Escalas de “lo social” Las respuestas de Parsons y Elias a la oposición entre individuo-sociedad

June 14, 2017 | Autor: Joaquin Algranti | Categoría: Teoria Sociológica
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2013 Escalas de “lo social”. Las respuestas de Parsons y Elias a la oposición entre el individuo y la sociedad, en Aronson P. (Coord.) La teoría de la complejidad y la complejidad de la teoría sociológica, Buenos Aires: CICCUS, pp.25-51.

Escalas de “lo social” Las respuestas de Parsons y Elias a la oposición entre individuo-sociedad Joaquín Algranti UBA-CONICET Introducción: dos momentos de la teoría sociológica Para la teoría sociológica del siglo XX el problema de la integración incluye, entre otros temas, el modo en que lo social –formalmente cristalizado en instituciones, identidades y ritos de interacción– se hace cuerpo en individuos actuantes que reactualizan y modifican recursivamente las estructuras aprendidas en base a la experiencia cotidiana. Las formas de entrelazamiento entre lo subjetivo y lo objetivo encuentran principios de respuesta en distintas perspectivas que proponen, con cierto éxito, superar la antinomia individuosociedad, construyendo a su vez conceptos mediadores. Algunos autores de la academia argentina periodizan los principios esgrimidos bajo la noción de paradigma: hay quienes distinguen tajantemente entre la hegemonía de Parsons, su declive y la emergencia posterior de una multiplicidad de paradigmas (Sidicaro, 1992), mientras otros consideran que lo que surge es una nueva “Teoría social contemporánea”, vinculada casi exclusivamente a la figuras de Giddens, Habermas y Bourdieu (Belvedere, 2012). Este artículo se sirve de una organización diferente que hace foco en las líneas de continuidad y ruptura entre el estructural-funcionalismo y otros modelos de pensamiento sociológico como el que –en la misma época– propone Norbert Elias a través de la sociología figuracional. En ese sentido, se apunta a comprender las primeras respuestas, más o menos explícitas, que pusieron en juego elementos para superar la antinomia individuo-sociedad, precisamente en un momento en el que ese problema no ocupaba el centro de las discusiones como ocurrió durante la segunda mitad del siglo XX.

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Siguiendo esta breve cronología, se hace evidente que en los últimos treinta años, la acumulación de transformaciones sucesivas gestadas en todos los niveles de la sociedad bajo la forma genérica de la desinstitucionalización –con sus nuevas oportunidades de individuación, en algunos casos,

y la

transnacionalización, en otros–, deja su marca en una “nueva ortodoxia de la sociología contemporánea” (Chernilo, 2004:181) que entiende que ha perdido la referencia empírica de buena parte de sus conceptos. “Lo social”, un significante cuyos usos concernían no sólo a la academia, sino también a la gestión, la política, el arte, la economía, lo mismo que al Estado, pierden capacidad heurística porque se los anexa mecánicamente a la imagen acabada y perfecta de una formación histórica que se pretende obsoleta. “Lo social” pasa a ser el nombre de una ficción que identificaba plenamente a la persona con la sociedad. François Dubet (2010:21) sintetiza ese momento de la sociología con la expresión “el actor es el sistema”. Ahora bien, esa estrategia argumentativa, afín al intento legítimo de construcción de nuevos modelos explicativos, se desentiende demasiado fácil y demasiado rápido de las perspectivas que, preocupadas en la captación de lo social como un problema, formalizaron oportunamente esquemas de pensamiento cuyo alcance no puede reducirse por completo a sus contextos de emergencia. De lo contrario, se olvida que las epistemologías valen más por el punto de vista singular que ponen en movimiento, es decir, por aquello que permiten pensar, que por las categorías en las que cristalizan sus hallazgos. En consonancia con estas coordenadas, el objetivo del artículo consiste en el estudio comparativo de dos formas de nombrar y recortar lo social, tanto al nivel de la estructura como al nivel de las prácticas. Proponemos abordar analíticamente los conceptos articulados de sistema-actor de Talcott Parsons y figuración-actitud social de Norbert Elias, en un intento por clarificar la eficacia heurística de esas nociones en base al juego de diferencias y similitudes, debates explícitos y acuerdos tácitos, que mantienen entre sí. El criterio de

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elección de autores que pertenecen a distintas corrientes tiene la intención de reconocer el valor específico del punto de vista y el tipo de soluciones que ofrecen al problema de la acción. Como se verá, Parsons elabora de manera contundente la perspectiva del sistema y una propuesta de estudio de la acción a partir de los elementos institucionales que la integran. Con Elias, la mirada que se impone no es la del sistema, sino la de los procesos de mediano y largo plazo, mientras la acción es inseparable de las actitudes del grupo de referencia. Ambos ofrecen principios de respuesta retomados más adelante por una nueva generación de sociólogos que, en diálogo con el estructural-funcionalismo – Giddens y Habermas, por ejemplo–, o recuperando aspectos de la sociología figuracional y el modelo de juegos –para el caso de Bourdieu– procuran superar definitivamente la oposición entre subjetivismo y objetivismo. Así, y a modo de una reseña extendida, el artículo propone la lectura comparada de distintos autores, con el objetivo implícito de restituir en algún grado las operaciones analíticas que le devuelvan a lo social la densidad teórica que se hoy se le arrebata. 1. ¿Quién lee hoy a Parsons? ¿Por qué volver sobre la teoría de la acción de Talcott Parsons?, ¿cuál es el sentido de retomar su marco de referencia si las categorías que lo componen, y sobre todo el modo de articularlas así como sus fundamentos epistemológicos, parecen haber perdido capacidad heurística para entender el mundo? Después todo, y para parafrasear 1 al autor en su impulso evolucionista ¿quién lee en nuestros días a Parsons, el máximo representante del estructural-funcionalismo, en pleno auge de las perspectivas que eligen a los actores sociales, sus 1

A través de la cita de otro autor, Crane Brinton, Parsons comienza la introducción a La estructura de la acción social con el interrogante “¿Quién lee hoy a Spencer?” y sigue “Es difícil para nosotros darnos cuenta de la magnitud del revuelo que armó en el mundo…Fue el confidente íntimo de un Dios extraño y un tanto insatisfactorio, al que llamó Evolución. Su Dios le ha traicionado. Hemos superado, en nuestra evolución, a Spencer” (1971:35). El sistema de pensamiento al que se declaraba superado, “muerto”, es el positivismo-utilitarista con el que Parsons discute a lo largo del libro.

