ESPAÑA: RETÓRICA, POLÍTICA Y TRADUCCIÓN [2009]

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Descripción

ESPAÑA: RETÓRICA, POLÍTICA Y TRADUCCIÓN Me gustaría hablar hoy de dos fracasos. Uno (elocuente) está contenido en las afirmaciones de Peter Russell cuando describe a los traductores peninsulares de los siglos XV y XVI en estos términos: ignorantes del griego, poco conocedores del latín clásico, dependientes en sus quehaceres y en sus teorías de italianos y franceses1. El otro (irritado) figura en un interesante volumen La elocuencia en el Renacimiento editado por James J. Murphy donde el propio Murphy dice lo siguiente: En sus investigaciones bibliográficas sobre ideas estéticas españolas, Menéndez Pelayo ofrece una lista de obras retóricas españolas cuyos ejemplares son difícilmente accesibles en Europa y Estados Unidos. ¿Se habrán perdido en guerras y revoluciones? Si no es posible localizarlos, ¿podemos estar seguros de comprender el curso real de la retórica española?2 Me interesan esos dictámenes y las palabras que siguen están dirigidas a exponer las razones de mi modesto interés, lógicamente, discrepante. Debo aclarar, sin embargo, una diferencia. Cuando James Murphy cuando hablar de retórica se refiere a al cuerpo teórico de ese metalenguaje, cuyo lenguaje

objeto fue el discurso y que reinó en Occidente, según la precisión de Roland Barthes3, desde el siglo V a.C. hasta el siglo XIX. En consecuencia, Murphy se pregunta quienes fueron los otros ingenios, además de Juan Luis Vives [De disciplinis, De ratione dicendi], Juan Huarte de San Juan [Examen de ingenios para las ciencias], Baltasar Gracián [La agudeza y arte del ingenio], que aparecen en las exageradas listas de Menéndez Pelayo quien, dicho sea de paso, más que hacer la historia de su España eterna, la soñaba. Pero, en estas reflexiones, no voy a interrogar la teoría que hizo avanzar el conocimiento retórico, deseo referirme a su ejercicio. Es decir, a esa práctica social destinada a asegurar la propiedad, en sentido estricto, y, de forma extensa, la propiedad de la palabra como garantía de supremacía social y política. De su origen —dirimir la posesión de tierras en la antigua Sicilia— nació su doble objeto: defender lo verosímil frente a lo verdadero, defender los privilegios que, obtenidos de forma legítima o ilegítima, resultaba necesario conservar. El escenario geográfico de las preguntas de James Murphy y de Peter Russell es España. ¿Pero de qué España hablan los hispanistas cuando hablan de España? La convención nos indica de inmediato una serie de segregaciones. Al-Andalus, ocho siglos de la España medieval, corresponde al estudio de los

arabistas. Sefarad, cinco siglos de cultura judía en la Península, corresponde a los hebraístas, América, cuatros siglos de dominio colonial, corresponde a los americanistas. ¿Qué queda para los hispanistas? La respuesta a esta pregunta quizá no sea pertinente. Sí, creo, corresponde dirimir de qué España se habla en este trabajo. Me refiero, creo necesario subrayarlo, a un territorio europeo que comienza a construirse como estado al mismo tiempo que se define su poder imperial. Esa simultaneidad no es desdeñable. Permite definir un uso retórico de la palabra destinado a legitimar y perpetuar la propiedad sobre territorios que ningún sistema colonial había hasta entonces conocido. ¿No supone ese proyecto imperial, que duró cuatro siglos, un conocimiento excepcional del metalenguaje persuasivo y de la traducción, entendida como instrumento de dominación de culturas que hablaban decenas de lenguas y de dialectos diferentes? ¿No han quedado, para asombro de los investigadores contemporáneos, cientos de traducciones de las culturas americanas y asiáticas por donde se extendió el imperio colonizador? España no era un estado-nación a la manera como lo define Hobsbawm 4(aunque podría ser uno de sus más remotos antecedentes) guiado por un proyecto unitario y respaldado por la relativa voluntad de los habitantes. En el siglo XV, cuando comienza esta reflexión, era sólo una monarquía bicéfala nacida de uno de los tantos pactos políticos que entonces, en

