Españolitud: la subjetividad de la memoria frágil en la España reciente

October 5, 2017 | Autor: J. Izquierdo Martín | Categoría: Political Culture, Spanish History
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Descripción

"Españolitud: la subjetividad de la memoria frágil en la España reciente"

Jesús Izquierdo Martín
(Universidad Autónoma de Madrid, España)
Patricia Arroyo Calderón
(The Ohio State University, EE.UU.)


Lo que fue no lo sabemos, a pesar de los documentos,
que ni están todos los que fueron ni dicen tampoco toda la
verdad (...) me duele –no España como a don Miguel- sino el
miedo en el que la mayoría vive inmersa sin darse cuenta o
sabiéndolo. ¿Miedo a qué? ¿A la policía? Sólo en ínfima
parte. Miedo a no saber lo que son. Pavor del anónimo y ese
orgullo que les sale por todos los poros. Quedan las
piedras, los paisajes, los cuadros, la poesía –y el comer,
más que el beber, a más no poder-; y una minoría para
contraste y unos viejos que recuerdan su juventud sin que
pueda saberse si se engañan o no (Aub 1969: 399).

Creo que es al revés: que estamos todos "encantados",
sometidos a un encantamiento. Deambulamos (…) en un inmenso
centro comercial (…) movidos por tripismos, por
condicionamientos impuestos; pero aquí, y como siempre, la
verdadera vida está ausente (Haro Ibars 1979d: 58)



Casi medio siglo después…

En 1969 el régimen franquista permitió el retorno a España al escritor Max
Aub. Durante los dos escasos meses en los que permaneció en la península,
el director de la compañía teatral El Búho se entrevistó con numerosas
personas con el fin de intercambiar impresiones sobre la España de aquellos
años hasta llegar a una triste conclusión expresada de formas muy diversas
a lo largo de su libro La gallina ciega: el gran logro del régimen
autoritario salido de la Guerra Civil había sido la construcción de una
sociedad donde la mayoría de la generación nacida durante o justo después
del conflicto había quedado atrapada en la condescendencia hacia la
dictadura, donde la mayoría no pronunciaba "ni una palabra contra el
régimen, ni una a favor", donde no callaban "por callar sino porque no
ten[ían] nada que decir". Y concluía, con su habitual sorna, con la
impresión de que aquella generación de los que serían padres de la
Transición habitaba el mundo creyéndose "libres porque pod[ían] escoger, el
domingo, entre ir a los toros o al fútbol" (Aub 1969: 86).
Desde el conocimiento de los hechos que nos da haber sobrevivido a Max
Aub es posible matizar la dura interpretación realizada por el escritor
valenciano, e incluso abrigar la idea de que su juicio, como el de otros
tantos exiliados españoles, tiene algo de la justificación de quien tuvo el
dudoso privilegio de padecer el franquismo más allá de los Pirineos. Con
todo, sus reflexiones sobre el régimen de memoria que privilegiaba la
evocación de la modernización económica frente al recuerdo incómodo que iba
a contracorriente de la épica del progreso, no sólo son pertinentes para la
reflexión historiográfica, sino que parecen disfrutar de una actualidad que
ni siquiera la propia dictadura habría imaginado; una dictadura que en la
década de los años 60 ya había afianzado su legitimidad no tanto en la
victoria incondicional sobre la Segunda República, sino ante todo en el
discurso de la eficiencia económica. Como se encargaría de denunciar
Eduardo Haro Ibars, uno de los escritores "malditos" de la Transición, diez
años después de la visita de Max Aub el relato épico de la modernización no
sólo seguía gobernando la vida de los españoles, sino que tras la muerte
del dictador se estaba actualizando con otras narraciones heroicas sobre
nuestra capacidad para modernizar también las instituciones políticas en
una ejemplar transición hacia una democracia que nos colocaba a la altura
de los países más avanzados de la tradición occidental.
En suma, transcurridas algunas décadas desde que el escritor
valenciano recorriese con sorpresa esa España convertida en "un
conglomerado de seres que no saben para qué viven ni lo que quieren, como
no sea vivir bien" (Aub 1969: 76) o desde que el articulista madrileño
argumentara que los "polluelos sordos" de la transición nos estaban
"haciendo[…] creer que nuestro voto es importante, y que las urnas son los
objetos más serios del mundo; qué podemos decir de nuestro futuro, cuando
el futuro es algo que sigue estando en manos de los serios oficiales, que
se lo reparten como quieren" (Haro Ibars 1979c: 46), la historia reciente
de España como narración épica del progreso social y político parece
erigirse en memoria hegemónica, resistente incluso al potencial descrédito
del vendaval producido por la presente crisis económica.
En este texto pretendemos aplicar algunos de los aportes teóricos y
conceptuales de los estudios postcoloniales al estudio del pasado reciente
de España y a la forma en la que éste ha sido construido por la
historiografía dominante. En concreto, nos interesa explorar el potencial
hermenéutico de algunas de las categorías acuñadas por los teóricos
postcoloniales, como la de "discurso colonial", la atención a la
conformación de subjetividades subalternas o "patológicas" y la exploración
del "tercer espacio" o in-betweenness como el lugar de la producción de
subjetividades híbridas, un tipo de subjetividad que irrumpe e interrumpe
la lógica homogeneizadora de los discursos coloniales[1]. Somos conscientes
de que el empleo de herramientas conceptuales originadas con la voluntad de
desentrañar cuáles fueron los procesos socio-históricos y discursivos que
desembocaron en las formas de explotación material y dominación subjetiva
de las poblaciones colonizadas, y su traslado al estudio de las formas de
articulación de la memoria y las identidades sociales en una sociedad con
una amplia historia de colonialismo a sus espaldas puede resultar
paradójico, discutible y polémico. No obstante, consideramos que la
productividad de este enfoque radica en su particular sensibilidad para
atender a las formas complejas en las que se entretejen los regímenes
discursivos con vocación totalizadora con los espacios de conformación de
las subjetividades y con la inscripción de las mismas en el marco de
identidades colectivas en contextos que siguen estando regidas por
relaciones de poder y de acceso a la "verdad" profundamente desiguales. De
esta manera, consideramos que los procesos de subalternización, borradura
y, en última instancia, colonización de las subjetividades que no encajaban
―y, por tanto, implícitamente cuestionaban― en el relato triunfante y
teleológico de la modernidad constituyen un fenómeno reconocible en la
historia reciente de España. En este sentido, para los autores de este
artículo, conceptos como los de "discurso colonial", "españolitud"[2] o
"memorias díscolas" pueden ser una plataforma epistemológica ―pero también
política― desde la que reflexionar sobre la naturaleza inevitablemente
posicionada, intersubjetiva, construida y móvil de las identidades, y por
tanto pueden convertirse en una herramienta útil para la construcción de
"espacios fronterizos" en los que se gestan las identidades plurales.