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prácticas y experiencias, como punto de partida de la reflexión sociológica? La economía de nuestro argumento, cuyo objetivo es reconocer distintos modos de conceptualizar el vínculo individuo-sociedad, conduce a los elementos integrados de la acción que capta la definición parsoniana de “sistema social”. En ella se encuentra un modelo de estudio que hace de la interacción su unidad de análisis, lo que a nuestro entender -y el de otros autores sugerentes como Gerald Turkel (1990:608-614)- se conforma a partir de la elaboración de conceptos mediadores entre el individuo y la sociedad. Su respuesta a la pregunta por la interacción, es decir, por el encuentro entre un Ego y un Alter, remite al esquema status-rol, y es en este punto en el que nos detendremos. ¿Cómo se estabiliza la interacción, una de las dimensiones tal vez más efímeras y cotidianas de la vida social? La respuesta a esa pregunta permite caracterizar la acción como fuertemente integrada en base a normas que contribuyen a la identificación del actor con el sistema. La literatura especializada (Rex, 1981; Almaraz, 1981; Ritzer, 1993; Savage, 1998) coincide en una periodización de la carrera intelectual de Parsons que abarca dos etapas: una inicial, que cristaliza en La estructura de la acción social de1937, y un punto de inflexión con la publicación en 1951 de El sistema social. Entre un libro y otro se verifica un desplazamiento y una reformulación de su “marco de referencia de la acción”. La posición voluntarista de la primera etapa queda desplazada por un análisis que hace foco en los elementos normativos y culturales que estabilizan institucionalmente las interacciones. Tal vez exageradamente, Dubet indica que “A fin de cuentas, la teoría parsoniana de la acción, que se inicia con un estilo weberiano, se presenta en la culminación con un estilo más bien durkheimiano” (2010:31). Lo interesante de esta etapa son las implicancias epistemológicas del giro sistémico emprendido por el autor, es decir, aprehender un uso específico de la noción de sistema desde una teoría estructural-funcionalista que comprende a la acción como un proceso dentro del sistema actor-situación.

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1.1.

La producción de un orden

¿Qué significa para el estructural-funcionalismo pensar en términos de sistemas? En primer lugar, la categoría representa un recorte analítico, así como una construcción de “lo social”, cuyo énfasis recae fundamentalmente en posiciones y relaciones. Luego, es preciso identificar, en base a las interdependencias de sus elementos, las regularidades que componen la estructura del sistema y le otorgan una estabilidad relativa. En ese sentido, la significación funcional de las estructuras apunta a comprender el modo en que contribuyen a los procesos internos de reproducción a partir de principios de diferenciación, integración y complejidad. Simplificando un poco, puede decirse que a mayor autosuficiencia del sistema, mayor complejidad en el proceso de diferenciación e integración de sus relaciones respecto del entorno. Ello no implica su aislamiento, sino su conservación en el tiempo, sin excluir posibilidades efectivas de intercambio a partir de relaciones de interdependencia e interpenetración. El conjunto de pautas que componen la estructura del sistema representan el aspecto estático de su descripción. Complementariamente, el análisis dinámico consiste en el estudio de las relaciones funcionales que conectan las distintas partes en su proceso de reproducción o cambio. En palabras de Parsons, “El concepto de sistema se refiere tanto a un conjunto de interdependencias entre partes, componentes y procesos que implica regularidades de relación discernibles, como a un tipo similar de interdependencia entre dicho conjunto y el ambiente que lo rodea” (1976:10). La apuesta teórica, y de ahí también su originalidad, radica en tratar las condiciones de realización de la interacción de los actores individuales de manera sistémica, una forma de contribuir al desarrollo de la sociología de acuerdo a los parámetros de otras ciencias formales. Construir una teoría de la acción en base a un modelo sistémico supone concentrarse estrictamente en las uniformidades que gobiernan las interacciones entre individuos, es decir, que conduce a un recorte y una conceptualización de la vida social que privilegia la reproducción; en otros términos, la identidad del

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sistema respecto de si mismo. El sistema social es entonces una trama de relaciones compuesta por actores individuales que interactúan entre sí. Ahora bien, la interacción no ocurre en el vacío, sino en una situación concreta que cuenta con un soporte físico que la habilita y en el que confluyen actores motivados que comparten un mismo universo de símbolos y valores. En esta etapa, el esfuerzo analítico de Parsons por construir un marco de referencia, desemboca en tres focos independientes que contribuyen a organizar los elementos de la acción (1988). Por eso, diferencia el “sistema social”, del “sistema de la personalidad” y el “sistema cultural”. Más adelante incorpora los aspectos biológicos relativos al organismo a través del “sistema conductual”. Resulta interesante que el problema de la acción suponga colocarse en el punto de encuentro entre la sociedad, la cultura, la personalidad y la biología, en tanto dinámicas diferenciadas que plantean a las ciencias sociales un horizonte de complejidad. Según Parsons, el sistema social es el núcleo de los sistemas de la acción humana pues vincula la cultura con el individuo e integra los elementos dispersos de la interacción (1974). Desde esa perspectiva, la sociedad moderna es, entre otras, una forma específica de sistema social que adopta en Occidente un alto grado de desarrollo evolutivo expresado en su autosuficiencia, complejidad y capacidad de control de las relaciones con el ambiente. El estatus-rol es una de las unidades principales de los sistemas sociales, puesto que permite entender los procesos de interacción entre actores y el modo en que el individuo se vincula con la colectividad. A los fines de nuestro argumento, y a sabiendas de la preeminencia lógica del sistema, posibilita identificar un concepto mediador del vínculo individuo-sociedad. ¿Qué proporciona la idea de estatus-rol? Ofrece un esquema para entender las interacciones sociales de modo relacional, vale decir, centrar el análisis en la posición que los actores individuales ocupan frente a los otros en las relaciones interactivas y el rol que se desprende de esa ubicación. La actitud sociológica, entonces, no sólo pierde toda su inocencia frente a la acción social, sino también

