¿Es la inteligencia una facultad espiritual?

June 13, 2017 | Autor: Manolo Alcázar | Categoría: Teoría del conocimiento
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Descripción


¿Es la inteligencia una facultad espiritual?
Por Juan Fernando Sellés, Tomado de Antropología para Inconformes, pp. 288-293
Tras atender al cuerpo humano, a las diversas funciones vegetativas, a las facultades cognoscitivas sensibles, a los distintos apetitos o tendencias sensibles, a las funciones locomotrices, y a los sentimientos sensibles, reparando en todo ello el carácter distintivo del hombre respecto de los animales, conviene pasar ahora al estudio de aquella parte de lo común de los hombres que carece de base corporal, y que es, por ello, no menos diferente que lo anterior respecto del género animal. Se trata de estudiar las dos facultades superiores: la inteligencia y la voluntad.
Es claro que estas potencias no se pueden encuadrar en lo que hemos llamado vida recibida, la que debemos a nuestros padres, puesto que carecen como se verá de soporte orgánico. No son pues, algo fisiológico o biológico. Por eso, en rigor, no pertenecen a la naturaleza humana. Es cierto que al inicio todas las inteligencias y voluntades humanas se parecen en exceso, pues son, según el decir de Aristóteles, como una tabula rasa, es decir, carecen de actos de pensar y de querer y de contenidos pensados o asuntos reales queridos, respectivamente. Pero no por eso hay que sentar que forman parte de la dotación natural del hombre, porque tales facultades no surgen de la biología.
Si dichas potencias no radican en el soporte somático (naturaleza), y esas facultades tampoco son la persona (o acto de ser personal), porque la persona es irreductible a ellas, ¿donde radicarlas? Para solucionar esta cuestión es procedente recurrir a la distinción tomista entre acto de ser y esencia en todo lo creado. Si esa distinción real se tiene en cuenta en antropología, y se toma en serio aquello de que la racionalidad (la voluntad incluida) es lo esencial en el hombre, habrá que vincular la inteligencia y la voluntad a la esencia humana y distinguir a ésta del acto de ser personal. La esencia es distinta de la naturaleza porque indica perfección. Si eso es así, la esencia humana no se puede reducir a esas dos potencias porque nativamente son pasivas.
En efecto, la esencia humana no se reduce a la inteligencia y voluntad puesto que dicha esencia no puede ser enteramente potencial. De manera que habrá que indagar qué realidad sea lo activo de la esencia humana si ya se ha descubierto que lo pasivo de ella lo conforman esas dos potencias. Un indicio de respuesta la aporta asimismo Tomás de Aquino, cuando advierte que lo que activa a esas dos facultades es la sindéresis (Abordaremos esto en la Lección 13). En otros lugares denomina a todo esto alma, pero distingue en ella entre lo que actúa como acto y lo que actúa como potencia. A lo primero responde la sindéresis, a lo segundo, ambas facultades que vamos a considerar a continuación.
Comencemos por la primera e indaguemos si es o no una facultad espiritual. Como es sabido, algunos ponen en duda hoy que la inteligencia sea inmaterial. Se trata del debatido y divulgado problema de las relaciones mentecerebro. Sobre este asunto, ya se dijo que para Husserl la verdad es irreductible a lo psíquico. Popper no sido el único también arremetió contra las tesis materialistas que identificaban el pensamiento con la actividad cerebral. Por su parte, Eccles sostuvo que la mente no es orgánica, pero que interactúa con el cerebro. Polo dirime rigurosamente ese problema.
La inteligencia no es la totalidad del alma, sino una potencia suya, aunque, junto con la voluntad, la más elevada: "es el mayor tesoro del alma el entendimiento". La inteligencia tampoco es la persona humana. Por eso, "por más viva y fuerte que sea la aprehensión de un noble entendimiento, ha menester quien le guíe y gobierne". Si lo propio de esta facultad es pensar, razonar, es evidente que la persona humana no se reduce a razonar. Además, inicialmente la inteligencia ni conoce nada ni sabe que tiene que conocer. Ni siquiera tiene noción de sí misma. Sin embargo, todo ello es susceptible de conocerlo cuando se activa. Además, ésta potencia, más que ninguna otra, se entiende por su capacidad de crecimiento. Siempre se puede pensar más y mejor. Mucho es lo que podríamos extendernos al tratar de la inteligencia, pero conviene ahora demostrar su espiritualidad de modo claro, necesario (porque se trata de una verdad necesaria o "sin vuelta de hoja"). ¿Cómo? Demostrando su inmaterialidad. ¿Y cómo demostrarla? Por los siguientes argumentos, por lo demás, clásicos:
1) La inmaterialidad de la inteligencia se comprueba demostrando la inmaterialidad de sus actos, y la de éstos, por la inmaterialidad y universalidad de sus objetos. El primer acto de la inteligencia, el más básico, es abstraer, y lo abstraído por ella se llama tradicionalmente abstracto. Atender a ese acto permite darnos cuenta de que el objeto conocido al abstraer no sólo es inmaterial, sino también al margen de las condiciones particulares de la materia. Abstraer es presentar algo conocido con cierta universalidad. Al abstraer separamos una forma de lo material singular, concreto (ej. el abstracto de "silla" no se refiere sólo a ésta o a la otra silla reales, o sólo a las de metal o madera, a las de tres o cuatro patas, a las funcionales o barrocas, sino a todas las sillas habidas y por haber). El objeto conocido por la inteligencia es en cierto modo universal. Nada hay, en cambio, en lo real material que sea de ese género. Si pensamos lo universal, nuestra inteligencia no es material. El objeto es ideal; lo ideal no es material.
