¿Es viable un dualismo epistemológico o semántico de lo mental y lo neural sin alguna clase de dualidad ontológica?

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Descripción

 

¿Es viable un dualismo epistemológico o semántico de lo mental y lo neural sin alguna clase de dualidad ontológica?∗ Juan F. Franck1 y Luis Echarte2

Al discutir la naturaleza de lo mental no es difícil vincular la cuestión del determinismo o indeterminismo con el dualismo. La conciencia atestigua que somos autores de nuestras acciones, al menos de algunas, de modo que, prima facie, no sería verdad que todas y cada una de ellas son efecto o resultado de eventos neurales independientes de nuestra iniciativa y que la anularían. Por otra parte, a pesar del inmenso progreso de la ciencia, entre los fenómenos biológicos y neurales, por un lado, y la experiencia subjetiva, por otro, permanece una distancia insalvable y no es posible reducir los primeros a la segunda ni viceversa sin perder información relevante. No está en duda la concomitancia entre ambas realidades y se continúa avanzando en el descubrimiento de distintas formas de asociación y correlación, pero ni las teorías de la identidad ni los diversos reduccionismos han ofrecido una explicación causal satisfactoria y siguen siendo expresiones programáticas. El mismo Benjamin Libet, cuyos experimentos han provocado que muchos pusieran en entredicho precisamente la confiabilidad del testimonio universal de la conciencia, es sumamente cauto al analizar sus hallazgos. Con una sugestiva referencia a Leibniz no trepida en sostener la necesidad de estudiar los procesos cerebrales y la experiencia consciente como dos categorías independientes e igualmente fiables para luego comprender su relación (Libet 1999, 55s.; 2004). Tanto la metodología empleada por Libet en sus experimentos como su noción de libre albedrío, y más aún su posición filosófica –que combina aspectos emergentistas y dualistas– son cuestionables por muchas razones. Pero no analizaremos su postura; la mencionamos solamente como indicación de que el problema del determinismo y el libre albedrío remite al de la naturaleza de lo mental y, consiguientemente, al problema del dualismo.                                                                                                                  La versión definitiva fue publicada en Vanney, Claudia E. y Juan F. Franck (eds.), ¿Determinismo o indeterminismo? Grandes preguntas de las ciencias a la filosofía, Rosario: Logos-Universidad Austral, 2016, pp. 149-177. 1 Universidad Austral, Argentina. 2 Universidad de Navarra, España. ∗

 

  Con algunas importantes excepciones, el dualismo en filosofía de la mente no tiene buena prensa. El éxito de la visión caricaturizada del cartesianismo difundida por Ryle (Ryle 1949) y posteriormente la menos simplista pero igualmente cuestionable crítica a la falacia del homúnculo realizada por Kenny (Kenny 1984), no sólo hicieron muy difícil remontar la credibilidad del dualismo, sino que facilitaron el camino a un abanico de posiciones fisicalistas, behavioristas y funcionalistas, que no encuentran para la experiencia subjetiva un lugar adecuado. Existe una gradación bastante amplia de las posiciones dualistas, desde el mitigado dualismo de predicados hasta el dualismo sustancial, pasando por un dualismo epistemológico o metodológico (como el aceptado por Libet) y diversas versiones del dualismo de propiedades. El incesante retornar de estas diversas formas de dualismo se debe en buena medida a que, no obstante las dificultades que enfrente, sus motivos de fondo no son satisfechos por ninguna otra teoría. Nos ocuparemos de dos recientes aportes a la filosofía de la neurociencia en los que puede verse sendas variantes del dualismo de predicados. Como resulta esperable, en ambos casos se expresa el deseo de evitar simultáneamente el reduccionismo neural y todo dualismo ontológico à la Descartes. Analizaremos además otras contribuciones recientes que recogen la preocupación dualista, pero ofrecen una interpretación de corte eliminativista, reduciendo la subjetividad a una ilusión, a una conveniencia práctica o a una estrategia evolutiva. La pregunta que motiva este capítulo es si estos intentos son suficientes para dar cuenta de las razones del dualismo o si el recurso a la ontología no sería ineludible para comprender lo mental. En otras palabras, ¿qué punto de partida es el adecuado para que la ontología de la primera persona, acertadamente defendida por Searle pero lamentablemente dificultada por su naturalismo biologista, reciba una propuesta plausible?

1. Dualismos semánticos El primero de los que llamaremos dualismos semánticos corresponde al filósofo oxoniense Peter Hacker y al neurólogo australiano Max Bennett, y sigue las huellas de Wittgenstein. Hacker y Bennett acusan a gran parte de la literatura neurocientífica y filosófica de cometer una falacia mereológica. Esta consistiría en atribuir predicados mentales o psicológicos a una parte del organismo viviente, mientras que el sujeto natural de esos predicados sería el animal o la persona como un todo. Así, por ejemplo,  