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su aparente espontaneidad, precisamente cuando logra objetivarla en términos de estatus y de roles. El encuentro entre ego y alter se halla indefectiblemente mediado por un conjunto de valores, normas y expectativas que ofrecen al individuo una idea más o menos acabada de lo que puede esperar de una situación en términos de metas y gratificaciones, así como de las sanciones a las que se expone si transgrede las reglas. De ahí que la vida social se estabilice y encuentre un principio de orden en base a interacciones pautadas de acuerdo al rol que se ocupa. Pero los roles no son los únicos componentes estructurales del sistema social –de hecho, son las unidades de menor jerarquía cibernética–; también están las colectividades, las normas y los valores. El carácter mediador en la antinomia individuo-sociedad radica en que el rol, más allá de sus sesgos estructurales, es una categoría que habilita análisis macro y micro sociológicos respectivamente. Cuando se asciende en la escala y se enfoca hacia las instituciones, puede verse que el rol posee una significación funcional: no se trata de cualquier tarea o papel desempeñado, sino de uno que tiene sentido en la división del trabajo social porque contribuye a la integración y reproducción de una sociedad altamente diferenciada. El rol –el enfermo que consulta a su médico, el abogado y sus clientes, el policía o el profesor universitario– actualiza los criterios de valor institucionalizados y, por lo tanto, tiende a legitimar un conjunto de normas, metas, expectativas, premios y castigos. Las regularidades del comportamiento humano cobran sentido a la luz de situaciones institucionalmente pautadas que definen papeles claves para los procesos de reproducción del sistema. Por eso, en el desempeño de roles se producen colectivamente medios de intercambio específicos –dinero, poder, influencia y compromisos de valor– que relacionan entre sí a los subsistemas de la sociedad. No es nuestra intención desarrollar aquí el modelo de intercambio, conocido como esquema AGIL o paradigma de las cuatro funciones que Parsons

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compone en la década del 502. Basta señalar que el potencial heurístico de sus conceptos se eleva hasta modelos generales y altamente abstractos que se extienden más allá de la interacción a la hora de comprender las condiciones de mantenimiento del equilibrio dinámico del sistema social, así como los procesos de intercambio con los sistemas del ambiente. Lo mismo puede decirse de su teoría del cambio social. En cada caso, el esquema teórico procura construir herramientas analíticas adecuadas a la comprensión de problemas de gran escala propios de la sociedad moderna. Al mismo tiempo, la unidad estatus-rol puede aplicarse a cuestiones cotidianas de sentido propias de una microsociología atenta a los procesos de interacción. Por ejemplo, dentro de los prerrequisitos funcionales que requiere el sistema social para conservarse en el tiempo, existen tres focos integrativos organizados en torno al actor individual, la interacción y las pautas culturales (1988). Para que el sistema funcione y los individuos estén dispuestos a desempeñar las oportunidades de rol que ofrece la sociedad, deben verificarse ciertas exigencias funcionales. Los individuos tienen que satisfacer sus necesidades mínimas –en primera instancia, prerrequisitos biológicos vinculadas a la salud y la alimentación–, pero también requieren de la familia y la escuela en tanto espacios básicos de socialización. Allí se modela la conducta y se motiva adecuadamente al individuo para el cumplimiento de las expectativas de rol. En su faceta negativa, el prerrequisito de la motivación adecuada supone el control y la sanción de las conductas que se desvían de la norma. En contraste, una socialización exitosa orienta los impulsos, deseos y afectos de las disposiciones de necesidad hacia el ejercicio de los roles ofrecidos. La cultura goza de una importancia relevante en el proceso de aprendizaje de la motivación adecuada para participar de los patrones de acción del sistema social. La internalización del lenguaje, de los símbolos expresivos y las orientaciones de valor otorgan sentido al cumplimiento de los roles, en algunos casos de carácter trascendente, con lo que legitiman los criterios 2

Para un desarrollo de este paradigma, véanse Daniel Chernilo (1999) y Renée C. Fox, Víctor Lidz, y Harold J. Bershad (2005).

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normativos. Por eso, para que los elementos de la acción se encuentren institucionalmente integrados con el sistema social, es preciso que se articulen con la personalidad y la cultura. Luego, el concepto de estatus-rol supone, y también habilita analíticamente, un recorrido por el proceso de socialización que conduce al ajuste de la conducta a las normas de la interacción que definen las instituciones. Como plantes Chernilo (1999), se ofrece aquí un principio de respuesta no utilitarista al problema hobbesiano del orden. Aquello que mantiene unida a la sociedad no es el producto de un pacto deliberado a partir del cual los súbditos se subordinan conscientemente a un poder mayor, un Leviatan, que los protege. Por el contrario, la respuesta al problema del orden hace foco en el modo en que la motivación de los actores se encuentra integrada con los criterios normativos del sistema de acción. En una palabra, las pautas de valores comunes son internalizadas en un proceso constante de socialización que integra las disposiciones de necesidad del individuo con los roles disponibles en la estructura social. Aun sabiendo que el valioso concepto de interacción se circunscribe a las regularidades institucionales, es importante reconocer el potencial heurístico del “marco de referencia de la acción” para la microsociología. La teoría parsoniana permite pensar la acción en base a roles o papeles que se ponen en juego en situaciones específicas, y en las que se actualizan valores y criterios normativos, así como intereses creados, metas y expectativas. Esa batería conceptual –y sobre todo su modo de articulación– abre la posibilidad de comprender el modo en que se estabiliza una de las dimensiones tal vez más efímeras y fortuitas de la vida social. 1.2.

La paradoja de la historia y otros límites

Al estudiar la acción como un proceso dentro de un sistema, el estructuralfuncionalismo propone conceptos mediadores que complejizan el vínculo entre individuo y sociedad en términos de integración. Es evidente que en Parsons predomina en primera instancia el punto de vista del sistema social, sus imperativos y requisitos, en contraste con las destrezas de los actores sociales

