Espacios de violencia, sitios de memoria y lugares de elocución: espacio y mediación en la política indígena contemporánea Lationoamericana

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ESPACIOS DE VIOLENCIA, SITIOS DE MEMORIA Y LUGARES DE ELOCUCIÓN: ESPACIO Y MEDIACIÓN EN LA POLITICA INDIGENA CONTEMPORANEA LATIONAMERICANA 1

Carlos Salamanca2

0. Presentación Las articulaciones entre los análisis de las prácticas de la memoria en torno a las violencias políticas contemporáneas, las políticas de la identidad y las prácticas de representación son relativamente recientes y presentan numerosos desafíos. Desde hace dos años he emprendido una investigación comparativa en Argentina, Colombia y Guatemala sobre espacio, violencia y memoria que se posiciona en este entrecruce. En esta presentación me referiré a (1) los principios conceptuales y teóricos desde los cuáles propongo abordar dicho encuentro (2) algunos de los avances y desafíos que he encontrado en el desarrollo de la investigación, y entre ellos, (3) la necesidad de trascender lo testimonial y alcanzar una comprensión más amplia de los actos de violencia masiva, (4) la elaboración de las narrativas, y (5) un posicionamiento específico de cara a los debates entre historia y memoria. En la última parte (6) me referiré a las proyecciones para los próximos años.

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Este texto es una versión revisada de la presentación realizada en la mesa, “Historia en Plural” en el Seminario Internacional Experiencias de Memoria Histórica, Centro de Memoria Histórica, Bogotá, 1 y 2 de diciembre de 2014. Esta investigación ha sido realizada gracias al apoyo y financiación del CONICET. Agradezco a Gonzalo Sánchez, Maria Emma Wills Obregón, Martha Nubia Bello y al Centro de Memoria Histórica por su invitación a participar del encuentro en Bogotá y por sus preguntas y comentarios que me permitieron revisar una versión preliminar de esta contribución. Agradezco también a Luis Guillermo Vasco y a Rocío Londoño que hicieron una lectura crítica y me ayudaron a reformular el argumento. Naturalmente, los errores u omisiones son mi responsabilidad. 2

Arquitecto. Doctor en Antropología e Investigador de CONICET/FLACSO. [email protected]

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1. La violencia, la memoria y el enfoque diferencial Las relaciones de identidad y alteridad son el resultado de procesos históricos y complejos de coproducción de subjetividades (Briones 1998, Restrepo 2002) más que de la continuidad de grupos sociales con fronteras nítidas y claras en torno a un mismo espacio, un mismo lugar y una misma cultura (Gupta y Ferguson 2008[1997]). En estos procesos de (co)producción están articulados los pueblos indígenas en tanto sociedades constituidas en torno a valores, principios, moralidades y formas de pensamiento común. En formas e intensidades heterogéneas derivadas de experiencias históricas y características socioculturales, los pueblos indígenas aun si pueden ser reconocidas como sociedades específicas mantienen, a su vez, fronteras porosas con el resto de las sociedades nacionales en las que se encuentran. Dichos procesos de (co)producción están articulados a su vez a relaciones de poder, prácticas de segregación, desigualdades y explotación económica. Las prácticas contemporáneas y del pasado reciente de violencia masiva o a gran escala se insertan en procesos (históricos, geográficos, políticos) más amplios de interacción entre las sociedades nacionales y esos colectivos que hoy son reconocidos e interpelados como “otros”. El enfoque diferencial que me he propuesto desarrollar se dirige a analizar las prácticas y discursos de (co)producción de esas relaciones de alteridad en contextos de violencia masiva y de diseño e implementación de las políticas de la reparación. Estos planteamientos se vinculan con una definición específica de la violencia que incorpora no sólo su variante disruptiva o destructiva sino también aquella constitutiva de las relaciones sociales. Ambigua y paradójica, la violencia destruye en algunos sentidos pero también construye en otros (Marx 2014[1946], Girard 1985, Bloch 1992). Más allá de las diversas formas en que se puede manifestar, la violencia es parte constitutiva de las relaciones sociales (Isla y Míguez 2003: 24). A su vez, la violencia hace parte de un conjunto más amplio de mecanismos (de dominación, coerción, seducción, coacción, fascinación, entre otros) que producen configuraciones y ordenamientos sociales, culturales, políticos y económicos. Al implicar determinado tipo de relaciones, jerarquías y

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ordenamientos sociales, la violencia produce no sólo órdenes y estructuras, también sujetos y relaciones sociales. Así, la violencia, al igual que otras acciones desplegadas por determinados agentes con el objeto de crear o mantener relaciones de dominación o hegemonía3, más que a-políticos o contrarios a la polis (Arendt 1995, Abensour 2010), son políticos aunque en formas y sentidos específicos. Esta constatación (la de la violencia en su función creadora) invita a repensar la oposición comúnmente efectuada entre “cultura” y “violencia”. En busca de construir o mantener relaciones de hegemonía o de dominación, los agentes recurren a la violencia para crear órdenes sociales nuevos con determinado tipo de estructuras y de relaciones sociales. De manera articulada, producen y ponen en circulación nuevas ideas, sensibilidades y narrativas que operan como claves interpretativas de la realidad y de la violencia misma a la que están asociadas. Me propongo insertar las acciones de violencia en un marco más amplio en el que pueda observarse la producción cultural de sus agentes, en un doble sentido: por una parte propiciando las condiciones de posibilidad de dichos agentes y de sus prácticas. Por otra, analizando la forma en que dichos agentes producen (o intentan producir) sensibilidades, consensos, acuerdos, que justamente forman (o están llamados a formar) parte importante de su base de legitimidad. Este análisis de ida y vuelta contribuye a comprender no sólo el accionar de los agentes de violencia mismos sino las condiciones de posibilidad y los mecanismos que hicieron posible que, en determinados contextos, determinadas sociedades o segmentos (no minoritarios de las mismas) suscribieran a su autoridad y a los valores promovidos por estos. La violencia, como cualquier relación social, no se despliega en territorios vacios, se escribe en hojas blancas, se corporiza en cuerpos sin sujetos, ni se incorpora en sujetos sin cuerpos. De esta constatación se derivan varias consecuencias. En el caso de los pueblos indígenas, las prácticas de violencia se insertan, por una parte, en unas extensas trayectorias

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Por agentes hegemónicos entiendo actores sociales que de maneras directas o indirectas recurren a la violencia como parte de sus estrategias y repertorios de construcción y transformación social y que se caracterizan por su posición dominante en el conjunto de una sociedad determinada.

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históricas (colectivas, familiares e individuales) caracterizadas en general por el racismo, la explotación económica, la negación de derechos y la discriminación. Por otra parte, por largas trayectorias de lucha, resistencia y acomodación al poder, la hegemonía y la violencia de gobiernos, estados y élites políticas y económicas. Una parte mayoritaria de los análisis sobre la violencia se han profundizado, complejizado y ampliado para dar cuenta de las experiencias y las voces de las víctimas. No obstante, la comprensión de la violencia en su doble dimensión destructora/creadora, exige poner en diálogo las perspectivas que se interesan en las formas de resistencia (Scott 2004[1990], Oslender 2002), y las voces subalternas (Santos-Granero 1998, Rapaport 2004, Hugh-Jones 2012, Biolsi 2005) con el análisis de las formas en que las prácticas de violencia se incorporan en los contextos locales. Esta doble dimensión conduce a reconocer la naturaleza paradójica de las formas que toman las prácticas de violencia y las formas en que son evocadas. Por ejemplo, memorias en las que emergen los dolorosos recuerdos de las varias formas de violencia y, al mismo tiempo, miradas idealizadas o románticas de los actores o de los agentes hegemónicos que ejercieron dichas violencias ¿Sobre qué trayectorias históricas, sobre cuáles experiencias individuales y colectivas, merece la pena interrogarse, hay lugar para la nostalgia y la idealización de los mismos perpetradores de violencia? Frente a estas consideraciones, el espacio y las prácticas espaciales4 tienen un protagonismo fundamental. En el espacio se condensan múltiples proyectos e intencionalidades políticas, se inscribe la naturaleza paradójica de las formas que toman las prácticas de violencia y las formas en que son evocadas, se encuentran aquellos pasados que se ha querido borrar y enterrar. También es allí en donde cobran evidencia material los nuevos ordenamientos y configuraciones en construcción, viabilizados a través de la violencia.

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Hemos optado por la utilización del término espacio por sobre otros términos como territorio siguiendo los aportes conceptuales de la geografía crítica que permiten ver los procesos de producción social que producen y a partir de los cuáles el espacio es constituido. Cf. Harvey 1990, Lefebvre 2000 [1974].