  “el cerebro piensa”, “el hipocampo recuerda”, “el hemisferio izquierdo interpreta” o cualquier expresión semejante implicaría atribuir falsamente a un órgano o a una parte de él lo que corresponde a todo el ser vivo. Entendemos perfectamente qué significa para un hombre pensar, decidir, imaginar, etc., pero no tenemos ninguna noción sobre lo que sería para el cerebro, menos aún para un grupo de neuronas, hacer ninguna de estas cosas. Las expresiones referidas no tendrían ningún sentido y ante ellas no cabe diseñar un experimento para intentar comprobarlas, sino realizar una clarificación conceptual, ya que “el cerebro no es un sujeto lógicamente apropiado para predicados psicológicos” (Bennett-Hacker 2003, 72). El criterio para adscribir predicados mentales sería la conducta: sabemos que una persona tiene dolor por sus gestos, gritos, etc. Pero en el caso de nuestros propios estados mentales ¿cómo lo sabemos? Como Wittgenstein, la preocupación de estos autores es usar bien el lenguaje, es decir explicar cómo aprendemos a usar expresiones como “me duele”, “estoy enojado”, etc. Pero sobre todo rechazan toda referencia a una experiencia interior en primera persona, que el sujeto pudiera atestiguar de manera privilegiada. Si el lenguaje refiriera a algo así, argumentan, nunca podríamos identificar su referente, ya que por definición caería fuera de nuestro acceso. En cambio, esas expresiones se refieren a la conducta, que sí podemos observar. En el caso de la primera persona, el lenguaje expresivo (“me duele”) sería una extensión de la conducta relativa al dolor (los propios gritos o gestos). La única diferencia sería que esos gritos son míos y no de otros sujetos. Pero la pregunta, difícil de eludir, es qué es lo distintivo de esos estados para que cada uno pueda llamarlos suyos. Además, el carácter incomunicable de la experiencia en primera persona no es un motivo para negarle valor de referente, ya que todo sujeto y todo hablante pueden acceder a ella en sí mismos y así advertir no solamente su realidad, sino su mismo carácter incomunicable. Reducir experiencia a conducta es un gran retroceso que las ciencias cognitivas nos han ayudado a evitar. Es cierto que metáforas como lo interior, la introspección, lo privado, “acceso privilegiado”, etc., son recurrentes al referirse a fenómenos mentales y que tomadas literalmente pueden confundir, pero a pesar de las críticas de Wittgenstein y Ryle, apenas hay quien las entienda así. Decir que ‘tener un dolor’ no puede entenderse de la misma forma que “tener una moneda” (Bennett-Hacker 2003, 95-96) es una verdad de Perogrullo, pero no es propiamente una crítica. La expresión metafórica “ojo interno de la mente” recoge el sencillo hecho de que nuestros estados mentales no comparecen

 

  ante otras personas como los colores, sonidos, gestos y gritos. Aunque habitualmente acompañe a esos estados, la conducta es un índice de ellos, principalmente para los demás, aunque también pueda serlo para el mismo sujeto. Al emplear la expresión “me duele” o “tengo un dolor”, el hablante indica principalmente una experiencia de dolor, que puede o no manifestarse mediante signos. Por más vinculadas que estén, una cosa es hacer aspavientos, tomar una aspirina, pedir urgente un turno con el dentista y decir “me duele”, pero otra es el dolor de muelas que uno tiene. Incluso aunque una persona muy empática sea capaz de advertir y entender nuestros estados mentales mejor que nosotros mismos, la experiencia de esos estados es propia de cada uno. Por eso mismo, tampoco basta con que el lugar, la intensidad y las características de un dolor determinado se repitan en dos sujetos para poder decir que son “el mismo dolor”. La afirmación de que “ser mío o ser tuyo no son características que identifiquen un dolor de cabeza” (Bennett-Hacker 2003, 95) solo sería verdadera del dolor entendido como especie (type), nunca del dolor individual (token), pero si hay algo que distingue a todo dolor real es su carácter individual y estrictamente incomunicable. La insistencia en desembarazarse de la experiencia individual como algo distintivo deriva únicamente del rechazo a una acepción literal de las metáforas mencionadas, pero tiene el inconveniente de deshacerse también de aquello que justifica la metáfora. Los autores llegan a afirmar que “no hay una fenomenología del tener una intención, ninguna experiencia distintiva llamada ‘tener una intención’” (BennettHacker 2003, 103). El segundo intento corresponde a Paul Ricoeur, quien protagonizó un extenso diálogo junto al neurobiólogo Jean-Pierre Changeux sobre la situación del hombre en esta era de auge de la neurociencia. Con el cuidado de alejarse del dualismo ridiculizado por Ryle, Ricoeur rechaza la posibilidad misma de cualquier discurso ontológico sobre la mente o el espíritu, sosteniendo de manera categórica y apriorística el carácter completamente indecidible de la ontología (Changeux y Ricoeur 2001, 22, 174). También el materialismo sería una posición ontológica inverificable y por ese motivo rechazable de antemano. Pero podemos aceptar un dualismo semántico, ya que sí cabe constatar que existen dos discursos sobre el hombre que tienen sentido y son independientes uno de otro. Por un lado, el neurofisiológico, propio de la llamada perspectiva de tercera persona; por otro, el de la experiencia subjetiva, o de primera persona, que abarcaría tanto aspectos de la folk psychology como las esferas del arte, la

 

  poesía y la religión. Frases como las denunciadas por Bennett y Hacker de cometer una falacia mereológica (“el cerebro piensa” y semejantes) serían para Ricoeur una amalgama semántica de dos perspectivas heterogéneas. Ricoeur aspira a alcanzar un tercer tipo de discurso, que pudiera expresar de algún modo la experiencia unificada de ambas perspectivas pero sin recurrir a una ontología del espíritu. Para justificar su pretensión se remite a una carta que Descartes escribió a Isabel de Bohemia (Descartes 1999, 35-39). En aquella carta Descartes distingue tres categorías de nociones: las que se comprenden con el entendimiento puro, que se refieren al alma; las que pueden comprenderse con el entendimiento pero que la imaginación ayuda a entender, como las referidas al cuerpo; y las que atañen a la unión del alma y el cuerpo, que se entienden cuando no hacemos ningún esfuerzo particular de atención. En la perspectiva de Ricoeur la ontología –sea materialista o espiritualistadualista– derivaría de haber cosificado los dos primeros tipos de nociones, mientras que el tercer tipo no implicaría afirmaciones ontológicas, sino solamente recogería la experiencia inmediata. El camino de superación de la ontología tanto materialista como dualista sería entonces la asunción de nociones fenomenológicas, como la de cuerpo propio o cuerpo vivido, que se sitúan al nivel de esa experiencia inmediata. Aunque sea discutible que tales nociones puedan prescindir de apreciaciones ontológicas, el ejemplo ilustra bien la posición de Ricoeur: una filosofía que parta de la subjetividad se detiene al nivel de la experiencia y admite una pluralidad de discursos acerca de ella, pero no necesita dar el paso hacia lo ontológico o metafísico. Ese paso, si se diera, sería apresurado además de innecesario y resultaría en posiciones inverificables. Ricoeur no aceptaría, por supuesto, la eliminación de la experiencia interna como algo distintivo, tal como hacen Hacker y Bennett. Aunque tendría reparos en emplear la calificación de ‘interna’, es precisamente la experiencia subjetiva lo que resalta como semánticamente irreductible, describiéndola felizmente como a la vez insustituible y comunicable por el lenguaje (Changeux y Ricoeur 2001: 73). El tercer discurso que propone o reclama debería encontrar términos que refirieran la experiencia subjetiva al conocimiento científico respetando la peculiaridad de ambos. Así, sugiere pensar lo neuronal como “sustrato” o “base” de lo mental o psíquico, y esto último como “indicación” de lo neuronal (Changeux y Ricoeur 2001, 52).