Por tanto, el objetivo de este ensayo es rastrear algunos de los
orígenes históricos de este relato, de pretensión colonial por cuanto ha
contribuido a relegar en el recuerdo, cuando no a silenciar, las memorias y
las subjetividades de quienes también fuimos antaño: un país de derrotados
en una guerra; un país de campesinos condenados a un éxodo rural sin
parangón en Europa occidental; un país de exiliados y emigrantes que
alimentaron el desarrollo intelectual y productivo de terceros; un país, en
fin, donde la memoria hegemónica ha producido grupos e individuos
ensimismados y "encantados" con el decurso y el discurso de la modernidad.
Este texto, por consiguiente, también aborda el proceso de construcción de
esa identidad "desconocedora" que a finales de la década de los sesenta
sorprendía a Max Aub, intentando al mismo tiempo no caer en un enfoque
romántico que pretenda encontrar una memoria y unas subjetividades
originarias, prístinas, anteriores a la colonización de las mismas por
parte de las formas hegemónicas de recordar. A tal fin, tomaremos distancia
con respecto a la gran epopeya elaborada por los hijos de la guerra y los
padres de la Transición, con el objeto de denunciar la epistemología que
alimenta su poder colonizador. Desde una posición descentrada afín a las
perspectivas postcoloniales, reflexionaremos sobre las subjetividades a las
ha dado lugar ese sistema de poder-conocimiento en el campo
historiográfico; subjetividades que oscilan entre dos polos: la encarnada
por el ciudadano épico ―persuadido en distintos grados por la historia
mítica―, y la que se sustancia en el ciudadano romántico, encantado con la
posibilidad de identificarse con un pasado supuestamente "precolonial" sin
intuir que dicha aproximación no puede estar sino contaminada después de
cinco décadas de vigencia de un relato histórico hegemónico instituido como
verdad.
Por último, trataremos de explorar cuáles son las posibilidades de
articulación y las condiciones de gestación de un tercer tipo de
subjetividades, que denominaremos "intermedias" o "híbridas"; un tipo de
subjetividades que exceden el espacio binario y excluyente en el que se han
articulado históricamente tanto aquéllas que abrazaron el relato
colonizador de la modernidad como aquéllas "nativistas" que descansan sobre
una concepción mitificada de la memoria. Estas subjetividades intermedias
―análogas al tipo de subjetividades articuladas en contextos postcoloniales
y de diáspora[3]― serían un ejemplo de cómo la imposición de los discursos
colonizadores siempre dispara la existencia de un espacio donde las
subjetividades pueden reinscribir las memorias díscolas, que se resisten a
ser completamente asimiladas —pero que tampoco se encuentran ya en un
estadio prístino o precolonial—. Incentivar la aparición de estas memorias
díscolas implica construir ágoras cívicas donde los ciudadanos puedan
desaprisionar el recuerdo de la represión subjetiva sin sucumbir a la
evocación dolorosa o a la memoria ensimismada, compartiendo con los demás
un conocimiento útil para la vida.

Pasado de una épica colonial

El desarrollo económico, por necesitar de la
paz, de la continuidad y del orden interno, es una
consecuencia directa del desarrollo político. Sin
nuestro Movimiento político no hubiera podido
alcanzarse la base de la que hoy partimos; de medios
superiores disponía la nación en las etapas
anteriores y, sin embargo, no pudo acometerlo; pero a
su vez el desarrollo económico valora, prestigia y
afirma el movimiento político e impulsa su evolución
y perfeccionamiento (Franco 1964: 391).