2) También se comprueba la inmaterialidad de la inteligencia porque esta potencia puede conocerlo todo, es decir, no tiene límite. Para que una potencia sea enteramente cognoscitiva, es decir, que toda su naturaleza sea explicable en vistas al conocer, requiere, obviamente, no ser otra cosa que pura capacidad de conocimiento, sin otras tareas, como por ejemplo, la de vivificar algún órgano, como les sucede a los sentidos. Así es la inteligencia. Si fuera por naturaleza otra cosa que cognoscitiva, esa otra cosa no la podría conocer. Los sentidos conocen sus objetos siempre dentro de unos límites, de un marco al que la psicología ha denominado umbral. El intento de traspasar esos límites perjudica al órgano y a la facultad sensible (ej. la luz del sol excede la capacidad del umbral de la vista cuando se le mira de frente y daña el órgano, por eso cerramos los ojos). La inteligencia se salta el umbral, de límite. Tematizar intelectualmente la noción de límite es haber trascendido el límite. La inteligencia puede conocerlo todo. Al decir de Aristóteles, el alma es en cierto modo todas las cosas. Su apertura es irrestricta. No obstante, lo material, por definición, es limitado. En consecuencia, la inteligencia es inmaterial.
Con todo, suele repetirse en demasía que nuestro conocimiento es limitado, y que, además, nuestra razón queda no pocas veces entorpecida por muchos factores externos (cansancio, enfermedades, accidentes, alcohol, estupefacientes, etc.), pues como declaraba Lope de Vega, "el vino y cansancio son candados de la razón y sentidos exteriores". Y más que los agentes externos, parece que sobran motivos internos para obnubilar la razón (la operatividad alocada de la imaginación y de los demás sentidos internos, el desorden de las pasiones, el desbordamiento de los sentimientos sensibles, etc.), pues "no embriaga tanto el vino cuanto el primer movimiento de la ira, pues le ciega el entendimiento sin dejarle luz de razón". Sin embargo, esos factores ni son intrínsecos a la razón ni inciden directamente sobre ella, sino indirectamente, a saber, en la medida en que entorpecen la actividad propia de los sentidos internos, de cuyos objetos toma la razón sus propios contenidos al abstraer. Por ello, al ser impedida o alterada la sensibilidad intermedia, la razón adolece de recursos objetivos para llevar a acabo su propia operatividad.
3) Por su capacidad de negar. El argumento es tomista e indica que si la inteligencia tiene la capacidad de negar, no por negar ella se niega. En efecto, la inteligencia no sólo afirma, sino que también niega, pero negar no es perder inteligencia o anularse progresivamente como tal, sino otro modo seguir conociendo cada vez más. Si la vista negase el color, dejaría de ver, pues sólo se ven colores. La inteligencia niega, por ejemplo, la noción de ente (todo lo que cae bajo ella se puede describir con esta noción). Al negar ente forma una nueva noción, no ente, que no anula la precedente, sino que la inteligencia las puede mantener las dos sin prescindir de ninguna de ellas. Mantener los dos es conocer más que formar uno sólo. Negar lo real sensible es saltar por encima de ello. De modo que si la inteligencia es capaz de negar, salta por encima de la realidad material.
4) Nos percatamos también de la inmaterialidad de la inteligencia por la cierta referencia que tiene respecto de sí. En efecto, nada de lo corpóreo se autoconoce ni se refiere a sí mismo, porque la materia es límite para ello, pues no es transparentemente cognsocitiva. Las facultades sensibles, a su vez, con sus actos conocen otros asuntos, pero no su propio soporte orgánico, ni tampoco su propio acto de conocer (ej. la facultad de ver no ve directamente su ojo, sino a través de su ojo; ni tampoco ve el acto de ver, ni a sí misma como facultad). En la inteligencia, por el contrario, alguna instancia suya se puede referir a otra instancia de ella. Así es, la inteligencia conoce que conoce, conocemos que pensamos, es decir, la inteligencia conoce algo de ella: sus actos de conocer. Esta permeabilidad o cierta referencia indica que esta facultad carece de soporte orgánico.
5) Otra prueba de su inmaterialidad la da su capacidad de crecimiento irrestricto. Si puede crecer en conocimiento sin coto, ello implica que carece de soporte orgánico que la limite, puesto que lo orgánico, por definición es limitado. Si carece de órgano (la inteligencia no está en el cerebro), no se puede decir en sentido estricto que esta potencia sea un sobrante formal, puesto que no sobra respecto de vivificar, organizar, etc., ningún órgano al que informe, ya que carece de él. Tampoco es propiamente una facultad. Es más que facultad. Se puede llamar potencia activa, pero se activa remitiendo en ella misma lo que tiene de potencialidad. Lo que en ella se actualiza deja para siempre de ser potencial. Por ejemplo, si se abstrae ya se ha aprendido a abstraer semel pro semper, de una vez por todas y para siempre.
Si la inteligencia no tiene límite (tampoco parecen tenerlo las faltas personales…), lo que se puede pedir cognoscitivamente a esta potencia se puede resumir en esta palabra: "¡audacia!". En efecto, lo que cada persona le puede decir a su inteligencia es "¡ve a más!", "¡no te conformes!". Ya lo dijo Kant: "¡sapere aude!". Pero hay que hacer crecer a la inteligencia por un motivo que no es el kantiano, a saber, por subordinar el saber racional a la persona humana, y, consecuentemente, personalizarlo. El peor enemigo que puede tener la inteligencia es el no querer sacar partido de ella, pues "no hay peor saber que no querer". Quien saca o no partido de ella no es ella misma sino el yo, es decir, esa instancia cognoscitiva superior a ella que debe activarla: el ápice de la esencia humana; una realidad que es nativamente activa y que con el tiempo activará (esencializará) progresivamente a la inteligencia (también a la voluntad).


Lecciones de psicología Clásica
Leonardo Polo, pp. 249-263
7. El objeto formal de la inteligencia
Toda esta interpretación tiene un sentido perfectamente admisible, y nos prepara para el planteamiento, que es tan clásico entre los filósofos aristotélicos, del objeto formal, específico, de la inteligencia, entendido con un criterio diferencial respecto de la sensibilidad. También en este orden de consideraciones se intenta establecer la diferencia. Esa diferencia se ve en que el objeto de la inteligencia es universal y el objeto de los sentidos es siempre particular. Ahora vamos a ver si, después de dicho, vislumbramos esta cuestión de la universalidad del objeto de la inteligencia humana. Para mostrar que el objeto de la inteligencia humana es universal se pueden seguir varios procedimientos. Exactamente, qué sea la universalidad y cuál sea la estructura de la universalidad es un tema lógico y metafísico. Podemos aludir a él, pero con la conciencia clara de que es un tema epistemológico y un tema metafísico.