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Analizar los términos en que el espacio es imaginado y producido por los diferentes agentes hegemónicos en contextos de violencia masiva permite entender los proyectos (sociales, económicos, políticos) en nombre de los cuales son ejecutadas dichas violencias. Comprender estos proyectos es pertinente pues, frecuentemente están vinculados con ideas específicas acerca de cuestiones como progreso, bienestar, desarrollo, reconciliación y comunidad nacional, que de maneras directas e indirectas, implican ideas acerca de los indígenas, de sus formas de vida, sus formas de organización, sus prácticas territoriales, y sus derechos. Nuevamente, el reconocimiento de la dimensión creadora de la violencia, permite complejizar los análisis de la violencia, complementando la mirada sobre una violencia que se ejerce sobre las víctimas pero que de cierta forma la antecede y la sobrepasa en sus propósitos y en sus consecuencias. El análisis de ideas y nociones asociadas a determinados proyectos políticos en nombre de los cuales se ejercen las violencias, puede llevarse a cabo observando cuestiones como: (a) la articulación entre metáforas territoriales, sentimientos nacionales y políticas de socialización de determinados valores entre la población5. (b) las políticas de producción del espacio en las que se reiteran elementos como el interés en las áreas de frontera6, la fundación de ciudades, la construcción de obras de infraestructura y el despliegue de políticas de reordenamiento territorial.

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Refiriéndose al contexto argentino, Lois (1999) aborda algunos usos y re-significaciones que del término desierto se hicieron en ámbitos vinculados con las prácticas de apropiación territorial en el periodo de consolidación del Estado-nación argentino, entre ellos, los organismos militares y las instituciones geográficas que participaron de los debates intelectuales en torno de las problemáticas sobre la ocupación y colonización de diferentes regiones de frontera y en particular de la región chaqueña. Ver también Lois 2006. 6

Los estudios sobre el espacio han tomado un gran impulso en los últimos años. Autores como Lefebvre (2000[1974]), Foucault (1975), Paul Levy y Segaud (1983), Harvey (1990), Augé (1992) y Massey (1994) han mostrado interés de superar, por un lado, la idea que considera el espacio como una categoría objetiva y universal, independiente de los procesos sociales. Por otro, la idea de que espacio tiene un papel pasivo en la acción social. Entre las líneas de investigación que proponen reconocer el espacio como una producción social, encontramos argumentos particularmente pertinentes como los de Lefebvre (2000[1974]), para quien el espacio es siempre un espacio político. El reconocimiento de la dimensión política del espacio implica, para este autor, la existencia de estrategias e ideologías que son la base de cualquier espacio reconocido como una

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(c) las prácticas comunicativas por parte de uno o varios agentes hegemónicos que inscriben sus discursos en determinados lugares y no en otros, y que se articulan a la construcción de aquellos nuevos órdenes territoriales. (d) la recuperación/producción de significados morales y políticos del territorio y del protagonismo de los agentes hegemónicos (militares, paramilitares, movimientos armados) en la construcción del territorio transformándolo en la base de la pertenencia a una identidad colectiva, escenario y medio en la producción de lealtades y fidelidades. Veamos algunos ejemplos. a. Argentina Los indígenas toba qom, y en general, los indígenas del Chaco argentino, no fueron víctimas privilegiadas de la violencia del gobierno militar. Es decir, los asesinatos, las masacres y las desapariciones no se centraron en los indígenas por cuestiones étnicas o culturales. En su lugar, se produjeron tres procesos: (1) la producción de cierto tipo de identidades domesticadas Un breve recuento de las acciones que los militares llevaron a cabo durante la última dictadura7 demuestra que el objetivo de las mismas no era la aniquilación de los indígenas o su expulsión total o definitiva sino más bien, el ajuste de territorios y sujetos indígenas a la vocación productivista. Naturalmente, los indígenas también fueron víctimas de la violencia de los militares pero dicha violencia no se ejerció a causa de su condición étnica y/o cultural (aunque como mostraré más adelante, en su construcción. Las áreas de frontera fueron de interés particular para el gobierno militar, toda vez que por esos años los litigios fronterizos y la redefinición de las fronteras fueron un tema recurrente en la política nacional. 7

Los militares llevaron a cabo desalojos en los que se recurrió a la violencia, las detenciones arbitrarias y la quema de las casas e hicieron uso de las tierras indígenas a su acomodo. Simultáneamente, crearon e impulsaron asociaciones y comisiones de fomento en torno a actividades productivas, edificaron planes de vivienda y construyeron escuelas en numerosos asentamientos tanto en la Provincia de Chaco como Formosa. En algunos asentamientos como Colonia Aborigen Chaco, la acción gubernamental fue mucho más decidida y visible que en otras comunidades rurales. No obstante, el último gobierno militar llevó a cabo este tipo de proyectos siguiendo el principio de la conversión del indio a la sedentarización productiva.

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ejercicio, dichas acciones de violencia fueron “escritas” con las gramáticas de relaciones de subordinación instauradas desde la conquista misma de los territorios indígenas a finales del siglo XIX). Así, más que hacia el genocidio o a las prácticas genocidas (Lanata 2014, Wilson 1991, Feierstein 2007, Nelson 2003), las formas de hegemonía de la última dictadura militar en esta región se despliegan hacia otros horizontes: la de la violencia creadora de nuevos órdenes (Peterson 2007, Hagen y Ostergren 2006), la construcción social de la impunidad (Salamanca 2011), la aceptación social de regímenes autoritarios (Isla y Taylor 1995) y la de las maneras en que las políticas hegemónicas son interpretadas y vividas por los indígenas a partir de su propia experiencia histórica. En las evocaciones de los qom acerca del productivismo paternalista puesto en marcha por los militares, sobresale la entrega de tractores, herramientas y semillas. Las asociaciones y comisiones de fomento de la productividad fueron creadas en numerosos asentamientos como El Desaguadero, Pampa del Indio, Fortín Lavalle y Misión Laishí. Tal impulso tiene una doble lógica articulada: la movilización de los indígenas en términos productivos iba de la mano de su desmovilización en términos políticos siendo el indio productivo y manso la prueba misma de la eficacia de la acción civilizadora del ejército. Para muchos qom, el paternalismo productivista es recordado como una época de abundancia, de equiparamiento con sus vecinos criollos (pequeños campesinos en una situación económica relativamente similar) y de reconocimiento como “ciudadanos argentinos” (Salamanca 2009.).

(2) la recuperación de los fantasmas del pasado Durante la última dictadura, los militares intentaron refundar la geografía nacional a través de programas de (re)nominación de lugares, políticas patrimoniales y de conmemoración, rituales conmemorativos y performances nacionalistas. En este proyecto con un gran énfasis espacial, las zonas de frontera, muchas de ellas habitadas tradicionalmente por pueblos indígenas tuvieron un rol fundamental. De

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manera articulada a los procesos de transformación del espacio, se llevaban a cabo un sinnúmero de programas que se proponían facilitar la inserción social de la Gendarmería, “mantener” y/o “preservar” la identidad nacional, proteger y defender el territorio nacional y la intangibilidad de los límites nacionales. La construcción del espacio por una parte y el despliegue de mecanismos de control, vigilancia, rituales y actos patrióticos y prácticas sociales (como el acento en el productivismo de los qom) por otra, se ven así articulados en cumplimiento de un propósito específico: la instauración de un nuevo orden. (3) la reactualización del pasado en el presente. Algunas de las políticas gubernamentales implementadas en la región chaqueña hasta finales del siglo XIX, de naturaleza colonial y emprendidas principalmente por militares, cimentaron un sistema de relaciones que operó como gramática del lenguaje del último gobierno militar; una transmutación ya operada con la máxima fundacional “civilización o barbarie” en cuanto al despliegue y operatividad de una “adversidad constituyente”, tanto en términos antropológicos (el salvaje) como en términos espaciales (el desierto, la selva). Esta adversidad constituyente consiste en la atribución de determinadas características o atributos (entre otros, salvajismo, hostilidad, crueldad, ferocidad, barbarie) al otro en tanto sujeto y en tanto espacio fundamentales para la constitución de dispositivos como la legitimidad de la conquista religiosa, el heroísmo militar, el deber de la “tarea civilizatoria” y el carácter sagrado de la Nación. Es aquí en donde se evidencian las prácticas comunicativas por agentes hegemónicos que inscriben sus discursos en determinados lugares y no en otros. El ex -general argentino Videla, en tanto comandante del ejército durante la última dictadura militar emitió su mensaje de navidad de 1978 desde el monte tucumano reconvertido en el más importante “teatro de operaciones” de “combate contra la subversión”), y que se articulan a la construcción de aquellos nuevos ordenes territoriales. Dentro del campo

