\"Ese venero, ese manantial\": presencia de la Biblia en la cultura de Occidente (2015)

July 4, 2017 | Autor: L. Cervantes-Ortiz | Categoría: Bible, Bible and Culture
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Descripción

“ESE VENERO, ESE MANANTIAL”: PRESENCIA DE LA BIBLIA EN LA CULTURA DE OCCIDENTE Leopoldo Cervantes-Ortiz Me gusta remojar la palabra divina, amasarla de nuevo, ablandarla con el vaho de mi aliento, humedecer con mi saliva y con mi sangre el polvo seco de los libros sagrados y volver a hacer marchar los versículos quietos y paralíticos con el ritmo de mi corazón. Me gusta desmoronar esas costras que han ido poniendo en los poemas bíblicos la rutina milenaria y la exégesis ortodoxa de los púlpitos para que las esencias divinas y eternas se muevan otra vez con libertad. Después de todo, digo otra vez que estoy en mi casa. El poeta al volver a la Biblia, no hace más que regresar a su antigua palabra, porque ¿qué es la Biblia más que una Gran Antología Poética hecha por el Viento y donde todo poeta legítimo se encuentra? […] LEÓN FELIPE, “¿Qué es la Biblia?”, en Ganarás la luz (1943)

El impacto de una “literatura sagrada” Jorge Luis Borges, el gran escritor argentino, escribió sobre la extraordinaria riqueza y diversidad de los documentos reunidos en la Biblia que hacen justicia al significado original de esta palabra, pues la Biblia es una auténtica biblioteca: ¡Qué idea excepcional, la de reunir textos de distintos autores y distintas épocas y atribuirlos a un autor único, el Espíritu! ¿No es maravilloso? Es decir, obras tan dispares como el Libro de Job, el Cantar de los Cantares, el Eclesiastés, el Libro de los Reyes, los Evangelios y el Génesis: atribuirlos todos a un solo autor invisible. Los judíos tuvieron una magnífica idea. Es como si alguien pretendiera conjuntar en un solo tomo las obras de Emerson, Carlyle, Melville, Henry James, Chaucer y Shakespeare, y declarar que todo proviene del mismo autor (“La literatura de mis días”, 1983).

En su caso, y como él mismo dio testimonio varias veces, llevaba la Biblia “en la sangre”. Prueba de ello son las múltiples alusiones a lo largo de su obra y los prólogos que escribió a las traducciones del libro de Job y del Cantar de los Cantares, de Fray Luis de León. Asimismo, sus poemas sobre el Eclesiastés y los Evangelios son magníficos; así, el dedicado a “Juan 1, 14” es ejemplar: “He encomendado esta escritura a un hombre cualquiera; / no será nunca lo que quiero decir, / no dejará de ser su reflejo. / Desde mi Eternidad caen estos signos”. Y en otro momento, resumió: “La Biblia, más que un libro, es una literatura”. La variedad de géneros y estilos, de temas y relatos, hacen de la Biblia un auténtico venero, un océano de posibilidades para ver desplegada la experiencia humana en todas sus variantes. Asomarse a su influencia en la cultura de Occidente, es una magnífica oportunidad para constatar la manera en que estos textos sagrados han contribuido a modelar el pensamiento, las creencias y las mentalidades, a tal grado, que resulta impensable imaginar el mundo, tal como se ha conocido hasta hoy, sin su presencia en todos los niveles de la existencia. Con ello no se quiere decir que el aprecio que tiene se refleje necesariamente en las estructuras sociales, políticas o educativas de los diversos países, sino más bien que el legado bíblico permea ampliamente su espectro cultural y rebasa, con mucho, los esfuerzos institucionales que se realizan para promover su lectura e interpretación. Hace algunas décadas, dos estudiosos evangélicos latinoamericanos indagaron este tema desde perspectivas diferentes: don Aristómeno Porras (más conocido por su seudónimo Luis D. Salem) lo hizo en un par de cuadernillos atinados y sensibles. Más tarde, Luis Rublúo Islas dedicó una columna periodística a dar cuenta de las aficiones bíblicas de un centenar de estadistas, escritores, músicos o artistas, y la lista es verdaderamente larga.