Europa, garantizaban la supervivencia territorial y dinástica. Esa nueva institución tenía la hegemonía de casi toda la península ibérica, por medio de otros pactos menores, y podía ser definida, en términos modernos, como profundamente militarista. De hecho, ese carácter militarista era lo que había permitido su existencia. Aunque era una monarquía absoluta y gozaba de ilimitados derechos territoriales y espirituales —por las excelentes relaciones que mantenía con el papado— se había instaurado y hecho a sí misma concediendo derechos locales bastante inusitados para la época. Los servicios de guerra habían sustituido la clásica servidumbre medieval y existía una tradición de una administración que hoy calificaríamos de descentralizada, aunque no era tal. Se trataba más bien de una larga experiencia de gobierno comunal que permitía gestionar la cosa pública en el natural aislamiento de la guerra continua. A esto se sumaba otra larga experiencia: la de los pactos con las autoridades de lo que fuera Al-Andalus con quienes se veían obligados a negociar cuando no combatían. Estos ejercicios de gobierno sin tener el gobierno y de supervivencia en medio de una hostilidad permanente no son algo intrascendente. Supusieron administrar esa relación de persona a persona (que caracterizó el sistema feudal) de manera ejemplar. Dar a los nobles menores y mayores una parcela de poder, convertir a la soldadesca en aguerridos combatientes tras ofrecerles algún tipo de botín,

terciar entre los intereses de una clase todopoderosa y desafiante fueron rutinas que los nuevos reyes de Castilla y de Aragón elevaron a la categoría de obra de arte. Si tal era la experiencia política y administrativa de la España que en los siglos XV y XVI llegó a América, África y Asia, no menos relevante era la capacidad cultural y tecnológica que ese reino medieval estaba en condiciones de desplegar. En esa España había vivido la civilización más desarrollada del mundo medieval: los árabes, que habían importado y perfeccionado los conocimientos científicos disponibles entonces. El movimiento de difusión tecnológica en la Alta Edad Media siguió una trayectoria desde la China y la India hacia Occidente, a través de la mediación de Persia, que fue también un núcleo de innovación tecnológica. […] Hubo sustanciales retrasos entre la invención de una técnica en China y su llegada a Occidente; sin embargo, tras la conquista árabe se difundieron mucho más rápidamente una vez alcanzadas las fronteras del mundo islámico. Entonces los chinos iban más de mil años por delante de los europeos en el desarrollo de ciertas técnicas de fundición o incluso de sencillos inventos como la carretilla de mano. Así, el uso del papel se

difundió desde Samarkanda, a mediados del siglo VIII, a al-Andalus, a mediados del X, y los numerales «arábigos» (es decir, indios) se difundieron en el mundo árabe en el siglo IX en cuestión de décadas.5 Los largos siglos de presencia musulmana en la península ibérica dejaron un saber científico que primero se difundió por Europa (recordemos unos versos de Geoffrey Chaucer referidos a un personaje que tiene que resolver un problema astrológico: «Sacó unas tablas toledanas, bien corregidas, no les faltaba nada.»6), luego sirvió para los viajes por el mundo y después se trasladó a ese mundo. Para conquistar América o llegar hasta las costas de China, de Vietnam o de Filipinas se necesitaban barcos, mapas, instrumentos de navegación, artilugios de diverso tipo, artesanos capaces de construir todas estas cosas y marinos avezados. Aunque saberes y sabios de religión musulmana fueron eliminados por las guerras de conquista o después, con las sucesivas expulsiones, la ciencia y muchos artífices quedaron en el territorio. También quedó una parte de la población, de religión judía — antes de ser convertidos o también expulsados —, cuyo trilingüismo (árabe, lengua romance y, frecuentemente, latín) favoreció el traslado escrito de ese corpus de conocimientos que dieron aquella supremacía tecnológica a la todavía inexistente nación española.

Si la cultura musulmana enriqueció con su ciencia las posibilidades de desarrollo de este territorio, no menos relevante fueron los judeoespañoles que, además, ofrecieron algo valiosísimo: el puro saber lingüístico. El multilingüismo fue una extendida realidad en toda la Europa medieval. Marcados por la diglosia entre el latín más o menos macarrónico de la Iglesia o de las autoridades y las lenguas vernáculas que combinaban muchas formas dialectales, los europeos de entonces estaban acostumbrados a la convivencia lingüística tal como parodia Rabelais, por ejemplo, al recrear los gritos de mercado de una plaza pública. También en España existía esa promiscuidad verbal, los dialectos romances se mezclaban con una lengua de rara estirpe, el euskera, con el árabe, también con el latín de las jerarquías políticas y religiosas. La diferencia estriba en que al lado de esa común experiencia oral, los reinos de España habían cultivado desde antiguo la traducción como medio de subsistencia o de aprendizaje. Y esta necesidad amplió el uso «profesional» de las lenguas, también su conocimiento y descripción. No sólo se guerreaba contra los «moros», se dialogaba con ellos y por eso los trujamanes tenían, como en las cortes de Aragón, un cargo administrativo: escribanos de cartas arábigas. Más allá de las beligerancias (y contradiciéndolas), ya en el siglo X, comenzaron las traducciones del árabe al latín en el monasterio de