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de significación del territorio nacional, el “monte tucumano”, al igual que regiones como el Impenetrable, ocupa un lugar específico: hablando desde allí, el general Videla desafía a la alteridad constituyente del presente (la subversión) emparentándola con las del pasado (el monte, el salvaje). Es preciso aquí regresar sobre el planteamiento inicial para entender la naturaleza de las violencias comúnmente ejercidas en contra de los indígenas. Tal como ha sido afirmado por Oettler, su intención no es la destrucción física de un grupo particular sino de “los valores culturales que garantizan la cohesión, la identidad colectiva y la acción colectiva del grupo” (2008: 6).

b. Guatemala El caso guatemalteco permite analizar la manera en que el despliegue del multiculturalismo en la década de los años ochenta, modificó la forma en que diversos indígenas se posicionaban frente a la violencia, al resto de la sociedad guatemalteca, y a los procesos de transformación social. El “reconocimiento de la diferencia” en Guatemala contribuyó a demostrar el componente racista y la naturaleza genocida de las prácticas de violencia emprendidas por el ejército; no obstante, tal reconocimiento no significó grandes cambios ni avances en los procesos de justicia y transformación social para los indígenas en la Guatemala del post-conflicto. Más bien, la experiencia guatemalteca es un caso emblemático en el que el multiculturalismo devela sus mayores contradicciones y su articulación con la expansión y consolidación del capitalismo tardío. Es decir, al mismo tiempo que Guatemala se declaraba país multicultural y los indígenas tenían cada vez visibilidad pública a través de su cultura (en festivales, museos, campañas y destinos turísticos) el Estado aplicaba políticas de corte neoliberal como la aprobación del Tratado de Libre Comercio y el impulso a las empresas transnacionales extractivas, y seguía en mora de una reforma del sistema judicial que permitía y reafirmaba la impunidad (Sieder 2011), yendo justamente en contra de los

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derechos indígenas “reconocidos”. De manera paralela y articulada, no sólo en los procesos de memoria, verdad y justicia, los indígenas no han logrado obtener justicia sino que algunos de los más importantes promotores, artífices y ejecutores de la violencia (como los ex-militares Ríos Montt y Pérez Molina) contra los indígenas han conquistado lugares de importancia en diferentes instancias gubernamentales. Detenerse por un momento en el contexto de la Guatemala de los años ochenta permite entender algunos desafíos del enfoque diferencial en el análisis de la violencia y las prácticas de memoria. A nivel internacional el fin de la guerra fría, contribuyó al surgimiento de una agenda política en la que la violencia masiva era ubicada en un contexto más amplio de relaciones sociales en el que la etnicidad y la diferencia cultural fueron adquiriendo un lugar protagónico. Durante dichos años algunos movimientos sociales como el zapatismo encontraron en las luchas indígenas del pasado imágenes estimulantes para situarse en el presente. A diferencia de estos movimientos que articulaban dichas luchas con otras experiencias emancipatorias no necesariamente étnicas o culturales, Organismos multilaterales como Naciones Unidas adquirieron una impronta creciente en escenarios de postconflicto que contribuyeron a posicionar determinadas narrativas, ofrecieron nuevas claves interpretativas del pasado e influyeron en la forma en que amplios sectores de población y en particular, los indígenas, tramitaron sus experiencias de violencia masiva. La promoción de las políticas de la identidad y el multiculturalismo liberal como nuevas formas de “pensar” (y actuar en) las sociedades nacionales fue paralela al decaimiento de otras claves interpretativas derivadas del marxismo, la lucha de clases, los proyectos emancipatorios y de transformación social, y la legitimidad de las formas de organización popular que les eran propias. Durante esa misma década, en el seno de las organizaciones indígenas también se produjeron cambios importantes. En el marco de las movilizaciones a finales de la década empezó a surgir la necesidad de una política que permitiera una interacción directa y sin intermediarios con el Estado (Bastos y Camus 1998) en pos de visibilidad y reconocimiento. Ya para 1992, la “política propia” que iba de la mano de una nueva

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agenda política en la que los idiomas tradicionales y los ‘temas mayas’ cobraron relevancia, había dado sus frutos: “14 publicaciones y periódicos se ocupaban de cuestiones mayas (…) aproximadamente 200 organizaciones tenían integrantes mayas, trabajaban en cuestiones mayas y se reconocían como mayas” (Arias 1997: 824, mi traducción). En ese marco, los mayas enfatizan y demandan el “reconocimiento” de la especificidad de sus experiencias de violencia que, mezcladas con el recuerdo de las prácticas históricas de colonialismo y racismo, y reverberadas con la celebración de los 500 años, de repente parecían inubicables en categorías como las de “pobres” o “clases populares”. La entrega del Premio Nobel de la Paz a Rigoberta Menchú, las conmemoraciones de los 500 años de “resistencia indígena” en 1992 y la firma de los Acuerdos de Paz en 1996 configuraron un lugar desde el que, además de visibilidad global, los indígenas obtenían la posibilidad de elaborar una narrativa histórica en la que las violencias recientes encontraban eco en el genocidio de la Conquista de América y en el que los fondos y la asesoría técnica de la Cooperación Internacional permitían imaginar un nuevo orden económico-político en el que ser indígena no fuera sinónimo de pobreza y subordinación. Con el replanteamiento del campo político en el que la identidad cultural era uno de los elementos constituyentes, se hizo cada vez más evidente la eficacia de las nuevas narrativas. Durante la primera mitad de la década de los noventa, fueron sancionadas algunas leyes a favor de los indígenas, algunos mayas fueron elegidos para el Congreso, otros fueron elegidos alcaldes en ciudades como Quetzaltenango y otros más obtuvieron cargos en oficinas del Estado. A su vez, importantes fondos fueron otorgados a algunos proyectos por agencias multilaterales, ONG internacionales e iglesias (Nelson 2003)8. 8

Varios autores han hecho una lectura crítica de esta reorientación; para citar solo algunos, Torres-Rivas (2011) calificó estas perspectivas como lecturas “culturalistas” de línea excluyente, mientras que Casaús Arzú (2008: 70) calificó estas nuevas formas como “dicotómicas y bipolares” y afirmó que contribuyen a la polarización del discurso, a exacerbar las diferencias étnicas y a profundizar ciertos esencialismos. Por su parte, Nelson (2003) esquematizó esta reconfiguración refiriéndose a la forma en que era llamado aquel grupo de personas que decidía reconocerse y era reconocidos como mayas - los “culturales” – a los que se oponían los “populares”.

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A partir del contexto contemporáneo guatemalteco es posible reconocer la violencia a gran escala ejercida en contra de los indígenas a partir de lo que destruye y también como creadora de un mundo nuevo a través del orden y la clasificación. Si durante la guerra mediante la violencia fueron confundidas la condición de víctima y de victimario (forzando de manera compulsiva a muchos indígenas a ejercer violencia en contra de integrantes de sus mismas familias y comunidades), en los contextos actuales los indígenas “respetuosos de las tradiciones” son separados de aquellos que reivindican sus derechos; de un lado, confusión para causar más daño; del otro, segmentación para deslegitimar una agencia política que se resiste a aceptar un “reconocimiento” meramente folclórico y culturalista. Una y otra práctica puestas en relación evidencian que la Nación no se propone “homogenizar” y eliminar la diferencia (Bauman 2005[1991]: 98). Más bien, observadas en conjunto, estás prácticas demuestran que en diferentes momentos históricos y de diversas formas el Estado guatemalteco se ha propuesto más bien producir dichas diferencias (y en particular las diferencias indígenas), aunque escribiéndola en sus propios términos y ubicándola en el lugar subalterno que por definición y trayectoria histórica le corresponde a los ojos de los actores hegemónicos.

c. Colombia En mi análisis del contexto colombiano he intentado situar las prácticas de violencia llevadas a cabo en contra de los indígenas wayuu en un contexto más amplio que se articula con la expansión y despliegue en La Guajira del Estado, las empresas extractivas, el capitalismo verde, el turismo y los proyectos conservacionistas. Actualmente, en un contexto en el que se combinan distintas formas de soberanía y control territorial, los wayuu se enfrentan a desafíos como (a) la evidencia de encontrar cada vez más dificultades para resolver su supervivencia de manera autónoma, (b) la necesidad de hacerlo a través de relaciones con agentes que proponen formas “aceptables” de ser wayuu, (c) el enfrentarse a desafíos que no pueden ser asumidos solo

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entre los wayuu, siendo el proyecto de traslado del río Ranchería un ejemplo9. En síntesis, su mayor desafío tiene que ver con sortear la contradicción entre una realidad que les exige alianzas y vínculos con otros y unas políticas culturales (estatales, empresariales, policiales, políticas y otras) que se orientan a su diferenciación (la mayor parte de las veces de una manera culturalista y folclórica). *

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Mi forma de desarrollar una perspectiva diferencial, en síntesis, no consiste en dar por dadas las diferencias de las personas o colectivos y a partir de esto interrogarme sobre los significados o las consecuencias de determinadas experiencias, prácticas o acontecimientos pueden tener para ellos. Más bien consiste en analizar cómo, a través de qué mecanismos, con qué objetivos, bajo qué premisas, aquellos que han sido (co)producidos como “otros” y que hoy son reconocidos como tales, son (co)producidos, a través de la violencia, como diferentes o como semejantes y, aunque de maneras a veces menos explícitas, como subalternos. Mi eje de análisis se sitúa en los procesos de alterización/identificación articulados a los ejercicios y las prácticas de violencia más que en las dinámicas que se generan desde determinadas pertenencias “culturales” u otras. En este marco, el espacio y el análisis de las prácticas espaciales, como he intentado demostrar a partir del caso argentino, se muestran como un escenario interesante de análisis.

