Especificidad de la moral cristiana

June 23, 2017 | Autor: J. Palomo del Rey | Categoría: Teologia, Moral fundamental, Fundamental Moral Theology
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Descripción

Jose Juan Palomo del Rey Moral Fundamental
Síntesis de la historia de la teología moral
El objetivo de esta síntesis es bosquejar la historia de la moral cristiana bajo el punto de vista de su tratamiento teológico, es decir, mostrar cuáles han sido las diversas fundamentaciones y estudios (o si ha habido moral sin fundamentación especulativa, que la ha habido) acerca de la moral cristiana desde la época apostólica hasta nuestros días. Esta historia, como todas, no está exenta de tensiones, de posiciones encontradas, de alejamientos y reencuentros con la fuente originaria, que es Dios en la persona de Jesús, fundamento fundante y meta normativa de toda moral cristiana, que se traduce en las exigencias morales concretas de la fe amante en Él.
Tras la muerte y resurrección de Jesús, el cristianismo comienza su caminar. La tradición apostólica predica el kerigma, es decir, la muerte y resurrección de Jesús, con el fin de llenar el mundo de discípulos y consigna por escrito quién es Jesús y qué dijo. El hecho de ser discípulo exige una adhesión personal a Jesús, que debe materializarse en el comportamiento. El NT proclama unánime, y la realidad lo confirma, que no hay fe sin obras ni obras sin fe. Este obrar se fundamenta en la Ley nueva predicada por Jesús, cuyo centro es la caridad.
Lo anterior muestra la importancia que tenía el obrar en la época apostólica. Pero la moral en esa época no era una moral reflexionada, sino meramente vivida. Tras los apóstoles, llegaron los Padres de la Iglesia previos al siglo IV (excepto, quizá, Orígenes), en cuyos escritos sólo nos encontramos con exhortaciones a actuar correctamente por medio del amor desde el interior de la persona, consistiendo este actuar en la imitación de Cristo, y esto es un don de la gracia. No hay, por tanto, un tratado de qué sea la moral cristiana en sí misma, sino orientaciones concretas contenidas en sermones y homilías. Hay que esperar hasta Lactancio para encontrar un tratado que verse sobre la moral como objeto. Lactancio, partiendo de la filosofía de Cicerón, adapta sus conceptos de virtud, bien, prudencia, sabiduría, etc. a la doctrina cristiana.
La época patrística encuentra su particular siglo de oro en el s. IV. Varias circunstancias confluyen en este siglo, que serán determinantes para toda la historia de la Iglesia, y en particular, de la teología moral. En primer lugar, el cristianismo pasa a tener carta de ciudadanía en el Imperio gracias al edicto de Milán en el 313, que termina con la persecución a los cristianos, y con el edicto de Tesalónica en 380 que convertía al cristianismo en religión oficial del Imperio Romano. Tras siglos de persecución, que forzaban al cristiano a la radicalidad, el nuevo estado de libertad y el ascenso en la práctica al poder implicaron una tendencia a la relajación moral. En este siglo, y por esta relajación, florece el monacato, especialmente en Egipto, que sustituye al martirio como ideal de perfección cristiana y será un foco de atracción para aquellos que, en contraposición a los que viven en la ciudad, quieran alcanzar esa perfección. Además, en este siglo surgen las personalidades más poderosas de la patrística, tanto latina como griega.
La moral cristiana en esta época es una cristianización por medio de la Escritura y de la doctrina de la moral filosófica grecolatina, especialmente del estoicismo, cuyo ideal es la ataraxia, y del neoplatonismo, que nutre a ésta de un fuerte pensamiento especulativo y de ideas como la diferencia sustancial del cuerpo y alma. Grandes pensadores de esta época son los padres griegos, capadocios y antioquenos, donde destacan entre los primeros S. Basilio Magno y sobre todo S. Gregorio de Nisa , que fundamenta la moral en la realidad del hombre como imago Dei, consistiendo la vida moral, por tanto, en la realización progresiva de ésta. El gran padre antioqueno es San Juan Crisóstomo. Además de los griegos, encontramos a los Padres latinos S. Ambrosio y, por encima de todos, S. Agustín.