La memoria no es un receptáculo de recuerdos, sino más bien una trama de
experiencias cuyo sentido se reteje una y otra vez a lo largo de nuestras
vidas. Desde esa condición de sujetos imperfectos que nunca se completan,
damos un sentido siempre abierto a tales experiencias a través de actos de
interpretación que se suceden sin llegar nunca a cerrarse. Sin embargo, el
régimen de verdad de la dictadura trató desde sus inicios de generar una
interpretación única sobre la realidad pasada para legitimar su presente.
Primero, fundándose en la conmemoración recurrente de su aplastante
victoria sobre fuerzas destructoras de una supuesta esencia patria para,
más adelante, legitimarse en la evocación constante de la eficiencia
económica del desarrollismo.
El proceso de modernización comenzó su andadura a partir del cambio
gubernamental de 1957 cuando, pese a las reticencias del dictador, se hizo
dominante la presencia en las instituciones estatales de tecnócratas
procedentes del Opus Dei, cuyos objetivos eran la racionalización de las
estructuras administrativas y la apertura de la economía española[4]. El
hito fundacional del relato modernizador del franquismo fue la aprobación
en 1959 del Plan de Estabilización y Liberalización, siendo sus nutrientes
narrativos los incontestables cambios socioeconómicos que España
experimentó a lo largo de la década de 1960. En efecto, en el decenio que
se cerraba justo cuando Max Aub visitaba el país, la sociedad española
había experimentado una transformación profunda, ayudada no sólo por una
política económica aperturista sino también por la masiva inversión
extranjera ―especialmente estadounidense―, el turismo de masas y las
remesas de los emigrantes. Con un crecimiento anual algo superior al 7%,
España dejó de ser un país eminentemente agrario para consolidar una
estructura económica dominada por los sectores secundario y terciario[5].
El paro había disminuido hasta el 2%, el crecimiento demográfico no tenía
parangón en la historia del país y se expandía de manera sostenida la trama
urbana. Y lo que resulta más importante para el tema que nos ocupa: se fue
consolidando una clase industrial cualificada al mismo tiempo que se
afianzaba una amplia clase media diversificada internamente, principal
beneficiaria del aumento de las elevadas tasas educativas y del surgimiento
de una universidad de masas en la segunda mitad de aquella década.
A la llegada del Max Aub a España, por tanto, el franquismo ya se
encontraba ya en situación de anteponer un discurso articulado a partir de
un desarrollo supuestamente imparable promovido gracias a un régimen que
garantizaba la paz y el orden interno, desplazando a un segundo plano el
recuerdo de la victoria que, paradójicamente, nunca dejaría de estar
presente entre algunos de los responsables de la "legitimidad de
ejercicio". Como Carrero Blanco, quien en 1970 recordaba a los españoles
que "[e]l tópico de que ya no hay que hablar de la guerra es una
manifestación más del opio que se quiere dar a la generación que no la
conoció" (Tusell 1993: 370). Cuestión distinta es que este relato basado en
el éxito de las realizaciones económicas tuviera el efecto plenamente
desmovilizador que Max Aub y otros exiliados ―como Fernando Claudín y Jorge
Semprún, acusados de derrotistas por sus propios camaradas comunistas y
expulsados por ello del partido― adjudicaron al desarrollismo franquista.
En este sentido, hay abundantes indicios de que la narrativa del progreso
autoritario no había permeado por completo la memoria de los nuevos grupos
sociales que el propio desarrollismo había generado ―la clase obrera
cualificada y las nuevas clases medias― hasta el punto de desembocar en una
completa "apatía de la satisfacción" (Moradiellos 2003).
Max Aub y el entorno que frecuentó en los frenéticos dos meses de 1969
no podían ser ajenos a la creciente movilización que durante aquella década
estaba protagonizando el nuevo movimiento obrero y estudiantil encarnado en
la generación de los hijos de la guerra. Desde sus incipientes acciones en
la huelga minera de Asturias en 1962, el movimiento fue creciendo hasta
alcanzar en 1970 la cifra de 1.595 conflictos, con medio millón de obreros
movilizados y 8 millones de horas de trabajo perdidas, una progresión que
en los dos últimos años de la vida del dictador llegaría a la sorprendente
cifra de 5.446 movilizaciones, 600.000 trabajadores en huelga y 14 millones
de horas laborales desechadas. Suponemos que el escritor valenciano tampoco
era ajeno a la progresiva politización del conflicto que se había producido
a lo largo del decenio, una tendencia que fue creciendo en la década
siguiente, alimentada por la oposición interna y, especialmente por el
Partido Comunista y por otros nuevos movimientos sociales como el
estudiantil y el vecinal (Pérez Quintana y Sánchez León 2008).
Desde esta perspectiva resulta pertinente matizar la crítica vertida
por Max Aub contra la pasividad de los españoles. Ahora bien, lo que
tampoco puede eludirse son los efectos que el relato franquista sobre la
modernización y el confort recién obtenidos tuvo no sólo sobre la sociedad
española en su conjunto sino también sobre la población movilizada. Pues a
la conflictividad de los 60 y 70 nunca le abandonó el sesgo pragmático con
el que se iniciaron una década antes las huelgas contra la dictadura, algo
que ya por entonces percibió el PCE tras el fracaso de sendas convocatorias
de dos movilizaciones de ámbito general y popular: la Jornada de
Reconciliación Nacional (1958) y la Huelga General Pacífica (1959). Si en
la llamada década "bisagra" (1950-1960), durante la cual se produjeron
tímidos cambios en la estructura socioeconómica, gran parte de aquellos
movimientos se originaron por el "hambre de salarios", en los quince
últimos años del franquismo la lucha por el reparto de los beneficios en un
momento de auge económico y dentro de una cultura del consumo hegemónica no
dejó de estar presente entre las motivaciones de los españoles movilizados,
mezclándose con el creciente proceso de politización promovido por la
acción conjunta de comunistas y católicos progresistas a través de
Comisiones Obreras en defensa de los derechos de huelga, manifestación y
libre asociación[6].
Puede ser, por tanto, que la "gallina" de Max Aub no estuviera tan
ciega como supuso quien acuñó tal apelativo para este país en 1969, pero su
autor no iba muy desencaminado a la hora de poner el acento en los efectos
desmovilizadores del relato desarrollista de pretensiones únicas, aunque
sólo sea porque en el año de la muerte de Franco, 1975, el 56% de los
españoles persistían en valorar más la estabilidad, el orden y la paz que
la libertad, la justicia y la democracia (Moradiellos 2003: 204). O si se
prefiere, aunque sólo sea por el hecho de que, sin la cultura de la
producción y el consumo creada por el segundo franquismo, la movilización
social que impulsó la transición política hacia la democracia no hubiera
alcanzado los elevados niveles que experimentó desde 1976, niveles
inesperados incluso para el sector más organizado de la oposición contra el
régimen, el PCE, que por entonces sólo contaba con la ridícula cifra de
15.000 afiliados. Y es que, paradójicamente, el pacto no escrito
establecido entre el régimen y la sociedad civil consumista creada por sus
políticas económicas ―según el cual el primero facilitaba la prosperidad a
cambio de que la segunda renunciara a la democracia― se vino abajo justo
cuando, en el contexto de la crisis económica tardofordista iniciada en
1973, el desarrollismo franquista mostró sus límites estructurales a través
de una inflación galopante que comenzó a dificultar el acceso al consumo
cotidiano de muchos españoles y rompió definitivamente la paz social que
Franco había enarbolado como bandera en su discurso conmemorativo de 1964
(Moradiellos 2003: 194).
Y entiéndase bien, con ello no pretendemos negar el sesgo político de
la impresionante oleada de movilizaciones de la Transición, una oleada que
fue crucial en la "presión desde abajo" que experimentó la disposición
reformista "desde arriba" del régimen. En todo caso, entre las 40.179
huelgas laborales de 1975, junto con las numerosas manifestaciones
estudiantiles y de los nuevos movimientos sociales cabían numerosas
motivaciones. Y cabe pensar que la moderación de la oposición durante el
proceso de cambio político no sólo se debió al miedo a traspasar ciertas
líneas rojas, como las de "no plantear responsabilidades, ni lanzarse a la
polémica Monarquía/República" (Morodo 1985: 145), sino también a la defensa
de la estructura económica que había generado la cultura del confort y que
sirvió de criadero para los valores encarnados en los hijos de la guerra,
la generación que pilotó desde 1976 la transformación política de España,
definiendo por el camino una ética y una estética para sus sucesores.
Relatos tan a contracorriente como los que escribiera el escritor
valenciano en 1969 serían una excepción durante la Transición, así como
durante las tres primeras décadas de democracia. No es de extrañar si
consideramos la escasa incidencia pública que han tendido los relatos de
los historiadores profesionales construidos en contra de la mayoritaria
interpretación de nuestra historia reciente, según la cual los orígenes
franquistas de la modernización democrática aparecen como prólogo de una
nueva épica en la que el peso de la balanza modernizadora, oscilando entre
dictadura y democracia, se inclinaba definitivamente hacia la segunda sin
dejar de reconocer los méritos logrados por la primera. Y todo ello a pesar
del elevado reconocimiento que los historiadores lograron durante la
Transición tras ganar la batalla heurística por desvelar la falsedad de
ciertos datos con los que el franquismo edificó su legitimidad primigenia,
y entre los cuales todavía son emblemáticos la supuesta conspiración
comunista que justificó el golpe de Estado de 1936 o el incendio
premeditado de Guernica por parte de gudaris vascos durante la Guerra Civil
(Izquierdo y Sánchez León 2006).
Considerada así, la Transición, además de un pacto político, también
constituyó un pacto por la memoria hegemónica en el que la mayoría de las
evocaciones discordaran con el discurso de la modernización quedaron
relegadas a un segundo plano. De esta forma, durante casi tres décadas,
hemos articulado un relato glorificador donde se unen modernidad económica
y modernidad política, una narrativa que ha terminado por calar hondamente
en nuestra memoria. Podemos percibir esto en el hecho de que muchos
españoles no tienen ninguna dificultad en legitimar simultáneamente el
franquismo y la democracia pues, a fin de cuentas, ambas etapas de nuestra
historia reciente son capítulos ineludibles de una única y definitiva
epopeya. Es triste que las élites políticas fueran jueces y partes en esta
reconstrucción del relato épico de tintes hegemónicos; pero todavía es más
desolador que algunos historiadores profesionales pretendan excluir a los
ciudadanos del proceso colectivo de construcción de un conocimiento
histórico no coincidente con la epopeya, aduciendo que sólo ellos disponen
del método científico con el que hallar la verdad definitiva del pasado.