2. Enfoques diferenciales en torno a la violencia y la memoria: problemas y desafíos

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En el año 2011 la compañía del Cerrejón hizo público un proyecto de expansión a gran escala (Cerrejón, 2011) que proponía el desvío de 26 kilómetros del cauce del río Ranchería, la construcción de una presa, un embalse y la ampliación de la infraestructura portuaria. En el documento se recalcaba los beneficios en empleos, regalías e ingresos fiscales que se generarían con la ampliación y los planes y proyectos que la compañía tenía previstos para prevenir, mitigar, corregir o compensar los potenciales impactos. En un lugar protagónico aparecía la consulta previa con las comunidades. Organizaciones indígenas wayuu y otras Organizaciones sociales se movilizaron para oponerse al proyecto.

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a. las “necesidades” de memoria Impulsadas frecuentemente por diversos actores como iglesias, movimientos sociales, la academia, ONG y agencias multilaterales, o motivadas por comunidades, organizaciones y líderes activos, las sociedades recuerdan y olvidan, deciden hacer públicas o no determinadas memorias. A su vez, las razones y los propósitos propios (sociales, culturales, políticos) de las prácticas de memoria son diversos y dinámicos, es decir, están en constante transformación. Mientras que las agendas de los gobiernos suelen estar dirigidas a responder a la necesidad legitima de elaborar un conocimiento público acerca de los ocurrido, un análisis transversal de los propósitos de las comunidades locales y en especial de las indígenas frente a sus prácticas de memoria muestra que, en la mayoría de los casos, las demandas de justicia por las experiencias de violencia se articulan demandas por igualdad y la posibilidad de ejercer otros derechos que históricamente les han sido negados. Así, las agendas institucionales de gobiernos, iglesias, ONG y agendas multilaterales, no siempre son las mismas ni comparten los mismos propósitos de las comunidades locales y entre unos y otros las prácticas de memoria no están exentas de paradojas y contradicciones. En una misma línea, es preciso recordar que aquello qué se recuerda y aquello que se olvida, al igual que aquellas memorias que se hacen públicas, constituyen un campo en tensión y en conflicto en donde los diversos actores no participan en igualdad de condiciones.

b. tensiones morales y tensiones de escalas Como ha sido señalado en la primera parte, en contextos de violencia masiva es frecuente que de manera coherente con la doble condición de la violencia (destructora y creadora) las acciones de dominación se hayan desarrollado tanto a través de la violencia como a través de otros dispositivos que se proponen o que conllevan a relaciones de coerción o fascinación. Asimismo, es igualmente frecuente que, ya por la violencia, ya por la coerción,

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ya por la fascinación, determinadas personas o colectivos hayan adscripto o hecho alianzas con agentes hegemónicos con diverso tipo de objetivos que van, desde la misma preservación de la vida hasta la obtención de beneficios (económicos, de poder, de otro tipo). El abordar públicamente determinados acontecimientos puede llegar a reavivar conflictos frente a los que las sociedades o determinados sectores no están preparados a hacer frente por no contar con diversos tipos de instrumentos necesarios para ello o simplemente no querer hacerlo por temor a la re-emergencia de conflictos y tensiones; en este aspecto es importante señalar dos elementos: por una parte, sin justicia, el hacer públicas las experiencia de violencia a través de prácticas de memoria pueden redoblar las experiencias de violencia, discriminación y marginación pues la impunidad emerge no en razón de la imposibilidad de impartir justicia sobre algo desconocido sino como algo que permanece aún en frente de una evidencia hecha pública. Por otra, en las situaciones del post-conflicto, los actores hegemónicos armados suelen ejercer presiones de diverso tipo para garantizarse tanto su impunidad como la conservación de los beneficios obtenidos mediante prácticas de violencia en el marco de la guerra. No sobra subrayar que las experiencias de los indígenas con respecto al acceso a la justicia se han caracterizado precisamente por la dificultad o la clara imposibilidad de acceder a la misma, tanto en eventos particulares (como los de las prácticas de violencia) como en su cotidianidad (con respecto al mercado laboral, la salud, la educación, etc.). ¿Qué rol ocupa la moral en todo esto? reconocer a los indígenas como sociedades particulares y específicas implica reconocer que, como cualquier sociedad, cuentan con un sistema específico de principios y normas. Las sociedades nacionales han estado prestas a reconocer esa diferencia cultural siempre y cuando no vaya en desmedro de su propio sistema moral basado en la doctrina “universalmente aceptada” de los derechos humanos. En términos generales y a los efectos de este texto, puede afirmarse que los indígenas han debido resignar algunos aspectos, dimensiones o prácticas que pueden ir en contravía del sistema moral dominante (en particular en lo que tiene que ver con el sistema legal y la

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aplicación de justicia). No obstante, en otros aspectos como las prácticas de memoria (incluidos aquí la pertinencia del recordar y del olvidar, la utilidad de hacer públicos los sufrimientos, la posibilidad de reparar las experiencias de violencia, la posibilidad de individualizar las victimas) emergen desafíos que también tienen que ver con la imposibilidad o dificultad de reconocer que existen otras formas de memoria que están asociadas a otros sistemas morales. Esta imposibilidad/dificultad puede tener como consecuencia un redoblamiento de la acción de violencia por parte de una sociedad dominante que “decide” cuando ejercer la violencia, cuando recordar y cuando (y cómo) perdonar. Entender estas dificultades y sobretodo crear los mecanismos que permitan hacerles frente, requiere de un conocimiento profundo de la(s) historia(s), de las dinámicas sociales y políticas contemporáneas y de las diferencias que pueden surgir a partir de la yuxtaposición de diferentes escalas y sociedades en las que se despliegan las prácticas de memoria. Narrativas de memoria histórica sobre violencia a gran escala que a una escala nacional o internacional pueden parecer apropiadas, no necesariamente lo son a la escala de las comunidades locales, o pueden serlo en unas comunidades y no en otras. Estas diferencias se encuentran frecuentemente asociadas a las garantías de cumplimiento de los acuerdos que se les ofrecen a las víctimas. Refiriéndose al caso guatemalteco el antropólogo Richard, Wilson (1997) muestra por ejemplo, que la imposibilidad de acceder a la justicia para algunas comunidades locales implica no sólo una visión crítica del proceso, sino el cuestionamiento de los principios mismos de la justicia transicional. En el caso argentino, como se refiere en otro apartado, la política de derechos humanos impulsada durante la última década, salvo muy contadas excepciones, no ha alcanzado las experiencias de los indígenas durante la dictadura. Esto no tiene efectos solamente en la arena de la memoria sino que se convierte en una experiencia más de discriminación. En los tres contextos de análisis, aunque con diferentes grados de intensidad, se presentan situaciones que plantean ‘nudos morales’ en el seno de las prácticas de la memoria, entendiéndose por dichos nudos aquellas situaciones en las que cualquiera de las acciones

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propuestas conduzcan a la transgresión de algún principio moral y en particular, a la violación o irrespeto en alguna forma de los derechos de las víctimas. Veamos brevemente: En Argentina, muchos indígenas establecieron alianzas con militares en busca de beneficio individual en proyectos productivos, viviendas y otras obras de infraestructura, ignorando o haciendo oídos sordos a las prácticas de dominación o de violencia que los mismos militares llevaban a cabo en contra de otros indígenas, incluso al interior de las mismas comunidades. No obstante, aquellos que obtuvieron algunos beneficios muchas veces establecieron alianzas en un contexto de amenazas, temor y presiones por lo que no podría afirmarse taxativamente que sus decisiones hayan sido autónomas. En Guatemala, la participación de los indígenas en las Patrullas de Autodefensa Campesinas (PAC) fue vista y emprendida como una verdadera tarea civilizatoria (Oettler 2006: 6) que permitía su “ladinización” (CEH 1999: 197). Los ‘patrulleros’ fueron simultáneamente víctimas del ejército y perpetradores (Sieder 2011, Le Bot 1996, Remijnse 2002, Zur 1998); las fuerzas armadas fueron las responsables de la inmensa mayoría de las masacres, pero, ¿Quiénes son esas fuerzas? ¿Cuáles son sus fronteras? En Guatemala devenir victimario (en función de la participación en las PAC, por ejemplo), también fue una forma de ser víctima (pues tanto dicha participación como muchas violencias llevadas a cabo en función de la misma estaban articuladas a amenazas de muerte tanto para sus participantes como para sus familias). Para el caso de Colombia, y en particular de la Guajira, podemos citar la polémica que surgió con la solicitud de Chema Bala (acusado por su participación en la masacre de Bahía Portete) de ser juzgado por la vía de la justicia consuetudinaria, y las demandas de las familias de Portete de que éste fuese juzgado por la justicia ordinaria (CMH 2010). El intento de presentar la alianza con los paramilitares como una “cuestión cultural” responde a la discusión acerca de si la administración de justicia es un derecho o una función de las autoridades indígenas. Optando por la primera posición y en consonancia con la interpretación que se ha hecho a nivel internacional, y la jurisprudencia colombiana (Sánchez Botero y Jaramillo 2009: 159) el tribunal denegó la solicitud de Bala en el 2007.