Se puede decir lo siguiente. Nosotros nos podemos dar cuenta de que poseemos una serie de objetividades, muchas, que tienen todas ellas esta propiedad: que solo tienen una concreción individual a través del conocimiento sensitivo. Yo me puedo dar cuenta de que, por ejemplo, el objeto triángulo –interpretado como objetividad, es decir, como conocimiento objetivo– no es el conocimiento de un triángulo concreto. Hasta tal punto esto es así, que solamente a través de la imaginación, a través de una percepción actual, puedo decir: este triángulo. Este es un hecho que evidentemente es innegable. Dicho de otra manera: alcanzamos lo concreto a través de la sensibilidad. Pero este alcanzar lo concreto en la sensibilidad está en conexión con una manera de referirse a lo concreto que no es concreta, es decir, que no es referirse a éste o al otro.
Eso ya está implícito en lo que decíamos acerca de los medios. ¿Por qué? Porque cuando se sabe hacer un timón, ese saber hacer un timón está refiriéndose a un timón que no es éste o el otro, sino que es, más bien, el timón en general. Y cuando nosotros el timón lo estamos comprendiendo respecto de la navegabilidad, es evidente que también tenemos una idea de la navegabilidad que es una idea que se refiere a todas las posibles navegaciones concretas. Eso es una cosa tan absolutamente manifiesta que, a lo mejor, muchas veces puede ser que no nos demos cuenta exactamente de su alcance. Incluso muchas veces ocurre que no reflexionamos sobre este hecho. Pero es un hecho absolutamente claro. Otra cosa será averiguar cómo son esos conocimientos objetivos que no tienen en sí mismo una determinación concreta inmediata. Ésa la tienen a través de los conocimientos sensibles. Pero que aparecen en nuestra conciencia, es perfectamente claro.
Nosotros podemos establecer, por así decirlo, la constancia de la objetividad, al margen de la percepción, según la captación de unas notas, es decir de unos contenidos, que se verifican en todos los casos, y que, por lo tanto, tienen un carácter constante al margen del conocimiento en el plano de la sensibilidad. Un cangrejo no conserva la objetividad constante, sino en correlación con determinadas condiciones espacio-temporales que son perfectamente concretas. Presa para un cangrejo significa presa que se mueve sobre el suelo. Si no se mueve sobre el suelo, automáticamente el cangrejo deja de percibirla. Y eso nos sugiere que la unidad objetiva en el cangrejo se pierde en cuanto se produce una variación de tan pequeña importancia como es una variación meramente local. En el caso del perro eso no ocurre. El perro puede darse cuenta de esa unidad del objeto a través de una serie de modificaciones que están dentro, también, del plano de lo concreto. Porque son modificaciones espaciales. Es igual que el trozo de carne esté aquí o allí... el perro se da cuenta de que aquello sigue siendo trozo de carne, y que se lo tiene que comer lo mismo si está aquí que si está arriba, y entonces pega un salto...
El hombre tiene una manera de apreciar la constancia objetiva que va más allá de todas estas variaciones intratemporales e intraespaciales. La del perro es una constancia objetiva que está siempre en el orden de lo concreto; y nada más que lo concreto. Es un mantenimiento de la percepción a través de las variaciones espacio-temporales; por lo menos hasta cierto punto. Pero el hombre conserva esa unidad de los objetos por encima de toda espacialidad; la conserva en todo caso. Se trata de una constancia que entonces hay que definir no con relación al mantenimiento de lo concreto a través de los cambios espacio-temporales, sino que hay que referir otra vez a lo mismo, a lo que es el objeto entendido; y que permite por lo tanto, reconocerlo después. No planteemos ahora el problema de si, efectivamente, este conocimiento esencial, universal, es un conocimiento que da con lo más íntimo de las cosas.
Fijémonos simplemente en el hecho de que el perro puede reconocer esta mesa: está aquí o allá. Pero nosotros podemos reconocer esto que es la mesa, y podemos reconocer que es mesa una cosa que desde el punto de vista concreto es simplemente diferente de ésta. Así, los caracteres que están reunidos como mesa, adquieren en nosotros una constancia que va más allá de la mera variación, del mero mantenimiento dentro de las variaciones espacio-temporales. Es algo así como la captación de un núcleo más profundo que la concreción particular de las cosas. La mesa puede tener cuatro patas y ser de este tamaño. Y puede ser también una mesa de seis patas y no tener este tamaño; o ser redonda o lo que sea. En todos los casos decimos mesa. Entonces, es evidente que nosotros hemos evadido, superado, las constancias objetivas que se dan en el plano de la mera singularidad concreta, y tenemos un tipo de constancia que no está en el orden de las singularidades concretas. Paralelamente, solamente alcanzamos el orden de la singularidad concreta a través del conocimiento de esta mesa o de la otra, de este objeto o del otro objeto particular, lo cual ya no lo hace la inteligencia, sino que lo hace justamente la sensibilidad.
Desde el punto de vista de una diferenciación objetiva, de una selección de objetos, para montar sobre ella la diferencia entre las facultades, lo que tradicionalmente se pone de relieve es justamente que la sensibilidad no puede superar lo concreto, lo particular, mientras que la inteligencia tiene un objeto universal, general. Que nosotros conocemos generalidades en sentido propio se puede mostrar por el hecho de que nosotros podemos reconocer, o mantener una constancia objetiva, que no es concreta, es decir, que sólo se refiere a lo concreto a través de los sentidos. La cosa no puede ser más sencilla. Nosotros podemos sentar una identidad objetiva por encima de toda individualidad. Y, por lo tanto, podemos aplicar esa constancia a varios individuos, cosa que no puede hacer ningún animal.
