España desde México. Vida y testimonio de transterrados, de Ascensión Hernández de León Portilla

September 5, 2017 | Autor: Mario Ojeda Revah | Categoría: Spanish Civil War, Spanish Republican Exile
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Descripción

>Arturo Uslar Pietri

• Cuentos completos

• Y todos estábamos vivos

• Payasos: el dictador y el artista

• Los abogados de la literatura

• Cuerpos del rey

• Cartas de viaje (1895-1923)

• El libro de las preguntas

• Cartas cruzadas

• España en México: vida y testimonio de transterrados

> ARTURO USLAR PIETRI > MARCEL REICH-RANICKI > EDMOND JABÈS

> OLVIDO GARCÍA VALDÉS > PIERRE MICHON > OCTAVIO PAZ-ARNALDO ORFILA

CUENTO

Uslar Pietri en su tinta Arturo Uslar Pietri

Cuentos completos Edición de Gustavo Guerrero, Páginas de Espuma, Madrid, 2006, 589 pp.

Pocos escritores modernos ilustran mejor que Arturo Uslar Pietri (1906-2001) los efectos negativos de la sobrevaluación contemporánea de la novela. La obra de este venezolano es compleja, abarca más de un género y más de una de las facetas de acción propias del campo cultural. Con lo primero aludo a una cuantiosa producción narrativa y ensayística, complementada por incursiones en la lírica y la dramaturgia; con lo segundo, a los extremados papeles sociales por los que optó como “hombre de letras” desde sus inicios vanguardistas juveniles, cuando practicó la rebeldía, hasta su madurez, cuando, ya integrado en el canon venezolano, encarnó el patriarcal viejo sabio, voz de la conciencia pública, con la escasa flexibilidad que permitía la condición 60 Letras Libres octubre 2006

de estatua animada y una escala de “valores humanos” –así los llamó– donde sólo tenían cabida lo aéreo y olímpico, jamás lo subterráneo o lo tímidamente terrestre. Sus novelas, a excepción de Las lanzas coloradas (1931) –apta síntesis expresiva de la experiencia vanguardista–, suelen deberles demasiado a esos “valores” y a los proyectos intelectuales más hieráticos del constructor de patria, por lo que no han despertado gran interés fuera del ámbito venezolano. El resultado ha sido cierta opacidad de Uslar en el escenario internacional y un confinamiento a la condición de autor “menor” sumamente llamativo, porque se comprueba entre los lectores y críticos más al tanto del pulso de los tiempos y no en los círculos académicos o cercanos al corazón institucional de la sociedad literaria –no pasemos por alto que evocamos a alguien que recibió importantes premios: el José Vasconcelos (1988), el Príncipe de Asturias (1990), el Rómulo Gallegos (1991) y el Alfonso Reyes (1998), que en otros casos han confirmado una consagración en el mundo hispánico, pero que en el suyo constituyen casi una despedida generosa en la antesala del olvido. La edición de sus cuentos completos a cargo de

> NORMAN MANEA > SIGMUND FREUD

> ASCENSIÓN HERNÁNDEZ DE LEÓN PORTILLA

Gustavo Guerrero se convierte, por eso, en un oportuno rescate y un inteligente llamado de atención hacia la fisonomía de nuestra sociedad literaria, con frecuencia regida por supersticiones, más arbitraria desde el punto de vista estético de lo que nos gustaría admitir. La visión novelocéntrica de la literatura es una de las supersticiones a las que me refiero. La novela, tal como la concebimos hoy, es un tipo literario que homologa las exigencias de la cosmovisión burguesa: su triunfo a partir del siglo XVIII, cuando empieza a colocarse en el centro de los mapas genéricos, en los que substituyó otras formas narrativas extensas como la epopeya, coincide con la Revolución Industrial y el afianzamiento y la subsiguiente expansión neocolonial del capitalismo. No es extraño que la acumulación y la amplificación constituyan sus principios estructurales. El correlato anímico de dicha obsesión acumulativa es lo que podríamos llamar priapismo psíquico, siguiendo la terminología de Eugene Monick, James Wyly, Rafael López Pedraza y otros psicólogos que han estudiado la tendencia de ciertos pacientes a evaluar su entorno y a evaluarse a sí mismos sólo en términos de cantidad, magnitud, extensión o duración. Monick, en su Phallos: Sacred Image of the Masculine (1987), es muy preciso en su diagnóstico, que no se agota en el individuo e incluye la cultura con cuyos materiales éste se inventa: “Extraño y lamentable aspecto

el de Príapo, dios cuya enorme erección no cede: quienes se resisten a reflexionar en la pomposidad y la inflación de los supuestos patriarcales de supremacía son psicológicamente priápicos, tal como las naciones que construyen uno tras otro falos nucleares, apuntándose mutuamente con ellos, retándose infantilmente y comparando quién dispara más lejos. Tal es la mortífera sombra de la arrogante masculinidad solar”. Tampoco me parece casual que, poco después de la entronización de la novela, haya nacido una modalidad literaria definida como su antítesis: el cuento. Aunque con abundantes precedentes, recordemos que este género, tal como se practica actualmente, comienza a adquirir un perfil teórico nítido a partir de Edgar Allan Poe y su lectura de Nathaniel Hawthorne. En la estela de Poe, los grandes cuentistas modernos han solido fundar su quehacer en ideales de limitación e intensidad similares a los de la lírica, opuestos a la acumulación priápica y al anhelado monopolio de la realidad que se oculta en las totalizaciones novelescas. Un cuento bien logrado no es el preludio a una novela, sino su refutación. Uslar es más satisfactorio y convincente, sin duda merecedor de memoria y respeto, cuando reparamos en su desempeño como cuentista. El ídolo patriarcal y rígido en que se había convertido su imagen –que cuido, por supuesto, de distinguir de su vida personal, que aquí no viene al caso– de pronto se deshace, y encontramos una lozanía, una inventiva, una fuerza creadora admirables. Entre los muchos aciertos del prólogo de Guerrero se destaca la advertencia de que releer la trayectoria de Uslar en el cuento nos facilita descubrir a un autor armado de la capacidad de síntesis que “ha de permitirle innovar y renovarse dentro de este género como quizá no podrá ni sabrá hacerlo en otros”. El título del prólogo es “Uslar Pietri en traje de cuentista” y la metáfora retrata la empresa que se ha propuesto el editor: hacernos ver que en el género que se identifica con lo sucinto –“los breves mundos del cuento”, escribe Guerrero–, lo más cotidiano y limitado, lo au-

ténticamente humano aparece por fin en Uslar. “Es difícil saber cómo se ha de leer en un futuro su vasta producción, pero […] insisto en que ninguno de los varios autores que fue nos resulta hoy tan lúcido, versátil y cercano como el cuentista, [el cual, a cabalidad, realizó en él] al escritor moderno que no puede ni quiere ser un hombre ejemplar, pues, como dijo Camus, ya tiene bastante trabajo con tener que ser”. Los cuentos de Uslar no se asocian a un ejercicio de afinación preliminar para el género “mayor”, sino a una labor intransitiva y autónoma. Casi podría asegurarse que, si alguna actitud genológica los orienta, ésta sería la de esquivar rigurosamente los hábitos de la novela. Desde su primer volumen de cuentos, Barrabás y otros relatos (1928), hasta el último, Los ganadores (1980), Uslar aprovecha las posibilidades narrativas del silencio. Guerrero resalta en el estilo del autor “un dominio sorprendente de la composición escénica y el diálogo” y “descripciones donde el lirismo de la imagen responde a menudo a las reglas visuales de un encuadre” . Creo que ambas virtudes se ajustan a un sistema de mecanismos de abstención en que a toda costa el narrador evita presentar directamente las acciones: el espacio, los personajes y la elocución transmiten lo que calla, y su aparente ausencia nos pone al tanto de un lenguaje enamorado de la restricción. Ese ascetismo, en manos del Uslar “menor”, propicia verdaderos vuelos del espíritu. Cuando en un ensayo publicado en 1948 el autor aplicaba por primera vez el término “realismo mágico” a la narrativa hispanoamericana, consideraba específicamente el cuento venezolano y mencionaba una “adivinación poética de la realidad”: al lector, en efecto, le toca entrever, imaginar, lo que el reservado cuentista no revela en piezas como “La cara de la muerte”, “El venado”, “El encuentro” –que figuran en Treinta hombres y sus sombras (1949)–, pero, sobre todo, en “El fuego fatuo” y “La lluvia” –pertenecientes a Red (1936). “La lluvia” es la obra maestra de Uslar. En ella despliega un sigilo capaz de