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Chema Bala aseguraba nunca haber sido paramilitar ni tenido vínculo con los paramilitares, una posición que le impedía acogerse a la Ley de Justicia y Paz y sus beneficios y por la que, incluso, fue condenado en Colombia a 40 años de prisión en 2008, y a veinte años de prisión al año siguiente por una Corte Federal de Estados Unidos. Mientras tanto, reconociendo los vínculos de su padre con los paramilitares, su hija (Barros Uriana 2009) declaraba que asociándose con éstos, su padre no hacía otra cosa que aquello que los wayuu han hecho tradicionalmente, esto es, aliarse con terceros en las disputas ‘internas’ por el poder. Los indígenas movilizados de Portete, respondieron diferenciando dos tipos de alianzas: aquellas de los “antepasados en guerra justa para enfrentar al invasor español” y las de Chema Bala “para masacrar su propia etnia y enriquecerse con el narcotráfico”. Asimismo, la Organización Wayuumunsurat afirmaba que Chema Bala y su familia representaban “el desconocimiento de las leyes tradicionales wayuu y la superposición de dinámicas mafiosas, corruptas y asesinas” (MUTEPAZ 2009). Las familias de Portete intentaban evitar las manipulaciones por parte de Chema Bala y su familia de las ideas de cultura a través de las cuáles Chema Bala obtendría la impunidad. No obstante, su discurso avanzaba en una línea similar aunque en una dirección inversa pues tendía a reproducir la imagen a-histórica de un auténtico nativo orgulloso enfrentado la colonización extranjera, y a opacar los elementos que pudiesen contradecir dicha imagen (como el vínculo de los wayuu con el contrabando). Como se deriva de estos casos brevemente referidos, en este punto es imposible hacer generalizaciones. La imperiosa necesidad de detenerse en lo particular, y en las formas precisas en las que mediante la violencia se produjeron víctimas y victimarios se enfrenta a dificultades fácticas de escala y viabilidad. Para el caso baste citar el caso colombiano en el que un conjunto complejo de actores armados que se configuraron y reconfiguraron de diversas formas a lo largo de cincuenta años produjeron 6 millones de víctimas. ¿Cómo no caer en las trampas del universalismo cuando la generalización (aún en sus distintos grados) parece condición necesaria para la implementación de políticas públicas a ciertas escalas?

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c. debates morales y derechos de las víctimas, ¿una tensión irresoluble? Los tres casos presentados demuestran que es mucha vez a través de tensiones y diferencias de escalas que las fronteras entre víctimas y victimarios, entre quienes adscriben al poder y quienes resisten a él se hacen difusas. Naturalmente, tanto las personas que ejercen la violencia como los contextos sociopolíticos en los que la violencia a gran escala parece legítima son el resultado de las mismas sociedades. Muchas veces los perpetradores son también ciudadanos o padres de familia comunes y corrientes (Arendt 2003[1961]). Pero ideas como aquellas, que asumiendo la complejidad de las violencias, afirman que “todos somos victimarios” o “todos somos víctimas” tiende a sentar las bases de posibilidad de la impunidad. Reconocer las ambigüedades y los grises entre unos y otros, puede ser útil en términos analíticos para entender la naturaleza de la violencia masiva contemporánea y otros mecanismos de hegemonía, pero es insuficiente para dar cuenta de las experiencias de las víctimas y en especial, para hacer viable y posible su derecho inalienable a la verdad, a la memoria y la justicia. Es fundamental evitar que la complejización de las lecturas de la violencia impida reconocer no sólo aquellos elementos que dieron lugar a que los indígenas fueran objeto de altos niveles de violencia sino los mecanismos y las situaciones que en los contextos locales permitieron que muchas personas adscribieran (e incorporaran) la violencia de los perpetradores. La posibilidad de construir una narrativa que permita entender las condiciones de posibilidad de la violencia masiva está en tensión con la necesidad de dar cuenta de cómo personas concretas en contextos concretos tomaron decisiones, posicionándose de determinadas formas en pos de obtener beneficios. Es necesario un análisis que permita las idas y vueltas entre estos dos niveles.

d. más allá de las fronteras (y de las historias) nacionales El análisis transversal de los tres casos nos confronta a una dificultad. Si bien la comprensión de los procesos de violencia requiere de una mirada profunda sobre la escala nacional, ¿qué elementos, bases, principios son los que operan para que la violencia masiva

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se presente con altos grados de similitud en los tres contextos? Es decir, ¿puede intentarse una aproximación a las prácticas de violencia masiva en contra de los indígenas más allá de las fronteras nacionales? A esta dificultad nos referiremos, en la última parte.

3. ¿Cómo trascender lo testimonial para alcanzar una comprensión del conflicto armado? Las formas en que las personas se relacionan con los acontecimientos de violencia son históricas, es decir, están sujetas a procesos de cambio y transformación. Reconocer los testimonios como productos históricos implica situarlos en contextos espaciales y temporales específicos. Retomamos nuevamente la idea de la violencia como fuerza destructora y creadora para afirmar la importancia de analizar las formas concretas en que las prácticas de violencia transforman las trayectorias de personas y sociedades y sus perspectivas acerca de los acontecimientos. A su vez, la articulación entre violencia y cultura invita a realizar un trabajo de arqueología de las gramáticas con las que se (re)escriben las relaciones sociales en el post-conflicto. Las personas y las sociedades interpretan una y otra vez los acontecimientos a partir de sus propios “horizontes culturales” manteniendo una puerta siempre abierta hacia el pasado (Sahlins 1988). Pero dichos horizontes culturales no son estáticos, se transforman, entre otros, en función de diferentes tipos e intensidades de articulación con las culturas y los contextos más amplios en los que se insertan. En la actualidad los testimonios surgen en un contexto en el que numerosos pueblos indígenas, al igual que muchos otros sectores sociales, en su búsqueda por verdad, justicia y reparación, intentan comunicar sus experiencias y hacerlas inteligibles para sí mismos y para audiencias más amplias (que incluso sobrepasan las fronteras nacionales). Este ejercicio, asimilable a la traducción, es operado a través de mediaciones. A partir de las experiencias en Argentina, Guatemala y Colombia que he intentado sintetizar aquí, es posible sostener que existe una tendencia creciente por parte de distintas

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comunidades de víctimas y sobrevivientes de actos de violencia masiva a procurar adquirir visibilidad e incidencia en la esfera pública, en busca de memoria, verdad y justicia. Esta búsqueda se lleva a cabo a través de un conjunto heterogéneo de prácticas, discursos y performances que definimos aquí como mediaciones de memoria. Este tránsito es característico de un nuevo campo sociopolítico, constituido por múltiples dinámicas, en las que resaltaremos cuatro: primero, la reivindicación del trauma como base de un nuevo lenguaje del acontecimiento y de la institución de la condición de víctima, que permite su “reconocimiento” (Hartog 2012); segundo, el “reconocimiento” de la diferencia étnica y cultural y la emergencia de una condición multicultural, en el que distintas comunidades son interpeladas y se asumen a partir sus trayectorias y situaciones particulares. Tercero, la expansión y consolidación de un nuevo orden, en el que tanto las formas diferenciadas de tramitar la violencia como la diferencia cultural se articulan a un contexto sociopolítico marcado por el predominio del capitalismo neoliberal. Cuarto, cierto desplazamiento en el énfasis de la acción política que, poniendo el énfasis en el reconocimiento, omite (o encuentra enormes dificultades para) cuestionar la legitimidad del sistema económico y político creado por la violencia y plantear la necesidad de su transformación. Los indígenas toba qom suelen hablar de sus experiencias durante la última dictadura como “la época de los militares”. Hasta hace poco tiempo, los qom se referían a aquellos años como una época de bonanza productiva y abundancia. Esta nostalgia tiene que ver, por una parte, con un largo proceso en el que en diferentes momentos históricos los militares, en una combinación de violencia, sometimiento, disciplinamiento y coerción, fueron quienes ofrecieron a los indígenas un lugar (aunque subordinado) dentro de la comunidad nacional. Esta nostalgia también tiene que ver con la idea de indígena, que los militares se propusieron producir (productivo, manso, y argentino). La nostalgia impregna los testimonios acerca de eventos desplegados por los militares como los actos cívicos de integración a la comunidad nacional de los indígenas. No obstante, dicha nostalgia puesta en diálogo con otros actos menos evocados pero no menos presentes (como desalojos, prácticas de violencias, experiencias de distintas formas de