Un animal puede darse cuenta de que aquello es útil para él y darse cuenta al día siguiente de que otra cosa también es útil para él, y al día siguiente lo mismo. Y puede, además, darse cuenta de esa utilidad despreciando diferencias en lo que se refiere al tamaño. Pero lo que no puede nunca el animal es conservar propiamente esa unidad de una manera expresa. Es decir, a lo largo de su vida el animal puede reconocer bajo una razón general, bajo una razón común, una serie de cosas. Pero en su elenco de objetos ese carácter abarcador respecto de todos los casos particulares no es poseído. En cambio, el hombre sí. Podemos pensar mesa y entonces decir esto es una mesa; y luego la de mañana es una mesa también, y la de pasado es una mesa. El animal respecto a las cosas que le interesan puede reconocer el mismo valor de utilidad en una serie de cosas concretas diferentes, pero esa generalidad, ese valor común, él no lo objetiva. Que nosotros lo objetivamos es una cosa tan manifiesta que no hace falta insistir.
Nos damos cuenta otra vez de que el punto de vista clave es el tema de las clases de vida. El hombre puede objetivar universales precisamente porque su relación con lo particular, con el mundo de los objetos particulares, no es una relación que esté constantemente interferida por su estimativa y, por lo tanto, en último término, siempre dominada por su tendencia. Si nosotros podemos dejar en suspenso en orden a nuestro conocimiento la relación particular de nuestras necesidades orgánicas con el mundo objetivo, entonces ese mundo objetivo para nosotros se puede expansionar y ésa es su universalización. La objetivación se puede mantener constante porque no la interferimos con nuestros apetitos concretos. De ahí el hecho de que para teorizar sea tan conveniente dejar a un lado las pasiones, los actos del apetito sensitivo. Para teorizar hace falta no interferir, con tendencias o con preocupaciones referentes a la situación concreta. Por eso si se piensa de verdad, eso es señal de que uno ha logrado una cierta generosidad: el pensamiento es ennoblecedor para el hombre. Porque, precisamente para que pueda ejercerse en condiciones suficientemente libres, hace falta que todo ese tipo de preocupaciones particulares quede por lo menos de lado o no actúe en el caso.

8. El conocimiento de esencias
Si siguiéramos preguntándonos acerca de qué es esto de la universalidad (ya lo estamos describiendo y nos damos cuenta poco a poco de lo que puede querer decir), ahora tendríamos que indicar alguna cosa más. Es una constancia objetiva; pero es una constancia objetiva que no es particular. No es la constancia de lo particular, sino una constancia superparticular. Es una constancia que se desliga de lo que es de hecho, concreto, particular. O si se prefiere, pasa, da el salto a la esencia (otra noción que aparece como novedad, porque aparecía en lo anterior muy precipitadamente). Las esencias, el mundo de las notas constitutivas, es el mundo de los sustantivos. Y, correlativamente, este mundo de lo sustantivo lo tenemos que referir al concreto mundo de los entes reales, particulares.
Antes hemos dicho que la inteligencia ya se notaba en el hecho de los infinitivos verbales con relación a todo el valor instrumental de las acciones. Ahora nos damos cuenta de que la inteligencia también se nota en relación con los sustantivos: la sustantivación nunca es sensible. Ese tipo de constancia real de los objetos nunca es un objeto sensible, ni una intelección de la cogitativa. Eso es algo que propiamente hablando solamente se da en el mundo de la inteligencia.
Esto está cargado de tanto sentido que tenemos que explorarlo. Decimos que la formación de los conceptos abstractos (es decir, las ideas, los objetos universales) está ligada precisamente al hecho de que podamos dejar en suspenso, por lo menos en algún sentido, el desencadenamiento de nuestras tendencias. Una de las implicaciones, muy interesante, que tiene esta observación es ésta: las manipulaciones a que sometamos los objetos pensados podrán tener un carácter que no podrán tener nunca las transformaciones que pueden tener los objetos en la sensibilidad. Estas manipulaciones son reversibles, mientras que las de la sensibilidad nunca lo son. La palabra reversible nos pone de nuevo bajo el ámbito de la causa final. Dijimos que aunque propiamente no se puede hablar de un tiempo reversible –el tiempo siempre es irreversible– la causalidad final es siempre una causalidad que va de después o antes, mientras que la causalidad material es una causalidad de antes a después.
Pues bien, si intervienen las tendencias orgánicas, estas tendencias son irreversibles, porque van siempre de antes a después, en cuanto que no significan una posesión vital del fin. En cuanto poseemos vitalmente el fin entonces podemos librarnos de este carácter irreversible –que es perfectamente concreto– del tiempo. Que un tiempo es irreversible quiere decir que nunca se repite. Este tiempo, es decir, todo lo que ocurra en ese tiempo de antes a después ya ha pasado. Y entonces lo que venga después será una cosa distinta. En cambio, si nosotros somos capaces de demorarnos en el tiempo, entonces nos escapamos de la causa material. Esto parece que está demostrado por experimentaciones en psicología experimental, y por investigaciones acerca de cómo se forman las relaciones lógicas.