sugerir dimensiones metafísicas en los miserables campos latinoamericanos y los seres pequeños y frágiles que lo habitan. El vínculo entre el niño de origen desconocido y la llegada de la lluvia a una tierra castigada por la sequía seguirá siendo misterioso una vez acabada la lectura: entre secuencias fragmentadas, la convergencia del muchacho –alquímico Manneken pis que orina sobre las hormigas– y la vida que se le negaba al eriazo –también teñido de mito: no cuesta suponer en él una nueva concreción de la “tierra baldía”– suscita un aura a la vez luminosa y numinosa que sale a nuestro encuentro, perfecta, acabada, en la oración inicial del cuento: “La luz de la luna entraba por todas las rendijas del rancho y el ruido del viento en el maizal”. El apagado resplandor nocturno es el de nuestra vacilante comprensión de las claves de la anécdota: el secreto acaba llevándose lo mejor, aunque obscuramente lo poseamos. Esa indeterminación, ese no decir que lo dice todo, lleno de lírica sutileza, reaparece en muchos de los relatos gracias a la sagaz verbalización del ojo inquietante con que sus narradores miran el universo. Los comienzos de Uslar en la filas vanguardistas han dejado huellas en su tropología, que insufla un aire de modernidad aun a temas históricos, primitivos o rurales: “tornó a meterse aquella mirada torpe en el hueco de las manos”; “sabías la verdad y la enterraste dentro de tu boca”; “los barcos tienen de isla y de nube, son como un archipiélago puesto a andar”; “las uñas largas de la posibilidad”; “la tierra estaba seca como una piel áspera, seca hasta en el extremo de las raíces, ya como huesos”; “humo y luz de cocina salen a hacer fantasmas”. Si hay grandeza en Uslar, no la encontraremos en los consejos ni los sentenciosos tirones de oreja que le propinó a la República en fatigosas novelas, graves ensayos y programas de televisión encorsetados de Vivaldi: lo mejor del escritor surgió en sus mínimos objetos silábicos, sus miniaturas verbales, sólidas como joyas y como ellas dignas de contemoctubre 2006 Letras Libres 61

LibrOs plación y recuerdo. Pero para apreciarlas tenemos primero que aprender a verlas, estar preparados para admirar lo humilde y discreto. El cuento es el lugar ideal para esas búsquedas. Cuando se le haga justicia al Uslar cuentista, y esperemos que ése sea el efecto de la edición de Guerrero, es probable que también la reciban otros autores –Julio Garmendia, Juan José Arreola, Silvina Ocampo– que, si bien conocidos entre especialistas, el lector común no suele considerar como lo que realmente son: un puñado de indispensables a los que no les importaron las condiciones del mercado; santos patronos de quienes hoy nadan a contracorriente. ~ – Miguel Gomes CRÍTICA

Crítica de la crítica Marcel Reich-Ranicki

Los abogados de la literatura Trad. de José Luis Aristu, Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores, Barcelona, 2006, 490 pp.

El título, naturalmente, se imponía por sí solo. Leer a Reich-Ranicki, se esté o no se esté de acuerdo con él, y adelanto que la mayoría de las veces no queda más remedio que estarlo, es siempre un placer. Quienes hayan leído sus libros anteriores saben que es un crítico inclemente y poco contemporizador, y que habla siempre de lo que conoce bien en un lenguaje claro y comprensible, cualidades estas últimas cada día más raras en la crítica. Hace un par de años, apareció en la misma editorial otro libro suyo, Siete precursores. Escritores del siglo XX. En aquel libro Reich-Ranicki hablaba de Schnitzler, Mann, Döblin, Musil, Kafka, Tucholsky y Brecht, siete ensayos, a cual más soberbio y esclare62 Letras Libres octubre 2006

cedor, sobre siete grandes nombres de la literatura europea del siglo XX. En Los abogados de la literatura nos habla de crítica y críticos. Mann y Tucholsky vuelven a aparecer en su faceta crítica, esta vez junto a los grandes nombres de la crítica alemana, desde Lessing hasta él mismo. La nómina no es muy larga y tal vez se eche de menos algún nombre, pero Reich-Ranicki no se ha propuesto ser exhaustivo. El libro, aparentemente una recopilación de artículos, responde a una voluntad unitaria de “ofrecer retratos de importantes críticos literarios alemanes desde Lessing hasta hoy”. La mayoría de los capítulos que lo componen fueron publicados previamente en los semanarios Die Zeit y Frankfurter Allgemeine, y en cualquier caso, y como suele decirse, si no están todos los que son, en cambio sí son todos los que están. Que esos críticos han sido sus maestros y que a quien mejor correspondería el calificativo de abogado de la literatura es indudablemente a él mismo, se desprende a las pocas páginas de lectura. Aunque que hayan sido sus maestros no significa que esté siempre de acuerdo con ellos, pues poco nos habría enseñado un maestro si no nos hubiese enseñado también a disentir. En el caso de Lessing, “el padre de la crítica alemana”, título que de ser hereditario ostentaría hoy el propio ReichRanicki, sus respectivas formas de hacer crítica no pueden ser más opuestas. Da la impresión de que Reich-Ranicki pone especial empeño en no cometer los mismos errores que cometió Lessing como crítico, aunque es indudable que comparte con él su apasionamiento casi visceral en ocasiones, como pone de manifiesto esta frase: “Lessing reivindicó la función pedagógica del rechazo contribuyendo así a dignificar al máximo la negación en la crítica literaria: consideraba que alertar expresamente en contra de un mal libro constituía un servicio prestado a la gente corriente”. Yo no sé si queda todavía “gente corriente”, pero si existe, no parece que se deje persuadir tan fácilmente por la crítica. La literatura cuenta hoy con abogados

más poderosos y convincentes, lo que no deja de ser paradójico, pues vivimos una época en que la literatura, y yo creo que podemos meter en el mismo saco a la filosofía, no ejerce la más mínima influencia en el mundo. Aunque si pensamos en la espectacular, en cualquiera de las acepciones del término, promoción de la literatura mediocre, tal vez el anterior aserto esté totalmente equivocado. Como se sabe, uno de los más acérrimos enemigos de la crítica fue Goethe, a quien Reich-Ranicki dedica, como no podía ser menos, un capítulo de su libro, en el que plantea un dilema que, como tantos otros cuando se habla de crítica, sigue hoy plenamente vigente: “¿Son las críticas meros informes acerca de experiencias personales realizadas en la lectura?; ¿no hay absolutamente ningún punto de vista objetivo, ningún criterio externo?” Goethe parece ser que opinaba que no. Reich-Ranicki opina por supuesto que sí, y yo creo que este libro, como por lo demás el anteriormente aludido sobre los precursores, es la mejor demostración. Otra controvertida tesis la encontramos en el capítulo sobre Schlegel: “La poesía sólo puede ser criticada por la poesía”. Es decir, sólo los poetas pueden hacer crítica de poesía. No sé lo que pensarán los poetas al respecto, y si quedan todavía partidarios de esta tesis, a la que Lessing había asestado hacía años un golpe mortal: “La sopa me parece salada. ¿No debo llamarla salada mientras no haya aprendido a cocinar yo mismo?” Pero si traigo a colación esta tesis, es porque el caso del crítico y de la crítica pudiera muy bien ser el mismo caso. ¿Sólo el crítico está autorizado a criticar a la crítica?, sería ahora la pregunta. Y yo creo que la mayoría de los críticos se sentirían tentados a contestar afirmativamente, lo que cuestiona, y pone en tela de juicio, los principios mismos de la crítica. Esta tesis, que Reich-Ranicki cita de pasada y sin concederle demasiada importancia, tiene en cambio una consecuencia insólita. Goethe, había dicho Schlegel, “[era] demasiado poeta como para poder desprenderse