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hegemonía) empiezan a mostrar las fisuras del recuerdo positivo de la época de los militares y a cubrir de extrañamiento e incomodidad aquello que hasta hace poco tiempo aparecía principalmente bajo la forma de la nostalgia. La complejización del recuerdo de agentes hegemónicos como los militares también se produce de manera heterogénea. Por una parte, está la experiencia cotidiana de los indígenas (frente a la violencia policial por ejemplo), en función de la cual se reactualizan algunas dimensiones de la memoria y no otras. Por otra parte, el Estado nacional argentino en los años más recientes interpela a los indígenas proponiéndoles y/o estimulándolos a revisar sus experiencias de la dictadura desde ciertos acontecimientos (como la guerra de Malvinas y las gestas patrióticas de Belgrano y San Martín) más propicios a la articulación con las formas más recientes del nacionalismo que al reconocimiento de sus derechos y en particular de las históricas violencias que han experimentado tanto por gobiernos militares como democráticos. Es posible participar activa, consciente y explícitamente de la elaboración de testimonios y otras narrativas, aportando a nuestros interlocutores elementos históricos que son olvidados o desconocidos por ellos pero que al ser incorporados permiten la elaboración de narrativas nuevas. Un oído atento a los conocimientos que los actores tienen de los contextos y las dinámicas locales es imprescindible en busca de una articulación efectiva. Aquí, un diálogo de conocimientos empíricos, académicos y/o políticos sobre cuestiones como proyectos de infraestructura,

trayectorias

de

lucha,

discriminaciones

históricas,

especulación

inmobiliaria, nuevas extensiones de la frontera agraria, entre otros, pueden contribuir a situar las violencias en marcos que permitan comprender otras dimensiones de su naturaleza. Decretos, leyes, comunicados de prensa, entre otros, permiten reinterpretar las experiencias de violencia en otros términos. ¿Qué significa entonces trascender lo testimonial? El fin de la guerra no puede implicar el olvido en cualquiera de sus versiones (historia edulcorada, suprimida o negada) del mismo modo que la condición de víctima no puede restringir aquella de sujetos y comunidades activas en lucha por sus derechos y reivindicaciones. Transcender lo testimonial en este sentido, implica memorias que no queden encerradas en los acontecimientos de violencia ni

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que representen a las víctimas sólo en cuanto víctimas, implica también, memorias que habiliten a las personas y a las comunidades a continuar con sus procesos de lucha y transformación social. En lo que se refiere a los pueblos indígenas, los procesos de memoria abren varios desafíos e interrogantes. En el contexto actual el reconocimiento de la condición plural de las sociedades contemporáneas ha tenido como consecuencia una creciente pluralidad de memorias. El riesgo en este punto, está vinculado, menos a la ausencia de memorias particulares (que surgen aquí y allá de manera creciente) que al riesgo de establecer memorias cerradas en las que comunidades particulares se enfrentan a prácticas particulares de violencia, elaboran formas particulares de memoria, merecen formas particulares de justicia y requieren formas particulares de reparación. Tal como he querido mostrar, la violencia también es una forma de producción de alteridad estrechamente articulada a una forma de producción de desigualdad. Elaborar memorias que rompan o que sienten las bases para que los actores tengan la posibilidad de romper estas prácticas de producción articulada de diferencia y desigualdad es, desde esta perspectiva, desactivar el mecanismo de construcción social activado mediante las prácticas de violencia.

* Espacios de violencia, sitios de memoria (escenarios habilitantes de la vida social) y lugares de elocución Con respecto a la extensión que me he propuesto realizar en términos espaciales, intento impedir que los acontecimientos de violencia encapsulen mi compresión de aquello que los motivan, los causan, los vehiculizan y algo similar intento proponer a las personas con las que trabajo. La elaboración de mapas de geografías superpuestas (ver punto anterior) permite cuestionar las narrativas que tienden a quedar encerradas en torno a los acontecimientos de violencia y a los lugares marcados por dichos acontecimientos.

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Una mirada a las dinámicas regionales que se produjeron en la región de La Guajira por los mismos años de la arremetida paramilitar nos confrontan a una evidencia: la masacre de Bahía Portete (2004) fue relativamente simultánea a la expansión articulada del Estado nación y de actores económicos característicos de la nueva economía global. En un periodo de tiempo muy corto y en un radio espacial relativamente reducido, se cometía la masacre de Bahía Portete, y se concretaban un proyecto eco-turístico, un parque eólico, un proyecto de conservación y más recientemente un parque nacional10. Una combinación que hace que aquello que puede ser denominado “geografía del horror” en base a lugares como Bahía Portete, dialogue con la “geografía de la resistencia” que puede establecerse a partir de los lugares en los que se realizan acciones conmemorativas como los Yanama. Asimismo, dichas geografías se articulan con otras que pueden componerse a través de un conjunto de lugares que pueden ser agrupados o reconocidos como nodos de redes que constituyen otras geografías como aquellas de la expansión económica, la conservación de la naturaleza, los circuitos turísticos, y que de una u otra forma interpelan a los wayuu y a sus relaciones con sus territorios. A título ilustrativo podemos describir inicialmente esta complejidad como un conjunto de capas superpuestas: la geografía del horror se superpone a aquella en las que se forjan ‘nuevas’ ciudadanías multiculturales y estas a su vez se superponen con aquella en donde surgen los colectivos 10

El 4 de abril del 2004, días antes de que la violencia arreciara sobre Bahía Portete, el entonces presidente de Colombia Álvaro Uribe inauguró unas posadas wayuu en el Cabo de La Vela, a unos 50 kilómetros de Bahía Portete. El Parque Eólico Jepírachi fue construido en las proximidades de las localidades del Cabo de la Vela y Puerto Bolívar, e inaugurado el 19 de abril de 2004. También en el 2004 se inició un proyecto de conservación en la Alta Guajira como parte del programa “Conservación para el Desarrollo”, una iniciativa promovida por la Alianza Fondo Acción y Conservación Internacional Colombia (CI). Esta iniciativa daría lugar a que en el 2011, Carbones del Cerrejón Limited, CI Colombia, el Fondo Acción, CORPOGUAJIRA, entre otros, constituyeran una alianza para la implementación de un acuerdo de conservación para la protección de los nidos y hembras de tortugas marinas que anidan y forrajean en la zonas costeras de la Alta Guajira con las comunidades Wayuu localizadas en las zonas de Bahía Hondita y Punta Gallinas. Por último, el 20 de diciembre de 2014, a diez años de la masacre y sin que se hayan ofrecido las garantías para el regreso de los desplazados de Bahía Portete, el gobierno nacional colombiano creó en Bahía Portete una reserva natural, declarándolo Parque Nacional Natural Bahía Portete, en un proceso en el que de acuerdo con el Ministerio de Ambiente de contó con la consulta previa de las comunidades wayuu. URL: https://www.minambiente.gov.co/index.php/component/content/article/2-noticias/1610-nuevo-parquenacional-natural-colombia-bahia-portete. Consultado el 13 de enero de 2015, Estas dinámicas son analizadas en profundidad en otro trabajo.