S. Agustín es, sin duda, una de las mayores y más influyentes figuras de la historia de la teología moral. Creó una teología moral sistemática y especulativa, sirviéndose del neoplatonismo y de la ética aristotélica, en la cual el centro es Cristo muerto y resucitado, al cual el cristiano, imagen y semejanza de Dios y por tanto de Jesús, debe de imitar por medio de la caridad, que en virtud de la gracia queda impresa en el corazón del hombre, de tal forma que libera la libertad en la medida en que esa caridad fluye hacia Dios y hacia los demás.
Antes de acabar con el siglo IV, es preciso remarcar el monacato en virtud de su papel determinante en la historia posterior de la teología moral. Como se ha dicho, el monacato representaba el ideal de perfección cristiana y éste se condensaba en la regla comunitaria, escrito que contenía los preceptos que había que cumplir para alcanzarla, esto es, que el perfecto es aquel que cumple perfectamente la regla, lo cual generó una división entre los cristianos "regulares" y "no regulares", que tenían, por tanto, que vivir cristianamente con menos exigencias. Esta vivencia de la ley como perfección cristiana introdujo el legalismo en la historia de la moral, que en última instancia descentra del amor como tal, y que va a tener una importancia capital en toda la historia de la moral cristiana, como vamos a ver a continuación.
En los siglos V y VI nos encontramos con que los autores siguen a los grandes autores del s. IV, pero con mayor sencillez. Destaca S. Gregorio Magno y S. Benito, padre del monacato occidental. Con ellos concluye la época patrística, cuya teología se puede resumir en una teología de la caridad como perfección cristiana que se apoya en las Escrituras y en el uso de la filosofía griega "bautizada".
Tras la época patrística, sobreviene una época oscura, sin el esplendor intelectual del pasado, al cual se aferra sin aportar nada original. Esta época, larga, dura del s. VII al s. XII. En el terreno moral, surge un fenómeno extremadamente importante: la penitencia privada. Ésta consistía en que a cada pecado le correspondía una pena concreta, es decir, una tarifa en función del pecado y de la condición e intención del pecador. Esta tarifa no se escogía en función de un criterio, sino que era en el fondo arbitraria. Esta concepción de la penitencia no tenía un soporte especulativo de fundamentación moral (no hay doctrina moral propiamente), sino que elaboraba listas diversas de pecados y sus penitencias correspondientes (según quien las confeccionaba). Esto implicaba un casuismo que alejaba de la vista el fundamento de la moral y atomizaba la práctica de la caridad en meros actos.
En el s. XII acontece una gran actividad intelectual, tanto en los monasterios como en las incipientes universidades: las escuelas catedralicias. La primera se caracteriza por la reflexión acerca de la perfección práctica de los monasterios de una forma eminentemente espiritual, en la cual se integra la moral especulativa. Su fuente fundamental es la Biblia interpretada por los Padres. Destacan en esta moral monástica varias corrientes: en el siglo XI, a la luz de Cluny, el monasticismo busca la fuga mundi y la reforma, persiguiendo el amor a la virtud, sin desdeñar el uso de la razón, como San Anselmo, el cual en alguna de sus obras trata el problema, por ejemplo, de la obligación moral; otra corriente es la escuela alemana, que centra su atención en la historia de la salvación, especialmente en Cristo, lo cual genera una moral muy volcada en la vida cotidiana; y la corriente cisterciense, donde destaca San Bernardo, cuyo centro es la imitación de Cristo por parte del hombre, que desfigurado por el pecado, debe retorna mediante la humildad y el amor, verdadero centro de la moral, en la cual la conciencia se orienta a ese regreso. En la moral monástica también se perciben influencias de los autores paganos que se estudian en las escuelas, la otra corriente del siglo XII. Esta, que se enmarca dentro del ámbito secular (escuelas urbanas), pretende recuperar el estudio de las artes liberales, cuyo fin es alcanzar una síntesis cristiana de la enseñanza moral de los filósofos grecolatinos. Para ello reunían textos de estos autores en florilegios, mera clasificación de textos temáticamente, que con el tiempo pasaron a tratados de elaboración personal, cuyo centro es la idea de bien y de virtud. Mención especial merece Pedro Abelardo, defensor de la moral dialéctica, que trata los problemas desde el razonamiento. Destacan en él cuatro características: la negación de la especificidad dela moral cristiana, una incipiente autonomía de la moral, el desplazamiento del centro de la moral de las virtudes teologales a las cardinales (que no son don de la gracia) y la importancia de la intención y de la responsabilidad personal, frente a la mera materialidad en el terreno moral.