de su fuerza creativa y explicar la obra de otro poeta con la contención leal de un modesto investigador”. Y a renglón seguido comenta Reich-Ranicki: “Así fue y así sigue siendo: cualquier poeta de cierta importancia tiene su propia concepción artística, está más o menos mediatizado por ella y, por tanto, no se halla realmente en condiciones de valorar como es debido a otro poeta”. Y a continuación pone algunos ejemplos célebres de incomprensión de unos genios para con otros. Disiento. En primer lugar porque si así fuera, un crítico de la talla de Reich-Ranicki no estaría “en condiciones de valorar como es debido” a otros críticos, lo que, no hace falta decirlo, es ridículo y basta con leer este libro para convencerse. Pero, en segundo lugar, porque yo no creo que tenga demasiada importancia que a Tolstói no le gustara Shakespeare. Es incluso probable que a Shakespeare no le hubiera gustado Tolstói. Tesis contradictoria por tanto. Por un lado hay que ser poeta para juzgar la poesía de los otros, pero por otro, si se es un gran poeta, no se está en condiciones de hacerlo. De aquí a decir que los críticos no son más que escritores frustrados

no hay más que un paso. Sin embargo, Reich-Ranicki tiene razón. Son raros los novelistas que hayan escrito además una obra crítica sólida. Tan raros como el caso contrario. Cyril Connolly sigue siendo el ejemplo paradigmático. Se empeñó en ser novelista y no concedía demasiada importancia a su labor crítica, precisamente por la que se le sigue leyendo hoy que sus novelas han caído en el olvido. Y es que el secreto tal vez resida precisamente en eso, en no conceder demasiada importancia a lo que uno hace, y, sobre todo, no preocuparse demasiado por las teorías. Ahí reside la debilidad del crítico, decía Fontane, pero ahí reside también su fuerza. Tercer dilema: ¿Es la crítica un género literario en sí misma? Para la mayoría de los críticos que retrata aquí Reich-Ranicki, y yo diría que para él también, la respuesta es inequívocamente sí, aunque algunos de ellos finjan considerarla una actividad subsidiaria de la literatura. Pero incluso en estos casos, una actividad esencial. “El camino más directo hacia la perversión del gusto es creer soportable lo mediocre”, escribió Nicolai, “el fundador de la vida literaria alemana”, hace más de un siglo. “Así, la crítica –o más exactamente, la falta de crítica– se hace cómplice del bajo nivel de la literatura”, añade Reich-Ranicki. Digamos para terminar que Los abogados de la literatura es un libro en el que la legión de reseñadores que escribe hoy sobre libros aprenderá más de una cosa que ignoraba sobre tan extraño oficio y afición, cosas que incluso ignoraba que las ignoraba. Pero no menos provecho sacará el “lector corriente” (y quizás convenga aclarar que por lectores corrientes, tanto ReichRanicki como los críticos que analiza en su libro, entienden los “lectores reflexivos e instruidos”) porque ni los autores escriben para los críticos, ni los críticos para los autores, sino ambos para los lectores. No olvidemos que “la crítica”, como dijo Benjamin, “es una cuestión moral”. Un crítico a quien, por cierto, Marcel Reich-Ranicki dedica frases demoledoras. ~ – Manuel Arranz

PASAJES

El espejo roto de la palabra Edmond Jabès

El libro de las preguntas Trad. de Julia Escobar y José Martín Arancibia, Prólogo de Francisco Jarauta, Siruela, Madrid, 2006, 896 pp.

Edmond Jabès (El Cairo, 1912París, 1991) sigue siendo un autor minoritario, pese a que últimamente se hayan publicado en español la mayoría de sus libros y se multipliquen las interpretaciones sobre su singular obra. Todos los textos de Jabès podrían considerarse como un mismo e inacabado libro: “Signo en la infinita huella del signo”. Un ejemplo de ello es El libro de las preguntas, donde se reúnen, como si pertenecieran a una unidad temática, textos diversos y escritos durante una década: El libro de las preguntas (1963), El libro de Yukel (1964), El retorno del libro (1965), Yael (1967), Elya (1969), Aely (1972) y El, o el último libro (1973). Siete libros como los brazos del Menorah judío. El libro de las preguntas –sin duda el núcleo central del empeño narrativo de Jabès– es una obra fuera de lo común, un hito literario sin parangón que se presta más a la exégesis que al culto. Aquellos que han intentado descifrar esta obra coinciden en su difícil clasificación: contiene una vertebral trama de ficción (las historias trágicas de Sara, Yukel, Yael, Elya, Aely), vivencias personales, poesías, reflexiones teológicas cercanas a la mística, preceptivas sobre la escritura, aforismos filosóficos... Todo ello expresado en un discurso fragmentario y discontinuo; repetitivo en ocasiones (como la salmodia de una oración) y contradictorio en otras (“Si hay una coherencia en mis libros, sólo es debida a la continuidad de mis contradicciones”); octubre 2006 Letras Libres 63

LibrOs con ensimismados monólogos y diálogos intermitentes (“En el diálogo que pretendo, está abolida la respuesta; pero, a veces, la pregunta es el fulgor de la respuesta”); repleto de frases fulgurantes o proposiciones de ardua comprensión. El propio autor duda de que su obra –sin filiaciones ni discípulos– pertenezca a la literatura, pues dice que sus libros se excluyen como tales: “Mis libros no son, de hecho, más que lugares de paso” (entrevista con Marcel Cohen, Del desierto al libro, Trotta). ¿Jabès entiende la escritura como un rito de passage? Toda interrogación supone una búsqueda, un medio de conocimiento, una afirmación del sujeto. Las palabras son el principal vehículo de ese viaje hacia el saber. Y así, a través de la escritura, Jabès perfila los contornos, límites, puntos ciegos, potencias y derivas de la existencia, sin embargo: “Aceptar la vida es proponer una explicación de la existencia; pero ¿cuál adoptar? Todas se contradicen”. Ciertamente, las obsesivas preguntas que plantea Jabès no suelen obtener, como el deseo, satisfacción definitiva. A lo sumo la contestación que se vislumbra resulta ambigua o deviene otra inquisición: “La pregunta de este libro es libro de ultrapregunta: el puñal clavado en el hueso”. Más que interpelaciones constituyen merodeos alrededor de un arcano inaccesible: el vacío o la Ausencia prístina que Jabès llama unas veces Dios y otras Libro y que implica, también, al sentido de la vida. Las citas sobre Yahvé y el pueblo hebreo (desde la diáspora al Holocausto) son notorias en la configuración de El libro de las preguntas. Sin embargo, no constituye una obra específica de estudios judaicos, pues su prima ratio tiene por objeto elucidar las emociones, sentimientos y contextos (soledad, aflicción, extrañeza, horror, sufrimiento, amor, memoria, muerte...) que conmueven al ser humano. La influencia recibida a este respecto de otros intelectuales coetáneos suyos (Jacob, Caillois, Bataille, Lévinas, Char, Blanchot, Bounoure...), Jabès la asimila en su escritura de tal manera que esas fuentes suelen ser indiscernibles. Pero si bien 64 Letras Libres octubre 2006

sus reflexiones son, en rigor, más laicas que religiosas, ello no es óbice para que Jabès, que se declaraba ateo, utilice un estilo narrativo muy parecido a la escritura talmúdica o al de la Cábala. No se trata de una parodia, sino un tributo a la tradición religiosa de sus ancestros de la que admiraba más su lógica de pensar e inventar que sus dogmas. La confusión de géneros en El libro de las preguntas sigue las pautas de la melitzá, un tipo añejo de escritura hebraica donde se mezcla la prosa libre con la cadenciosa, las fórmulas cortas con las disquisiciones espesas y los versos entrelazados con otros sueltos a modo de adagios. Asimismo, la forma de enunciar las sentencias de los falsos rabinos –de los que se vale Jabès para emitir sus propios pronunciamientos– recuerda a la tradición hasídica. Las numerosas menciones al valor simbólico de las letras provienen de la Cábala. Las alusiones de Jabès sobre que “El escritor se borra ante la obra y la obra es deudora del lector” posiblemente se basen más en el Zohar de Moisés de León (quien postulaba –al igual que Ibn Arabí en su Wahdat al-Wuchud– que el Libro y las propias letras son, a un tiempo, la creación y el Autor de la creación) que en las conocidas tesis de Blanchot. Cabe aquí un apunte más sobre la ambigua y paradójica escritura de Jabès: cuando vincula su suerte con la de los judíos, no es tanto por lealtad a la estirpe, sino para reafirmar su particular sentimiento de extraterritorialidad y su identificación con el Otro estigmatizado y diferente. Qué difícil resulta tratar sobre Jabès después de haberle leído. El poder de sus palabras –sugestivas, precisas, casi taumaturgas– es tan contaminante que cuando queremos dilucidar cualquiera de sus libros mimetizamos tono y maneras. El acendrado estilo de Jabès deslumbra de inmediato, aunque se le pueda reprochar el reiterado uso de quiasmos, oxímorones, anáforas, paradojas o metáforas. Sin ser su finalidad, la diversidad formal de los textos y las palabras apuradas en su semántica, en ocasiones, alcanzan el límite de la lexi-