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de resistencia y movilización social o una cuarta compuesta por los nodos de expansión del capitalismo neoliberal. No obstante, más que estar superpuestas y paralelas, estas geografías aunque contradictorias y discordantes en realidad coexisten y están imbricadas a través de las prácticas espaciales y las experiencias corporizadas de los sujetos. Esta coexistencia exige pensar de manera articulada, no sólo el espacio en La Guajira sino los testimonios que dan cuenta de la construcción de este nuevo orden y del rol de la violencia en dicha construcción. Finalmente, en términos políticos, la extensión que propongo parte de una constatación; las dinámicas y acontecimientos espacialmente superpuestos están en consonancia con las simultaneidades y contradicciones que en la vida cotidiana enfrentan indígenas como los wayuu, confrontados simultáneamente a acontecimientos de violencia masiva, proyectos de ecoturismo, políticas de estado, la acción de las compañías mineras, la expansión del capitalismo neoliberal y la creación de parques naturales en sus territorios. Asimismo, tal superposición confronta a los wayuu a la evidencia de que la transformación de los territorios ejercida por las masacres y otros actos de violencia es excedida por otras transformaciones ligadas a la construcción multisituada de un nuevo orden económico y político en sus territorios. Me he propuesto, entonces, analizar de qué forma los testimonios dan cuenta de este nuevo orden en construcción en el que la violencia es un elemento constituyente. La experiencia muestra que en las prácticas comunicativas que se dan en torno a prácticas conmemorativas como los Yanama, las prácticas de violencia masiva son puestas en diálogo con las amenazas históricas y actuales sobre sus territorios y otros derechos como la salud y la educación, proponiendo lecturas transversales ilustradas en sus declaraciones en las que con el mismo énfasis que exigen la “expulsión de las bandas paramilitares de las rutas de la alta Guajira” rechazan los megaproyectos en su territorio (MUTEPAZ 2009). Es fundamental entender que los testimonios se insertan en campos de poder y en contextos culturales más amplios, que de distintas maneras condicionan las narrativas de los sujetos. Frente a esta constatación nuestros trabajos se enfrentan a un doble desafío. Por una parte, contribuir a plantear interrogantes y a ofrecer herramientas que les permitan a las

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personas con las que trabajamos elaborar comprensiones de la violencia que, aunque situadas en sus propias trayectorias históricas, permitan tender puentes con perspectivas más amplias y con los procesos macro de los que son parte. Por otra, ofrecer aportes para que las sociedades nacionales complejicen sus miradas y comprensiones acerca de la violencia integrando en las narrativas más amplias, las experiencias de distintos grupos de población.

4. Testimonios y narrativas: tensiones y formas de articulación Una memoria plural requiere de unas narrativas polifónicas en las que puedan integrarse los consensos pero también los disensos y las tensiones. En este sentido, me he propuesto no presentar los testimonios como parte de una memoria consensual sino diversa y en conflicto. He intentado prestar atención tanto a los rasgos polisémicos y discordantes como a aquellos consensuados y negociados sin que en este ejercicio se vean diluidas las responsabilidades directas e indirectas, (militares, políticas, otras) de las prácticas de violencia o de forma tal que implique las riesgosas formas de la memoria consensuada. Paralelamente, me he propuesto mostrar que los testimonios no son falsos, inventados ni oportunistas pero tampoco puros, autónomos o imparciales. La producción de diversos discursos y narrativas acerca de la violencia, como cualquier tipo de representación en el que se involucran terceros, es el resultado de prácticas de (co)producción en las que tanto quienes testimonian como quienes interrogan (registran, entrevistan, filman, graban, etc.) están involucrados. A su vez, dichas prácticas suelen estar atravesadas por relaciones de poder, dominación, etcétera. Es desde estas consideraciones que me he interesado no sólo en las narrativas y en los testimonios tal como aparecen en la esfera pública, sino en los procesos de producción, es decir, situando los testimonios en los contextos espaciales y temporales en los que se producen. En tercer lugar, me interesé en los discursos de quienes han ejercido la violencia. Prestar oído a los discursos mediante los cuales los perpetradores se posicionaban frente a la

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violencia que ejercían responde a la premisa que ya he referido, las relaciones de identidad y alteridad no sólo pre-existen; también son producidas a través de la de violencia. Contrastar los testimonios de las víctimas con los discursos políticos mediante los cuales se pretendía explicar, justificar, minimizar o legitimar las prácticas de violencia permite ver la importancia que los discursos públicos tuvieron en la construcción de las condiciones de posibilidad para su desarrollo. En cuarto lugar, reconozco los testimonios como una forma de discurso y como tal, el resultado de la acción de personas concretas en contextos socio-culturales específicos. Respondiendo a esta premisa, me he propuesto, por una parte, integrarlo a otros tipos de discursos como imágenes, performances, intervenciones, rituales, monumentos, etc. bajo el concepto de mediaciones de memoria. Este concepto me ha permitido hablar de los testimonios y de los otros tipos de discurso como mediaciones a partir de las cuales individuos y sociedades establecen relaciones con las experiencias de violencia y que no se limitan al recuerdo ni a la rememoración. Esto me ha permitido integrar los testimonios pero sin convertirlos en la única puerta de acceso a la significación que toman los acontecimientos y siempre poniéndolo en relación con las prácticas.

5. Entre el esclarecimiento histórico y la memoria histórica El esclarecimiento histórico se propone elaborar una narrativa y una explicación relativamente coherentes que les permitan a una sociedad entender los orígenes, las formas y las dinámicas de la violencia. Para entender la tensión entre los dos términos (historia y memoria) me referiré a algunos aspectos del caso guatemalteco. El esclarecimiento histórico, tal como fue planteado, supone que es necesario – y posible – echar luz sobre acontecimientos del pasado poco claros, ocultos, desconocidos a partir de una aproximación con “objetividad, equidad e imparcialidad” (Simon 2002: 3). Es en este sentido que la expresión “esclarecimiento histórico” fue utilizada en Guatemala a partir del Acuerdo sobre el establecimiento de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico de las

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violaciones a los derechos humanos y los hechos de violencia que han causado sufrimiento a la población guatemalteca (1993). La relación que tal expresión establece entre los acontecimientos poco claros, ocultos o desconocidos y el conocimiento que se puede tener de ellos es la del conocimiento, la de acceder a la verdad. Sin embargo, aun partiendo de la base que estaba guiada por los propósitos de “objetividad, equidad e imparcialidad”, la Comisión no podía cumplirlos. Veamos tres elementos: Primero, la Comisión podía describir hechos, instituciones y estructuras pero no individuos, sujetos ni responsables. Segundo, seis años después de la entrega del informe en 1999 fue encontrado el Archivo histórico de la policía nacional (2005) con un rico acervo de información sobre las violaciones a los derechos humanos, evidenciando la falta de compromiso del Estado con la necesidad de esclarecimiento histórico. Tercero, el trabajo de la Comisión no tenía efectos ni propósitos judiciales ni individualizaría responsabilidades11. No puede haber una historia objetiva, equitativa ni imparcial cuando: (i) la identidad de los victimarios no es esclarecida (la historia se presenta de manera parcial), (ii) las mismas instituciones del Estado (responsable directo o indirecto de la mayoría de las violencias) conserva, oculta, retiene y/o destruye los insumos necesarios para llevar a cabo ese trabajo de reconstrucción histórica, (iii) se produce una verdad desarticulada del imperativo de justicia. La misma experiencia guatemalteca muestra que la relación con los acontecimientos de violencia no es histórica, es política. En reacción a estas limitaciones de la Comisión, fue creado el proyecto REMHI12. El caso del proyecto REHMI también es ilustrativo de los enormes desafíos a los que se enfrentan los proyectos y las iniciativas de memoria histórica que se proponen narrativas y perspectivas articuladas a las demandas de memoria, verdad y justicia. La potencialidad política de un informe elaborado desde y con las víctimas, se vio

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Se dejan de lado aquí otras cuestiones como los recursos financieros y personales limitados, el carácter extremadamente limitado de un año que se le otorgó a la Comisión para llevar adelante su trabajo. La decisión de la Comisión de establecer 1962 y no 1954 (fecha del golpe de Estado contra un gobierno democrático) como inicio del conflicto, 12 Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica (REMHI)

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desarticulada a través de nuevos actos de violencia e intimidación, y en este caso particular, el asesinato de monseñor Gerardi, su principal promotor13. En Argentina, ni las iniciativas de memoria histórica ni las de esclarecimiento histórico se han detenido en analizar y hacer públicas las experiencias de los indígenas en el contexto de la última dictadura militar. Así pues, los propósitos de “objetividad, equidad e imparcialidad” aun en el caso argentino demuestran sus limitaciones. La inequidad en la histórica experiencia de desigualdad en el acceso a los derechos de los indígenas se repite en la inequidad en el acceso a la memoria, la verdad, la justicia y la reparación14. En un trabajo ya publicado (Salamanca 2008) he mostrado que algunas iniciativas más recientes de memoria histórica acerca de eventos de violencia masiva (masacre de Napalpí, 1924 y masacre de Rincón Bomba, 1947) reproducen esquemas jerárquicos en los que los indígenas no tienen una participación activa.

6. Dificultades y perspectivas futuras La larga lucha de los indígenas por visibilidad, reconocimiento y respeto por sus derechos y los aportes de distintas disciplinas nos han llevado a entender las sociedades desde una perspectiva en la que la ciudadanía no se contrapone a las adscripciones étnicas o culturales así como al reto de impulsar e implementar dinámicas políticas desde perspectivas diferenciadas. No obstante, el contexto actual de neoliberalismo multicultural plantea enormes desafíos pues la diferencia, las identidades y la cultura constituyen un componente

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Gerardi fue protagonista principal de la creación de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado en cuyo seno se emprendió el proyecto interdiocesano REMHI (Recuperación de la Memoria Histórica). La presentación de los resultados del proyecto tuvo lugar el 24 de abril de 1998. El 26 de abril, dos días después de dicha presentación, Gerardi fue asesinado. 14

Es necesario referir, aunque de manera breve, la necesidad de interrogarse aquí acerca de formas de poder, dominación y hegemonía que no necesariamente pasan por el asesinato concreto de los individuos. En el caso de los pueblos indígenas – y habría que preguntarse si esta afirmación no puede hacerse extensiva a otros sectores sociales -, las experiencias de violencia también deben ser observadas en función de los impactos generados en aquellos elementos que constituyen lo común.