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que ponderan las sociologías comprensivas. Sin embargo, no es menos cierto que la trama teórica elaborada por el autor no sólo inspiró investigaciones macro sobre la estructura social, como es el caso de Gino Germani (1977) y sus estudios sobre la transición en la Argentina, sino también abordajes microsociológicos de distintas escuelas, dentro de las cuales cabe mencionar al interaccionismo simbólico y a la etnometodología. Ello se debe, a nuestro entender, al carácter mediador de una epistemología que arroja indicaciones sustantivas para pensar articuladamente procesos de diferente escala de la vida social. La academia conoce bien los puntos ciegos del abordaje sistémico en su versión funcionalista; pero vale la pena mencionarlos brevemente para entender por qué la teoría parsoniana cayó en desuso hacia fines de los sesenta y principios de los setenta. ¿Cuáles eran las omisiones constitutivas de su discurso teórico? Siguiendo la literatura especializada (Alexander, 1989; Sidicaro, 1992; Giddens, 1999), pueden agruparse en torno a tres problemas de diferente naturaleza. Dentro los límites de su sistema de pensamiento, rápidamente surgen las remanidas críticas acerca del conflicto y luego el problema del actor. Dado que el punto de vista del estructural-funcionalismo se centra en el sistema, su continuidad, reproducción o cambio controlado, el conflicto no se caracteriza como una fuerza creativa y dinamizadora de las relaciones sociales, sino como forma de desvío y potencial amenaza a las estructuras existentes. Su aparato conceptual flaquea al momento de pensar el antagonismo más allá de la idea homeostática de la autorregulación y el equilibrio dinámico. Otro tanto sucede con la acción social, que se restringe al cumplimiento más o menos mecánico de los roles en base a normas internalizadas que orientan la conducta. Por ende, los recursos y las destrezas estratégicas puestas en juego cuando se sigue una regla, carecen de espacio. El tercer aspecto ciertamente interesante es la historia: pertenece a un orden distinto de problemas porque supone situarse por fuera de la teoría sistémica, aunque es posible relativizar este argumento a la luz

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de algunos análisis sobre el concepto parsoniano de “comunidad societal” (de Marinis, 2012). Las formas sociales, sus determinaciones históricas, parecen ser aquello que se encuentra directamente forcluido –por utilizar un término del psicoanálisis– de una teoría social pura orientada a “desarrollar, un esquema conceptual exhaustivo y coherente que pudiera ser aplicado a toda sociedad y a cualquier época histórica, y que diera cuenta de todos los aspectos de la organización humana” (Fox, Lidz y Bershady, 2005: 2). Es la paradoja de un esquema formal aparentemente vaciado de todo contenido concreto, que al no explicitar su relación con el referente –en este caso la sociedad salarial de posguerra– permanece atrapado dentro de sus límites. Por eso, las categorías del estructural-funcionalismo alcanzan su máxima capacidad heurística cuando logran un alto grado de correspondencia con el entorno social; es decir, cuando sus conceptos se adecuan al orden fáctico, a los principios y lógicas fuertemente institucionales que rigen la vida social; pero no en cualquier sociedad, en cualquier época, sino en una muy específica en términos históricos y geográficos: el modelo de Estado de Bienestar, con epicentro en Estados Unidos. La pregunta por la función, la continuidad y el orden de los sistemas, eclipsa la pregunta genética por los orígenes, así como los procesos históricos que constituyen sus condiciones de posibilidad. El pensamiento sistémico de Parsons revela un esquema analítico de naturaleza relacional epistemológicamente orientado hacia la reproducción. Cabe destacar dos aspectos constitutivos del juego de presencias y ausencias que atraviesa su perspectiva. Por un lado, logra objetivar el carácter normativo que integra la acción social en base a una estructura de estatus y roles significativos para el mantenimiento del sistema. Este gesto desnaturaliza, y en un punto expone en toda su fragilidad, al sistema social, abocado casi exclusivamente a resolver el problema del orden. Por otro lado, por su omisión, el marco teórico reifica los procesos históricos que operan de referente y anclaje de las categorías desarrolladas, naturalizando un modelo de sociedad delimitado temporal y

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espacialmente. Con ello, Parsons reafirma la identidad del sistema que ayuda a objetivar. 2. Sociología de los procesos sociales Incluso cuando el estructural-funcionalismo gozaba de la mayor aceptación en cuanto forma consagrada de hacer sociología, existían modalidades alternativas de pensamiento que componían una imagen distinta de lo social. Son los casos, por ejemplo, de las sociologías comprensivas de fuerte impronta fenomenológica, y la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt. Para las primeras, el punto de partida radica en la experiencia antepredicativa, el entorno y las estructuras de sentido de la subjetividad trascendental, mientras la segunda se ocupa de las omisiones de las perspectivas dominantes del pensamiento social, con énfasis en una lectura crítica del presente. Pese a su valor, esas tradiciones no son foco de atención en este escrito; el acento recae en un autor en particular –Norbert Elias– quien en paralelo con los desarrollos de la teoría sistémica, emprende un proyecto sociológico bien distinto orientado en parte a superar la antinomia individuo-sociedad. Su forma de comprender lo social, basada en procesos de cambio y relaciones dinámicas de interdependencia, lo convierte en una figura relevante a los fines de este artículo. Anteriormente, se esbozó a grandes rasgos el sentido y el alcance de una de las acepciones de sistema probablemente más utilizadas en las ciencias sociales, al tiempo que se exploraron sus conexiones lógicas con la noción de estatus-rol. Veamos ahora qué significa pensar la sociedad en términos de “figuraciones” y “actitudes sociales”, cuál es el potencial heurístico de tales conceptos y cuáles son sus límites. Un buen punto de partida es la crítica de Elias, de 1968, a la idea parsoniana de sistema y a los llamados, “modelos de sustancia”. Resulta interesante señalar que el primer volumen de El proceso de la civilización, la obra más importante de Elias, se publica en Suiza en 1938, apenas un año después de La estructura de la acción social de Parsons. Luego,

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en 1939, escribe La sociedad de los individuos, donde crítica los modelos mentales de la sociología fundados en antinomias, especialmente la que opone individuo y sociedad. Señala que dicho contraste se traduce en una concepción de la historia asentada en la acción de los héroes fundadores o como resultado de fuerzas anónimas, mecánicas, que trazan un plan predefinido. En sus textos tempranos, utiliza conceptos y problemas que tienen un cierto aire de familia con el estructural-funcionalismo todavía vigente. Elias piensa los procesos de cambio de la estructura social en términos de “diferenciación” e “integración”, recupera la idea de “evolución”, estudia los entramados de relaciones como “equilibrios dinámicos”, sitúa la acción en el marco de “contextos funcionales” y “posiciones” específicas, también comparte el diagnóstico de época sobre la “inmadurez de la sociología” (Parsons,1967: 184-190) en comparación con las disciplinas científico-naturales e incorpora elementos de la psicología como puente entre las ciencias sociales y las naturales. Sin ánimo de simplificar, puede decirse que en sintonía con el contexto intelectual de su época, del cual Parsons forma parte, rescata la preeminencia del positivismo en el nivel del “esquema lógico” de las ciencias sociales (Giddens, 1999:75-79). En esa dirección, relega cuestiones de primer orden de otras tradiciones intelectuales como la hermenéutica, una ciencia de la cultura preocupada por los procesos de sentido y los axiomas de valor que guían la conducta. Aun cuando comparte con el estructuralfuncionalismo un universo de referencias comunes, el modo de articulación de conceptos similares como función, diferenciación, integración, equilibrio etc., es notablemente diferente. Los acentos que distinguen a Elias del estructuralfuncionalismo giran en torno a cuatro puntos: 1) se trata de un proyecto de análisis inductivo, a la vez empírico y teórico, que desacredita los esquemas puramente conceptuales como el de Parsons o –a propósito de la crítica a la historiografía de su tiempo– las investigaciones que carecen de “modelos de configuración”; 2) otorga centralidad a la historia, es decir, a la reconstrucción genética de los procesos estudiados en el mediano y largo plazo; 3) en la