"Españolitud" o la neurótica subjetividad de la negación


En lo único que indiscutiblemente han ganado los
españoles es en pedantería […] Es curioso darse
cuenta de que ha sido el actual régimen el que ha
llegado a este resultado ―triste por esta parte― de
la europeización, en este aspecto basado en la
ignorancia. No saben de aspectos políticos y nada del
pasado, pero están al tanto, al día, en discos,
grabaciones, cine, en el ocio... (Aub 1969: 390)



La generación protagonista de la modernización política tuvo necesariamente
que darse una biografía colectiva cargada de referentes con los que
construir no sólo su propia identidad sino también la del resto de los
españoles. En cierto sentido, el pacto transicional fue posible merced a la
elaboración de un relato en el que los reformistas del régimen no aparecían
como traidores a su identidad originaria y en el cual la oposición interior
no se presentaba como efecto de la modernización franquista a la que muchos
de sus miembros debían su posición social y su educación. La memoria
resultante fue una narración presentada como una gesta casi mitológica en
la que ambos grupos aparecían representados como los artífices de un
devenir ineludible del que habría surgido el proceso de modernización, un
proceso que generaba un nuevo sujeto "español", dejando definitivamente
atrás al español cainita, condenado al perpetuo conflicto fraternal que lo
incapacitaba para subirse al tren del progreso.
Éste no fue desde luego un acto conspirativo, basado en una estrategia
premeditada de autorrepresentación pública. Fue ante todo una acción
impulsada por la perentoria necesidad de dos grupos en principio
antagónicos de dotarse de una identidad común y procurarse una memoria
compartida sobre lo que había sucedido en España entre 1975 y 1978. De ahí
que la reforma pactada y gradual no generase una completa ruptura de fondo
con la memoria del régimen anterior. Es cierto que, dadas las condiciones
democráticas formales, ya no era posible articular un relato único que
interpretase cómo "los españoles" habían llegado a ser quienes eran, pero
sí era plausible desarrollar una identidad hegemónica en la que las
interpretaciones del pasado del franquismo reformista consiguieran tener un
buen acomodo. No obstante, durante la transición no fue posible la
conceptualización del año 1975 o de 1978 como una suerte de "año cero" a
partir de los cuales se habría articulado una nueva memoria democrática. Y
no sólo porque el recuerdo de la guerra civil condicionara todo el proceso
de cambio político, frenando las presiones de la movilización social o
creando una suerte de "ley de punto final" ―la Ley de Amnistía de 1977[7]―.
La representación del surgimiento de la democracia como "año cero" tampoco
fue posible porque la sombra modernizadora del franquismo no dejó de
proyectarse sobre la memoria y las formas de conducta de la sociedad
española; una sombra que con extrema virulencia denunciarían protagonistas
de la guerra como Max Aub a finales de la "gloriosa" década desarrollista,
o los hijos del conflicto de 1936, como Eduardo Haro Ibars, ya en plena
Transición.
Es innegable que la recuperación de las libertades durante el proceso
de cambio político abierto en 1976 permitió a muchos españoles hablar de un
pasado que había sido silenciado por la memoria única y épica del
franquismo: fueron numerosas las publicaciones ―como Interviú o Triunfo― y
las películas ―como la Escopeta Nacional― en las que se abordaron temas
como la represión o la corrupción del régimen (Juliá 2010). Pero no es
menos cierto que muchos españoles reprimieron y reprimen su memoria debido
al miedo nada residual impuesto por un régimen sangriento —un miedo que
contribuye a la articulación de subjetividades subalternas, y que no
siempre es reconocido por los historiadores profesionales—. Y sobre todo,
no es menos verdad que algunos españoles comenzaban a denunciar también en
dichos medios la "vampirización" de los movimientos sociales por parte de
los viejos y nuevos partidos políticos, la violencia que la propia
Transición política estaba desatando y, especialmente, la pretensión
colonizadora de la memoria modernizadora que había comenzado a tomar cuerpo
durante el segundo franquismo.
Por ejemplo, en su columna "Cultura a la contra", publicada
habitualmente en la revista Triunfo, Eduardo Haro Ibars no cejó en
denunciar a "los partidos de esta triste izquierda que nos invade [y que]
han descubierto el enorme mercado electoral que tienen en los jóvenes
mayores de dieciocho años […] Nos callan para defendernos..."; o a la
"turbia democracia que se nos quiere implantar". Con el mismo ahínco lanzó
sus críticas contra la "burguesía que basa toda su escala de valores
morales en lo privado, en lo secreto, en el disimulo"; contra el "cáncer
destructor de culturas viejas, de costumbres pacatas, de un moralismo
franquista que ahora se disfraza de socialista, pero que sigue siendo la
misma estrechez de miras, la misma pobreza de imaginación que caracterizaba
al anterior régimen y a sus ediles"; contra la "violencia estatal, caótica
y sin sentido. [Que a] veces se llama de izquierdas; otras de derechas";
"el deterioro cada vez mayor del paisaje urbano, lleno de manchones de
colores idénticos, repetidos hasta el asco"; o contra la "caja mentirosa"
en la que "nos mantenemos en calma, viviendo en el inmenso teleclub en el
que se ha convertido el mundo" (Haro Ibars 1979j: 58; 1977: 54; 1976: 77-
78; 1979h: 48; 1979g: 50; 1979e: 58; y 1979a: 48).
Lo más relevante es que ya por entonces Haro Ibars estaba poniendo el
dedo en la llaga al denunciar un proceso de largo alcance que la sociedad
civil española estaba experimentando desde mediados de la década de 1970:
la incrustación en el nuevo poder intelectual e institucional de la
generación procedente de las clases medias del desarrollismo, de esos
"chicos y chicas de treinta años para arriba, sesudos y sabios licenciados
en Ciencias Políticas y Sociología, hartos de saber inconsecuente e
inconsistente, que han descubierto en lo fútil de la modernidad un campo
extenso y rico para poner en práctica sus jueguecitos, para divertirse más
y mejor" (Haro Ibars 1979i: 58); una generación que además estaba
redefiniendo desde esas posiciones recién ganadas los usos y costumbres de
la sociedad desarrollista para que fueran emulados por sus propios hijos y
hermanos menores, por esos "travoltinos, tiernos y jóvenes, pero ya sin
ninguna gracia, que mañana serán oficinistas de provecho o empleados de
algún Ministerio", a los que "[s]ólo les interesa moverse al ritmo que les
toquen, comprar lo que les vendan y producir lo que les pidan […] máscaras
del vacío, uniformados como policías y, como ellos, desesperadamente
grises, [inventos de] los grandes almacenes y las casas de discos […] niños
[que] se parecen cada vez más a sus hermanos mayores" (Haro Ibars 1979b:
46).
En la elaboración de las furibundas interpretaciones sobre la
Transición de Eduardo Haro Ibars fueron clave los años de plomo de la
violencia estatal, del terrorismo de ETA y de la droga incontrolada, pero
sus "consideraciones intempestivas" sobre el hecho de que los "padres e
incluso […] hermanos mayores [estaban definiendo] lo que es bueno y malo,
lo bonito y lo feo" (Haro Ibars 1979f: 60), no son producto de ninguna
alucinación personal. Más bien hoy podemos decir que ilustran el agrio
descontento contra la recreación, desde la posición tutelar en la que se
erigió una gran parte de la generación de los hijos de la guerra, no sólo
de una ética y de una estética para todos los nuevos españoles, sino de una
memoria hegemónica naturalizada como única. Una memoria articulada a partir
de una concepción progresiva de la historia y que anteponía todo hecho o
experiencia pasada que fuera interpretada como sinónimo de modernización
ante otras memorias consideradas "díscolas". A éstas sólo cabía prestar
oídos sordos y calificar a quienes las encarnaban de "resentidos" o, por
utilizar un término más propio de la época, de "pasotas" o "paletos".
Los referentes con los que elaboramos nuestra identidad también se
tejen y retejen en nuestra memoria, de manera que la memoria crea o más
bien recrea una determinada antropología de nosotros mismos. Pretendemos
especular con la idea de que el relato de la modernización y el conjunto de
estereotipos que éste define se ha construido una suerte de subjetividad
que nos atrevemos a denominar "españolitud". El término se inspira en otro
de semejante factura onomástica ―"negritud"― acuñado en los años 50 por
Frantz Fanon[8]. En su conocida faceta de psiquiatra a la vez que crítico
anticolonialista, Fanon entendía que la subjetividad negra se configuraba
desde la infancia a partir de un proceso de identificación con los
referentes del discurso colonizador blanco, un discurso en el que los
negros —y, en términos generales, las poblaciones colonizadas— aparecían
representados como sujetos inferiores. El resultado de este modelo de
conformación de la conciencia del colonizado era, inevitablemente, la
génesis de una subjetividad patológica, internamente escindida y
torsionada, profundamente alienada. Pues bien, forzando el término
fanoniano, sugerimos que, entre nosotros, el discurso colonizador de la
modernidad creó un tipo de sujeto en un estado de esquizofrenia permanente,
un estado resultante de la identificación con un relato de la modernidad
que implica la borradura y la negación del valor de las experiencias y las
memorias consideradas premodernas. Así, son muchos los españoles que viven
su "españolitud" acosados por unos orígenes —campesinos, exiliados,
emigrados, derrotados y un largo etcétera— que ponen en tensión su comunión
subjetiva con los estereotipos ensalzados por el discurso colonizador de la
modernización. Es en este sentido donde resultan pertinentes las palabras
de Max Aub sobre el miedo de los españoles, un temor que a la altura de
1969 no procedía tanto de la represión sino del "[m]iedo a no saber lo que
son" (Aub 1969).
La patología de la "españolitud" oscila entre el "[p]avor del anónimo"
y el "orgullo que les sale por todos los poros" (Aub 1969), entre la
vergüenza del origen y la obsesión por la pertenencia a la comunidad
moderna que despliega el discurso del progreso. Se trata de una
esquizofrenia cuyos efectos sobre el pensamiento y el conocimiento
históricos son nocivos para la convivencia cívica. En primer lugar, porque
reprime la experiencia del cambio de subjetividad, condición ineludible
para pensar históricamente, esto es, para tratar de explicar aquello que ya
no se puede dar por descontado, produciendo así conocimiento histórico. Y
en segundo lugar, porque en el marco del régimen de verdad constituido por
la modernidad, el conocimiento histórico no sólo queda fuera de la esfera
pública, sino que se desliga del entorno más íntimo de los sujetos. En este
sentido, la condición profundamente histórica de las formas de constitución
de las subjetividades y las identidades colectivas es escamoteada por el
discurso hegemónico de la modernidad, que las fosiliza en un relato único y
las representa como experiencias, subjetividades e identidades inevitables,
necesarias. La "españolitud" es un arquetipo entre otros, acuñado por
quienes firman este ensayo con el objetivo de abordar una subjetividad que
no es ni metafísica ni natural, sino resultado histórico del discurso
colonizador que ha generado cierta antropología: la del "subalterno épico",
un tipo de persona que tiende a reificar su subjetividad, producto del
relato de la modernización y el progreso, hasta naturalizarla y
experimentarla en una suerte de presente continuo.
En suma, tras medio siglo largo de colonización, la memoria hegemónica
se ha inscrito en los sujetos que pueblan la sociedad española produciendo
un limitado abanico de subjetividades que oscilan entre las de quienes se
consideran una suerte de colonizadores del progreso y se identifican por
completo con el estereotipo modernizador del desarrollismo y las de
aquellos nativistas que, sin salirse del marco de referencia del relato
hegemónico, pretenden acceder de forma directa e inmediata a subjetividades
"originarias", replicando una memoria supuestamente incontaminada.