Ripoll (Cataluña) y luego se extendieron a otras ciudades como Barcelona, Tarazona, Sevilla o Toledo. Esta extensa práctica cultural tuvo como protagonistas necesarios a judeoespañoles que no sólo tenían los conocimientos lingüísticos adecuados; poseían un saber científico sobre los idiomas insólito en el mundo tardomedieval. Voy a poner un ejemplo. Al amparo del Califato de Córdoba, en el siglo X, aparece una obra que tuvo rápida difusión entre los judíos sefarditas: el Mahberet de Menahem ben Saruq, título funcional que significaba cuadernillo, fascículo o libro pero que el uso convirtió en diccionario. Se trataba de un léxico del hebreo y arameo bíblicos, escrito en hebreo y organizado según el principio de las raíces. La finalidad del Mahberet era de tipo exegético: servir de norma y medida a los sabios en la explicación de los sentidos de la Biblia. Menahem utilizaba cinco criterios para su trabajo: la gramática, la puntuación, el contexto de la frase, el paralelismo, el uso del hebreo mísnico y del arameo targúmico7. Este luminoso texto, antecedente casi desconocido de las herramientas filológicas del humanismo español, fijó el principio de que el lenguaje bíblico, lejos de ser oscuro, puede ser conocido por el hombre quien, provisto de los necesarios instrumentos lingüísticos, debe interpretar y no inventar el significado de las palabras. Esta verdad es el principio de toda traducción.

La obra, que corresponde a los inicios de los estudios del hebreo en lo que entonces era el califato de Córdoba, sirvió de base a las traducciones bíblicas de toda Europa; también fundó los estudios propiamente gramaticales que se desarrollaron en los siglos siguientes. Quizá no sea exagerado afirmar que la primera gramática de una lengua europea, la que Antonio de Nebrija entregó a la reina Isabel, pudo tener estos antecedentes. Ni me parece un dislate, por otra parte, que el aprendizaje de lenguas exóticas en el que se entrenaron los religiosos de muchas órdenes reformadas, desestimara materiales precedentes. ¿Por qué habría que olvidarse la capacidad de describir gramaticalmente una lengua que los españoles de religión judía habían tomado de los avanzadísimos estudios filológicos árabes (su lengua) y que habían aplicado en la recuperación del hebreo clásico? ¿Por qué habría que olvidarse que, como conversos, formaron parte de esas órdenes religiosas reformadas o, como todavía judíos, estuvieron presentes en las empresas de escritura y de traducción medievales? Fuera cual fuera su papel, no intento subrayar ese protagonismo. Me interesa más verificar las habilidades que se trasladaron y que, con el correr del tiempo, se multiplicaron. Me interesa más observar cómo aquella sociedad de cultura tan compleja desarrolló destrezas verbales poco conocidas.

Tenemos una prueba directa de la espléndida oralidad de aquellos tiempos: la que aparece en la literatura castellana de los siglos XV, y luego se proyecta a los siglos XVI y XVII. En el Corbacho del Archipreste de Talavavera, en la Celestina, en el Buscón y, por fin, en el Quijote, los parlamentos de los personajes relucen como oro. Si se observa con atención en la novela de Cervantes los personajes hablan sin parar. Hablan los moriscos, los aldeanos, los nobles, el vizcaíno como vizcaíno, los catalanes como catalanes, los ilustrados como don Quijote, con todas las formas conocidas de lo literario. Sin embargo, no sólo aparece aquí la más feliz representación de la palabra hablada. Aquellos personajes, además de ser brillantes creaciones estéticas; ilustran sobre las ilimitadas posibilidades persuasivas de un discurso. Areúsa, en la Celestina, no sólo convence a sus contertulias de las excelencias de ser una mujer libre; revela todavía, en el 2008, el soporífero aburrimiento de una vida convencional. Don Quijote no sólo persuade a Sancho de las ventajas de la caballería andante; nos persuade a nosotros, los lectores, de la infinita dignidad de sus actos. Podría pensarse que la retórica, el arte de la persuasión, ese legado de la cultura clásica, fue en España, por obra de sus especiales circunstancias un conocimiento no sólo reservado a las clases ilustradas. Pondré otro ejemplo. Dice Gonzalo Fernández de Oviedo:

