Esquirlas de tinieblas

July 4, 2017 | Autor: A. Constan-nava | Categoría: Fiction Writing, Narrative, Science Fiction, Fiction Novels And Short Stories, Suspense
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Descripción

Esquirlas de tinieblas Antonio Constán Nava

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Ia Edición, Noviembre 2009

© 2009, Antonio CONSTÁN NAVA ISBN-13:978-84-608-1966-0

Portada: Antonio Constán N ava © Maquetación: Antonio Constán Nava

A la memoria de mis abuelos.

Nunca los deseos habían sido tan reales, tan claros que parecían de carne y hueso...

Prólogo

Esquirlas de papel enmohecido, tinteros secos y desperdigados con sus cuellos sin tapón, abiertos, gritando al tiempo. Las plumas habían volado, arrastradas por el viento que entraba a través de unas ventanas apenas cubiertas por raídas cortinas, moribundas en rincones donde el polvo había acabado por enterrarlas y solo eran olisqueadas por los roedores que, de tanto en tanto, mancillaban la quietud del lugar. Los cuadros, enmarcados en suntuosos y aberrantes marcos barrocos de color dorado, colgaban inertes de paredes descorchadas por la humedad y sus figuras miraban sin ver a través de ojos apagados por la arena invisible que nunca deja de caer, sepultando los últimos recuerdos que agonizaban ahogados. Dos lámparas de retorcidas formas se descolgaban desde un techo escayolado que se perdía en las alturas y ninguna de las pocas velas que en ellas quedaban, estaban encendidas. Y las que algún día lo hicieron y se consumieron, dejaron su recuerdo derretido, añorando caer a un suelo que nunca alcanzaron, convertidas en delicadas lágrimas de cera. La oscuridad nunca era tal, pues una luz mortecina entraba siempre desde la calle, ya fuera de día o de noche, nunca variaba su intensidad. Incluso para la luz, penetrar en ese lugar era sucumbir al agónico lamento del eterno silencio. Un silencio nunca roto. Un silencio sepulcral custodiado por miles de libros imperecederos, por decenas

de gruesas estanterías labradas en rebuscados motivos. Un silencio custodiado por mí. Me encuentro sentado en un mullido sillón picado por desterradas polillas. No sé el tiempo que llevo aquí ni me importa. La soledad y su eterno amigo, el reloj, se han convertido en cómplices de mi vigilante mirada, en compañeros de pensamientos perdidos. En mi cuna. Hace tiempo que dejaron de dolerme los huesos por la posición. Muchísimo tiempo, sí. Ya no me incomoda estar sentado así. Con un dedo hurgo entre los innumerables agujeros que hay en la tela del brazo del sillón. Tal vez, la única polilla que exista ahora sea yo. Mi presencia desanimó a las demás, que huyeron para buscar otras telas en las que rehacer sus vidas. Esta tela, este sillón, me pertenece. Todo el lugar es mío. Y del viento que acaricia mi rostro con las cortinas. A veces miro hacia la ventana sin cerrar y observo el cambio de estaciones. Estaciones que se desdibujan en el ambiente y fluyen cambiantes, difuminándose entre ellas. El calor se esconde tras las primeras hojas lloradas por los árboles y éstas a su vez acaban sepultadas bajo miles y miles de copos que se evaporan a la llegada de ese polen que acaba fundiéndose con la llegada otra vez del inclemente sol. El sol. Ese enemigo eterno del que no quiero saber nada. Cuando me aburro de mirar por la ventana, cierro los ojos y me imagino lejos de allí. Tal vez, en otra sala con menos polvo. Aunque este silencioso inquilino tampoco me importa. Mis estornudos debidos a su sarcástica presencia murieron de mis labios cuando éstos aún reían.

2

Ahora me duele la cabeza. Mucho. Las migrañas me tienen cabeceado de lado, con la otra mano libre de hurgadas sosteniéndola y, de vez en cuando, mis dedos autómatas masajean mis sienes, intentando calmar su dolor. Sin mucho éxito. Horrible luz tenue. Ella es la causante de mi padecimiento. Con un gruñido intento espantarla, pero solo las sombras furtivas de las móviles cortinas se hacen eco de su movimiento. Se ríe de mí. Su risa entra en mi mente como mil agujas de hielo, quemándome las neuronas que aún tengo sujetas a la fina cordura, aterradas al observar debajo de ellas las llamas de la cruel locura. La dulce y cruel locura. No. Cierro los párpados. Espero la llegada de la noche. Sé que la luz no variará, pero el frescor que entre por la ventana calmará mis nervios y serenará la bombeada sangre que se agolpa mi nuca para acabar tamborileando en las sienes. Sí. Placer relajante. El sonido de mis recuerdos confunde mis sensaciones al tiempo que noto la invisible arena correr por mi piel. Dos horas. Tres. Cuatro. No sé las que permanezco aletargado, pero para cuando quiero abrir los ojos, el frescor ha invadido ya mi serenidad. La savia húmeda de mi saliva se desliza entre la comisura de mis labios, saboreando y degustando el dulce amargor del hambre, del deseo. Y, como si de un resorte automático se tratara, me impulsa hacia la nada, dejándome arrastrar por las canaleras del edificio. He abandonado mi sillón. Como cada noche, me deslizo entre las sombras, evitando el calor de la muchedumbre que aún deambula por las calles.

3

Las azoteas y los recodos de las esquinas me mantienen alejado de cualquier mirada curiosa. Subo y bajo por ellas, sigiloso como los gatos que se erizan y huyen al notar mi presencia. Está muy tranquila la noche. Demasiado. Y esta tranquilidad me recuerda mi hogar, mi lugar de descanso. Ahora, estará vacío. Tal vez, algún valiente ratón se habrá atrevido a perturbar la quietud de mi morada. Y eso lo respeto. Pocos son los que intentan entrar en ella estando yo y sin estar. Pocos, por no decir nadie. Estos pensamientos me acompañan todas las noches en mis salidas, hasta que siempre llego al mismo lugar: el parque. Allí, detrás de un muro lleno de pintadas, oculto totalmente por la oscura sombra de la noche, puedo oler la ciudad que queda cercana. Las luces de las casas y de los edificios tiritan inmóviles y el clamor de los vehículos me llega sordo, apagado y moribundo al perderse entre las moles de ladrillos y cemento. En el aire huelo los humos que de las chimeneas de las fábricas y de los coches sube a la atmósfera, contaminándola. Hasta que el olor que enturbia mi paladar inhibe todos mis sentidos, convirtiéndome en la bestia que soy. Tuerzo la cabeza y allí los veo, en un banco. Ella está más tierna, más anhelos. Y la sangre se adueña de mí, de mis instintos. Es hora de convertirme en tu deseo, mi vida. Es hora de cazar.

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