Lo característico de las relaciones lógicas, las relaciones entre conceptos, es que son reversibles. Para que nosotros podamos establecer relaciones reversibles, es absolutamente necesario que en la pantalla de nuestra vitalidad, tal como esa pantalla es en su sentido cognoscitivo, no intervengan relaciones orgánicas. Y efectivamente así sucede. Las operaciones lógicas son reversibles. Eso es lo que significa, por ejemplo, la propiedad aditiva, una de las propiedades más elementales que tiene el pensar lógico. La percepción animal, por ejemplo, nunca es aditiva. Es decir, la percepción animal nunca puede darse cuenta de que si A + B = C, B es igual a
C - A. Podría ir de A, añadiendo o sumando B, hasta llegar a C. Pero no podría ahora, a partir de C, de eso que es término, volver sobre los anteriores, para definir los anteriores. A más B = C, entonces C - A = B. Eso no hay ninguna posibilidad de que lo pueda hacer una facultad que no puede aislarse en su propio dinamismo de las tendencias apetitivas. Por lo tanto, la reversibilidad en las operaciones, el poder tomar las cosas desde el principio al final y desde el final al principio y, por lo tanto, poder replantear las cosas otra vez exactamente igual que antes, eso solamente lo puede hacer la facultad inorgánica. No hay ningún animal que pueda decir: me he equivocado y, por lo tanto, vamos a reemprender otra vez el asunto, partiendo otra vez de los mismos puntos de partida. Es decir, la reposición de los problemas al punto de partida no la posee vitalmente el animal, y por eso los procesos se le han ido completamente. Precisamente porque su vida está completamente montada sobre una temporalidad en que la influencia de la causa material está vigente; es decir, porque no hay independencia plena con relación a la causa material. Para que se puedan hacer operaciones reversibles, para que se pueda volver al punto de partida y recomenzar, es preciso prescindir del carácter orgánico. Y se ve claramente que en cuanto nosotros repetimos estamos universalizando. Pues la posibilidad de considerar muchas veces lo mismo en tanto que lo mismo, está en la base del concepto. Podríamos multiplicar esta serie de observaciones para ir mostrando esto –ya digo que mostrarlo muy directamente es imposible, porque la abstracción no es un dato intuitivo–; pero por esta serie de caminos salta a la vista el carácter irreductible de nuestros conceptos al orden de la organicidad, a la línea de la causa material.

9. La sustitución objetiva
También podemos hacer otra cosa que no puede hacer el animal, que es la sustitución objetiva. Si un objeto es perfectamente concreto, perfectamente particular, es absolutamente imposible sustituirlo, poner otro en su lugar que lo represente. Y, por lo tanto, es absolutamente imposible establecer funciones en sentido matemático. Y –todavía más elementalmente– es absolutamente imposible usar la palabra. Para que se pueda hablar, es preciso que se constituya la función de signo estrictamente. Un signo representa sustituyendo. Un animal puede encontrar, puede tener un símbolo que sea una parte. Es decir, que si un animal ve el extremo de una pata de otro animal, la facultad que se llama imaginación, puede reconstruir a partir de esa pata, todo el animal. Para eso no se necesita la inteligencia. Es decir, si nosotros vemos el extremo de una cosa, y eso lo hemos visto antes, compensamos lo que no vemos mediante la propia dinámica de nuestra imaginación. Pero la palabra no es un signo de este tipo. No es un signo que signifique una parte. La parte está en el orden de lo concreto; y ese todo del cual eso es parte, también se representa en un sentido concreto. Pero la palabra es una sustitución completa. Pues bien, para que nosotros podamos hacer esto, es absolutamente imprescindible que esté en suspenso la tendencia. Para que tengamos un modo de operación formalmente cognoscitiva que consista en decir –ya no digo en pensar, sino en decir– mesa, y que eso nos lleve a la objetividad mesa de una manera absolutamente convencional (la palabra mesa no se parece nada al objeto mesa, ni es una parte de él), para que esto sea posible, es evidente que nosotros hemos tenido que establecer una relación en que todo el desencadenamiento individual de nuestras tendencias no tenga nada que ver con el objeto, no tenga nada que hacer respecto de él.
Veamos qué más extremos podríamos poner de manifiesto para mostrar mejor que es lo universal. Las palabras ya tienen un valor universal, precisamente porque no son partes, sino signos en un sentido total (quiero decir signos que suplen). Evidentemente, eso de suplir no podría tener nada que ver con el apetito sensitivo, porque el apetito sensible en modo alguno se puede satisfacer con ninguna suplencia. Si uno en vez de carne le da la palabra carne a un animal, no le sirve de nada, no tiene sentido para él.
Es decir, los apetitos sensibles son directos y terminan directamente en lo particular. Y fuera de lo particular quedan frustrados. En cambio, nuestras intenciones mentales, todo lo contrario: no son frustradas por la sustitución, sino que funcionan fundamentalmente a base de sustituciones. Y si no funcionaran a base de sustituciones, tampoco podrían funcionar a base de equivalencias, o de igualdades. Por ejemplo, no podríamos jamás percibir, o comprender, la identidad: a = b, que para un animal no significa nada. Aquí vemos también una superación de lo orgánico clarísima. Y nosotros podemos construir por este sistema de equivalencias un sistema de sustituciones que sean, por ejemplo, previsoras. Esto el animal tampoco lo puede hacer. ¿Qué más cosas podríamos sacar a colación? Insisto tanto en esto, porque sentar que nosotros conocemos objetos universales es una cosa que tiene que quedar perfectamente clara, a salvo de toda duda; porque de lo contrario todo lo que se diga después acerca del ser no se entenderá.
Si es inmaterial el objeto, la facultad cuyo acto terminal es ese objeto o la identificación con ese objeto, tiene que ser inorgánica. Y si la facultad es inorgánica el sujeto, el alma tiene que no depender estrictamente de la materia. Y si no depende en su ser de la materia el alma es inmortal. De manera que la inmortalidad del alma depende en último término de que podamos mostrar que tenemos un tipo de objetividad que no es reductible, que no es dependiente, o que está por encima de las condiciones materiales.

10. Anticipaciones puras
Otra observación para seguir con el carácter diferencial de nuestros objetos, de nuestras ideas, con relación a la sensación es la siguiente. Nuestras ideas tienen un carácter especial, que tal vez sea un poco difícil de percibir, y al que yo he dado muchas vueltas desde un punto de vista metafísico, pero que también desde un punto de vista psicológico lo pueden notar. Nuestras ideas tienen el carácter de que son anticipaciones puras. En esto de que sean anticipaciones puras, también se muestra claramente que son inmateriales. Nuestras ideas están desmaterializadas.