Como un capitán u hombre de reputación o persona de las que destas partes e Indias van a España (y en especial los que van a pedir gobernaciones e nuevas conquistas, e saben medianamente menear la lengua para allegar gente) se pone a derramar palabras entre los que no lo entienden, todos los tales que le escuchan, piensan que todo cuanto acá hay, sin que quede isla ni palmo ni rincón de la Tierra Firme e de las Indias, lo sabe e lo ha visto y andado, y lo tiene muy bien entendido (e aun no dejan esos tales predicadores de hablar en todo), o aquellos indoctos oyentes se les figura y creen que las Indias serán como un reino de Portugal o de Navarra, o a lo menos una cosa recogida e breve terreno, donde todos los que acá están saben los unos de los otros, e se pueden comunicar con la facilidad que dende Córdoba a Granada o Sevilla, o cuando más lejos, dende Castilla a Vizcaya.8 Esta locuacidad popular (que convertida en picardía permitió elevar hasta sus más altas cumbres ese género árabe que hoy conocemos como novela picaresca) debió ser intensa y fuerte. Era la única arma con la que podía defenderse el olvidadísimo pueblo español.

Aquella monarquía absoluta y poderosa, militarista y militarizante sojuzgó a los pueblos islámicos, esclavizó a los vencidos en Granada, exterminó a los españoles de religión judía, los obligó a convertirse, expulsó a los que no se habían convertido o muerto, expulsó a los moriscos y cuando todo esto hubo terminado impuso un celo inquisitorial ilimitado para investigar el linaje de cada uno de sus habitantes. A los quedaron vivos no les dio nada: hambre, guerras y analfabetismo. Cómo no ser persuasivos si había que luchar a diario contra la muerte. Y había que enfrentar además otro peligro que fue creciendo con el tiempo hasta adquirir proporciones de mole. Esa monarquía, los nobles asociados y la jerarquía de la Iglesia fueron dando una forma administrativa al Estado, a la cosa pública, que primero fue ágil y novedosa para convertirse en poco tiempo en un inmenso aparato completamente inclasificable. En tiempos de Carlos V, el emperador todavía podía recibir a Bartolomé de las Casas y a Jacobo de Testera y disponer que la naturaleza y legitimidad de los indígenas fuera protegida por las llamadas Leyes Nuevas de Indias (1542) que determinaron la eliminación del sistema de encomiendas: la esclavitud forzada de los nativos americanos. Se podía tolerar también que tales asuntos se discutieran públicamente en todos los monasterios

de España y América hasta el punto de que al final, dada la envergadura que habían adquirido los debates, fueran prohibidos. También hay constancia de que esas leyes se intentaron aplicar lo que provocó unánimes revueltas, entre ellas la de Gonzalo Pizarro en el Perú, que fue la más cruenta, y que obligó a la postre a dar marcha atrás sobre lo legislado. Mientras esa tolerancia estuvo viva rozó al Estado y permitió a las clases ilustradas concebir algunas de las piezas retóricas más notables del Renacimiento europeo, como la Francisco de Vitoria de 1539 donde defiende, adelantándose varios siglos, la libertad de los indígenas y su autonomía como individuos y como sociedad. Pero entonces, por desgracia, ya había comenzado el progresivo endeudamiento y la ruina y aquel contraste de boato y miseria que se representa en el Lazarillo de Tormes (1554). Todo lo moderno se fue anquilosando y la ingobernabilidad aumentó en proporción directa a la burocracia. Lo que hasta ese momento había sido un síntoma, quizás pasajero, se convirtió en una epidemia. Me refiero a la complejidad del discurso que practicó a partir de cierto momento la burocracia dominante. La ambigüedad barroca multiplicó los sentidos de los textos; también se reprodujo a sí misma hasta formar cuerpos de escritura que nadie estaba en condiciones, no ya de leer, ni siquiera de catalogar.

Es tan copioso y tan maravillosamente hábil ese voluminosísimo legado que se necesitarían muchos investigadores que tuviesen diversas vidas (todas ellas dedicadas al estudio de los archivos) para escribir una minima parte de la historia de un período o de algún fragmento elocuente del imperio colonial. Esa masa infinita de textos se encuentra en el Archivo Histórico Nacional, en el Archivo de Indias y en el Simancas, en los archivos y bibliotecas de El Escorial, en la Biblioteca Nacional y en muchos otros recintos de España y del extranjero. Esos documentos, muchos de ellos inexplorados y en gran parte inéditos, suelen ser leídos sólo como textos históricos. Sea cual sea la naturaleza de los documentos: leyes, actas notariales, sesiones de las audiencias, catálogos de pasajeros, capitulaciones, contratos, mapas o planos, se considera que su contenido está íntimamente relacionado con la verdad. Más aún: esos documentos están destinados a demostrar que existe una verdad, tal como se expone en los discursos donde esos materiales cobran definitivo sentido. Sin embargo, ¿puede ser verdadero aquello que se escribió para que resultara verosímil? La oposición entre los dos términos está muy lejos de ser una percepción moderna: procede de Aristóteles, quien definió lo verosímil como aquello que podía resultar creíble. Sólo desde una perspectiva textual que interprete lo aparentemente verdadero e histórico como verosímil y retórico