En Un prefacio a la Biblia hebrea (1996), el notable crítico George Steiner ha delineado con gran profundidad el impacto de ese texto sagrado en la civilización occidental al momento de acompañar a los lectores en el peregrinaje intelectual, espiritual y existencial que representa acercarse a esos textos antiguos, pero siempre vivos: En Occidente, pero también en otras partes del planeta donde el “Buen Libro” ha sido introducido, la Biblia determina, en buena medida, nuestra identidad histórica y social. Proporciona a la conciencia los instrumentos, a menudo implícitos, para la remembranza y la cita. Hasta la época moderna, estos instrumentos estaban tan profundamente grabados en nuestra mentalidad, incluso —tal vez especialmente— entre gentes no alfabetizadas o prealfabetizadas, que la referencia bíblica hacía las veces de auto-referencia, de pasaporte en el viaje hacia el ser interior de la persona.

Semejante familiaridad hace de la Biblia un libro casi omnipresente, directa o indirectamente: “No hay otro libro como éste; todos los demás están habitados por el murmullo de ese manantial lejano”. Y agrega también un recuento muy elocuente acerca de los diversos desdoblamientos del texto bíblico en el seno de las culturas, poniendo el énfasis en la literatura como ambiente natural, sin olvidar las demás áreas porque un panorama así quedaría incompleto si no se incluyen los demás espacios del saber y la existencia: Todos nuestros demás libros, por diferentes que sean en materia o método, guardan relación, aunque sea indirectamente, con este libro de libros. Guardan relación con los hechos de un discurso articulado, de un texto dirigido al lector, con la confianza en unos medios léxicos, gramaticales y semánticos, que la Biblia origina y despliega en un nivel y con una prodigalidad no superados desde entonces. Todos los demás libros, ya sean historias, narraciones imaginarias, códigos legales, tratados morales, poemas líricos, diálogos dramáticos, meditaciones teológico-filosóficas, son como chispas, muchas veces desde luego lejanas, que un soplo incesante levanta de un fuego central.

Steiner lleva a cabo una constatación indiscutible que documenta con gran sensibilidad: “Parece evidente que la Santa Biblia […] es el acto lingüístico más publicado y difundido sobre la faz de la tierra”. Existen diversas formas de abordar tal influencia de las Escrituras judeo-cristianas en el mundo occidental: una de ellas, bastante elemental, consistiría en observar cómo los textos que la conforman, especialmente el Antiguo Testamento, son la base de nuevas historias, como sucedió con Thomas Mann en José y sus hermanos (1933-1943). En el caso del Nuevo Testamento, podemos hablar de una visión más universal y amplia de la cultura y el diálogo con la fe, a partir del hecho de que las enseñanzas de Jesucristo salieron de las fronteras del antiguo Israel para traducirse, en todos los sentidos del término, en espacios que las recibieron y las incorporaron de manera peculiar. Ese diálogo cultural ha producido con el paso del tiempo expresiones variadas que forman parte del patrimonio de las sociedades y de las iglesias. Aunado a esto, debe subrayarse que la fuerza de estas manifestaciones se debe también a la profundidad con que los textos sagrados abordan las grandes zonas de la experiencia humana. En ese sentido, es obligado subrayar la intuición visionaria de los profetas y los sabios bíblicos que vislumbraron una evolución continua en las formas de religiosidad a fin de superar los estadios más primitivos también evidenciados en sus páginas milenarias. Al intentar esbozar la presencia y el impacto de la literatura bíblica en la cultura, primeramente, y después, de manera específica, en la cultura occidental, saltan a la vista varios aspectos que merecen una explicación para el gran público, debido a las vastas dimensiones del tema. Primeramente, hay que decir que toda buena literatura se ve reflejada en muchas zonas de la realidad humana y, en el caso de la Biblia, ella misma ha

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contribuido a conformar mediante sus historias y enseñanzas buena parte del imaginario cultural de Occidente. Lo mismo podría decirse de otras tradiciones culturales, como en el Oriente, adonde la influencia también se echa de ver en el mismo tenor, aunque con desarrollos distintos. El simple hecho de hablar de “literatura bíblica” ya es un salto cualitativo para buscar en el seno de la cultura las formas en que se ha desplegado y desenvuelto como una presencia viva y dinámica. De esa manera, al hablar de cultura es posible remitirse no sólo a las diversas creaciones musicales, literarias o pictóricas sino también a las producciones del ámbito popular donde, por otro lado, se aprecian intensamente los asuntos bíblicos transfigurados en una multitud de variaciones.