El suave lirismo de las memorias díscolas

La gente olvida pronto; menos los
vencedores de causas injustas, siempre
alertas, sin darse cuenta de la impotencia
del enemigo (Aub 1969: 419)


Hay quienes han leído las reflexiones de Franz Fanon hechas a partir de su
concepto de "negritud" como un desafío por encontrar una supuesta
autenticidad nativista previa al proceso colonial. Sin embargo, una lectura
más atenta de sus textos sugiere que, más que la búsqueda de un ethos
trascendente o natural, el concepto fanoniano de "negritud" sólo pretende
dar cuenta del hecho de que toda subjetividad es producto de una historia
de mestizajes interculturales o, enunciado en los términos utilizados por
Homi Bhabha, un efecto de paulatinas hibridaciones, dislocaciones y
desplazamientos[9]. Sin embargo, en España esta advertencia sobre la
imposibilidad de reconstruir las señas de la subjetividad precolonial no
parece haber calado entre quienes pretenden puentear las cinco décadas de
embrujo de dicha memoria proponiendo una alternativa opuesta ―
contrahegemónica en apariencia― para finalmente toparse con la
imposibilidad de acceder a la evocación pura e incontaminada de una memoria
y una subjetividad primigenias. Quienes así actúan también lo hacen,
paradójicamente, al amparo del discurso hegemónico: se constituyen a sí
mismos como sujetos subalternos en tanto en cuanto se encuentran atrapados
en la misma lógica epistemológica sobre la que se erige el discurso
colonizador de la modernidad. Sin embargo, se distancian de dicho discurso
en la medida en que buscan la "verdad" del pasado en un lugar diferente: en
aquellas historias que han tenido que replegarse hacia el espacio de los
recuerdos íntimos ―en una pléyade de memorias particulares, privadas―
debido a la estructura de poder-conocimiento impuesto por el relato de la
modernización. No son las subjetividades que actúan en comunión con la
memoria hegemónica y se muestran tan épicas como el discurso que les da
sentido; son más bien sujetos románticos, por cuanto buscan
desesperadamente restituir las memorias frágiles cuyos ecos todavía
resuenan en nuestra sociedad.

Hay dos ejemplos bien ilustrativos de estas memorias frágiles
encarnadas en subjetividades románticas. El primero remite a lo que
podríamos denominar "neobucolismo", esto es, un tipo de evocación
relacionada con el cada vez más extendido fenómeno del turismo rural y que
trata de recuperar para el fatigado ciudadano urbanita el pasado mítico de
un mundo rural desaparecido (Izquierdo Martín 2008). La demanda social de
tal pretérito, descrito en innumerables anuncios comerciales como un
remanso de inmutable paz y entretenimiento, se incardina en un doble
sentido con la cultura de la modernización. En primer lugar, porque se
alimenta de una estética consumista según la cual el mundo rural o natural
es un objeto bello y placentero que permite hacer realidad el consumo
libremente elegido. En segundo lugar, porque se nutre de una escasez de
oferta de tales bienes debido a la destrucción sistemática de la
agricultura tradicional que el desarrollismo trajo consigo y que supuso no
sólo la pérdida de numerosos vestigios materiales sino de toda una cultura
que se encarnaba en los habitantes del campo. Téngase en cuenta que la
modernización del agro supuso un éxodo rural sin precedentes en la historia
europea occidental. Es más, el enorme influjo que la cultura de la
modernidad tuvo sobre la subjetividad de las 2.721.322 personas que
abandonaron el agro entre 1961 y 1974 rumbo a las ciudades agudizó todavía
más la destrucción de la cultura previa, pues gran parte de los emigrantes
terminaron rehaciendo su nueva identidad por oposición a todo lo que
implicaba el concepto "paleto" ―el ignorante que venía del espacio
simbólico de la estulticia, el campo―, reprimiendo su memoria y ocultando
su conocimiento a sus entornos más próximos e incluso a sus descendientes
(Moradiellos 2003: 140).
Con el concurso, por un lado, de un exceso de demanda y, por el otro,
de un defecto de oferta sobre el pasado rural no es de extrañar que el
subalterno romántico esté tan dispuesto a desplegar la imaginación. Ahora
bien, el principal problema de esta memoria romántica del campo español es
que la imaginación del evocador "neo-rousseauniano" tiende a acercarse al
mundo rural como consumidor incontinente de belleza y placer,
mistificándolo como un remanso natural de paz que no deja espacio alguno
para las memorias tejidas con los hilos del sufrimiento ―a veces indecible―
de muchos de quienes ayer u hoy lo habitaron o lo habitan[10]. El recuerdo
que el urbanita recrea es un pretérito sin atisbo de historia, un pasado
inmutable que sirve de contrapunto al decurso estresante de la ciudad.
Frente a la completa omisión del sufrimiento pretérito, el segundo
ejemplo de subjetividad que afronta el pasado de manera romántica procede
de los movimientos por la recuperación de la memoria de quienes padecieron
la salvaje represión del franquismo. Como en el caso anterior, su
precondición también se enraíza en la cultura de la modernización, si bien
en este caso, de la modernización política que se inició en la Transición.
Conviene recordar que los movimientos contra el olvido o el silencio tienen
como catalizador la denuncia contra la impunidad del franquismo que la
salida de la dictadura impuso por medio de un pacto político entre
reformistas del régimen y la oposición interna, un acuerdo que terminó
sellándose con la aprobación de la Ley de Amnistía de 1977.