 

  Propia de ese tercer discurso sería también una acepción del término ‘espíritu’ vinculada a la inspiración poética, religiosa, artística, etc., que trascendería por mucho el nivel de la neurociencia pero sería imprescindible para hacer lugar a una experiencia integral de lo humano (Changeux y Ricoeur 2001, 34, 176). Si bien es un conocido propulsor también de una visión humanista, su interlocutor no encuentra muy convincente esta propuesta. Changeux es partidario de la llamada “naturalización de las intenciones” –semejante a la comtiana “física de la introspección” o “física de las representaciones” (Changeux y Ricoeur 2001, 78)– es decir de la posibilidad de entender los actos psicológicos al modo de los hechos físicos mediante una modelización (Petitot et al. 2000), y rechaza la postura que sostiene que jamás se logrará comprender la vivencia personal en términos neurofisiológicos. Ricoeur intenta hacerle ver la diferencia entre organización y función, por un lado, y la experiencia vivida, por otro, pero Changeux entiende que concebir la modelización como un empobrecimiento es poner un límite a priori a la investigación científica, cuyo verdadero obstáculo sería en principio únicamente la gran complejidad del fenómeno humano. Este procedimiento reductor o reduccionista sería inevitable para la ciencia, pero la pretensión de Ricoeur parecería implicar para Changeux una especie de realidad sobrenatural opresiva y, justamente, inverificable (Changeux y Ricoeur 2001, 79-81). Aquella dimensión poética y mitológica del espíritu no caería fuera de la investigación neurocientífica, sino que sería una extensión suya, de modo que es tras esta discusión que Changeux parece sacar la inverosímil conclusión de que la fenomenología “no se opone de ningún modo a una concepción materialista de la conciencia” (Changeux 2010, 163). Esta conclusión de Changeux puede justificarse en la insuficiencia del enfoque puramente lingüístico para dar cuenta de los estados mentales. Quien quiera sostener la irreductibilidad de lo mental frente a lo orgánico tendrá que ofrecer como argumento algo más que una semántica distinta. Esto no equivale de suyo a sostener ninguna forma particular de dualismo, pero sí sugiere que el recurso a algún tipo de ontología se hace necesario. El lenguaje es esencialmente referencial y la mayoría de las palabras refieren a algo distinto del lenguaje, sea un objeto ideal o una realidad de algún tipo. La experiencia subjetiva es una realidad y decir solamente que el lenguaje referido a ella es diverso del empleado en la práctica de la ciencia no esclarece su naturaleza. A nadie puede reprochársele que se pregunte qué son las cosas, en lugar de únicamente cómo

 

  hay que hablar correctamente. Después de todo, si algún tipo de predicados no son atribuibles a un tipo de realidad ¿por qué no sospechar al menos que hay otro tipo de realidad al que sí son atribuibles? ¿O que nuestra concepción de la realidad, no solamente del lenguaje, debería ser más completa para responder a esos discursos? Siempre será legítima la opción de detenerse en el nivel lingüístico, si uno prefiere, pero no la de impedir a priori el paso a la ontología. Es conocida la adhesión de Ricoeur a una especie de dualismo de predicados, según el cual el concepto de persona no tendría un referente distinto del cuerpo (Ricoeur 1996, 9). En rigor, cuerpo y persona tendrían un referente aún indeterminado, del que se podría predicar dos tipos de predicados: físicos y mentales. Ahora bien, esta afirmación es gratuita sin alguna caracterización de dicho referente. Excusarse en una supuesta indeterminación es reconocer que no se dispone de una ontología suficiente que pudiera justificar la diferencia de discursos o, si se prefiere, también de propiedades. Y si el materialismo y el dualismo sustancial no convencen, parece lógico intentar otros caminos.

2. El dualismo práctico Para Changeux, el dualismo no tiene cabida en la ontología, pero sí en el áureo árbol de la vida. Es en El hombre neuronal, donde concretamente defiende que el problema alma-cuerpo está siendo reformulado en las últimas décadas como el problema mente-cerebro (Changeux 1985, 150). Este fenómeno supone, a su juicio y desde una perspectiva meramente divulgativa, un gran avance pues con la segunda fórmula resulta más fácil evitar el error del dualismo. Y es que requiere menos esfuerzo entender por qué los estados mentales, así como la conducta humana, se explican en términos de actividades neuronales, que entender cómo una misteriosa realidad sobrenatural interacciona y gobierna la materia. El optimista diagnóstico de Changeux no está exento de dificultades. La primera y más importante tiene que ver con el hecho de que la identificación alma-mente borra de un plumazo un conjunto de cuestiones inherentes a la realidad vital –que no es necesariamente mental. ¿Qué diferencia su principio de movimiento del movimiento de los seres inertes –esto es, qué los anima? Otra cuestión no menos importante e íntimamente relacionada con la anterior es la que se refiere a la separación entre medio