Fe y literatura Desde un punto de vista apasionante y sumamente enriquecedor, el crítico y pastor protestante ya fallecido Northrop Frye afirmó que el conocimiento del contenido de la Biblia es fundamental para moverse en medio de las producciones literarias: “Para mí la Biblia es el corpus de palabras mediante el cual puedo ver el mundo como un cosmos, como un orden y en el que puedo ver la naturaleza humana como algo redimible, como algo con derecho a sobrevivir. Para la cultura occidental es el libro total, que lo abarca todo. Abarca lo divino y lo demoníaco, además de lo humano” (Conversación con Northrop Frye, 1997). Para Frye, la Biblia es el conjunto de textos más paradigmático que contiene en sí mismo todos los símbolos y , por ello es, en palabras del poeta William Blake, el “gran código” de la humanidad al contener en germen y con un desarrollo particular los elementos comunes de la existencia articulados en una clave de fe que sigue vigente hasta estos tiempos. Como lo ha resumido Jorge Juan Fernández Sangrador: “Sin la Biblia sería imposible dar razón de las innumerables manifestaciones del espíritu humano, que se ha volcado y expresado en la literatura, la pintura, la escultura, la arquitectura, el urbanismo, el cine, la fotografía y la música, y lo ha hecho desde la Sagrada Escritura” (“Un acontecimiento cultural: la Biblia, el gran código de la humanidad”, 2010). Harold Bloom, por su parte, ha señalado que los autores bíblicos, reconocidos o no como tales, no tendrían mucho que envidiar a los grandes escritores de la literatura universal y que quien se acerca a los libros bíblicos entra en contacto directo con un interminable océano literario, siempre propicio para la edificación, el aprendizaje y el goce estético, aunque el orden no sea siempre éste. Ha dicho: “Necesitamos una aprehensión estética de la Biblia, ya sea la hebrea, el Nuevo Testamento… Es gran literatura”. Y también: “Lo que caracteriza a Occidente es esa incómoda sensación de que su saber va por un lado y su vida espiritual por otro. No podemos dejar de pensar que somos griegos y, no obstante, nuestra moralidad y religión -exterior e interior- encuentran su origen último en la Biblia hebrea”. Su idea de canon literario es completamente bíblica y la ha aplicado en obras directamente relacionadas con el libro sagrado. Sobre el libro de Job sus palabras son agudas: “Los límites del deseo son también los límites de la literatura. […] …no es la Creación sino el Creador quien abruma a Job. […] Job, acentuando a Jeremías, aceptó su elección de adversidad, de haber sido escogido por Yahvé, Dios de los que sufren” (Poesía y creencia, 1989). En otro lugar, asevera: “El libro de Job es una estructura en la que alguien se va conociendo cada vez más a sí mismo, en la que el protagonista llega a reconocerse en relación con un Yahvé que estará ausente cuando él esté ausente” (¿Dónde se encuentra la sabiduría?, 2004). Y no ha dudado al decir que su libro bíblico favorito es el de Jonás. Precisamente Job es un magnífico ejemplo de los desdoblamientos culturales en los que es reconocible el gran genio literario que la recorre de principio a fin y que ha contribuido a moldear el gusto y la imaginación de