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explicación de los objetos, la pregunta por la dinámica, la forma y el alcance del cambio social posee un rango privilegiado y 4) en comparación con las nociones de poder, conflicto o violencia, la sociología figuracional concede a los valores, símbolos, creencias e imágenes del mundo un peso suplementario. Dichos contrastes lo diferencian fuertemente del estructural-funcionalismo, lo que se hace evidente en las críticas que formaliza en una nueva introducción al El proceso de la civilización. 2.1. Crítica a los “modelos de situación” En los cuestionamientos a la sociología del presente, y en cada corrección a Parsons, la observación de fondo, el razonamiento crítico que reedita Elias, es el hecho de que el marco analítico del estructural-funcionalismo reduce los procesos a situaciones. Eso conduce a un empobrecimiento de la percepción sociológica: simplifica el flujo de la realidad y su dinámica a través de antinomias, es decir, de “parejas de conceptos que limitan el análisis a dos situaciones opuestas” (Elias, 1993:14). El resultado es un “estilo intelectual estático” que cristaliza o cosifica dimensiones fundamentales del desenvolvimiento social. El interés se dirige a la teoría del cambio, a la oposición individuo-sociedad y al concepto de sistema. En lo que respecta a la noción de cambio social del estructural-funcionalismo, Elias entiende que se trata de un modelo fijo que incorpora el movimiento y la variación, pero como rasgos añadidos a una situación de reposo. El principio homeostático de equilibrio –al que homologa con una idea de normalidad y buen funcionamiento– da lugar a un cambio que constituye una forma de perturbación interna o externa. Las perturbaciones inician un proceso de transición hacia un nuevo equilibrio, hacia un nuevo estado de reposo del sistema. Por eso afirma que la actitud intelectual de Parsons comprende el cambio como una alteración entre dos situaciones estáticas. Lo mismo ocurre con los procesos de larga duración, hacia donde dirige especialmente sus críticas. El estudio empírica y teóricamente fundado sobre el proceso de desarrollo de los controles

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civilizatorios y la consecuente modelación de los impulsos a través de tres formas de organización social –la sociedad caballeresca, la sociedad cortesana y el surgimiento del Estado moderno–, son vistos por Parsons como el desenvolvimiento de una pauta evolutiva en particular: aquella que opone la “emotividad” a la “neutralidad valorativa”, orientación dominante de la vida moderna y parte del conjunto de las “variables-pautas” que marcan el pasaje de un tipo social a otro (el de la comunidad a la sociedad, en los términos de Tönnies). Para Elias, representa una simplificación de los complejos procesos que a lo largo de generaciones culminan moldeando una estructura de la personalidad que se caracteriza por el control estricto de los impulsos y las emociones. En el esquema parsoniano, las explicaciones genéticas, así como los procesos formativos, pierden fuerza y se reducen a pares de categorías contrapuestas

dadas

de

antemano.

Se

afianza

entonces

un

sesgo

epistemológico que aprehende la realidad de manera estática y acotada a situaciones. La problematización del vinculo individuo-sociedad es otro de los grandes temas abordados tempranamente por Elias, cuando en 1939 critica no sólo a Parsons, sino a la sociología en general (1990). Es preciso reconocer el carácter pionero de la obra del autor en el abordaje de una antinomia que, a partir de la década del setenta, va a captar la atención de la academia: Anthony Giddens y Pierre Bourdieu insistirán en la superación de los dualismos, sin ponderar explícitamente los aportes de Elias. Según Elias, la operación analítica del estructural-funcionalismo que separa conceptualmente el ego (el individuo) del “sistema” (la sociedad), refuerza un modelo mental que induce a errores, aun cuando plantea entre ellos relaciones de interpenetración. El principal obstáculo consiste en la naturalización –intelectualmente mediada– del sentimiento de independencia y aislamiento de dos aspectos distintos, pero inseparables, de los seres humanos: por un lado, la imagen del individuo, adulto, producto de la socialización primaria, concebido como realidad en sí misma, en principio

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aislado de otras personas y ajeno a los procesos estructurales; por otro, la sociedad –sea que se la perciba como conjunto disperso de individuos o como entidad supraindividual que funciona más allá de ellos– demandante de conductas ajustadas a sus necesidades y funciones. En el mismo acto de oponerlas, esta imagen mental sustancializa dos dimensiones de un mismo proceso. Por eso, la construcción analítica de “lo social” –con sus regularidades y dinámicas, una entidad separada de los agentes– y su par complementario – sustentado en la noción de “individuos” a los que se equipara con totalidades formadas y autónomas– representan los límites de la sociología para pensar la integración de lo micro y lo macro. Eso no implica negar que los tiempos de la estructura social son más lentos, de mayor duración y alcance que los tiempos de las biografías individuales. El desafío, entonces, consiste en evitar que las distintas temporalidades se expresen en un modelo dicotómico en el que la sociedad y el individuo se juzguen realidades ajenas. Para Elias, las raíces sociales de este estilo de conocimiento remiten al modo singular en que el proceso civilizatorio moldea en una dirección concreta la estructura de la personalidad, aprendida como un homo clausus, una personalidad cerrada, independiente, autónoma, y en un sentido libre, sin relación con la sociedad. La teoría clásica del conocimiento, y en especial la filosofía, han desarrollado sistemas de pensamiento basados en la figura de un sujeto cognoscente que aprende el mundo apartándose de él. Por el contrario, como se verá más adelante, la imagen de la sociedad que contrapone Elias obedece a la interdependencia reciproca de los individuos, con la consecuente formación de regularidades dinámicas, figuraciones, que se modifican en el tiempo. En lo relativo a la crítica del concepto de sistema –en tanto forma de recortar y comprender lo social– Elias indica que a la perspectiva sociológica orientada a la captación de procesos y relaciones de largo plazo, no le cabe la idea de “sistema” tal y como se la utiliza en el estructural funcionalismo. En virtud de que subordina el concepto de sociedad a un tipo específico de formación histórica,