puede reconstruirse la historia de un gran imperio que se perpetuó a sí mismo gracias a un sutil ejercicio de la palabra. Gonzalo Fernández de Oviedo ofrece una descripción muy precisa de ese arte verbal: El alquimia, que yo digo que acá en estas Indias se usa, y en que digo que ganarán mucho los que tal arte exerçitaren, offiçio que es permitido y muy usado, y no hay en él mas de tinta y papel. Yo vi jurar á un escribano en el Darien que con un real de azeche [tinta] y agallas, y una resma de papel, que lo uno y lo otro le costó en Sevilla medio ducado, avia ganado mas de dos mill pessos de oro; y no he visto yo á este solo sino á muchos en estas partes, y aun en España y otros reynos. Son estos alquimistas de tinta muy presto ricos.9 Tinta, agallas y una resma de papel fueron armas impredecibles y precoces. Entre el truhán del que habla Oviedo y los cronistas y legisladores imperiales media un abismo. Uno y otros, sin embargo, conocían la función de lo escrito: legitimar lo verosímil, convertir cualquier circunstancia en una ficción convincente. En el legado histórico monumental del imperio español está documentado, en sorprendentes épocas remotas, cualquiera los escenarios verbales

modernos que elijamos: la elocuencia en sus formas mayores y menores, la construcción textual del yo, la reflexión ensimismada de ese yo, la autobiografía, la dimensión verbal del otro, la descripción de la dimensión verbal del otro, la traducción y la adaptación, las equivalencias dinámicas, la construcción de polisistemas. Que se comprendiera de forma tan anticipada y extensa que todo texto es un artificio y que lo escrito es el instrumento esencial de una perdurable dominación, pone en entredicho cualquiera de las afirmaciones sobre el «retraso»10 de España. Dictamen al que también refuta la riqueza sin límites de las lenguas (traducidas, traductoras, heredadas y herederas) que formaron el sustrato de esta nación futura. No sólo el latín, como en el resto de Europa; también el hebreo y, por encima de todo, el árabe. Es difícil apartar del camino esa morosidad lúgubre que tantas veces asoma en los estudios hispánicos si se insiste en repetir la ideología y los mecanismos de aquella maquinaria retórica ideada para perpetuar el poder de ciertos poderosos linajes civiles y religiosos. Por el contrario, si se reconoce la existencia de ese discurso eternamente persuasivo, si se analiza su funcionamiento, si se perciben sus efectos nocivos sobre la realidad y sobre la historia, podemos descubrir la modernidad y la grandeza del arte verbal que dio forma a la cultura y a la lengua que,

felizmente, compartimos desde hace siglos España y América.

1

Peter Russell, Traducciones y traductores en la península ibérica, Barcelona, Universitat Autònoma de Barcelona, Escola Universitària de Traductors i Intèrprets, p. 28. 2 James J. Murphy (ed) La retórica en el Renacimiento. Estudios sobre la teoría y la práctica de la retórica renacentista, Madrid, Visor Libros, 1999, pág 46. 3 Roland Barthes: Investigaciones retóricas I. La antigua retórica, Buenos Aires, Editorial Tiempo Contemporáneo, 1974. 4 Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780. Crítica, Barcelona, 2000. 5 Thomas F. Glick: Tecnología, ciencia y cultura en la España medieval, Madrid, Alianza, 1992, pag 14. 6 En The Franklin´s Tale de Geoffrey Chaucer: Canterbury Tales, Appleton and Co, New York y Little Britain, London, 1860, pág 313 7 Estas referencias están tomadas de C. del Valle Rodríguez: La escuela hebrea de Córdoba, Madrid, Editora Nacional, 1981. 8 Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, Historia general y natural de las Indias, Islas y Tierra-Firme, Edición de José Amador de los Ríos, Madrid, Real Academia de la Historia, 1852, Libro XXXV, capítulo 5 , pág 722. 9 Op. cit: Libro XXVIII , capítulo VI, pág 493. 10 La expresión es de Ernest Robert Curtius quien, en un antiguo artículo («El `retraso´ cultural de España» en el tomo 2 de la Literatura europea y Edad Media latina, publicado en 1948) abre un debate que tendrá luego larga prosperidad.

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