calidad. Jabès siembra sus palabras en la tierra yerma que supone el blanco del Libro; luego las riega con silencios y estupefacción, angustia y desarraigo, arrobos y gritos... ¿Qué crece después en ese terreno condenado –por la Nada que acecha– a ser sempiterno baldío?: el deseo y el don; el milagro y la derrota; la incertidumbre y la esperanza; el vagar y el extravío; una renovada cosecha de sed de conocimiento y de preguntas sin respuestas. La brillantez de los primeros textos que componen El libro de las preguntas, el fulgor inteligente de sus enunciados, mengua en la última parte. Da la sensación de que Jabès acaba desbordado por su proyecto. En los postreros capítulos, la repetición y el fárrago hacen fatigosa la lectura. Es como si las palabras –lo que se dice y sus significados– se apelmazasen por extenuación. Aunque, como el propio autor propugna, no podía ser de otro modo: las palabras se derraman igual que la sangre de una herida hasta dejar exangüe el cuerpo que las piensa y expresa. Empero, ese final en apariencia desvaído no empaña la inteligencia que recorre los textos –cantos de dolor y ebriedad poética– ni el placer que, en su conjunto, suscita la sonoridad de sus palabras. ~ – Alberto Hernando POESÍA

Signos que son y ya no son Olvido García Valdés

Y todos estábamos vivos Barcelona, Tusquets, 2006, 217 pp.

Y todos estábamos vivos, de Olvido García Valdés (Santianes de Pravia, Asturias, 1950), documenta una peculiar mirada al mundo: una

mirada que no pretende acuarelar lo observado, ni recamar la página de estribillos o analogías, sino sugerir el espasmódico bullir de lo real. Por eso sus versos abundan en ojos –“los ojos que se es”– y en referencias pictóricas, que dan cuenta de la formación estética de la autora, pero también del acto asombrado de contemplar. Nada rehuye la pupila de la poeta: su ojo-palabra recae en todos los objetos, en todos los rincones, aunque no sea imposible esbozar la arquitectura de sus intereses. Un amplio grupo de poemas plasma escenas naturales, asociadas, por lo general, a momentos germinativos o de vivificación. En estos breves paisajes destacan los pájaros, símbolo de libertad, y tópico caro a otro notable poeta del siglo, José Ángel Valente. Un poema de la sección “Lugares” dice así: “El trajín de los grajos que se van y vuelven / como si hubieran errado. Nada / mejor que hacer que mirar pájaros, / si no es mirar árboles, / ahora que son ramas de grumos, materia / de luz tierna casi líquida, / vegetal y violenta...”. Junto a la observación exterior de un cosmos cíclico y no necesariamente hostil, García Valdés practica la observación entrañada: pinta entonces sonámbulas escenas cotidianas, atravesadas por cosas comunes, por instantes sin relieve, pero también por paradojas e irrealidades, que conforman un espacio onírico y abisal, como teñido por una ardentía lechosa: una cuadrilla de albañiles con monos azules alzan sus andamios en la casa; una mujer limpia con gasóleo un pavimento ajedrezado; otra se dirige a la estación, bajo la lluvia; alguien arranca malas hierbas en un huertecillo situado “en la salida de la M-40, dirección A-6, / en los desmontes entre la autopista y el acceso”. El sueño se entrevera a menudo con estos vislumbres, construyendo un mundo de planos superpuestos y de promiscuidad perceptiva, y reforzando la sensación de extrañeza. Un tercer polo temático es la mujer, a veces desdoblada en madre, por cuya presencia, vigorosa y desamparada, revela

la poeta un interés singular. No son casuales las alusiones a Perséfone –cuyas connotaciones órficas convienen a la escritura de la propia García Valdés– y a Rosalía de Castro, ejemplo de intimismo escrutador y de delicadeza audaz. Por último, la muerte salpica el libro de referencias ominosas, aunque no lúgubres, sino claroscuras, como la penumbra resplandeciente que lo baña. El título, Y todos estábamos vivos –extraído de un poema de la primera sección–, sugiere, por contraste, una realidad desconcertante: que ahora estamos muertos. Lo fúnebre se desgrana después, a veces carnavalesco, como en las alucinadas ordalías del Bosco; a veces obsesivo, acogiéndose a la repetición para subrayar su amenaza; a veces comedido, mera alusión al desgaire, pero siempre sosegado, con inflexión estoica. Los poemas de Y todos estábamos vivos se afanan por transmutar en forma sus impulsos constitutivos. Para reflejar el carácter inasible del mundo y la endeblez de su decantación lingüística, vacilante y provisional, muchas piezas del libro parecen inacabadas; es más, muchas ni siquiera parecen empezadas. Estos poemas se inician en minúscula y omiten el punto final, como si fueran fragmentos imprecisos de un hiperpoema, también sin principio ni fin, y se ofrecen como grietas repentinas, como fragmentos o dislocaciones de una conciencia fluyente. Paradójicamente, algunas composiciones comienzan y terminan con una misma imagen, dibujando círculos o, acaso, paréntesis pasmados. Así, el primero del libro: “oye batir la sangre en el oído / reloj de los rincones interiores / topo que trabaja galerías, gorrión que corre ramas / [...] Perséfone, lo mira / lo contempla / en su corazón sintiendo cómo late / la sangre en el oído”. La pugna entre la obsesión y el desmadejamiento, entre el ansia por aprehender el ser y la fugacidad del ser, que culmina en la muerte, recorre el libro. Frecuentes hipérbatons y un amplio abanico de procedimientos vanguardistas, entre los que asoman

metáforas de aire creacionista (“acacia pianista de la brisa”), subrayan el desorden propio de la percepción y, por lo tanto, del cosmos. Aquí y allá, un remolino de fuerte irracionalismo captura al poema, aunque no al modo surreal, con azarosos encadenamientos verbales, sino como emanación, diríase que inevitable, de las fuerzas disruptivas que alberga: “¿Y gato, no tienen ustedes gato? / La vida entre dos / tiempos, dos pliegues de la mente. / Entre repollo y lirios y luciérnagas. Cierta / inclinación, y abrigo de lana berenjena y / labio negro. Tenebra. No verticalidad. Se traslada...”. Frente a ello, otras figuras se esfuerzan por apuntalar las continuidades. La repetición, en sus múltiples vertientes, ofrece un leve refugio frente al desmembramiento. A veces es léxica, y se plasma en figuras etimológicas o poliptotos; a veces, sonora: brotan entonces aliteraciones, similicadencias y rimas internas, que conforman lo que la propia García Valdés llama “sonoridades incisivas”, y cuya musicalidad se robustece, en ocasiones, con un vocabulario esdrújulo: “cada hoja roja de rojo /vinoso, cada hoja verde...”; “cáncer / en vena cava y cóncavos / huesos del cráneo”. Pero no sólo la retórica ofrece medios para cincelar los conflictos expresados en Y todos estábamos vivos. También el tono de los poemas –más narrativo en la sección “No para sí”; más anfractuoso y sincopado en las restantes– o su estructura –dialogada en algunos, parcial o totalmente en prosa en otros– coadyuvan a dibujar un fresco de la multifacetada incertidumbre del hombre, entregado simultáneamente a lo inexplicable de la vida y a lo escandaloso de la muerte, a la confianza y a la desconfianza en lo percibido, al decir y a la negación del decir. “Todo / lo visible produce y niega su sentido”, escribe, con acierto, Olvido García Valdés. En esa contradicción de cuanto aprehendemos, que es nuestra propia contradicción, radica lo más frágil y lo más perdurable de la conciencia. ~ – Eduardo Moga octubre 2006 Letras Libres 65

LibrOs NARRATIVA

La máscara y la carne Pierre Michon

Cuerpos del rey Trad. de María Teresa Gallego Urrutia, Anagrama, Barcelona, 2006, 152 pp.