En la segunda mitad de este siglo ocurre un fenómeno de una gran importancia en la historia de la moral: la aparición de las Sumas y de los tratados teológicos, que tratan especulativa y sistemáticamente la moral. Entre ellas destaca las Sentencias de Pedro Lombardo, libro de texto en las universidades católicas hasta el s. XVI, en el cual están ligadas la moral y el dogma y brilla el carácter positivo de su tratamiento de la moral, cuyo centro es la caridad y la dignidad del hombre como imagen de Dios. En este período Alano de Lille forja el término de theologia moralis por primera vez.
Este desarrollo sistemático de la teología alcanza su cumbre en el siglo XIII, en la cual destacan tres acontecimientos muy importantes, así como la aparición de grandes figuras como Santo Tomás de Aquino. Estos tres acontecimientos son: la fundación de las universidades, la fundación de las órdenes mendicantes y el descubrimiento de los textos de Aristóteles, cuya filosofía va a ser el instrumento filosófico de la teología moral hasta el Concilio Vaticano II.
Es preciso hacer breve mención a la ética aristotélica. Ésta es una ética de virtudes, es decir, de disposiciones estables y buenas de la voluntad que corresponden a la esencia, en definitiva, de la persona: la persona virtuosa es "verdaderamente" persona, verdad y bien se identifican. Es comprensible que el centrarse en las virtudes ponga en cierto segundo plano la primacía del don de Dios cuya respuesta debe ser la caridad para dirigir la mirada a la materialización de esa caridad por medio de las virtudes y por tanto de los actos.
La moral, siguiendo el desarrollo anterior, se mueve en dos polos: uno especulativo y otro más práctico, que da origen a las Sumas para confesores, donde destaca la introducción de elementos jurídicos, lo cual introduce una visión casuística de la moral. En la moral especulativa podemos encontrar varias corrientes, como el voluntarismo, defendido principalmente por los franciscanos (primacía de la voluntad sobre el intelecto) y el intelectualismo, defendido por los dominicos (primacía del intelecto sobre la voluntad). Entre los segundos hallamos a Santo Tomás, que defiende que la teología moral, como estudio especulativo del movimiento de la criatura racional, trata de los actos realizados con conocimiento y libertad, en los cuales destaca el primer aspecto, que es anterior como principio y cronológicamente al acto moral.
La importancia del s. XIV se encuentra en que brota el germen de la futura Reforma y consecuente Contrarreforma, que sostendrá la reflexión moral hasta el Concilio Vaticano II. En éste encontramos a Guillermo de Ockham, que partiendo de la concepción de la omnipotencia de Dios como libertad sin límites, no sujeta por las restricciones que deduce la razón, llega a la conclusión de la contingencia del bien, ya que no existe un bien en sí, sino un bien que consiste en lo que Dios decide que es bueno. La razón en Dios se somete a la voluntad, y lo racional para el hombre se corresponde con lo que decide Dios. Por tanto, la moral consiste en la obediencia libre (fundamental el papel de la libertad para Ockham) a esa voluntad de Dios, que se traduce en ley. Destaca también en este siglo la profusión de Sumas para confesores, y la aparición de la primera Suma dedicada íntegramente a la moral, de San Antonino de Florencia.
El siglo XVI es de importancia central, porque en él se encuentra el Concilio de Trento, que sentará las bases de la moral posterior de la Iglesia hasta el Concilio Vaticano II. Antes de tratar este concilio, es preciso mencionar ciertas características del siglo XVI: la aparición del humanismo, que preconiza una ética de la caridad y la responsabilidad personal, el descubrimiento de América y sobre todo el renacimiento tomista y el protestantismo.