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omite la génesis y el desarrollo de sus elementos, el modo concreto en que se introducen nuevos valores y se crean funciones significativas a partir de las cuales se moldean e institucionalizan las pautas de rol. De ahí que plantee que “(…) el concepto de sistema está demasiado vinculado a la idea de inmutabilidad”

(1993:

45),

justificando

la

afirmación

en

dos

sentidos

complementarios. En primer lugar, sostiene el argumento de una transformación en las orientaciones intelectuales, las preguntas teóricas, que guiaron a la sociología en el

siglo XIX y en el XX. Mientras en la etapa formativa del

pensamiento social los interrogantes estuvieron dirigidos a la cuestión del cambio y la evolución en el marco de procesos de largo plazo –aquí refiere explícitamente a Comte, Spencer, Marx y Hobhouse–, en el siglo XX el foco se traslada a la integración del individuo con la sociedad. El giro es en parte resultado de una reacción contra los postulados ideológicos que forzaban los análisis objetivos sobre los procesos sociales en una dirección específica y de acuerdo a la identificación con un grupo o una clase en particular. En segundo término, se produce el vuelco hacia una “sociología de la situación” ajustada al presente que prescinde de las condiciones de emergencia de su objeto. En este sentido, cuando el estructura-funcionalismo tematiza en un lenguaje abstracto al sistema social, sus partes e interrelaciones, está trabajando en todo momento sobre la imagen ideal de un Estado-nación en la que participan individuos altamente integrados -en base a un proceso exitoso de socialización- con las oportunidades de roles ofrecidas. Al igual que en las teorías del siglo XIX, se incorporan elementos normativos que conducen en este caso a una identificación plena con el presente. Los esquemas de pensamiento de la teoría sociológica traducen en parte los ideales de las “capas elevadas” y su afirmación en el modelo de sociedad que las legitima y consagra: Lo que se nos presenta, pues, como meollo de una teoría social científica de las sociedades de todos los tiempos y lugares no es más que una mezcla de ser y deber ser, de análisis objetivos y de postulados normativos que se remiten de un

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modo primario a una sociedad de un tipo muy concreto y a un Estado nacional presuntamente igualitario” (Elias, 1993:29).

Por lo tanto, cuando se piensa y se nomina a la sociedad como un “sistema”, se hace necesario atender a las consecuencias que acarrea el uso irreflexivo de un concepto con historia. Sin ser la única, la aplicación probablemente más exitosa y difundida de esta palabra, remite en algún grado al estructural-funcionalismo, cuyo punto débil, a los ojos de Elias, es la reducción de la sociología al presente, es decir, la pérdida de los procesos formativos de las regularidades a las que se asocia la estructura social. El peligro consiste en circunscribir las relaciones sociales que se pretende estudiar –con su grado de diferenciación funcional e integración, con su capacidad adaptativa al entorno, con su dinámica propia de desarrollo– a la reproducción de un sistema sin orígenes ni movimiento. En realidad, Elias fuerza el perfil estático del modelo conceptual de Parsons, para afirman su propio argumento en favor de una sociología de los procesos sociales. No es que el estructural-funcionalismo no contemple al menos un tipo de cambio, así como el carácter procesual de las regularidades, sino que ambos términos se encuentran subordinados lógicamente a la explicación de la reproducción del orden, su dinámica y continuidad. La percepción estática que ofrece su teoría resulta de las premisas epistemológicas que consisten en comprender la “marcha del sistema”, no su evolución ni sus modelos precedentes. Tal vez, la metáfora que mejor ilustra su actitud intelectual es la del trabajo de relojería, esto es, el esfuerzo por desmontar una por una las piezas de un reloj en funcionamiento, estudiar su composición y mecánica, las funciones que cumple cada una, el modo en que se relacionan entre sí y se conservan en el tiempo. Luego, lo que cuenta son los procesos internos de reproducción y cambio controlado. 2.2.

Las bases sociales del conocimiento

Ahora, y contra ese fondo, puede explorarse el sentido que Elias atribuye a las dinámicas sociales. Es preciso reconocer, desde el principio, que al presentar

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sólo los conceptos estamos reduciendo a pocas líneas modelos de análisis complejos cuya mayor capacidad heurística pertenece al mundo de los objetos empíricos. Esto es así porque la versión más lograda de las nociones centrales de la sociología figuracional se aprehenden mejor en su uso que en sus definiciones formales. A sabiendas de ese límite, y dada la economía de nuestro argumento, proponemos desarrollar brevemente la relación individuo-sociedad sin reducirla a extremos irreconciliables (Zabludovsky, 2008). Uno de los gestos más interesantes de su propuesta consiste en explicitar por medio de investigaciones empíricas las bases sociales que refuerzan la teoría clásica del conocimiento, y con ella un modelo mental que tiende a concebir al hombre aislado del grupo. La imagen del homo philosophicus en tanto sujeto cognoscente que aprende el mundo que lo rodea, es en parte el resultado de un proceso civilizatorio que modela las actitudes que rigen la relación del hombre moderno consigo mismo y con los demás: contribuyen a redefinir no sólo las pautas de pudor, el umbral de vergüenza y las disposiciones afectivas, sino también las formas del conocimiento que se derivan de ellas. Se impone, entonces, una concepción del hombre autosuficiente, externa, que lo separa de la sociedad. Para desandar esta trampa del pensamiento, la propuesta antropológica del autor, tal y como lo señala García Martínez (2006:224-231), es la de los homines aperti, es decir, la construcción de modelos mentales que partan del carácter abierto, interdependiente, inacabado del hombre, en proceso constante de cambio de acuerdo a las dinámicas de los entramados que lo contienen. De esta manera, no existiría tal cosa como el individuo y la sociedad, sino cadenas de interdependencias entre personas en donde los hombres son eslabones del tejido social. Ahora bien, el estudio sociológico de los fenómenos de entrelazamiento supone identificar las regularidades, el orden, y en un punto, también las leyes que rigen las relaciones humanas. Las cadenas de interdependencia, con toda su elasticidad y posibilidades de cambio, logran estabilizarse en figuras más o