 

  interno y externo. ¿Es posible hablar de autonomía sistémica en un mundo físico causalmente clausurado? Por último, hay que dar cuenta de la cuestión metodológica: ¿se puede abordar ambos interrogantes desde un enfoque exclusivamente positivo, es decir, basta el método científico para responderlos satisfactoriamente? Si bien Changeux comete un error de bulto al identificar el problema almacuerpo con el problema mente-cerebro, hay también que reconocer que, a lo largo de los últimos tres siglos, lo habitual era encontrar tanto en textos filosóficos como científicos el enfoque opuesto, es decir, abordar ambos binomios como temas que apenas guardaban relación entre sí. Este segundo error es, sin duda, una de las numerosas proyecciones del gran divorcio perpetrado en la Tardomodernidad entre las ciencias del espíritu y las ciencias de la naturaleza, y en el que, en la repartición de bienes, la inteligencia fue situada como objeto de estudio de las primeras, mientras que el fenómeno biológico quedó emplazado en las segundas. Hay una tercera vía, que por cierto, es la que posee mayor tradición filosófica y científica: los dos binomios no se identifican pero guardan una estrecha relación. Ya Aristóteles señala que lo que caracteriza al viviente son los actos que lo sostienen. “Vivir para el viviente es ser” (De anima II, 4; 415b 13). Esta definición de lo vital es más compleja de lo que a simple vista parece. Por un lado, Aristóteles está afirmando que el movimiento vital está dirigido hacia fines y que, por tendencial, es también susceptible de error, de fracaso. Por otro lado, está afirmando que los actos vitales no son productivos: su fin no es otro que el de realizarse (de ahí la distinción que hace el Estagirita entre praxis y poiesis). Ahora bien, hay diferentes tipos de vida y algunos más perfectos que otros. Para Aristóteles, hay vivientes que lo son por un tipo de praxis vegetativa, es decir, porque son capaces de realizar un tipo de actos inmanentes elementales: la reproducción, la nutrición y el crecimiento. Otros, más perfectos, existen además por un tipo de animación sensitiva, con la que extraen información del medio. Esta capacidad permite al viviente modificar el comportamiento de manera indefinida y relevante cara a la persecución de aquellos fines que le son propios (Kenny 1992, 109). En este salto de nivel se muestra la primera y más íntima conexión entre el alma y la inteligencia: la segunda es un tipo especial de praxis de la que emergen los primeros eventos mentales. Porque para Aristóteles, la sensación va siempre acompañada de placer y dolor, experiencias de las que surge necesariamente el deseo (De anima II 2, 413b 22-24). Con  

  este percatarse, que supone un tipo de posesión del telos más perfecto que el del mundo vegetal, el viviente no solo vive sino que se siente vivo –y a diferencia de las plantas, porque se siente vivo, vive. En definitiva, la inteligencia queda definida como medio y fin, es decir, como fenómeno al servicio de la vida y como un modo –una expresión– de ésta. Por último, los seres con alma intelectiva son aquellos que más perfectamente poseen su telos, puesto que gracias a los actos que le son propios no solo controlan los medios sino también los fines. La racionalidad queda así ligada indefectiblemente a la voluntad. La abstracción más perfecta es la del telos, y los actos que devienen de ésta constituyen la plenitud del ser –la eudaimonia, práctica virtuosa de lo que es más específico del hombre (Choza-Arregui 1991, 72-75). Y de nuevo encontramos la ambivalencia del medio y del fin: decir que el hombre vive libremente es apelar a un modo de vida, aunque un modo que solo se entiende en el contexto de seres susceptibles de poseer una vida buena (eu zen). Retomando el reduccionismo materialista de Changeux, lo que el neurocientífico francés pasa por alto, o al menos examina de un modo precipitado, es el problema de un primer tipo de dualismo –el de la causación eficiente/final– que parece expresar la entera naturaleza aunque, en especial, los vivientes. Changeux sitúa la teleología en el vértice de la cadena evolutiva, es decir, como evento mental que se manifiesta en seres que han desarrollado un sistema nervioso central. Es más, desliga dicho fenómeno de otros conceptos como son el de procesamiento de información y el de consciencia. ¿Son algunos de ellos intencionales? Cree que sí, pero no todos. En efecto, el orden que propone es inverso al aristotélico: de los sistemas fisicoquímicos cerrados surgieron los sistemas informacionalmente abiertos y, de estos segundos, los entes con motivaciones, intenciones y valores. La otra gran diferencia es que, para Changeux, estos tres niveles se distinguen principalmente por su grado de complejidad. De ahí que, en último término, los movimientos teleológicos no respondan sino a un tipo particular de actividad neuronal. En otras palabras, el concepto de finalidad hace referencia a una realidad, aunque ésta no tiene que ver con espíritus que habitan cuerpos sino con modos sofisticados de adaptación al medio. ¿Cómo es posible que los seres humanos surjan y se rijan bajo los mismos principios que los que gobiernan a los seres inertes? Los saltos en complejidad conductual son, en opinión de Changeux, la principal causa del espejismo dualista. Sin  

  embargo, concluye, el cerebro humano ofrece suficientes pistas para desenmascarar el error. “Ni a nivel de anatomía macroscópica del córtex, ni al de su arquitectura microscópica, se da una reorganización ‘cualitativa’ violenta que haga pasar del cerebro ‘animal’ al cerebro ‘humano’. Existe, por el contrario, una evolución cuantitativa y continua del número total de neuronas, de la diversidad de áreas, del número de posibilidades de conexión entre neuronas, y, por ende, de la complejidad de las redes de neuronas que constituyen la máquina cerebral” (Changeux 1985, 89). Pero las evidencias que presenta Changeux no son suficientemente sólidas para sostener conclusiones naturalistas tan rotundas. En primer lugar, da por sentado que existe clara correlación entre complejidad anatómica y diversidad conductual cuando, por lo que comenzamos a conocer, la verdadera especificidad del cerebro reside más en los diferentes modos de procesamiento de la información –en sus softwares– que en el soporte en el que dichos procesamientos se sostienen –en el hardware. La metáfora computacional adolece de enormes limitaciones pero, con todo, sirve para expresar dicha objeción (Maccormac 1986). Dos ordenadores pueden presentar el mismo soporte físico y solo uno de ellos la capacidad para el cálculo infinitesimal o para el tratamiento de imágenes. ¿Cuál es el programa más complejo? No necesariamente ha de serlo ninguno de ellos pero, aunque así fuera, no encontraríamos necesariamente signos de dicha complejidad en la estructura de la máquina. Como última objeción, si reconocemos que la complejidad del sistema nervioso sigue siendo, a día de hoy, inconmensurable, es aventurado negar la existencia de saltos cualitativos entre los procesos que gobiernan el cerebro.