El renacimiento tomista parte del cambio de las Sentencias de Pedro Lombardo a la Suma teológica de Sto. Tomás como libro de texto en las universidades católicas. Se asumió la doctrina tomista, aunque a la larga se obviaron sus principios fundamentales. Dentro de esta corriente teológica destaca la Escuela de Salamanca, donde aparece el probabilismo con Bartolomé de Medina, y donde comienza una división entre la moral especulativa, que trata de los grandes principios (de la que se encargarán los dominicos), y de la moral práctica, que aplica esos principios a la vida cotidiana.
El protestantismo tiene como centro la cuestión del sola: sola scriptura y sola gratia. Para éste, el hombre no se puede salvar por sus obras, sino que sólo se justifica por la fe, y rechaza toda mediación entre hombre y Dios (y por tanto la Iglesia y el sacramento de la Penitencia), afirmando una radical autonomía moral del primero.
El Concilio de Trento, ante el protestantismo, defiende una moral que enfatiza la importancia de las mediaciones, y para ello promueve la fundación de seminarios, de tal manera que la función principal de los sacerdotes consistirá en impartir los sacramentos, especialmente el de la Penitencia. Para ello surgen unas nuevas Sumas para confesores, que siguen el patrón de la parte I-II de la Suma teológica eliminando toda la dimensión especulativa y toda dimensión relativa al fin último, que no sirve para el ejercicio de la confesión. De hecho, el tratado de las virtudes teologales queda reducido a un mero preámbulo, de tal manera que las desplaza del centro, en el que se colocan el cumplimiento de los diez mandamientos. La única dimensión especulativa era el estudio de la conciencia, que reunía a toda la moral en el juicio de la conciencia, cuyo discernimiento correspondía en última instancia a la institución de la Iglesia por medio del sacerdote.
La cuestión que se planteaba era cómo el cristiano de a pie optaba moralmente si carecía de formación. Para responder a esto, se formula en la escuela de Salamanca el probabilismo, que consiste en que entre dos opciones morales, una que era más probable que fuera correcta y otra meramente probable, era lícito escoger la segunda. El probabilismo degeneraría a principios del s. XVII en el laxismo, que suponía un relajamiento de la exigencia de la moral cristiana, al defender como criterio de correcta moralidad lo no improbable, es decir, la probabilidad de la probabilidad de una opción ética. Por debajo de esto late un casuismo extremo, que adopta la actitud que se tiene ante la ley civil, lo cual implica o bien una protección de la libertad frente a la ley, o cumplir con el mínimo "legal".
Como reacción frente al laxismo, aparece el jansenismo y el rigorismo. El jansenismo, que parte de una concepción antropológica pesimista en la cual se afirma que el hombre sólo hace el bien por gracia, ya que está corrompido radicalmente por el pecado original, defiende un rigorismo moral anticasuístico que exige un alto ideal de perfección, que consiste en la obediencia a la ley en la cual se manifiesta la voluntad de Dios, y el rechazo de todo lo terreno, que debe estar orientado a Dios. El rigorismo, frente al probabilismo, que sustenta la prudencia de una acción moral en el hecho de que sea probable, adopta el probabiliorismo, que defiende que hay que escoger siempre la opción más probable. Esta fue la doctrina oficial de los seminarios durante el siglo XVIII.
En este siglo aparece la figura de San Alfonso Mª de Ligorio, que compendia toda la moral previa, el cual coloca en el centro de la moral no los actos sino la misericordia de Dios, y frente al rigorismo antepone el estudio de las circunstancias de la acción sobre la mera materialidad moral del legalismo.