Hablando de la obra de Gide, Borges se refirió a Francia como el país más literario del mundo. Todo en él es discutible (en el mundo e incluso en Borges), pero teniendo en cuenta la manera en que la herencia cultural y literaria de ese país emana como agente activo y perfila históricamente su carácter contemporáneo, la narrativa francesa actual se muestra como una de las más imbuidas de literatura, una de las más proclives a conformar auténticos universos literarios en la voz de diversos autores en los que se reconoce la “enfermedad de la literatura”, esa anomalía abocada a la nada que singulariza a los barrocos, a los obsesivos, a los perseguidores de una cadencia, la del lenguaje. Entre el absorbente y desmesurado Michel Houellebecq, el enigmático Pascal Quinard y la mirada paciente del obrador de milagros Christian Bobin, se autoabastece la literatura compacta de Pierre Michon (Cards, 1945), un tipo que vive alejado de los círculos literarios parisinos en un barrio a las afueras de Orléans. Uno de esos escritores para quien la literatura no es menos esencial que la vida ni necesita coincidir con la realidad porque tiene más fuerza que la verdad. Michon, hijo de una maestra rural y un padre militar que se fue de casa sin dejar rastro, escribe su primer libro como “un dispositivo colocado frente a un espejo”. Tras una infancia plagada de ausencias, abandonado después al alcohol y a los barbitúricos, ingresa66 Letras Libres octubre 2006

do repetidamente en varias clínicas de desintoxicación, busca refugio en la escritura, pero ésta tarda en abrirle la puerta. Hasta los 38 años no publica esa pequeña joya de apenas un centenar de páginas titulada Vidas minúsculas, uno de esos libros que circula de boca en boca como una consigna y termina generando una ola de entusiasmo soterrado entre incondicionales adeptos. Desde ese momento, la literatura de Pierre Michon adquiere un sello de identidad muy particular, afianzado en libros sucesivos como Rimbaud el hijo, Señores y sirvientes y el reciente Cuerpos del rey. El señuelo de todos ellos será el del biógrafo biografiado a través de la reconstrucción de vidas ajenas. De perfil similar a Claudio Magris o W.G. Sebald, pero con una textura poética de raigambre más barroca, fusiona biografía íntima e historia, pero una historia anónima evocada desde la perspectiva de su presente. Su escritura participa, por tanto, de esa hibridez que define el rumbo de la literatura más reciente. Michon asume con Rimbaud, su poeta icono, que la existencia sólo se justifica como materia artística. Considera que la auténtica virtud del hombre de letras es la eterna reactivación de la literatura y la importancia de la emoción poética imprimir cadencia a la lengua. Si en Señores y sirvientes reúne cinco textos dedicados a otros tantos pintores en los que crea una atmósfera en la que juguetean lo acontecido y lo no acontecido, en Cuerpos del rey elabora una ficción más conforme con lo que considera verdadero para trazar en diversos textos el perfil más humano de los escritores que han sido fundamentales en su formación literaria, como es el caso de Beckett, Flaubert, Balzac, Villon, Victor Hugo y, sobre todo, Faulkner, además del escritor suizo apenas conocido Charles-Albert Cingria. El hilo conductor que ensarta los diferentes textos, recopilados de otros libros anteriores aparecidos originalmente en las Editions Verdier, es el concepto medieval de la figura del rey desdoblada en dos cuerpos, el terre-

no, mortal y funcional, y el eterno y dinástico que su reinado entroniza y consagra. Aplicado a sus escritores más admirados, Michon bucea en el hombre probable que se esconde tras la máscara del texto que lo ha entronizado y consagrado, “y al que arbitrariamente llamamos Shakespeare, Joyce, Beckett [...], pero se trata del mismo cuerpo inmortal ataviado con pasajeros andrajos; y hay otro cuerpo mortal, funcional, relativo, el andrajo, que se encamina a la carroña; que se llama, y nada más se llama, Dante y lleva un gorrito que le baja hacia la nariz chata; o nada más se llama Joyce, y entonces tiene anillos y mirada miope y pasmada; o nada más se llama Shakespeare, y es un rentista bonachón y robusto con gorguera isabelina; o se llama nada más, y carcelariamente, Samuel Beckett”. En el caso de este último y de Faulkner, Michon estudia sus posturas fotográficas en sendos retratos para intentar captar ese algo que en su cuerpo denote la diferencia, la huella de su poder literario. Pero todos los autores a los que se acerca, y por eso lo hace, alcanzan “lo Sublime”, sus novelas engloban el mundo a través de las palabras. Michon, como ya ha dicho Jacinta Cremades, se interroga a partir de sus lecturas sobre esa presencia repentina de la literatura, que convierte en “rey” a un escritor. Uno de los momentos más interesantes del libro, junto con el texto dedicado a Beckett, es aquel en que la figura de Faulkner se hace redundante para descubrirnos un atisbo de ese otro cuerpo que se esconde tras la máscara literaria del actual renovador de la prosa narrativa francesa y que se llama, y nada más se llama, Pierre Michon. A través de un texto elaborado como respuesta a un cuestionario, Faulkner se revela como el incipit de la escritura de Michon, que tanto se le hacía de rogar, “alguien que escribía desde y por esa constelación emotiva que era más o menos la mía, cuya frase respiraba y tenía apetencias que tenían mi misma cadencia; cuyo nihilismo se transmutaba en su contrario por la gracia total de esa cadencia”. A partir de su

descubrimiento con la lectura de ¡Absalon! ¡Absalon!, surge el atrevimiento del enunciado, la poderosa voz invencible que echa a andar dentro de un hombrecillo inseguro. Surge la literatura en un hombre llamado Pierre Michon. ~ – Jaime Priede CORRESPONDENCIA

Octavio Paz: años decisivos Octavio PazArnaldo Orfila

Cartas cruzadas México, Siglo XXI, 2006, 267 pp.

Poco a poco va viendo la luz el epistolario de Octavio Paz, un epistolario que no podía quedar recogido –ni siquiera bajo la forma de una breve muestra– en un apartado específico de las Obras completas del autor, cuya edición en ocho volúmenes completó recientemente Círculo de Lectores-Galaxia Gutenberg. Y no podía recogerse allí por dos razones principales: porque lo idóneo, en la publicación de epistolarios, es la edición de las dos partes de una correspondencia, y porque una breve selección de cartas de Paz no hubiera dado una idea justa de su dimensión como epistológrafo. Vienen a confirmar una y otra premisa estas Cartas cruzadas entre el escritor mexicano y el editor Arnaldo Orfila (1897-1998), y es lo mismo que ya pensamos en su momento ante las cartas de Paz a Vicente Rojo (editadas en 1991), Alfonso Reyes (1998) o Pere Gimferrer (1999): que las cartas del autor de El laberinto de la soledad constituyen un importante segmento de su obra y ofrecen un interés especial para el examen de su poesía, su pensamiento crítico y su evolución intelectual. Piénsese en el más bien exiguo número

de escritores del siglo XX cuyas cartas presenten el interés aludido. Recuerdo ahora que Eliot, en 1928, habló del “estilo magistral” de las cartas de Pound. Algo parecido puede decirse de las de Paz. Es una suerte poder contar con textos de tan alto significado intelectual, literario y biográfico. Entre 1965 y 1970, el editor argentino Arnaldo Orfila y Octavio Paz cruzaron un amplio epistolario que va más allá de los puros acuerdos entre un autor y su editor. Orfila, que ya había desarrollado una brillante tarea en su país natal al frente de la Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA), se había trasladado a México y había “refundado” el Fondo de Cultura Económica, empresa que llegó a convertir en una de las más influyentes editoriales del mundo hispánico. Precisamente como director del F.C.E. escribe a Octavio Paz –autor de la casa y, por entonces, embajador de México en la India– para proponerle la elaboración de una antología de la poesía mexicana. Paz le responde con una contrapropuesta: publicar una antología general de la poesía en lengua española (que podría, dice, extenderse a la portuguesa), e insiste en esta idea, convencido como está de que “sería una obra fundamental para nuestros pueblos”, cuya unidad vendría a afirmar, y permitiría ver “un pasado en nada inferior al de los angloamericanos”. Orfila, en cambio, le reitera su deseo de limitar el proyecto a la poesía mexicana, en una antología con varios responsables. Ocurre entonces un hecho crucial: Orfila, que había dado a conocer en el Fondo libros como Los hijos de Sánchez, del antropólogo norteamericano Oscar Lewis, o Escucha yanqui, de Wright Mills, es destituido de la dirección de la editorial por un gobierno que cree vejada la imagen de México y amenazadas las buenas relaciones con el poderoso país vecino. Orfila funda entonces la editorial Siglo XXI, a la que se lleva todos sus proyectos. También el de la antología mexicana: el resultado de aquella invitación sería lo que hoy conocemos como Poesía en movimiento, que Paz realizó con Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis.