3. Naturalización teleológica Continuemos con las tesis de Changeux. Los saltos en complejidad conductual no son la única causa que explicaría nuestra inclinación natural hacia el dualismo. Una segunda está relacionada con los distintos discursos que utilizamos para describir la misma realidad. Para Changeux, estos discursos varían no solo en la perspectiva y exactitud –relacionados con el término de dualismo epistémico– sino también en la finalidad con que son emitidos –y que también pueden englobarse en el dualismo práctico.

 

  Especialmente a este segundo tipo de dualismo le guarda Changeux mayor aprecio. Suavizando sus pretensiones reduccionistas se pregunta: ¿por qué someter a criterio de veracidad aquello que cumple, y bien, una función valiosa en nuestro mundo? Por ejemplo, en Razón y Placer escribe: “El arte explota las predisposiciones de nuestro cerebro para crear «relaciones» entre razón y placer, para armonizar, como escribía Schiller, «las leyes de la razón con los intereses de los sentidos». El arte se vuelve potencia de unificación. El patrimonio artístico –su enriquecimiento, su conservación– adquiere, gracias a este hecho, una dimensión nueva: la de una memoria que se convierte en punto de referencia, en factor de progreso y de creación” (Changeux 1997, 21-22). Changeux no niega que el fenómeno artístico no pueda ser reducido y explicado con modelos neuronales. No obstante, la comprensión de dichos modelos no provoca en nosotros –en nuestro cerebro– el efecto benéfico que sí ejerce las narrativas estéticas. Pero no es Changeux sino el filósofo Daniel Dennett quien más profunda y prolíficamente ha trabajado esta deriva del dualismo práctico. También para este segundo lo más elevado del hombre puede ser explicado por el método científico pues, como todos los demás fenómenos, ha surgido por evolución natural y bajo las leyes de una física determinista. Dennett divide nuestra comprensión del mundo en dos tipos de discursos: aquellos que hacen uso de términos de la psicología popular (folk psychology) y aquellos que emergen de la ciencia experimental. Los primeros, que conforman lo que denomina la imagen manifiesta del mundo, ayudarían a desenvolvernos en situaciones cotidianas –sobre todo de índole social, es decir, en las que están involucradas otros agentes con un sistema nervioso central complejo. Estos discursos (la mayor parte de ellos relacionados con lo que los agentes tienen en la cabeza, en lo que están pensando y pretenden…) poseerían muy pobre valor referencial pero serían enormemente eficaces para cambiar la conducta propia y, en especial, la ajena (Dennett 1992, 129-132). Pronunciar una declaración de amor, por ejemplo, cambia mi modo de estar ante una persona pero, sobre todo, transforma radicalmente la manera en que una persona se relaciona conmigo. El problema surge cuando utilizamos términos como ‘amor’ para explicar la interacción entre dos personas en una velada romántica. Utilizar la imagen manifiesta para conocer el mundo es como querer emplear un martillo para producir enunciados científicos. Y a la inversa. Dennett se defiende contra aquellos que le

 

  achacan de empobrecer el espíritu humano alegando que no se ha comprobado hasta la fecha que el acto de enunciar una teoría científica haya convencido a nadie para aceptar una invitación amorosa. Es muy dudoso que el progreso de la ciencia conduzca algún día a la superación de este dualismo práctico y más dudoso aún pensar que alguien pueda llegar a desear, nunca jamás, tal superación. No obstante, a diferencia de Changeux, Dennett es bien consciente de que el problema alma-cuerpo es diferente del problema mente-cerebro, es decir, y como hemos señalado antes, que el primero refiere principalmente a la cuestión de la finalidad y el segundo, por lo general, a la cuestión de la consciencia. No es solo una cuestión de reconocimiento. En sus más importantes trabajos, Dennett busca conciliar ambos en un mismo marco conceptual. Este es el contexto en el que surge la Teoría de la actitud intencional (Theory of the intentional stance) que fundamenta el dualismo práctico a partir de una muy particular defensa del monismo fisicalista. Para entender la mente es necesario, en primera instancia, dar cuenta del fenómeno teleológico, y no al revés, como suele pensarse. Hasta aquí poco puede reprochársele a Dennett. La controversia viene después. Su hipótesis es que la finalidad no es sino un término de la psicología popular –probablemente el primero y más importante de todos pues, en torno a él, los demás adquieren sentido y valor. Por ejemplo, al afirmar que un agente persigue el fin x lo que estamos haciendo realmente es mostrar nuestra capacidad para, por un lado, anticipar la conducta de dicho agente y, por el otro, obrar en consecuencia. En lo esencial, este tipo de predicciones no son distintas de aquellas que pueden hacerse respecto de realidades inertes, más simples. Lo que diferencia a unas y a otras es la estrategia de predicción: concebimos al prójimo ‘como si’ tuviera algún tipo de intención y ‘como si’ ésta hubiese sido elegida entre varias opciones. En contraste, no solemos explicar la lluvia en términos intencionales. Por supuesto, hoy contamos con mejores herramientas para predecir precipitaciones que el atribuir mente a las nubes –aunque, para Dennett, no siempre fue así. El animismo es buena muestra de ello (Dennett 2006, 116-120). Pero el problema se complica, dice Dennett, cuando introducimos el factor evolutivo: parece lógico que, a lo largo de millones de años de selección natural, el sistema nervioso central haya ido especializándose en la asignación de conductas intencionales, lo que incluye una mayor abstracción de los niveles de predicción. Por ejemplo, muchos animales inteligentes pueden anticipar la conducta de otros agentes en  