El pacto que se consolidó con aquella ley tiene unos orígenes
distantes que se pueden remontar hasta 1956, cuando el Partido Comunista de
España aprobó su estrategia de "reconciliación nacional" y el franquismo
asumió una interpretación de la guerra civil como "conflicto fratricida",
una operación que le permitió anteponer la legitimidad de la eficiencia en
detrimento de la legitimidad de la victoria[11]. En 1971, tras el Concilio
Vaticano II, la misma Iglesia Católica que había creado el mito de la
Guerra Civil como cruzada estuvo a punto de asumir tal interpretación en la
Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes ―reunida por el cardenal
Tarancón― en los siguientes términos: "Reconocemos humildemente y pedimos
perdón porque nosotros no supimos a su tiempo ser verdaderos ministros de
reconciliación en el seno de nuestro pueblo divididos por una guerra entre
hermanos" (en Gómez Pérez 1986: 167). No obstante, la interpretación más
adecuada para el desarrollo del pacto transicional fue la que hizo un año
más tarde quien por entonces era uno de los principales reformistas del
régimen, Manuel Fraga: "[ha] llegado el momento no sólo del perdón mutuo,
sino del olvido, de ese olvido generoso del corazón que deja intacta la
experiencia" (en Powell 1997: 250). Con estas palabras y otras de semejante
factura, el propio tardofranquismo fijaba los términos de la memoria, y
también los del olvido, términos que se convertirían durante los treinta
años de democracia en el relato mítico de la transición: un proceso durante
el cual los españoles, por el bien de su modélica modernización política,
decidieron de mutuo acuerdo renunciar a la venganza recíproca y olvidar sus
respectivas afrentas, no sólo en el ámbito público, sino reprimiéndolas
también en el privado. No hay duda de que hay algo de verdad en esta
mitología, pues muchos son los ciudadanos que reprimieron sus recuerdos o
los resguardaron en sus ámbitos más íntimos; pero de ahí a creer que este
régimen de memoria fuera producto de la voluntad de quienes fueron víctimas
de la represión hay un abismo. Puede que esta mitología fuera funcional
para la modernización política de España; puede que sirviera incluso para
silenciar el sinfín de actos violentos de la Transición. Con todo, este
tipo de recuerdos hoy no son más que un lastre para muchos de nuestros
conciudadanos, que siguen aferrados a la memoria de la modernización
porque, sencillamente, estructura su justificación biográfica ante las
generaciones que les han sucedido.
El principal efecto de la "ley de punto final" sobre las memorias
románticas de la guerra y la represión es que, al blindar jurídicamente a
los perpetradores de crímenes de lesa humanidad, ha impedido la
judicialización de los testimonios y la consiguiente aparición de las
víctimas y de sus recuerdos en la esfera pública, una experiencia que sí ha
tenido lugar en países como Argentina o Chile. Fue precisamente la eclosión
del testimonio en estos países ―a los que enseñamos el camino supuestamente
correcto hacia la democracia― la que ha propiciado una profunda reflexión
epistemológica sobre el régimen de verdad que se despliega en los relatos
articulados por la memoria, o lo qué es lo mismo, dónde reside la autoridad
del sujeto sufriente (Sarlo 2005; Traverso 2007; Jelin 2001). En nuestro
contexto de carencias ―falta de judicialización de las memorias y ausencia
de debate sosegado sobre las diferencias entre historia y memoria―, no es
de extrañar que durante esta última década hayan surgido distintos
movimientos por la recuperación de las memorias de la represión franquista,
algunos de cuyos miembros son ejemplos bien ilustrativos de la subjetividad
romántica que venimos abordando[12]. Y es que la ausencia de recursos para
la representación pública de las memorias frágiles de la represión
―derivada de la generalizada dejación y condescendencia de quienes se
consideran padres e hijos de la Transición― y la carencia de reflexión
epistemológica sobre el tipo de relatos articulados a partir de la
experiencia del sufrimiento en carne propia, ha abierto la espita de la
imaginación de los subalternos románticos hasta el punto de representarse a
sí mismos como las encarnaciones del padecimiento de los abuelos
represaliados. La consecuencia directa ha sido la asunción del testimonio
en tanto que acceso privilegiado a la verdad última y aproblemática de un
pasado ―el de los años 30― cuya hermenéutica es, cuanto menos, compleja.

En este contexto, es fácil sobrepasar la delgada línea roja de la
mistificación del pretérito. Muchos defensores de la memoria de la guerra y
la represión han acabado por elaborar una memoria alternativa según la cual
el pasado aparece como un lugar donde habita una suerte de nativo
republicano, donde se borra todo rastro de ambigüedad moral ―esas zonas
grises de las que hablaba Primo Levi refiriéndose a quienes experimentan
situaciones límite como una guerra civil (Levi 2005: 496-497)―. Otros
terminan despreciando cualquier posibilidad de alteridad en el pasado,
convirtiendo el ayer en un lugar donde anclar una "identidad idéntica" a la
de nuestros abuelos, una identidad incontaminada por el relato modernizador
que hermanó tardofranquismo y democracia. El problema de esta negación del
pasado como lugar extraño es que la historia pierde su temporalidad y se
obvia la distancia que nos separa de quienes habitaron la España de los
años 30, una España irrecreable en el presente, ya que gran parte de sus
tradiciones fueron quebradas para siempre por el segundo franquismo y su
discurso modernizador sobre el progreso sin democracia. Contra esta
naturalización, convendría recordar las palabras de un actor destacado de
aquel pasado, Manuel Azaña, último presidente de la Segunda República,
quien justo durante el último año de la guerra afirmó en una obra hoy
emblemática: "En tiempos venideros, variados los nombres de las cosas,
esquilmados muchos conceptos, los españoles comprenderán mal por qué los
españoles se han combatido entre sí más de dos años" (Azaña 1974: 55-56).