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menos uniformes. En pleno auge del concepto de “sistema”, Elias introduce un nuevo término, el de “figuración”, con el que quiere escapar del carácter estático que le asigna al estructural-funcionalismo y, en general, a los llamados “modelos de sustancia”. Las figuraciones apuntan a captar lo social a través de procesos de interdependencia y cambio que pueden cristalizar en un momento dado –y de hecho lo hacen– en “situaciones figuracionales” concretas. Allí se estabilizan oportunidades de poder y de prestigio de acuerdo a las posiciones y las funciones de interdependencia que integran a los individuos. Es necesario conocer aquello que interrelaciona a los hombres en configuraciones concretas – en una corte, una burocracia, un Estado– de modo de precisar los recursos que están en juego y las posibilidades efectivas de acción. Al comprender procesos de mediana y larga duración, las figuraciones alcanzan su máxima capacidad explicativa, motivo por el cual las explicaciones genéticas propias de la historia ocupan un lugar central en la sociología de Elias (1990:9-43). Ellas permiten estudiar el pasaje de una figuración a otra con base en sus dinámicas internas, las que se hallan fundamentalmente gobernadas por los cambios en los equilibrios diferenciales de poder. En tanto concepto relacional, el poder se configura en un juego cambiante de interdependencias, donde las alianzas, cooperaciones y acuerdos involucran tanto a los grupos dominantes como a las acciones estratégicas de los desposeídos. En cada caso, la posición de la persona dentro de un entramado, expresa la orientación de sus conductas, sea que busque conservar, extender, subvertir o arriesgarlo todo por una oportunidad de ascenso. Aquí se manifiesta el problema de la agencia humana, una teoría latente de la acción que se afirma en la incorporación temprana de la idea de “habitus” o “actitud social”. Tales términos designan una estructura general de orientación que organiza los impulsos y modela los esquemas de percepción de la realidad, predisponiendo la conducta en un sentido determinado. La predisposición, sus formas y sentidos adquiridos, tienden a ajustarse a los contextos funcionales dentro de los cuales se forma la estructura

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de la personalidad. En consecuencia, las actitudes sociales –incluso las más inexplicables en una época, como el caso de la etiqueta cortesana (Elias, 1996:107-159)– tienen su razón de ser en contextos específicos, en estilos de vida singulares; se entienden sólo dentro de sus condiciones de emergencia, pero también de aplicación, aun cuando puedan existir desfasajes entre ambas realidades. Por eso, las actitudes sociales son siempre actitudes de grupo. Y aunque las figuraciones, en su regularidad, son independientes de los individuos históricos concretos, no lo son en relación con los individuos en general. De hecho, las largas cadenas de acciones que en una u otra dirección emprenden los

individuos particulares, pueden modificar el diagrama de poder de las

figuraciones. En este sentido, no es extraño que Elias se apoye en el “modelo de juego” (2006:85-123) para caracterizar la forma en que las acciones interrelacionadas pueden alterar

el equilibrio de un entramado, produciendo

nuevas figuras que se desprenden de las anteriores. Continuidad y cambio son dos aspectos centrales de su sociología. Pues bien, ¿cuáles son las derivaciones de esta propuesta? En primer lugar, su modelo relacional hace de las interdependencias sociales su objeto de conquista y comprensión, las que junto con el cambio social, constituyen dos de las principales constantes de su pensamiento (Zabludovsky, 2008). Por tanto, la reproducción sistémica no es, como en Parsons, el proceso más relevante; su interés se vincula a las transformaciones socio-genéticas que explican el origen histórico de una determinada forma de entramado con sus contextos funcionales, sus correspondientes tipos de hombres, sus estructuras de la personalidad y también sus teorías provenientes del conocimiento. La imagen de lo social como una figura en movimiento, posibilita reconocer las interdependencias del presente en base a tendencias evolutivas de mediano y largo plazo –como el proceso civilizatorio, la división del trabajo, la racionalización del mundo–, las que introducen las líneas directrices del desarrollo histórico de las sociedades. Con ello, pierde fuerza la oposición individuo- sociedad, puesto que el habitus

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inserta la objetividad en las conductas individuales, mientras las constantes, así como las modificaciones de una figuración, resultan incomprensibles sin las acciones mínimas acumuladas que sostienen o alteran los equilibrios de poder. Una de las omisiones más llamativas de la sociología figuracional remite a la ausencia de análisis acerca de lo que, en un lenguaje weberiano, se denomina “eficacia histórica” de las ideas y de las imágenes del mundo. Sus investigaciones empíricas relegan el impacto de las cosmovisiones en los procesos históricos de larga duración. Por supuesto, no se trata de una negación explícita, sino más bien de un descuido recurrente que no aplica el potencial de la sociología de las figuraciones para entender los valores de la cultura y su traducción en fundamentos motivacionales de la acción. Así como el cambio social llega tarde a la teoría de Parsons, así también la dimensión simbólica llega tarde a la reflexión de Elias, casi como un agregado a su sociología (1994). Esto no es sorprendente, si a modo de hipótesis de lectura, se entiende su modelo para las ciencias sociales más emparentado con las formas complejas del positivismo que con una ciencia de la cultura propia de la hermenéutica.

Conclusiones: sistemas, procesos, prácticas El propósito del artículo se concentró en la reconstrucción de los primeros ensayos de respuesta a uno de los principales núcleos problemáticos de la teoría sociológica de la segunda mitad del siglo XX. El problema elegido fue la oposición individuo-sociedad y el modo en que dos autores intentan resolver tempranamente este dilema a través de la selección, el recorte, de un punto de vista específico del mundo social y la creación de conceptos mediadores. En este sentido, y pese a sus diferencias, ubicamos a Parsons y Elias dentro de la sociología relacional, es decir, en un modo de comprender las sociedades en base a la objetivación privilegiada de sus relaciones y posiciones. Aquí nos encontramos con dos salidas originales al atolladero que representa la antinomia