En el siglo XIX encontramos tres corrientes destacadas: la manualística, la escuela de Tubinga (junto a otros alemanes) y la renovación tomista. Respecto a la primera, destaca el papel central que ocupó la moral alfonsina dentro de la Iglesia (S. Alfonso fue proclamado doctor de la Iglesia en 1871) y en la confección de nuevos manuales de teología moral. La segunda se enmarca en proceso que comienza en la segunda mitad del s. XVIII en Alemania y que coge cuerpo en la primera mitad del siglo XIX, con autores como Sailer, que desarrolló una concepción dinámica de la moral donde el centro es la caridad, y por tanto es una moral de respuesta a la gracia de Dios, es decir, de conversión. En esta línea la escuela de Tubinga se interesó por la historia y el dogma, y elaboró una síntesis global de la vida cristiana teniendo en cuenta a la persona en su totalidad. Los miembros de esta escuela se ocuparon de los grandes principios, distintos según el autor, como la normatividad del cuerpo místico de Cristo, el amor, el mismo Cristo, etc. En definitiva, la escuela de Tubinga organizaba su moral en torno a un principio dogmático "animador" nuclear, pero no era capaz de llevar esa moral al terreno práctico. La tercera corriente fue la renovación tomista, en la cual se dan aproximaciones a la obra de Tomás de Aquino desde la psicología, por ejemplo.
En el siglo XX, de 1900 a 1930, destacan las polémicas en Alemania respecto al casuismo. También es notable el hecho de las diversas reediciones de los manuales alfonsinos, algunos de los cuales desplaza el esquema de los diez mandamientos por el de las virtudes, en los cuales se intenta una visión más personal de la moral, aunque siga dominando el casuismo. Surge también en estas tres décadas en el campo de la moral fundamental, que realza el aspecto positivo de la vida cristiana y el acercamiento a la espiritualidad, junto con una profusión de estudios de historia de la moral. De 1930 a 1960 el papel protagonista lo tiene la interdisciplinariedad con, entre otros, el movimiento litúrgico (que defiende que la liturgia debe tener una influencia en la vida), con el movimiento bíblico (destaca el valor vital de la Biblia, que debe conducir a una vida cristiana más rica) o con la teología kerigmática, que enfoca la vida cotidiana. En la manualística se busca una teología moral positiva con el fin de que el cristiano sea fiel al compromiso de su bautismo. Otra corriente, representada por Thils, siendo sensible al fenómeno de la laicización busca el fundamento del obrar cristiano como compromiso con el mundo. También se desarrolla el existencialismo cristiano, con Marcel, y el personalismo.
En la década de los 60 nos encontramos con el Vaticano II, que aun hablando poco de moral dio orientaciones metodológicas y redactó dos ensayos de moral. La moral debe de estar centrada en el misterio de Cristo y en la historia de la salvación, partiendo de una base bíblica, que debe dar cuenta de la realidad del hombre como ser llamado a ser partícipe de la naturaleza divina mediante la unión con Cristo. El centro, por tanto, de la moral debe ser la caridad, fuente de la obligación de dar frutos de salvación. Esta teología moral "biblificada" debe estar complementada por la filosofía moral. Respecto al tema de la dignidad, se sitúa en el ámbito de la conciencia, no sólo en el estrictamente ontológico de la imago Dei. Por último, es preciso hacer mención a los ensayos de teología moral de LG, sobre una moral de caridad integral, y de GS, donde se supera el individualismo con el objetivo de proponer unos principios fundamentales de una moral social mundial.
Tras el Vaticano II se dan diversas corrientes que pretenden cumplir el objetivo marcado por éste, como la interdisciplinariedad moral-exégesis, que aún no ha dado los frutos esperados, como el debate acerca de lo específico de la moral cristiana, o las tensiones entre los defensores de la autonomía y de la teonomía, o la disputa opción fundamental-elecciones fundamentales.
Como conclusión, tras recorrer la historia turbulenta de la teología moral, podemos contemplar cómo las diferentes conceptuaciones de la moral cristiana no han dejado de influir en la práctica de esta, alejando o acercando a la fuente de agua viva que es Jesús. De ahí la importancia de una reflexión moral que parta de la Escritura y considerando al hombre tal como es en su realidad concreta, le conduzca hacia la meta de la moral, que es la unión de amor con Dios y con todos los hombres.


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