  la medida que tienen en cuenta que estos otros son también capaces de predecir su comportamiento. Para Dennett, este tipo de relaciones intersubjetivas –que como mostró Colwyn Trevarthen llegan a alcanzar en el ser humano múltiples grados de abstracción– son el fundamento de la experiencia de auto-conciencia y, en último término, del concepto de yo. Si creemos que somos seres intencionales, con mente, es porque, en primer lugar, vivimos en una comunidad que así nos piensa y, en segundo lugar, porque tenemos la habilidad (biológica, pero no solo) de saber cómo sobrevivir en tan singular hábitat. En este contexto, en el que el tiempo juega un papel crucial, se explica que crezca más y más la efectividad de la actitud intencional como estrategia para la supervivencia (Dennett 2013, 271-276). En conclusión, para Dennett, la mente, como el resto de los términos de la psicología popular, no tiene un estricto valor referencial sino pragmático. Existe, en efecto, pero en el modo en el que existen las herramientas y así deben ser pensadas. Esto no sígnica que Dennett les niegue cierto valor referencial, pero no de manera distinta a como los martillos refieren a los clavos o a las paredes. Hay reglas de coherencia entre estos tres elementos, sí, pero no es posible ir más allá. No tiene sentido preguntarse por el significado inherente del martillo, como tampoco preguntarse ¿qué es, en sí misma, la mente? En otras palabras, y volviendo al tema de partida, pensamos de manera dual, es bueno para nuestras vidas que así sea, pero esto no significa que haya una realidad sobrenatural donde situar los fenómenos teleológicos básicos o más complejos. La cuestión de la cohesión de las descripciones normativas de la psicología popular es, para Dennett, clave para entender la emergencia de la experiencia de identidad –el yo. Para el autor, la eficacia de tales descripciones depende de que existan entre ellas fuertes conexiones lógicas, y es precisamente el yo (self) la idea que mejor ayuda en el establecimiento de dichos lazos. Por esta razón, “nuestra táctica fundamental de auto-protección, de auto-control y de auto-definición no consiste en tejer una tela o cazar una presa, sino en contar historias, y más particularmente, en urdir y controlar la historia que contamos a los demás –y a nosotros mismos […]. Nuestras historias se urden pero en gran parte no somos nosotros quienes las urdimos; ellas nos urden a nosotros. Nuestra conciencia humana, nuestra egoticidad narrativa, es su producto, no su origen. Estas secuencias o flujos narrativos surgen como si fueran emitidos por una misma fuente, no en el claro sentido físico de surgir de una

 

  boca, de un lápiz o de una pluma, sino en un sentido más sutil: su efecto sobre una audiencia es el de animarla a (intentar) postular un agente unificado a quien pertenecen esas palabras y sobre quien son esas palabras: es decir, la anima a postular un centro de gravedad narrativo” (Dennett 1991b, 428).

En definitiva, para Dennett, el yo es una herramienta de herramientas –una herramienta interna, como también la denomina– y no el conocimiento o experiencia de una identidad personal que subyace y controla misteriosamente la dinámica del viviente. Pero, de nuevo, esta conclusión no significa que los discursos en torno al yo –al igual que se dijo de aquellos relacionados con la finalidad o la racionalidad– deban desaparecer, esto es, reducirse a causas eficientes. Para según qué cosas, necesitamos creer en el yo, en la idea de que somos agentes libres, tanto o más que creer en la racionalidad o en la finalidad… o, al menos, hacer ‘como que’ creemos (Dennett 2013, 393-396).

4. El dualismo como efecto evolutivo Teorías de la mente como las de Dennett, que pueden ser etiquetadas de funcionalistas –aún con matices diferenciadores, en los que no nos detendremos aquí– llevan calando, desde los años sesenta, en el pensamiento filosófico y, en especial, en el científico. En lo que respecta al segundo, las causas son principalmente dos: por un lado, en el día a día del neurocientífico, la pregunta por el ‘para qué’ de una determinada estructura o reacción eléctrica y/o química resulta enormemente útil para relacionar fenómenos biológicos; por el otro, tanto o más presente y eficaz que dicha estrategia es la búsqueda de causas físicas previas que expliquen la existencia y dinámica de dichos fenómenos. Lo que autores como Dennett hacen es precisamente conceder hegemonía a estos dos enfoques metodológicos sin tener, por ello, que conciliarlos ontológicamente, es decir, sin verse obligados a reconocer mundos paralelos que den carta de naturaleza al polo teleológico que el científico presupone en la función biológica. En expresión de Dennett, el funcionalismo de algoritmo evolucionista es un ácido universal que elimina la finalidad y la consciencia de todo proyecto –experimental o filosófico– que trate de dar cuenta de objetos naturales con poder causal (Dennett 1995, 229-237). En pocas palabras, el neurocientífico ya está haciendo lo que tiene que hacer para conocer los misterios últimos de la realidad.

 

  Además de argumentos teóricos, Dennett suele ofrecer referencias a teorías y hallazgos experimentales. De entre todos ellos, me interesa destacar aquí dos tipos concretos por estar situados en el corazón de su propuesta. El primer tipo está relacionado con estudios sobre correlaciones entre funciones neuropsicológicas y expresión génica. La predilección de Dennett por ellos no es casual pues la idea de fondo que subyace en la mayoría de dichos trabajos es que si hay una estructura biológica en la que parecen darse constantes cambios al azar –algunos de ellos de consecuencias notables, aunque la mayor parte para perjuicio del organismo–, ésa es la molécula de ácido desoxirribonucleico. Como botón de muestra, un equipo de investigadores del Instituto Max Planck ha relacionado el gen ARHGAP11B, implicado en la formación de pliegues en el neocórtex (asociado, entre otras muchas cosas, al pensamiento consciente), con la separación de los linajes de humanos y chimpancés. Según el estudio, dicho gen apareció de manera casual en un momento de la historia de los homínidos, por la duplicación truncada del ARHGAP11A, el gen antecesor (Florio 2015). ¿Está dando la ciencia la razón a Dennett? Es imprudente aseverar tal cosa. Del descubrimiento del gen a la conclusión sobre los orígenes humanos a la que llegan dichos investigadores hay un abismo que no hacen explícito en su artículo. Partiendo de la base de que desconocemos el lenguaje tanto del ADN como del sistema nervioso central, y que ya desde hace tiempo sabemos que su expresión no consiste en algo tan simplista como la vinculación de un único gen con un único rasgo fenotípico, resulta más que atrevido querer entablar una conversación entre ambos lenguajes, y más aún en términos evolutivos. Con todo, el artículo fue publicado en una de las revistas con más visibilidad en el mundo científico. No es un descuido sin importancia. Por el contrario, refleja buena parte de la tramoya que sostiene muchas de las hipótesis de la neurociencia contemporánea y de las que Dennett se aprovecha. No es solo eso. Numerosas investigaciones en biología molecular están probando que lo que se creían alteraciones al azar del genoma son realmente modificaciones que ya estaban programadas en el código genético (mutagénesis dirigida). Como apuntan Gerd B. Müller y Stuart Newman puede que la selección natural no tenga tanta influencia en la evolución de las especies como inicialmente muchos genetistas y neurocientíficos habían creído. Desgraciadamente, Dennett no hace eco de esta deriva de la biología