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cientos de generaciones. El biblista español Julio Trebolle (junto a Susana Pottecher) rastreó la evolución del libro en la literatura, la filosofía y el arte, entre los siglos XVI y XX. Así, encontró que el famoso personaje ha sufrido grandes transformaciones: desde la figura medieval de un hombre paciente hasta el estoicismo de una persona firme ante la adversidad en el Renacimiento, pues cada época le ha puesto su impronta. Fray Luis de León, Miguel de Cervantes y Francisco de Quevedo también sufrieron el influjo de esta obra dominante, lo mismo que Pedro Calderón de la Barca. En El rey Lear, de Shakespeare, lo mismo que en otras obras del gran dramaturgo inglés reaparecen los toques jobianos. Ya en la modernidad más cercana, “Job deja de ser el mártir sufrido y paciente del Medievo y el libro bíblico suscita la lectura de escritores y filósofos prestando más atención al tema de la teodicea y a la existencia del mal en el mundo que al propio personaje”. Blas Pascal, Voltaire, Emmanuel Kant y William Blake se sumaron al debate y aportaron su visión particular, unos desde las preocupaciones existenciales y otros desde una reconstrucción más poética. En el romanticismo, muchos autores posteriores a Goethe afrontaron esa gran figura bíblica: Heinrich Heine, Víctor Hugo, Fiodor Dostoievski y Lord Byron, entre muchos. Y en el siglo XX, destacan los nombres de Thomas Mann, Herman Hesse, Elías Canetti, Samuel Beckett, Bertolt Brecht, G.K. Chesterton (Introducción al libro de Job, 1916), Nelly Sachs (con un poema extraordinario), Martin Buber, el ya citado Borges y Elie Wiesel, sin olvidar, en otros campos a Carl G. Jung (Respuesta a Job, 1952), Joseph Roth (Historia de un hombre sencillo, novela de 1930) y, más recientemente, René Girard y Antonio Negri (1990). En las artes plásticas no se puede ignorar a Marc Chagall. La española María Zambrano también fue seducida por este libro sobre el que escribió líneas diáfanas e iluminadoras como éstas: “El arcano que a Job se le presenta insondable es lo que en la teología y aun fuera de ella, dentro del pensamiento universal, se llama voluntad” (El hombre y lo divino, 1955); “Job está desesperado, pero la salida sólo la ve en una respuesta de la divinidad. Job se queja: del horror del nacimiento, del espanto de la muerte cierta y de la injusticia. […] Job así lo sintió y salió de ella por su grito, por su queja que, al fin, fue escuchada” (La confesión: género literario, 1995). Para ella, este libro tenía forma de auto sacramental y poseía “el poder convocante del teatro”. Y, nuevamente, las voces de Frye y Steiner son insoslayables; el primero escribió: “Quien se interese por la Biblia y la literatura acabará dando vueltas en torno al libro de Job como un satélite”, y el segundo: “Job el edomita grita pidiendo sentido… Pide a Dios que se dé sentido a Sí mismo”. Desde México, el filósofo transterrado Ramón Xirau también ha abrevado en la experiencia de Job. Esa larga cadena interpretativa incluye la sobresaliente referencia que hizo Octavio Paz en 1977 a ese libro al recibir el Premio Jerusalén, mediante un inesperado conocimiento de la versión más difundida en las iglesias protestantes de habla castellana: Los sufrimientos de Job pueden verse como una ilustración del poder de Dios y de la obediencia del justo. Ése es el punto de vista divino pero el de Job es otro; aunque está “vestido de llagas” —como dice, admirablemente, la versión castellana de Cipriano de Valera— persiste en sostener su inocencia. Cierto, se inclina ante la voluntad divina y admite su miseria; al mismo tiempo, confiesa que encuentra incomprensible el castigo que padece. “Diré a Dios: no me condenes, hazme entender por qué pleiteas conmigo”. (X, 2). Si no duda, tampoco cede: “Aun cuando me matare, en él esperaré: empero mis caminos defenderé delante de él” (XIII, 15). El diálogo que entabla Job con Dios no es un diálogo entre dos leyes sino entre dos libertades. Job no niega su miseria ontológica —Dios es el ser y el hombre está roído por la nada— pero desde su misma insignificancia afirma el carácter irreductible y singular de su persona. […] El verdadero misterio no está en la omnipotencia divina sino en la libertad humana.

Con esto queda claro que un rastreo de esta naturaleza bien podría hacerse con prácticamente cada libro de la Biblia y los resultados serían inabarcables.

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Traducción y tradición El arte de la traducción es el que ha engendrado culturas y subculturas bíblicas ligadas a la tradición que cada versión ha producido en las diferentes regiones del planeta. Mediante el acceso al contenido de la Biblia, cada cultura ha vaciado en ella su forma de ver el mundo y ha modelado, a través de sus personajes, relatos y mensaje toda una nueva construcción que se ha expandido entre los lectores cuya familiaridad con determinadas secciones de las Escrituras ha determinado el grado de apropiación genuina en cada sociedad lingüística. Las traducciones a los diversos idiomas transportan, por decirlo así, el mensaje bíblico para instalarlo en las matrices y prácticas culturales a través de un diálogo continuo, de ida y vuelta, que se realiza cada vez que se lleva a cabo una lectura atenta. Sobre las traducciones bíblicas, escribe Steiner: El proceso de traducción y retraducción ha sido continuo durante más de dos milenios. Los textos bíblicos han sido transmitidos por todos los medios y notaciones concebibles: de los rollos de papiro a los discos compactos, de los infolios monumentales a la miniaturización de salmos u oraciones en cabezas de alfiler. La crónica de la imprenta, del diseño de caracteres, gira en torno a las ediciones de la Biblia, de Gutenberg en adelante. Pero la Sagrada Escritura está también disponible en braille y en el lenguaje de signos para sordos. No hay biblioteca, por extensa que sea, que comprenda la totalidad de las Biblias y Evangelios hablados, escritos, impresos.