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importante de la gramática con la que se extiende y profundiza un modelo políticoeconómico excluyente y desigual. Ignorar esto puede dificultarnos insertar las dinámicas que analizamos en los contextos más amplios en los que se sitúan. A partir de estas consideraciones el espacio surge como el escenario en donde los posicionamientos parciales y diferenciados por las políticas de las identidades coexisten y se articulan, en donde surgen las preguntas acerca de lo común y desde donde pueden surgir las respuestas acerca de la posibilidad de esta vida en común. Los análisis desarrollados con una perspectiva en lo espacial pueden cumplir un rol fundamental en los paisajes del post-conflicto y en particular en el escenario común que puede establecerse entre las prácticas de memoria y otras esferas de la vida social, impidiendo que las experiencias del posconflicto queden encerradas en la esfera de la memoria y de la “resistencia”, y contribuyendo a su inserción en la construcción de escenarios habilitantes para la vida social. En la arena de la memoria por ejemplo, sociedades, organizaciones y personas transitan procesos de “temporalidades diversas” de ritmos “diferentes” que muestran desajustes, y asincronías. Con frecuencia, es posible reconocer que hay “otro ritmo”, y que los tiempos de “la cooperación”, de “las instituciones”, de “las comunidades” son otros, distintos. Como la experiencia lo muestra, estas diferencias son una fuente importante de tensiones que se derivan de las dificultades de articularlas. La incorporación de una perspectiva espacial abre lecturas complementarias a estas temporalidades en desencuentro. Partiendo del principio que cada una de dichas temporalidades distintas se constituyen en razón de campos específicos con dinámicas propias, emerge otra dimensión que se expresa en problemas de escala; desde la escala individual, a la escala de las relaciones interpersonales de lo comunitario, de la escala de lo comunitario a la escala de lo local. Lo regional, lo nacional, lo internacional son también escalas con temporalidades propias. En la arena de la memoria se evidencia entonces que el problema de “las temporalidades en tensión” son también la expresión de desajustes de escala de diversos campos en los que se tramita de manera diferenciada la memoria. Esto implica reconocer que más que ajustar

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tiempos, respetar los ritmos, ralentizar los ritmos institucionales, acelerar los comunitarios, lo que se está discutiendo son las posibilidades que existen o no de articular dichas formas diferenciadas de llevar adelante determinado tipo de políticas, y en este caso de tramitar la memoria, de manera simultánea a múltiples escalas. El análisis comparativo que adelantamos permite sugerir algunas hipótesis: la nostalgia de los qom por la época de los militares es una forma de interpretar la experiencia de hegemonía y violencia en función de las experiencias de discriminación, violencia étnicamente diferenciada y empobrecimiento de los qom de hoy en día. El desencuentro entre las demandas por verdad, memoria y justicia por una parte, y los campos locales de la nostalgia por la otra, reside en la incapacidad de articulación de diferentes escalas, lo nacional y lo regional en el primer caso, lo local y lo comunitario en el segundo; aun a riesgo de generalizar, podríamos afirmar que la tramitación de la memoria en el primer campo puede ser resuelta en el pasado mientras que en el segundo deben ser abordadas en el presente. Mientras en el primero se trata de una arqueología de lo olvidado y de lo oculto, en el segundo es acerca del replanteamiento del pasado en función de las operaciones en el presente. En el caso guatemalteco se hace evidente que las diferencias entre dos iniciativas de memoria (CEH y REHMI) aun siendo ambas de escala nacional surgen en la manera en que una iniciativa y otra intentaron responder a las demandas a múltiples escalas. Así, mientras que la CEH se proponía contribuir al esclarecimiento histórico y a la creación de un nuevo orden de “paz y reconciliación” y ensalzara “una nueva Guatemala” con las cuentas saldadas con su pasado, el proyecto REHMI prestó mayor atención al proceso de reparación implicado en la misma preparación del informe, definió en sus conclusiones el rescate de la memoria como una lucha, y señaló con claridad la forma en que una violencia de varias décadas marcaba el paisaje del post-conflicto: transformación radical de los sistemas de valores (el desprecio del valor de la vida de los otros y la normalización de la violencia), graves problemas económicos, la emergencia de un orden social en el que impera la impunidad y la consolidación de redes clandestinas organizadas como bandas delictivas que

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reproducen los procedimientos de los actores de violencia articuladas a las estructuras tradicionales de poder como el Ejército. Hemos referido que una mirada transversal de los tres casos nos confronta a la dificultad de entender qué elementos, bases y principios son los que operan para que la violencia masiva se presente con altos grados de similitud en los tres contextos. Es decir, si prácticas de violencia se han dirigido contra indígenas presentando diversas similitudes ¿Puede acaso nuestra perspectiva enmarcada en los contextos nacionales dar cuenta de la naturaleza de dicha violencia? ¿Puede intentarse una aproximación a las prácticas de violencia masiva en contra de los indígenas más allá de las fronteras nacionales? Esta pregunta me ha llevado a interrogarme acerca de los procesos históricos de constitución de ciertos repertorios de relación entre las sociedades nacionales y a encontrar profundas raíces coloniales en los procesos de constitución nacional en donde operan, entre otros, mecanismos de representación, discursos políticos, nociones acerca de la naturaleza y de la cultura (Salamanca 2014). Otro aprendizaje tiene que ver con los productos y las audiencias. Por las dinámicas propias del contexto actual, los resultados y los productos de las investigaciones sobre experiencia de violencia parecen estar destinados a una segmentación similar a la que hemos descrito. Los productos son académicos, militantes y comprometidos, jurídicos, literarios o artísticos y en función de dicha segmentación son consumidos por determinadas audiencias. Nuestras prácticas mismas suelen estar segmentadas de la misma forma y a veces somos académicos, a veces militantes o activistas, a veces escritores, a veces artistas. En función de dichos procesos creativos, se establecen relaciones sociales con determinadas personas o grupos de personas en busca de empatía y de crear espacios de trabajo/producción/imaginación compartida. A esta segmentación se suma el hecho que en cada uno de estos campos, se miran con cierto desdén y desaprobación los productos elaborados en función de otros campos. Por si fuera poco, estos productos compiten en el mercado de la cultura con novelas de televisión, documentales, películas, obras teatrales, best-sellers, entre otros. Una vez pretendemos salir de las fronteras de los campos segmentados, las audiencias son las

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mismas y frente a los productos de mercado, la competencia no se da en igualdad de condiciones. A partir de la reflexión sobre los contextos descritos, una parte importante de la sociedad puede ser interpelada a través de elementos que la puedan conectar con las experiencias de violencia masiva de las víctimas. Discursos políticos televisados, programas radiales, noticias de prensa, puestas en relación con los testimonios de experiencias de violencia permiten mostrar que aun como audiencias, las sociedades nacionales fueron testigos de esos actos. En ese sentido, pueden establecerse puentes de simultaneidad temporal o continuidad espacial entre esferas aparentemente escindidas. Los problemas de posicionamiento se producen no sólo en función de los campos segmentados. Los trabajos elaborados principalmente para un público académico suelen proponer discusiones pertinentes para la academia pero irrelevantes o poco relevantes para audiencias más amplias. El formato del informe de derechos humanos tiende a demostrar prácticas susceptibles de ser tramitadas por los mecanismos legales aunque sacrificando la complejidad de ciertas dinámicas sociales. La simultaneidad, las paradojas y las contradicciones son inherentes a los contextos, las situaciones y las poblaciones que han pasado por experiencias de violencia, y es necesario insistir en la elaboración de memorias que incorporen dicha complejidad, y que a su vez, sean inteligibles para amplias audiencias. Es necesario seguir explorando en la elaboración de narrativas que conecten transversalmente los tiempos, los espacios y las subjetividades; que logren sortear las trampas de las escalas y que salgan bien libradas de las trampas de la moral, que habiliten posicionamientos políticos que no recurran al esencialismo ni a las concepciones cerradas y a-históricas de identidad, autenticidad y cultura que suelen exigir los Estados nacionales para el reconocimiento de los derechos. Narrativas que superen la tradición etnocéntrica pero que no hagan de la cultura y del culturalismo barreras que impidan la pregunta por lo común. Y por último, y tal vez más importante, que permitan a las víctimas recordar que son otra cosa que víctimas. Esto es, actores políticos, agentes de cambio y transformación.

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