Pero surgen otros proyectos. En esencia, estas cartas giran en torno a tres libros: el mencionado Poesía en movimiento (1966), Corriente alterna (1967) y Posdata (1970). Los asuntos relacionados con el primero de esos libros ocupan casi monográficamente la mitad del volumen. Y con razón: el proyecto no sólo era conceptualmente complejo sino que también arrastraba numerosas dificultades prácticas. Son muchas las observaciones de interés realizadas por Paz acerca de la poesía mexicana (la carta a Orfila del 20 de octubre de 1965 es una breve y admirable historia de esa poesía, con muy agudas apreciaciones), y determinadas opiniones e ideas merecen un comentario detenido que no podemos realizar aquí. Conviene subrayar, sin embargo, dos datos importantes: el primero es la constante renuencia del poeta a pensar en una poesía “nacional” mexicana, que ve inseparable de la poesía hispanoamericana en su conjunto; el segundo es su deseo de llevar a cabo una antología no de carácter histórico, fundada en la dignidad literaria o el “decoro”, sino, por el contrario, dinámica, centrada en la idea de exploración y aventura lírica. Por complacer a Orfila –de quien tanto espera aún como editor–, Paz accede a participar en la antología mexicana, pero no deja de expresar continuas reservas y desacuerdos con el proyecto. En el prólogo que se le encarga subraya el hecho de que “la poesía de los mexicanos es parte de una tradición más vasta: la de la poesía de lengua castellana escrita en Hispanoamérica en la época moderna” (es una lástima que en una nota editorial no se haya hecho referencia al imprescindible “Post scriptum” de Paz redactado en 1986). En realidad, lo que cabe lamentar de verdad es que Orfila –hombre de probada sensatez, dotado además de un indudable sentido práctico– no cayera en la cuenta de la importancia de la ya citada contrapropuesta de Paz, que no colisionaba con la antología mexicana: la de una antología general de la poesía en lengua española (“y tal vez portuguesa”). La afirmación de la unidad literaria hispánica recorre toda la vida intelectual de Paz, desde los días octubre 2006 Letras Libres 67

LibrOs de Laurel (1941), pero es en estos años –las décadas de 1960 y 1970– cuando más explícito se muestra acerca de la necesidad de esa afirmación: es asunto importante no sólo desde el punto de vista literario sino también, afirma, “desde el punto de vista de lo que llamaría la política del espíritu y aun la política a secas”. Aunque contamos con algunos escritos de Paz al respecto, se perdió aquí la ocasión de llevar a cabo un proyecto que habría sido de extraordinaria trascendencia para la lírica de nuestra lengua. Recogen también estas cartas, como ya se dijo, la génesis de libros como Corriente alterna y Posdata (el título de este último le fue sugerido a Paz por Laurette Séjourné, esposa de Orfila), pero no menos interesantes son los comentarios al paso sobre temas de actualidad literaria y política, como, por ejemplo, acerca de los acontecimientos internacionales de mayo del 68 (incluidos los de Tlatelolco), en torno a los cuales surgió otro proyecto editorial finalmente no realizado. Ocupa buena parte de estas páginas otro tema central: la necesidad de una gran revista literaria (“en el sentido amplio de la palabra literatura”), asunto que preocupaba al escritor mexicano desde antiguo, pero que en los años sesenta adquirió para él especial relevancia: “es indispensable la existencia de una revista efectivamente independiente en América Latina”, afirma. El espléndido memorandum que Paz escribe sobre la necesidad de esa revista el 5 de abride 1968 puede considerarse una suerte de embrión de lo que pocos años más tarde serían Plural y luego Vuelta. Al mismo tiempo, no deja de hacer a Orfila numerosas recomendaciones y sugerencias editoriales sobre autores entonces poco o nada conocidos en nuestra lengua, como Roman Jakobson, Claude LéviStrauss, Maurice Blanchot, Norman O. Brown, John Cage, Antonio Cándido, Hannah Arendt. No puede sorprender la extraordinaria curiosidad intelectual del mexicano; lo que cabe subrayar es su percepción de la literatura contemporánea como hecho “mundial”; pocos autores como Paz han estado más cerca del ideal goetheano de la Weltliteratur. 68 Letras Libres octubre 2006

La edición de estas Cartas cruzadas, en general muy cuidada, adolece sin embargo de algunos defectos: no figura responsable alguno de la edición, que podía haber aclarado en nota algunos datos y referencias; faltan cartas (entre ellas, la primera de Orfila); más de una carta aparece incompleta (se omite, por ejemplo, la “hoja aparte” citada en la página 36 o las “listas” de autores a que alude Paz en la página 60). Un libro, en suma, cuyo interés va mucho allá de la historia cultural y política de México y que nos acerca al núcleo mismo de un pensamiento vivo en algunos de sus años más decisivos. ~ – Andrés Sánchez Robayna ENSAYO

La cara oscura Norman Manea

Payasos: el dictador y el artista Traducción de Joaquín Garrigós, Tusquets, Barcelona, 2006, 302 pp.

Por El regreso del húligan (Tusquets), el estremecedor libro de Norman Manea, conocemos la historia de su vida y la historia de sus padres, judíos integrados en un país que nunca ha conseguido convivir con los judíos, vistos como extraños, como enemigos: apresados y asesinados por los nazis; ayudados a partir al exilio de Israel por los comunistas. Siendo niño, Norman Manea (Bucovina, Rumania, 1936) fue obligado a montar en un tren de ganado por los nazis rumanos y estuvo interno en el campo de concentración de Transnistria, Ucrania. Después, adolescente, soportó la dictadura comunista en un país con apenas mil comunistas verdaderos: sus mentiras, sus miserias y sus crímenes. Más tarde, siendo ya un escritor incómodo para el régimen de

Ceaucescu, consiguió salir de Rumania con rumbo a Berlín y luego vivir como profesor universitario en Estados Unidos. Y más recientemente, siendo un escritor de éxito, volvió brevemente a una Rumania que pertenecía, por fin, al mundo libre, después de más de medio siglo de terror totalitario: fascista, primero, y comunista, después. En El regreso del húligan, Norman Manea ponía su historia en paralelo con la de Mihail Sebastian (1907-1945), escritor, judío, rumano, disidente, y en especial con las reflexiones de su Diario (1935-1944) (Destino). También en Payasos: el dictador y el artista es muy importante la figura de Sebastian, que Manea analiza justo en el momento en que su Diario vio por fin la luz en Rumania. “En el mundo descrito por Sebastian”, señala en el ensayo “Incompatibilidades”, “lo cotidiano parece estar preparado para, en cualquier momento, dar vida a enormes reservas de ferocidad”. Sin duda, la ferocidad de los nazis rumanos y, sin duda también, la ferocidad del estalinismo rumano que sustituiría a los nazis rumanos. Entre los nazis rumanos, agrupados en torno a la “Legión”, destacaban algunos que tendrían gran relevancia en la cultura occidental de la segunda mitad del siglo XX: Emile Cioran y, especialmente, Mircea Eliade, a quien Manea disecciona, apoyándose en los numerosos libros de diarios y memorias del estudioso de las religiones, en el mejor ensayo analítico del libro, “Felix culpa”, que tan fácilmente podemos vincular ahora con el asunto Grass y su pertenencia a la Waffen-SS. En “Felix culpa” escribe Manea, reprochándole a Eliade su insistencia, durante tanto tiempo, en sus ideas nazis: Únicamente el reconocimiento del error puede respaldar una ruptura auténtica con ese error. ¿Acaso no es la honestidad, a fin de cuentas, el enemigo moral del totalitarismo? ¿Y no es la conciencia (el examen crítico de las preguntas incómodas, es decir, el compromiso ético y lúcido) la prueba última del distanciamiento de las fuerzas corruptas de