 

  molecular que parece debilitar la fuerza de su ácido universal (Müller and Newman 2003). Hay que reconocer, no obstante, que los descubrimientos sobre la mutagénesis dirigida tampoco apoyan la tesis –en las antípodas de las de Dennett– de que el cerebro humano es resultado del aumento de complejidad y sofisticación del cerebro de otros homínidos. El cerebro humano y el del macaco, aún con los vínculos innegables que les unen, tienen su propia historia, una relacionada con la respuesta inteligente a su entorno particular, esto es, a los problemas e influencias que lo rodean. Pero ¿qué significa que la vida haya seguido cierto grado de novedad programática, por llamarla de alguna manera? Lo que sí parece claro es que la idea de universo dual emerge con fuerza en esta controversia y, además, conectada con la idea de universo indeterminado. Un segundo grupo de investigaciones muy citadas en los últimos años por Dennett trata sobre el denominado cerebro bayesiano. El objetivo general de estos trabajos consiste en reconocer en qué medida y cómo el cerebro humano es capaz de comportarse siguiendo reglas bayesianas, es decir, producir respuestas a partir de situaciones de incertidumbre –donde los datos obtenidos son insuficientes– y en las que es necesario aplicar reglas probabilísticas (Knill and Pouget 2004). Antes que Dennett, el filósofo cognitivista Andy Clark había planteado que dicha capacidad podría ser clave para entender no solo el modo humano de actuar en el mundo sino de percibirlo. Concretamente, para Clark, la capacidad de inferencia probabilística, muy vinculada con la de predicción de errores, redimensionaría temporalmente los objetos con y las situaciones en las que nos relacionamos. La experiencia consciente sería la expresión fenoménica de este sentir en el tiempo o sentir expectante donde no solo el futuro sino también el pasado acontecen en cada instante vivido (Clark 2013). Pues bien, Dennett va aún más lejos al defender que es dicha capacidad de predicción probabilística la que generaría la ilusión –tan humana– de que existen y conocemos las propiedades intrínsecas de los objetos circundantes. De nuevo, apela a razones que sitúa en el contexto intersubjetivo. Un gran número de inferencias probabilísticas están orientadas a la mente del otro –sobre lo que siente, quiere, teme…– y tras y sobre ellas emergen las que se aplican sobre la mente del propio agente. “Cuando esperamos ver un bebé en su cuna, también esperamos ‘encontrarlo bonito’ –esto es, esperamos esperar sentir la urgencia de abrazarlo y todo lo demás” (Dennett 2015).

 

  De esa proyección que hacemos de nosotros mismos sobre el bebé surge, para Dennett, la creencia de que los bebés son, en sí mismos, seres adorables. De un modo análogo, y dando otra vuelta de tuerca al razonamiento, es también éste el mecanismo por el que, en último término, tendemos a reconocer en nosotros mismos propiedades inherentes y finalmente una identidad sobrenatural. El espejismo dualista sería, en síntesis, un efecto colateral de la que es una de las estrategias biológicas más sofisticadas de adaptación al medio, eficaz pero no por ello menos casual en la siempre ciega y determinista evolución de las especies. De nuevo resuena la paradoja del dualismo práctico de Dennett: la consciencia no es lo que solemos creer pero esa falsa creencia es útil y no debe ser eliminada –al menos fuera de los foros académicos. En este punto de la discusión, las más importantes objeciones que puede formularse al planteamiento de Dennett son de índole epistemológica. En primer lugar, si creencias y razonamientos son únicamente constructos sin referente real ni, por tanto, poder causal, entonces pudiera ocurrir que dichos contenidos mentales estuvieran completamente desconectados de lo que realmente sucediese fuera de la máquina mental virtual. Pero si esto es así, y aquí recojo el argumento de Alvin Plantinga, ¿cómo es posible que dichos contenidos mentales hayan resistido la implacable criba de la selección natural? (Plantinga 2002). La única respuesta cabal, en dicho marco relativista, sería que nos encontrásemos atacando el problema en un mal momento, es decir, en una etapa excepcional del universo que, desde la perspectiva del objeto de estudio, catalogaríamos de transicional, y en el que, por tanto, lo superfluo, lo inadaptado tendría cabida. Y es que no hay que olvidar que, a escala cósmica, un instante, por efímero que sea, puede prolongarse durante millones de años. Con el problema de la relación entre las ideas y el mundo entramos en un territorio en el que la propuesta de Dennett comienza a ser inconsistente. Por un lado, plantea que el origen de los contenidos mentales se explica desde el fisicalismo evolucionista pero, por el otro, reconoce que los contenidos mentales se deben ajustar, de algún modo, al ser de las cosas (Dennett 2000). El filósofo de Tufts basa la segunda afirmación en el hecho de que habitamos en un universo en el que pueden surgir máquinas bayesianas, lo que implica que existe cierto orden inherente a la realidad, un orden que, además y por razones que desconocemos, se refleja de manera epifenoménica en nuestros estados mentales. Distanciándose de pragmatistas relativista como Richard Rorty, Dennett llega a afirmar incluso que, en base a la mayor capacidad

 

  predictiva de las descripciones neurológicas, éstas merecerían el título de “más fiables” (Dennett 1991). Eso sí, sólo desde un punto de vista epistemológico, puesto que referencialidad y utilidad no siempre van de la mano y, para él, la ciencia del ser – ontología es el término exacto que usa–, debe preocuparse principalmente por la dimensión pragmática del discurso.