Vamos a ver cómo les diría yo qué son anticipaciones puras. Tiene esto mucho que ver con lo que antes llamábamos sustantivación. Es decir, nuestras ideas no son objetos que pertenezcan a una serie genética más amplia, en la cual estén incluidas. Los objetos de la sensibilidad animal, en último término, son así. Pertenecen siempre a una serie más amplia. Y esa serie a la que pertenecen, en último término es la que los estructura. Por eso, en rigor, los objetos animales no tienen una independencia con relación al orden orgánico vital. Por eso la sensación animal, donde se perfecciona en último término es en la respuesta. En cambio, las ideas no son así. Aunque las ideas también están englobadas y pueden tener una serie de presupuestos. Sin embargo, las ideas se nos presentan con un valor que las refiere a ellas mismas. Y esto es lo que llamo anticipación. Es decir, no están incluidas en un cuadro genético más amplio.
Descartes a eso le llamaba las "ideas claras y distintas". El ser distinto de las ideas es lo que yo llamo el estar anticipadas las ideas. Es decir, que las ideas reposan en sí mismas, y no se refieren a ninguna condición previa para que se muestren. En cambio, el significado de los objetos sensibles está perfectamente condicionado y determinado por la estructuración general de la percepción. Precisamente porque la percepción condiciona el sentido de los objetos sensibles, es decir, el valor mismo objetivo de los objetos sensibles, es por lo que en el caso del conocimiento sensitivo no es posible la reflexión. Eso también cualquier experimento, cualquier dato de psicología experimental, nos lo dice. En cuanto interviene el factor respuesta, entonces se produce siempre en el campo de la sensibilidad posible una concentración en virtud de la cual unos elementos son más importantes que otros. Se constituyen centros. En el plano de la percepción, la atención siempre es selectiva. Y porque es una atención selectiva entonces automáticamente, por así decirlo, si representamos algo como una cosa más difusa a partir de la cual nosotros nos concentramos. Resulta que si nosotros concentramos la atención, algo es privilegiado, y las relaciones que tiene con otro elemento hacen que tenga una significación objetiva distinta de si nosotros en vez de concentrar la atención en un objeto la concentramos en otro. Es decir, que con relación a algo, aparece a lo mejor como más grande; si nos fijamos en otra cosa, es más pequeño que esto; etc.
No cabe la posibilidad de establecer ninguna constancia así. Y, por lo tanto, ningún valor invariable, que permita reflexión entre las relaciones de todos. Hay muchísimos experimentos en el plano de la percepción que lo muestran. Por ejemplo la ley de Weber, que hay que reducirla a esto. Hay un experimento bastante curioso, y que además da siempre el mismo resultado, que es cuando se pone una bola de plomo en una mano y en la otra mano se pone una bola de plomo y otra que se parezca a la de plomo pero hueca, que prácticamente no pese nada, entonces resulta que siempre se percibe que donde está la bola de plomo más la otra, pesa menos. Parece que pesa menos, aunque en realidad pese un gramo más, pero se percibe siempre que pesa menos. Porque hemos establecido una comparación desde una perspectiva que en último término es locomotriz. La importancia que tiene la facultad locomotriz aquí es decisiva. Como hemos visto previamente que nos iban a poner dos bolas de plomo, hemos preparado nuestra musculatura para recibir más peso, puesto que ya sabíamos lo que pesaba esa bola de plomo desde el punto de vista exclusivamente orgánico, y entonces ¿qué pasa? Que cuando nos ponen algo que pesa menos que el doble y nosotros estábamos preparados para recibir aproximadamente el doble nos parece que pesa menos. Lo mismo pasa, entre el frío y el calor. Se ve claramente que el orden de la percepción funciona con un principio de relatividad que depende de las previsiones estimativas orgánicas del sujeto. Y que en virtud de eso es como se organiza la impartancia de las cosas. Esa importancia se organiza en virtud del valor que tienen (por ejemplo, en este caso –importancia subjetiva–, en virtud del esfuerzo que creemos que nos va a costar, y entonces resulta que pesa más o menos).
Estas ilusiones táctiles están experimentadas en el laboratorio, y tienen un correlato completo con las ilusiones visuales. Ocurre que si yo dibujo un círculo y otro igual que él, pero los intersecciono de determinado modo, entonces veo uno como mayor que el otro. Esto también hay que referirlo a lo mismo, a la falta de constancia en la objetivación sensible, por su conexión con estimaciones previas. Sería muy largo de mostrar el tema de la relatividad no constante de la percepción sensible, la falta de aplicación del principio aditivo en esos casos. En último término, las percepciones objetivas se organizan dentro del marco tendencial, que siempre está perspectivizado. Y quien produce la perspectiva concreta es la estimativa, que es la clave de toda la comprensión de la sensibilidad.

Capítulo XX. MÁS SOBRE LA EXISTENCIA DE LA INTELIGENCIA EN EL HOMBRE

1. La negación
Estamos recolectando observaciones acerca de la diferencia entre el objeto de la inteligencia y el objeto de los sentidos (diferencia entre lo entendido y lo percibido). Vamos a ofrecer tres o cuatro más, y con eso creo que quedará suficientemente mostrado que existe una diferencia de objeto entre los sentidos y la inteligencia.
Una cosa que es muy digna de notar y que no aparece en la sensibilidad es la negación. No solamente el hombre es capaz de sustituir un objeto por otro de una manera total y, por lo tanto, de suscitar signos vicarios, que pueden hacer las veces de lo significado y con los cuales se puede operar (como ocurre, por ejemplo, con los signos matemáticos), sino que es capaz todavía de hacer algo más. Se trata de afectar a una representación nada menos que por la negación. Esto es algo más que el valor del signo, porque el signo suple pero hace las veces; con la negación lo que hacemos es borrar. Este borrar, este aniquilar, este considerar según la diferencia entre lo positivo y lo negativo, es algo que no puede hacer de ninguna manera el animal: si tiene algo delante, le interesa o no, lo persigue, huye de ello o le deja indiferente; pero representar ese algo que tiene delante como no estando delante, eso carece absolutamente de sentido para el animal. Lo que le puede pasar a la sensibilidad animal es que de hecho aquello desaparezca. Entonces, si desaparece, la sensibilidad se queda sin él. Por lo tanto, permanece un poco desorientada, si esa desaparición es demasiado brusca; pero lo que no puede hacer es manejar objetivamente el sí y el no.