Estas transformaciones en lo que hoy se conoce como “soporte” para vehicular los textos bíblicos atravesaron, en cada caso, una historia propia. En todos los idiomas de Occidente es posible reconstruir estos procesos como parte de una historia cultural más amplia. A partir de la Reforma Protestante y las diversas traducciones a las lenguas vernáculas, se abrió la caja de Pandora de la libre lectura e interpretación de los textos sagrados y comenzaron a imponerse nuevas prácticas de la lectura como tal. Así lo esbozó Carlos Monsiváis (1938-2010): “La única cultura “superior” de las masas, precisa [Antonio] Alatorre, es la religión, y de allí la enorme influencia de esa producción de letrados en el desarrollo de nuestra lengua, de manera similar a la influencia de la versión de la Biblia de King James en los países anglosajones […] y a la enorme presencia de la versión de la Biblia hecha por Lutero en el desarrollo del idioma alemán”. En ese contexto, la cita de Alatorre es obligatoria: “La lectura de la Biblia quedó prohibida en el Imperio español desde el siglo XVI. Si hubiera sido ‘autorizada’ la hermosa traducción de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, protestantes españoles del siglo XVI, la historia de nuestra lengua sería sin duda distinta de lo que es” (Los 1001 años de la lengua española, 1979, 1989). No se puede menospreciar el hecho de que muchos reformadores como Erasmo, Lutero y Calvino participaron directamente en esfuerzos magníficos de traducción bíblica que hicieran accesibles los textos sagrados a los grandes públicos de su época. Precisamente escritores como los mexicanos Monsiváis, Sergio Pitol y José Emilio Pacheco (Premio Cervantes los dos segundos) han destacado la manera en que el acceso a determinadas traducciones de la Biblia permite que su influjo se haga sentir en rangos cada vez mayores de influencia cultural y literaria. Monsiváis, como tantos lectores evangélicos de su generación, fue un escritor formado y permeado toda su vida por la revisión Reina-Valera de 1909. Su testimonio es coloquial, directo y sin rodeos: En el principio era el Verbo, y a continuación Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera tradujeron la Biblia, y acto seguido aprendí a leer. El mucho estudio aflicción es de la carne, y sin embargo la única característica de mi infancia fue la literatura: himnos conmovedores […], cultura puritana (“Instruye al niño en su carrera y aun cuando fuere viejo no se apartará de ella”), y libros ejemplares: El progreso del peregrino de John Bunyan; En sus pasos o ¿Qué haría Jesús?; El paraíso perdido, La institución de la vida cristiana de Calvino, Bosquejo de dogmática de Karl Barth. (Autobiografía, 1966)

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Como lo demuestran algunos historiadores de la lectura, para él no existió discontinuidad alguna entre el acto mismo de la memorización, como parte de una subcultura religiosa, y la proyección de todo lo bíblico en el resto de la cultura, particularmente en la literaria, incluyendo las obras piadosas de lectura obligatoria. Como se aprecia en todos sus libros, su lenguaje transformó los textos bíblicos en continuos ejercicios de intertextualidad, una de las prácticas protestantes más comunes, consistente en referir cualquier porción a su antecedente en el Antiguo o en el Nuevo Testamento: “La Biblia es un libro de registros variados, de énfasis comunitario e individual (Proverbios o Job), de intensidades y matices. En nuestra cultura es el clásico de clásicos, y eso beneficia a todos los que escriben”. A fines de los años 50, siendo Monsiváis y Pitol muy jóvenes, ambos conocieron a Borges, lo que dio oportunidad al primero de referirse a su traducción bíblica predilecta y de expresar su aspiración, según recuerda Pitol, “a que algún día su prosa muestre el beneficio de los infinitos años que ha dedicado a leer los textos bíblicos; yo que soy lego en ellos, comento bastante encogido que la mayor influencia que registro por el momento es la de William Faulkner, y allí me da jaque mate al aclararme que el lenguaje de Faulkner, como el de [Herman] Melville y [Nathaniel] Hawthorne, están profundamente marcados por la Biblia: son una derivación no religiosa del Lenguaje Revelado”. Los autores de Moby Dick y La letra escarlata forman parte también del universo cultural que giraba intensamente en torno a la Biblia en la tradición anglo-sajona. En una entrevista, Monsiváis habló explícitamente de la traducción aludida: La Biblia fue el primer libro que leí, a los 6 años. Y desde entonces he seguido leyéndola y me he familiarizado con el lenguaje. Sé que muchas cosas ya exigen un correlato histórico muy distinto en cuanto a épocas, la época en que se escriben los Evangelios, en fin… Hay necesidad de una contextualización histórica implacable, pero sé también que como documento de formación de una persona en la lengua y de una persona en lo que se considera el pasado y el presente religioso de la humanidad es un texto indispensable. Me parece que para mí fue un aprendizaje de la lengua excepcional porque me tocó leer la Biblia en la versión de Casidoro de Reina y Cipriano de Valera que considero inmejorable y cuyo uso me parecería todavía necesario. No me gusta la actualización de la Biblia, la versión actual, no porque discrepe de las correcciones, las anotaciones, las puestas al día de vocabulario, sino porque lo otro era el caudal de la lengua y la manera inmejorable de decir: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y la expansión denuncia la obra de sus manos. El un día emite palabra al otro día, y la una noche a la otra noche declara sabiduría”. Me parece que allí se ha llegado a una perfección del idioma tan declarada que buscar equivalentes que sean más comprensibles es simplemente relegar lo que da de profundidad una versión hecha de una manera soberbia por Reina y Valera.