Ahora bien, los problemas más graves de las memorias románticas
tejidas por quienes reaccionan desde una subjetividad también surgida a
partir del discurso colonizador tienen que ver con los efectos que producen
sobre la gestión del pasado en una sociedad democrática. En primer lugar,
porque el discurso que convierte el pasado en un lugar familiar donde se
alojan subjetividades idénticas a las nuestras es sistemáticamente empleado
por las mismas personas que se oponen a restituir la dignidad ―por otra
parte nunca perdida― de las víctimas del franquismo. El argumento es
sencillo: si la subjetividad pretérita de los españoles es idéntica a la
actual, entonces es lógicamente posible aceptar que disponemos de unas
naturales veleidades fratricidas que no conviene despertar con el ruido de
disposiciones legales ―como la, por otra parte, ineficaz, Ley de Memoria
Histórica―, de procedimientos judiciales ―como el emprendido por el juez de
la Audiencia Nacional Baltasar Garzón, procesado tras las denuncias de la
extrema derecha, Falange Española incluida― o de movimientos sociales por
la recuperación de la memoria.

La segunda consecuencia nociva de la recuperación romántica de la
memoria de la guerra civil y la represión es todavía más grave ya que no
contribuye a gestionar terapéuticamente el trauma que muchas personas
todavía padecen en España debido a nuestro pasado reciente. Porque algunos
evocadores de los movimientos por la recuperación de la memoria tienden a
emplear literalmente el suceso evocado, a resaltar su intransitividad y a
situarse en directa contigüidad con él, desarrollando una actividad
familiarizadora con el ayer en la que unos, las víctimas, encarnan la
evocación indisciplinada, y sus portavoces, identificados por completo con
los agraviados, se convierten en portadores transparentes de una pesada
herencia para el presente y para el futuro. Tal actividad no sólo es
perjudicial para el hoy porque los ciudadanos estemos concediendo una
suerte de cheque en blanco a quienes, por su dolor pasado, tienen todo el
derecho a ser recordados, aunque no lo tengan para dirigir el debate
público actual. Lo es también porque quienes promueven inconscientemente
dicha continuidad entre el ayer y el hoy acaban por extender "las
consecuencias del trauma inicial a todos los instantes de la existencia"
(Todorov 2000: 57).

En esta mala gestión del trauma, el comportamiento de muchos
historiadores profesionales ha sido también de manifiesta irresponsabilidad
al participar de esta orgía del recuerdo sin contribuir en absoluto a crear
la necesaria distancia reflexiva para realizar un apropiado "trabajo de
duelo", según el cual la evocación dolorosa debe transformarse en recuerdo
instrumentable. Muchos se han dedicado simplemente a compilar datos sobre
la guerra y la represión en una nueva oleada de empirismo que se
desentiende de toda reflexión sobre los usos sociales de la historiografía,
una actividad que delegan en filósofos y científicos sociales a los que
luego, paradójicamente, no leen (Izquierdo Martín 2009). Otros,
sencillamente, desprecian la actividad de los movimientos sociales a favor
de la visibilización pública de las memorias frágiles, parapetados en la
discutible afirmación de que tal actividad ya fue emprendida por ellos
mismos y otros investigadores y periodistas en distintas revistas y libros
publicados desde la misma Transición. No obstante, podríamos argüir que
muchos historiadores profesionales han contribuido a que los recuerdos
personales de muchos ciudadanos hayan quedado subjetivamente reprimidos y
relegados al entorno doméstico o comunitario al implicarse mínimamente en
la lucha contra la impunidad jurídica del franquismo y, sobre todo, al
descartar el testimonio como fuente de conocimiento histórico. Al contrario
de lo que ha sucedido en contextos como Argentina ―donde los relatos de la
memoria se han judicializado― o al papel central que han desempeñado los
testimonios de la violencia sufrida en la articulación de un discurso
académico sobre las voces de los subalternos latinoamericanos, en nuestro
país se ha perdido una oportunidad excelente de reflexionar sobre el papel
de las memorias en la construcción de un conocimiento sobre el pasado que
sea significativo en el marco de una esfera pública plural y democrática,
así como sobre la importancia del testimonio para la conformación de
prácticas académicas más autorreflexivas y conscientes de las dimensiones
éticas ―y políticas― que se ponen en juego en el proceso de escritura de la
historia (Vinyes 2009: 23-66).


Futuro del pasado: ágoras públicas para memorias díscolas.

Regresé y me voy. En ningún momento tuve la
sensación de formar parte de este nuevo país que ha
usurpado su lugar al que estuvo aquí antes; no que le
haya heredado. Hablo de hurto, no de robo. Estos
españoles de hoy se quedaron con lo que aquí había,
pero son otros. Entiéndaseme: claro que son otros,
por el tiempo, pero no sólo por él; es eso y algo
más: lo noto por lo que me separa de su manera de
hablar y encararse con la vida (Aub 1969)


Con estas palabras de reconocimiento hacia una alteridad que, como
recordaba Azaña, se ponía de manifiesto a través del lenguaje, se despedía
Max Aub en las postrimerías de aquel año de desencanto hacia la cultura del
desarrollismo, un desencanto que reafirmaría Eduardo Haro Ibars diez años
después, en plena transición hacia la democracia. Ambos se sintieron
interpelados por el discurso colonizador de la modernización, pero el
resultado, en su caso, no fue el de la inmersión de su subjetividad dentro
de las coordenadas de dicho relato, sino el de la denuncia del régimen de
poder-conocimiento que ha tornado tan frágiles las memorias alternativas de
nuestro pasado reciente. Max Aub nos advirtió hace ya cuarenta años del
arrollador potencial del relato de la modernización que comenzó su andadura
con el desarrollismo franquista y que se ha consolidado durante estas dos
últimas décadas de democracia. Eduardo Haro Ibars, por su parte, nos puso
sobre aviso sobre la fragilidad de las memorias díscolas, especialmente de
las que discurren a contracorriente de la arrolladora memoria hegemónica.
Con todas las matizaciones que se les puedan hacer, lo cierto es que
su legado resulta al día de hoy tan loable como desconocido para quien
pretenda reflexionar sobre la memoria reciente de España. Ambos, como
voceros de memorias díscolas, son ejemplos de que existe una vía
intermedia: de que es posible construir una subjetividad que no se
ensimisme con la memoria colonizadora, ni se sienta tentada por las
evocaciones de un pasado precolonial. Si Max Aub reconoció más de una vez
los errores de su generación, la que se enredó en la guerra de 1936, Haro
Ibars fue uno de los más corrosivos críticos de la de los hijos de aquel
conflicto, una generación a la que él mismo pertenecía. Así, resultan
éticamente sugerentes las críticas tanto del valenciano hacia una sociedad
cada vez más atragantada con las mieles del consumo, como las del madrileño
contra la vampirización de los movimientos sociales por parte de partidos y
sindicatos, un proceso que también formó parte de la tan vindicada
transición política.
Cuentan que Alejandro Magno, en el año de 333, una vez que hubo
liberado Anatolia en su marcha hacia Egipto, se negó a visitar Jerusalén
para rendir homenaje a tan mítico lugar. Como ciudadano griego razones no
le faltaban: Jerusalén podía tener miles de habitantes, riquezas, leyes,
murallas, templos, policía o sacerdotes, pero, con todo, no era una ciudad
pues carecía de ágora, ese espacio simbólico donde los ciudadanos actúan
como tales (Kleinstadt-Rohr 1995). Pues bien, a menudo España parece
asemejarse a esa komè desdeñada por Alejandro, esto es, a una aldea repleta
de templos académicos donde sacerdotes no elegidos recitan la versión
canónica de nuestra historia reciente. Fuera de las paredes simbólicas de
estos templos que recrean una feligresía de subalternos épicos, se alojan
las subjetividades románticas, tan encendidas por el deseo de un pretérito
abundante en héroes sin mácula que se han olvidado de que carecen de
ágoras.
Y si carecemos de ágoras, entonces no podemos reivindicarnos como
ciudadanos porque habremos permitido que se nos arrebate el derecho a
discutir no sólo sobre el presente y el futuro, sino también sobre el
pasado. Levantemos, por tanto, ágoras donde entre todos podamos desvelar el
poder-conocimiento que se esconde tras la memoria hegemónica con la que se
nos ha abrumado hasta ensimismarnos o hasta hacernos caer en el mito del
retorno a un recuerdo precolonial, memoria imposible tras nuestra
hibridación con la cultura de la modernización. Erijamos ágoras como
espacios donde dar voz a las memorias frágiles de aquellas subjetividades
"otras" que fueron barridas por el discurso colonizador de la
modernización: no sólo campesinos o derrotados, sino también emigrantes con
o sin papeles, mujeres tuteladas por sus maridos, exiliados políticos,
anarquistas víctimas de un doble olvido (el franquista y el socialista), en
fin, un largo número de subjetividades que recorren nuestra historia de un
extremo a otro. Reivindiquemos ágoras que operen como redes de discusión a
través de las cuales desaprisionarnos de la patología de una "españolitud"
que nos avergonzó hasta tal punto de reprimir jalones enteros de nuestra
biografía colectiva. Ágoras que nos alienten a recordarnos sin caer en la
tentación de mitologías épicas o líricas. Ágoras en las que intervengan los
historiadores profesionales, no como legisladores del saber, sino como
promotores del pensamiento crítico y desestabilizador de las identidades
naturalizadas que anclamos en el pasado. Sólo así conseguiremos
dignificarnos como ciudadanos cuyas memorias no podrán ser silenciadas ni
clausuradas por la pretensión de algunos académicos y poderosos de decirnos
la supuesta "Verdad Última" sobre un pasado que a todos nos pertenece.