A título de ilustración, pudiéramos decir que posiblemente el sistema de filosofía más ambicioso que se ha construido nunca, se ha basado precisamente sobre la diferencia entre el sí y el no. Es la filosofía de Hegel. El método hegeliano de la dialéctica. Hegel cuando habla de la dialéctica –tesis y antítesis– dice que esto es propio de la vida en general del espíritu: Geist. El espíritu, dice, es capaz de mantenerse a través de la propia negación. Y no solamente se mantiene a través de la propia negación, sino que vence a través de la negación. Si se quiere, esta interpretación hegeliana no es más que un resultado abstracto de su meditación sobre la Muerte y Resurrección del Señor. El espíritu a través del no alcanza la victoria. La muerte nunca es el final. Si el espíritu se niega a sí mismo, en ese negarse alcanza la victoria. Esta es la superación propiamente espiritual, para Hegel, y algo que no existe en el orden de la naturaleza. En el orden de la materia no se da (Hegel dice que sí, pero es porque él interpreta la materia como una especie de espíritu extrovertido). Justamente su interpretación dialéctica de la realidad le lleva a un panlogismo, a una interpretación del todo como si todo fuese ideal, momentos de la idea. Prescindiendo de que esto tenga valor metafísico o no lo tenga (probablemente no tenga ningún valor metafísico, porque, en lo que respecta a su orientación teológica, esta especulación de Hegel se queda muy corta), sí puede tener interés para aproximarnos a la comprensión de la vida espiritual, porque esta interpretación de la negación está asociada a la voluntad.
En Hegel, la inteligencia tiene una estructura dialéctica en su propio devenir, en su propio progreso, y eso le sugiere a Hegel que la inteligencia está íntimamente asociada con la voluntad. Que tanto se entiende, se avanza y se progresa, en cuanto se quiere. Posiblemente ésta es una mala subjetivización de los procesos intelectuales, pero ya nos hace ver, nos sugiere, cómo se puede pensar, aunque no esté del todo bien pensado, la conexión entre la inteligencia y la voluntad. La voluntad no rompe, es decir, no se abalanza sobre el resultado de los procesos intelectuales, sino que más bien está asociada a los procesos intelectuales mismos.
Aparte de la exageración hegeliana, digamos que el hecho de negar es una cosa que los sentidos no pueden hacer. Una negación afecta en bloque, o por lo menos pretende afectar en bloque, a las ideas antes pensadas. Cuando digo no-A, digo no-A del todo. Y, por lo tanto, voy más allá de las puras conexiones concretas. Es una cosa muy clara. Yo creo en la importancia de la negación en el pensamiento –tema epistemológico–. Los mismos escolásticos dicen que el primer principio es el que resulta de la comparación entre la idea de ser y la idea de no ser: es el famoso principio de contradicción.

2. La cultura
Otro dato que podríamos aportar aquí, muy importante también, es el hecho de que nuestras ideas tienen una posibilidad de mantenerse en el seno de la sociedad: esto no solamente se refiere al problema de la intercomunicación, de la existencia de un lenguaje con sentido, que es efectivamente signo, sino también a otra cosa, y es que las ideas que nosotros pensamos no se reducen a estar, por así decirlo, colocadas en la intimidad psicológica del sujeto, sino que pueden ser exportadas, sacadas de esta intimidad y adquirir entonces un tipo de mantenimiento que es precisamente su mantenimiento dentro de la sociedad. Es evidente que para que esto sea posible es absolutamente necesario que las ideas puedan de suyo no depender completamente del sujeto, que sean en principio independientes de su conexión con lo psíquico concreto. Si nuestras ideas estuvieran ligadas a la subjetividad concreta del individuo entonces no podrían tener un estatuto social.
Que las ideas tengan estatuto social es nada menos que lo que se llama cultura, por lo menos, una de las dimensiones de la cultura. Si las ideas no pudieran ser retomadas por un sujeto a partir de otro, a partir de una situación de enlace que sea extrasubjetiva, precisamente social, no se daría una de las grandes condiciones del progreso humano. Si todos los individuos fueran incomunicables, si las ideas de todos los individuos tuvieran que recomenzar el proceso desde cero, entonces evidentemente no habría progreso. El progreso tiene que ser un proceso de acumulación a partir de hallazgos, o de averiguaciones anteriores, y si se construye a base de averiguaciones anteriores, tiene que haber ocurrido algo así como una especie de neutralización con relación a la psicología de cada individuo. Cuando un individuo aprehende las ideas, es que estas ideas tienen que estar a su disposición, lo cual quiere decir que están apartadas de la psicología concreta, o de la psicología en cuanto que esta psicología está sometida al hecho de la muerte, a su incomunicabilidad en términos generales. De manera que el estatuto social de las ideas es otro de los indicios profundos que tenemos de la diferencia entre los sentidos y la inteligencia.

3. Los valores y las normas
Otro dato es lo que podríamos llamar un resultado de todo esto. Es una propiedad que tienen las ideas, los conceptos, que no tienen los objetos sentidos, las cualidades sensibles, y es por así decirlo, que valen por ellas mismas. Este carácter, el de un valor intrínseco, está ligado a la misma cuestión que llamamos esencia; lo que es, hay que verlo también desde este punto de vista. En fin, a lo que es le acompaña siempre un valor intrínseco. También en esto se demuestra que se ha roto la interconexión subjetiva, es decir, la collatio sensibilis. Para un animal nada tiene valor en sí, todo tiene valor de acuerdo con sus disposiciones, con su situación orgánica general, con sus necesidades. Pero el hombre puede abstraer, puede eliminar, dejar en suspenso todo lo relativo a una referencia concreta y, por lo tanto, fijarse en el valor de las ideas. Para él los conceptos tienen valor según ellos mismos. De esta manera también se ve claramente la abstracción, su valor superador, efectivamente objetual, en un sentido muy profundo: obiectum, algo que se destaca él mismo ante la mirada.