Pitol definió así la impronta bíblica en la literatura: Literariamente, la Biblia es la madre de todos los libros. El lenguaje bíblico es como la sedimentación de grandes literaturas. Yo me explico la gran literatura norteamericana del siglo XIX, ese surgimiento del nivel del suelo a los niveles más altos debido a que, para los protestantes, la Biblia era un libro de lectura diaria. En cambio, nosotros, la literatura de nuestro siglo XIX no puede compararse porque nuestra tradición de la lengua era entonces a base de sermones de curas. Leo la traducción de Casiodoro de Reina […] Es un texto que la Inquisición consideró como heterodoxo [...] Es la tradicional que comencé a leer y sigo leyendo: es en donde el lenguaje me parece prodigioso.

Pacheco (1939-2014), proveniente de un dominio religioso distinto, debido a estos contactos personales, años más tarde se acercó al Cantar de los Cantares e hizo una adaptación fiel a su horizonte y contenido (2009), en la cual sentenció: “El Cantar de los Cantares vuelve absurda la idea de que existen el ‘autor’ de un texto y las tradiciones nacionales. A semejanza de la cocina, la poesía es una serie infinita de apropiaciones e intercambios. Nada es de nadie porque todo es de todos. Un poema pertenece a quien tenga la voluntad de hacerlo suyo”. En

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la Península Ibérica, y con un enfoque similar, el poeta Félix de Azúa, también se ha referido a la Biblia como “la madre de la literatura” en las diversas comunidades idiomáticas (Alemania, Inglaterra, España): “Suele decirse que la moderna literatura europea nace a finales del Renacimiento y su impulso decisivo es la Biblia en sus traducciones a lenguas vernáculas. Adaptar el gran estilo bíblico a una expresión comprensible en lengua llana fue una tarea monumental” (El País, 26 de mayo de 2013). Su reconocimiento de la traducción protestante renacentista, colocada al lado de sus equivalentes en otras lenguas, es digno de citarse: Al igual que los casos alemán, italiano o inglés, la escritura de Reina es un fabuloso ejemplo de la lengua común castellana de su siglo, empleada con suma elegancia literaria. Si la King James suele compararse con Shakespeare (aparece cuando se estrena The Tempest), Reina puede hacerlo con Cervantes cuyo Quijote data de 1605. Así lo juzga Menéndez Pelayo: “[Casiodoro de Reina es] el escritor a quien debió nuestro idioma igual servicio que el italiano a Diodati”. La frase (citada por González Ruiz en su inencontrable edición de 1987) parece un sacacorchos, pero se entiende: Reina inventa el castellano literario de la calle, por así decirlo, como Giovanni Diodati inventó el italiano en su traducción de 1607, obra maestra de la lengua de su país.

También se lamenta de que esa versión no circulara en España lo suficiente para influir más en su literatura: “Casi hemos de ponernos en Unamuno para divisar la influencia de la Biblia del Oso en algún escritor de altura”. Al referirse a la presencia de la Biblia en el Quijote matiza sus afirmaciones: “Sus trescientas citas de las Sagradas Escrituras confirman un extenso conocimiento del texto bíblico, aunque no se ha podido establecer qué traducción llegó a sus manos”. En este punto es imposible dejar de recordar el volumen de Juan Antonio Monroy: La Biblia en el Quijote (1963). De Azúa califica la obra mayor de Cervantes con una afirmación crítica y altisonante. “Una Biblia para un país sin Biblia”.