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entre el actor y la estructura. Se trata de la salida por el lado del sistema y la salida por el lado de los procesos La elección de la perspectiva de un autor asociado a la preeminencia de la estructura sobre el individuo, responde a la complejidad de su planteo. Se trata de un modelo de análisis que logra captar escalas de lo social en un rango muy amplio: desde las interacciones efímeras que pautan el encuentro fortuito entre dos personas desconocidas, hasta los procesos de intercambio entre instituciones fundamentales del sistema social. Ambas realidades forman parte de una misma teoría que hace suyo el punto de vista del sistema, incorporando el problema de la acción a los elementos institucionales que la rigen, sin desconocer la dimensión cultural; o sea, la importancia de los valores y las normas, así como la dimensión biológica y psicológica, elementos que completan un programa de estudio de la conducta humana. Las prácticas son, entonces y mayoritariamente, las prácticas de institución inscripta en la trama de los estatus y roles que atraviesan la vida social en la empresa colectiva de producción de un orden. Aunque Parsons ha recibido numerosas críticas focalizadas especialmente en el problema de la historia, el conflicto y el lugar de los actores sociales, es quien tuvo una influencia más fuerte y prolongada en la sociología del siglo XX. Ejemplo de ello son la teoría de la estructuración de Giddens y la teoría de la acción comunicativa de Habermas, esquemas conceptuales que en diálogo con el estructural-funcionalismo propusieron nuevas soluciones a la antinomia individuo-sociedad. Por eso, es importante conocer los conceptos como palabras cargadas, con su propia historia e inconsciente, y saber que cuando pensamos en términos de sistemas, roles o procesos de interacción estamos aludiendo a un vocabulario y por lo tanto a una lógica de razonamiento propio del estructuralfuncionalismo.

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En paralelo con el auge del estructural funcionalismo, y en franca disputa con sus presupuestos, la sociología figuracional de Elias critica los modelos de sustancia y trata de superar la antinomia individuo-sociedad a través de un esquema que hace hincapié en los procesos y dinámicas de cambio que conducen de una configuración social a otra. Cuestiona las concepciones que reducen los procesos sociales a situaciones estáticas y refuerzan la imagen de individuos completos y atomizados frente a una estructura que les es ajena. En esta línea argumental, la teoría de Parsons no representa un intento de superación de la antinomia mencionada, sino su más extrema naturalización a través de un esquema formal que la eleva a la condición de epistemología de las ciencias sociales. El proyecto de Elias, en cambio, avanza en dos direcciones complementarias. Por un lado, y como efecto de sus investigaciones sociohistóricas, inaugura un lenguaje novedoso para la sociología relacional y el modelo de juegos. Los conceptos de figuración, cadenas de interdependencia, actitud social, habitus y estructura de la personalidad, abren un espacio para pensar, sobre todo, la cuestión del conflicto y los cambios en los equilibrios de poder que dan origen a nuevas entramados sociales, especialmente porque las acciones

subjetivas

se

encuentran

entrelazadas

con

el

horizonte

de

oportunidades objetivas brindadas por el medio. Por otro lado, sus estudios sobre el proceso de la civilización, ofrecen una clave interpretativa para comprender las bases sociales de los modos de pensamiento moderno y de los límites inherentes a las formas teóricas que proceden de la imagen del homo philosophicus. La utilización consistente de las armas de la crítica sociológica contra sí misma, revela fuertes líneas de continuidad con la propuesta de Pierre Bourdieu. Podemos insinuar brevemente que para este autor, el punto de vista de las prácticas posee un rango privilegiado en la interpretación del mundo social. Su privilegio, como señala en distintos trabajos (Bourdieu, 1999: 23-113; 2002:203221; 2007: 41-85), obedece a razones epistemológicas. La actitud práctica es

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aquello que la razón teórica en su variante objetivista o subjetivista no puede aprehender sin proyectar irreflexivamente en el objeto su situación escolástica, es decir, las condiciones de posibilidad bajo las cuales surge un tipo de mirada sobre la acción social muy particular como es la teoría. La antinomia individuosociedad es hija en parte de la incapacidad del intelectualismo docto para comprender dos dimensiones que están indefectiblemente unidas en la acción. Por eso, el continente de las prácticas representa la roca dura sobre la cual Bourdieu, en un gesto similar al de Elias frente a la figura del homo clausus, intenta descentrar las formas clásicas del conocimiento, sobre todo en sus versiones teoricistas3. Incluso en todos sus desacuerdos y oposiciones, los puntos de vista presentados coinciden en situar “lo social” en el centro de sus indagaciones, convirtiendo al término en el nombre no de una solución, sino de un problema a resolver para el cual no existen respuestas predeterminadas, sólo tradiciones. Bajo la clave elegida, lo social representa las formas complejas que adopta el entrelazamiento de los procesos subjetivos y objetivos dentro de una formación histórica en particular. Es una temática que puede abordarse -entre otras formas- desde la perspectiva del sistema, los procesos o incluso las prácticas, si aludimos también a Bourdieu. Cada uno de estos recortes se traduce en núcleos de comprensión que comparten entre sí, y es esta nuestra hipótesis de lectura, la

3

orientación

relacional

de

sus

esquemas.

Le

otorgan

un

estatuto

Podemos señalar brevemente que la diada habitus-campo va a convertirse en un modo de pensar -en diferentes escalas- las formas de entrelazamiento entre lo subjetivo y lo objetivo. Ella difiere de la idea de sistema-rol y actitud social-figuración porque mientras estas categorías remiten a una primacía de los elementos institucionales, en el primer caso, y de las actitudes del grupo en el segundo, los conceptos de Bourdieu privilegian la inmersión de la práctica en el juego social. Las estrategias, apuestas e intereses que surgen del encuentro entre lo social incorporado, el habitus, y las potencialidades que ofrece el medio en un momento específico, supone un tipo de análisis que, sin descartarlas, se coloca por encima de las instituciones y los grupos.

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epistemológicamente privilegiado a las interdependencias, las posiciones, la forma, sentido y función de los entramados sociales. Cuando

algunos

autores

contemporáneos,

atentos

a

los

corrimientos

institucionales de la segunda modernidad, se desentienden fácilmente de lo social en tanto referente obsoleto de la sociología clásica y lo sustituyen por la idea de “cultura” (Touraine, 2006), “experiencia” (Dubet, 2010) o “globalización” (Beck, 2004), terminan reduciendo el método –sus modos de razonar y discernir– a la verdad histórica del objeto estudiado. Bajo este gesto, los análisis de Parsons y Elias valen lo que vale la imagen de la sociedad que los sostiene. Por eso, lo que estos diagnósticos contemporáneos omiten al circunscribir los hallazgos de la sociología clásica a su contexto es la concepción de lo social como

un

auténtico

problema.

Para

el

cual

no

existen

respuestas

predeterminadas, fórmulas o recetas, sino núcleos de estudio siempre inacabados, siempre en construcción.

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