la ideología totalitaria? Fuerzas en absoluto simples y directas, que actúan por vías indirectas y complejas sobre la vulnerabilidad humana. Son los totalitarismos, el fascista y el comunista principalmente, aunque también el integrista, de la mano de la fatwa contra Salman Rushdie, los ejes sobre los que giran los ensayos de Payasos. El dictador y el artista. Totalitarismos que no se analizan en abstracto, sino en el propio sufrimiento (“¿cuánto puede soportar el hombre?, ¿a qué transformaciones está dispuesto u obligado bajo el peso del terror?”, se pregunta en el texto que abre el libro, “Rumania en tres fases”) y que tienen su encarnadura en Ceaucescu, que consiguió perpetuarse utilizando todos los resortes posibles, e incluso virando ideológicamente desde el comunismo, separándose de la correa de Moscú, hacia un nacionalismo étnico, en el que volvía a aparecer el odio, como en los tiempos “legionarios”, hacia “lo occidental”, “lo no rumano”, “lo judío”. “El informe del censor”, el mejor ensayo autobiográfico del libro, cuenta la tortura que soportó Manea para poder publicar su novela El sobre negro (Metáfora). La lectura de las quince páginas del censor (“una funcionaria con experiencia y autoridad”) sigue produciendo, como le produjo al propio autor hace veinte años, pánico. También presta mucha atención Manea al paisaje de la Rumania de la democracia, heredera en demasiadas cosas (y personas) de la dictadura de Ceaucescu: la ve con una mezcla de esperanza y de desconfianza. Aunque muchos de esos textos han perdido parte de su vigencia, porque proceden de la primera edición del libro, la que se hizo en Estados Unidos. Manea propone una tradición rumana en la que se siente reconocido. Por supuesto, el primero de esa tradición es Sebastian (que casi se convierte en una suerte de alter ego), pero también están Eugène Ionesco, que se dio cuenta de la “rinocerontización” de Rumania, Paul Celan, judío también y también procedente de Bucovina, y Panait Is-

trait (tan celebrado en la España de los años treinta, como ignorado en la de ahora), que pertenece a “la quimera de la inmensidad y de la libertad”. “Payasos: el dictador y el artista” es el texto más extraño del libro: escrito con furia y de una forma mucho más rabiosa que los otros. Tiene una factura mestiza: mezcla una lectura de I clowns de Fellini, con su teoría sobre los payasos “cara blanca” y los payasos “augustos”; una reflexión sobre Chaplin y Hitler, y una vitriólica crítica de Ceaucescu, en la que hay más de un punto de contacto con los modos de Franco (el relato de “la caza del oso”, drogado, por supuesto, no difiere mucho de la pesca del atún en el Azor). En él se hace Norman Manea algunas preguntas fundamentales: “¿Es el Dictador solamente un enemigo de las masas o un producto de éstas?” o “¿Se habrá encarnado el Mal sólo en mensajeros tan mezquinos y ridículos? ¿Acaso el grandioso emblema del infierno sólo se manifiesta en esos estúpidos, aunque terribles, pantomimos balbucientes?” Un gran libro, si quieres temblar. ~ – Félix Romeo CORRESPONDENCIA

Hacia el sur

Sigmund Freud

Cartas de viaje (1895-1923) Edición de C. Tögel, con la colaboración de M. Molnar, Trad. de Carlos Martín, Madrid, Siglo XXI, 2006, 422 pp.

En una esmerada y ejemplar edición que incluye una introducción general más otras breves apuntaciones a cada una de las partes así como las pertinentes notas aclaratorias y el valioso índice onomástico final, aparecen traducidas al castellano las Cartas de viaje (1895-1925), de Sigmund Freud, inéditas casi en su totalidad, y mayoritariamen-

te dirigidas a su familia, que no solía acompañarle en estos viajes a finales de agosto o principios de septiembre en los que Freud, atraído por “el efecto que tiene el sur sobre el carácter y sobre la energía”, marchaba hacia Italia o Grecia, tanto en busca de descanso y placer como entusiasmado por el trabajo y el estudio, en la confianza de que “la multitud de cosas bellas que se ven producen alguna vez no se sabe qué fruto”. El verano de 1895 inaugura esta serie de viajes que, con la excepción de 1906, se suceden ininterrumpidamente hasta 1923 (cuando a Freud le diagnostican un tumor), con la particularidad de que año tras año aumentaba ligeramente la duración de los mismos: si los primeros duraban ocho o diez días, los últimos se prolongaban a lo largo de tres semanas. Tienen casi siempre como meta Italia, país que Freud va conociendo a trechos (Venecia, Toscana, Umbría, Lombardía, Roma, Nápoles, Sicilia) y al que retorna imantado siempre por lo que Nietzsche llamó “estimulantes vitales”, que comprenden desde los placeres más sencillos a los más sublimes. Y así en estas Cartas de Viaje, Freud da cumplida cuenta de las delicias gastronómicas de que disfruta, del buen vino, de la benevolencia del clima, de los revitalizantes baños de mar, de la calidez de las gentes o de la belleza de paisajes intactos. Una y otra vez estas líneas expresan la sensación de bienestar, el deleite y el gozo, que lo mismo le procuran unas frutas en su punto de sazón como el hallazgo de alguna rara pieza en la tienda de un anticuario con la que incrementar su famosa colección. “Mi corazón apunta hacia el sur” –le escribía a su esposa desde Lavarone para explicarle porqué abandonaba aquel lugar tranquilo, de una belleza ideal y, además, rico en setas–, “hacia los higos, castañas, laurel, cipreses, casas con balcones, anticuarios y cosas por el estilo”. Todo le parecía allí auténtico: “monte, bosque de olivos, cipreses, cielo de un azul intenso, higos, melocotones y gente negrísima”. También en la gran urbe: “Estamos exultantes –decía en Roma–, la sensación de bienestar no se ve perturbada”. Expresiones del tipo “bienestar octubre 2006 Letras Libres 69

LibrOs extremo”, “nunca me había sentido tan bien”, “disfruto mucho de todo” o “es difícil tener una vida mejor” pespuntean infatigablemente estas cartas de Freud, que de año en año retrasa el momento del regreso –“no quiero regresar hasta que no sea necesario”– porque entonces se acabó el sueño, como escribe en 1907 desde Roma. No hay retórica en esas líneas: recuérdese que en La interpretación de los sueños, Freud incluye una serie de episodios oníricos que tienen por base el anhelo de ir a Roma, analiza las causas de ese anhelo y las razones por las que durante sus primeros viajes a Italia (de 1895 a 1900) nunca pasó más allá del lago Trasimeno. Y lamentará no poder vivir allí de modo permanente porque “lo único que se tiene de estas breves visitas es una añoranza no satisfecha y una sensación de insuficiencia en todos los sentidos”. No era para menos: allí, a la multitud de antigüedades, se sumó otro encuentro especial: “Imagínate la alegría cuando, después de una soledad tan larga, me he encontrado hoy con una cara conocida”. Era la Gradiva. En otras ciudades menos grandiosas se producen encuentros igualmente decisivos: fuesen las pinturas de Luca Signorelli en la catedral de Orvietto en 1897, de las que un año más tarde se serviría al hablar “Del mecanismo psíquico del olvido” en la Psicopatología de la vida cotidiana, o bien se tratara de una incursión en el mundo subterráneo –“hemos salido sanos pero sucios”– cuando en Nápoles visitó la cueva de la Sibila. Si recordamos la influencia que la literatura, la mitología, el arte y la filosofía griegos tuvieron en la forja de ciertos conceptos claves del psicoanálisis freudiano, comprenderemos la enorme expectación de este Ulises moderno ante su primer viaje a Grecia, en 1904. “Me he puesto la camisa más bonita para visitar la Acrópolis –confiesa–. Supera todo lo que hemos visto y lo que quepa imaginar”. No es de extrañar, entonces, el bello símil que, en la Psicopatología..., establece entre el trabajo del arqueólogo y el del psicoanalista, sacando “a la luz 70Letras Libres octubre 2006