Lectura y cultura Al momento de hablar de las tradiciones literarias, ¿cómo no referirse a la bellísima comparación entre Homero y el Génesis que practica Erich Auerbach en Mímesis (1942) donde coloca lado a lado esas dos grandes obras y advierte sus similitudes y diferencias? Al comparar el episodio de la cicatriz de Ulises en la Odisea y el intento de sacrificio de Isaac (Gn 32) se sumerge en ambas tradiciones y encuentra que la bíblica se sostiene con un valor propio: En las narraciones del Antiguo Testamento, el sosiego de la diaria actividad en la casa, en los campos y en el pastoreo está siempre minado por los celos en torno a la elección y a la bendición paternas, y se suscitan complicaciones inconcebibles para los héroes homéricos. Para que en éstos surjan el conflicto y la enemistad, se necesita un motivo palpable y claramente definible, y una vez surgido rompe en una lucha abierta; mientras que en aquéllos, la constante consunción de los celos y la trabazón de lo económico con lo espiritual conducen a una impregnación de la vida diaria con gérmenes de conflicto y, frecuentemente, a un envenenamiento de la misma. La intervención sublime de Dios actúa tan profundamente en la vida diaria, que las dos zonas de lo sublime y lo cotidiano son fundamentalmente inseparables y no sólo de hecho.

Se podría establecer toda una teoría de la lectura basada en postulados o metáforas bíblicos, como el que inició Ezequiel y continuó el vidente de Apocalipsis: “comer” o “devorar” el rollo o el libro es la disposición que se espera de todo aquel que se acerca a las Sagradas Escrituras. La apropiación de la Biblia mediante la lectura reproduce esta metáfora como un proceso cotidiano que funda y desarrolla una “cultura de la lectura” propia de comunidades creyentes e incluso no creyentes. Así, como lo planteó Paul Ricoeur, “el sujeto aparece constituido

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a la vez como lector y como escritor de su propia vida” (Tiempo y narración. III, 1985). Al considerar una muestra de lectura piadosa clásica como El progreso del peregrino (1678), de John Bunyan, derivada también de una interpretación alegórica de los textos bíblicos, Javier Alcoriza y Antonio Lastra han descrito el proceso mediante el cual el principio protestante del libre examen de las Escrituras “tuvo como consecuencia literaria la transformación de los cristianos en lectores”, acontecimiento de vastas dimensiones si se toma en cuenta que la lectura de la Biblia ya traía tras de sí una larga historia. Al puritanismo le correspondió, agregan: “la tarea de traducir la Biblia y darle a su interpretación un valor de verdad”, así como “persuadir al pueblo, que lentamente habría de transformarse en público”. Algunos postulados de la Reforma alcanzaron una nueva proyección, a la hora de replantearse el contacto de los creyentes con los textos sagrados a través de la mediación cultural del libro: “La afirmación del sacerdocio universal […] resulta, incluso, más sencillo de comprender si la interpretamos […] como un imperativo más asequible que ordenaría a todos los creyentes, cuyo deber era ser sacerdotes, que aprendieran a leer”. Más adelante, estos analistas abundan: “De Bunyan a Tolstoi, por tanto, la pregunta por la conducta de la vida (o por lo que la vida debía ser) habría tomado cuerpo en la literatura e influido en la imaginación de lectores y escritores. La pregunta habría sido, por así decirlo, traducida de la religión a la imaginación, o de la teología a la literatura”. Dicho con otras palabras, la Biblia seguiría influyendo en la conducta de las personas pero a trasmano, en los contenidos morales de muchas obras literarias derivadas de aquélla.

Otros territorios Todo esto entra en consonancia con la constatación, en una historia más amplia de la lectura, de la fuerza con que la Biblia llegó a penetrar en las culturas gracias al nuevo impulso educativo de las reformas religiosas, luego de una larga historia de lecturas piadosas y espirituales en el Medievo, un tanto alejada de las grandes masas de población. La lectura era un “ritual religioso”. Con la Reforma Protestante empalmó el surgimiento de la imprenta y del “lector humanista”, y lo específico de este movimiento consistió en despertar y consolidar los impulsos de una lectura individual que, culturalmente, se desplegaría también en otros territorios, con otros intereses y otros autores literarios. Jean François Gilmont, en la memorable Historia de la lectura en el mundo occidental (1997), de G. Cavallo y R. Chartier, exploró los ambientes y escenarios producidos por estos movimientos religiosos y señala que, al entrecruzarse las prácticas de lectura, el acto litúrgico produjo una participación colectiva que marcó para siempre el rumbo de las sociedades que los incubaron. No obstante, lo oral seguía siendo primordial. Olivier Millet y Philippe de Robert practicaron en Cultura bíblica (2001) otro abordaje de la influencia cultural y artística de los textos sagrados partiendo de los énfasis literarios (en una amplia revisión de las tradiciones). A continuación hacen desfilar una larga lista de nombres y obras. Finalmente, afirman que este “Gran Código” (otra vez las palabras de Blake) “ha alimentado y sigue alimentando toda manifestación artística y, por ende, literaria, de la civilización occidental”. Su revisión de las épocas los conduce a observar que, para fines del siglo XIX y principios del XX: “La utilización de motivos bíblicos rara vez se llevó a cabo sin la incorporación de cierta carga de sentimiento religioso, al no abandonarse del todo el simbolismo”. Más tarde, “irrumpe de lleno en la literatura la mística y los motivos de oración y de plegaria. La presencia de la Biblia es, en todo caso, una constante en la literatura de esta época como lo fue en épocas anteriores […] columna vertebral de la literatura occidental, de forma casi automática, o siendo incorporada a la obra literaria por devoción o con voluntad

