería intenta suicidarse” (La Voz de Galicia, 30/08/2006). Otro elemento a tener en cuenta en la redacción de las noticias, es que a veces se utilizan adjetivos para definir el agresor como “celoso”, “bebedor”, “mayor”, “enfermo” que puede llevar a la opinión pública a la exculpación o incluso a la comprensión del maltratador. Un ejemplo es el extracto sacado de una noticia en el que se hacía referencia al agresor: “el presunto autor de los hechos, que padecía algún trastorno mental sin diagnosticar, ya la había amenazado…” (La Región, 17/08/2011). Ante un argumento de este calibre, nos cuestionamos si la persona que redactó la noticia era un especialista en el campo de la salud mental para determinar que el agresor padecía algún tipo de trastorno mental. Este tipo de argumentaciones lleva implícito una justificación del femicidio, es decir, el agresor lo hizo porque era un enfermo mental. La última polémica está relacionada con la propuesta presentada por Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad en relación con el tratamiento informativo de los crímenes de violencia de género en televisión, que pretenden que este tipo de noticias se aborden en menos de treinta segundos y que nunca aparezcan en los titulares, ni en los sumarios de los programas. Esta medida indignó a muchas asociaciones de mujeres que consideran que esta medida va a conllevar el “efecto de ocultación” de la realidad de la violencia contra las mujeres. Sin embargo, las razones a las que alude el Ministerio es evitar el “efecto imitación”, anteriormente tratado, es decir, evitar la concentración de asesinatos que se producen los días siguientes a un crimen de violencia de género anunciado en las noticias. Conclusión Final De modo que, como hemos visto a lo largo de este capítulo, los estereotipos de género nutren claramente los significados otorgados a lo que significa ser “hombre” o ser “mujer”. Así, se encasillan a las personas, en base a rígidos estereotipos que parecen inamovibles y construyen sistemas de creencias sobre lo que significa la masculinidadfeminidad (rasgos psíquicos y físicos), sobre los que se articulan también el tipo de actividades o papeles y distribución de ocupaciones que son adecuadas para cada sexo (Pastor, 2000).

Por su parte, los medios de comunicación como agentes de solicialización, ejercen una fuerte influencia en la sociedad (en hombres y en mujeres) y sobre todo en sectores más vulnerables como son los y las más jóvenes, de manera que siguen perpetuando en sus imágenes y discursos visiones estereotipadas de mujeres y hombres, asignándoles sus roles tradicionales y haciendo imperar un canon de belleza joven, delgado y esbelto, de mujer “objetivo” y no el legítimo espacio que le corresponde como sujeto, y se convierte en un obstáculo más para que la mujer alcance la igualdad de oportunidades en todos los ámbitos. Los medios de comunicación que son el cuarto poder, deberían redirigir sus esfuerzos a visibilizar a las mujeres, y específicamente a las mujeres víctimas de violencia de género, y ayudar a concienciar a la sociedad del grave problema de la violencia de género que nos afecta a todos y a todas y que para superarlo es necesario la implicación de todos los sectores de la sociedad. Referencias bibliográficas Aube, J., Norcliffe, H., & Koestner, R. (1995). Psysical characteristics and the multifactorial approach to gender characteristics. Social Behavior and Personality, 23, 69-82. Baca, V. (1993). Las representaciones de los hombres y las mujeres en la televisión. Tesis doctoral. Universidad Complutense de Madrid. Barberá, E. (2004). Perspectiva cognitiva-social: estereotipos & esquemas de género. En E. Barberá & I. Martínez, Psicología y Género (pp. 55-80). Madrid: Prentice Hall. Bem, S.L. (1974). The measurement of psychological androgyny. Journal of Consulting and Clinical Psychology, 42, 155-162. Blanchard, F., Suher, L., & Hertzog, C. (1994). A Confirmatory Factor Analysis of the Bem Sex Role Inventory: Old questions, New Answers. Sex Roles, 30, 423-457. Bourdieu, P. (1991) Language and Symbolic Power, Cambridge: Polity Press. Brook, B., Schindler Zimmerman, T. & Banning, J. (2006). A Feminist Analysis of Popular Music: Power Over, Objectification of, and Violence Against Women. Journal of Feminist Family Therapy, Vol. 18(4) 2006, 29-51. Calado, M. (2008). Influencia de los medios de comunicación en la imagen corporal y desórdenes alimentarios en estudiantes de secundaria. Tesis doctoral no publicada. Universidad de Vigo. Facultad de Ciencias de la Educación de Ourense. Castells, Manuel (2003) O Poder da Identidade– A Era da Informação: Economia, Sociedade e Cultura, Lisboa, Fundação Calouste Gulbenkian, s.d., II volume.

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