del día, de su largo entierro, los restos, inestimables aunque mutilados, de la Antigüedad. Yo he completado lo incompleto de acuerdo con los modelos que me son conocidos por otros análisis, pero lo mismo que un arqueólogo concienzudo, he evitado detallar en cada caso dónde mi construcción parte de lo auténtico”. O la comparación que en 1896, a raíz de su descubrimiento de la histeria, establece con uno de los grandes descubrimientos del XIX, las fuentes del Nilo, considerando su hallazgo como el caput Nili de la neuropatología. Pero Freud no viajaba sólo en una dirección, ni física ni mentalmente hablando. De la estancia de 1908 en Inglaterra, a raíz de la visita a la londinense National Potrait Gallery, surgen sus “Observaciones sobre rostros y nombres”, publicado por primera vez en el volumen de Cartas de Viaje, donde Freud establece una relación entre el aspecto y la profesión, muy en consonancia con las teorías expuestas, ya de forma más elaborada, en “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna”, al contener ya una primera tipología de los caracteres humanos basada en la clase de sublimación y la efectividad de ésta. Veamos un fragmento: El rostro es raza, familia y constitución, de los que sólo este último factor tiene interés; es en realidad, la mayoría de las veces, materia prima; de las vivencias hay poco ahí, y menos aún de la elección de profesión. Da la impresión de que las naturalezas heroico-conquistadoras tienen que conformarse con frecuencia con ser poetas o artistas, porque no hallan el camino expedito. Los poetas natos parecen ser aquellos que han permanecido infantiles: Goldsmith, Shelley, Mill y Pope, rostros eclesiásticos restaurados, asexuales. En 1909, Freud es invitado por la Clark University de Worcester (Massachussets) a impartir una conferencia sobre el psiconálisis, con motivo del vigésimo aniversario de su fundación. Pese a la

permanente aversión que manifiesta hacia los Estados Unidos “incluso tras conocerlos”, lo cierto es que éste fue su viaje más importante porque fue un viaje al futuro “y no al pasado, como los anteriores”, donde igualmente pudo comprobar la eficacia del psiconálisis y su método histórico aplicado a un pueblo y unas gentes que apenas tenían relación con su propia historia. Además, aunque no había sido planeado como un viaje de placer, le reportó igualmente alegrías y satisfacciones. Si en la primera carta desde Nueva York lo vemos blindarse (“No me dejo impresionar; me remito al hecho de que ya he visto tantas cosas más bellas. Aún cuando no más grandes y salvajes”), luego empezará a hablar de “la gran aventura”, y se lo ve gozoso aunque aturdido (“Nueva York nos tiene entre sus garras”), y desde luego permeable a la novedad: “En dos semanas se siente uno en casa y no querría volver a marcharse”. Al encanto de ir descubriendo las espontáneas impresiones, sensaciones y observaciones que Freud vierte en sus Cartas de viaje, se le añade la reproducción de infinidad de tarjetas postales (aquellas en las que escribió), ilustraciones y grabados de todo tipo que convierten esta lectura en un verdadero (y raro) gozo visual. ~ – Ana Rodríguez Fischer HISTORIA

Confluencias Ascensión Hernández de León Portilla

España desde México. Vida y testimonio de transterrados Algaba Ediciones, Madrid, 2003, 453 pp.

Con la publicación en España –con algo más de un cuarto de siglo de retraso– del estudio de la Dra. Ascen-

sión Hernández de León-Portilla sobre el exilio español en México, no faltará quien se haya preguntado si viene al caso presentar una obra tanto tiempo después de su edición original. Baste decir que se trata de uno de los trabajos pioneros sobre la materia; uno que, junto con los ambiciosos proyectos de Patricia Fagen (1973), José Luis Abellán (1976) o aquél concebido por Salvador Reyes Nevares (1982), constituyeron el corpus original de las investigaciones sobre el tema. A esto debe añadirse que el alejamiento oficial que México y España vivieron durante cerca de cuatro décadas, ante la negativa de sucesivos gobiernos mexicanos a reconocer al régimen de Franco, dejó como fatal secuela un mutuo desdén por conocer lo que se hacía del otro lado del Atlántico, ya bien en literatura, arte o ciencia. Tal desinterés se mantendría algunos años después de la muerte del dictador de un modo inercial. No es exagerado considerar la obra que nos ocupa como una de las bajas más sensibles de tal indolencia. Se salda de este modo un notable vacío bibliográfico de este lado del Atlántico. A setenta años del estallido de la Guerra Civil española y ahora que España busca afanosamente la recuperación de su memoria histórica, el libro de la Dra. Hernández de León-Portilla representa una importante contribución a ese esfuerzo, al rescatar del olvido los testimonios de una serie de destacados exiliados. Para tales fines decidió “hurgar” en las vidas de un grupo de transterrados –término acuñado por José Gaos– y recoger sus impresiones acerca de su pasado español, su presente mexicano y sus impresiones sobre el rumbo que habría de tomar España en lo sucesivo. El libro se divide en dos grandes apartados. En el primer capítulo se pasa revista a la experiencia republicana española y a lo que ésta significó en términos de acceso a la modernidad y de intento de superación de los prejuicios y los privilegios propios del atraso feudal que habían lastrado a España a lo

largo de los siglos. De qué manera fue visto y vivido por sus protagonistas ese periodo en su momento histórico, cómo reflexionaron sobre el mismo los exiliados a la distancia en tiempo y espacio y las perspectivas que vislumbraban a partir del cambio político español iniciado en 1977. En el segundo se abordan las diversas resonancias que tuvo en México la Guerra Civil española, la ayuda que el gobierno de Lázaro Cárdenas brindó a la Republica; los posteriores rescate y acogida de los vencidos por ese país; la adaptación de los exiliados al país de llegada; la existencia en México de un nacionalismo con un fuerte componente anti-hispano; la esperanza, defraudada por la longevidad del dictador, de que el exilio fuera temporal y las divergencias ideológicas que siguieron dividiéndolos como colectivo, muchos años después de su derrota. En el tercer capítulo, la Dra. Hernández de León Portilla plantea la llegada del exilio como un reencuentro entre España y México tras siglo y medio de distanciamiento provocado por el proceso de independencia y el consecuente desarrollo de estereotipos y prejuicios mutuos. Otros trabajos han considerado, con hipérbole digna de mejor causa, el arribo del exilio como un momento fundacional, en el que una generación destacada llegó a una suerte de páramo y creó a partir de la nada la cultura mexicana contemporánea. Para la autora, en cambio, la llegada del exilio español a México representó “un momento de fusión entre dos épocas de oro en las ciencias, artes y humanidades” con el cual México termina de definir una ruta excepcional en estas disciplinas. No es ocioso recordar que el México al que hacen su arribo los transterrados españoles es aquel en el que Orozco emprende sus frescos en Guadalajara, en el que Octavio Paz funda la revista Taller, en el que Silvestre Revueltas compone su poema sinfónico Sensemaya, el mismo en el que Xavier Villaurrutia publica su Nostalgia de la Muerte, o Gorostiza su Muerte sin Fin. El arribo

de José Moreno Villa, Emilio Prados, Juan Larrea, Rodolfo Halffter o Enrique Climent, entre muchos otros, significó la extraordinaria confluencia de explosiones creativas diversas y su amalgama en un auge cultural excepcional y acaso irrepetible. La segunda mitad del libro recoge los testimonios de “dieciséis españoles prototípicos de su tiempo, que España perdió y México ganó, pero que, en realidad, hoy son parte de un pensamiento común de ambas orillas del Atlántico.” De entre estos cabe mencionar, sin demérito de los demás, a la pintora Elvira Gascón (1911-2000), el poeta Juan Rejano (1903-1976), el catedrático Wenceslao Roces (1897-1992), el militar republicano Vicente Guarner (1893-1981) o al pedagogo José De Tapia (1896-1989). Los entrevistados forman además una muestra representativa del espectro ideológico del exilio republicano: anarquistas, liberal-republicanos, socialistas y comunistas. Pero sobre todo lo que trasluce a lo largo de los diálogos es la reflexión que estos republicanos hacen sobre la historia y la evolución de España desde fuera de ella. Esta es, quizás, la más notable aportación del libro: permitir que esas voces refieran sus reminiscencias y reflexiones y que éstas perduren. Como en toda familia digna de ese nombre, entre España y México se han dado, en apretada sucesión, la coincidencia y el desencuentro, el apego mutuo y el rechazo igualmente recíproco, el trauma y la reconciliación. En ese sentido, la llegada de los exiliados ofreció a los mexicanos la oportunidad de conocer y familiarizarse con españoles de orientación liberal, muy distintos a aquellos del estereotipo superficial acuñado durante generaciones por una educación nacionalista a ultranza. De este modo, las imágenes trilladas del conquistador brutal y sanguinario o el gachupín avaricioso y explotador fueron desterradas para siempre de la imaginería popular mexicana. ~ – Mario Ojeda Revah octubre 2006 Letras Libres 71

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