Dentro de esta línea de consideración hay que decir que por aquí empieza a surgir otro hecho humano característico que es la obligación, y consecuentemente todo el mundo de las ideas morales. Tampoco la conducta animal ofrece nada parecido. La obligación, el deber, es un hecho humano: es evidente que tener sentido del deber es haber superado el condicionamiento orgánico. Es atender al valor objetivo. Valor objetivo es el valor que tienen los objetos y, por lo tanto, no es meramente el valor estructural con referencia a una subjetividad concreta. Por eso la obligación moral puede ser general y mantenerse con un carácter regulativo respecto de las circunstancias. Por eso puede haber leyes morales. Para ningún animal tiene sentido una ley moral. El animal actúa, sin más: actúa de una manera espontánea, con una espontaneidad no poseída, no vivenciada, no interna al mundo psicológico del animal; pero que es justamente lo que en último término da sentido a la organización concreta de la psicología animal.
¿Qué más cosas podríamos aducir? En último término creo que todo esto nos puede sugerir una cosa: que cuando nosotros pensamos, cuando entendemos, se podría describir lo que hacemos al entender diciendo simplemente que lo que hacemos es separarnos de lo concreto. Y en esta separación de lo concreto encontrar un valor objetivo (o hacer tal separación en virtud de un nuevo valor objetivo) que se constituye como suficientemente autónomo en relación a lo concreto. Ese valor objetivo permite luego conducirse, o una cierta regulación y una cierta aplicación a lo concreto. Por lo tanto, tiene un valor dominador con relación a lo concreto. En el caso de la moral ese dominio de lo concreto es de una índole especial. En el caso de las ideas generales, puramente teóricas, tiene otra modalidad. Pero en cualquier caso, su universalidad se caracteriza por una cierta independencia con relación a lo concreto y por un cierto valor respecto de lo concreto. Atendiendo a esto último los escolásticos definen el universal como el unum in multis et de multis, el uno en muchos y de muchos. Algo que se multiplica en lo concreto pero que al multiplicarse en lo concreto no se parcializa en lo concreto. No queda desperdigado en lo concreto, sino que siendo de muchos sigue siendo único. El concepto de mesa tiene esa clarísima propiedad.









Cfr. Q.D. De Anima, q. un., a. 1, ad 6.
Cfr. González Quiros, J. L., Mente y cerebro en el pensamiento contemporáneo. Crítica de las teorías materialistas de la mente, Madrid, Universidad Complutense, Departamento de Filosofía, 1988.
Cfr. Popper, K., Eccles, J., El yo y su cerebro, Barcelona, Labor, 1985.
Cfr. Polo, L., Curso de teoría del conocimiento, II, Pamplona, Eunsa, 1997, Lección Primera.
Lope de Vega, Leonardo, en Peribañez y el Comendador de Ocaña, Barcelona, Orbis, 1983, 164.
Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, II Parte, n. 1009, 201.
Cfr. De Anima, l. III, cap. 8, (BK 431 b 21); ibid., l. III, cap. 5, (BK 430 a 14 ss).
Lope de Vega, Peribañez y el Comendador de Ocaña, Barcelona, Orbis, 1983, 172.
Alemán, M., Guzmán de Alfarache, I, Madrid, Cátedra, 1979, 349. He aquí otro autorizado testimonio: "cuando el valor devora la razón, ésta se traga la espada con que pelea", Schakespeare, W., Antonio y Cleopatra, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 753.
Por referencia no se entiende que un acto de conocer, por ejemplo, se conozca, se refiera, a sí mismo, sino que hay alguna instancia del conocer de la inteligencia que conoce otra instancia de esa misma facultad de conocer.
"Cierta referencia" no indica "referencia completa". La inteligencia no se autoconoce de modo completo. La completa referencia "reditio completa" atribuida a todos los seres espirituales es una tesis neoplatónica (de Proclo) que no se compagina con la realidad, pues implica un paso injustificable desde la ignorancia al saber completo, de la potencia al acto.
Si la inteligencia no está en el cerebro ¿dónde está? No es que no se quiera responder, sino que la pregunta está mal hecha, es decir, es improcedente, porque preguntar por el estar o por el dónde sólo se puede referir a lo sensible, pero no a lo inmaterial, pues esto no está sino que es. Además, no se debe referir a todo lo sensible. En efecto, nótese que tampoco las imágenes, recuerdos, etc., están en el cerebro, porque no son materiales. Entonces, ¿dónde están? Mala pregunta, pero si se quiere, se puede responder que están en el acto de imaginar, recordar, etc., que tampoco son materiales.
"Las faltas no tienen límites/ como tienen los terrenos/ se encuentran en los más buenos/ y es justo que les prevenga/: aquel que defectos tenga/ disimule los ajenos", Hernández, J., Martín Fierro, Buenos Aires, Albatros, 1982, 197.
Correas, G., op. cit., 575.
. "Sensus, inquantum est particularis". S. Theol., II-II, q. 49, a. 2, ad 3.
. "Intellectus, quia est universalis". Contra Gentiles, lib. III, cap. 82, n. 3.
. "Quod enim non est, non contingit fieri, cum ex nihilo nihil fiat. Oportet ergo quod res fuerit simul in se habens contradictionem; quia si ex uno et eodem fit calidum et frigidum, fit per consequens calidum et non calidum". TOMÁS DE AQUINO, In Metaphys., lib. IV, l. 10, n. 3.
. "Quod autem non est, non potest aliquid movere. Intelligibile autem per intellectum possibilem non est aliquid in rerum natura existens, in quantum intelligibile est; intelligit enim intellectus possibilis noster aliquid quasi unum in multis et de multis. Tale autem non invenitur in rerum natura subsistens, ut Aristoteles probat in VII Metaphys". Q. D. De anima, a. 4 co.
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