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desacralizadora”, como acontece en El evangelio de Lucas Gavilán (1979), de Vicente Leñero. Para demostrar sus juicios, se dieron a la tarea de valorar la presencia de la Biblia en el mundo del arte en general. La iconografía derivada de las historias y relatos bíblicos ha producido una enorme cantidad de obras que se han instalado en el imaginario colectivo durante siglos. Así ha sucedido, por ejemplo, con las imágenes del Buen Pastor o de la Santa Cena, de Leonardo Da Vinci que, ligadas a aspectos litúrgicos, forman parte de la tradición eclesiástica. Las imágenes de Cristo han sido un motivo casi interminable para los artistas de todos los tiempos. La escultura también ha sido un arte directamente influido por la Biblia: el caso de Miguel Ángel Buonarroti, sin ser único, es el más visible. Rembrandt y Marc Chagall, sin duda, son dos de los mayores “traductores” del mensaje bíblico a la pintura. La obra de Chagall, minuciosamente dedicada a ciclos enteros de las Escrituras es testimonio dinámico de una lectura profunda. Tres de sus series son particularmente importantes: La Biblia (1956), Dibujos para la Biblia (1960) y los 32 grabados de los Salmos de David (1979). En la música, pueden mencionarse los grandes oratorios y cantatas de tema bíblico de Johann Sebastian Bach y Georg Friedrich Händel y otros grandes exponentes del arte coral, sin olvidar a Palestrina, Haydn y Felix Mendelssohn (su Elías, de 1846, es majestuoso). Los salmos musicalizados por el estadunidense Leonard Bernstein (1965) y otras obras de Sergio Cárdenas, desde México, son ejemplos de la vitalidad con que se ha abordado los temas bíblicos. El texto de I Corintios 13 en griego (la Canción por la unificación de Europa) en manos del polaco Zbigniew Preisner, es sin duda una aportación sublime a la banda sonora de la película Azul (1993), de su coterráneo Krzysztof Kieślowski. Ya como un arte más distintivo del siglo XX, el cine también ha recogido un sinnúmero de referencias bíblicas, lo mismo del Antiguo que del Nuevo Testamento. Los diez mandamientos (1956), de Cecil B. DeMille, marcó toda una época. Sobre la pasión de Jesús la lista es enorme, pero los resultados son sumamente desiguales. Entre decenas de autores y cientos de películas, destaca Pier Paolo Pasolini, gran lector e intérprete del Evangelio de Mateo (1964). Cierra este recuento con los versos de T.S. Eliot (“Coros de La Roca”, I), Premio Nobel en 1948, en alusión directa a la presencia de las Sagradas Escrituras en nuestro mundo: Se cierne el águila en la cumbre del cielo, el cazador y la jauría cumplen su círculo. ¡Oh revolución incesante de configuradas estrellas! ¡Oh perpetuo recurso de estaciones determinadas! ¡Oh mundo del estío y del otoño, de muerte y nacimiento! El infinito ciclo de las ideas y de los actos, infinita invención, experimento infinito, trae conocimiento de la movilidad, pero no de la quietud; conocimiento del habla, pero no del silencio; conocimiento de las palabras e ignorancia de la Palabra. Todo nuestro conocimiento nos acerca a nuestra ignorancia, toda nuestra ignorancia nos acerca a la muerte, pero la cercanía de la muerte no nos acerca a Dios. ¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir? ¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información? Los ciclos celestiales en veinte siglos nos apartan de Dios y nos aproximan al polvo.

México, D.F., abril de 2015 9

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