Bibliografía

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-----------------------
[1] Para ello emplearemos de forma flexible algunas de las nociones
desarrolladas por teóricos como Edward Said, Homi Bhabha y,
particularmente, Frantz Fanon.
[2] Acuñado a partir de la noción de "negritud" que presenta Frantz Fanon,
particularmente en su obra Piel negra, máscaras blancas.
[3] Según diversos teóricos, como Stuart Hall, Homi Bhabha o Paul Gilroy,
las identidades postcoloniales se caracterizan por su movilidad, su
fluidez, su contingencia y, sobre todo, su autorreflexividad. Este tipo de
identidades tendría la potencialidad de ser más tolerantes, como
consecuencia de su conciencia de ser entidades volátiles, históricamente
constituidas y, por lo tanto, sujetas al cambio constante y la
desaparición.
[4] Reticencias que fueron puestas de manifiesto por el dictador el día de
la inauguración del Valle de los Caídos, en el mismo año que se elaboraban
los Planes de Estabilización. En su futuro mausoleo, Franco se reafirmó en
la idea de que su régimen procedía de una "guerra [que] no fue
evidentemente una contienda civil más, sino una verdadera Cruzada", en
Extremadura. Diario Católico, 2 de abril de 1959.

[5] La estructura de la población activa en la España de 1970, con un 50%
de trabajadores en la industria y el sector de servicios, había cambiado
sustancialmente con respecto a los años de la posguerra, cuando solamente
un 35,3% de la población activa estaba empleada en los sectores secundario
y terciario (Moradiellos 2003: 141).
[6] Durante los años 50 los cambios con respecto a la década anterior
fueron también importantes y sirvieron de preámbulo a la gran
transformación de los 60. La población activa en el sector agrario
descendió del 50% al 39,8%, mientras que la industrial subió del 25 al
28,6% y los servicios lo hicieron del 24,5 al 27%. Ya por entonces se
inició el éxodo rural con una media anual de 229.000 personas entre
jornaleros y pequeños campesinos, con lo que la población urbana ascendió
del 40 a 46%. Por último las clases medias pasaron de representar el 27 al
38,8% de la estructura social en 1957 (Moradiellos 2003: 115).
[7] Puede decirse que a través de esta ley, la dictadura y la legitimidad
de los vencedores se ha proyectado sobre nuestra memoria democrática. Sirva
de ejemplo el aprisionamiento del recuerdo de los vencidos del franquismo
en el interior del ámbito privado y, por el contrario, la visibilización
pública de quienes ha sufrido atentados de ETA como víctimas del
terrorismo.
[8] Frantz Fanon, psiquiatra de origen martiniqués y discípulo del poeta
Aimé Césaire, comenzó a escribir en los años 50 a raíz de su experiencia en
Europa, primero como combatiente en las filas del ejército francés durante
la Segunda Guerra Mundial y más tarde como psiquiatra en Argelia, por
entonces aún bajo el dominio francés. Más tarde se incorporaría al
movimiento de descolonización argelino y sus escritos se convertirían en
una fuente de inspiración para los líderes de los movimientos de
descolonización en África y Asia, así como, posteriormente, para los
teóricos del pensamiento postcolonial.
[9] La propuesta central de la obra de Homi Bhabha, muy influido por
Derrida y la deconstrucción postestructuralista, es la de que las
identidades postcoloniales se articulan en torno a un desplazamiento y
diferimiento continuos, mientras que el discurso colonial actúa como
perpetuo reproductor de la différance y la hibridez que amenaza sus propias
condiciones de enunciación. Por otro lado, la noción de hibridez de este
autor de origen indio, muy influida también por el psicoanálisis lacaniano
y las obras de Fanon, privilegia la exploración de las formas de
constitución de la subjetividad no sólo del colonizado, sino también de la
subjetividad del colonizador a partir de la hibridez generada en el
contacto entre pueblos y culturas impuesto por el proyecto colonial. Es
decir, la obra de Bhabha nos permite hablar de las "identidades híbridas"
como la forma específica de la experiencia subjetiva y de la conformación
de identidades colectivas en el marco de las relaciones coloniales y
postcoloniales (Bhabha 2002).
[10] Esta interpretación romántica de lo rural se extiende también a lo
natural (Arias Maldonado 2008).
[11] Franco siempre fue reticente a abrazar este cambio de legitimidad. En
1963, por ejemplo, confiaba a su primo: "Es inimaginable que los vencedores
de una guerra cedan el poder a los vencidos, diciendo que aquí no ha pasado
nada y todo debe volver al punto de partida, o sea cuando se instauró la
nefasta república. Esto sería un abuso y una traición a la Patria y a los
muertos en la Cruzada para salvar a España" (Franco Salgado-Araujo 1976:
369).
[12] Algunas asociaciones de jueces nos recuerdan una y otra vez que es muy
poco lo que se ha hecho desde el sistema judicial a favor de facilitar el
acceso a la esfera pública de las frágiles memorias de los parientes de los
asesinados o de los represaliados que aún subsisten (VV.AA. 2009).
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