5. ¿Qué ontología para el dualismo? Es muy probable que en la discusión en torno al dualismo gravite en exceso la noción de sustancia. Como resulta obvio que lo material debe tomarse como algo real, existente, dotado de subsistencia independiente del sujeto que lo observa, si la mente o el espíritu estuvieran dotados de una existencia independiente a su vez de lo corpóreo, su naturaleza debería ser análoga a la de los cuerpos. De allí esas irónicas categorizaciones para referirse al espíritu: el “fantasma en la máquina” (Ryle), la spooky stuff (Churchland), el “teatro de la mente” (Dennett), etc. Y puesto que no se encuentra, y no se va a encontrar, ninguna stuff de la que estaría hecho lo mental o lo espiritual, la conclusión natural sería que solo existe la materia y que la conciencia estaría localizada en algún lugar del cerebro, posición que algunos denominan, justa e injustamente a la vez, ‘materialismo cartesiano’. Este podría haber sido el error categorial que Ryle reprocha a Descartes, pero que también es atribuible a muchos de sus críticos: concebir el espíritu como una sustancia, análogamente a los cuerpos. Pero sería un mayor error si por temor a sustancializar el espíritu o los estados mentales se los redujera a la conducta observable o a una ilusión fruto de la gramática o de una conveniencia evolutiva. Si esto es así, el dualismo debería contarse más bien como un mérito de Descartes, ya que advirtió que si la materia era algo subsistente en sí (como prácticamente todo el mundo acepta), lo que llamamos mente o espíritu no podía ser menos, dadas sus propiedades opuestas y no menos reales. La dificultad para concebir la unión de cuerpo y espíritu de manera clara y distinta no habla tanto de la imposibilidad de dicha unión o unidad, sino probablemente de tomar la idea de sustancia como la categoría fundamental. Y aunque, como hemos visto, este problema no es identificable sin más con el de mente-cerebro, algo semejante vale en ambos casos. Si en virtud de la física moderna, una vez rechazada la

 

  composición hilemórfica de lo corpóreo formulada por Aristóteles y asimilada por la Escolástica, no cabía para Descartes entender lo corpóreo como un compuesto de dos principios funcionales (materia y forma), el dualismo sustancial se le mostraba como una posición coherente, sobre todo si mediante el recurso a los tres tipos de nociones se expresaba de manera que no hacía imposible la unidad atestiguada por la experiencia.3 Desde una perspectiva cartesiana, los dualismos de propiedades, así como el monismo neutro o las teorías panpsiquistas, tendrían el inconveniente de no contar con una clara noción de algo susceptible de propiedades tan contrarias, de modo que es razonable pensar que presenten una tendencia hacia el dualismo sustancial, como sostiene Searle (Searle 2002), y que por consiguiente estén también condicionados por una ontología de la sustancia. Una crítica que evita esta dificultad es la dirigida por Husserl a Descartes en sus Meditaciones Cartesianas. Para Husserl el error cartesiano habría sido que tras asomarse a la afirmación de la subjetividad como punto de partida, entendió el cogito como una res o substantia cogitans, sustancializando así al sujeto y deteniéndose a las puertas de la subjetividad trascendental (Husserl 1996, §10). Con independencia de la propuesta husserliana, que entiende la subjetividad en términos de un ‘yo puro’, y a pesar de la cautela de la fenomenología respecto de las afirmaciones ontológicas, puede destacarse que la categoría de la subjetividad permite abordar la distinción de alma y cuerpo desde otro ángulo. La subjetividad es punto de partida, no puede ser un acto, una función o un aspecto de otra cosa. Por esta razón, el valor de la fenomenología no estaría únicamente en registrar la experiencia, como pudiera hacerlo la folk psychology, sino en sugerir además las categorías que mejor se adecuan a la estructura de la subjetividad, asunto nada despreciable cuando se trata de la naturaleza del ser humano. Para una ontología fenomenológica, el problema fundamental no sería qué tipo de sustancia son el cuerpo o el alma, sino qué ontología responde a los actos que realiza el sujeto, cuya realidad está inmediatamente dada en la experiencia sin necesidad de ulteriores disquisiciones. Así, por ejemplo, qué estructura tiene el acto por el que un sujeto siente un cuerpo como propio y también de qué naturaleza son los actos cuyos objetos exceden lo corpóreo y lo biológico, como la inteligencia conceptual, la                                                                                                                 3

Curiosamente, en una carta a Regius de enero de 1642 Descartes reconoció que el único caso de forma sustancial que se podía constatar en la naturaleza era el del alma y el cuerpo humanos, cuya unidad era no menos patente que su diversidad. Para el tema de la unidad del hombre en Descartes véase (Rodis-Lewis 1998, 196-223).

 

  valoración ética y el acto religioso. Y si una preocupación fundamental de quienes establecen una distinción fuerte entre alma y cuerpo es que el hombre no perezca totalmente tras la muerte biológica, el problema de la supervivencia no consistiría en averiguar qué parte, aspecto o dimensión del hombre sobreviviría a la disolución del cuerpo, sino en investigar si alguno de sus actos es de tal naturaleza que revele la permanencia de la persona que lo realiza. Evidentemente, es imposible desarrollar en poco espacio una ontología tan compleja, pero creemos que este cambio de perspectiva contribuiría tanto a complementar la clásica teoría hilemórfica como a evitar el callejón sin salida de quienes a toda costa quieren superar el dualismo, pero sin encontrar alternativa entre alguna forma de naturalismo y una simple asepsia semántica.

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